viernes, 30 de octubre de 2020

Conmemoración de todos los fieles difuntos


 

         La Iglesia nos invita a recordar a los seres queridos difuntos, pero no por una simple conmemoración; es decir, no se trata de un simple recuerdo, de un simple traer a la memoria y al afecto a los seres queridos que han fallecido. Además de esto, es decir, además de dedicar un día en el año para recordarlos con cariño y afecto, la Iglesia nos invita a que elevemos la mirada de la fe y recordemos las verdades de nuestra fe, para que vivamos este día no como un mero recuerdo afectivo de quienes ya no están, sino a la luz del misterio pascual de Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

         Es decir, la Iglesia quiere que recordemos a nuestros seres queridos difuntos, pero no solo para simplemente recordarlos y dedicarles un recuerdo cargado de afecto, sino para contemplar sus vidas y sus muertes a la luz de los misterios de la vida de Nuestro Señor Jesucristo. Cuando hacemos esto, nos damos cuenta de que ellos ya vivieron lo que nosotros aun creemos y todavía no hemos vivido, por estar, paradójicamente, vivos y no muertos. Es decir, nuestros seres queridos difuntos ya han vivido algo que nosotros también habremos de vivir en el momento de nuestra muerte y es lo que nos espera el día en el que muramos: han vivido ya el Juicio Particular; han vivido el encuentro personal con el Hombre-Dios Jesucristo; han comprobado, por propia experiencia, que todo lo que la Iglesia nos enseña acerca de las postrimerías –muerte, juicio, purgatorio, cielo, infierno-, es realidad y no invento de la mente humana. Ante todo, entonces, han atravesado el Juicio Particular, algo que todavía nosotros no hemos experimentado, pero hemos de experimentar el día en que muramos. Sabemos que luego del Juicio Particular viene el destino eterno, decidido por la Justicia Divina, que puede ser el Cielo –para muchos, previo paso por el Purgatorio- o el Infierno. Como confiamos en la infinita Misericordia Divina, esperamos que nuestros seres queridos estén ya en el Cielo o en el Purgatorio y es por eso que elevamos oraciones por ellos y ofrecemos misas por ellos; si pensáramos que se han condenado, de nada servirían nuestras oraciones por ellos. Pero como confiamos, como hemos dicho, en la Misericordia de Dios, que es infinita y eterna, esperamos que ya estén en el Cielo y si no lo están, esperamos que al menos estén en el camino al Cielo, en el Purgatorio. Después de todo, Nuestro Señor Jesucristo murió en la Cruz y resucitó al tercer día por todos los hombres, es decir, también por nuestros seres queridos, por eso, es ocasión de no solo recordar a nuestros seres queridos difuntos, sino también de dar gracias a Nuestro Señor Jesucristo, que los amó más que nosotros, al punto de dar la vida en la Cruz por su salvación.

         Entonces, es por esta razón que la Iglesia dedica un día especial en el año a los seres queridos difuntos: no solo para que los recordemos con afecto, que debemos hacerlo, sino para que recemos por ellos, por si se diera el caso de que estuvieran en el Purgatorio y todavía no en el Cielo, para que prontamente se purifiquen e ingresen en el Reino de Dios; también la Iglesia dedica este día como una ocasión para que glorifiquemos a la Divina Misericordia, porque por la Divina Misericordia es que esperamos que se hayan salvado, es decir, que hayan evitado la eterna condenación en el Infierno.

         Por estas razones, la Conmemoración de los Fieles Difuntos no debe quedar, para el cristiano, en un mero recuerdo afectivo: debe ser un día de ayuno y oración, pidiendo por el eterno descanso de nuestros seres queridos, además de ser un día dedicado a glorificar a la Divina Misericordia. Para ambos objetivos, lo más perfecto y agradable a Dios Trino es el ofrecimiento de la Santa Misa, la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, realizado por Cristo en el Calvario, para la salvación de nuestros amados difuntos.

sábado, 24 de octubre de 2020

“El que se eleva será humillado y el que se humilla será elevado”

 


(Domingo XXXI - TO - Ciclo A – 2020)

         “El que se eleva será humillado y el que se humilla será elevado” (Mt 23, 1-12). Jesús advierte tanto del peligro de la soberbia, como de la importancia de la humildad y para eso, pone como ejemplo de soberbia a los escribas y fariseos y da dos características de esta soberbia: “todo lo hacen para que los vean” –y en consecuencia los alaben y aplaudan, al considerarlos buenos y santos- y se hacen llamar “maestros” y “doctores”, cuando en realidad enseñan doctrinas humanas, mientras que los verdaderos “maestros” y “doctores” serán los discípulos de Jesús que sigan sus enseñanzas, ya que sólo Él es el “Maestro” y “Doctor”, porque sólo Él es la Sabiduría divina.

         La razón de la nocividad de la soberbia es que hace que el alma participe de la soberbia del Ángel caído, ya que la soberbia es su pecado capital, pecado cometido en el momento de su creación, al negarse a servir, amar y adorar a Dios y al decidirse a adorarse a sí mismo: el alma soberbia participa, en cierto modo y en mayor o menor medida, de este pecado capital del demonio en los cielos, que le valió la pérdida de la visión beatífica para toda la eternidad y el ser expulsado del Reino de Dios. Ésta es la razón por la cual todo aquel que se vuelva soberbia, será humillado, así como fue humillado el Ángel caído al perder la gracia y ser precipitado al Infierno.

         Por el contrario, el valor de la humildad radica en que el alma que se humilla a sí misma, imita y participa al Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, que se humilló y se anonadó a Sí mismo al Encarnarse y asumir hipostáticamente, personalmente, una naturaleza humana, la naturaleza humana de Jesús de Nazareth, para salvar a la humanidad, ya que entregó esa humanidad santísima suya, adquirida en el seno virginal de María, en el santo sacrificio de la cruz. El sacrificio del Calvario fue otra ocasión de humillación para el Hijo de Dios, porque la muerte en cruz es la muerte más humillante de todas las muertes, por eso, el alma que se humilla a sí misma y se reconoce ser “nada más pecado” delante de Dios, participa de la humildad y auto-humillación del Hijo de Dios, Jesús de Nazareth. Jesús se anonada al Encarnarse, se anonada en la cruz y se anonada en la prolongación de la Encarnación, que es la Eucaristía, porque allí oculta su gloria divina, bajo las apariencias de pan y de vino. Quien quiera humillarse y anonadarse, siguiendo e imitando al Hijo de Dios, debe por lo tanto contemplar a Cristo crucificado, humillado en la cruz, y a Cristo Eucaristía, anonadado en la Eucaristía. Y así como Cristo, humillado y anonadado, fue exaltado a los cielos y ahora es glorificado y adorado por la eternidad, así el alma que en esta vida se una a su humillación y anonadación, será exaltada y glorificada en el Reino de los cielos.

         Es en esto entonces en lo que radican, tanto el peligro de la soberbia, que hace al alma partícipe de la soberbia del Demonio, como la salvación implícita en la humillación, porque la humillación hace que el alma participe de la humillación de Cristo en la cruz y de su gloria en los cielos después, por la eternidad.

“La casa de ustedes quedará abandonada”

 


“La casa de ustedes quedará abandonada” (Lc 13, 31-35). Unos fariseos se acercan a Jesús para advertirle que debe abandonar Jerusalén, pues Herodes lo está buscando para matarlo: “Vete de aquí, porque Herodes quiere matarte”. Jesús, a su vez, le envía un mensaje a Herodes, de que Él no se irá de Jerusalén, sino que seguirá “sanando y expulsando demonios”, al tiempo que anuncia veladamente los tres días de su Pasión, Muerte y Resurrección: “Vayan a decirle a ese zorro que seguiré expulsando demonios y haciendo curaciones hoy y mañana, y que al tercer día terminaré mi obra”.

Pero además de anunciar su misterio pascual de muerte y resurrección, Jesús lanza, también veladamente, una profecía acerca de la destrucción del Templo y de la ciudad de Jerusalén –algo que ocurrió efectivamente en el año 70 d. C., al ser arrasada la Ciudad Santa por las tropas romanas-, como consecuencia del rechazo de Jerusalén hacia el Mesías: “La casa de ustedes quedará vacía”. Al rechazar al Mesías y condenarlo a la muerte en cruz, Jerusalén sella su destino, porque por sí misma decide, libremente, quedar sin la protección divina frente a sus enemigos y efectivamente así sucederá, porque será arrasada hasta sus cimientos.

“La casa de ustedes quedará abandonada”. Tanto el Templo, como la Ciudad Santa, Jerusalén, que rechazan al Mesías, son figura del alma que rechaza a Jesús como a su Salvador, quedando así a la merced de sus enemigos naturales, los hombres y sus enemigos preternaturales, los ángeles caídos. El velo del Templo partido en dos y la ciudad sitiada y arrasada, son figura por lo tanto del alma que abandona el Camino de la Cruz y que se encamina por senderos oscuros que la alejan cada vez más de Dios y el Redentor, Cristo Jesús. Tengamos presente esta realidad y pidamos la gracia de no abandonar nunca el Camino Real de la Cruz, que conduce al Cielo, y de no apartarnos nunca de nuestro Salvador y Redentor, Cristo Jesús en la Eucaristía.

“Salía de Él una fuerza que sanaba a todos”

 


“Salía de Él una fuerza que sanaba a todos” (Lc 6, 12-19). Luego de pasar la noche en oración en el monte, Jesús baja al llano, en donde se encuentra una gran cantidad de gente, que había acudido a Él para ser sanada de sus enfermedades y para ser exorcizados, pues muchos de ellos estaban poseídos, según el Evangelio: “los que eran atormentados por espíritus inmundos quedaban curados”.

El mismo Evangelio resalta una situación particular que la gente que acude a Jesús para ser sanada y exorcizada percibe: “Salía de Él una fuerza que sanaba a todos”. Nos podemos preguntar qué es esta “fuerza” que emana del Cuerpo de Jesús y que produce sanación y expulsión de demonios. Muchos, erróneamente, pueden creer que se trata de una especie de “energía cósmica”, la cual sería canalizada a través de Jesús y sería esta energía universal, impersonal, la causa de la curación de las gentes. Sin embargo, la “fuerza” que emana del Cuerpo de Jesús no es una energía cósmica, impersonal: puesto que Jesús es Dios –es la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en la humanidad de Jesús de Nazareth-, la fuerza que emana de Él es la Fuerza de Dios, es decir, es su propia fuerza divina, es la fuerza de la divinidad, que brota de su Ser divino trinitario como de su fuente increada. Es una fuerza divina que brota de su Ser trinitario y por lo tanto es una fuerza personal, una fuerza que pertenece a las Tres Divinas Personas pero que se “concentra”, por así decirlo, en el Cuerpo y la humanidad de Jesús de Nazareth y a través de Él se dirige a quienes se acercan a Jesús. Es esta divina fuerza la que produce tanto la sanación de todo tipo de enfermedad, como así también la expulsión de demonios, es decir, el exorcismo.

“Salía de Él una fuerza que sanaba a todos”. Si Jesús es Dios y de Él brota la fuerza divina trinitaria como de su fuente, entonces la Eucaristía, que es Cristo Dios oculto en apariencia de pan y vino, es también la Fuente Increada de la fuerza divina trinitaria, que produce la sanación del alma a quien la consume en gracia, con fe y con amor. Y todavía más: la Eucaristía no sólo produce sanación espiritual, sino que hace partícipe, al alma, de esa misma fuerza divina trinitaria, que inhabita en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús y que de Él se comunica a quien comulga.

“El Reino de Dios se parece a una semilla de mostaza”

 


“El Reino de Dios se parece a una semilla de mostaza” (Lc 13, 18-21). Jesús compara al Reino de Dios con una semilla de mostaza: ésta es primero una semilla pequeña, pero luego, al crecer, se convierte en un arbusto de gran tamaño, en el que van a hacer su nido las aves del cielo. Para entender un poco mejor la parábola, es necesario reemplazar sus elementos naturales por los sobrenaturales. Así, la semilla de mostaza, pequeña, es el alma sin la gracia de Dios; esa misma semilla de mostaza, plantada y crecida, que alcanza el tamaño de un gran arbusto, es la misma alma del hombre, pero que, con la gracia de Dios, alcanza una estatura enorme, pues se configura y participa de la vida del Hombre-Dios Jesucristo, es decir, la semilla de mostaza convertida en arbusto enorme, es el alma que por la gracia es partícipe de la vida de Jesucristo. El alma, sin la gracia, es pequeña como una semilla de mostaza; con la gracia de Dios, se agiganta espiritualmente, porque se convierte en imagen de Jesucristo. Un último elemento en esta parábola son “los pájaros del cielo” que van a hacer sus nidos en las ramas de la semilla de mostaza devenida en gran arbusto: esos pájaros –que son tres- representan a las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad, que por la gracia, van a inhabitar en el alma del que está en gracia. En efecto, es doctrina de la Iglesia que Dios Uno y Trino inhabita en el alma del justo, en el alma del que está en gracia de Dios.

“El Reino de Dios se parece a una semilla de mostaza”. Que nuestros corazones, pequeños como un grano de mostaza, se conviertan en imagen del Sagrado Corazón de Jesús, en donde habita “la plenitud de la divinidad”; que por la gracia, nuestros corazones se conviertan en imagen y semejanza del Corazón de Jesús, en donde hagan su nido los pájaros del cielo, las Tres Divinas Personas.

 

viernes, 23 de octubre de 2020

“Hipócritas, sabéis interpretar el clima pero no el tiempo espiritual”

 


“Hipócritas, sabéis interpretar el clima pero no el tiempo espiritual” (Lc 12, 54-59). Jesús utiliza un calificativo muy duro, dirigido hacia la gente que lo está escuchando; en efecto, les dice: “Hipócritas”. Según la definición del diccionario, el hipócrita es aquel que “finge una cualidad, sentimiento, virtud u opinión que no tiene”[1]. Es decir, el hipócrita es alguien esencialmente falaz, mentiroso, falso. ¿Por qué Jesús acusa a la gente que lo escucha de “hipócrita”? La pregunta nos concierne, porque también la debemos entender como una calificación dirigida a nosotros, los cristianos, que escuchamos la Palabra de Dios. Jesús mismo da la razón de porqué les dice “hipócritas”: porque saben discernir el tiempo climatológico –saben que si hay nubes es porque viene lluvia y que si sopla aire caliente subirá la temperatura-, pero no saben, o no quieren saber, o más bien, fingen no saber, discernir, el “tiempo presente”, es decir, el “tiempo espiritual”. Entonces, son hipócritas quienes utilizan su inteligencia para saber si va a llover o si va hacer calor, pero no utilizan su inteligencia para conocer los designios de Dios.

“Hipócritas, sabéis interpretar el clima pero no el tiempo espiritual”. Según las palabras de Jesús, entonces, si sabemos discernir el clima, sabemos por lo tanto discernir “el tiempo presente”, es decir, el “tiempo espiritual”. ¿Cuál es la característica del “tiempo presente”, visto desde el punto de vista espiritual y cristiano? No hace falta ser un experto en teología o en estudios bíblicos para darnos cuenta que, espiritualmente hablando, vivimos tiempos de calamidad, de verdadero desastre espiritual y esto es así porque proliferan, por todas partes, en todo el mundo, ideologías anti-cristianas que arrastran a las almas por caminos que no son los del Camino de la Cruz. Por ejemplo, hoy triunfa en el mundo la ideología atea y materialista del comunismo marxista, la cual tiene prisioneras de su ateísmo a naciones enteras; hoy proliferan por todo el mundo y sobre entre los católicos, las creencias de la secta luciferina de la Nueva Era –yoga, reiki, ocultismo, wicca o brujería moderna, brujería convencional, esoterismo-; hoy prolifera en todos lados la cultura de la muerte, que busca asesinar al hombre desde que nace –por medio del aborto- hasta que muere –por medio de la eutanasia-; hoy proliferan ideologías que no tienen en cuenta no sólo la Ley Divina, como los Diez Mandamientos, sino ni siquiera la ley natural, como la Biología, y es lo que sucede con la ideología de género. Y así podríamos continuar, casi hasta el infinito. Entonces, si sabemos discernir el tiempo climatológico, sepamos discernir también los tiempos espirituales y estos tiempos espirituales que nos toca vivir son de un gran alejamiento, de parte de la humanidad en su casi totalidad, de Dios Trino y su Ley y del Hijo de Dios encarnado, Jesucristo.

Ofrezcamos, en reparación, por tanto amor negado a Dios por parte del hombre de nuestros días, el Santo Sacrificio del altar, en donde se ofrece, por Amor, la Víctima Inmaculada por excelencia, Jesús Eucaristía.

 



[1] De hecho, uno de los sinónimos de “hipócrita” es el de “engañoso” o “falso”. Cfr. https://dle.rae.es/hip%C3%B3crita

lunes, 19 de octubre de 2020

“Amarás al Señor (…) amarás a tu prójimo como a ti mismo”

 


(Domingo XXX - TO - Ciclo A – 2020)

“Amarás al Señor (…) amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 34-40). Un doctor de la ley le pregunta a Jesús cuál es el mandamiento más importante y Jesús le dice: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y el primero de los mandamientos. Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se fundan toda la ley y los profetas”. En síntesis, en la respuesta de Jesús, no hay nada nuevo para agregar a lo que los judíos ya sabían: el mandamiento más importante, tanto para Cristo como para los judíos, es amar a Dios y al prójimo como a sí mismos. Si esto es así, podemos preguntarnos lo siguiente: si no hay diferencias en el mandamiento más importante entre la Iglesia de Cristo y la de los judíos, entonces debemos concluir que Jesús no viene a aportar nada de nuevo, en lo substancial, en cuanto a Mandamientos de Dios se refiere y que por lo tanto, los judíos y los cristianos tienen el mismo mandamiento y la misma ley, con lo cual, en lo esencial, serían una misma cosa.

Sin embargo, Jesús hará algunas profundizaciones acerca del mandamiento de la caridad, que lo harán distanciar substancialmente del mandamiento del amor de los judíos, al punto tal que, aunque se formulen de igual manera, serán substancialmente distintos. ¿Cuáles son esas diferencias que agrega Jesús al Primer Mandamiento y que lo hacen distanciar del mandamiento de la ley judía?

Ante todo, en la ley judía se especifica que se debe amar a Dios y al prójimo, sí, pero con un amor meramente humano, ya que se enfatiza el origen del amor, que es el corazón humano: “Amarás al Señor y a tu prójimo con todas tus fuerzas, con todo tu ser”. Es decir, se manda amar a Dios y al prójimo, pero este amor es solamente humano, con todas las limitaciones que tiene el amor humano; además, el concepto de “prójimo” es distinto en el judaísmo y en el catolicismo: en el judaísmo, es sólo el que comparte la raza y la religión; en el catolicismo, es todo ser humano, sin importar su raza y religión.

Otras diferencias son las siguientes: en un pasaje, Jesús dice: “Ámense como Yo los he amado” (Jn 13, 34-35), con lo cual nos podemos preguntar cómo nos ha amado Jesús y la respuesta es que nos ha amado con amor de Cruz, hasta la muerte de Cruz y así tiene que ser el amor cristiano y esto es algo que no está contemplado en la ley judía.

También dice Jesús: “Amen a sus enemigos” (Mt 5, 443-48) y aquí también está la noción de la Cruz, porque debemos amar a nuestros enemigos no solo porque Jesús lo dice, sino porque Jesús nos amó a nosotros siendo nosotros sus enemigos, porque fuimos nosotros, con nuestros pecados, quienes lo crucificamos y esto también está ausente en el judaísmo.

Por último, en el mandamiento de Jesús está incluido el dar la vida por el prójimo, lo cual no está presente en la ley judía; en efecto, Jesús dice: “Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13) y el primero en dar la vida por sus amigos es Él, quien nos llama “amigos” en la Última Cena y muere por nosotros en el Calvario, para salvarnos, todo lo cual no está en la ley judía.

Entonces, el mandamiento de la caridad según Jesús y no según la ley judía, queda así: “Amen a Dios y al prójimo con el Amor de Dios, el Espíritu Santo y no con el simple amor humano; ámense unos a otros como Yo los he amado, hasta la muerte de Cruz, hasta dar la vida por sus hermanos y sólo así serán verdaderamente hijos de Dios y hermanos entre ustedes”.

Como vemos, aunque la formulación del Primer Mandamiento sea similar en el catolicismo y en el judaísmo, su realidad y su aplicación son substancialmente distintos, lo cual hace que sean mandamientos distintos y que el mandamiento de Jesús sea verdaderamente nuevo: “Os doy un mandamiento nuevo” (Jn 13, 34-35).

Por último, si queremos cumplir con el mandamiento de Jesús de amar a Dios y al prójimo como a nosotros mismos, hasta la muerte de Cruz y con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, como no tenemos ese amor, lo debemos adquirir y a este Amor de Dios lo adquirimos en la Comunión Eucarística, puesto que en cada Comunión Eucarística, Jesús Eucaristía nos comunica el Espíritu Santo, Amor Divino con el cual podemos amar a Dios y al prójimo como Dios quiere que lo amemos.

 

domingo, 18 de octubre de 2020

“He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!”

 


“He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12, 49-53). Jesús dice que “ha venido a traer fuego la tierra” y que “desea que ya esté ardiendo”. Nos podemos preguntar de qué fuego se trata y qué es lo que quiere ver arder. Obviamente, no se trata del fuego material, del fuego que se utiliza todos los días en los quehaceres domésticos o en la industria; si fuera así, se caería en el ridículo de pensar que todo cristiano debe dedicarse a prender fuego a lo que encuentra, para imitar a su Maestro. Es un absurdo que no tiene ningún sentido. Entonces, si no se trata del fuego material, el que todos conocemos, se trata por lo tanto de otro fuego, inmaterial, espiritual, celestial, que no conocemos: es el Fuego del Amor de Dios, el Espíritu Santo, que descenderá sobre los Apóstoles en Pentecostés y que desciende, invisible pero real, sobre las ofrendas del altar, el pan y el vino, para combustionarlas, para transubstanciarlas y convertirlas en el Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios. Es éste el Fuego que ha venido a traer Jesús, el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo; un Fuego que será enviado a toda la Iglesia en Pentecostés y que es enviado sobre el altar eucarístico, por las palabras de la consagración, en cada Santa Misa.

¿Y qué es lo que Jesús “quiere ver arder”? Es decir, ¿qué es lo que Jesús quiere que este fuego, que es el Espíritu Santo, queme? Ante todo, como decimos, quiere que combustione el pan y el vino para convertirlos en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, que es lo que sucede en cada Santa Misa y por eso lo que comulgamos es la Carne del Cordero y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna y no simplemente pan y vino. El segundo elemento que Jesús quiere incendiar con el Fuego del Amor de Dios –“cuánto deseo verlo ya ardiendo”- son nuestros corazones, nuestras almas, que sin este Fuego divino están apagadas, sin fuego, sin calor y sin luz. ¿Cuándo se produce el incendio del alma en el Amor de Dios? Cada vez que el alma comulga –en gracia, con fe y con amor-, recibe el Fuego del Divino Amor que inhabita y envuelve el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Por esta razón, debemos pedir que nuestros corazones sean como la madera o como el pasto seco, para que al mínimo contacto con las llamas del Fuego del Espíritu Santo, se enciendan en el Fuego del Divino Amor y ardan en este Divino Amor, en el tiempo y en la eternidad.

“Estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre”

 


“Estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre” (Lc 12, 39-48). Hay una cosa que sabemos y dos que no sabemos: sabemos que indefectiblemente hemos de morir, para ingresar en la vida eterna; no sabemos cuándo será eso, es decir, no sabemos ni el día ni la hora de nuestra muerte personal, ni tampoco sabemos el día ni la hora de la Segunda Venida de Jesús, para el Juicio Final. Con la figura de un padre de familia que está vigilante para que no entre el ladrón y con la figura de un administrador fiel, que se comporta “con fidelidad y prudencia” en la espera del regreso de su amo, Jesús nos anima a estar preparados para ambos momentos, tanto para el momento de la muerte personal, como para el momento del Juicio Final. Si esto hacemos –que no consiste en otra cosa que vivir como hijos de Dios, en estado de gracia, cumpliendo la Ley de Dios y sus Mandamientos y rechazar el pecado-, recibiremos como recompensa el Reino de los cielos, la eterna bienaventuranza.

El siervo malo, que en vez de esperar a su señor, se encarga de maltratar a sus prójimos y de embriagarse y comer desenfrenadamente, representa al alma que, sin la gracia santificante, está dominada por sus pasiones, principalmente la ira y la gula. Esta alma no cree ni espera en la Segunda Venida de Jesús y por eso piensa que los vanos placeres de este mundo son los únicos que existen y se dedica por lo tanto a satisfacer sus pasiones y sus bajos instintos. Ese tal, es quien ha renegado de la fe y ya no espera al Señor Jesús; ese tal, no recibirá recompensa alguna, sino un castigo proporcional a sus faltas, recibiendo la eterna condenación.

“Estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre”. Cada uno es libre de elegir quién quiere ser: si el siervo bueno y fiel, que espera el encuentro definitivo con Jesús y cree en su Segunda Venida en la gloria, o el siervo malo e infiel, que no lo espera porque no cree en Él y por lo tanto ni vive en gracia ni obra la misericordia. En definitiva, de nosotros, de nuestro libre albedrío, depende nuestra salvación o nuestra condenación. Pidamos la gracia de estar siempre atentos a la Segunda Venida en la gloria de Nuestro Señor Jesús.

“Estén listos, con la túnica puesta y las lámparas encendidas”

 


“Estén listos, con la túnica puesta y las lámparas encendidas” (Lc 12, 35-38). Para entender esta parábola, es necesario reconocer cuáles son sus elementos sobrenaturales: el criado que espera a su Señor que regrese de la boda, es el alma del bautizado que espera el encuentro definitivo con el Señor Jesucristo, ya sea en la hora de su muerte personal, en donde recibirá el Juicio Particular, ya sea en el Día del Juicio Final; el vestido de trabajo del criado y el hecho de esperar a su señor con las velas encendidas a altas horas de la noche, significan el alma del bautizado que está iluminado por la luz de la gracia y que realiza obras de misericordia, eso significan la vela encendida y la túnica respectivamente; el señor que regresa de noche es el Señor Jesús, que regresa para encontrarse con el alma, sea en el momento de la muerte, sea en el momento del Juicio Final; la noche en la que regresa el señor de la boda es la historia humana, que sin la luz de Dios es como una noche continua; las bodas a las que acudió el Señor representan la Encarnación; el dueño de casa que encuentra a su servidor listo para servirlo y se pone él mismo a servirlo, es el mismo Señor Jesús que, regresando para el encuentro con el alma, encuentra que el alma está en gracia y le da como recompensa el premio de la Gran Fiesta en el Salón del Reino, esto es, la salvación eterna y la eterna bienaventuranza.

“Estén listos, con la túnica puesta y las lámparas encendidas”. Pidamos la gracia de ser como el servidor fiel que espera a su señor con la túnica puesta y la lámpara encendida, es decir, pidamos la gracia de esperar el encuentro definitivo con el Señor Jesús revestidos con el hábito de la gracia santificante y obrando las obras de misericordia corporales y espirituales y así seremos recompensados con la vida eterna en el Reino de los cielos.

sábado, 10 de octubre de 2020

“Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”

 


(Domingo XXIX - TO - Ciclo A – 2020)

“Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 15-21). Unos fariseos envían a unos comisionados suyos para que se presenten ante Jesús, con el encargo de tenderle una trampa dialéctica y así tener algo con lo cual “poder acusarlo”. Estos le tienden a Jesús una trampa, disfrazada de pregunta: si es lícito pagar los impuestos al César o no. Para entender tanto la razón de la pregunta, como la respuesta de Jesús, hay que retroceder un poco en la historia y remontarnos a la época de la ocupación de Jerusalén por parte de las tropas de la Roma Imperial: si Jesús responde que sí hay que pagar el impuesto, entonces, lo acusarán de colaboracionista con las tropas imperiales y su delito será el de cooperar con los que están ocupando militarmente la patria; si Jesús responde que no hay que pagar los impuestos, entonces lo acusarán de pretender sublevarse frente al César –una rebelión al estilo de los Macabeos- y entonces su delito será el de querer atentar contra el César. Es decir, visto humanamente, la pregunta es insidiosa por donde se la vea y no hay forma humana de escapar al dilema.

La respuesta de Jesús los deja atónitos, ya que su respuesta no viene de la mente de un hombre, sino de la Sabiduría Encarnada, Jesús de Nazareth. En efecto, Jesús no dice ni sí ni no, sino que dice: “Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. De esta manera, hay que dar al César lo que es de él, la moneda que lleva su efigie –es decir, hay que pagar impuestos-, y con eso se cumple toda justicia, porque si la moneda es del César, le pertenece al César y a él hay que dársela; sin embargo, también hay que cumplir con Dios y si cumplimos con el César, mucho más debemos cumplir con Dios, dándole a Dios lo que le corresponde a Dios. ¿Y qué le corresponde a Dios? A Dios le corresponde nuestro acto de ser y nuestra esencia y existencia, porque por Él fuimos creados; a Él le corresponde cada segundo de nuestra vida, cada palpitar del corazón, cada respiración de los pulmones, cada paso que damos, porque fuimos creados para Él; a Él le corresponde no sólo nuestra vida terrena, sino nuestra vida eterna, nuestra alma en gracia destinada a la gloria de los cielos, porque fuimos rescatados por Él, por su Santo Sacrificio en la Cruz: Jesús murió en la Cruz no sólo para que no nos condenemos, sino para que nos salvemos, es decir, compró nuestra vida eterna al precio de su Sangre en la Cruz, por eso a Dios le corresponde nuestro ser eterno.

“Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Un cristiano no puede conformarse con darle a Dios su ser, su vida, su respiración, sus pensamientos, sus pasos: debe darle a Dios, porque le pertenece a Dios, su alma en estado de gracia, para vivir luego en la gloria del Reino de los cielos. Démosle entonces a Dios lo que a Él le corresponde: nuestro ser y nuestra vida terrena y nuestra vida eterna y sólo así cumpliremos su voluntad. Por último, le demos, ya desde la tierra, en acción de gracias por su infinita bondad y misericordia, lo que le pertenece a Él, porque surgió de su seno eterno de Padre celestial: la Sagrada Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús. Demos a Dios nuestra vida unida a la Eucaristía y así le estaremos dando a Dios Trino lo que a Él le pertenece.

 

viernes, 9 de octubre de 2020

“¡Ay de ustedes, doctores de la ley, porque han guardado la llave de la puerta del saber!"


 

“¡Ay de ustedes, doctores de la ley, porque han guardado la llave de la puerta del saber! Ustedes no han entrado, y a los que iban a entrar les han cerrado el paso’’ (Lc 11, 47-54). De entre los “ayes” dirigidos por Jesús contra la casta sacerdotal de su tiempo, representada principalmente por los fariseos, destaca el siguiente, dirigido esta vez contra los doctores de la ley: Jesús les reprocha a estos “tener la llave del saber” para entrar en el Reino de los cielos y el no haberla sabido aprovechar, ya que no han entrado ellos, ni han permitido que otros entren: “¡Ay de ustedes, doctores de la ley, porque han guardado la llave de la puerta del saber! Ustedes no han entrado, y a los que iban a entrar les han cerrado el paso’’.

¿De qué saber se trata? De un saber, o una sabiduría, que no es de origen humano, sino de origen celestial, es decir, proveniente de Dios en Persona. Uno de estos saberes, por ejemplo, es la revelación dada al Pueblo Elegido de que Dios era Uno y de que no había múltiples dioses y por esta razón, los hebreos eran el único pueblo monoteísta de la Antigüedad; otro saber, por ejemplo, es el conocimiento que Dios da a su Pueblo acerca de su voluntad, manifestada en las Tablas de la Ley, en el Decálogo. Entonces, hay por lo menos dos conocimientos que tenían los hebreos y que no tenían los demás pueblos: que Dios era Uno y que había una Ley de Dios, que Él quería que fuera cumplida, porque ésa era su voluntad. Con su comportamiento cínico, hipócrita y falaz, los doctores de la ley –y también los fariseos y los escribas-, demuestran no utilizar la sabiduría que Dios les ha concedido y es por esto que ni entran ellos en el Reino de Dios, ni dejan a los demás entrar. Aquí vemos reflejada la importancia que se da entre el saber y el obrar, porque no es lo mismo no obrar –el Bien- porque no se sabe, a no obrar el Bien, aun sabiendo que hay que hacerlo. De ahí el duro reproche de Jesús a los doctores de la ley.

“¡Ay de ustedes, doctores de la ley, porque han guardado la llave de la puerta del saber! Ustedes no han entrado, y a los que iban a entrar les han cerrado el paso’’. Nosotros también tenemos un conocimiento dado por el Cielo, el Catecismo que hemos recibido para la Primera Comunión y para la Confirmación; por este conocimiento, por esta sabiduría, sabemos, entre otras cosas, que debemos vivir en gracia y recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía, además de obrar la misericordia, si queremos entrar en el Reino de los cielos. Recordemos que “al que más se le dio, más se le pedirá”: a nosotros se nos dio un conocimiento celestial que proviene de la Inteligencia misma de Dios Uno y Trino y por lo tanto, más obras de misericordia se nos pedirá, en relación a quienes no saben el contenido del Catecismo. Ahora que sabemos, obremos la misericordia, para no ser como los doctores de la ley, que saben, pero no obran. Si hacemos así, tanto nosotros, como nuestros seres queridos y todos cuantos nos rodeen, entraremos en el Reino de los cielos, al finalizar nuestra vida terrena.

“¡Ay de ustedes, fariseos, porque se olvidan de la justicia y del amor de Dios!”

 


“¡Ay de ustedes, fariseos, porque se olvidan de la justicia y del amor de Dios!” (Lc 11, 42-46). Para entender mejor los “ayes” de Jesús, hay que tener en cuenta quiénes eran los fariseos, los escribas y los maestros de la ley: eran la casta religiosa de los tiempos de Jesús, es decir, eran, en teoría, quienes se dedicaban al servicio sacerdotal y a las funciones religiosas en general. Considerados desde afuera, deberían ser, como mínimo, buenos; sin embargo, Jesús les dedica fuertes reproches. A los fariseos, les dice: “son como esos sepulcros que no se ven, sobre los cuales pasa la gente sin darse cuenta”; a los doctores de la ley les dice: “abruman a la gente con cargas insoportables, pero ustedes no las tocan ni con la punta del dedo”. Es decir, al ser hombres religiosos, los fariseos, los escribas y los doctores de la ley, en teoría, deberían ser hombres sabios, justos y ante todo, misericordiosos; sin embargo, en la realidad, se habían convertido en otra cosa, radicalmente distinta y que niega su condición de hombres de religión: se habían convertido en hombres que exteriormente eran religiosos, pero en su interior, habían pervertido la religión, al olvidarse de su esencia, la justicia y la misericordia. Se habían convertido en “sepulcros blanqueados”, hermosos por fuera, pero por dentro, llenos de “podredumbre y miseria”. Nada de esto pasa desapercibido a los ojos de Jesús que, en cuanto Dios, puede ver el interior del hombre y es esta la razón de los “ayes” que Jesús dirige a los hombres religiosos de su época.

“¡Ay de ustedes, fariseos, porque se olvidan de la justicia y del amor de Dios!”. No debemos creer que los “ayes” son sólo dirigidos a los fariseos, escribas y doctores de la ley: también son dirigidos a nosotros, los católicos, si es que cometemos el mismo error, el de olvidar la esencia de la religión, que son la justicia y la misericordia.

“El interior de ustedes está lleno de robos y maldad”

 


“El interior de ustedes está lleno de robos y maldad” (Lc 11, 37-41). Un fariseo invita a Jesús a comer y antes de disponerse a hacerlo, el fariseo se asombra del hecho de que Jesús no cumpliera con el ritual de lavarse las manos antes de comer. Al advertir esta situación, el fariseo se lo hace notar a Jesús pero Jesús, lejos de darle la razón y proceder a lavarse las manos, aprovecha la ocasión para lanzar un duro reproche contra los fariseos en general: “Ustedes, los fariseos, limpian el exterior del vaso y del plato; en cambio, el interior de ustedes está lleno de robos y maldad”. Es decir, Jesús les reprocha a los fariseos el hecho de que han convertido la religión, que es la unión en la fe y en el amor del alma con Dios, en un mero cumplimiento externo de reglas, la gran mayoría inventadas por ellos mismos, al tiempo que han descuidado lo esencial de la religión, la caridad, la justicia y la misericordia.

“El interior de ustedes está lleno de robos y maldad”. Debemos estar atentos y prestar atención, porque el fariseísmo, que es el cáncer de la religión, puede afectarnos a los católicos, seamos laicos o consagrados. Es decir, también nosotros podemos caer en el error de pensar que la religión consiste en el mero cumplimiento de normas externas, mientras que nos olvidamos de la misericordia, esencia de la religión. A las normas exteriores –asistencia al templo, recepción de los sacramentos, oración vocal, etc.-, le deben preceder y acompañar el acto interior del amor misericordioso a Dios, que se expresa en las obras de misericordia para con el prójimo: esto está significado en las palabras de Jesús “Den más bien limosna de lo que tienen y todo lo de ustedes quedará limpio”. Esto está acorde a lo que dice la Sagrada Escritura: “La limosna cubre una multitud de pecados” (1 Pe 4, 8). Sólo así, si en nuestro interior hay amor a Dios y al prójimo, nuestra religiosidad será verdadera y no seremos el destino de los reproches de Jesús.

 

 

domingo, 4 de octubre de 2020

“El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo”

 


(Domingo XXVIII - TO - Ciclo A – 2020 9

“El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo” (Mt 22, 1-10). Jesús compara al Reino de los cielos con un banquete de bodas que un rey prepara para su hijo. Para saber el significado de la parábola y su inserción en el misterio salvífico de Cristo, debemos saber cuál es el significado sobrenatural de sus elementos. Así, el rey que organiza el banquete de bodas, es Dios Padre; el hijo del rey es Jesucristo, Dios Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad; las bodas, representan la unión mística y nupcial entre la Segunda Persona de la Trinidad, el Verbo de Dios y la naturaleza humana de Jesús de Nazareth, en el seno virgen de María; el salón de fiestas es el lugar de la Encarnación del Verbo, es decir, el seno purísimo de María Santísima; los mensajeros del rey que invitan a las bodas, son los ángeles buenos y también los justos y profetas del Antiguo Testamento, que anunciaron la Primera Venida del Mesías; los primeros invitados, que rechazan la invitación a las bodas, son los integrantes del Pueblo Elegido, que desconocen al Mesías y lo crucifican; el segundo grupo de invitados, entre los que hay buenos y malos, son los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, entre quienes hay, efectivamente, quienes siendo pecadores buscan vivir en gracia y quienes viven abandonados al pecado.

“El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo”. Falta un elemento, y es la ira del rey hacia los primeros invitados, puesto que manda a sus ejércitos a que arrasen la ciudad y den muerte a los invitados. La imagen puede parecer fuerte y la reacción del rey, un tanto desproporcionada; sin embargo, es lo que sucedió en la realidad, ya que Jerusalén fue arrasada por los romanos en el año 70 después de Cristo y es un signo de cómo no puede el hombre burlar a la Justicia Divina: si rechazaron la Misericordia de Dios encarnada, Jesucristo, crucificándolo, entonces les queda pasar por la Justicia de Dios. La ciudad arrasada y sus moradores muertos son figura también de las almas condenadas, es decir, de aquellos invitados a las bodas, los bautizados, que en vez de aceptar vivir en estado de gracia, eligieron vivir y morir en el pecado y por eso son figuras de los hombres que se condenan en el Infierno por propia elección.

“El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo”. Nosotros formamos parte del segundo grupo de invitados al Banquete celestial: no despreciemos el llamado a la conversión eucarística y recibamos, en nuestras almas y con el corazón en gracia, el manjar del Banquete celestial, con el que Dios Padre celebra la unión nupcial de Dios con la humanidad, el Pan de Vida Eterna, la Sagrada Eucaristía.

“Éste expulsa a los demonios con el poder de Satanás, el príncipe de los demonios”

 


“Éste expulsa a los demonios con el poder de Satanás, el príncipe de los demonios” (Lc 11, 15-26). En el colmo de su malicia y mala intención, algunos -el Evangelio no especifica quién, pero es de suponer que sean los fariseos- acusan a Jesús de “expulsar demonios con el poder del príncipe de los demonios”. Es decir, saben qué es un poseso, saben qué es un demonio, saben qué es el exorcismo, y aun así, acusan a Jesús, con toda malicia, de expulsar demonios con el poder del Demonio. Para sacarlos de su malicia, es que Jesús utiliza el ejemplo de un reino que, si comienza con luchas internas, termina sucumbiendo por sí mismo. Con esto les quiere hacer ver que si Él tuviera el poder del Demonio, no expulsaría demonios, porque de esa forma lo único que estaría haciendo es debilitar al reino de las tinieblas; la conclusión es que, si Él expulsa demonios, es porque utiliza una fuerza que no es la del Demonio y que combate por un reino, el Reino de los cielos, que es distinto al reino de las tinieblas y si Él no utiliza el poder del Demonio para los exorcismos, entonces la única conclusión posible es que Él utiliza, a nombre propio, el poder divino que Él en cuanto Dios tiene, que por otra parte, es el único poder capaz de expulsar demonios del cuerpo de un poseso.

“Éste expulsa a los demonios con el poder de Satanás, el príncipe de los demonios”. El poder de expulsar demonios que ejerce Jesús a lo largo de todo el Evangelio, es una muestra más de su condición de Hijo de Dios encarnado, porque Jesús de Nazareth, si fuera un simple hombre, no podría jamás realizar un exorcismo, con las solas fuerzas humanas. La meditación de este Evangelio nos debe llevar a reflexionar acerca de la presencia y acción del reino de las tinieblas en medio de los hombres, pero también acerca del poder, infinitamente superior, que tiene Jesús en cuanto Dios, en relación al Demonio y al Infierno entero.

“Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá”

 


“Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá” (Lc 11, 5-13). Con el ejemplo de un hombre que acude inoportunamente a la casa de su amigo para pedirle un poco de pan a fin de convidar a otro amigo que lo ha venido a visitar de improviso, Jesús nos quiere hacer ver dos cosas: por un lado, la necesidad de la oración; por otro lado, la necesidad de que la oración sea constante y perseverante, “a tiempo y a destiempo”. En el ejemplo dado por Jesús, el amigo que está ya descansando, se levanta finalmente, por la insistencia de su amigo, a darle lo que le pide, es decir, los tres panes. Con esto nos quiere indicar Jesús que, si bien Dios, en su omnisciencia, sabe qué es lo que necesitamos -seríamos el amigo que pide los tres panes-, sin embargo quiere que se lo pidamos por medio de la oración; por otra parte, el hecho de que el amigo acuda a pedir en hora inoportuna, indica que la oración debe ser hecha a toda hora y en todo tiempo: estando despiertos, estando acostados e incluso, estando dormidos. Es decir, debemos estar en la Presencia de Dios en todo tiempo, independientemente de nuestro estado de vigilia y debemos orar sin cesar, aun sabiendo que Dios conoce nuestras necesidades. Por último, la oración debe ser, además de insistente, confiada en el Amor de Dios, porque el mismo Jesús lo dice: si entre nosotros, los hombres, que somos malos a causa del pecado, nos damos cosas buenas entre nosotros, ¿cuánto más no ha de darnos Dios, que no sólo es Bueno, sino que es la Bondad y la Santidad Increadas?

“Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá”. En el ejemplo dado por Jesús, el hombre pide a su amigo un poco de pan: nosotros hagamos lo mismo con Dios, pero pidamos no sólo el pan material, necesario para la vida corporal, sino que pidamos ante todo el Pan de Vida divina, necesario para la Vida eterna. Por lo tanto, ante el sagrario, pidamos a Jesús Eucaristía, busquemos en su Corazón Eucarístico, toquemos la puerta del Sagrario y Dios, que es Padre Bueno y Providente, nos dará algo que supera todo lo que podamos imaginar o pensar: nos dará el Corazón Eucarístico de su Hijo Jesús.

El Padrenuestro se vive en la Santa Misa

 



          Los discípulos le piden a Jesús que les “enseñe a orar” y Jesús les enseña una oración nueva, la oración del “Padrenuestro”. Esta oración es especialísima, ante todo, por el hecho de haber sido enseñada por el mismo Jesucristo en Persona; otra particularidad, es que por ella nos dirigimos a Dios como nuestro “Padre” y esto es algo real y no metafórico, desde el momento en que Él nos ha adoptado como hijos suyos por la gracia del Bautismo sacramental. Sin embargo, hay algo que la hace muy especial, y es que el Padrenuestro se vive en la Santa Misa. Veamos de qué manera.

          “Padrenuestro que estás en los cielos”: mientras en el Padrenuestro nos dirigimos a Dios “que está en el cielo”, en la Santa Misa, Dios Padre se hace Presente en Persona, junto a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo, porque al hacerse presente Dios Hijo en la Eucaristía, también están presentes las otras Personas de la Santísima Trinidad, por el motivo que son inseparables: donde está Una, están las Tres. Y como el altar se convierte en una parte del cielo en donde mora la Trinidad, por la Santa Misa Dios Trino, que está en el cielo, se hace Presente en la tierra.

          “Santificado sea tu Nombre”: en el Padrenuestro pedimos la santificación y glorificación del Nombre de Dios: en la Santa Misa, es Cristo Dios en Persona quien, con la renovación incruenta y sacramental de la Santa Misa, santifica y glorifica el Nombre Tres veces Santo de Dios, a nombre nuestro.

          “Venga a nosotros tu Reino”: en el Padrenuestro pedimos que el Reino de Dios venga a nosotros, que estamos de momento en la tierra; en el Padrenuestro, no solo el cielo baja a la tierra, porque el altar durante la Misa se convierte en el cielo, sino que baja a la tierra nada menos que el Rey del Reino de los cielos, Cristo Jesús en la Eucaristía.

          “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”: en el Padrenuestro pedimos que se haga la voluntad de Dios en nuestras vidas, voluntad que siempre es santa, por ser la voluntad de Dios; en la Santa Misa, esa voluntad de Dios se cumple, porque es voluntad de Dios que todos nos salvemos y por la Misa, que es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, salvamos nuestras almas y así cumplimos, ya en la tierra, la santa voluntad de Dios, que está en el cielo.

          “Danos hoy nuestro pan de cada día”: mientras en el Padrenuestro pedimos a Dios por el “pan de cada día”, con el cual alimentamos nuestro cuerpo, en la Santa Misa, además de recibir esta gracia de su Divina Providencia, recibimos algo que ni siquiera nos imaginamos que podíamos recibir, ni sabíamos que existía si no hubiera sido revelado: recibimos el Pan de Vida eterna, el Pan Vivo bajado del cielo, el Verdadero Maná llovido del cielo, la Sagrada Eucaristía, con la cual alimentamos nuestras almas para la vida eterna, al consumir la substancia divina misma.

          “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: en el Padrenuestro pedimos a Dios que nos perdone y nos comprometemos nosotros a perdonar a quienes nos ofenden: en la Santa Misa, esta petición se cumple porque se renueva sobre el altar el Santo Sacrificio de la Cruz, sacrificio por el cual Dios Padre perdona nuestros pecados, en virtud de la Sangre derramada por Cristo; además, por la Comunión Eucarística recibimos la fuerza divina del Amor del Corazón de Jesús, con el cual podemos perdonar, en la realidad y no en el mero deseo, a quienes son nuestros enemigos ocasionales.

          “No nos dejes caer en la tentación”: en el Padrenuestro pedimos la fortaleza para “no caer en la tentación”: por la Santa Misa, recibimos en la Comunión la fuerza divina de Jesucristo, que no solo nos fortalece para no caer en la tentación, sino que nos comunica de sus gracias y virtudes divinas, que son infinitas.

          “Líbranos del mal”: en el Padrenuestro pedimos a Dios que nos “libre del mal”: en la Santa Misa, Dios Padre cumple con este pedido, porque por la Muerte de su Hijo en la cruz, que se renueva sacramental e incruentamente en la Santa Misa, son derrotados los causantes de nuestros males, nuestros enemigos mortales, el Demonio, el Pecado y la Muerte.

          Por todas estas razones, en la Santa Misa se vive la maravillosa oración del Padrenuestro.

         

         

“María ha elegido la mejor parte y no le será quitada”

 


“María ha elegido la mejor parte y no le será quitada” (Lc 10, 38-42). Mientras Marta está ocupada en los preparativos para los invitados a comer, María, su hermana, está a los pies de Jesús, contemplándolo en éxtasis de amor. Marta le pide a Jesús que intervenga y le diga a su hermana que la ayude, pero Jesús, lejos de hacerlo, aprueba la acción de María: “María ha elegido la mejor parte y no le será quitada”. En las dos hermanas están representadas dos acciones de una misma alma: la actividad apostólica, que requiere de movimiento y desplazamiento, y la contemplación en la adoración eucarística, que requiere recogimiento y silencio interior. Ambas acciones son necesarias en la Iglesia, pero en las palabras de Jesús, la adoración eucarística es mejor que la actividad apostólica. De ahí la necesidad de que en los poblados existan conventos con religiosos contemplativos, o también comunidades de laicos que, en sus ocupaciones diarias, hagan de la adoración eucarística su actividad central.

“María ha elegido la mejor parte y no le será quitada”. Tanto el apostolado activo, en el mundo, como la adoración eucarística, realizada en el silencio y en el recogimiento, son necesarias para la actividad de la Iglesia encaminada a la salvación de las almas, pero de las dos, la adoración eucarística es la “mejor parte”. Procuremos, en medio de las actividades diarias y cotidianas, dedicar un momento para la contemplación, en la adoración de Jesús Eucaristía, a imitación de María, que eligió la “mejor parte”.