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martes, 28 de marzo de 2023

“La Verdad os hará libres”

 


“La Verdad os hará libres” (Jn 8, 31-42). Jesús les dice a los judíos que “la Verdad los hará libres”, pero los judíos se ofenden puesto que no se consideran esclavos de nadie, al ser de la descendencia de Abraham.

La razón del desencuentro entre Jesús y los judíos es que Jesús les está hablando de la esclavitud del pecado, esclavitud de la cual la Ley mosaica no puede liberar. Los judíos creían que por el solo hecho de ser descendencia de Abraham y de observar la Ley mosaica, quedaban purificados, es decir, libres de pecado. Pero lo que no tienen en cuenta es que ni el hecho de ser descendientes de Abraham, ni el hecho de cumplir la Ley de Moisés, nada de eso puede quitar el pecado, que es una mancha de orden espiritual. El pecado es oscuridad espiritual que ciega espiritualmente al hombre y lo aleja de la Presencia de Dios, quitándole su amistad y convirtiéndolo en su enemigo y por el hecho de ser de orden espiritual, no puede ser quitado por la Ley de Moisés, ya que esta no tiene poder para hacerlo. El pecado no solo aleja al hombre de Dios, sino que lo esclaviza, porque es una fuerza maligna que, anidando en lo más profundo del ser del hombre, lo obliga a dirigirse en una dirección contraria a la de Dios y es en este sentido en el que Jesús les hace ver que el pecado hace esclavo al hombre.

 Debido a la naturaleza eminentemente espiritual del pecado, este puede ser quitado del alma del hombre sólo por una fuerza espiritual que sea superior a la del pecado y esta fuerza solo la posee Dios, quien es omnipotente y además, es lo diametralmente opuesto al pecado, ya que es la Santidad Increada en Sí misma. A esto se refiere Jesús cuando le dice a los judíos: “La Verdad os hará libres”, porque “la Verdad” es Él, es decir, Jesús, al ser la Segunda Persona de la Trinidad, al ser Dios Hijo encarnado, es la Sabiduría Divina y es la Verdad Divina, es la Palabra eternamente pronunciada por el Padre, Palabra que contiene en Sí la infinita Sabiduría de Dios y la Verdad Absoluta de Dios. Esta es la razón por la cual sólo Dios puede quitar el pecado: porque es la Santidad Increada y porque es la Verdad Increada y Eterna y en cuanto tal, posee no solo la omnipotencia divina, sino la superioridad absoluta de la Santidad Divina por encima del pecado, originado en el corazón del hombre.

“La Verdad os hará libres”. Mientras el pecado, que se origina en la profundidad de nuestro ser y de nuestro corazón, nos hace esclavos por cuanto nos encadena a las pasiones y al error, solo Jesucristo, la Sabiduría y la Verdad Absolutas de Dios, nos hace libres, rompiendo las cadenas del pecado y concediéndonos la libertad plena, total y verdadera de los hijos de Dios. Hemos sido creados para ser libres en la Verdad y no para ser esclavos de las pasiones y del error, por lo tanto, para no frustrar el plan de Dios para nosotros, sigamos a Jesús, Camino, Verdad y Vida, cargando nuestra cruz, hasta el Calvario, para recibir la Libertad absoluta por medio de la Sangre del Cordero.

sábado, 22 de mayo de 2021

“Han convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones”


 

“Han convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones” (Mc 11, 11-26). Al entrar en el templo, Jesús se da con la desagradable situación de la usurpación y ocupación ilegal de los mercaderes, cambistas y vendedores de palomas. Llevado por la Justa Ira Divina, Jesús hace un látigo de cuerdas y se pone a expulsar a los usurpadores, derribando sus mesas y puestos e impidiendo que nadie más realice esas tareas, del todo inapropiadas para un lugar sagrado. Las palabras de Jesús dirigidas a los usurpadores revelan que Él es Dios, puesto que llama al templo “mi casa”: “Mi casa será casa de oración”. De ninguna manera un hombre común y corriente podría decir que el templo es “su casa”, puesto que el templo es “casa de Dios”, por lo que al decir Jesús que el templo es “su casa”, está diciendo que Él es Dios.

Otro elemento a considerar es la simbología presente en este hecho realmente acaecido: el templo, además de ser Casa de Dios, es figura del alma humana que, por la gracia, es convertida en templo del Espíritu Santo; los mercaderes, los vendedores de palomas y los cambistas, representan a las pasiones humanas, sobre todo a la avaricia, el egoísmo y la idolatría del dinero; los animales –bueyes, palomas, ovejas-, con su irracionalidad y también falta de higiene, representan a las pasiones humanas sin el control ni de la razón ni de la gracia, que por lo tanto ensucian al alma humana con el pecado, así como los animales, con su falta de higiene, ensucian el templo; los mercaderes, cambistas y vendedores de palomas, representan a los cristianos que, habiendo recibido el Bautismo y por lo tanto, habiendo sido convertidos sus cuerpos en templos del Espíritu Santo y sus corazones en altares de Jesús Eucaristía, ignorando por completo esta realidad, sea por ignorancia, por negligencia, por amor al dinero, o por todas estas cosas juntas, profanan los templos de sus cuerpos con el pecado, principalmente la avaricia, la idolatría y la lujuria, permitiendo que sus cuerpos y almas, en vez de estar dedicados y consagrados a Dios, como por ejemplo la oración, sean refugio de pasiones y también de demonios.

“Han convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones”. Debemos prestar mucha atención a esta escena evangélica, porque cuando preferimos las actividades mundanas antes que la oración y el silencio, estamos cometiendo el mismo error que los mercaderes del templo, convirtiéndonos así en objeto de la Justa Ira Divina. Al recibir el Bautismo, hemos sido convertidos en templos de Dios y nuestros corazones en altares de Jesús Eucaristía. No nos olvidemos de esta realidad, para no ser destinatarios de la Ira Divina.

 

domingo, 20 de diciembre de 2020

Octava de Navidad 6

 



(Ciclo B – 2020)

         Una de las características que presentan los principales protagonistas del Pesebre de Belén -el Niño, la Madre y el Padre-, es que todos son reyes o descendientes de reyes. En efecto: el Niño, que es Dios Hijo, es Rey de cielos y tierra; su padre adoptivo, San José, desciende de linaje real, del linaje de David; la Virgen, que es también Reina de cielos y tierra, es descendiente de linaje terrenal. Por lo tanto, podríamos suponer que siendo los tres miembros de la Sagrada Familia reyes e hijos de reyes, el Niño Dios podría haber nacido en un palacio magnífico, en un palacio majestuoso, ornamentado con mármoles, piedras preciosas, plata y oro, aunque teniendo en cuenta quien es, Dios Hijo encarnado, un palacio que fuera de oro y sólo de oro, sería para su majestad igual que cenizas y barro. Teniendo en cuenta estas consideraciones, nos preguntamos la razón por la cual Jesús, Rey de cielos y tierra, no nace en un palacio real, o en su defecto, por qué no nace en una de las ricas posadas de Belén, llenas de gente adinerada, bien iluminadas y con abundante espacio y comida, sino que nace en un pobre portal, el Portal de Belén, ubicado en las afueras del poblado y que era en realidad un establo para animales, un buey y un asno.

La razón por la cual nace en el portal y no en un palacio, o que no nazca en las posadas, no es que no se hubiera podido construir un palacio digno de este Rey, ni que en las ricas posadas de Belén no hubiera lugar para la Virgen, San José y el Niño: la razón por la que nace en el Portal de Belén es que el Portal de Belén, oscuro y con animales, es figura del corazón humano sin Dios y con el pecado: así como es el Portal de Belén, así es el corazón del hombre sin Dios y su gracia: oscuro y sometido a las pasiones sin freno, representadas en las bestias irracionales, el buey y el asno. Sin Dios, sin su Amor, sin su gracia, el corazón humano es oscuro, frío, sin amor de caridad, tenebroso y dominado por sus pasiones, que no pueden ser controladas por la razón y así lo dominan por completo, siendo estas pasiones representadas, como dijimos, por el buey y el asno, bestias carentes de razón.

Pero la Presencia de Dios todo lo transforma y es así que el Portal de Belén, oscuro y frío antes del Nacimiento, se ve envuelto en una luz brillantísima, como si brillaran en él miles de soles juntos, cuando el Niño Dios nace; de la misma manera, cuando la gracia entra en el corazón del hombre, el corazón se ilumina con la Luz de Dios y con su Vida y así se convierte, de pobre Portal, en el más rico y esplendoroso palacio. Y de la misma manera a como las bestias –el asno y el buey- luego del Nacimiento, se comportan con toda mansedumbre y se acercan al Niño para darle calor en la fría noche, así las pasiones del hombre, una vez que está la gracia en su corazón, se vuelven mansas y son controladas por la razón iluminada por la gracia. Ésta es la razón entonces por la que el Rey de reyes, el Niño Dios, nace en el pobre Portal de Belén y no en palacio de oro.

martes, 9 de abril de 2019

“Si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres”



“Si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres” (Jn 8, 31-42). La discusión entre los fariseos y Jesús gira en torno a la libertad y la esclavitud: mientras los fariseos afirman que son libres porque son “hijos de Abraham” y observantes de la Ley, Jesús les dice que no lo son, porque aunque sean descendientes de Abraham, son esclavos del pecado. Jesús les dice también que es verdaderamente libre aquel a quien el Hijo del hombre, es decir, Él mismo, hace libre con su gracia, porque solo la gracia santificante concede la verdadera libertad al hombre, al destruir el pecado en el alma, que es lo que esclaviza al alma. El pecado es lo que hace al hombre esclavo de sus pasiones, del error, de la ignorancia y del Demonio y mientras el hombre esté sujeto al pecado, está sujeto a las cadenas que lo hacen esclavo. Estas cadenas espirituales se rompen solo con la gracia que Jesucristo viene a conceder a través de su muerte en cruz y que se derrama sobre las almas por medio de los sacramentos.
“Si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres”. Los fariseos no entienden que, aunque sean hijos de Abraham, no son libres, sino esclavos de sus pasiones, del pecado y del Demonio y siguen sin entenderlo hasta ahora y esta falta de comprensión es la que los lleva a crucificar a Jesús. El hombre verdaderamente libre no es el que no tiene cadenas materiales y puede circular libremente por la calle, sino el que ha sido liberado por la gracia santificante de Cristo que se concede por los sacramentos. Es por esta razón que lo que hace verdaderamente libre al hombre es la nueva economía sacramental, mientras que la Antigua Ley lo constituye en esclavo. Somos libres solo cuando Cristo rompe las cadenas espirituales del pecado con su gracia, administrada por los sacramentos. Hasta que esto no suceda, sea alguien hijo o no de Abraham, es esclavo del pecado, de sus pasiones y del demonio.

sábado, 25 de agosto de 2018

“Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de Vida eterna”



(Domingo XXI - TO - Ciclo B – 2018)

“Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna” (Jn 6, 60-69). Después de que Jesús les revelara a sus discípulos que debían comer su Carne y beber su Sangre para tener vida eterna y que quien quisiera seguirlo, debía tomar su cruz de cada día e ir en pos de Él, muchos de los discípulos, que siguen todavía aferrados a la vida terrena y carnal, rechazan las palabras de Jesús, afirmando que lo que dice es “muy duro”: “Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: “¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?”. Es decir, cuando Jesús no hace milagros que curan enfermedades incurables, o cuando no multiplica panes y peces para satisfacer el hambre corporal, sino que les revela que deben alimentarse de su Cuerpo y su Sangre para tener vida eterna y además cargar la cruz de cada día, es entonces cuando una gran mayoría de quienes decían ser sus discípulos, se apartan de Él, aduciendo que sus palabras son “muy duras”. Prefieren la molicie y la vida fácil, sin complicaciones, olvidando las palabras de la Escritura: “Lucha es la vida del hombre sobre la tierra” (cfr. Job 7, 1ss). Y esa lucha es para ganar el Cielo y el Cielo sólo se conquista por medio de la Cruz.
Luego Jesús continúa explicándoles el plan de salvación, revelando que quien no posee el Espíritu Santo, no puede entender la Palabra de Dios, que es Espíritu y Vida: “El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida”. Jesús les dice, indirectamente, que ellos están analizando sus palabras sin el Espíritu Santo, solo con la luz de la razón y es por eso que no pueden trascender la carnalidad, la horizontalidad de esta vida terrena: “la carne de nada sirve”. Quien analiza las palabras de Jesús sin la luz del Espíritu Santo, permanece en su carnalidad, permanece en sus razonamientos humanos y no puede, de ninguna manera, trascender su límite humano, quedándose en un análisis meramente racional de las palabras de Jesús.
Jesús les advierte que para poder comprender lo que Él les dice, esto es, para poder comprender su misterio pascual de Muerte y Resurrección que pasa por la cruz, deben ser atraídos por el Padre, por el Espíritu del Padre, que es el Espíritu Santo: “Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. A los discípulos les sucede lo mismo que a los judíos: así como ellos no tienen el Espíritu Santo y por lo tanto no pueden comprender que para tener la vida eterna deben comer el Cuerpo y beber la Sangre glorificada de Jesús, de la misma manera los discípulos no pueden trascender las palabras de Jesús acerca de la necesidad de la negación de sí mismos y de cargar la cruz de cada día para llegar al Reino de los cielos y es la razón por la cual muchos de ellos lo abandonan: “Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo”. Los hombres carnales, que están aferrados a esta vida terrena, a las pasiones y a los bienes materiales, dejan la cruz y abandonan el seguimiento de Cristo.
En otras palabras, cuando Jesús les dice que deben dejar de lado al hombre carnal y comenzar a vivir la vida de la gracia, combatiendo contra las propias pasiones, cargando la cruz y yendo en pos de Él, alimentándose de la Eucaristía y viviendo los Diez Mandamientos, muchos de los discípulos, que no quieren abandonar la vida mundana, abandonan a Jesús y le dicen: “Son duras estas palabras”.
Sin embargo, aquellos que son verdaderos seguidores de Cristo y poseen el Espíritu Santo que les hace comprender que la Cruz es un “yugo suave” porque Jesús la lleva por nosotros y que es el único camino para llegar al Cielo no abandonan a Jesús, sino que lo reconocen como al Dios encarnado cuyas palabras son palabras de vida eterna: “Jesús preguntó entonces a los Doce: “¿También ustedes quieren irse?”. Simón Pedro le respondió: “Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios”. Simón Pedro sí está iluminado por el Espíritu Santo y por lo tanto reconoce, en las palabras de Cristo, a la Sabiduría de Dios, que le revela que el único camino posible al Cielo es alimentar el alma con la Carne y la Sangre glorificados del Hijo de Dios y cargar la Cruz de cada día. De ahí su respuesta, exacta y precisa: “Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”.
         También a nosotros Jesús nos dice que debemos dejar de pensar en esta vida terrena y pensar en la vida eterna, en la muerte, en el Juicio Particular, en el Cielo, el Purgatorio y el Infierno; también a nosotros nos dice Jesús que debemos alimentarnos, más que de los manjares terrenos, del manjar celestial, que es la Eucaristía; también a nosotros nos dice Jesús que si queremos entrar en el Reino de los cielos, debemos combatir contra el hombre carnal, cargar la cruz de cada día y seguir tras sus pasos. No seamos entonces como los discípulos que, ante la perspectiva de tener que abandonar la vida mundana para abrazar la vida de la gracia, dicen: “Son duras estas palabras”. Imitemos más bien a San Pedro que, movido por el Espíritu Santo, abraza la cruz y le dice a Jesús: “Sólo Tú tienes palabras de Vida eterna”.


viernes, 17 de octubre de 2014

“Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”


(Domingo XXIX  - TO - Ciclo A – 2014)
         “Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 15-21). Los fariseos, acompañados por los herodianos -secta política y no religiosa y partidarios de la dinastía de Herodes el Grande-, tratan de tender una trampa a Jesús, preguntándole acerca del tributo –con esta palabra, se abarcan todos los impuestos: capitación, contribución territorial, etc.- debido al César. La cuestión era importante para los hebreos, puesto que se encontraban bajo el dominio militar y político de Roma, una potencia extranjera, y la cuestión de los impuestos a pagar era algo delicado, ya que si estos suben, la población ve aumentada su esclavitud bajo la potencia extranjera, porque tiene que trabajar más para pagar el tributo exigido por los ocupantes. Sin embargo, los fariseos y herodianos, a pesar de ser ellos hebreos y por lo tanto encontrarse, al igual que el resto del Pueblo Elegido, bajo el dominio de Roma, querían que el status quo se mantuviera[1], ya que eran conniventes con la ocupación y sumisos a Roma, porque esto les aseguraba la conservación de sus privilegios. Es por esto que, contrariamente a lo que pudiera parecer, los fariseos y herodianos que hacen la pregunta a Jesús con respecto al tributo, estaban unidos en sus intentos por sofocar todo intento de rebelión contra Roma.
         La pregunta acerca de si hay que pagar o no el tributo al César, es hecha con mala fe, porque tanto fariseos como herodianos pagaban el tributo, pero sobre todo, porque es hecha con la perversa intención de acusar a Jesús y denunciarlo, ya sea ante el emperador o ante el pueblo, sea cual sea la respuesta que Jesús dé, y le plantea por lo tanto a Jesús una difícil encrucijada[2]. Si Jesús contesta que no hay que pagar, entonces lo denunciarán ante los romanos por desobediencia al emperador. Si por el contrario, aconseja pagar el tributo, su autoridad como Mesías quedaría disminuida ante el pueblo, que identificaba al mesianismo con la independencia del yugo extranjero. Le dirían al pueblo: "Miren, el Mesías que venía a liberarlos del yugo de Roma, aconseja pagar los impuestos del emperador. ¿Qué clase de Mesías es éste?". Es porque los fariseos y herodianos concebían al Mesías como un liberador exclusivamente político y terreno, que venía a liberar al Pueblo Elegido de la esclavitud temporal que los enemigos humanos infligían a Israel. No tenían, en absoluto, la concepción de un Mesías espiritual. Jesús, conociendo la falsedad de la pregunta, podría haberse negado a contestarla, pero no lo hace.
         Jesús procede de la misma manera a como lo ha hecho en otras oportunidades sus enemigos, cuando también querían tenderle trampas por medio de sofismas o de preguntas mal intencionadas: responde a la pregunta con otra pregunta, y lo hace de tal manera, que en la misma respuesta de sus adversarios, ellos mismos encontrarán su propia ruina. Los fariseos y herodianos le muestran una moneda de plata, con la que se solía pagar las contribuciones. Probablemente, por la época, se trataría de una moneda de Tiberio (14-37 d. C.), con la cabeza laureada de este emperador en el anverso y con la inscripción: “Ti (berius) Caesar Divi Aug (usti) F (ilius) Augustus”. La moneda, como se ve claramente por las leyendas acuñadas, proviene del César, es decir, del emperador romano, y es natural que deba serle devuelta. Esta es la lógica divina de Jesucristo: "¿De quién es la moneda? ¿Del César? Pues, entonces, den al César lo que es del César". Pero luego agrega algo inesperado, que deja desarmados a sus oponentes: "Den a Dios lo que es de Dios". 
           De esta manera Jesús establece que, por un lado, no hay inconvenientes en realizar intercambios comerciales y en el cumplir con las autoridades civiles: si el dinero es del César, debe retornar al César. Pero establece un principio nuevo, que no estaba presente en la mentalidad de sus oponentes, puesto que concebían al mesianismo que debía liberar a Israel como meramente político y terreno: si al César se le debe dar lo que le corresponde, con mucha mayor razón, también se le debe dar a Dios lo que le corresponde: "Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios". 
          A la par que regula los deberes del cristiano para con Dios y con la Patria, Jesús establece el carácter de su mesianismo, que no es político ni terreno, sino espiritual, puesto que Él es el Mesías que ha de liberar a Israel primero y a toda la humanidad después, no de un sistema político ni de un ejército de ocupación, sino de los verdaderos y mortales enemigos de la humanidad: el Demonio, la Muerte y el Pecado. Al establecer que "a Dios hay que darle lo que es de Él", Jesús establece su mesianismo como puramente espiritual, y no de orden político, puesto que Él derrotará con su sacrificio en la cruz, no a los hombres, sino a los enemigos mortales y espirituales de la humanidad: Satanás, el Mundo y el Pecado.
          En otras palabras, lo que indica Jesús con la respuesta es no solo que las transacciones civiles están en un plano, mientras que los derechos de Dios están en otro, sino que si el César tiene derecho a que se le devuelva lo que le pertenece -el dinero-, con mucha mayor razón, Dios tiene también derecho a que se le devuelva lo que le pertenece, y que Él es un Mesías de orden espiritual y no político. 
          De acuerdo a la respuesta que da Jesús, no existe ningún antagonismo entre los derechos del César y los de Dios, con tal de que las exigencias políticas no obstaculicen los deberes del hombre para con Dios: es decir, el hombre debe cumplir con su Patria -pagar impuestos justos, por ejemplo- y obedecer a sus autoridades, siempre y cuando las autoridades civiles y sus leyes no sean contrarias a la Ley de Dios; en este caso, el cristiano no está obligado, de ninguna manera, a cumplir esas leyes inicuas (como sería el caso, por ejemplo, de las leyes del aborto, eutanasia, divorcio, o cualquier ley que sea contraria a la naturaleza humana).  
          Regresando a la respuesta, los fariseos se sorprenden por la respuesta, que es extremadamente sencilla y que se basa, no en un mesianismo político, como lo entendían ellos, sino en un mesianismo espiritual, el cual posibilita esta tercera alternativa, que consiste no en enfrentar los deberes para con la autoridad civil con los deberes para con Dios, sino en delimitar las esferas de unos y otros deberes[4]. Es decir, Jesús les responde que no se trata de confrontar entre el deber civil –pagar los impuestos- y el deber de Dios, sino que se debe cumplir con la ley humana –siempre y cuando no sea contraria a la Ley de Dios, se entiende- y al mismo tiempo, cumplir con la Ley de Dios.
         Ésta es entonces, la enseñanza central de la parábola. Ahora bien, también estas palabras de Jesús: “Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”, las podemos tomar en un sentido traslaticio y aplicarlas a la vida espiritual y así nos podemos preguntar, desde este punto de vista: ¿quién es el César, espiritualmente hablando? ¿Qué le pertenece al César? ¿Qué le pertenece a Dios?
         El César representa todo lo que es de este mundo y que no será llevado al otro mundo: el hombre viejo con sus pasiones, con su atracción por lo mundano, por lo caduco, por lo corrupto, por lo pasajero; y como pertenece al César, hay que dárselo al César, es decir, al mundo, para que quede sepultado con él, para que cuando regrese Jesucristo en la Parusía, en su Segunda Venida en gloria, sea sepultado para siempre,  bajo el peso omnipotente de la cruz, junto a los otros enemigos del hombre, la muerte y el demonio, para que no resurjan nunca más.
         A Dios le pertenecen, en cambio, el alma, el cuerpo, el ser del hombre, porque Él nos ha creado, nos ha redimido y nos ha santificado; a Dios le pertenece nuestro acto de ser y por lo tanto le pertenecemos todos nosotros con todo lo que somos y tenemos, con nuestro pasado, presente y futuro;  a Dios le pertenece nuestra alma renovada y santificada por la gracia santificante; a Dios le pertenece a Dios nuestra vida, nuestro corazón en gracia, nuestro arrepentimiento, nuestras buenas obras, nuestra fe, nuestro deseo del cielo, nuestras comuniones eucarísticas, nuestras oraciones; a Dios le pertenece todo lo bueno que poseemos y que seamos capaces de decir, hacer y desear; a Dios le pertenece nuestro tiempo y nuestra eternidad también le pertenece, y a Él se la debemos dar, porque hemos sido creados en el tiempo pero para vivir en la eternidad bienaventurada, contemplando a la Santísima Trinidad.
 “Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Del César son las pasiones; de Dios son los corazones. A Dios le pertenecen nuestros corazones, entonces se los entregamos en esta Santa Misa, dejándolos al pie del altar, para que Jesucristo, cuando presente su ofrenda al Padre, los lleve consigo y los ofrezca junto a su Sacrificio en cruz, para la redención de la humanidad. Pero para no ser rechazados en el don que hagamos a Dios de nuestros corazones, de todo nuestro ser y de todo lo que somos y tenemos -San Luis María Grignon de Montfort dice que si nosotros vamos por nosotros mismos a Jesucristo, con toda seguridad, seremos rechazados; en cambio, si vamos por medio del Inmaculado Corazón de María, seremos, con toda seguridad, aceptados-, este don lo hacemos por medio de la Virgen, consagrándonos a María Santísima, para que sea Ella la Tesorera Celestial que custodie nuestros corazones en su Corazón Inmaculado, para que Jesucristo tome posesión de ellos en el tiempo que nos queda de nuestra vida terrena, y para que luego permanezcan en adoración perpetua ante la Presencia del Cordero de Dios, en el altar del cielo, por los siglos sin fin.





[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Barcelona 1957, Editorial Herder, 442.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.

miércoles, 19 de marzo de 2014

“El rico Epulón murió y fue sepultado (…) El pobre Lázaro murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham”


“El rico Epulón murió y fue sepultado (…) El pobre Lázaro murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham” (Lc 6, 19-31). En la parábola de Epulón y Lázaro, ni el rico Epulón se condena por sus riquezas, ni el pobre Lázaro se salva por su pobreza. Sostener lo contrario, sería sostener las tesis de la teoría marxista, materialista y atea, contraria al Evangelio y promotora de movimientos de revolución social que por medio de la violencia y la muerte propician la lucha de clases. El rico Epulón se condena no por sus riquezas, sino por el uso egoísta que hace de ellas, ya que en vez de compartirlas con Lázaro, que padece hambre a la puerta de su casa, banquetea espléndidamente todos los días y se viste de seda y lino, sin preocuparse por Lázaro, que no tiene con qué vestirse y además está enfermo y todo cubierto de heridas. Epulón se condena porque, según se desprende del diálogo que tiene con Abraham, es un hombre sin fe, ya que tanto él como sus hermanos, son personas adineradas, pero sin fe, porque no hacen caso de las Escrituras: cuando Epulón le dice que envíe a Lázaro para que les advierta a sus hermanos acerca de la terrible realidad de la condenación eterna en el infierno para quienes viven despreocupadamente apegados a la riqueza como ellos, Abraham le responde que “si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco escucharán a alguno que resucite de entre los muertos”, lo cual es un indicio de que se trata de gente sin fe. Esas son las causas de la condenación de Epulón –avaricia, codicia, egoísmo, falta de fe-, y no las riquezas en sí mismas. En el fondo, la actitud de Epulón es la participación al pecado de rebelión contra el plan divino de salvación del ángel caído.
A su vez, Lázaro no se salva por su pobreza, sino porque no reniega de ella, ni tiene envidia de los bienes materiales de Epulón, ni tampoco se queja amargamente contra Dios por la suerte adversa que le toca vivir. En otras palabras, Lázaro se salva porque bendice a Dios en su corazón a pesar del infortunio –aparente- que significa la enfermedad y acepta con mansedumbre y humildad los designios de Dios sobre su vida, designios que no son otra cosa que la participación a la cruz de Jesús, y esa es la causa de su salvación.

“El rico Epulón murió y fue sepultado (…) El pobre Lázaro murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham”. Como católicos, no podemos nunca hacer una interpretación materialista y reduccionista de la riqueza y de la pobreza materiales, porque  corremos el riesgo de falsear el Evangelio de Jesús. La verdadera riqueza y la verdadera pobreza están en la cruz: riqueza, porque allí abunda la gracia; pobreza, porque nos despojamos de lo material y de las pasiones, que son un estorbo para ir al cielo. Toda otra dialéctica que enfrente al rico-malo contra el pobre-bueno, es falsa y viene del maligno.

jueves, 20 de febrero de 2014

“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue su cruz y me siga”





“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue su cruz y me siga” (Mc 8, 34-9,1). En esta sola frase está contenido el secreto que hace feliz a una persona en esta vida y en la eternidad. Si una persona no conociera en toda su vida nada más que esta frase y la aplicara a la perfección hasta el día de su muerte, viviría feliz hasta el día de su muerte, viviría sin angustias, aun en medio de pruebas, tribulaciones y persecuciones, y alcanzaría la bienaventuranza eterna en el momento de morir. El motivo es que la frase nos enseña cómo conseguir la salvación que nos consiguió Jesucristo con su Pasión, una salvación en la que es necesario que intervengamos nosotros con nuestra libertad, demostrando que queremos acceder a ella. En la frase Jesús nos hace ver que Dios necesita saber si nosotros queremos o no queremos los frutos de su Pasión, es decir, la salvación. En otras palabras, Jesús nos ha conseguido la salvación eterna al precio de su Pasión y muerte en Cruz; el fruto está maduro en el Árbol de la Cruz, pero no se nos va a dar ese fruto si no queremos que se nos dé; si queremos el Fruto del Árbol de la Cruz, debemos pedirlo, y esto es lo que Dios quiere de nosotros, que se lo pidamos. Dios quiere que le hagamos saber que nos queremos salvar, por medio de actos y de obras concretas.
Y la primera –y más importante- obra concreta es la del “querer” seguir a Jesús, porque Jesús dice: “El que “quiera” venir detrás de mí…”: el “querer” no es “obligación”, porque Dios no obliga a nadie a seguirlo, ya que respeta al máximo nuestro libre albedrío. Dios no obligará a nadie a ir al cielo. Nadie entrará al cielo forzadamente; nadie entrará si no quiere ir; nadie entrará en el cielo si no lo desea, por eso es que Jesús lo dice claramente: “El que quiera venir detrás de mí”. Jesús no dice: “Vengan”. No nos está obligándonos a ir detrás de Él, nos está invitando a seguirlo: “El que quiera venir detrás de mí”, es decir, el que desee, “el que me ame”, ese es el que seguirá a Jesús.
¿En qué consiste este “querer” seguir a Jesús? Lo dice el mismo Jesús: consiste en “renunciar a sí mismo”, “cargar la cruz” y “seguirlo a Él”, camino del Calvario. Y aquí está el secreto de la vida, el camino de la felicidad, el inicio de la gloria, el sendero de la paz, el triunfo sobre la muerte, el pecado y el demonio, el nacimiento de lo alto, porque llevar la cruz, caminando detrás de Cristo, siguiéndolo a Él hasta la cima del Monte Calvario, significa subir hasta la cima del Monte Calvario para ser crucificados junto con Él, para así dar muerte al hombre viejo junto con sus pasiones, sus pecados, su carne de muerte, su concupiscencia, su tendencia al mal, su irascibilidad, su gula, su malicia, su carnalidad, su apego a las cosas de la tierra, su banalidad, su codicia, su avaricia, su deseo de las cosas bajas; seguir a Jesús camino del Calvario es morir al hombre viejo y es también renacer al hombre nuevo, al hombre que es hijo de Dios por la gracia, al hombre que nace de lo alto, del costado abierto del Salvador, del Agua y del Espíritu, el hombre espiritual, que cultiva en el espíritu y cosecha en el espíritu y que se alimenta, más que de alimentos materiales, del Pan de Vida eterna, la Eucaristía.

sábado, 25 de enero de 2014

“Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca”


(Domingo III - TO - Ciclo A – 2014)
“Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt 17, ). Para entender el llamado a la conversión de Jesús, es necesario entender antes el estado de postración en el que se encuentra la humanidad a causa del pecado original y el cambio que el pecado ha producido en el hombre con relación al diseño original de Dios. El pecado le ha quitado al hombre la corona de gloria que Dios le había concedido en la Creación y a esa corona de gloria la ha sustituido por una de ignominia; le ha ofuscado la mente, cubriendo su inteligencia con una densa nube y aunque sigue siendo capaz de alcanzar la Verdad, le es muy difícil llegar a la Verdad; le ha endurecido el corazón, dándole una consistencia de piedra y aunque desea el Bien, hace el mal que no quiere y no el bien que desea; como consecuencia del pecado, sus pasiones lo dominan, de modo que, aunque pueda aunque sea por un momento darse cuenta con la razón que algo no está bien, la pasión ofusca la inteligencia, domina la voluntad y termina por doblegarlo, de modo que el hombre termina siendo esclavo de sus pasiones, lo cual es contrario al designio divino, según el cual el hombre, por medio de su razón, debía dominarlas. Cuando Dios creó al hombre, lo creó en gracia, y esto quiere decir que por medio de la gracia, la razón iluminaba a la voluntad y ambas a las pasiones, con lo cual el acto humano permanecía siempre plenamente libre y orientado al Bien y a la Verdad, es decir, a Dios. Este designio original se invirtió con el pecado original, quedando el hombre sometido al dominio de sus pasiones, con el agravante de que, además, el demonio se convierte en su dominador –al no estar Dios, porque el hombre fue expulsado del Paraíso- y para colmo de males, la muerte lo espera al fin de sus días terrenos.
Es este sombrío y siniestro panorama el que hay que tener en cuenta para poder apreciar en su real magnitud las palabras de Jesús: “Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca”. Como consecuencia del pecado original, el hombre ha caído del pedestal de gloria en el que Dios lo había colocado originalmente y de la cima de luz y vida en el que su Creador lo había colocado, por sí mismo, por propia voluntad, por cerrar voluntariamente su corazón a la Voz de su Creador y abrir sus oídos del alma a la silbidos sibilinos de la Serpiente Antigua, cayó estrepitosamente de ese pedestal de gloria y se sumergió en este valle de oscuridad en el que vive inmerso y rodeado de “tinieblas y sombras de muerte” (Lc 1, 68-79), con su inteligencia oscurecida y con su corazón endurecido como una piedra, oscuro y frío, y vuelto hacia las cosas bajas de la tierra.
Sin embargo, en este sombrío panorama, el hombre no está completamente derrotado y esto por dos motivos: por un lado, porque permanece libre, y por otro, porque en su horizonte aparece Cristo con su sacrificio redentor en la Cruz, que le ofrece su Sagrado Corazón traspasado como fuente inagotable de gracia divina que lo libera del pecado y le concede la conversión del corazón, la liberación definitiva y total de sus tres enemigos mortales –el demonio, el pecado y la muerte- y le concede la filiación divina. Pero la respuesta debe ser libre, porque la más grande dignidad del hombre es su libertad, ya que esa es su imagen y semejanza con Dios. “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, nos dice San Agustín. Es tan grande nuestra dignidad, y es tan grande el respeto que tiene Dios por nuestra libertad, que no nos salvará si nosotros no se lo pedimos, por eso el llamado imperioso de Jesús a la conversión: “Conviértanse”. Si no fuera así, Jesús directamente vendría y nos convertiría a todos por la fuerza; es decir, nos obligaría, por así decirlo, a seguirlo, a ir con Él al Reino de los cielos, pero ése no es el modo de obrar de Dios, ni tampoco se corresponde con nuestra dignidad de hijos de Dios.
Pero también es cierto que quien no acepta la gracia que Jesús ofrece desde la Cruz, debe atenerse a las consecuencias, porque quien no acepta la Misericordia Divina, debe pasar por la Justicia Divina, porque el pecado debe ser eliminado de la Creación, ya que es una exigencia de esta misma Justicia Divina.

“Conviértanse, porque el Reino de los cielos está cerca”. Así como el girasol, durante la noche, está caído hacia la tierra y cuando amanece y apenas empieza a clarear el día comienza a erguirse para seguir al sol cuando este aparece en el firmamento, así el corazón del hombre, que sin la gracia está caído y vuelto hacia las cosas de la tierra, cuando en él alborea la luz de la gracia, debe responder al movimiento de la gracia que lo lleva a desprenderse de las cosas bajas de la tierra y a elevar la mirada a Jesús Misericordioso, que resplandece en los cielos eternos y en la Eucaristía con una luz más brillante que mil soles juntos. Cuando el alma hace esto, es que ha comenzado su proceso de conversión.

miércoles, 13 de febrero de 2013

“El que quiera venir tras de Mí, se niegue a sí mismo, cargue su Cruz cada día y me siga”



“El que quiera venir tras de Mí, se niegue a sí mismo, cargue su Cruz cada día y me siga” (Lc 9, 22-25). En un solo renglón, Jesús nos da el camino para conseguir la felicidad que tanto anhelamos. El hecho de que no lo sigamos, o de que lo hagamos con reticencia, se debe a que el camino que nos propone no es como lo imaginamos, ni como lo presenta el mundo. No se trata de un camino fácil, lleno de complacencias, de gustos mundanos, de felicidades pasajeras y superficiales. Se trata del camino de la Cruz, porque se trata de seguirlo a Él, que va camino del Calvario, cargando la Cruz.
         Se trata también de un camino de amor que es elegido libremente, ya que Jesús no nos obliga, puesto que dice: “El que quiera seguirme”. Jesús no nos obliga a seguirlo, Él sólo pasa al lado nuestro, caminando, abrazando la Cruz, cubierto de heridas sangrantes, de golpes y de hematomas, coronado de espinas, y nos dice: “Si quieres seguirme, sígueme”. Y por esto es un camino de amor, porque debemos amar a Jesús para tomar la cruz y seguirlo. Pero como se trata del Via Crucis, del Camino Real del Calvario, que lleva a la cima del Monte Gólgota, en donde Jesús será crucificado, seguir a Jesús implica ser también nosotros crucificados junto con Él, y es esto lo que Jesús quiere decir cuando nos dice: “El que quiera seguirme, se niegue a sí mismo, cargue su Cruz cada día y me siga”. “Negarse a sí mismo” significa obrar en contra de nuestra naturaleza caída, en contra del desorden de las pasiones que buscan de imponerse a la razón. La negación de sí mismos es la mortificación y constituye el camino más rápido para llegar a la santidad, porque cuanto más negamos al cuerpo lo que el cuerpo no necesita, cuanto más contrariamos nuestra tendencia al enojo, a la queja, a la impaciencia, a la crítica, al egoísmo, tanto más fácilmente seguimos a Jesús camino de la cruz.  Esta es una tarea cotidiana, que comienza al despertar y continúa incluso estando dormidos, por eso Jesús nos dice “cada día”, porque no podemos decir nunca, mientras vivamos en esta vida que “ya estamos convertidos” y que por lo tanto no necesitamos de la mortificación y de la cruz. El querer seguir a Jesús, el negarse a sí mismo, el cargar la cruz, el seguir efectivamente a Jesús, es una tarea que terminará solamente el día que demos el último suspiro, el día de nuestra muerte. Hasta tanto, la propuesta de Jesús “El que quiera venir tras de Mí se niegue a sí y cargue su Cruz cada día y me siga”, para quien ame verdaderamente a Jesús y quiera participar de su amor en la vida eterna, será la consigna que guiará sus días en la tierra, como único modo de conquistar la eterna bienaventuranza.
         “El que quiera venir tras de Mí, se niegue a sí mismo, cargue su Cruz cada día y me siga”. Muchos toman la resolución de seguir a Jesús, pero no combaten su propio egoísmo, su impaciencia, su falta de caridad, su susceptibilidad, su apego a sus propias opiniones, su pereza, su acedia, su falta de oración, su falta de lucha, todo lo cual es igual a aferrar la cruz para inmediatamente tirarla. La Cuaresma es el tiempo para abrazar la cruz de todos los días, negarse a sí mismo y seguir a Cristo camino del Calvario, para ser crucificados con nuestras pasiones, único modo de resucitar a la vida de la gracia en el tiempo y a la vida eterna en los cielos.

viernes, 9 de marzo de 2012

El cuerpo humano es templo del Espíritu Santo y no puede ser profanado



(Domingo III – TC – Ciclo B – 2012)
         “Habéis convertido la casa de mi Padre en una cueva de ladrones” (Jn 2, 13-25). Jesús expulsa a los mercaderes del templo y a los cambistas desparramando las mesas de dinero. La escena, real, representa simbólicamente realidades sobrenaturales: el templo representa al cuerpo, el alma y el corazón del bautizado, ya que San Pablo dice: "el cuerpo es templo del Espíritu Santo"; los animales, seres irracionales, representan a las pasiones desenfrenadas, es decir, a las pasiones que han escapado al control de la razón, que hacen que el hombre se degrade a un nivel más bajo que el de las bestias; el dinero de los cambistas representa la codicia, o sea el amor al dinero, que reemplaza en el corazón del hombre al verdadero amor, el amor a Dios.
Así como en la escena evangélica el templo es profanado por la presencia de los animales, que con su olor y sus necesidades fisiológicas corrompe el fin del templo, que es la adoración de Dios, así también el cuerpo humano cuando, fuera del control de la razón y de la gracia es dominado por las pasiones, es profanado y corrompido, puesto que el cuerpo es sagrado desde el momento en que ha sido adquirido por Cristo en la Cruz.
Y de la misma manera, así como el templo de los judíos era profanado por los cambistas, ya que el amor al dinero reemplazaba y ocupaba el lugar del amor a Dios, así también el corazón del hombre se corrompe por el dinero, cuando por amor a este se olvida de Dios: "No podéis servir a Dios y al dinero".
También la ira de Jesús, ira santa, desencadenada ante la vista de la profanación que del templo hacen los mercaderes y cambistas, es representativa y anticipa en el tiempo la justa ira de Dios Trinidad, cuando ve que el templo que ha sido adquirido al precio de la Sangre de su Hijo, es profanado por modas indecentes, impúdicas, rayanas en lo obsceno, y cuando ve que el hombre ama al dinero en vez de amarlo a Él, Dios Uno y Trino, dueño del templo, que es el corazón del hombre.
Hoy más que nunca, se repiten, semana a semana, las profanaciones que más encienden la ira divina, los ultrajes a los que los jóvenes someten a sus mismos cuerpos, intoxicándolos con alcohol, con estupefacientes, con toda clase de drogas; inundando sus cerebros y sus corazones con imágenes impuras de toda clase, ingresadas a través de la televisión o de internet, y comerciando con sus cuerpos, despreciando y pisoteando de esa manera la Sangre de Cristo, por medio de la cual han sido comprados.
"El cuerpo es templo del Espíritu Santo", dice San Pablo, y así como un templo material, consagrado, es decir, bendecido para que sirva de lugar de culto y de adoración al Dios verdadero, no puede ser convertido en una sala de cine en donde se vean espectáculos degradantes, ni en una discoteca, en donde se escuche música estridente y blasfema, o en un lugar de degradación moral, en donde se consuman todo tipo de substancias tóxicas, así tampoco el cuerpo del hombre, es decir, su corazón, que es templo del Espíritu Santo, puede ser convertido en una pantalla en donde desfilen imágenes pornográficas, indecentes, impuras; el cuerpo del hombre, su corazón, es templo de Dios, y por lo tanto no puede ser aturdido por música mundana, sacrílega, blasfema, y abiertamente satánica, como la que escucha la juventud de hoy: cumbia, wachiturros, música pop, Lady Gaga, rock en general; el cuerpo del hombre es templo del Espíritu Santo, el cual debe ser visto sólo por Dios, su Dueño, y no es para ser exhibido impúdicamente en público; el cuerpo del hombre es templo de Dios, y como tal debe estar limpio, inmaculado, resplandeciente, iluminado con la luz de la gracia y perfumado con el suave aroma de las virtudes de Cristo, las primeras entre todas, la caridad, la mansedumbre, la humildad y la pureza, y en cambio, por las pasiones sin control, se convierte en un lugar oscuro, sucio, maloliente, asiento de vicios y desórdenes de toda clase que ni siquiera están presentes en las bestias sin razón; el cuerpo es templo del hombre, y su corazón es el altar, en donde debe estar Jesús Eucaristía, para ser adorado y amado por sobre todas las cosas, y su alma debe ser luminoso nido de la dulce paloma del Espíritu Santo, y en cambio, es convertido su corazón en babeante y maloliente guarida de serpientes ponzoñosas y de todo tipo de alimañas tenebrosas.
“Habéis convertido la casa de mi Padre en una cueva de ladrones”, les dice Jesús, cuya ira divina se enciende al contemplar el profundo desprecio que los mercaderes, vendedores de palomas y cambistas hacen del templo de Dios, profanándolo al pervertir su fin original, la contemplación y adoración del Dios verdadero.
“Habéis convertido la casa de mi Padre en una cueva de ladrones”, dice también Jesús al hombre de hoy, sobre todo a la juventud, enceguecida por los falsos ídolos y por los atractivos del mundo, que son el anzuelo de Satanás, por medio de los cuales profanan sin ningún tipo de miramientos sus cuerpos, sus corazones, sus almas. 
Jesús experimentó ira –ira divina- al entrar en el templo y contemplar la profanación de la casa de su Padre.
¿Qué experimenta Jesús al entrar en las almas de quienes profanan sus cuerpos, templos del Espíritu Santo?