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jueves, 18 de marzo de 2021

“La Verdad los hará libres”

 


“La Verdad los hará libres” (Jn 8, 31-42). Jesús revela algo, a los “hijos de Abraham”, que los conmueve profundamente desde el punto de vista espiritual: les dice, por un lado, que son esclavos del Demonio, y por otro lado, que son esclavos del pecado y que de ambas esclavitudes sólo los puede salvar Él, que es la Verdad de Dios Encarnada. En otras palabras, los “hijos de Abraham” no se consideraban a sí mismos como esclavos de nadie y mucho menos del Demonio y del pecado, por el hecho de ser “hijos de Abraham”, por eso las palabras de Jesús los conmueve profundamente. Lo que los hijos de Abraham ignoran o pasan por alto es que sí son esclavos, por causa del pecado original de Adán y Eva, del Demonio y del pecado y esta doble esclavitud, de orden eminentemente espiritual, no puede ser destruida ni anulada por ninguna fuerza creatural, sea el hombre o un ángel, sino sólo por Dios. Y lo que tampoco  saben –o mejor dicho, no quieren saber, porque se niegan voluntariamente a reconocerlo- es que quien les está hablando, Jesús de Nazareth, es Aquel que tiene el poder de liberarlos de esta doble esclavitud, por cuanto Jesús es Dios Hijo encarnado. En cuanto Dios Hijo, Jesús es la Verdad Eterna de Dios, porque Dios es la Verdad en Sí misma y es esta Verdad la única que puede liberarlos de la esclavitud del Demonio, que es el “Padre de la mentira”, porque la Verdad destruye a la mentira y mucho más la Verdad Eterna y Absoluta de Dios destruye la mentira personificada que es Satanás, el Ángel caído; también, al ser la Verdad Eterna de Dios, Jesús es el Único que puede destruir el pecado, porque el pecado consiste en la malicia y la falsedad de creerse el hombre que es dios de sí mismo: al revelar la Verdad de Dios, Jesús destruye la mentira del pecado, que ensalza al hombre como su propio dios y coloca, en el centro del corazón del hombre y en el centro de la Creación, a Dios Uno y Trino, Creador, Salvador y Santificador.

“La Verdad los hará libres”. Los hijos de Abraham son esclavos del Demonio y del pecado y el Único que puede liberarlos de esa doble esclavitud es Cristo, Verdad Eterna de Dios encarnada. La misma situación cabe para nosotros, que por el Bautismo somos hijos adoptivos de Dios: si aun siendo hijos adoptivos de Dios, no creemos en Cristo Jesús, Verdad Eterna de Dios, seremos esclavos del Demonio y del pecado. Sólo Cristo Dios, Verdad Eterna del Padre, hará que dejemos de vivir en la esclavitud de los hijos de Abraham y que vivamos en la libertad de la gracia, la libertad de los hijos de Dios y de la Iglesia Católica.

 

jueves, 2 de julio de 2020

“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”




“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 24-28). Jesús nos da las condiciones para ser su discípulo. Primero, es querer seguirlo: “El que quiera venir detrás de Mí”: Jesús no impone ni ordena su seguimiento; el seguimiento de Jesús es libre, no depende de una imposición, por eso Jesús dice: “El que quiera” venir detrás de Mí. Quien desee seguir a Jesús, lo debe hacer movido por amor a Él, no por imposición. Es lo mismo que sucede con el Cielo: nadie entrará en el Cielo obligado; quienes vayan al Cielo, lo harán porque así lo desean y para eso se prepararon.
“Que renuncie a sí mismo”: es la segunda condición para seguir a Jesús. No se puede seguir a Jesús siendo el hombre viejo, apegado a las pasiones terrenas; para seguir a Jesús, hay que seguirlo renunciando al hombre viejo y su apego a este mundo y sus atractivos.
“Que cargue su cruz y me siga”: No basta con dejar atrás al hombre viejo para seguir a Jesús: hay que seguirlo “cargando la cruz”, porque Jesús va delante nuestro no de cualquier manera, sino cargando la cruz a cuestas. Jesús marcha con la cruz a cuestas por el Camino Real de la Cruz, el Calvario, el camino que conduce al Cielo, porque es allí donde el alma, compartiendo la crucifixión de Cristo, termina de morir al hombre viejo y nace a la vida del hombre nuevo, el hombre que vive con la vida de la gracia, el hombre que vive su filiación divina, viviendo los Mandamientos de nuestro Padre Dios.
“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Si el seguimiento de Jesús implica cargar la cruz y seguir a Jesús que va camino del Calvario, este seguimiento implica, en primer lugar y antes que cualquier otra cosa, el estar en gracia de Dios y asistir a la Santa Misa, porque la Santa Misa es la renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario, sacrificio en donde Jesús se inmola al Padre para nuestra salvación, para que tengamos en nosotros la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios.

viernes, 4 de noviembre de 2016

“Ustedes son hijos de Dios y herederos de la resurrección”


(Domingo XXXII - TO - Ciclo C – 2016)

         “Son hijos de Dios y herederos de la resurrección” (Lc 20, 27-38). Los saduceos, que “niegan la resurrección” –creían que Dios se desinteresaba de sus creaturas por lo cual, además de negar la resurrección de la carne, negaban también la Divina Providencia y la inmortalidad del alma[1]-, tratan de poner en una situación sin salida a Jesús, citando la ley del “levirato” y exponiendo el hipotético caso de una mujer que se casa y enviuda siete veces, preguntan a Jesús “de quién será la mujer” en la resurrección. Con este ejemplo, tratan de poner en ridículo la idea de la resurrección, haciéndola aparecer como algo absurdo –una mujer que en el más allá tiene siete maridos: “Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?”-, o bien como algo directamente imposible e inexistente. En realidad, lo que reflejan los saduceos con este ejemplo es que la idea que tienen acerca del más allá es bastante primitiva o burda, pues solo caben una de dos opciones: o el más allá y la resurrección son una mera extrapolación de esta vida terrena, o bien, directamente la niegan en su existencia. Con su respuesta, Jesús no solo revela que la resurrección existe, sino que además revela sus características, que difieren de esta vida terrena: “En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él”. El dilema de los siete esposos es falso, pues en el cielo los que resuciten “no se casarán”; no morirán, porque son “semejantes a los ángeles”, es decir, sus cuerpos y almas serán glorificados, por lo cual la vida en el más allá no es una mera extrapolación de esta vida; la resurrección existe por lo que “los muertos van a resucitar” y la razón es que el Dios que los habrá de resucitar –el Único Dios Verdadero- “no es un Dios de muertos, sino de vivientes”.
         Pero Jesús dirá, además de que la resurrección existe y de cómo es, es decir, sus características, algo sorprendente: que Él es la misma resurrección: “Yo Soy la Resurrección y la Vida, el que crea en Mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11, 25). En otras palabras, Jesús quiere decir que el Dios que habrá de resucitar a los muertos, el Dios Viviente por el que todo ser vivo tiene vida, “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, es Él, porque Él es “la Resurrección y la Vida”.
Y en otro pasaje, Jesús revelará algo más en relación a la resurrección: para aquel que es “justo” –es decir, para el que vive en estado de gracia santificante y lucha para erradicar el pecado de sí mismo-, la resurrección comienza ya, aquí, en esta vida, pues está contenida en la Eucaristía: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera” (Jn 6, 44-51). El que come “el Pan de Vida”, que es Él –“Yo Soy el Pan de Vida”-, aunque muera a esta vida terrena con la muerte corporal, sin embargo, al haberse alimentado con el Pan Vivo bajado del cielo, que concede la Vida eterna del Cordero a quien lo consume, ese tal “vivirá” en el cielo, es decir, “no morirá”, porque resucitará a la vida eterna en razón, precisamente, de la Vida divina que recibió en esta vida mortal, contenida en la Eucaristía. En Jesús, resucitado y glorioso, está contenida nuestra propia resurrección, según afirma un Padre de la Iglesia: “En el último día la muerte será vencida. La resurrección de Cristo, después del suplicio de la cruz, contiene misteriosamente la resurrección de todo el Cuerpo de Cristo. Así como el cuerpo visible de Cristo fue crucificado, sepultado y seguidamente resucitó, así también el Cuerpo entero de los santos de Cristo está crucificado con él y no vive ya en sí mismo... Pero cuando vendrá la resurrección del verdadero cuerpo de Cristo, su Cuerpo total, entonces, los miembros de Cristo que hoy son semejantes a huesos secos, se juntarán unos con otros (Ez 37,1s), encontrando cada uno su lugar y “todos juntos lleguemos al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud (Ef 4,13). Entonces la multitud de los miembros formarán un cuerpo, porque todos pertenecen al mismo cuerpo (Rm 12, 4)”[2]. Ahora bien, la novedad que los católicos debemos dar al mundo no es solamente que la resurrección existe y que Jesús resucitó, sino que ese Jesús resucitado, vivo, glorioso, lleno de la luz, de la vida y del Amor de Dios, está con su Cuerpo glorificado y resucitado en la Eucaristía y que comunica de su gloria y de su vida eterna a quien lo recibe en gracia, con fe y con amor en la Comunión Eucarística, aunque no lo hace a quien no lo recibe, por lo que se puede decir que quien no recibe a Jesús Eucaristía es -parafraseando a Orígenes-, “un miembro de Cristo semejante a un hueso seco”, sin vida, con lo cual vemos la importancia de la Comunión Eucarística para poder resucitar, y que no da lo mismo, en absoluto, comulgar o no comulgar.
“Son hijos de Dios, y herederos de la resurrección”. Somos hijos de Dios en virtud del bautismo sacramental –quien no lo recibe, no es hijo de Dios-, y por lo tanto, somos también “herederos de la resurrección”, por cuanto el germen de vida divina ha sido ya injertado en nuestras almas al momento de recibir el bautismo. Por lo tanto, los católicos debemos considerarnos sumamente afortunados, porque no solo creemos que la resurrección existe sino que, cada vez que comulgamos, incorporamos a nuestras almas, más que la semilla o el germen de la resurrección, al Dios Viviente y Tres veces Santo, el Dios que es la Vida divina y la Resurrección en sí misma, Jesús Eucaristía.
Es esta alegre noticia, que Jesús ha resucitado, está vivo y glorioso en la Eucaristía y desde la Eucaristía nos transmite su vida divina, la que los católicos debemos transmitir al mundo, más que con discursos, con obras de misericordia y santidad de vida.





[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 443.
[2] Orígenes (c. 185-253), Comentario al evangelio de Juan, 10,20; PG 14, 371-374.

martes, 16 de febrero de 2016

“Cuando ustedes oren, no hagan como los paganos (…) Oren así: ‘Padrenuestro que estás en los cielos…’”


         “Cuando ustedes oren, no hagan como los paganos (…) Oren así: ‘Padrenuestro que estás en los cielos…’” (Mc 6, 7-15). Jesús enseña a sus discípulos a orar y da dos indicaciones acerca de cómo debe orar un cristiano: por un lado, debe ser una oración que se diferencie de la “oración de los paganos”, quienes “creen que oran porque hablan mucho”, con lo cual Jesús quiere dar a entender la vacuidad en el orar a deidades demoníacas, como es propio del paganismo, y una oración así no es escuchada por Dios: “Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados”. Entonces, por exclusión y en el polo opuesto a las oraciones realizadas por los paganos –la oración mecánica, fría, sin amor por el Dios verdadero-, se encuentra la oración del cristiano, la cual, para ser auténtica –y para que sea escuchada por Dios-, debe nacer del corazón, lo que quiere decir que debe ser una oración hecha con amor y la razón de esto es que “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8) y, por lo tanto, sólo escucha las oraciones hechas con amor.
La otra indicación para orar es que los cristianos, desde ahora en adelante, pueden llamar a Dios “Padre”: “Ustedes oren de esta manera: Padre nuestro, que estás en el cielo”. Ahora bien, también los judíos llamaban a Dios “Padre”, pero la diferencia con la paternidad de Dios a partir de Jesucristo, es que ahora Dios es “verdaderamente” –ontológicamente, podríamos decir- Padre, porque la gracia santificante comunicada por Jesucristo hace al alma participar de la filiación divina del Hijo de Dios, de manera tal que el bautizado es hecho “verdaderamente” –ontológicamente- hijo de Dios por el bautismo debido a que precisamente recibe la participación en la filiación divina con la cual el mismo Jesucristo es Hijo de Dios desde la eternidad. En otras palabras, el llamar “Padre” a Dios no es, para el bautizado en la Iglesia Católica, una cuestión de sentimentalismo: a partir del momento en el que recibe el bautismo, el católico se convierte en verdadero hijo de Dios al recibir la participación en la filiación divina del Hijo Unigénito de Dios, Jesucristo. Los otros hombres –los no bautizados- sólo son “hijos de Dios” de modo genérico, en el sentido de que son creación de Dios, pero no son hijos de Dios en el mismo sentido y en el mismo grado que los católicos, que recibieron el bautismo sacramental.
         “Cuando ustedes oren…”. Dos indicaciones, entonces, de Jesús, para la oración verdaderamente cristiana: debe ser hecha con amor y no debe ser una mera repetición mecánica; debe ser dirigida a Dios con un sentimiento realmente filial porque, por Jesucristo, hemos sido adoptados como hijos verdaderamente suyos y por lo tanto es verdaderamente nuestro “Padre”.
Entonces, surge la pregunta: si así debe ser la oración de los cristianos -surgida desde lo más profundo del corazón y con sentimiento de hijos verdaderos-, ¿cuál es, de entre todas las oraciones, la oración más perfecta? La oración más perfecta, es decir, la que se realiza con amor infinito y eterno a Dios y con un sentido verdaderamente filial, es la Santa Misa, porque allí Jesucristo, el Hijo de Dios, ama al Padre con un amor infinito y eterno, el Amor que inhabita en su Sagrado Corazón y le da gracias por haber salvado a los hombres por medio del Santo Sacrificio de la Cruz, renovado en forma incruenta y sacramental sobre el altar, al entregar su Cuerpo en la Eucaristía y derramar su Sangre en el cáliz. Entonces, uniéndonos a Jesucristo en el Santo Sacrificio del Altar, damos a Dios la más perfecta oración cristiana, la oración de acción de gracias del Hijo de Dios, que nace de su Sagrado Corazón y se eleva al Padre por el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

         

lunes, 28 de enero de 2013

Mi madre y mis hermanos son los que cumplen la Voluntad de Dios



“Mi madre y mis hermanos son los que cumplen la Voluntad de Dios” (Mc 3, 13-15). Mientras Jesús está predicando a la multitud, que lo escucha atentamente, llegan la Virgen y sus primos; algunos de los presentes le avisan de la llegada, y Jesús responde de una manera que hace pensar que desconoce o niega tanto a su Madre, la Virgen, como a sus primos. En efecto, dice: "¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Son los que cumplen la Voluntad de Dios". Es decir, con esta respuesta, parece que Jesús dijera: "Mi Madre no es la Virgen, ni los que vinieron con Ella son mis hermanos. Mi Madre y mis hermanos son los que cumplen la Voluntad de Dios".
Sin embargo, aunque pudiera parecer lo contrario, las palabras de Jesús no significan, de ninguna manera, una negación de su madre ni de sus primos; no quiere decir que Jesús rechaza o reniega de los vínculos de sangre, ni tampoco significa la negación de las obligaciones que nacen del parentesco[1]. Todo lo contrario, Jesús siempre se mostró sumamente exigente en lo relativo al trato debido a los progenitores, como cuando condena la casuística farisea que hacía posible a los hijos desobedientes evadir las obligaciones impuestas por el cuarto mandamiento (cfr. Mc 7, 9-13), y durante toda su vida, pero sobre todo en su agonía en la Cruz, muestra gran amor y solicitud por su Madre (cfr. Jn 19, 26).
Lo que Jesús quiere inculcar aquí es que las exigencias del parentesco natural están subordinadas al deber primordial de hacer la voluntad de Dios[2]; es decir, Jesús hace ver que sobre las exigencias de la familia biológica, se encuentra el cumplimiento de la voluntad divina.
Pero Jesús no solo quiere dar una norma moral; mucho más que esto, Jesús ha venido a establecer una nueva forma de relación familiar entre los seres humanos, una relación familiar que establece lazos de unión mucho más profundos que los de la sangre, y es la relación dada por la gracia santificante. Hasta Jesús, los seres humanos nacen en el seno de una familia y pertenecen a la misma por los lazos sanguíneos (se puede pertenecer también a una familia a través de la adopción, pero no es lo habitual); a partir de Jesús y su gracia, surge en la especie humana una Nueva Familia, la familia de quienes poseen la gracia de la filiación divina, ya que por esta poseen a Dios por Padre, a la Virgen por Madre, y a Jesús por Hermano. Todo bautizado entra a formar parte de esta nueva familia humana, la familia de los hijos de Dios, cuyo distintivo es la caridad o amor sobrenatural, amor que se demuestra en el cumplimiento por amor de la Voluntad divina. De esta manera los bautizados, convertidos en hijos adoptivos de Dios por la gracia de la filiación divina recibida en el bautismo sacramental, se reconocen entre sí como miembros de una misma familia, la familia de los hijos de Dios, unidos por un lazo más fuerte que el biológico, la gracia santificante, cuyo deseo es cumplir la Voluntad de Dios Padre, expresada en Jesucristo.
“Mi madre y mis hermanos son los que cumplen la Voluntad de Dios”. Los bautizados, los integrantes de la familia de Jesús, se caracterizan por cumplir la Voluntad de Dios, expresada en el Primer Mandamiento: “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”.




[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 502.
[2] Cfr. ibidem.

lunes, 2 de mayo de 2011

Por qué celebrar la cruz

Celebramos y adoramos la cruz
porque está empapada
con la Sangre
del Cordero de Dios.


¿Por qué celebrar la cruz? Con toda seguridad, un no-cristiano podría, extrañado, hacer esta pregunta, al enterarse de que “celebramos” la cruz, es decir, de que festejamos, litúrgicamente, la cruz, y estaría justificado en su extrañeza: a los ojos del mundo, la cruz es un instrumento de escarnio, de humillación, de tortura, de muerte; es el lugar reservado a los criminales, a los que han cometido delitos; es el instrumento para la muerte más atroz que se pueda concebir para un ser humano. Y es tan cruel, que ha sido dejado de lado, incluso por aquellos que aplican penas crueles.

¿Por qué celebrar la cruz?, nos volvería a preguntar este prójimo nuestro, no-cristiano, extrañado, y justificado en su extrañeza. Y podríamos decir que, en un primer momento, deberíamos justificarlo en su extrañeza, porque la cruz, vista con ojos humanos, es instrumento de tortura, de humillación y de muerte.

Pero Dios “hace nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5), y en la cruz, por su omnipotencia divina, y por su infinito amor, hace nuevo todo, convirtiendo la cruz, de instrumento de humillación, en escuela de humildad; de instrumento de tortura, en lugar de delicias; de cadalso que conduce a la muerte, en portal de vida eterna y de feliz eternidad. Cristo Dios transforma la cruz con su poder y la convierte, de lugar de humillación del hombre, en árbol victorioso de triunfo sobre sus enemigos, y es por esto por lo cual celebramos la cruz.

Entonces, si alguien, con mentalidad mundana, nos pregunta: ¿por qué celebrar la cruz?, le respondemos:

-Porque en la cruz fue derrotado el infierno;

-Porque en la cruz fue vencido el mundo;

-Porque en la cruz fue destruida la carne;

-Porque en la cruz nacimos a la vida de hijos de Dios;

-Porque en la cruz se nos dio a la Virgen por Madre;

-Porque en la cruz el Hombre-Dios entregó su Cuerpo y derramó su Sangre por nosotros;

-Porque en la cruz se borraron nuestros pecados, con la Sangre del Cordero de Dios, y fuimos hechos hijos de Dios;

-Porque en la cruz se abrió para los hombres algo infinitamente más grande que el cielo, el Corazón del Salvador, de donde se derramó sin límites el océano infinito de Amor eterno en él contenido;

-Porque de la cruz salió la luz eterna de Dios Trino, que iluminó los cielos, la tierra y el infierno;

-Porque en la cruz triunfó para siempre el Amor divino;

-Porque por la cruz se nos entrega en Persona Dios Hijo;

-Porque en la cruz fueron borrados nuestros pecados para siempre y se nos concedió la gracia, que nos hace participar de la vida, de la alegría y de la compañía de las Tres Divinas Personas.

-Porque la cruz está empapada en la Sangre del Cordero de Dios;

-Y todo esto por lo que celebramos la cruz, se renueva cada vez en la Santa Misa, en la Eucaristía, y por eso también celebramos la Eucaristía.

Por todo esto celebramos, festejamos, y adoramos la cruz.