Mostrando entradas con la etiqueta Felicidad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Felicidad. Mostrar todas las entradas

sábado, 17 de agosto de 2024

"El que coma de este pan vivirá eternamente"

 


(Domingo XX - TO - Ciclo B - 2024)

“Mi carne es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida (…) Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente” (Jn 6, 51-58). Jesús vuelve a realizar a realizar la revelación de que Él es “Pan vivo bajado del cielo, que da la vida eterna” y que, en consecuencia, quien coma de este pan, “da la vida eterna” y “vivirá eternamente”. Esto nos lleva a preguntarnos qué es la vida eterna, ya que no tenemos experiencia de la vida eterna. Para darnos una idea de la misma, podemos comenzar con algo de lo que sí tenemos experiencia y es con la vida natural, terrena, temporal.

En la vida que vivimos todos los días, la vida que comenzamos a vivir en el tiempo, desde que fuimos concebido en seno materno, en esa vida, la vida transcurre en el tiempo y en el espacio; se caracteriza por lo tanto por desplegarse en el tiempo y en el espacio; es una vida, sí, pero imperfecta, desde el momento en el que, tanto por nuestra naturaleza humana, que es imperfecta, como por estar además contaminada, manchada, por el pecado original, no puede desplegarse en su plenitud y eso la convierte en una vida sumamente imperfecta. Esto quiere decir que los aspectos positivos de la vida, como por ejemplo, la vida misma, la felicidad, la alegría, la paz, la fortaleza, el amor, la prudencia, y toda clase de virtudes, que hacen a la plenitud de la vida, hacen que esta vida terrena no sea plena en acto, es decir, la vida terrena, sujeta ya sea al pecado original o a las tribulaciones o a las incertidumbres o a las infinitas posibilidades que se abren en el porvenir del acontecer diario, determinan que la vida terrena sea sumamente imperfecta, desde el momento en que ninguna de sus características positivas se pueda desarrollar en su plenitud, en ningún momento del tiempo terreno.

A esto se le suma que ningún alimento terreno, como por ejemplo el pan material, terrenal, compuesto por trigo, puede contribuir a mejorar esta situación, porque este pan, solo de manera análoga y muy lejana o superficial, se puede decir que nos da “vida” y esto en un sentido meramente corporal o terreno, porque lo único que puede hacer el pan terreno es impedir que muramos de inanición, prolongando la vida natural que ya poseemos, pero de ninguna manera concediéndonos una vida nueva y distinta a la que ya poseemos.

En cuanto a la vida terrena, la vida natural que cada uno de nosotros vive en el tiempo y en el espacio, es una vida sumamente imperfecta, porque si bien hay momentos buenos, como por ejemplo de alegría, de fortaleza, de templanza, de calma, de prosperidad, de justicia, de amor, de paz, estos se ven empañados, ya sea porque no se viven en su plenitud máxima, ya sea porque se le oponen momentos de tribulación opuestos. Por ejemplo, si hay alguna alegría, esta alegría es pasajera, nunca es total, perfectísima y siempre se acompaña de algún hecho o acontecimiento que la empaña; si hay algún momento de fortaleza espiritual, este momento también es imperfecto, porque se acompaña de algún hecho que demuestra nuestra debilidad por alguna situación, que demuestra que nuestra fortaleza no se despliega en su totalidad y así con cada una de las características de la vida terrena.

Con relación al pan terreno, material, ya lo dijimos previamente: solo por analogía podemos decir que concede “vida”, en el sentido de que impide la muerte por inanición, al concedernos sus nutrientes que, por el proceso de la digestión, se incorporan a nuestro organismo y le impiden la autofagia celular, retrasando o posponiendo la muerte por inanición, concediendo además solamente una extensión o prolongación de la vida natural.

Algo muy diferente sucede con el Pan de Vida eterna que concede Jesús, porque la Vida eterna es completamente distinta a la vida natural que nosotros poseemos como seres humanos y porque la Vida eterna que concede el Pan de Vida eterna nada tiene que ver con la vida natural biológica que naturalmente poseemos los seres humanos.

¿En qué consiste la vida eterna?

En la posesión en acto de todas las perfecciones de la vida eterna y esto es lo que brevemente Trataremos de explicar qué significa. Ante todo, es eterna porque no solo es inmortal, imperecedera, sino porque es una emanación de la vida absolutamente eterna, sin principio ni fin, inmutable, de la divinidad[1], de la Santísima Trinidad. Esta vida es la fuente primera de toda vida; es indestructible, inmortal y despliega en un solo acto toda su riqueza, toda su perfección divina, celestial, sobrenatural, sin sombra alguna de imperfección, a diferencia de la vida del espíritu creado, que, por desarrollarse en el tiempo, no puede desplegar en un solo acto toda su riqueza, sino que debe hacerlo en el cambio continuo de diversos actos[2]. Es esta vida eterna la que el Hijo de Dios nos comunica de un modo sobrenatural nos comunica, de un modo sobrenatural, a través de la Sagrada Eucaristía, primero en germen mientras vivimos en la vida terrena, y luego en plenitud cuando morimos a la vida terrena y comenzamos a vivir en la vida del Reino de los cielos. Es decir, toda la perfección de la vida eterna, propia del Ser divino trinitario, está contenida en la Sagrada Eucaristía y se nos da en anticipo en la Sagrada Eucaristía. Cuando el espíritu creado vive con la vida eterna, vive en Dios y su vida es de carácter divino; todo se concentra en Dios y en torno a Dios; todo cuanto conoce y ama el espíritu lo conoce y ama en Dios y mediante Dios. Cuando está en la tierra, cuando vive con su vida natural, se dirige a Dios por diversos caminos, girando en torno a Dios de forma incesante, como lo hacen los planetas en torno al sol, mientras que en la vida eterna está en ese Sol, que es Dios, por así decirlo, con un reposo inmutable, abarcando en el solo acto del conocimiento y del amor de Dios todo cuanto en la vida natural debía hacerlo por medio de diversos y múltiples actos. En Dios y con Dios el espíritu vive con la vida verdaderamente divina, eterna, perfectísima, que brota de Dios y que hace que el espíritu se una a Dios como una sola cosa con Él y hace que su vida sea una sola con la vida de Dios, que es vida eterna y es esta vida eterna la que el Hijo de Dios Jesucristo nos comunica cuando dice: “El que coma de este Pan que Yo daré tendrá Vida Eterna”. A diferencia de la vida terrena, en la que las perfecciones se desarrollan en actos discontinuos y son interrumpidos por los aconteceres del tiempo, como por ejemplo las tribulaciones -una alegría es interrumpida por el infortunio, por ejemplo-, en la vida eterna no sucede así, porque por un lado, no hay más infortunios, sino solo alegría y por otro lado, esa alegría se despliega en toda su plenitud, en toda su infinitud divina y es para siempre y así sucede con todo lo demás que caracteriza a la vida terrena. Y en cuanto a la diferencia entre el pan terreno y el Pan de Vida eterna vemos que, si el pan terreno impide que muramos de inanición, conservándonos en la vida corporal al alimentarnos con la substancia del pan, hecha de trigo, el Pan de Vida eterna, compuesto por la substancia divina de la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo, alimenta nuestras almas con la substancia misma de la naturaleza divina de la Trinidad, nutriéndonos con el alimento de los ángeles, el Pan Vivo bajado de los cielos, la Carne del Cordero de Dios, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sagrada Eucaristía, el Maná bajado del cielo, que concede la Vida Eterna de la Trinidad a quien consume este Pan del Altar en gracia, con Fe, con Piedad, con Devoción y sobre todo con celestial Amor.



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1956, 708.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 708.


domingo, 29 de enero de 2017

“Felices los que vivan las Bienaventuranzas, porque de ellos es el Reino de los cielos”


(Domingo IV - TO - Ciclo A – 2017)

         “Felices los que vivan las Bienaventuranzas, porque de ellos es el Reino de los cielos” (cfr. Mt 5, 1-12). Jesús proclama el Sermón de la Montaña, en el que revela cuál es el camino para poseer y heredar el Reino de los cielos. Las Bienaventuranzas constituyen, por lo tanto, el programa de vida de quien desee, más allá de esta vida, alcanzar el anhelado Reino de Dios. Ahora bien, estas Bienaventuranzas proclamadas por Jesús, se encuentran en las antípodas de la sociedad hedonista, materialista, relativista y ocultista que caracteriza a nuestros días. Para la mentalidad del hombre pos-moderno, acostumbrado a vivir “como si Dios no existiera” y a cumplir su propia voluntad y no la de Dios, las Bienaventuranzas le suenan como un lenguaje extraño, incomprensible, pero no porque no sean para él, sino porque su oído espiritual, cerrado a la Voz de Dios, pero abierto al sibilino silbo de la Serpiente Antigua, no es capaz de reconocer la voz de su Creador, que habla a través de la humanidad santísima de Jesús de Nazareth.
         Jesús proclama una felicidad que, a los ojos del mundo, es suma desgracia, porque se opone radicalmente a lo que el mundo considera “felicidad”. Jesús dice: “Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos”. El hombre de hoy idolatra y adora al dinero y es capaz de cometer los más horribles crímenes, con el fin de hacerse de ese dinero, sin importarle su origen ilícito, y considera que en eso consiste su felicidad, cuando la felicidad, a los ojos de Dios, está en la pobreza, primero espiritual, y luego material.
         Jesús dice: “Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia”; el hombre de hoy, incapaz de soportar la tribulación y habiendo rechazado la cruz, quiere soluciones mágicas, rápidas, y es por eso que, en vez de sufrir con paciencia las tribulaciones, uniéndolas a las tribulaciones de la Cruz de Jesús, único camino posible para superarlas, acude a los servidores del Demonio, los chamanes, los brujos, los magos, los hechiceros, y toda clase de charlatanes, ofendiendo a Dios por no confiar en su Amor providente, y poniéndose voluntariamente en manos del Enemigo de las almas, el Demonio.
Jesús dice: “Felices los afligidos, porque serán consolados”, pero se trata de la aflicción de la Cruz, de la Pasión, del Huerto de Getsemaní, una aflicción que surge de contemplar cómo el Nombre Tres veces Santo de Dios es ultrajado permanentemente, pero el hombre, encerrado en su egoísmo, sólo considera su propia aflicción, la aflicción propia de las tribulaciones e incertidumbres propias de esta vida, pero aun así, ni recurre a Dios en su aflicción, ni lo acompaña en la aflicción del Hombre-Dios en la Pasión y el Calvario.
Jesús dice: “Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados”. La felicidad de Jesús es la que sobreviene cuando el alma tiene “hambre y sed de justicia”, pero el mundo no considera que esto sea causa de felicidad; más bien, considera que la única felicidad es el saciar el hambre y la sed del cuerpo, y por eso no pretende ni quiere ni se afana por otra cosa que no sean los manjares y banquetes terrenos, despreciando sacrílegamente el Banquete y el Manjar celestial, la Carne del Cordero, el Pan de Vida eterna y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Eucaristía.
Jesús dice: “Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia”, pero el hombre de hoy, lejos de ser misericordioso con su prójimo, lo utiliza a éste para su propio placer hedonista, convirtiendo a su prójimo en un objeto que debe ser utilizado y desechado cuando ya no sirva más.
Jesús dice: “Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios”, pero el hombre de hoy inunda el mundo con una doble impureza: la del alma, postrándose en adoración ante los ídolos mundanos –el fútbol, la música anti-cristiana, el dinero, el poder, el placer hedonista-, y la impureza corporal, decretando injustamente y en contra del designio divino, que la sexualidad es para el placer y no reservada única y exclusivamente para el matrimonio y la procreación.
Jesús dice: “Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios”, pero el hombre de hoy, convertido en hijo de las tinieblas, considera a la guerra, la discordia, la revancha, la venganza y el odio, como los motores que deben regir las relaciones entre los hombres y las naciones, despreciando y rechazando la Paz de Dios ofrecida en la Cruz por Jesús.
Jesús dice: “Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos”, pero el hombre de hoy, al haberse alejado de Dios, Fuente de justicia y la Justicia Divina en sí misma, ni practica la justicia ni le interesa la justicia, volviéndose injusto ante Dios y ante los hombres.
Jesús dice: “Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí”, pero el hombre de hoy, al no seguir a Jesús, es alabado y glorificado por el mundo y su única meta es recibir los halagos y la gloria mundana, convirtiéndose así en perseguidores de Cristo y su Iglesia.
Jesús dice: “Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo”, pero el hombre de hoy se alegra y regocija por los placeres de la tierra, porque no piensa más ni en la eternidad ni en el Reino de los cielos.

“Felices los que vivan las Bienaventuranzas, porque de ellos es el Reino de los cielos”. ¿Cómo vivir las Bienaventuranzas, para así ser felices, en esta vida y en la otra? Arrodillados ante la Santa Cruz de Jesús, besando con amor y piedad sus pies ensangrentados y suplicando a Nuestra Señora de los Dolores, que está de pie al lado de la Cruz, que interceda por nosotros y nos refugie en su Inmaculado Corazón.

sábado, 1 de marzo de 2014

“No se puede servir a Dios y al dinero”


(Domingo VIII - TO - Ciclo A – 2014)
         “No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24-34). Tanto Dios como el dinero se erigen como señores en el alma, solo que uno es legítimo –Dios-, mientras que el otro es ilegítimo –el dinero-. Ahora bien, para comprender en su dimensión sobrenatural la frase de Jesús, hay que tener en cuenta que el hombre ha sido creado por Dios y que por lo tanto hay en todo hombre un sentido innato de adoración y de reverencia y de deseo de servir a Dios, aunque por el pecado original este sentido se haya corrompido y oscurecido. Por lo tanto, lo más natural para el hombre, es adorar a Dios en su corazón, alabarlo con todo su ser y con toda su alma, amarlo con toda la intensidad y con toda la fuerza de la que es capaz su corazón, postrarse en su interior, con su alma y con su corazón, y postrarse también con su cuerpo; lo más natural y espontáneo para el hombre es arrodillarse ante Dios como signo exterior de la adoración interior, expresando con el cuerpo y con el alma todo el amor del que es capaz, al Único Dios verdadero, que es Quien lo creó y que es por Quien vive y existe.
         Pero lo contrario también es cierto: lo más anti-natural para el hombre, es rendir culto al dinero, porque el hombre no fue creado para el dinero, y esa es la razón de la advertencia de Jesús: no se puede servir a Dios y al dinero, pero no por una mera incapacidad moral, podríamos decir, sino porque el servicio del dinero, o el culto del dinero, aunque pueda parecer que proporcione al hombre una aparente felicidad temporaria, finalizada esta felicidad, que en sí misma es fugaz y pasajera, da inicio la amargura y la desdicha, porque da comienzo la ausencia de Dios, que es suma infelicidad, y es a esto a lo que quiere llegar Jesús cuando dice que “no se puede servir a Dios y al dinero”.
         “No se puede servir a Dios y al dinero”. Si el hombre nace con este sentido de adoración innata, impreso como un sello indeleble, nos preguntamos entonces, el porqué de la advertencia de Jesús, y la respuesta hay que buscarla en el Paraíso, en el momento de la Caída de Adán y Eva. La advertencia de Jesús se debe a que el Tentador, la Antigua Serpiente, al lograr hacer perder el estado de gracia, logró oscurecer este sentido de adoración innata a Dios que está impreso como un sello en todo ser humano, y puso en cambio un falso sello, un sello que es el suyo, el sello del dinero. Es por esto que el dinero es el sello del demonio, y la frase de Jesús, bien podría quedar así: “No se puede servir a Dios y al demonio” y es lo que explica que muchos santos hayan llamado al dinero: “excremento del demonio”. El demonio y el dinero están indisolublemente unidos y la prueba irrefutable de que aquel que apega su corazón al dinero en esta vida se aferra al demonio para siempre en el infierno, es Judas Iscariote, quien vendió a Nuestro Señor por treinta monedas de plata y por no querer escuchar los latidos del Corazón de Jesús y preferir el tintinear de las monedas de plata, ahora y para siempre escucha los alaridos de los condenados y los gritos horribles de Satanás.
         Ahora bien, los dos señores conceden al alma dos bien radicalmente distintos, dos glorias radicalmente opuestas: Dios concede una gloria celestial, que pasa por la cruz, el oprobio y el desprecio de los hombres; el demonio y el dinero, conceden una gloria mundana, que pasa por el aplauso de los hombres y el éxito fácil, pero que finaliza alejados de Dios para siempre. Dios concede una gloria celestial, que pasa aquí en la tierra por la pobreza de la cruz, que es la pobreza de Cristo, porque Cristo en la cruz nada material tiene, excepto aquello que le es útil para conducir a las almas al cielo: la cruz de madera, el letrero que dice: “Jesús, Rey de los judíos”, los clavos de hierro que clavan sus manos y sus pies al leño, la corona de espinas, el lienzo con el cual cubre su humanidad. Esas son sus únicas pertenencias materiales, que por otra parte, no son suyas, sino prestadas por su Padre celestial, y también por su Madre, la Virgen, ya que el lienzo es, según la Tradición, el paño con el cual se cubría la cabeza la Virgen María y que Ella se lo dio para que Jesús se cubriera cuando los soldados le quitaron las vestiduras al llegar a la cima del Monte Calvario. Dios concede una gloria celestial que es inmensamente rica, pero que antes pasa por una pobreza ignominiosa, la pobreza de la cruz, la pobreza de Cristo crucificado, que no es necesariamente una pobreza material; es una pobreza más bien de orden espiritual, aunque también se acompaña de pobreza espiritual, y que no debe confundirse con la miseria económica y moral, por eso no tiene absolutamente nada que ver con una “villa miseria”, a la que lamentablemente nos tienen acostumbrados los pésimos gobiernos de todos los signos políticos desde hace décadas y décadas.
         Por el contrario, el demonio concede al alma que se postra en adoración idolátrica y blasfema ante él, una gloria perversa y pasajera, efímera, mundana, que finaliza muy pronto, pero que deslumbra al hombre, porque está cargada de riquezas materiales, de oro, de plata, de dinero en abundancia, de lujuria, de satisfacción de las pasiones más bajas, y que cuanto más baja es la pasión satisfecha, más difícil es para el hombre verse libre de ella, y por lo tanto, más encadenado se encuentra a Satanás. El dinero es el cebo y la trampa al mismo tiempo, con el cual Satanás atrae y enlaza al hombre para encadenarlo y colocarlo bajo sus negras alas de vampiro infernal; así como el cazador coloca un trozo de carne en medio de la trampa de acero, esperando que el animal quede atrapado, así el demonio ofrece al hombre el dinero fácil, el dinero del narcotráfico, el dinero del juego ilícito, el dinero de la estafa, el dinero del tráfico de armas, el dinero de la trampa, el dinero del robo, el dinero obtenido sin trabajar, el dinero obtenido ilícitamente por el medio que sea, para atraparlo con sus filosas garras, más duras que el acero, para no soltarlo nunca jamás, para arrastrarlo consigo a la eterna oscuridad y hacerlo partícipe de su dolor, de desesperación y de su odio contra Dios. Es en esto en lo que finaliza el amor al dinero, y es esto lo que Jesús nos quiere advertir cuando nos dice: “No se puede servir a Dios y al dinero”.

         “Ante el hombre, están el bien y el mal, la vida y la muerte; lo que eso elija, eso se le dará”. Ante el hombre, está la cruz con Cristo crucificado y sus Mandamientos, y el demonio con sus mandamientos; lo que el hombre elija, eso se le dará. Ante el hombre está Dios y está el dinero, lo que el hombre elija, eso se le dará. Dios no nos obliga a elegirlo, el dinero tampoco, pero demostraríamos muy poco amor a Dios, eligiendo el dinero. Sirvamos a Cristo crucificado, el Cordero degollado por nuestra salvación, y Dios nos recompensará con una medida apretada, la vida eterna, y así podremos cantar eternamente sus misericordias.

jueves, 27 de febrero de 2014

“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”


“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mc 10, 1-12). Los fariseos ponen a prueba a Jesús, citando la ley de Moisés, que permitía el divorcio en caso de adulterio. Pero Jesús se remite “al principio” de la Creación, es decir, al plan original de Dios, al plan divino que Dios había trazado para la plena felicidad del hombre, plan en el cual de ninguna manera aparecen ni el adulterio ni el divorcio. Lo que Jesús les dice a los fariseos es que en el diseño original de Dios, el hombre es creado como una “unidad dual”, como “varón-mujer” y lo que los fariseos y todos los hombres deben entender, es que es en esta “unidad-dual” en donde se encuentra la felicidad del hombre, porque así lo ha dispuesto la Divina Sabiduría.
Cuando se produce la ruptura de la unidad-dual “varón-mujer”, o cuando se busca crear, de modo artificial y anti-natural, uniones anti-naturales que no responden a este diseño original de la Divina Sabiduría -diseño basado en el Amor-, el hombre buscará vanamente la felicidad, porque esos modelos son incapaces, por su propia naturaleza, de proporcionarle felicidad.
Esta la razón por la cual Jesús advierte, no solo a los fariseos, sino a toda la humanidad: “el hombre no separe lo que Dios ha unido”: si Dios, en su infinita Sabiduría y en su infinito Amor, ha dispuesto que sea feliz en la unión y fidelidad indisoluble entre el varón y la mujer, entonces no puede el hombre, neciamente, pretender ser feliz en la ruptura de esta unión o en la invención de cuantas uniones artificiales y anti-naturales  se le ocurra.

“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. El mundo de hoy hace oídos sordos a la advertencia de Jesús, sin darse cuenta de que así cierra las puertas a su propia felicidad. Se hubieran evitado y se evitarían, cientos de miles de rupturas matrimoniales, de vidas destrozadas, de familias destruidas, de niños abandonados, de sociedades en crisis, si tan solo se hubiera hecho caso a las palabras de Jesús: “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”.

lunes, 17 de febrero de 2014

“Ustedes tienen la mente enceguecida”


“Ustedes tienen la mente enceguecida” (Mc 8, 14-21). Todo en este Evangelio gira alrededor del pan: Jesús usa una figura, la levadura, utilizada en la elaboración del pan, para advertirles a sus discípulos que se cuiden de la envidia y de la soberbia, que hincha e infla el corazón humano, así como la levadura hincha e infla la masa que luego de cocida proporcionará el pan: “Cuídense de la levadura de los fariseos y de la de Herodes”.
El Evangelio gira alrededor del pan también porque mientras Jesús les está dando consejos de orden espiritual, los discípulos están preocupados por el pan, pero el pan material, ya que es esto lo que destaca el evangelista: “Ellos discutían entre sí, porque no habían traído pan”. Precisamente, esta excesiva preocupación por lo material es lo que enoja a Jesús y motiva su durísimo reproche: “¿A qué viene esa discusión porque no tienen pan? ¿Todavía no comprenden ni entienden? Ustedes tienen la mente enceguecida. Tienen ojos y no ven, oídos y no oyen”. Es decir, Jesús pretende darles una enseñanza espiritual, pero ellos no son capaces de levantar sus ojos más allá de la materia.

“Ustedes tienen la mente enceguecida”. Muchas veces nuestro corazón se hincha por la levadura de los fariseos y la de Herodes, la envidia y la soberbia, y nos volvemos necios, vanos, soberbios y envidiosos, materialistas y orgullosos, y así no comprendemos el Evangelio del Pan, la Santa Misa, en donde está el secreto de la felicidad, la raíz de la vida, la fuente del amor, el Origen Único y Absoluto de nuestra dicha total y definitiva, nuestra Pascua Eterna, la Vida Feliz para siempre. Todavía no comprendemos que la Eucaristía es el Principio y el Fin de nuestra dicha eterna, y mientras no lo comprendamos somos, al igual que los discípulos del Evangelio, como ciegos y sordos y tenemos la mente enceguecida.

sábado, 21 de septiembre de 2013

"No podéis servir a Dios y al dinero"


(Domingo XXV - TO - Ciclo C - 2013)
         "No podéis servir a Dios y al dinero" (Lc 16, 1-13). Jesús nos advierte que, frente a la disyuntiva de servir a Dios y al dinero, se debe elegir entre uno y otro, porque el servicio de ambos es incompatible: o se sirve a uno, o se sirve a otro, pero no a los dos: "No podéis servir a Dios y al dinero". El motivo es que las exigencias que presentan el uno y el otro requieren que se pongan en juego todas las potencialidades y capacidades, además de todo el amor, y como son incompatibles entre sí Dios y el dinero, sólo se puede amar y servir a uno de los dos.
         La incompatibilidad entre Dios y el dinero es tan fuerte, que la presencia de uno en el corazón del otro, lo excluye de modo absoluto, al punto de no dejarle ni el más pequeño lugar. Quien ama y sirve al dinero, no ama ni sirve a Dios, y viceversa: quien ama y sirve a Dios, no ama ni sirve al dinero. La incompatibilidad entre ambos se debe a que conducen al hombre a objetivos radicalmente distintos, que producen estados radicalmente distintos en el hombre: mientras Dios conduce al hombre a sí mismo para donarse a sí mismo, por Amor, en la plenitud de su Ser trinitario, causando en el hombre un estado de paz y felicidad inimaginables, tanto más cuanto que esta paz y esta felicidad, si bien las da Dios en germen en el tiempo, se prolongan por toda la eternidad, por los siglos sin fin, una vez finalizado el tiempo, es decir, una vez que el hombre termina su paso por esta tierra, con la muerte.
         El dinero, por el contrario, conduce al hombre a la nada y a la desolación espiritual, porque lo que ofrece son el alcance de bienes materiales y el goce de los sentidos en el tiempo, todo lo cual provoca gran insatisfacción e infelicidad en el hombre, desde el momento en que no ha sido creado para ser feliz ni con los bienes materiales ni con el goce de los sentidos, además de que el dinero no permanece una vez finalizada la vida terrena.
         Por otra parte, Jesús advierte también que el corazón del hombre, que tiene capacidad sólo para uno de dos señores -o Dios o el dinero-, cuando elige a uno de ambos como su tesoro, se apega a él y queda adherido a él: "Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón". Si el hombre elige que su corazón sea ocupado por el dinero, quedará apegado a este; si el hombre elige que su corazón sea ocupado por Dios y su gracia, quedará adherido a Dios. En cualquiera de los casos, el hombre siempre permanece libre ante la elección, y es él y sólo él quien elige a cuál de los dos señores servir, y por lo tanto, las consecuencias de su elección también dependen de su propio libre albedrío. Por esto, quien elige servir a Dios, sabe que su elección comporta en esta vida lo opuesto al dinero, que es la pobreza, pero sabe también que a esta pobreza, que es la pobreza de la Cruz de Cristo, le sigue la riqueza inagotable e inabarcable del Reino de los cielos, puesto que en quien vive la pobreza evangélica, se cumplen las Bienaventuranzas de Jesús: "Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos".
         Por el contrario, quien elige servir al dinero, sabe que su elección comporta el disfrute pasajero, puramente material, de los bienes que ofrece el dinero, todos caducos y llenos de corrupción; el que elige servir al dinero, sabe que su elección comporta lo opuesto a la pobreza, y es la riqueza material, pero sabe también que a esta riqueza, que es la riqueza que ofrece el mundo, una riqueza puramente material sin Dios, le sigue la pobreza y la miseria del Reino de las tinieblas, en donde la risa, la carcajada, el placer, que ofrecía en esta vida el mundo, se convierten, en un santiamén, en llanto, angustia, dolor sin fin, en la otra vida, de acuerdo a las palabras de Jesús: "¡Ay de vosotros, que ahora reís, porque lloraréis!".
         "No se puede servir a Dios y al dinero". Dios no nos obliga a amarlo y servirlo, por el camino de la pobreza de la Cruz de Cristo, pero como dice San Ignacio, hemos sido creados para "conocer, amar y servir a Dios nuestro Señor, y con esto salvar el alma", por lo que, si nos decidimos en contra de Dios y en favor del dinero, ponemos en peligro la salvación eterna del alma. Debemos entonces decidirnos a amar a Dios Trino sin reservas, haciendo que nuestro corazón sea su morada en el tiempo y en la eternidad, y debemos desplazar, sin dudar, el amor al dinero -llamado "el excremento del diablo", por los santos, tal como lo ha recordado recientemente el Santo Padre Francisco-, para que al fin de nuestra vida terrena recibamos la riqueza inagotable del Reino de los cielos, la contemplación, el amor y la adoración de Dios Trinidad, por los siglos sin fin.

                                                                                   

viernes, 31 de mayo de 2013

Solemnidad de Corpus Christi


(Ciclo C - 2013)
“Tomó entonces los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición y los partió, y los iba dando a los discípulos para que los fueran sirviendo a la gente” (Lc 9, 11-17b). Jesús multiplica milagrosamente panes y peces y da de comer a la multitud hambrienta. A pesar de que son más de cinco mil personas y de que comen hasta saciarse, sobran panes y peces en tal cantidad que los restos llenan hasta doce canastas.
         Con todo lo que significa el milagro de la multiplicación de panes y peces -una muestra de la omnipotencia divina y de la condición de Jesús de ser Hijo de Dios en Persona y no un simple hombre-, es sin embargo una ínfima muestra de su poder divino, y en cuanto a su objetivo final, no es el de simplemente dar de comer, satisfaciendo el apetito corporal, a una multitud de personas. La finalidad del milagro es servir de pre-figuración de otro milagro, infinitamente más grande, realizado por la Iglesia en la Santa Misa: la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre. Así como Jesús, por la bendición que pronunció sobre los panes y peces multiplicó sus materias inertes, de la misma manera, por la fórmula de la consagración en la Santa Misa la Iglesia convierte, a través del sacerdocio ministerial, la materia inerte del pan y el vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
         Podemos decir entonces que la escena evangélica del domingo de hoy, en la que Jesús primero alimenta el espíritu a los integrantes de la multitud, para luego alimentarles el cuerpo con los panes y peces, es una pre-figuración de la Santa Misa, en donde el alma se alimenta primero con la Palabra de Dios -por medio de la liturgia de la Palabra- y luego se alimenta con la Eucaristía, el Cuerpo de Cristo. 
          Por este motivo, para apreciar en su dimensión sobrenatural el alcance y significado del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, hay que considerar con un poco más de detenimiento qué es lo que está representado en la escena evangélica: la multitud que escucha a Jesús, compuesta por toda clase de gentes y por todas las edades, representa a la humanidad; el hambre corporal que experimentan, representa el hambre espiritual que de Dios tiene todo ser humano, porque todo ser humano ha sido creado por Dios para Dios. Ahora bien, Dios ha creado al hombre dotándolo de una sed inextinguible de amor y de belleza y por eso todo ser humano tiene necesidad de satisfacer su sed de felicidad -todo hombre desea ser feliz, dice Aristóteles-, pero como Dios lo ha creado al hombre para que sacie su sed de amor y belleza en Él y sólo en Él, mientras no se une a su Creador, el hombre experimenta esa sed de amor y de belleza que le quema las entrañas, pero que no puede ser satisfecha sino es en su contemplación y unión con Él. Si el hombre busca saciar esta sed de felicidad en cualquier otra cosa que no sea Dios, no lo logrará nunca, y esta es la razón por la cual el hombre experimenta dolor, tristeza, frustración y muerte, cuando se aleja de Dios. 
             La multitud hambrienta delante de Jesús es, en este sentido, una representación de la humanidad hambrienta de su Dios, que busca saciar su sed de amor y de satisfacer su hambre de paz, verdad y alegría, aunque de momento no sepa bien cómo hacerlo. Jesús, que está delante de la multitud enseñando las parábolas del Reino y anunciando la Buena Noticia, es ese Dios Creador que ha venido a este mundo para redimir a la humanidad por medio de su sacrificio en Cruz y santificarla con el envío del Espíritu Santo y concederle así la felicidad que tanto busca. Puesto que Cristo Jesús es Dios, solo en Cristo Jesús encuentra el hombre –todo hombre, la humanidad entera- la saciedad completa y absoluta de su sed de amor y de paz, de alegría y de felicidad; puesto que Cristo Jesús es Dios, solo en Él encuentra el hombre el sentido último de su vida; puesto que Cristo Jesús es Dios, sólo en Jesús, y en nadie más que Él, reposa en paz el corazón humano, encontrando en el Sagrado Corazón la satisfacción total de su sed de felicidad.
         Es esto entonces lo que está representado en la escena evangélica: la humanidad, sedienta de amor y hambrienta de felicidad, ante su Dios, Cristo Jesús, el Único -por ser el Hombre-Dios- capaz de extra-colmar, con la abundancia de Amor de su Sagrado Corazón, la felicidad que todo ser humano busca, búsqueda de felicidad que se inicia cuando nace y no se detiene hasta el momento de la muerte, continuando incluso hasta la vida eterna.
         Jesús, porque es Dios en Persona, es entonces el Único en grado de satisfacer el hambre de amor y la sed de felicidad que tiene el hombre, y el milagro de la multiplicación de panes y peces será solo un anticipo y una pre-figuración del modo en el que Él piensa satisfacer esa hambre: en el tiempo de la Iglesia, por el poder del Espíritu Santo, a través del sacerdocio ministerial, por la Santa Misa, Jesús obrará un milagro infinitamente mayor, por medio del cual no multiplicará la carne muerta de peces, ni tampoco la materia inerte del pan: por su Espíritu, convertirá el pan y el vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y se donará a sí mismo en la Eucaristía como alimento celestial que alimenta con la substancia misma de Dios; por el milagro de la transubstanciación, Jesús se donará a sí mismo para saciar el hambre de amor y la sed de felicidad de toda alma humana, donándose a sí mismo como Pan de Vida eterna y como Carne del Cordero de Dios. El modo por el cual Jesús satisface la sed de felicidad del hombre, es entregando su Cuerpo, el Cuerpo de Cristo, el Corpus Christi, en la Eucaristía, para que sirva de alimento celestial al alma que lo reciba con fe y con amor.
“Tomó entonces los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición y los partió, y los iba dando a los discípulos para que los fueran sirviendo a la gente”. Si en el Evangelio Jesús obra un maravilloso milagro, por el cual multiplica la carne muerta de un pez y la materia inerte del pan, con lo cual da de comer a una multitud satisfaciendo su hambre corporal, en la Santa Misa obra un milagro infinitamente mayor, convirtiendo el pan y el vino en su Carne, su Sangre, su Alma y su Divinidad, obrando el milagro de la Eucaristía, donando su Cuerpo, el Cuerpo de Cristo, el Corpus Christi, como alimento celestial que sacia y extra-colma con abundancia la ardiente sed de amor y la incontenible hambre de felicidad que alberga toda alma. Éste es el sentido final del Corpus Christi: saciar el hambre de Amor divino que toda alma posee.



miércoles, 28 de marzo de 2012

La Verdad os hará libres; el pecado os hará esclavos



“La Verdad os hará libres; el pecado os hará esclavos” (cfr. Jn 8, 31-42). No se trata de un juego de palabras, sino de una realidad ontológica. La Verdad libera al hombre porque el hombre ha sido hecho para conocer la verdad con su inteligencia y para amar al bien con su voluntad, y en esto encontrar su felicidad. Como en el Ser divino se identifican la Verdad Absoluta, el Bien infinito y la felicidad suprema, el hombre encuentra su máxima felicidad en el conocimiento y amor de este Ser divino, y debido a que el orden natural es un reflejo de la sabiduría y del amor divinos, el hombre encuentra su libertad y su felicidad en el conocimiento y amor de ese orden natural, expresado en los Mandamientos.
Cuando Dios le dice al hombre: “Ama a Dios y a tu prójimo”, y cuando le dice: “No matarás”, “No robarás”, “No cometerás adulterio”, etc., le está indicando, tanto por la vía positiva, como por la vía negativa, el camino a la felicidad. Si el hombre sigue el consejo, o más bien, el mandato divino, será libre, porque será máximamente feliz, ya que fue creado para el conocer la Verdad y amar el Bien, que es la finalidad que persiguen los Mandamientos.
Pero cuando el hombre, dando rienda suelta al misterio de iniquidad que anida en su corazón, producto de su participación en la rebelión demoníaca en los cielos, deja de lado a Dios y piensa, desea, actúa, como si Dios no existiera, entonces comienza a vivir el camino que lo conduce a la esclavitud del error y de la ignorancia.
Homomonio, divorcio exprés, adopción homosexual, fertilización asistida, alquiler de vientres, aunque sean presentadas como logros del progreso humano, constituyen gravísimas violaciones al ordenamiento divino, en donde se encuentran ausentes la Verdad y el Bien, y por lo tanto, la felicidad. Al intentar construir una sociedad sin Dios, el hombre se vuelve esclavo del error, de la ignorancia y del mal, y se dirige a un abismo irreversible de maldad, de tristeza, de dolor y de amargura.

domingo, 28 de agosto de 2011

Vade retro, Satan



“Vade retro Satán” (cfr. Mt 16, 21-27). Sorprendentemente, la frase, que es como un exorcismo, va dirigida no a un endemoniado, sino a Pedro, el Vicario de Cristo. Es al mismo Papa, y no a un poseso, a quien Jesús reprende fuertemente. ¿Cuál es el motivo?

Teniendo en cuenta que Pedro no estaría endemoniado ni poseído, podemos preguntarnos porqué Jesús debe expulsar de la cercanía de Pedro, la presencia del demonio, y la respuesta es que es el demonio quien le ha sugerido a Pedro el rechazo de la cruz. Jesús acababa de profetizarles acerca de su misterio pascual de muerte y resurrección; acababa de decirles, a Pedro y a los demás Apóstoles, que Él debía sufrir mucho, ser traicionado, morir, y luego resucitar al tercer día, a lo que Pedro responde diciendo: “Eso nunca sucederá, Señor”.

Pedro, instigado por Satanás, rechaza la cruz, y de esta manera, rechaza el plan de Dios para la salvación de la humanidad, y es esto lo que motiva el enojo y el reproche de Jesús.

El enojo de Jesucristo ante el rechazo de la cruz por parte de Pedro no es el enojo de un líder religioso cuyo seguidor se opone a sus planes. El enojo de Jesucristo se debe a que sin la cruz, la humanidad entera está perdida. Sin cruz no hay salvación posible; sin Cristo crucificado, muerto y resucitado, las puertas del cielo permanecen cerradas para siempre, y nadie puede abrirlas. Sin cruz, se cierran las puertas del Reino de los cielos, y se abren las puertas del Hades, de donde no se sale; sin cruz, sólo hay “llanto y rechinar de dientes”.

Sin cruz, la enfermedad se convierte en una tortura, y se desea la muerte para escapar de ella; con la cruz de Cristo, la enfermedad es un don del cielo, porque hace partícipes de la cruz de Cristo, y se desea la muerte, para llegar lo antes posible a los gozos eternos de los cielos infinitos.

Sin cruz, no hay alegría en el dolor, sino desesperación y llanto. Sin cruz, la vida y la muerte, el dolor y la alegría, los triunfos y los fracasos, es decir, la existencia toda del hombre, carece de sentido. Sólo en la cruz de Cristo y en Cristo muerto y resucitado, encuentra el hombre el sentido final de su existencia en esta tierra, que es salvar el alma y entrar en la comunión eterna, de vida y de amor sin fin, con las Tres Personas de la Trinidad.

Cuando Jesús nos dice que el que quiera seguirlo, que renuncie a sí mismo, que cargue su cruz y lo siga, nos está señalando el camino de la felicidad, camino que pasa por la cruz, pero que no finaliza en ella, sino que por ella se llega al cielo.

La cruz implica la renuncia de sí mismo, del propio egoísmo, de la propia mezquindad, del propio punto de vista, del propio yo, que lleva al “ojo por ojo y diente por diente”, en vez del perdón del enemigo. Si no hay renuncia de sí mismo, Cristo no puede crecer en el alma, y así el alma queda llena de su propio yo, de su propia estrechez, de su propia mezquindad, y no solo es incapaz de dar paz y alegría a los demás, sino que es incapaz de tomar la cruz y de seguir el camino de Cristo, el camino del Calvario, señalado por su sangre derramada.

Por el contrario, el cristiano que ama a Cristo, se niega a sí mismo, se reconoce como necesitado y falto de todo, se niega a sí mismo –lucha contra su egoísmo, su pereza, su impaciencia-, abraza la cruz, y se encamina en dirección al Calvario, para morir crucificado con Cristo y así, de esa manera, nacer a una vida nueva, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios.

Quien carga la cruz y sigue a Cristo, recorre junto a Él un corto camino, el camino del Calvario; es crucificado junto con Él, y junto con Él resucita a la alegría eterna en los cielos.

Sólo quien carga la cruz en esta vida y participa de los dolores de Cristo en el Calvario, accede a la felicidad eterna en la otra vida.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Estén preparados porque no saben a qué hora viene el Hijo del hombre


San Francisco de Borja

y el moribundo impenitente.


“Estén preparados porque no saben a qué hora viene el Hijo del hombre” (cfr. Mt 24, 42-51). Jesús nos advierte que el fin de nuestra vida terrena puede ser en cualquier momento, ya que la certeza de morir contrasta con el desconocimiento total, de parte nuestra, del momento en el que sucederá.

La advertencia de Jesús es que estemos “preparados”, porque su llegada –al fin de los tiempos, en el Día del Juicio Final, o en el momento de nuestra muerte-, sucederá de forma imprevista, y para cuando suceda, debemos ser como el siervo “fiel y cuidadoso” que, atento a la llegada imprevista de su amo, es encontrado por este cumpliendo sus tareas. La contracara de esta disposición, es la del siervo “canalla” que, engañado por él mismo acerca de la venida de su señor, piensa que no regresará, o que si regresa, tendrá tiempo de cambiar su actitud, y así, en vez de cuidar la hacienda de su amo, se dedica a emborracharse y a golpear a los demás. La suerte de uno y otro será muy distinta en el momento de la llegada del dueño de casa.

Es una representación de los bautizados, de quienes viven de cara a Dios, esperando el encuentro personal con Él, cara a cara, en el momento de la muerte, y obrando en consecuencia, es decir, buscando de vivir en gracia y de obrar la misericordia, y de aquellos a quienes el regreso de Jesucristo les tiene sin cuidado, o porque no creen, o porque si creen menosprecian su poder y majestad, y es así como se dan a los placeres del mundo, ejerciendo la violencia para con su prójimo.

La advertencia de Jesús de que el tiempo se termina –en realidad, cada día es un día menos que nos separa de la eternidad, del encuentro cara a cara con Jesucristo y con Dios Uno y Trino-, se contrapone al engaño del demonio quien, según Santa Teresa de Ávila, en sus Moradas, hace creer a los hombres que sus placeres y sus contentos aquí en la tierra “son eternos”. Es decir, según Santa Teresa, el demonio induce a hacer lo opuesto a lo que pide Jesús: mientras Jesús pide estar prontos y preparados para su Venida, que puede ser en cualquier momento, de lo que se deduce que las cosas de este mundo son pasajeras, el demonio hace pensar que la vida de esta tierra, con sus contentos y logros, es “eterna”, en el sentido de no terminar más, y por lo tanto, conduce a una relajación en la vigilancia en la lucha contra él, el mundo y la carne.

“Estén preparados porque no saben a qué hora viene el Hijo del hombre”. El cristiano debe vivir, como el siervo bueno y fiel, día a día, hora a hora, minuto a minuto, segundo a segundo, esperando con ansias el feliz momento del encuentro con Jesucristo el Señor, el cual habrá de prolongarse por toda la eternidad.

miércoles, 20 de julio de 2011

Dichosos vuestros ojos y oídos, porque ven y oyen lo que muchos quisieron y no pudieron

“Dichosos vuestros ojos y oídos, porque ven y oyen lo que muchos quisieron y no pudieron” (cfr. Mt 13, 10-17). Jesús felicita a sus discípulos porque ellos ven y oyen lo que muchos justos y santos del Antiguo Testamento desearon ver y oír, y no pudieron.

¿De qué se trata? ¿Qué es esta visión que produce felicidad, y qué es aquello que debe ser escuchado, para experimentar dicha en el alma?

Podría pensarse que Jesús habla de sus milagros, puesto que sus discípulos lo han visto devolver la vista a los enfermos, dar la vista a los ciegos, hacer oír a los sordos, resucitar a los muertos, y han oído las aclamaciones de alegría de las multitudes que no salían de su asombro ante sus prodigios.

Sin embargo, a pesar de la espectacularidad de los milagros, y de sus indudables beneficios para el hombre, no esto lo que produce la felicidad a la vista y al oído.

Lo que hace feliz al hombre, con una felicidad inconcebible, inimaginable porque no hay nada creado que se le pueda comparar, es ver y oír a la Persona divina del Hijo de Dios, encarnada en una naturaleza humana.

Quienes ven a Jesús y lo oyen, pueden ser llamados, con toda verdad, “dichosos”, porque Él es Dios en Persona, que ha venido a este mundo que ha venido a este mundo para perdonar al hombre y comunicarle de su gracia, de su vida y de su alegría divina, como preludio de la vida feliz en la eternidad.

Análogamente, para el cristiano, lo que produce felicidad celestial, sobrenatural, es la contemplación de la Eucaristía, porque detrás de la apariencia de pan, que es lo que aparece a los sentidos, la fe nos hace ver la Presencia real del Hombre-Dios Jesucristo, y es la audición de las palabras de la consagración en la Santa Misa: “Esto es mi cuerpo”, “Esta es mi sangre”, porque se trata de palabras pronunciadas por el mismo Jesucristo en Persona, que es el Sumo y Eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, aunque vehiculizadas a través de las palabras pronunciadas por el sacerdote ministerial.

“Dichosos vuestros ojos y oídos, porque ven y oyen lo que muchos quisieron y no pudieron”. ¿Cuántos paganos, hombres y mujeres, de buena voluntad, no saltarían de gozo y de alegría por asistir a una Misa, una vez enterados de qué cosa es la Misa?

Sin embargo, para muchos cristianos, asistir a Misa, escuchar las palabras de la consagración y recibir la Eucaristía es igual a no ver y no oír nada, y así transcurren la vida en la monotonía, la tibieza y la tristeza.

jueves, 27 de enero de 2011

Felices los invitados a comer la carne del Cordero, el Cuerpo de Cristo resucitado en la Eucaristía


“Felices…” (cfr. Mt 5, 1-12). Todo hombre busca la felicidad, pero el problema, dice San Agustín, es que la busca en lugares equivocados: en los sentidos, en el dinero, en el poder, en el mundo. Desde que el hombre es hombre, busca la felicidad, y por eso, desde que nace, la busca incesantemente, aunque no sepa que la busca, pero el problema es que la busca en donde no podrá encontrarla jamás: el dinero, el poder, el éxito, los honores del mundo. Jamás encontrará en estos ídolos la felicidad, porque ahí no está, y no sólo no encontrará la felicidad en estos ídolos, sino que estos le provocarán pesares y angustias en esta vida, y dolor eterno en la otra.

¿Dónde está la felicidad? ¿Qué hacer para alcanzarla? En el Sermón de las Bienaventuranzas, Jesús da la clave para que el hombre alcance la felicidad, anunciando dónde se encuentra la felicidad: en la pobreza de espíritu, en la mansedumbre, en el llanto, en el hambre y sed de justicia, en la misericordia, en la pureza de corazón, en la paz de Dios, en la persecución por el Reino.

“Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo:

“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. El pobre de espíritu es el que se reconoce necesitado de todo en la esfera del espíritu; es el que reconoce que sin Dios, no es nada; es el que sabe que sin que Dios lo sostenga a cada segundo, no podría ni siquiera respirar, y moriría; es el que, creyéndose rico, recapacita, y se reconoce tibio, y por eso pobre, desnudo, ciego: “Tú dices: «Soy rico; me he enriquecido; nada me falta». Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo” (Ap 3, 17).

El pobre de espíritu es el que sigue el consejo de Jesús en el Apocalipsis, de comprar oro, vestidos blancos y colirio para los ojos: Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas, vestidos blancos para que te cubras, y no quede al descubierto la vergüenza de tu desnudez, y un colirio para que te des en los ojos y recobres la vista” (Ap 3, 18). El oro acrisolado al fuego es el corazón contrito y humillado; el vestido blanco que cubre la desnudez es la gracia divina; el colirio para los ojos es la luz de la fe, que permite contemplar los misterios divinos revelados en Jesucristo y su Iglesia.

“Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra”. Los mansos son aquellos que imitan a Jesucristo, manso y humilde de corazón: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). En el seguimiento de Jesús, y en la imitación de la mansedumbre del Cordero, los mansos de corazón recahzan como indigno de su condición de hijos de Dios todo género de violencia contra el prójimo, el enojo, la ira, la pendencia, la agresión, el rencor, la prepotencia. Los mansos de corazón, que quieren imitar a Cristo manso y humilde, no hacen violencia contra el prójimo; sólo hacen violencia contra sí mismos, para ganar el Reino de los cielos: “Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan” (Mt 11, 12). Los mansos son mansos con el prójimo y violentos contra sí mismos, porque se hacen violencia a sí mismos, buscando refrenar sus pasiones, desterrar sus vicios, y cambiar sus corazones, de malos en buenos, buscando imitar, por la paciencia, la mansedumbre, la misericordia, al Sagrado Corazón de Jesús.

“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”. No se trata sólo del llanto humano, del llanto que surge por el dolor, por la enfermedad, por la injusticia, por el sufrimiento de cualquier tipo: se trata de este llanto unido al llanto de Jesucristo en la cruz, y al llanto de María Santísima al pie de la cruz, porque es así como el sufrimiento humano, que causa el llanto, se ve santificado, y se convierte en fuente de salvación para el alma y para quienes la rodean.

“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”. Son los que no soportan ver la injusticia reinante en el mundo, y la injusticia más grande no es la social, que es en sí misma una injusticia, sino la injusticia que significa ver el Nombre de Dios ultrajado, pisoteado, rechazado, blasfemado, por una sociedad humana que ha arrancado el Nombre Santo de Dios de su corazón, y por eso ha construido una civilización en donde se mata al concebido en el vientre de la madre, en proporciones calamitosas –decenas de millones a lo largo del mundo por año-, se aprueban leyes para enseñar la perversión sexual a los niños, se adora a Satanás en vez de Dios, se busca la felicidad en la droga, en la violencia, en el poder y en el sexo. Los que tienen hambre y sed de justicia son aquellos que no soportan un mundo sin Dios, y claman, con el corazón y a viva voz: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).

“Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”. Son aquellos que ven a Dios en el prójimo, y que demuestran su amor a Dios amando al prójimo, y al prójimo más necesitado: un enfermo, un pobre, un lisiado, pero también un padre necesitado de ayuda, un hijo, un hermano, un pariente, un amigo. El misericordioso busca obrar la misericordia, porque eso le granjeará la entrada a los cielos, según las palabras de Jesús, pero sobre todo porque lo asemeja a Cristo, encarnación y materialización de la Divina Misericordia.

“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Los limpios de corazón son los que rechazan la lujuria y la lascivia, pero también son los que se niegan a adorar a Satanás, representado en la brujería, en la magia, en la hechicería y en el ocultismo, y son los que se niegan a postrarse ante el mundo, rechazando la violencia, la idolatría del poder y del dinero, prefiriendo la muerte antes que cometer siquiera un pecado venial. Los limpios de corazón buscan asemejarse a Cristo crucificado, y aman lo que Cristo ama en la cruz, y odian lo que Cristo odia en la cruz.

“Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. No se trata de una paz mundana, como la dan los pactos y los tratados políticos, entre los hombres y las naciones. Se trata de la paz de Dios, la paz del corazón, la que da Cristo y no la puede dar el mundo (cfr. Jn 14, 27), y los bienaventurados trabajan porque esta paz de Dios reine en sus corazones y en los corazones de sus hermanos.

“Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa”.El mundo persigue a quien quiere cumplir la voluntad de Dios, expresada en la Ley Nueva de Jesucristo, porque la ley de Jesucristo es la ley de la caridad, del amor fraterno y del amor a Dios, y el mundo en cambio se rige por la ley del dinero, del poder, de la frivolidad, del egoísmo.

“Felices”. Jesús proclama las Bienaventuranzas, es decir, el camino que tenemos que recorrer si queremos alcanzar la eterna felicidad, pero este camino no es otro que Él mismo en la cruz: Cristo crucificado es la única y verdadera felicidad para el hombre, en esta vida y en la otra. Es en la cruz de Cristo, y en Cristo en la cruz, en donde se encuentran condensadas y reunidas todas las bienaventuranzas, y debido a que la Santa Misa es la representación sacramental del sacrificio de la cruz; debido a que asistiendo a Misa es asistir al Santo Sacrificio del altar, es en la Santa Misa, y en la Eucaristía, el Cuerpo de Cristo resucitado, en donde se encuentran para nosotros, que peregrinamos en este mundo hacia la vida eterna, la totalidad de las bienaventuranzas, y es por eso que la Iglesia pronuncia una nueva bienaventuranza, luego de la ostentación de la Eucaristía[1]: “Felices los invitados al banquete celestial, felices los que comen la carne del Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo, felices los que se alimentan con el alimento de ángeles, el Pan Vivo bajado del cielo, la Santa Eucaristía, felices los que beben el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero, felices los que comen el Verdadero Maná del cielo, el Cuerpo de Cristo resucitado, con un corazón contrito y humillado, felices los que se alimentan del Pan celestial en su peregrinación por el desierto de la vida, y rechazan alimentarse con alimento de ídolos”.

Quienes busquen su felicidad en Cristo crucificado y en la Santa Misa, encontrarán la felicidad y la alegría eterna: “Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos”.


[1] Cfr. Misal Romano.