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domingo, 19 de febrero de 2023

Miércoles de Cenizas

 



(Ciclo A – 2023)

         Con la celebración del ritual de imposición de cenizas el día llamado por eso “Miércoles de cenizas”, la Iglesia Católica inicia el tiempo litúrgico denominado “Cuaresma”, tiempo dedicado a la preparación interior, espiritual, por medio de la penitencia, el ayuno, la oración y las obras de misericordia, para no solo conmemorar, sino ante todo participar, de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

         La imposición de cenizas simboliza penitencia y arrepentimiento: arrepentimiento de nuestros pecados, porque nuestros pecados se traducen en la crucifixión del Señor y son manifestación de la malicia que anida en nuestros corazones, como consecuencia del pecado original, según las palabras de Jesús: “Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de pecados” y penitencia, como signo de que estamos arrepentidos de los pecados cometidos y que deseamos vivir una vida nueva, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, caracterizada por el horror al pecado, cualquiera que sea este.

         En el momento de la imposición de la ceniza, el sacerdote traza una cruz sobre la frente de los fieles, mientras repite las palabras “Conviértete y cree en el Evangelio” o “Recuerda que polvo eres y en polvo te has de convertir”; en ambas oraciones, la Iglesia nos recuerda, a través del sacerdote, que estamos en esta tierra solo de paso y que nuestra morada definitiva y eterna es el Reino de los cielos[1].

         Cuando el sacerdote dice: “Conviértete y cree en el Evangelio”, nos está repitiendo las mismas palabras de Jesús en el Evangelio: “Conviértanse y crean en el Evangelio”. Si Jesús nos pide que nos convirtamos, es porque no estamos convertidos. ¿En qué consiste la conversión? En dejar de mirar a las cosas bajas de la tierra, para elevar la mirada del alma al Sol de justicia, Jesús Eucaristía, por eso Jesús y la Iglesia nos piden la verdadera conversión, que es la “conversión eucarística”, el giro del alma por el cual deja de interesarse y de mirar las cosas de la tierra, para comenzar a contemplar a Jesús Eucaristía, el Camino, la Verdad y la Vida. También Jesús y la Iglesia nos piden: “Creer en el Evangelio”, que en nuestro caso implica también creer en la Tradición de los Padres de la Iglesia y en el Magisterio, y si necesitamos creer en el Evangelio, es porque creemos en otra cosa que no es el Evangelio: creemos en ideologías políticas, creemos en nuestras propias ideas, creemos en cualquier cosa, pero no creemos en el Evangelio, en la Palabra de Dios, que es la que debe guiar y orientar nuestro obrar cotidiano como cristianos.

         La otra frase que puede decir el sacerdote al imponer las cenizas es: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás” y si la Iglesia nos lo recuerda, es porque lo olvidamos con frecuencia: olvidamos que estamos de paso en esta vida terrena; olvidamos que cada día que pasa, es un día menos que nos falta para nuestra muerte, día en el que será para nosotros el día más importante de nuestras vidas, paradójicamente, porque ese día nos encontraremos cara a cara con el Justo Juez, Cristo Jesús, Quien pronunciará la sentencia definitiva, después de examinar nuestras obras, que determinará nuestra eternidad, o el cielo o el infierno. Debemos recordar que somos polvo, en el sentido de que nuestro cuerpo material es frágil y cuando el alma se desprende de él, provocando el fenómeno que llamamos “muerte”, este cuerpo físico, terreno -que tanto nos preocupa mantenerlo sano, al que tanto cuidamos con dietas y ejercicios, descuidando la salud del alma y la fortaleza y nutrición del alma que nos concede la Sagrada Eucaristía-, comienza inmediatamente un proceso de descomposición orgánica que lo lleva a convertirse en literalmente polvo, es decir, en nada. La Iglesia nos recuerda que somos polvo y al polvo regresaremos, para que no nos preocupe tanto la salud y el bienestar del cuerpo, como la salud y el bienestar del alma; si nutrimos el cuerpo, mucho más debemos nutrir al alma con alimentos espirituales, la oración, la penitencia, el ayuno y sobre todo la gracia santificante que nos conceden el Sacramento de la Penitencia y la Sagrada Eucaristía.

         Por último, en el tiempo de Cuaresma, la Iglesia como Cuerpo Místico del Señor, ingresa junto con Él en el desierto por cuarenta días, para prepararnos, junto con Cristo, a los sagrados misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. En estos cuarenta días de duración de la Cuaresma, la Iglesia participa de los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto, haciendo ayuno, oración y penitencia y es eso lo que debemos hacer como integrantes del Cuerpo Místico: ayuno, oración y penitencia, en unión con Nuestro Señor Jesucristo. De esa manera, unidos a Cristo en el desierto y fortalecidos por su gracia, podremos vencer nuestras pasiones depravadas, seremos protegidos de las acechanzas y perversidades del demonio y estaremos en grado de participar del misterio salvífico de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

miércoles, 2 de marzo de 2022

Viernes después de Cenizas

 


         “Que la austeridad penitencial nos ayude en el combate cristiano contra el mal”. Esto reza la Iglesia en la Liturgia de las Horas en las Laudes del Jueves de Cenizas y de esta manera nos da las razones por las cuales, como cristianos, debemos vivir el tiempo litúrgico de la Cuaresma haciendo penitencia. ¿Qué significa este “combate cristiano contra el mal? Para saber la respuesta, debemos reflexionar acerca de qué es lo que entendemos por “mal”, porque la penitencia cuaresmal se orienta a combatir el mal. Podemos decir que hay dos tipos de males: el pecado como mal de la persona y el mal personificado, el mal que define a una persona y este es el Ángel caído, Satanás. Entonces, cuando decimos que la penitencia y la austeridad cuaresmal nos ayudan en el “combate cristiano contra el mal”, estamos haciendo referencia a estos dos tipos de males, el pecado como mal personal y el Demonio como mal personificado en una persona angélica, el Ángel Apóstata.

         Con relación al pecado personal podemos encontrar en las Escrituras qué es lo que el mismo Dios quiere que combatamos en nosotros. Por ejemplo, en Isaías 58, 1-12, Dios dice así por boca del profeta: “El día del ayuno buscáis vuestro interés y apremiáis a vuestros servidores; mirad: ayunáis entre riñas y disputas, dando puñetazos sin piedad”. Dios nos hace ver que lo que debemos combatir a través del ayuno y la penitencia es el pecado personal, que es el mal que surge en el corazón y que luego se traduce en obras malas: egoísmo, riñas, disputas, las cuales no necesariamente son físicas, sino ante todo de orden moral, como la calumnia y la difamación, males inmensamente peores que los golpes físicos.

         Éste es entonces el primer mal a combatir, el pecado como mal personal.

         El segundo mal a combatir es el mal personificado, podríamos decir, el mal convertido en persona y es el Ángel caído, Satanás, quien ronda a nuestro alrededor buscando la ocasión de hacernos caer para arrastrarnos con él a la eterna perdición. La Escritura lo describe como “león rugiente que anda buscando a quién devorar”. Por supuesto que no debemos creer que todo el mal personal que cometemos se debe a la acción del demonio, porque en la mayoría de las veces el demonio no tiene necesidad de tomarse el trabajo de tentarnos, ya que solos nos precipitamos en el pecado.

         “Que la austeridad penitencial nos ayude en el combate cristiano contra el mal”. Nuestro combate –“combate es la vida del hombre en la tierra”, dice el libro de Job- entonces no es contra el prójimo, sino contra nosotros mismos, en la tendencia al mal que llevamos, como consecuencia del pecado original y es contra el demonio, contra el Príncipe de las tinieblas. Y como es un combate cristiano, no usamos armas materiales, sino espirituales: la oración, los sacramentos, la adoración eucarística, el santo crucifijo, los sacramentales. Sólo así no sólo combatiremos el mal, sino que obraremos el bien, la misericordia corporal y espiritual, que nos abre las puertas del cielo.

jueves, 6 de enero de 2022

Solemnidad de la Epifanía del Señor

 


(Ciclo C – 2022)

          Los tres Reyes Magos, luego de realizar un largo peregrinar desde tierras lejanas, guiados por la Estrella de Belén, llegan hasta el Portal de Belén, en donde se encuentra el Niño Dios, sostenido entre sus brazos por la Madre de Dios, la Santísima Virgen María.        Al llegar, los Reyes Magos se postran ante el Niño Jesús y lo adoran. Luego, le entregan sus regalos: oro, incienso y mirra, regalos que son propias de un rey, lo cual significa que los Reyes Magos consideran al Hijo de la Virgen como Dios y como Rey de todas las naciones, porque ellos representan a quienes no son hebreos. En esta escena, real, debemos contemplar los elementos sobrenaturales y celestiales que se encuentran ocultos a los ojos de quienes carecen de la gracia sobrenatural y de la luz de la santa fe católica.

          Un primer elemento a considerar es la Estrella de Belén: es una verdadera estrella cósmica, que guía a los Reyes Magos hasta el lugar exacto en donde se encuentra el Niño Jesús: la Estrella de Belén representa a la Virgen María, porque es Ella quien nos lleva siempre, indefectiblemente, al encuentro con su Hijo Jesús.

          Otro elemento a considerar es la Epifanía del Niño en sí misma, esto es, el resplandor de luz que el Niño emite en el momento en el que llegan los Reyes. En la Sagrada Escritura, la luz es sinónimo de gloria divina, por lo tanto, el hecho de que el Niño resplandezca de luz, es manifestación de su divinidad, de su gloria, porque la luz que el Niño emana es Luz Eterna, luz proveniente de su Ser divino trinitario y es por lo tanto una manifestación de su divinidad. Al resplandecer ante los Reyes Magos, el Niño Dios se manifiesta, como Dios Niño, a los pueblos de la tierra, que no conocían al Dios Único y Verdadero, pueblos que están todos representados en los Reyes de Oriente.

          Otro elemento a considerar es la actitud de los Reyes ante el Niño: iluminados por la gracia divina, los Reyes Magos se postran en adoración ante el Niño recién nacido y este gesto de adoración no lo harían, de ninguna manera, si el Niño de Belén fuera un niño humano más entre tantos, y no el Niño Dios, esto es, Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios.

          Por último, debemos considerar los regalos que los Reyes ofrendan al Niño Dios: oro, incienso y mirra, regalos que, como dijimos, son propios de un rey, por lo que se concluye que los Reyes Magos claramente consideraban al Niño de Belén como a Dios Hijo encarnado.

Al recordar la Visita de los Reyes Magos al Niño Dios, podemos hacer el propósito de imitarlos en esta Visita. Por lo tanto, debemos adorar al Niño de Belén, como lo hicieron los Reyes Magos, porque el Niño de Belén es Dios Hijo encarnado y Dios es el Único que merece ser adorado “en espíritu y en verdad”. Otra forma de imitar a los Reyes Magos, es ofrecerle dones al Niño Jesús; ahora bien, como nosotros no tenemos oro, ni incienso, ni mirra, podemos ofrecer, espiritualmente, lo que estos dones materiales significan: el oro representa la adoración; el incienso, la penitencia y la mortificación de nuestra humanidad, de nuestros sentidos; la mirra, representa la oración. Entonces, imitando a los Reyes Magos, adoremos al Niño Dios Presente en Persona en la Eucaristía, postrándonos ante el Santísimo Sacramento del altar y le ofrezcamos dones espirituales: adoración perpetua en la Eucaristía -el equivalente al oro-, sacrificios, penitencias y ayunos -el equivalente al incienso- y la oración, sobre todo el Santo Rosario -el equivalente a la mirra-.


miércoles, 7 de julio de 2021

“Jesús se puso a reprender a las ciudades que habían visto sus numerosos milagros, por no haberse arrepentido”


 

“Jesús se puso a reprender a las ciudades que habían visto sus numerosos milagros, por no haberse arrepentido” (Mt 11, 20-24). Jesús reprende a las ciudades que vieron sus milagros y no se convirtieron y las compara con ciudades paganas –Tiro y Sidón-, afirmando que si en estas ciudades se hubieran producido los milagros que Él realizó en Corozaín, en Betsaida y Cafarnaúm, se habrían convertido desde “hace tiempo” y habrían hecho “penitencia”. Las ciudades que Jesús nombra fueron testigos de milagros y prodigios portentosos –curaciones milagrosas, expulsiones de demonios, multiplicación de panes y peces, etc.-, pero ni siquiera así, viendo al Hombre-Dios en Persona, hacer milagros, ni siquiera así, se han convertido, de ahí el enojo de Jesús hacia esas ciudades y el duro reproche y advertencia de lo que les espera –un Día del Juicio rigurosísimo y la precipitación en el abismo de fuego- por no haberse convertido.

Ahora bien, no debemos creer que estas advertencias de Jesús son solo para esas ciudades, sino que también son para nosotros, porque en las ciudades en las que Jesús hizo milagros debemos vernos reflejados todos y cada uno de nosotros, porque todos, desde el momento en que somos bautizados, ya hemos recibido el milagro de la filiación divina, cosa que no recibieron los paganos, los que no se bautizaron; hemos recibido también en innumerables oportunidades al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, en cada Comunión Eucarística; hemos recibido al Espíritu Santo en Persona, la Tercera Persona de la Trinidad, en la Confirmación y como estos, numerosísimos e incontables milagros del Amor y de la Misericordia Divina y aun así, no podemos decir que nos hemos convertido. Y si alguien dice “estoy convertido”, está pecando de soberbia. Por otra parte, en las ciudades paganas de Tiro y Sidón, debemos ver a los paganos e infieles, a los que no pertenecen a la Iglesia Católica, a los que no recibieron el don de ser hijos adoptivos de Dios, a los que no recibieron el Corazón Eucarístico de Jesús, a los que no recibieron el Amor de Dios, el Espíritu Santo y aun así, son mejores personas que nosotros, porque obran más y mejor el bien y porque aman sinceramente a Dios, con todo su corazón.

         “Jesús se puso a reprender a las ciudades que habían visto sus numerosos milagros, por no haberse arrepentido”. Hemos recibido numerosos y grandiosos milagros y prodigios del Amor de Dios, pidamos en consecuencia la gracia de arrepentirnos, de convertirnos y de hacer penitencia, para no recibir un duro castigo el Día del Juicio y para no ser precipitados al lago de fuego.

jueves, 10 de diciembre de 2020

“Ustedes, ni siquiera después de haber visto, se han arrepentido ni han creído en él”


 

“Ustedes, ni siquiera después de haber visto, se han arrepentido ni han creído en él” (Mt 21, 28-32). Jesús les reprocha a los sacerdotes y a los ancianos del pueblo, hombres en apariencia religiosos y dedicados a las cosas de Dios, que “no han creído a Juan”, el cual, además de predicar la necesidad de la conversión para la remisión de los pecados, anunciaba la próxima llegada del Mesías. Todavía más, el Bautista predica la necesidad de la conversión moral, para recibir el bautismo “en el fuego y en el Espíritu” del Mesías, Jesús de Nazareth. Pero los sacerdotes y los ancianos del pueblo han escuchado a Juan y no se han convertido, porque han endurecido sus corazones en el pecado; pretendiendo ocuparse de las cosas de Dios, han olvidado la esencia de la religión, de la unión de Dios, que son la misericordia y la justicia y así se han encerrado en sí mismos, sin dar cabida a la gracia que viene a traer el Mesías.

Por el contrario, quienes públicamente obran el mal, sí han escuchado al Bautista, han hecho penitencia y han dispuesto sus corazones para recibir la gracia de Jesús y por eso ellos “entrarán antes” en el Reino de los cielos.

“Ustedes, ni siquiera después de haber visto, se han arrepentido ni han creído en él”. Debemos prestar atención a las palabras de Jesús, porque también a nosotros la Iglesia nos pide la conversión del corazón, el desapego de las cosas de la tierra y del mundo, para dirigir el corazón al Mesías, Cristo Jesús en la Eucaristía. Si no nos convertimos de corazón, si no desapegamos el corazón de las cosas bajas del mundo, aun cuando estemos bautizados, o no entraremos en el Reino de los cielos, o habrán otros que entrarán antes que nosotros.

lunes, 9 de diciembre de 2019

“¿A quién compararé esta generación?”




“¿A quién compararé esta generación?” (Mt 11, 16-19). Jesús se queja “de esta generación” –es decir, de la humanidad entera- porque se compara a jóvenes que están en la plaza y, ya sea que se entonen lamentos fúnebres o cánticos de alegría, permanecen indiferentes, abúlicos y apáticos, sin sumarse ni a los lamentos, ni a los cantos de alegría. Dice así el Evangelio: “En aquel tiempo, dijo Jesús al gentío: “¿A quién compararé esta generación?”. Se asemeja a unos niños sentados en la plaza, que gritan diciendo: “Hemos tocado la flauta, y no habéis bailado; hemos entonado lamentaciones, y no habéis llorado”. Luego, continúa Jesús: “Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: “Tiene un demonio”. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: “Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores”. Es decir, la “generación actual” o más bien la humanidad, es como aquellos que criticaron sea a Juan el Bautista, que predicaba el ayuno y la penitencia –lamentaciones-, sea a Jesús, que “comía con pecadores” –sentido de la alegría del banquete-. Ya sea que se predique el ayuno o que se siente a la mesa con los pecadores, esta generación encontrará siempre un pretexto para esquivar el camino que Dios le está trazando en ese momento. Porque cuando Juan predicaba el ayuno, era para recibir al Mesías; cuando Jesús se sentaba a la mesa con los pecadores, era para traer a esa casa la alegría de la salvación, como sucedió con Zaqueo: tanto el ayuno como la comida, eran caminos de Dios. Sin embargo, para estos tales, ni uno ni otro camino de Dios les son agradables y es la razón por la cual permanecen abúlicos, apáticos e indiferentes, sea al anuncio de penitencia del Bautista, sea al anuncio de perdón y alegría de Jesús. Prefieren vivir encerrados en su propio mundo sin buscar la conversión; un mundo que es, por añadidura, un mundo de pecado, antes que seguir el camino que Dios les traza en determinado momento. Son los que siempre buscan pretextos para no asistir a Misa, para no cumplir los Mandamientos, para no hacer obras de misericordia; en definitiva, son los que siempre buscan pretextos para no creer.
          “¿A quién compararé esta generación?”. ¿De qué lado estamos nosotros? Porque a nosotros también se nos piden en Adviento el ayuno y la misericordia, para recibir al Niño Dios que viene para Navidad, para que así luego nos alegremos con el manjar del cielo, el Pan Vivo bajado del cielo, el Cuerpo de Jesús resucitado. ¿De qué lado estamos? ¿Somos como esos jóvenes apáticos del Evangelio, que buscan hacer su voluntad, o más bien tratamos de cumplir el camino que Dios traza a cada momento para nosotros, para ir al encuentro con Él?

martes, 22 de octubre de 2019

“Hipócritas, no sabéis interpretar el tiempo presente”



“Hipócritas, no sabéis interpretar el tiempo presente” (Lc 12, 54-59). Jesús nos da un duro correctivo, tratándonos de hipócritas y en realidad lo somos. ¿Por qué? El mismo Jesús nos da la respuesta: “Cuando veis subir una nube por el poniente, decís en seguida: “Chaparrón tenemos”, y así sucede. Cuando sopla el sur, decís: “Va a hacer bochorno”, y lo hace. Hipócritas: si sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente?”. Es decir, Jesús nos recrimina el hecho de que sabemos interpretar muy bien el tiempo climatológico, ya que sabemos, por el aspecto del cielo o por el tipo de viento, si va a haber lluvia o si va a hacer calor sofocante; sin embargo, no sabemos interpretar –o no queremos, en realidad- interpretar “el tiempo presente”, espiritualmente hablando. Es decir, Jesús nos recrimina el hecho de que somos infalibles con el tiempo climatológico, pero miramos para otro lado cuando se trata del tiempo presente, espiritualmente hablando.
¿Y cómo es el tiempo presente, espiritualmente hablando? Cuando observamos el mundo desde el punto de vista espiritual, podemos decir que es de una verdadera calamidad, una verdadera catástrofe espiritual. Esto lo podemos constatar con un simple dato de la realidad: entre otras cosas, más del noventa por ciento de niños y jóvenes que hacen la Primera Comunión y reciben la Confirmación, abandonan la Iglesia; más del noventa por ciento de los adultos, que han recibido el Bautismo y la Catequesis, no asisten a Misa ni se confiesan, es decir, son católicos nominales en la teoría y ateos reales en la práctica. Otros datos: la gran mayoría de los católicos muere sin recibir los últimos auxilios, pero no por falta de disposición de la Iglesia, sino porque no los quieren recibir, porque han perdido la fe; la gran mayoría de los jóvenes no se casan por la Iglesia, ya que prefieren el pecado mortal del concubinato, antes que la gracia y la virtud del Sacramento del matrimonio; una gran cantidad de jóvenes se encamina detrás de las canciones y modas que promueven el ateísmo, el ocultismo, la wicca, el paganismo, o se adhieren a sectas que no poseen la Verdad Absoluta como la posee la Iglesia Católica.
“Hipócritas, no sabéis interpretar el tiempo presente”. Si sabemos interpretar el tiempo climatológico, entonces sí sabemos interpretar los tiempos espirituales, que son de una verdadera calamidad. Empecemos, entonces, a poner remedio a la situación, haciendo oración, ayuno y penitencia por quienes no lo hacen.

jueves, 7 de marzo de 2019

Jueves después de Cenizas 2019


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         En Cuaresma la Iglesia ingresa, místicamente, con Jesucristo, al desierto. Ingresa con Él para participar de su ayuno y de su oración, que es también misericordia, porque Jesús lo hace para salvar a la humanidad. Es decir, en Cuaresma, en cuanto tiempo litúrgico, la Iglesia no hace un mero recuerdo de los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto, sino que ingresa con Él, de manera mística, misteriosa y sobrenatural, en el desierto, para participar de su oración, de su ayuno y de su misericordia, porque rezar por la salvación de los hombres es la mayor obra de misericordia que pueda ser hecha.
         Esto tiene repercusiones en la vida espiritual, porque al no tratarse de un mero recuerdo, la Cuaresma no se reduce a un hábito cultural-religioso, sino que consiste en una participación activa que la Iglesia, en cuanto Cuerpo Místico de Jesucristo, realiza en íntima unión con Él, para salvar a la humanidad. Si la Cuaresma fuera sólo un recuerdo cíclico, anual, del ingreso y estadía de Jesús en el desierto, las prácticas cuaresmales y la misma Cuaresma no tendrían más que un valor meramente simbólico y se reducirían al recuerdo de un hecho pasado. Un recuerdo piadoso, pero solo un recuerdo al fin y al cabo. Sin embargo, al ser una participación directa, real, actual, de la Iglesia que en cuanto Cuerpo Místico de Cristo realiza en conjunto con su Cabeza, Cristo, en la unión del Espíritu Santo, entonces deja de ser un mero hábito cultural-religioso, para convertirse en un hecho salvífico.
En Cuaresma la Iglesia actúa en unión con su Cabeza, Cristo Jesús, unida a Él por el Espíritu Santo, de modo análogo a como el cuerpo, unido a la cabeza, actúa en unidad de vida con la cabeza, al estar animados ambos por la misma alma. Entonces, así como es el Espíritu Santo el que lleva al Señor al desierto, así también es el Espíritu Santo el que hace ingresar a la Iglesia, Cuerpo Místico de Jesucristo, en el desierto espiritual, para participar con Él de su ayuno, de su oración y de su misericordia. Significa que cuando un simple fiel hace oración, ayuno y penitencia en Cuaresma, no es sólo él, en forma aislada quien lo hace, sino que es él en cuanto miembro del Cuerpo Místico de Jesucristo que reza, hace ayuno y penitencia y obra la misericordia, para no solo combatir y derrotar al espíritu del mal, sino que, en unión con su Cabeza, Cristo Jesús, y por el poder de su gracia, al mismo tiempo que combate y vence al mal, salva a la humanidad. En Cuaresma entonces la Iglesia participa de la misión salvífica de Cristo, internándose con Él, espiritual y sobrenaturalmente, en el desierto y, en unión con Él, hace oración, ayuno y penitencia y obra la misericordia.

viernes, 16 de febrero de 2018

“El Espíritu lo llevó al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por Satanás”


 "Tentación del Señor"

(Temptation of the Lord)


(Domingo I - TC - Ciclo B – 2018)

“El Espíritu lo llevó al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por Satanás” (Mc 1, 12-15). Jesús es llevado al desierto por el Espíritu Santo y allí, en el desierto, ayunará durante cuarenta días y cuarenta noches. Hacia el final del ayuno, al experimentar hambre, se le aparecerá el espíritu maligno, el Ángel caído, Satanás, del Demonio, el cual buscará, por medio de la tentación, una tarea imposible de toda imposibilidad: el hacer caer a Jesús en el pecado. El Demonio tienta a Jesús, pero es absolutamente imposible que Jesús hubiera podido caer, no ya en pecado, ni siquiera venial, sino ni siquiera en la más ligera duda acerca de lo que el Demonio le proponía. Esto, en virtud de la condición divina del Hombre-Dios: Jesús es la Segunda Persona de la Trinidad, es Dios Hijo encarnado, y en cuanto Dios, es imposible, de toda imposibilidad, el pecado, desde el momento en que Él es la Santidad Increada en sí misma. También en cuanto Hombre era imposible que Jesús pecara, porque era Hombre perfectísimo, en quien “habitaba corporalmente la divinidad”, por cuanto su naturaleza humana estaba unida hipostáticamente, personalmente, a la Persona Segunda de la Trinidad, lo cual significa que la humanidad de Jesús de Nazareth participaba, con toda su plenitud, de la gloria, la gracia, la sabiduría de Dios Uno y Trino, todo lo cual hacía imposible no solo el pecado, sino siquiera la más mínima imperfección.
Entonces, si Jesús se deja tentar, no es para ver cuán fuerte es Él en relación a la tentación, porque era imposible que, ya sea en cuanto Dios, que en cuanto Hombre perfecto, pudiera pecar. ¿Por qué Jesús permite, entonces, el ser tentado? Jesús se deja tentar en el Demonio en el desierto, para que nosotros tomemos ejemplo de Él ante la tentación y sepamos, con el auxilio del Espíritu Santo, cuáles son las tentaciones a las que nos expone el Demonio, y cómo debemos responder, guiados en el ejemplo de Jesús.
Ante todo, para poder hacernos una idea acerca de qué es la tentación, tomemos la imagen de un pez que, desde dentro del agua, mira hacia la superficie la carnada que esconde el anzuelo tirado por el pescador. Así como el pez mira la carnada y le parece apetitosa, pero en el momento en que la muerde, se da cuenta de la realidad –no era lo que parecía, al fugaz momento agradable, le sigue el dolor y luego la muerte, porque es sacado fuera de su elemento vital, el agua-, de la misma manera el hombre, al contemplar la tentación que encubre el pecado, le parece apetitoso, pero una vez que lo comete, el breve placer terreno y concupiscible del pecado cede al dolor espiritual y a la muerte espiritual ya que, según la gravedad, su alma queda muerta a la vida de la gracia, si se trata de un pecado mortal.
En la primera tentación, el Demonio, al darse cuenta de que Jesús tiene hambre, le dice a Jesús que le pida a Dios que convierta las piedras en pan, así Él podrá satisfacer su hambre corporal. Pero Jesús le responde que no es el hambre corporal la necesidad básica del hombre, sino el hambre espiritual, que se sacia con la Palabra de Dios: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Esto nos enseña que, si es importante saciar el hambre corporal por medio de la alimentación, mucho más importante es saciar el hambre espiritual con la Palabra de Dios, contenida en las Sagradas Escrituras y en la Eucaristía. Otra enseñanza es que de nada sirve al hombre satisfacer su apetito corporal, si no satisface su apetito espiritual, que en el caso del hombre solo puede ser satisfecho por Dios; Dios que, para el católico, está en la Palabra de Dios y en la Eucaristía, por cuanto la Eucaristía es la Palabra de Dios encarnada, que prolonga su Encarnación en el Santísimo Sacramento del Altar. Otra interpretación es que se trata de la tentación de pretender suplantar el primado espiritual de Dios en el hombre, por el primado de los apetitos carnales[1]: Jesús nos enseña a vencer esta tentación con la virtud de la castidad, expresión corporal de la pureza trinitaria del Ser divino.
         En la segunda tentación, el Demonio lleva a Jesús a lo más alto del templo y le dice que se arroje, ya que Dios enviará sus ángeles para que no se haga daño. Jesús le responde: “No tentarás al Señor, tu Dios”. Se trata de un milagro absurdo, innecesario y, ante todo, su sola petición, es temeraria. La petición de un milagro como este, equivale a un desafío a Dios por parte del hombre, que así invierte los términos, porque no es Dios el que pone a prueba al hombre, como debe ser –Dios tiene derecho a ponernos a prueba en el Amor-, sino que es el hombre el que pone a prueba a Dios. Jesús nos enseña que no debemos ser temerarios y pedir a Dios milagros irracionales, cuando somos nosotros mismos los que, voluntariamente, ponemos en peligro nuestras almas. Dios no tiene obligación de quitarnos los obstáculos –pecados- que libre y voluntariamente ponemos en el camino; si nos los quita, es por misericordia, pero no por obligación-. Equivaldría a que alguien, conduciendo un vehículo en un camino de montaña, repentinamente acelerara a toda velocidad, dirigiéndose al precipicio, pidiendo al mismo tiempo a Dios que detenga el vehículo, haciéndolo además responsable del seguro accidente. Otra interpretación es que se trata de la tentación del éxito y del poder mundano, que se vence con la virtud de la pobreza[2], pero no de cualquier pobreza, sino de la pobreza limpia y casta de la cruz, que rechaza los bienes terrenos porque desea solo los bienes del cielo.
En la tercera y última tentación, el Demonio lleva a Jesús a lo más alto de una montaña, le muestra los reinos de la tierra y le dice que se postre ante él y lo adore, y él le dará todos esos reinos. Jesús le responde: “Sólo a Dios adorarás”. Esto nos enseña que solo debemos postrarnos en adoración ante Dios, Presente en Persona en la Eucaristía, y que debemos rechazar cualquier adoración que no sea a Dios en la Eucaristía. Cualquier adoración que no sea a Cristo Eucaristía, es idolatría pagana que ofende a la majestad de Dios. También nos enseña Jesús que debemos despreciar el poder, la fama y los bienes terrenos, porque quien apega su corazón a los bienes terrenos, queda atrapado por la trampa del Demonio, que se oculta detrás de estas cosas. No significa que no debamos esforzarnos para adquirir bienes, ni que debamos renunciar al poder o a la fama mundana, si es que accidentalmente sobrevienen, ya que todo eso puede y debe ser puesto a los pies de Jesús; significa que no debemos darle nuestro corazón a los bienes, a la fama y al poder, ya que solo a Dios debemos el amor de adoración y de gratitud, y para nosotros, los católicos, Dios está en Persona en la Eucaristía, y esa es la razón por la cual solo a la Eucaristía debemos adorar. Otra interpretación es que se trata de la tentación de pretender el hombre cumplir su propia voluntad, de forma independiente y autónoma al Querer divino[3][3] –no en vano el primer mandamiento de la Iglesia de Satanás es: “Haz lo que quieras”, como instigación demoníaca al hombre de rebelión contra el plan divino de salvación-, tentación que se vence con la virtud de la obediencia a los legítimos superiores.
Por último, al citar a la Sagrada Escritura para contrarrestar las insidias del Demonio, Jesús nos da ejemplo de cómo en la Palabra de Dios encontramos la sabiduría y la fortaleza divinas más que suficientes para vencer cualquier clase de tentación. Sin embargo, debemos recordar que no podemos caer en el error protestante, de pensar que la Palabra de Dios es sólo la Sagrada Escritura: para nosotros, los católicos, la Palabra de Dios está contenida, además de las Escrituras, en la Sagrada Tradición –los escritos de los Padres de la Iglesia- y en el Magisterio, además de estar contenida, viva, palpitante, en la Eucaristía. Cometeríamos un gravísimo error si, cediendo al error protestante, pensáramos que la Palabra de Dios es solo la Biblia.
“El Espíritu lo llevó al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por Satanás”. Dice el Santo Cura de Ars que “seremos tentados hasta el último instante de nuestra vida terrena”, pero esto no nos debe provocar temor de ninguna clase, porque Jesús nos da ejemplo de cómo vencer a la tentación fácilmente y es acudiendo al ayuno, a la oración, a la penitencia y a la Palabra de Dios, que para nosotros, los católicos, está en la Escritura, en la Tradición, en el Magisterio y en la Eucaristía.


[1] Cfr. Cristina SiccardiLa lotta tra Carnevale e Quaresima di Pieter Bruegelhttps://www.corrispondenzaromana.it/la-lotta-carnevale-quaresima-pieter-bruegel/
[2] Cfr. Siccardi, ibidem.
[3] Cfr. Siccardi, ibidem.

martes, 28 de febrero de 2017

Miércoles de Cenizas


(Ciclo A – 2017)

         Como todos los años, la Iglesia inicia, en el Miércoles de Cenizas, un nuevo itinerario cuaresmal, que habrá de desembocar en la Pascua del Señor, previo paso por la Pasión. Para poder aprovechar espiritualmente este nuevo ciclo litúrgico, debemos profundizar en su significado espiritual. ¿De qué se trata la Cuaresma, que inicia con el Miércoles de Cenizas? ¿Es un recordatorio piadoso de un aspecto de la vida de Jesús? ¿Se trata simplemente de traer a la memoria, de un modo ritual y litúrgico, un hecho de la vida de Jesús? ¿Cuál es el fin de la Cuaresma, que inicia en el Miércoles de Cenizas?
         Ante todo, hay que decir que no es un mero recuerdo de la memoria, ni tampoco una ceremonia piadosa que evoca un hecho de la vida de Jesús, y la participación del católico no se reduce a participar a la ceremonia de imposición de Cenizas, ni tampoco a abstenerse de carne los días viernes. La Cuaresma es algo infinitamente más profundo que todo esto: en Cuaresma la Iglesia Militante –los bautizados en la Iglesia Católica que vivimos en este mundo- participa del ayuno, la oración y la penitencia de Nuestro Señor Jesucristo realizados en el desierto. Es decir, la Iglesia, a XXI siglos de distancia, y por un prodigio del Espíritu Santo, se hace partícipe del ingreso de Nuestro Señor en el desierto, quien así inicia los cuarenta días de oración, ayuno y penitencia. Así como la Cabeza, Cristo, ingresa en el desierto, así su Cuerpo Místico, la Iglesia, lo acompaña místicamente, pero si bien la Cabeza que es Cristo no debe expiar por ningún pecado, sí lo deben hacer los miembros de su Cuerpo, que somos pecadores.
¿Por qué elige Jesús el desierto para ir a orar? Porque el desierto tiene muchos significados desde el punto de vista espiritual: físicamente, es lugar de peregrinación hacia la Tierra Prometida, la Jerusalén terrena, en el Antiguo Testamento y, por lo tanto, la vida y la historia humana, que simbólicamente están representadas en el desierto, es también un peregrinar del cristiano hacia la Tierra Prometida, la Jerusalén celestial; es lugar de soledad para el alma, lo cual facilita el encuentro con Dios; es lugar de desolación, por cuanto no existe nada que pueda atraer sensiblemente al alma –por el contrario, en el desierto, el calor extremo del día y el frío glacial de la noche, lo hacen prácticamente inhabitable-, lo cual ayuda a la penitencia y a la mortificación de las concupiscencias, del cuerpo –sensualidad- y el espíritu –la soberbia-; también el desierto es símbolo del corazón humano luego del pecado original: de Jardín que era, quedó convertido en un desierto de arena, en donde arden las pasiones –el calor del día- y en donde falta el amor de Dios –la caridad-; por último, es el lugar del encuentro, no solo con Dios, sino con el Demonio, pues así como Jesús fue tentado en el desierto, así también el alma es atacada por el Tentador, cuando intenta emprender el camino de la conversión hacia su Dios.
El desierto, al igual que las cenizas que se imponen el día Miércoles, en el que inicia la Cuaresma, son ambos símbolos de penitencia, pero como hemos dicho, la Cabeza, Cristo, no tiene necesidad de penitencia y si la hace, es de forma vicaria por los hombres pecadores. Quienes sí tenemos necesidad de penitencia –además de ayuno y oración- somos los hombres, que somos pecadores, que nos sentimos atraídos por la concupiscencia de la carne y del espíritu, como consecuencias del pecado original y fácilmente podemos caer ante las seducciones del Tentador. La penitencia, simbolizada en las cenizas y en el ingreso de Jesús al desierto, es del todo necesaria para nosotros, si es que queremos morir al hombre viejo, para nacer al hombre nuevo. Ahora bien, para que la penitencia adquiera todo su valor salvífico y redentor, debe ser unida a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo; de otro modo, realizada por sí mismo y alejada de Nuestro Señor, sólo demuestra la existencia de un espíritu estoico, sí, pero rebelde y orgulloso, y de nada le vale su esfuerzo. La penitencia sólo tiene valor cuando se la une al sacrificio redentor de Cristo en la cruz y es por esto que los cristianos, místicamente, con las cenizas impuestas en la frente al inicio de la Cuaresma, nos internamos con Jesús en el desierto, y huimos del mundo y sus falsos atractivos para así, en la oración, el ayuno y la penitencia, encontrar a Dios en ese “desierto nevado” (cfr. Liturgia de las Horas) que es nuestro corazón pecador. Nuestro corazón, arrasado por el pecado, es árido porque le falta la frescura del Divino Amor y arde en las pasiones, porque no tiene la gracia santificante que le permite dominarlas y subordinarlas a la razón, para así encaminarnos a la santidad.

Y al igual que Jesús, que al final de la estadía de cuarenta días en el desierto, experimentó la tentación por parte del Tentador, el Ángel caído, también nosotros, hombres pecadores, viadores, experimentamos la tentación en el desierto de la vida, en el camino que conduce a la Jerusalén celestial. Pero Jesús, que no cayó en pecado porque era imposible que lo hiciera, ya que era Dios Hijo en Persona, nos dejó ejemplo de cómo resistir y vencer a la tentación, ante todo, con la Palabra de Dios, con la oración, con el ayuno y la penitencia. Es por eso que el cristiano no puede excusarse ante la tentación porque, por fuerte que sea, no es más fuerte que la gracia que nos comunica Jesús, por lo que si caemos en la tentación, no es por falta de asistencia divina, sino porque así lo decidimos nosotros, rechazando el auxilio de la gracia. Jesús, que es la santidad divina en sí misma, porque es la Segunda Persona de la Trinidad, se interna en el desierto, al inicio de la Cuaresma, para orar y ayunar y hacer penitencia por nosotros. Nosotros, como Iglesia, por medio de la imposición de las Cenizas, recordamos que “somos polvo y al polvo hemos de volver”, es decir, recordamos que en el momento de la muerte este cuerpo iniciará su proceso natural de descomposición, que lo reducirá a cenizas, mientras que nuestra alma será llevada ante la Presencia de Dios Trino para recibir el Juicio Particular y es para estar preparados para ese momento, que participamos de los cuarenta días de Jesús en el desierto, haciendo penitencia con el cuerpo, dominando las pasiones con la ayuda de la gracia y buscando la conversión del alma por medio de las prácticas cuaresmales. Es esto lo que la Iglesia quiere de nosotros en la Cuaresma: que despeguemos el corazón del mundo y sus vanas atracciones, que con la gracia desterremos el pecado, así como se arranca de un jardín una planta venenosa, y que movidos también por la gracia, dirijamos nuestras corazones hacia Jesús, Sol de justicia, Presente en la Eucaristía, y es en esto en lo que consiste la Conversión Eucarística, objetivo de la penitencia cuaresmal. De esta manera, el Miércoles de Cenizas y la Cuaresma que se inicia no es tiempo de pesar y tristeza, sino que es un tiempo de gran regocijo espiritual, porque es un signo de que la caducidad de este mundo ha sido vencida por Jesús en la Cruz y que Jesús nos ha dado una vida nueva, la vida de la gracia, con lo cual damos testimonio, como Iglesia, de la vida futura que nos espera en el Reino de los cielos, vida de feliz bienaventuranza, obtenida para nosotros por el sacrificio del Cordero en el Calvario. 

martes, 9 de febrero de 2016

Miércoles de Cenizas


(Ciclo C - TC - 2016)

         El ritual de la imposición de cenizas tiene como objetivo el hacernos recordar, a los cristianos, que esta vida terrena, que se desarrolla en el transcurso del tiempo, tiene un fin: “Recuerda que eres polvo, y en polvo te convertirás”. Las cenizas nos recuerdan que nuestro cuerpo, el cuerpo al que tanto cuidamos y alimentamos, está destinado a convertirse, por la muerte, en cenizas, en polvo, puesto que nada de él quedará luego de que el alma, que es el principio vital que le da vida, se separe en el momento de la muerte.
         Ahora bien, como cristianos, sabemos, porque nos lo ha revelado Jesucristo, que con la muerte temporal no termina nada, sino que, por el contrario, comienza todo, si podemos decir así, porque en el mismo instante en el que alma se desprende del cuerpo –y el cuerpo comienza su proceso de descomposición orgánica-, el alma ingresa en la eternidad y la conciencia adquiere pleno conocimiento de las realidades de la vida eterna, comprendida la Dios Uno y Trino. Al ingresar en la eternidad, el alma es conducida ante la Presencia de Dios Trino, para recibir lo que el Catecismo llama “Juicio particular”, un juicio en el que el alma puede ver, a la luz de Dios y con total perfección y detalle, todas sus obras, las buenas y las malas, y el destino eterno –cielo o infierno- que con dichas obras, realizadas libremente, se mereció.
         La imposición de cenizas nos recuerda, por lo tanto, las verdades de fe acerca del más allá, los denominados “novísimos”: muerte, juicio, purgatorio, cielo o infierno, y nos lo recuerda para que, por la penitencia, el arrepentimiento del corazón por los pecados cometidos y la realización de obras de misericordia, evitemos el infierno y ganemos el cielo, saliendo victoriosos, por la Sangre de Cristo, de nuestro Juicio particular. Es por esto que el Miércoles de cenizas no pretende sólo recordarnos que “somos polvo y en polvo nos convertiremos” -verdad que, por otra parte, nos ayuda a vivir más despreocupados acerca de los cuidados excesivos dados al cuerpo, que finalmente se convertirá en polvo-, sino que, además de esto, nos recuerda que nuestra alma será juzgada al fin de sus días de vida en la tierra, para recibir el destino final que se mereció libremente por sus obras, el cielo o el infierno; por lo tanto, debemos prepararnos, desde ahora, para ganar el cielo.
         El cristiano no pone sus esperanzas en esta vida terrena -que se termina, tarde o temprano, con la muerte-, sino en Jesucristo crucificado, muerto y resucitado, porque Jesús, con su cruz, nos ha abierto las puertas del cielo, nos ha convertido en hijos de Dios y nos ha dado como herencia el Reino de los cielos. Conquistar este Reino, con la gracia, la oración, la penitencia y la misericordia, es el objetivo del cristiano, que ha sido liberado de la esclavitud del pecado por la Sangre del Cordero de Dios (derramada en la cruz y vertida, misteriosa y sobrenaturalmente, cada vez, en la Santa Misa, por la liturgia eucarística).

         Además de lo que hemos considerado, existe otro significado del Miércoles de cenizas -con el cual inicia el tiempo litúrgico de la Cuaresma- y es la participación, también misteriosa y sobrenatural, de la Iglesia a la Pasión de Cristo: la imposición de cenizas no es un mero ritual recordatorio, sino un gesto litúrgico por el cual la Iglesia toda, como Cuerpo Místico, comienza a participar de la Pasión de su Cabeza, Cristo, Pasión por la cual la Iglesia, al tiempo que triunfa “sobre las puertas del Infierno” (cfr. Mt 16, 18), conduce a sus hijos al Reino de los cielos. No hay mejor manera de vivir el Miércoles de cenizas y la Cuaresma, que meditando la Pasión de Cristo, buscando de imitar las virtudes del Corazón de Jesús, "manso y humilde" (Mt 11, 9).

viernes, 29 de noviembre de 2013

“Estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada”


(Domingo I - TA - Ciclo A – 2013 – 14)
         “Estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada” (Mt 24, 37-44). Con el primer Domingo de Adviento, la Iglesia comienza un nuevo Año Litúrgico, en el cual se repetirán las fiestas y solemnidades de los años anteriores. Esto lleva a preguntarnos el porqué de este obrar de la Iglesia, y podríamos decir que la Iglesia ejerce de esta manera una función pedagógica y catequética, del mismo modo a como sucede en el proceso de enseñanza y aprendizaje entre los seres humanos. Es decir, así como la escuela repite sus contenidos uno y otra vez –un proverbio dice: “La repetición es la madre de todo saber”-, así también la Iglesia, repite uno y otro año su contenido. De esta manera, la Iglesia se asegura que las nuevas generaciones aprendan el contenido de su doctrina, al tiempo que ayuda a fijarlos todavía más a quienes ya lo conocen.
         Sin embargo, el hecho de que la Iglesia obre de esta manera no se explica por un mero intento pedagógico; no se trata de la aplicación de un método pedagógico para sus catecúmenos y fieles, puesto que hay algo más profundo, mucho más profundo, y es el hecho de que, por medio del Año Litúrgico y por medio de la liturgia, la Iglesia actualiza para nosotros el misterio salvífico de la Redención de Jesucristo. A través de la liturgia, la Iglesia se une a Cristo, Dios eterno, para recibir de Él los frutos de su sacrificio redentor en la Cruz. Éste es el sentido de la repetición de los contenidos litúrgicos: no es simplemente “recordar” hechos de la vida de Jesús; no se trata de un mero ejercicio de la memoria, por piadoso que pueda parecer; se trata de una verdadera unión, en el tiempo, para los hombres que vivimos en este siglo XXI, con el Dios eterno que, hace veintiún siglos, se encarnó y sufrió la muerte de Cruz para salvarnos; se trata de la unión vital –en el sentido literal de la palabra- de la Iglesia y de los bautizados, con el Dios Viviente, Fuente de toda vida, a través de la celebración, por la liturgia, de los misterios de la Vida de Cristo, misterios que son fuente de vida eterna para la Iglesia y las almas. Es tan cierto este último aspecto, que la Iglesia reciba de Cristo su vida, que si la Iglesia no celebrara la liturgia, moriría instantáneamente. Por medio de la liturgia y por medio del ciclo litúrgico, la Iglesia recibe la vida eterna de su Rey y Señor, Cristo Dios, que se encarnó en el tiempo, sufrió la Pasión, resucitó, y como Hombre-Dios y Esposo celestial de la Iglesia Esposa, le comunica de su vida divina. Éste es el sentido último de porqué la Iglesia repite, año a año, el ciclo litúrgico, y porqué celebra la liturgia sacramental.
         Ahora bien, con relación al tiempo de Adviento, hay que decir que la Iglesia se coloca en una posición de expectación, de espera del Mesías prometido. Por el tiempo litúrgico de Adviento, la Iglesia participa del misterio pascual del Hombre-Dios Jesucristo desde la perspectiva, podríamos decir, del Antiguo Testamento, en el sentido de que espera el Nacimiento de su Mesías, que no es, obviamente, un nuevo nacimiento, sino la renovación, actuación y actualización del misterio del Nacimiento por medio de la liturgia. 
         Es esto lo que explica el tenor de las lecturas que hablan de la llegada del Mesías: son seleccionadas para que el pueblo cristiano se prepare a recibir espiritualmente a su Mesías que viene, en el cumplimiento de las profecías, como un Niño que nace de una Madre Virgen. Y puesto que el mundo se encuentra en tinieblas como consecuencia del mal y del pecado en el corazón del hombre, el tiempo de Adviento es tiempo de penitencia, mediante la cual se busca la purificación del corazón para poder recibir a Dios Niño con un corazón puro. Pero también es un tiempo de alegría, causada por la llegada del Mesías, quien habrá de derrotar a las “tinieblas de muerte” en las que vive inmerso el hombre, con su propia luz, la luz de la divinidad, desde el momento en que el Mesías es Dios y “Dios es luz” viva que comunica la vida eterna a quien ilumina; la alegría por la llegada del Mesías como Niño Dios, se refleja en el tercer Domingo de Adviento, en el que el color morado, propio de la penitencia, es reemplazado por el color rosado, símbolo de la alegría.
          Para vivir el tiempo de Adviento, en el espíritu de la liturgia de la Iglesia, y en el sentido mismo en el que lo vive la Iglesia, es necesario entonces meditar acerca de la realidad de las “tinieblas de muerte” que envuelven a los hombres; es necesario tomar conciencia acerca de la pavorosa realidad de un mundo como el nuestro, un mundo que desea vivir sin Dios y su Amor y que por lo tanto, día a día, se sumerge en la oscuridad más completa. Sólo de esta manera, podrá el corazón alegrarse ante la llegada del Mesías, Dios Niño, para Navidad, porque Él derrotará para siempre a las tinieblas, es decir, al pecado, al error, a los ángeles caídos, al ofrecerse a sí mismo como Víctima propiciatoria en el Santo Sacrificio de la Cruz y al renovarlo incruentamente en la Santa Misa, el Santo Sacrificio del Altar.
De esta manera, aun viviendo en las tinieblas, el alma fiel espera con ansias a su Redentor, que vendrá para Navidad como un Niño, sin dejar de ser Dios. Penitencia –porque vivimos en un mundo en tinieblas y todavía no estamos en el cielo-, oración –porque la oración es alma lo que la respiración y el alimento, porque así el alma se alimenta del Amor de Dios-, ayuno –porque es una forma de orar con el cuerpo y poner la esperanza en la vida eterna-, obras de misericordia –porque el Amor recibido de Dios en la oración debe ser comunicado al prójimo con obras más que con palabras- y alegría –alegría profunda, espiritual, en el corazón por la llegada del Mesías-, es lo que debe caracterizar al cristiano en Adviento. 

martes, 12 de febrero de 2013

Miércoles de Cenizas: "Recuerda que eres polvo y si obras la misericordia en la luz de Cristo te convertirás"



         “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”. El Miércoles de Cenizas, inicio de la Cuaresma, es el punto de partida de un camino que conduce a la conversión del corazón por medio de la penitencia, el ayuno, la mortificación y las obras de misericordia.
         Ahora bien, el camino inicia con una frase, pronunciada por el sacerdote en el momento de la imposición de cenizas al fiel, y en el que debe verse el mensaje que la Iglesia Católica tiene para toda la humanidad: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”. No se trata de una exhortación un tanto poética a cambiar de vida, porque el objetivo de la Cuaresma no es un mero cambio del comportamiento. Se trata de la descripción de la realidad del hombre que es polvo literalmente hablando, puesto que al morir, y al separase el principio vital, el alma, del cuerpo, este último se disgrega en sus componentes, que terminan confundiéndose con el suelo en el que es sepultado. El recuerdo de la Iglesia al hombre, de su condición de “polvo” (tierra, barro) –“eres polvo”- que “vuelve al polvo”, que vuelve a la tierra –“en polvo te convertirás”-, no busca un simple cambio de conducta; la Iglesia en Cuaresma no pretende que el hombre sea más penitente, ni más bueno, ni siquiera que rece más, aún cuando estimula todas estas prácticas. Lo que la Iglesia pretende con esta frase “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”, es hacer tomar conciencia al hombre de que todo en él, desde su ser más íntimo, depende de Jesucristo, puesto que fue creado por Él en cuanto Dios, fue redimido por Él en cuanto Redentor, y fue santificado por Él en cuanto es el Dador del Espíritu Santo junto al Padre.
Al decirle la Iglesia al hombre “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”, le está diciendo que en su origen, comparado con el Acto de Ser perfectísimo de Dios, es igual a la nada -los santos dicen de sí mismos que son "nada más pecado"-, como nada es el “polvo”, la tierra, el barro, y que su destino natural es la muerte: “en polvo, en tierra, en barro te convertirás”, y esto debe servir para crecer tanto en la humildad como en el Amor de Dios. Pero también le recuerda, aunque no lo mencione en la frase, pero está implícito, que Jesucristo, Dios Hijo, se encarnó por el hombre, murió en la Cruz y resucitó por su salvación, y que por lo tanto su destino ha cambiado radicalmente desde el momento en que ese cuerpo, que viene de la tierra y vuelve a la tierra, está destinado a convertirse en luminosa materia glorificada con la luz del Ser divino, si de corazón se arrepiente y vuelve a Dios por el camino de la oración, la penitencia y la misericordia.
Por este motivo, la frase completa podría quedar así: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás; recuerda que viniste de la nada, y a la nada volverás; pero si te conviertes, si buscas a Cristo Dios de todo corazón; si obras la misericordia con el hermano que golpea a tu puerta; si te acuerdas de Él todos los días de tu vida, elevando tus manos en oración y en acción de gracias; si haces ayuno de obras malas, entonces, de polvo que eres, en la luz radiante y gloriosa de Cristo te convertirás”.

domingo, 2 de diciembre de 2012

“Señor no soy digno de que entres en mi casa”



“Señor no soy digno de que entres en mi casa” (Mt 8, 5-11). La respuesta del centurión romano a Jesús, reveladora de un corazón contrito y humillado, de alguien que se reconoce indigno de ser visitado por el Hijo de Dios en Persona, Cristo Jesús, condice en un todo con el tiempo litúrgico de Adviento, en donde el alma está llamada a la penitencia, a la oración y a la práctica de la misericordia, como medios de  purificación que permitan al corazón ser menos indignos a la hora de recibir a Dios Hijo, que viene como Niño, en Belén.
El corazón humano tiene absoluta necesidad de purificación, toda vez que está contaminado con la malicia que supone el pecado; como tal, es un lugar indigno, que no puede recibir a Dios Niño, en su inmensa majestad y santidad. Si  bien el pecado original ha sido quitado con la gracia santificante, queda el fomes pecati, la tendencia al mal que no se quiere, pero que por debilidad se obra. El contraste entre Dios, Ser perfectísimo de Bondad infinita, de Amor eterno, de Santidad inabarcable, con el corazón del hombre, indigente por naturaleza, necesitado de todo, incapaz de obrar el bien aunque lo quiera, hace absolutamente necesaria la purificación, si es que quiere que su corazón sea morada digna de Dios Niño. Para llevar a cabo esta purificación, es que la Iglesia pide en Adviento oración, obras de misericordia, penitencia, porque de esta manera el alma se pone en comunicación con Dios y se hace receptiva a su gracia y a todo lo que esta le comunica, la vida divina, que contiene en sí lo que vuelve al hombre verdaderamente feliz: amor, luz, paz, alegría, dicha, porque el alma se une a Dios, y unida a Él ya nada más quiere ni desea.
“Señor no soy digno de que entres en mi casa”. La frase del centurión es apropiada para el tiempo de Adviento, tiempo litúrgico en el que, por medio de la reflexión y la oración, nos damos cuenta que somos indignos de que un Dios de majestad infinita, a quien los ángeles no se atreven a mirar, permaneciendo postrados ante su presencia, no solo venga a nuestro mundo, sino que pretenda venir a nuestro corazón, que sin la gracia santificante bien puede compararse a la cueva de Belén antes del Nacimiento, cueva llena de deshechos de animales por ser refugio de estos, antes de servir de lugar de Nacimiento del Señor.
“Señor no soy digno de que entres en mi casa”. Que la humildad del centurión nos sirva de ejemplo para reconocer que no somos dignos de que el Dios Hijo venga a nosotros, primero como Niño en Belén, y como Pan de Vida eterna en la comunión después, y que así nos haga crecer en la propia humildad, en la oración, en la penitencia, en la misericordia. Sólo si aprovechamos de esta manera el tiempo de Adviento, podremos recibir dignamente al Niño Dios en Navidad.

viernes, 30 de noviembre de 2012

"Oren incesantemente, así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre"



(Domingo I – TA – Ciclo C – 2012)
         "Oren incesantemente, así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre" (Lc 21, 25-28. 34-36). Si bien Jesús da el consejo de "orar incesantemente" para "comparecer seguros ante el Hijo del hombre", en el contexto de las profecías acerca de su Segunda Venida, el consejo de la "oración incesante" es válido también para la época de Adviento, tiempo litúrgico de espera “Al que viene”, Cristo Jesús, y ante el cual también hemos de comparecer, cuando se nos manifieste como un Niño recién nacido.
        El consejo de la oración es válido para Adviento puesto que este es un tiempo ante todo de purificación del corazón, purificación absolutamente necesaria para poder recibir dignamente al Dios de inmensa majestad y bondad que es Dios Hijo encarnado, que viene a nosotros como Niño, pero sin dejar de ser Dios.
         Debido a que es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas” (cfr. Mc 7, 14-23), la espera y recepción de un Dios de majestad infinita y de Amor eterno, no puede llevarse a cabo sino es en un lugar digno de Él, y es a esto a lo que conduce el Adviento. La penitencia, el sacrificio, la misericordia, propias del Adviento, tienden a convertir el corazón humano en un lugar digno y propicio para el nacimiento del Hijo de Dios que se verificará, en el misterio de la liturgia, en Navidad.
         No es por casualidad que la Santa Madre Iglesia pide, en Adviento, la oración: si la oración es comunicación y diálogo amoroso con Dios que viene como Niño, diálogo del cual el hombre recibe de  Dios todo lo que le falta y necesita, es decir, amor, luz, paz, alegría, felicidad, serenidad, pureza, santidad, bondad, cuanta más oración haga el hombre, tanto más recibirá de Dios lo que sólo Dios le puede dar. Lo inverso también es cierto: si Dios Niño es Amor infinito, Luz eterna, Alegría sin fin, Santidad y Bondad inagotables, cuanto más el hombre se separe de Dios, tanto más se sumergirá en la ausencia de amor, en la frialdad del corazón que llega al odio; tanto más el hombre vivirá en la oscuridad del error y en las tinieblas del pecado; cuanto menos oración haga, tanto más se internará en la tristeza y en la depresión que sobrevienen cuando no se encuentra sentido a la vida. Entonces, cuando la Iglesia pide oración en Adviento, no es para imponer un deber obligatorio que haga la vida de sus hijos más pesada, aburrida, dura y difícil: la Iglesia pide oración en Adviento para que sus hijos se colmen de la abundancia infinita de toda clase de bienes que hay en Dios, como modo de preparar el corazón a la Llegada de Dios Hijo en Navidad.
         De esto se sigue que, quien desprecia la invitación de la Iglesia, y en vez de oración prefiere disiparse en la multiplicidad de eventos distractivos que ofrece el mundo de hoy, llenará su corazón de ruidos, imágenes y palabras mundanas, y así no podrá recibir al Niño Dios.
En Adviento, la Santa Madre Iglesia pide obrar la misericordia, practicando al menos alguna de las catorce obras de misericordia, corporales y espirituales, y esto no como modo de estimular el altruismo y la generosidad, que por más que sean cosas buenas, tomadas en sí mismas sin referencia a Cristo, sólo provocan daño al alma: las obras de misericordia tienen el sentido de imitar a Cristo, Dios Hijo en Persona, encarnado en el seno de la Virgen María, que por pura gracia y misericordia, asume una naturaleza humana, se manifiesta a los hombres como un Niño, y en la edad adulta se ofrenda como Víctima santa y pura en la Cruz, para la salvación de los hombres.
Obrar la misericordia, entonces, no sólo ayuda a combatir el propio egoísmo, sino que, ante todo –y este es el fin principal por el que las pide la Iglesia-, configura el alma a Cristo, Misericordia Divina encarnada, materializada, hecha visible, audible, palpable, en Jesús de Nazareth, y hecho alimento de eternidad, Pan de ángeles, en el santo sacramento del altar, la Eucaristía. Quien obra la misericordia, se configura a Cristo, y puede recibir al Dios de Misericordia infinita que viene a nosotros como Niño.
En Adviento, la Santa Madre Iglesia pide penitencia y sacrificios, pero no como mero medio de combatir la pereza, tanto corporal como espiritual, lo cual sí se debe hacer, sino ante todo como forma de imitar a Cristo, que en su Encarnación, Nacimiento, Vida oculta y pública, Pasión, Muerte y Resurrección, llevó a cabo la máxima penitencia y realizó el más grande sacrificio que jamás nadie pueda hacer, la obra de la Redención de la humanidad por el sacrificio de la Cruz.
El mundo de hoy aborrece el sacrificio y enaltece el egoísmo, la pereza, la indolencia por el destino del otro, el individualismo, la acumulación de bienes, el disfrute de los sentidos, y por eso el llamado de la Iglesia a la penitencia resulta chocante y fastidioso, y es abandonado antes de ser escuchado, por una inmensa multitud de bautizados.
Pero si la Iglesia pide penitencia y sacrificio, es para que cada cristiano, libremente, imite a Cristo, que por su sacrificio y muerte en Cruz no sólo libra a los hombres de sus mortales enemigos, el demonio, el mundo y la carne, sino que les concede el don del Espíritu Santo, que los convierte en hijos adoptivos de Dios y herederos del cielo. No en vano la Virgen María pide, en las apariciones como las de Fátima, La Salette, Lourdes, con insistencia, penitencia, oración y sacrificio, y no en vano la misma Virgen María les muestra a los pastorcitos de Fátima el infierno, adonde “caen las almas de los pobres pecadores, porque no hay nadie que rece y haga sacrificios por ellos”.
Adviento, entonces, es tiempo para obrar la misericordia, para hacer oración y para hacer penitencias y sacrificios, única forma de preparar al corazón como digno lugar para el Nacimiento del Niño Dios.