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martes, 3 de octubre de 2023

“Quien pide, recibe”

 


“Quien pide, recibe” (Mt 7, 7-11). Jesús nos anima a pedir, a buscar y a llamar y la razón es que, “a quien pide, se le da”, “el que busca, encontrará” y “al que llame, se le abrirá”. ¿A quién hay que pedir, en quién tenemos que buscar y a quien tenemos que llamar? Jesús mismo nos lo dice, cuando trae como ejemplo la acción de un padre humano: si un padre, que por el pecado original está inclinado al mal, sin embargo, si su hijo le pide pan, no le dará una piedra, sino pan y si le pide pescado, no le dará una serpiente, sino pescado, mucho más hará Dios por sus hijos adoptivos, ya que Dios es Bondad, Misericordia y Amor infinitos, eternos, increados.

En nuestra época, caracterizada por un materialismo opresivo, producto de ideologías anticristianas como el liberalismo y el comunismo; en nuestra época, caracterizada por el deseo de gozar del presente, sin preocupación alguna por el pasado o por el futuro, puesto que solo importa la diversión, en esta época nuestra, en la que el hombre satisface sus sentidos con placeres sensibles y terrenales, los cuales dejan como secuela dolor, tristeza, amargura y vacío del alma, es en esta época, en la que debemos plantearnos qué es lo que debemos pedir, qué debemos buscar y a quién debemos llamar.

“Quien pide, recibe”. Si esto es así, debemos preguntarnos qué debemos pedir, qué o a quién debemos buscar y adónde debemos llamar, para que se nos abra.

Como cristianos, como hijos de Dios, debemos pedir el alimento del alma, el Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía; debemos buscar el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús; debemos llamar a las Puertas del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, para que Jesús nos abra las Puertas de su Corazón y así ingresar en Él y ser bañados en su Sangre y ser purificados y santificados con el Amor que anida en el Corazón de Jesús, el Espíritu Santo. Si hacemos esto, tendremos el germen de la vida eterna aun viviendo en el tiempo y viviremos por anticipado la alegría del Reino de Dios.

sábado, 8 de julio de 2023

“Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón, carguen mi yugo, que es suave y tendrán descanso”

 


(Domingo XIV - TO - Ciclo A - 2023)

          “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón, carguen mi yugo, que es suave y tendrán descanso” (Mt 11, 25-30). De entre toda la inmensa cantidad de virtudes que puede adquirir un cristiano, la mansedumbre y la humildad son las dos virtudes pedidas explícitamente por Jesús a sus discípulos. La razón no es el adquirir las virtudes por las virtudes en sí mismas, aun cuando por sí mismas sean buenas: la razón es que el que estas virtudes hacen que el alma se asemeje al mismo Dios Uno y Trino, porque Dios es un Dios de infinita mansedumbre y de infinita humildad.

Ahora bien, hay una razón más por la que el cristiano debe esforzarse por adquirir estas virtudes, si no las tiene -y no las tenemos, desde el momento en que Jesús nos dice que aprendamos de Él- y es que estas virtudes asemejan al alma a Dios, la hacen semejante a Dios y así lo imita, pero por la gracia santificante, el alma no solo imita la mansedumbre y la humildad de Dios, sino que participa de las virtudes divinas, lo cual es distinto y a la vez mucho más profundo: una cosa es la imitación y otra muy distinta -porque es infinitamente más profunda- es la participación, por la gracia, a la mansedumbre y la humildad del mismo Dios. Si alguien quiere saber cuál es la medida de la mansedumbre y de la humildad que debe adquirir, lo único que debe hacer es contemplar a Jesús Crucificado y a Jesús Eucaristía: Jesús es el representante perfectísimo de ambas virtudes, como así también la Virgen Santísima: en el caso de Jesús, Él es el Cordero de Dios, se auto-revela a Sí mismo como cordero y la característica principal del cordero es la mansedumbre; además, la representación de Jesús como cordero es muestra de humildad extrema, porque quien se compara con una naturaleza inferior, la naturaleza animal, es nada menos que el mismo Dios Uno y Trino, cuya naturaleza divina es infinitamente superior a cualquier naturaleza creada.

         Otro elemento a tener en cuenta es que quien no se esfuerza por adquirir las virtudes de los Sagrados Corazones de Jesús y María, la mansedumbre y la humildad, terminará indefectiblemente haciéndose similar y participando del corazón del Ángel caído, quien posee los vicios opuestos: la violencia irracional y la arrogancia infernal. El ser humano, entonces, se encuentra en el medio, por así decirlo, entre la oposición que hay entre el corazón del Cordero, manso y humilde y el corazón del Ángel caído, feroz y orgulloso. El ser humano está llamado a participar del Corazón de la Trinidad, pero si no lo hace, entonces participa del corazón del Ángel caído.

          “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón, carguen mi yugo, que es suave y tendrán descanso”. Aprendamos de Jesús la mansedumbre y la humildad, virtudes que recibimos en germen por la gracia y carguemos su yugo, que es la cruz de cada día y así daremos paz a los demás y tendremos paz en el corazón, en esta vida y sobre todo en la vida eterna.

 

miércoles, 1 de febrero de 2023

Fiesta de la Presentación del Señor

 



(Ciclo A – 2023)

         La Iglesia Católica celebra, el día 2 de febrero, la fiesta litúrgica de la “Presentación del Señor”, fiesta que también es llamada de la “Candelaria”, ya que se acostumbraba a asistir con velas encendidas[1].

         En esta fiesta se celebran dos acontecimientos relatados en el Evangelio, la Presentación de Jesús en el templo y la Purificación de María. La ley mosaica prescribía que, a los cuarenta días de dar a luz al primogénito, éste debía ser presentado en el templo, porque quedaba consagrado al Señor, al tiempo que la madre debía también presentarse para quedar purificada. La Virgen y San José, como eran observantes de la ley, llevan a Jesús, el Primogénito, para presentarlo al Señor. La ley prescribía también que debía presentarse como ofrenda a Dios un cordero, pero si el matrimonio era de escasos recursos, como el caso de María y José, se podían presentar dos tórtolas o pichones de palomas.

         Ahora bien, lo que debemos considerar, a la luz de la fe, es que ni Jesús tenía necesidad de ser presentado para ser consagrado, ni la Virgen tenía necesidad de ninguna purificación. Jesús no necesitaba ser consagrado, porque Él, siendo Hijo de Dios encarnado, estaba consagrado al Padre desde el primer instante de la Encarnación; a su vez, la Virgen no necesitaba ninguna purificación, porque Ella es la Pura e Inmaculada Concepción; sin embargo, como eran observantes de la ley, llevan a Jesús al templo.

         Otro aspecto a considerar es que, a esta fiesta litúrgica, se la llama también “Candelaria”, porque se asistía con velas encendidas y eso es para representar a Jesús, que es Luz Eterna y Luz del mundo, como dice el Credo: “Dios de Dios, Luz de Luz”; es decir, Jesús es la Luz Eterna que procede eternamente del seno del Padre, que es Luz Eterna e Increada. Y así como la luz disipa a las tinieblas, así Jesús, Luz Eterna, disipa las tinieblas del alma que lo contempla, concediéndole la gracia de contemplarlo como Dios Hijo encarnado y es esto lo que le sucede a San Simeón: al tomar al Niño Dios entre sus brazos, Jesús lo ilumina con la luz de su Ser divino trinitario y eso explica la frase de Simeón: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo partir en paz, porque mis ojos han contemplado a tu Salvador, luz de las naciones y gloria de Israel”[2]. Como resultado de la iluminación interior por el Espíritu Santo dado por el Niño Dios, Simeón profetiza reconociendo en Jesús al Salvador de los hombres, el “Mesías esperado”, pero también profetiza la dolorosa muerte de Jesús en la cruz, muerte que atravesará el Corazón Inmaculado de su Madre “como una espada de dolor”. Por último, María y José presentan, en realidad, un Cordero, como lo prescribía la ley, pero no un cordero cualquiera, sino al Cordero de Dios, a Jesús, el Dios que habría de ser sacrificado como Cordero Santo en el ara de la cruz para salvar a los hombres con su Sangre derramada en el Calvario.

         La fiesta litúrgica de la Presentación del Señor trasciende el tiempo y llega hasta nosotros: así como Simeón contempló a Jesús, el Cordero de Dios y lo reconoció como al Salvador, así nosotros, al contemplar al Cordero de Dios, Jesús Eucaristía, también debemos reconocerlo como al Salvador, diciendo con Simeón: “Hemos contemplado al Salvador de los hombres y gloria del Nuevo Israel, Jesús Eucaristía, el Cordero de Dios”.



[2] Entre los ortodoxos se le conoce a esta fiesta como el Hypapante (“Encuentro” del Señor con Simeón).

miércoles, 18 de enero de 2023

“Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”

 


(Domingo II - TO - Ciclo A – 2023)

          “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29-34). Mientras Jesús va caminando, Juan el Bautista, que lo ve pasar, lo señala y lo nombra con un nombre nuevo, jamás pronunciado hasta entonces: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. El Bautista llama a Jesús “Cordero”, pero no un cordero cualquiera, sino “el Cordero de Dios”, y esto no solo porque Jesús es manso y humilde como un cordero -la mansedumbre y la bondad es el aspecto característico del cordero-, sino porque Jesús es la Humildad, la Mansedumbre y la Bondad Increadas, desde el momento en que Él es la Segunda Persona de la Trinidad y, en cuanto tal, contiene en Sí mismo todas las perfecciones y virtudes posibles, en grado infinito y perfectísimo y la bondad, la mansedumbre y la humildad, son virtudes en sí mismas excelsas y perfectas.

          Al ser Dios Hijo encarnado, Jesús no podía no manifestarse como Cordero, por su humildad, su bondad y su mansedumbre, constituyendo así en su Persona divina encarnada, como la ofrenda perfectísima de sacrificio para honra y gloria de la Trinidad. Jesús es entonces “el Cordero de Dios”, en cuanto ofrenda perfectísima y agradabilísima para la Trinidad, pero también es “Dios hecho Cordero de sacrificio”, es Dios hecho Cordero místico, Cordero de sacrificio, de ofrenda por la salvación de los hombres; Jesús es Dios hecho Cordero, sin dejar de ser Dios, Cordero que derramará su Sangre Preciosísima en el ara del Calvario, el Viernes Santo, para concedernos, con su Sangre derramada, no solo el perdón de los pecados, sino también y ante todo, la vida divina de la Trinidad, la vida misma del Acto de Ser divino trinitario, para que purificados de nuestros pecados por medio de su Sangre Preciosísima, seamos convertidos en hijos adoptivos de Dios, en herederos del Reino de los cielos, en templos vivientes del Espíritu Santo, en altares de Jesús Eucaristía. Pero la Sangre del Cordero, al ser derramada sobre nuestras almas por el Sumo y Eterno Sacerdote, Cristo Jesús, nos asimila a Él y nos convierte en imágenes vivientes suyas, destinadas a ser, como Él, víctimas de oblación para el sacrificio perfecto para la Trinidad, es decir, somos convertidos, por la Sangre del Cordero, en víctimas en la Víctima por excelencia, el Cordero de Dios, Cristo Jesús.

          “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, dice el Bautista al ver pasar a Jesús. Como Iglesia, como miembros de la Iglesia, también nosotros, al contemplarlo en la Eucaristía, adoramos a Cristo Dios y le decimos: “Jesús, Tú en la Eucaristía eres el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Y luego de adorarlo, pedimos la gracia de unirnos a su Santo Sacrificio, para ser sacrificados, como Él, en el ara de la Cruz, por la salvación de los hombres, nuestros hermanos. Si somos fieles a la gracia recibida en el Bautismo sacramental, gracia por la cual fuimos incorporados al Cordero de Dios en su Cuerpo Místico, también de nosotros se podrá decir: “Éstos son los corderos de Dios que, purificados por la Sangre del Cordero, siguen al Cordero adonde Él va”. Y como el Cordero de Dios va a la Cruz, a ofrendar su vida en el Calvario, también nosotros, corderos en el Cordero, debemos seguirlo por el Via Crucis, el Camino Real de la Cruz, el Único Camino que conduce a algo infinitamente más hermoso que el Reino de los cielos, el seno eterno de Dios Padre.

sábado, 14 de agosto de 2021

“Mi Carne es verdadera comida y mi Sangre es verdadera bebida”

 


(Domingo XXI - TO - Ciclo B – 2021)

         “Mi Carne es verdadera comida y mi Sangre es verdadera bebida” (Jn 6, 55. 60-69). Cuando Jesús se auto-revela como “verdadera comida” y “verdadera bebida”, muchos de los judíos se escandalizan de sus palabras: “Al oír sus palabras, muchos discípulos de Jesús dijeron: “Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?”. Es decir, los judíos se escandalizan porque como consideran a Jesús como al “hijo de José y María”, que “ha vivido con ellos desde que nació” y que “conocen a sus parientes”, no pueden comprender de qué manera Jesús les diga que su carne es “verdadera comida” y su sangre “verdadera bebida”. Piensan que Jesús los está instando a cometer una especie de canibalismo, que los está incitando a que literalmente se alimenten de su cuerpo todavía no glorificado y de su sangre, tampoco glorificada todavía. De ahí el escándalo de los judíos y la expresión que utilizan: “Son duras estas palabras”, como diciendo: “¿Cómo puede ser que tengamos que comer la carne del hijo del carpintero y beber su sangre”.

Lo que debemos entender es que lo que les sucede a los judíos es que ven a Jesús humanamente, con la sola luz de su razón y todavía no glorificado; lo ven como a un hombre más entre tantos, como al “hijo del carpintero” y no como al Hombre-Dios, que debe sufrir su misterio pascual de Muerte y Resurrección para así donar su Carne y su Sangre como alimento celestial en la Sagrada Eucaristía. En otras palabras, los judíos se escandalizan porque consideran que la carne de Jesús y su sangre, ofrecidos por Él como “verdadera comida” y “verdadera bebida”, son el cuerpo y la sangre de Jesús antes de ser glorificados, es decir, antes de pasar por el misterio salvífico de Pasión, Muerte y Resurrección, es decir, antes de ser glorificados. La realidad es que cuando Jesús dice que su carne es “verdadera comida” y su sangre es “verdadera bebida”, está hablando de su Cuerpo y de su Sangre ya glorificados, como habiendo ya pasado por el misterio pascual de Muerte y Resurrección, Resurrección por la cual habría de glorificar su humanidad. La Carne de Jesús y su Sangre, se convierten en verdadera comida y en verdadera bebida cuando Jesús muere en la cruz y luego resucita con su Cuerpo glorificado y luego, cuando la Iglesia renueva sacramentalmente su Pasión y Resurrección, al consagrar el pan y el vino y convertirlos, por el milagro de la transubstanciación, en el Cuerpo y la Sangre de Jesús.

Es decir, cuando la Iglesia Católica, luego de la transubstanciación –transubstanciación que se produce cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración, “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, ostenta la Eucaristía y dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, está ofreciendo la Carne de Jesús, su Sagrado Corazón glorificado y está ofreciendo en el Cáliz su Sangre, glorificada. Es entonces a través de la Santa Misa y por el milagro de la transubstanciación que la Iglesia no sólo repitiendo las palabras de Jesús, sino que da cumplimiento a estas palabras y ofrece a los fieles bautizados la Carne y la Sangre glorificadas de Jesús, en la Sagrada Eucaristía. Es en la Santa Misa en donde se cumplen, en la realidad y en el misterio sacramental, las palabras de Jesús dichas a los judíos: “Mi Carne es verdadera comida y mi Sangre es verdadera bebida”.

“Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Con esta frase, Jesús anticipa y profetiza acerca del don de la Eucaristía, que es su Cuerpo y su Sangre, ya glorificados y es esto lo que la Santa Iglesia Católica ofrece a los hijos de Dios, cada vez que celebra la Santa Misa. Sin embargo, al igual que muchos judíos se escandalizaron y se apartaron de Jesús, manifestando que esas palabras eran “duras”, hoy también, en la Iglesia Católica, en el seno del Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados, hay muchos que se apartan de Jesús, porque para recibir la Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre de Jesús, el Cordero de Dios, debemos apartarnos del mundo anticristiano y del pecado. Muchos católicos, cuando se les enseña que la Eucaristía no es una “cosa”, sino la “Carne y la Sangre” del Cordero de Dios, Cristo Jesús y que deben dejar el mundo y la vida de pecado para recibirlo, repiten con los judíos: “Son duras estas palabras, ¿quién las puede creer? Mejor me quedo en el mundo y me aparto de Cristo, porque no quiero comer su Carne ni beber su Sangre, prefiero el mundo y el pecado”. Y así, apartados de la Eucaristía, se apartan –muchos, para siempre-, del Reino de Dios.

 

jueves, 22 de abril de 2021

“Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que crea en mí no siga en tinieblas”

 

“Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que crea en mí no siga en tinieblas” (Jn 12, 44-50). De esta afirmación de Jesús, se siguen dos verdades espirituales, sobrenaturales: por un lado, Él es luz; por otro lado, quien no cree en Él, está en tinieblas. Si esto es así, podemos preguntarnos: ¿de qué luz y de qué tinieblas habla Jesús? Cuando Jesús se refiere a Sí mismo como “luz”, no está hablando, obviamente, de una luz creada –la luz del sol, la del fuego, la artificial-, pero tampoco está hablando de modo metafórico: Jesús es Luz, en el sentido más pleno y completo de la palabra, porque Él es Dios y Dios es Luz, pero no una luz creada, sino una luz celestial, divina, sobrenatural, eterna, que brota de su Ser divino trinitario como de una fuente inagotable, eterna y divina. Es por esta razón que Jesús, que es el Cordero de Dios, es la “Lámpara de la Jerusalén celestial”, es la Luz que ilumina a los ángeles y santos en el Reino de Dios. En el Reino de los cielos no hay un sol creado, como en nuestro sistema planetario, sino que el sol, por así decirlo, que ilumina a los espíritus bienaventurados, es el mismo Dios Uno y Trino. Es por esto que uno de los nombres de Jesús es el de “Sol de justicia”, porque Él, el Cordero de Dios, es la Lámpara de la Jerusalén celestial. En cuanto Dios, entonces, Jesús es Luz, pero es una luz particular: es una luz viva, porque es la Luz eterna del Ser divino trinitario y comunica de esa vida divina a todo aquél que es iluminado por esta luz. Por esta razón, quien se acerca con humildad y se postra en adoración ante Cristo crucificado o ante Cristo Eucaristía –y mucho más si lo recibe en la Sagrada Comunión-, es iluminado por esta Luz divina que es Cristo Jesús.

La otra verdad que se deriva de la afirmación de Jesús es que todos los hombres, de todos los tiempos, desde Adán hasta hoy y hasta el fin de los tiempos, estamos en tinieblas espirituales, porque todos tenemos el pecado original y el pecado es oscuridad y tinieblas, de ahí la imperiosa necesidad que todo ser humano –independientemente de su raza, de su religión, de su edad, de su condición social- necesita ser iluminado por Cristo y su Luz divina y eterna, para salir de las tinieblas del pecado y también para no ser envuelto por las tinieblas vivientes, los demonios.

“Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que crea en mí no siga en tinieblas”. Quien recibe a Jesús Eucaristía y cumple sus mandamientos, vive iluminado por la luz divina trinitaria del Hombre-Dios Jesucristo.

martes, 14 de enero de 2020

“Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”


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(Domingo II - TO - Ciclo A – 2020)

         “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29-34). Juan el Bautista ve acercarse a Jesús y lo nombra con un nombre nuevo, no dado a nadie hasta ese entonces: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Y luego revela que él sabe quién es Jesús porque el Padre se lo ha dicho: “Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo”. Con esto, Juan traza una clara distinción entre el bautismo que él predicaba y el bautismo de Jesús: él, Juan, predicaba un bautismo de conversión meramente moral y bautizaba con agua; era un bautismo para que el hombre cambiara el corazón y se volviera un poco más bueno, con el objeto de prepararse para la venida del Mesías. Ahora que viene Jesús, viene el Mesías, que es Él y a diferencia de Juan, no bautiza con agua, sino con “Espíritu Santo”.
         ¿Qué quiere decir que bautiza con Espíritu Santo? Por un lado, quiere decir que Cristo es Dios, porque sólo el Hijo, en comunión con el Padre, soplan el Espíritu Santo, es decir, sólo Jesús, junto al Padre, puede insuflar el Espíritu Santo sobre un alma y es en eso en lo que consiste el bautismo del Espíritu Santo. Por otro lado, significa el bautismo en el Espíritu Santo que no es un bautismo meramente moral, porque el bautismo moral, como el de Juan, sólo incide en la voluntad, dejando al hombre en su pecado, tal como estaba antes, solo que ahora con buenas intenciones; el bautismo en el Espíritu Santo significa algo infinitamente más grandioso: por un lado, el Espíritu Santo incide no en la voluntad, sino en el acto de ser de la persona, es decir, en su raíz más profunda y desde allí se extiende a toda la persona; por otro lado, el Espíritu Santo destruye el pecado, expulsa al demonio del alma y vence a la muerte, todo lo cual se consumará con el misterio pascual de muerte y resurrección de Cristo en la Cruz. El Espíritu Santo incorporará y hará partícipes, místicamente, del misterio pascual de Cristo a todo aquel que sea bautizado y ése no sólo recibirá el don de serle borrado el pecado original, de ser sustraído de la acción del demonio, de vencer a la muerte, sino que recibirá la gracia de la adopción filial, por la cual será convertido en hijo adoptivos de dios, hermano de Cristo y heredero del Reino de los cielos. Por esta razón, todo bautizado en Cristo está llamado a dejar las obras de las tinieblas, las obras del hombre terreno y carnal, para vivir la vida de los hijos de Dios, la vida de la gracia, como anticipo de la vida futura en la gloria.
         “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Cada vez que el sacerdote eleva la Hostia consagrada y repite esta frase: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, nos hace recordar a nuestro bautismo, por lo que debe renovar en nosotros el deseo de no solo rechazar el pecado, sino de vivir la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, la vida de los bautizados en la Sangre del Cordero.

jueves, 12 de abril de 2018

“El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra”



"La adoración de la Bestia"

“El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra” (Jn 3, 31-36). Frente a la incomprensión tanto de parte de los judíos como de sus mismos Apóstoles, ante la revelación de su misterio pascual de muerte y resurrección, Jesús revela la causa de porqué eso sucede: porque pertenecen a la tierra y no al cielo y por lo tanto no pueden comprender la Verdad Absoluta de Dios revelada por Él, porque va más allá de la razón, porque es supra-racional. Los judíos –no quieren creer- y los Apóstoles –no entienden lo que Jesús les dice- demuestran, con su rechazo –directo y explícito en los judíos, indirecto e implícito en los segundos- a Jesucristo, por un lado, que sus mentes y sus almas y corazones pertenecen a la tierra, a esta vida, y que a pesar de verlo y escucharlo a Él en persona, siguen pensando con los criterios humanos, sin poder ir más allá de lo que la limitada razón puede ir. En el fondo, tanto los judíos como los Apóstoles, se construyen un Jesús humano: para los judíos, era solo un hombre que blasfemaba al auto-proclamarse Hijo de Dios; para los Apóstoles, es un Maestro, un rabbí, que da hermosas clases de moral y que quiere fundar una nueva religión fuera de la judía, pero aun lo ven como a un hombre. Y todo, a pesar de sus milagros, que prueban que lo que Él dice de sí mismo, que es Dios Hijo, es verdad, porque nadie, si no es Dios, puede hacer los milagros que Él hace. Solo cuando Jesús resucitado sople el Espíritu sobre ellos y “les abra la inteligencia”, sus mentes humanas podrán, por la gracia, participar de la mente divina y así podrán conocer a Dios como Él mismo se conoce. Mientras tanto, son de la tierra, pertenecen a la tierra y solo hablan cosas de la tierra.
“El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra”. Muchos cristianos, en nuestros días –sin importar el lugar que ocupen en la jerarquía de la Iglesia-, muestran la misma actitud de los judíos y de los Apóstoles: piensan con sus categorías humanas, terrenas, y se construyen una religión humana, terrena, con un Jesús humano y terreno. En esta Iglesia no hay lugar para milagros, ni para el Hombre-Dios, ni para su Presencia Eucarística, ni para la Madre de Dios, ni para el Cielo, ni para el Purgatorio, ni para el Infierno, porque sencillamente, todo eso no entra en la categoría de pensamientos de la tierra. Pero “el que es de la tierra, pertenece a la tierra y habla de la tierra”, no es de Dios, no ha nacido del Espíritu de Dios, no pertenece al Cielo y no habla del Cielo y no adora al Cordero de Dios, sino que adora a la Bestia. Ésta es la razón por la cual es imprescindible pedir, insistentemente, la luz del Espíritu Santo, para que ilumine las “tinieblas y sombras de muerte” en las que estamos inmersos, mientras vivamos en esta tierra.

sábado, 13 de enero de 2018

“Éste es el Cordero de Dios”


(Domingo II - TO - Ciclo B – 2018)

“Éste es el Cordero de Dios” (Jn 1, 35-42). Juan el Bautista, que predica en el desierto el bautismo de conversión, al ver pasar a Jesús, lo señala y le da un nombre nuevo: “Éste es el Cordero de Dios”. Hasta ese momento, nadie había llamado así a Jesús. Para los demás, era “el hijo del carpintero”, “el hijo de María”, “uno de nosotros”, pero no “el Cordero de Dios”. ¿Por qué razón Juan el Bautista nombra a Jesús con este nombre nuevo? Ante todo, no es un nombre impuesto por el Bautista, ni por ningún hombre ya que le corresponde a Jesús por conquista y por naturaleza: por conquista, porque Jesús, siendo Dios omnipotente, se comporta sin embargo en la Pasión con toda mansedumbre y humildad, venciendo así a la furia homicida del hombre pecador y del Ángel caído; por naturaleza, porque es Dios en Persona –es la Segunda Persona de la Trinidad- y en cuanto Dios, es la paz en sí misma y es la paz que da al hombre –“Os doy mi paz, no como la da el mundo”- luego de vencer al pecado, a la muerte y al demonio en la cruz. Entonces, por la mansedumbre, la humildad y la paz que brotan de su Ser divino trinitario y se manifiestan en toda su vida terrena y sobre todo en la Pasión, es que Jesús merece el título de “Cordero de Dios”. Pero hay una razón más por la cual es el Bautista el que da este nombre nuevo a Jesús, es que el Bautista está iluminado por Dios Padre, quien lo ilumina con el Espíritu Santo: “Aquél sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo” (cfr. Jn 1, 32) y el que bautiza con el Espíritu Santo es el Cordero de Dios, y esa es la razón por la cual Jesús recibe este nombre de parte de Juan el Bautista.

“Éste es el Cordero de Dios”. El cristiano está llamado, en el desierto de este mundo y de esta vida terrena, a continuar la misión del Bautista y esta misión se cumple cuando, contemplando la Eucaristía e iluminado por el Espíritu Santo, el cristiano exclama: “Éste es el Cordero de Dios”. La Eucaristía es Jesús, el Cordero de Dios, el mismo señalado por el Bautista en el desierto, el mismo Cordero que ofrendó su vida en la cruz por nuestra salvación, el mismo Cordero que, sentado a la derecha del Padre, recibe todo el honor, el amor, la adoración, la gloria y la majestad, por parte de los santos y ángeles, por la eternidad, en el Reino de los cielos.

domingo, 15 de enero de 2017

“Juan vio acercarse a Jesús y dijo: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”


"Juan Bautista predicando"
(Pier Mola)

(Domingo II - TO - Ciclo A – 2017)

“Juan vio acercarse a Jesús y dijo: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29-34). Al ver “acercarse a Jesús”, Juan nombra a Jesús con un nombre nuevo, no dado por nadie anteriormente, llamándolo: “Cordero de Dios”: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Es decir, mientras otros ven en Jesús “al hijo del carpintero”, al hijo de María y José”, Juan ve en Jesús no a un hombre más entre tantos, sino al Cordero de Dios, y el Cordero que viene a “quitar los pecados del mundo”. El nombre nuevo que el Bautista da a Jesús –Cordero de Dios- y la función mesiánica que le atribuye –quitar los pecados del mundo-, no son producto de elucubraciones mentales del Bautista: según la misma Escritura, el Bautista es iluminado por Dios Padre, y es la única explicación plausible para que él vea lo que nadie más ve: ve al Espíritu Santo en forma de paloma descender sobre Jesús, y ve en Jesús al “Hijo de Dios”, es decir, a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Por lo mismo, se puede decir que, para el Bautista, la revelación de Jesús en cuanto Mesías y Cordero de Dios es el fruto de una teofanía trinitaria acaecida en su alma, por don y disposición divina.
Esta es la razón sobrenatural por la cual Juan no tiene ninguna duda acerca de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y acerca de su función mesiánica, pues es Dios Padre –“Aquél que lo ha enviado”- quien le dice quién es Jesús: “(…) el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo’”. Dios Padre envía a Juan; además, Juan ve, en persona, al Espíritu Santo, en forma de paloma, descender sobre Jesús: “Y Juan dio este testimonio: “He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él””; y “el que bautiza en el Espíritu”, no puede ser otro que el Hijo de Dios, Segunda Persona de la Trinidad. De aquí el testimonio sin duda alguna del Bautista, acerca de la divinidad de Jesucristo: “Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios” y acerca de su función mesiánica: ha venido a “quitar los pecados del mundo”.

         “Juan vio acercarse a Jesús y dijo: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Análogamente a Juan, que ve en Cristo no a un hombre más, sino a la Persona del Hijo de Dios, el cristiano, iluminado por la luz de la gracia y de la fe de la Iglesia Católica, ve en la Eucaristía no un pan bendecido, sino al Hijo de Dios, Jesús, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Por eso la misión del cristiano en la tierra, es la misma misión del Bautista: anunciar, en el desierto del mundo, iluminado por la luz de la gracia y de la fe, no sólo que Jesús es Dios Hijo encarnado, sino que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Al igual que el Bautista, que al ver a Jesús no vio en Él a un simple hombre, sino al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, así también, el católico, al ver la Eucaristía, no ve un pedacito de pan bendecido, sino al Hijo de Dios, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, oculto en apariencia de pan. Cada vez que el católico contempla la Eucaristía, debe repetir, junto a Juan el Bautista: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Y adorar a Jesús en la Eucaristía, y amarlo con todas las fuerzas de su corazón.

martes, 13 de septiembre de 2016

Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz


         ¿Por qué los cristianos exaltamos y adoramos la Cruz? Aún más, ¿por qué le decimos “Santa” Cruz? La cruz era, en la Antigüedad, un instrumento de tortura, destinado a los más viles criminales y bandidos; era un signo de advertencia para todos aquellos que osaran sublevarse contra el imperio, y puesto que constituía el castigo y la muerte más cruel, era símbolo de muerte y barbarie. ¿Por qué entonces los cristianos exaltamos y adoramos la cruz?
         La respuesta es que los cristianos no adoramos ni veneramos al madero en sí mismo: no es el madero en sí, sino el Rey Cristo el que es ensalzado en su signo, en su estandarte[1]: adoramos el signo de la Cruz, veneramos la Cruz como signo litúrgico, que desde la Pasión de Cristo, significa el Misterio de la Redención, porque el Cordero se inmoló en la Cruz para nuestra salvación. Adoramos la Cruz porque la Cruz está empapada, impregnada, con la Sangre del Cordero de Dios; es a Cristo Dios, el Hombre-Dios, y a su Sangre Preciosísima, que tiñó el madero de la Cruz, a quien adoramos, exaltamos, veneramos y honramos, y le damos gracias y lo bendecimos, porque por la Santa Cruz, nos redimió, nos libró de nuestros enemigos mortales, el Demonio, el pecado y la muerte, nos concedió la filiación divina y nos abrió las puertas del cielo. Es a Cristo, el Hombre-Dios, el Hijo de Dios Encarnado, la Persona Segunda de la Santísima Trinidad, engendrado eternamente en el seno del Padre, que al encarnarse asumió hipostáticamente, personalmente, la naturaleza humana en el seno purísimo de María Virgen y que al nacer en el tiempo milagrosamente de la Madre de Dios, recibió el Sagrado Nombre de Jesús de Nazareth, a quien adoramos. No adoramos al madero por sí mismo, sino al signo litúrgico de la Cruz, que es Santa porque el que murió en ella, empapándola con su Sangre, es el Dios Tres veces Santo, Cristo Jesús, el Cordero “como degollado”, Cordero que está clavado en la Cruz, que se ha hecho Cruz en la Cruz[2]. Cuando veneramos y adoramos la Santa Cruz, veneramos y adoramos al Señor Jesucristo que triunfó por la Cruz y con su omnipotencia divina transformó el antiguo símbolo de castigo, dolor, desesperación, ignominia y muerte, en signo de triunfo, victoria, alegría, esperanza y gloria y vida eterna[3].
         Estas son las razones entonces por las que adoramos y veneramos la Santa Cruz: porque el Cordero de Dios fue en ella inmolado, y la impregnó con su Sangre Preciosísima, y es esta Sangre Preciosísima, que tiñe el madero de la cruz transformándola de instrumento de tortura en instrumento de redención y salvación eterna, lo que adoramos, veneramos, exaltamos y ensalzamos; es el signo litúrgico de la Cruz lo que adoramos, porque en la liturgia la Cruz se nos manifiesta no ya como el antiguo instrumento de tortura y muerte ideado por los hombres, sino como el signo visible de nuestra redención y de la vida eterna obtenidas para nosotros por Cristo Jesús, porque ya ha sido santificada por el Dios Tres veces Santo, Jesucristo. Mientras el Señor Jesucristo se eleva a las regiones celestes, luego de triunfar en el Monte Calvario, nosotros en la tierra adoramos el signo de la Santa Cruz, empapada con su Sangre Preciosísima y, postrados,  le decimos: “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz, redimiste al mundo”.




[1] Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2, 1964, 244.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

jueves, 21 de julio de 2016

“Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros”


“Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros” (Mt 13,10-17). ¿Qué es lo que desearon ver? El cumplimiento de las profecías mesiánicas: ver al Mesías, el Salvador, el Redentor; ver sus milagros, sus prodigios, pero sobre todo, ver su Santa Faz, ver sus manos curando, multiplicando panes y peces; ver al Salvador resucitando muertos y expulsando demonios; ver al Mesías anunciar el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos y la herencia de la vida eterna.
Muchos justos, que conocían las profecías mesiánicas, desearon vivir en los días del Mesías, pero no pudieron, y en eso consiste la dicha de la que gozan los discípulos.
“Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros”. También en nuestros días, Jesús nos dice las mismas palabras: “Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros”. ¿Qué es lo que vemos? Vemos, con los ojos de la fe, al Redentor, resucitado, glorioso, oculto en el misterio de la Eucaristía; vemos, al Redentor, derramar su Sangre en el cáliz del altar, en la Santa Misa; vemos, al Salvador, derramar su misericordia sobre el alma, cada vez, en el Sacramento de la Penitencia. Vemos, a la Esposa del Cordero, resucitar muertos en el alma, por el pecado mortal, al perdonar los pecados, quitándolos de las almas con la Sangre del Cordero, derramada por medio del Sacramento de la Confesión; vemos, a la Iglesia de Dios, multiplicar no panes y peces, sino la Carne del Cordero de Dios y el Pan Vivo bajado del cielo.
“Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros”. Muchos paganos querrían ver y vivir lo que nosotros vemos por la fe y vivimos en el Amor de Dios, todos los días, y no pueden hacerlo, porque no tienen el don de la fe.

Es por eso que debemos preguntarnos: nosotros, que tenemos el don de la fe, ¿damos gracias a Dios por lo que vemos y recibimos?

jueves, 14 de enero de 2016

“Lo quiero, queda purificado”


“Lo quiero, queda purificado” (Mc 1, 40-45). Jesús cura a un leproso. La escena, real, tiene sin embargo un significado sobrenatural: la lepra es figura del pecado: así como la lepra, provocada por un bacilo, destruye de manera insensible pero progresiva y sin detenimiento, el cuerpo, así el pecado, insensiblemente, destruye la vida del alma, hasta darle muerte final. Al curar al enfermo leproso, Jesús anticipa aquello que hará a nivel espiritual: Él es el Cordero de Dios que, al precio altísimo de su Sangre derramada en la cruz, quitará el pecado del alma del hombre, esa mancha oscura que impregna de malicia y de rebelión contra Dios, a su corazón. Por esto es que, entonces, la curación de la enfermedad corporal –en este caso, la lepra-, no es, de ninguna manera, el objetivo final de la misión de Jesucristo en la tierra y, en consecuencia, tampoco lo es el de la Iglesia. Sin embargo, tampoco es el objetivo final del Verbo de Dios Encarnado, la curación de la enfermedad espiritual, porque si bien Jesús quita aquello que enferma al alma con la desobediencia y la falta de amor a Dios, que es el pecado, y si bien Él es, como lo enseña la Iglesia, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, el hecho de quitar el pecado –un don grandioso, maravilloso e inmerecido para el hombre-, con todo, es sólo el prolegómeno de un don de la Misericordia Divina inimaginable e impensable: el don de la filiación divina, que hace vivir al hombre con la vida nueva de los hijos de Dios. Esto también está anticipado en la curación del leproso: así como el leproso, luego de ser curado, comienza a vivir una vida nueva, la vida sin la enfermedad de la lepra, la vida sana, así también, aquel a quien Jesucristo le quita el pecado, comienza a vivir la vida nueva, la vida de la gracia. Todos nosotros estamos representados en el leproso que recibe la curación y la vida nueva, porque a todos nosotros, Jesucristo nos quita el pecado con su Sangre Preciosísima, derramada en la cruz y vertida en el alma por medio del Bautismo sacramental y el Sacramento de la Confesión, y todos nosotros hemos recibido la vida nueva de la gracia, la vida de los hijos de Dios. Entonces, como el leproso del Evangelio, que “proclamaba a todo el mundo” el don recibido, también nosotros proclamemos al mundo, con el ejemplo de vida, la Divina Misericordia derramada en nuestras almas.

jueves, 10 de diciembre de 2015

“No ha nacido ningún hombre más grande que el Bautista”


“No ha nacido ningún hombre más grande que el Bautista” (cfr. Mt 11, 11-15). Nuestro Señor alaba a Juan el Bautista, pero no tanto por su santidad personal, como por el papel que tan fielmente desempeñó en el plan divino[1]. Él es el puente entre el orden antiguo y el nuevo, entre el Antiguo Testamento y el Nuevo; es el que anuncia el cumplimiento de las profecías mesiánicas; es el que, lleno del Espíritu Santo, señala a Jesucristo y dice: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”; es el que viste con piel de camellos, se alimenta con langostas y predica en el desierto la conversión del corazón para estar preparados para la llegada del Mesías, para su aparición pública; es el que da su vida en testimonio de Cristo Esposo, el Hijo de Dios que se une esponsalmente a la humanidad en la Encarnación.
Es necesario conocer al Bautista, porque todo cristiano está llamado a imitarlo y a participar de su misión: como el Bautista, todo cristiano está llamado a señalar, con la luz y el conocimiento sobrenaturales proporcionados por el Espíritu Santo, a Cristo, diciendo de Él, en su Presencia eucarística: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”; todo cristiano está llamado a vivir austera, sobria y castamente como el Bautista, y a predicar en el desierto del mundo la conversión del corazón, necesaria para recibir la gracia santificante del Verbo de Dios; todo cristiano está llamado a dar su vida, ya sea en el martirio cruento, o en el martirio incruento, diario que significa dar testimonio de fe y de vida cristianos, al igual que el Bautista, testimoniando a Jesucristo, el Verbo de Dios que en la Encarnación se unió nupcialmente a la humanidad, para dotarla con la gracia y la santidad divinas; al igual que el Bautista, que anunció en el desierto al Mesías que habría de aparecer en el mundo, todo cristiano está llamado a anunciar a Cristo Dios, el Mesías, que vino en Belén, que vendrá al fin de los tiempos, en una nube, lleno de poder y de gloria, para juzgar a la humanidad, que viene en cada Eucaristía, oculto en apariencia de pan.





[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, 388.

viernes, 16 de enero de 2015

“Maestro, ¿dónde vives? ‘Vengan y lo verán’”


(Domingo II - TO - Ciclo B – 2015)

         “Maestro, ¿dónde vives? ‘Vengan y lo verán’” (Jn 1, 35-42). Dos discípulos se encuentran hablando con Juan el Bautista; pasa Jesús, y Juan el Bautista dice: “Éste es el Cordero de Dios”. Los dos discípulos, al oír a Juan el Bautista decir que Jesús es “el Cordero de Dios”, siguen a Jesús; Jesús se da vuelta, les pregunta qué quieren, y ellos le dicen: “Maestro, ¿dónde vives?”. Jesús les contesta: “Vengan y lo verán”. Los discípulos van con Jesús y se quedan con Él. Luego, el Evangelio relata que “Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro”; después de estar con Jesús, Andrés va a buscar a su hermano Simón y al encontrarlo, Andrés le dice: “Hemos encontrado al Mesías”, y lo lleva a su vez a Jesús. Al llegar los hermanos, Jesús mira a Pedro y le dice: “Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás Cefas”, que traducido significa Pedro”.
         El Evangelio nos habla acerca del descubrimiento de Jesús en cuanto Mesías y Hombre-Dios, que hace Andrés: primero, escucha hablar de Él como “Cordero de Dios”, cuando Juan el Bautista lo ve pasar y, señalándolo, dice: “Éste es el Cordero de Dios”: en ese momento, la gracia actúa en Andrés, dándole el conocimiento y el amor sobrenaturales de Jesús en cuanto Mesías, en cuanto Hombre-Dios, en cuanto Redentor, en cuanto Cordero de Dios, y no en cuanto el mero "hijo del carpintero"; luego, cuando ya la gracia ha actuado en él y ha puesto en su corazón el deseo de conocer y amar más a Jesús, le pregunta dónde vive, porque quiere conocerlo y amarlo cada vez más: ya no le basta con simplemente verlo pasar y saber que es “el Cordero de Dios”: ahora, en su corazón, arde el deseo de una mayor intimidad con el Mesías, con el Cordero de Dios, y es por este motivo que va detrás de Jesús para preguntarle dónde vive; luego, cuando Jesús le dice: “Vengan y lo verán”, Andrés lo sigue y “se queda un día” con Jesús, significando con esta unidad de tiempo ya sea toda la vida o un período de aprendizaje perfecto (ya que el día completo puede simbolizar ambas cosas). Luego de estar un día con Jesús, recibiendo de Él sus enseñanzas y el Amor de Dios que Jesús, en cuanto Dios Encarnado comunica, Andrés, lleno de la Sabiduría y del Amor divinos que Jesús le ha transmitido, sale en busca de su hermano Simón –quien luego será “Pedro”, el Vicario de Cristo”-, y esto es lógico que así suceda, porque quien se acerca a Dios Encarnado, Jesús, se ve inflamado en su Amor y se ve colmado por su Divina Sabiduría y por lo tanto ve, con toda claridad, que no hay mayor felicidad para el hombre, en esta tierra, que conocer y amar a Dios, a través de su Mesías venido en la carne, Jesucristo, y sabe también, que no se puede acceder al Padre, sino es a través de este mismo Mesías; iluminado por este conocimiento divino y movido por el Fuego de Amor que se ha encendido por la comunión de vida y amor llevada con Jesús, el discípulo –en este caso, Andrés-, sale a buscar a sus hermanos, a sus prójimos, para que ellos también encuentren, conozcan y amen a Jesús, el Mesías, para que encontrándolo, conociéndolo y amándolo, salven sus almas. Es lo que hace Andrés con su hermano Simón: luego de conocer y amar a Jesús, va en busca de Simón, y le dice: “He encontrado al Mesías”, y lo lleva junto a Jesús, para que la dicha y la alegría que él tiene por haber conocido a Jesús, la tenga también su hermano Simón. El Evangelio nos relata, entonces, por un lado, el proceso de conversión del alma, que implica el conocimiento personal de Jesús y el amor a Jesús por parte del cristiano; por otro, nos relata el proceso de la misión, que conduce al cristiano convertido, es decir, al que conoce personalmente y ama a Jesús, porque ha tenido un encuentro personal con Jesús, a misionar, es decir, a llevar la Buena Noticia de la Presencia de Jesús en medio de los hombres; el cristiano que conoce y ama a Jesús, arde en deseos de darlo a conocer, porque ha quedado fascinado con la Presencia divina de Jesús y ha sido encendido en su Amor, y es este Amor de Dios, comunicado por Jesús, el que lo lleva a misionar, es decir, a comunicar a otros la Buena Noticia de la Presencia de Jesús en la Iglesia, en medio de nosotros; es este Amor, dado por Jesús en la intimidad de la oración y de la adoración eucarística, el que lleva al cristiano a comunicar a sus hermanos la Buena Noticia de la Eucaristía como el “Emmanuel”, el “Dios con nosotros”, que quiere dar a todos, sin reservas, el contenido de su Sagrado Corazón Eucarístico, su Amor eterno e infinito.

         Junto a Andrés, entonces, también nosotros le preguntamos a Jesús, desde lo más profundo de nuestro ser, para conocerlo y amarlo cada vez más, para luego darlo a conocer a nuestros hermanos: “Jesús, ¿dónde vives?”. Y Jesús nos contesta: “Ven conmigo, y lo verás: verás que Soy Dios, y como Dios, vivo en el seno eterno del Padre; ven conmigo, y verás que estoy vivo en el seno de la Iglesia, en el altar eucarístico, en la Santa Misa; ven conmigo y lo verás, verás que vivo en el sagrario, en el Santísimo Sacramento del altar, en la Eucaristía; ven conmigo y lo verás, ven a verme allí donde vivo, porque además de vivir en el seno de mi Padre, en la Eucaristía y en el sagrario, quiero vivir en tu corazón”.

viernes, 2 de enero de 2015

“Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”


“Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29-34). Juan el Bautista ve pasar a Jesús y dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Mientras otros ven pasar a Jesús y dicen: “Es el hijo del carpintero” (cfr. Mt 13, 55), Juan el Bautista, en cambio, dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Juan el Bautista ve lo que otros no ven, y lo ve porque está iluminado por el mismo Espíritu Santo, tal como él lo declara: “Y Juan dio este testimonio: “He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo’. Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios”.
Juan ve al Espíritu Santo descender sobre Jesucristo en forma de paloma, y lo ve permanecer sobre Él; es la señal que Dios Padre, que es quien ha enviado a Juan a predicar la Llegada del Mesías, de que Jesús es el Hijo de Dios; a su vez, Juan puede ver al Espíritu Santo, porque él mismo está iluminado por el Espíritu Santo; de otra forma, le sería imposible saber que Jesús es el “Hijo de Dios”, el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” y “el que bautiza en el Espíritu Santo”.

“Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. A imitación del Bautista, que en Jesús ve, no “al hijo del carpintero”, sino al “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, porque está iluminado por el Espíritu Santo, el cristiano, porque está iluminado por la fe de la Iglesia, inhabitada por el Espíritu Santo, al ver la Eucaristía, dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, porque el cristiano ve, con los ojos del espíritu, iluminados por la luz de la fe, lo que el mundo no ve: mientras el mundo ve, en la Eucaristía, solo un poco de pan bendecido, el cristiano ve a Jesús, el Hijo de Dios, el Mesías, que bautiza en el Espíritu Santo, y junto al Bautista, dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Y, al igual que el Bautista dio su vida por la Verdad de Jesús como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, así también el cristiano debe estar dispuesto a dar su vida, testimoniando la Verdad de la Eucaristía: la Eucaristía es Jesús, el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

jueves, 1 de enero de 2015

“Yo no soy el Mesías”


“Yo no soy el Mesías” (Jn 1,19-28). Dice el Evangelista Juan que, “cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: ‘¿Quién eres tú?’, Juan el Bautista “confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: ‘Yo no soy el Mesías’”. Pero luego, ante la insistencia de los enviados de los judíos, Juan el Bautista especifica aún más: él no es “Elías”, ni “el Profeta”, sino “una voz que grita en el desierto: ‘Allanen el camino del Señor’”. También dirá del Mesías que Él bautizará con “Espíritu Santo y fuego”, mientras que él, el Bautista, bautiza solo con agua. Es importante para el cristiano conocer la figura y la misión del Bautista, porque todo cristiano está llamado a imitar y a prolongar, en su vida cotidiana, la figura y la misión del Bautista: al igual que el Bautista, que predica en el desierto, viviendo austera y sobriamente, vistiendo con piel de camello y alimentándose de miel silvestre y de langostas, anunciando al Mesías, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y que bautiza con fuego y Espíritu Santo, así también el cristiano, está llamado a predicar, más que con sermones, con el ejemplo de vida sobrio, austero y casto, en el desierto sin Dios en el que se ha convertido el mundo, que el Mesías, el “Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” ha llegado y está en la Eucaristía, vivo, glorioso y resucitado, y que bautiza con “fuego y Espíritu Santo” en la Iglesia, en el bautismo sacramental, porque en el bautismo sacramental, Jesús infunde el Espíritu Santo en el alma, que es fuego de Amor Divino, quitando el pecado y concediendo la filiación divina.

“Yo no soy el Mesías; soy una voz que grita en el desierto: ‘Allanen el camino del Señor’”. Todo cristiano está llamado a ser otro Bautista, que clame que Jesucristo es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo y que está Presente, vivo, glorioso y resucitado, en la Eucaristía. Y, al igual que Juan el Bautista, que dio su vida testimoniando la verdad de Jesús como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, así también el cristiano, de la misma manera, debe estar dispuesto a dar su vida por la misma verdad; la verdad de Jesús Eucaristía como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

lunes, 22 de diciembre de 2014

“¿Qué llegará a ser este niño?”


“¿Qué llegará a ser este niño?” (Lc 1, 57-66). Los hechos extraordinarios que rodean el nacimiento de Juan el Bautista –el Arcángel Gabriel se le aparece a su padre, Zacarías; su misma concepción es un hecho milagroso, debido a la edad avanzada de sus padres; la recuperación del habla por parte de Zacarías, al momento de nacer el Bautista-, hacen percibir a sus familiares y al pueblo todo que “la mano del Señor estaba en él”, y por eso se hacen esta pregunta: “¿Qué llegará a ser este niño?”.
Y efectivamente, años después, el niño Juan el Bautista, ya convertido en hombre, será llamado por Jesús “el más grande nacido de mujer” (cfr. Lc 7, 28) y las señales de bienaventuranza que se habían cernido alrededor de su nacimiento, se cristalizan y manifiestan de manera concreta en su misión, la misión más importante jamás encomendada a hombre alguno en la tierra, hasta ese momento: señalar la Llegada inminente del Mesías, del Hombre-Dios, a quien sólo él, porque estaba iluminado por el Espíritu Santo, conocía. Nadie más que el Bautista conocía al Mesías, que estaba ya en medio de los hombres, pero mientras para los demás Jesús era solo “el hijo del carpintero” (Mt 13, 55), uno más del pueblo, “que ha crecido entre nosotros” (cfr. Mt 6, 3), para el Bautista, iluminado e ilustrado por el Espíritu Santo, Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, el Cordero de Dios, que ha venido a este mundo para cargar sobres sus espaldas los pecados de todos los hombres, llevarlos sobre sus espaldas, lavarlos con su Sangre derramada en la cruz, y dar así cumplimiento al plan de salvación del Padre para toda la humanidad. Esta es la razón por la cual el Bautista, al ver pasar a Jesús, lo señala y dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo” (Jn 1, 29). Luego, el Bautista sellará con el martirio (cfr. Mt 14, 1-12) este privilegio de anunciar al mundo que Jesús no es un hombre cualquiera, sino Dios Hijo encarnado, venido en carne para salvar a los hombres, para quitar sus pecados y concederles la filiación divina al precio del derramamiento de su Sangre en la cruz. 
Juan el Bautista muere martirialmente en testimonio de la Verdad de Jesucristo como Hombre-Dios y como Cordero de Dios y de esa manera imita a Jesucristo que en la cruz es el Rey de los mártires, pero más que imitarlo, es el mismo Jesús quien lo hace partícipe de su muerte cruenta y martirial. La muerte cruenta del Bautista es la coronación de su vida ofrendada como un don al Cordero y en virtud de este testimonio y como glorioso corolario de las señales recibidas antes de su nacimiento, el Bautista reina ahora, junto al Cordero “como degollado” (Ap 5, 6), por los siglos sin fin.
“¿Qué llegará a ser este niño?”. Puesto que todo cristiano está llamado a imitar al Bautista, de todo cristiano debería también decirse lo mismo, el día de su bautismo, pero no para obtener una respuesta mundana, es decir, no para escuchar decir: “este niño será grande al estilo mundano, porque tendrá títulos y honores mundanos”. De todo cristiano se debe hacer esta pregunta, porque al igual que el Bautista, su nacimiento por la gracia, el día del bautismo, también está signado por señales sobrenaturales; no por apariciones de arcángeles, ni por signos sensibles, ni cosas por el estilo, sino por la llegada de la gracia santificante al alma, que le quita el pecado original, la sustrae del poder del Príncipe de este mundo, el Ángel caído, le concede la filiación divina y convierte su cuerpo y su alma en templo y morada de la Santísima Trinidad, de manera tal que el cristiano, en el momento de su bautismo, es alguien más grande todavía que el Bautista, y llamado a una misión todavía mayor, que es la de señalar a Jesús en la Eucaristía para proclamar su Presencia real, porque mientras el mundo ve en la Eucaristía solo un poco de pan bendecido, el cristiano, iluminado por el Espíritu Santo, debe decir, repitiendo las palabras del Bautista: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Y, al igual que el Bautista, debe estar dispuesto a dar la vida por esta Verdad y por el anuncio de esta Verdad al mundo. A esta gran misión está llamado todo cristiano que se bautiza. Esta es la razón por la cual, cuando alguien pregunte, al ver bautizar a un niño: “¿Qué llegará a ser este niño?”, la respuesta debe ser: “Será el que proclame con su vida y con su sangre que Jesús en la Eucaristía es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.


viernes, 12 de diciembre de 2014

“Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor”


(Domingo III - TA - Ciclo B - 2014 – 2015)
         “Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor” (Jn 1, 6-8. 19-28). Juan el Bautista dice de sí mismo que “no es el Mesías”, sino “una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor”. El Bautista no es el Mesías, sino la voz que anuncia la llegada del Mesías; bautiza con agua, porque el Mesías habrá de bautizar con el Espíritu Santo; predica una conversión meramente moral, porque el Mesías predicará la conversión radical, profunda, la conversión que obra la gracia santificante, donada por Él en Persona. El Bautista es el Precursor, es el que señala con el dedo a Jesús que pasa, y mientras los demás ven en Jesús al “hijo del carpintero”, al “hijo de José”, a “uno de nosotros, un vecino más del pueblo, criado entre nosotros”, el Bautista, iluminado por el Espíritu Santo, ve lo que los demás no ven, y dice de Jesús: “Éste es el Cordero de Dios” (Jn 1, 29). El Bautista prepara el camino para la llegada del Mesías y para hacerlo, se aparta del mundo, deja de vivir mundanamente, como modo de advertir que la figura de este mundo está ya por desaparecer, porque el Dios Eterno, encarnado en el Mesías, viene ya de modo inminente, y es por eso que el Bautista viste con piel de camello y se alimenta de langostas y de miel y habita en el desierto, porque con su modo austero y sobrio de vivir, está diciendo a sus compatriotas, que el aevum actual, está por ser suplantado por la Nueva Era del Mesías; les está diciendo que, con la llegada del Mesías, finaliza el tiempo humano y comienzan los Últimos Tiempos de la humanidad, porque el Mesías, que es Dios Eterno, dará fin al tiempo y a la historia humana, para conducir a los hombres que se dejen salvar por Él, a la eternidad beata, feliz, en su compañía. Juan el Bautista es el Precursor, no es el Mesías; es quien anuncia que el Mesías ya viene y viene para salvar a quienes lo acepten como a su Señor y Redentor y viene para juzgar a quienes no lo acepten como a su Señor y Redentor, porque el Mesías es el Rey de cielos y tierra; el Bautista bautiza con agua, pero el Mesías bautiza con el Espíritu Santo, porque el Mesías es Dios Hijo Encarnado, y tanto como Hombre, que como Dios, espira el Espíritu Santo, y por eso es el Dador del Espíritu Santo, y es el que, junto con el Padre, infunde el Espíritu Santo en el alma, quitando los pecados, concediendo la filiación divina, infundiendo el Amor de Dios en el alma y convirtiendo al alma en morada de la Santísima Trinidad y ésa es la razón por la cual el Bautista dice que él “no es digno ni siquiera de desatar la correa de sus sandalias”. La misión del Bautista es anunciar la Llegada del Mesías, pero ese anuncio se pagará con su propia vida, porque quedará sellado el anuncio con el martirio, cuando el Bautista sea decapitado y ofrende su vida por el Cordero de Dios, el Mesías Salvador del mundo.
         “Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor”. Es importante para el cristiano conocer a Juan el Bautista, porque todo cristiano tiene la misma misión del Bautista; todo cristiano está llamado a ser una imitación del Bautista, en medio del desierto sin Dios en el que se ha convertido el mundo moderno; el mundo de hoy es un desierto árido, seco, sin vida, porque el hombre ha expulsado al Dios Viviente y Autor de toda vida y sin Dios, el mundo no tiene vida y por eso el mundo de hoy es un mundo dominado por la “cultura de la muerte”, en donde el aborto, la eutanasia y las guerras injustas, que acaban con miles de vidas inocentes, todos los días, son moneda corriente. El cristiano debe imitar a Juan el Bautista y debe señalar, con la fe de la Iglesia, que el Mesías, Jesucristo, el Hombre-Dios, ya ha venido por Primera Vez, y que ha de venir por Segunda Vez, en la gloria, al fin de los tiempos, para juzgar al mundo y para instaurar su Reino de paz, de justicia y de amor y debe proclamar esa Segunda Venida, más que con discursos, con obras de misericordia, corporales y espirituales, con penitencias y con ayunos, mostrando al mundo la alegría del Evangelio, llevando el Amor de Cristo a los más necesitados.

Pero mientras tanto, entre la Primera y la Segunda Venida, hay una Venida Intermedia de Jesucristo, que se cumple en la Iglesia, por el misterio litúrgico de la Santa Misa, y es la Venida Eucarística, la cual también debe ser anunciada por el cristiano al mundo, porque en cada Santa Misa, Jesús, el Cordero de Dios, actualiza el Santo Sacrificio de la cruz y por la Transubstanciación, las substancias del pan y del vino, se convierten en su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, de manera tal que, quien asiste a la Santa Misa, asiste al Calvario, al Santo Sacrificio de la cruz, renovado de modo incruento y sacramentalmente, por el poder del Espíritu Santo, que actúa a través de las palabras de la consagración, pronunciadas por el sacerdote ministerial. El cristiano, entonces, tiene como misión, en esta vida, señalar la Eucaristía y, a imitación del Bautista, decir, iluminado por el Espíritu Santo, y con la fe de la Iglesia: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, y estar, al igual que el Bautista, dispuesto a dar la vida por esta verdad, porque mientras el mundo ve solo un poco de pan bendecido, el cristiano ve, en la Eucaristía, a Jesucristo, Dios Hijo Encarnado, que derramó su Sangre en la cruz por la salvación de la humanidad. Por esta Verdad dio su vida el Bautista y por esta Verdad está llamado a dar su vida todo cristiano.