domingo, 27 de diciembre de 2020

“Vieron al Niño con María, su Madre y cayendo de rodillas lo adoraron (…) y le ofrecieron sus dones: oro, incienso y mirra”

 


(Domingo II - TN - Ciclo B – 2021)

         “Vieron al Niño con María, su Madre y cayendo de rodillas lo adoraron (…) y le ofrecieron sus dones: oro, incienso y mirra” (Mt 2, 1-12). Los Reyes Magos, guiados por la Estrella de Belén, se dirigen hacia el Portal de Belén con la intención explícita de adorar al Niño, a quien llaman “rey”: “Venimos a adorar al Rey”. Una vez que se encuentran delante del Niño y su Madre, la Virgen, según el relato del Evangelio, se postran en adoración ante el Niño y luego de adorarlo le ofrecen los dones que le habían traído: oro, incienso y mirra. Teniendo en cuenta que la Sagrada Escritura es, además de un libro religioso, un libro de historia –lo cual significa que los hechos relatados son reales y no ficticios, ni simbólicos, ni metafóricos-, la escena de la Adoración de los Reyes Magos nos revela datos sobrenaturales –sobrenatural indica que viene del Cielo, que no es una acción originada en los hombres ni en los ángeles- que no se encuentran explícitamente narrados, pero que no por eso no son reales.

         Uno de los datos sobrenaturales es la Estrella de Belén. La Estrella de Belén, una verdadera estrella en el sentido de ser un cuerpo espacial brillante que puede ser localizado en el firmamento, es prefiguración de la Virgen Santísima, porque Ella es la Estrella de Belén espiritual y celestial, que guía a las almas hasta su Hijo Jesús: así como la Estrella de Belén, la estrella cosmológica, que con su brillo condujo a los Reyes Magos hasta donde estaba el Niño Dios, así la Estrella de Belén espiritual, María Santísima, conduce y guía a las almas hasta el Nuevo Portal de Belén, el altar eucarístico, donde se encuentra su Hijo Jesús, en la Eucaristía, donándose a Sí mismo como Pan de Vida eterna.

         Otro de los datos sobrenaturales es la intención explícita de los Reyes Magos de adorar al Niño, tal como ellos mismos lo declaran: “Venimos a adorar al Rey”. Esto indica que sus mentes y corazones han sido iluminados por la luz del Espíritu Santo y que por lo tanto saben que ese Niño nacido en un Portal, en Belén, en Palestina, es Dios Hijo encarnado y no meramente un niño hebreo más entre tantos. De otra forma, no tendría sentido el acudir a adorar a un niño, si este Niño no fuera Dios encarnado.

         Otro dato es el reconocimiento de los Reyes Magos de la reyecía del Niño de Belén: lo llaman explícitamente “Rey” y siendo ellos mismos reyes, y por lo tanto como reyes no deberían someterse a otro rey, sin embargo no sólo lo reconocen como Rey, sino que lo adoran. Es decir, ellos dejan de lado su condición de ser ellos mismos reyes, para postrarse en adoración ante un niño recién nacido: esto no tendría sentido si no tuvieran el conocimiento infuso, sobrenatural, dado por el Espíritu Santo, acerca del Niño de Belén, quien en cuanto Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, es “Rey de reyes y Señor de señores”. Es decir, los Reyes Magos reconocen en el Niño de Belén una reyecía que supera infinitamente cualquier reyecía de la tierra, una reyecía de origen celestial, sobrenatural, que conduce a la adoración a aquel que se encuentre delante del Niño de Belén. Que los Reyes Magos sepan diferenciar entre la reyecía celestial y sobrenatural del Niño de Belén y las reyecías humanas, se comprueba por el hecho de que, por un lado, ellos mismos son reyes, pero hacen caso omiso de la reyecía de ellos, ya que es puramente humana y se postran ante el Niño de Belén, reconociéndolo como “Rey de reyes y Señor de señores”; por otro lado, en cambio, tratan de igual a igual con Herodes, quien también es rey, pero los Reyes Magos no se postran ante Herodes, porque saben distinguir bien que la reyecía de Herodes es humana y que Herodes mismo es humano, como ellos y por eso no se postran ante él ni lo adoran, como sí lo hacen ante el Niño Jesús.

         Otro dato sobrenatural son los dones que los Reyes Magos traen al Niño: oro, incienso y mirra. Además de ser los dones en sí mismos un reconocimiento explícito de la condición del Niño de Belén de ser Rey de reyes y Señor de señores, los dones tienen un sentido sobrenatural: así, el oro representa la adoración del hombre ante Dios, esto es, el reconocimiento, por parte del hombre, de ser “nada mas pecado”, delante de Dios; la adoración implica que el hombre se anonada, pero no por un gesto de condescendencia del hombre hacia Dios, como si el hombre hiciera un gesto de humildad que Dios debiera reconocer, al reconocerse el hombre como “nada”, sino que la adoración es lo que corresponde a la realidad ontológica del hombre frente a Dios: el hombre es “nada” ante Dios, porque Dios es el Acto de Ser Purísimo y Perfectísimo que crea el ser del hombre; en otras palabras, sin Dios Trinidad, el hombre no tiene el ser y es esto lo que significa que sea “nada” delante de Dios, porque el ser participado y creado que tiene el hombre, lo tiene por el infinito Amor de Dios, que de la nada lo trae al ser y del ser a la existencia. En la adoración está implícito también el auto-reconocimiento del hombre de ser no sólo “nada” ante Dios, sino que es “nada mas pecado”, porque desde Adán y Eva, todo hombre nace con el ser, pero privado de la gracia y contaminado con el pecado original. El oro, entonces, representa la adoración que el hombre debe a Dios Uno y Trino, por el solo hecho de ser Dios lo que Es: Dios de infinita santidad, bondad, sabiduría, poder y justicia.

El incienso donado por los Reyes Magos al Niño Dios representa la oración, es decir, la elevación del alma hacia Dios Trinidad: sin la oración, el alma perece, porque por la oración el alma entra en contacto con Dios y Dios lo hace partícipe de su Vida divina, de modo que el hombre, si no hace oración, está muerto espiritualmente hablando, porque no recibe la Vida de Dios; en cambio, si hace oración, está vivo, pero no solo con su vida natural humana, sino vivo con la Vida divina, de la cual la oración lo hace partícipe.

La mirra donada por los Reyes Magos representa a la humanidad, en un doble sentido: por un lado, representa a la Humanidad Santísima del Niño de Belén, que es ungida con el aceite perfumado del Espíritu Santo en el momento de la Encarnación; por otro lado, la mirra representa la humanidad de todos y cada uno de los hombres, que se postran en adoración ante el Cordero de Dios, pidiéndole la gracia de ser ungidos con el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, para que así la humanidad pueda despedir un suave perfume de dulce fragancia, tal como lo hace la mirra cuando se pone en contacto con el fuego.

“Vieron al Niño con María, su Madre y cayendo de rodillas lo adoraron (…) y le ofrecieron sus dones: oro, incienso y mirra”. Pidamos la luz del Espíritu Santo para que, imitando a los Reyes Magos, que reconocieron a Dios Hijo oculto en la Humanidad del Niño de Belén, también nosotros seamos capaces de reconocer a ese mismo Dios Hijo, oculto en la apariencia de pan, en la Eucaristía y, al igual que ellos, guiados por el mismo Espíritu Santo, nos postremos en adoración ante el Niño Dios, Presente en Persona en el Santísimo Sacramento del altar.

Solemnidad de la Epifanía del Señor

 



(Ciclo B – 2021)

         En esta fiesta, la Iglesia Católica en Occidente celebra la revelación de Jesús a los paganos. En efecto, “epifanía” significa “manifestación” y en el sentido que le da la Iglesia, es en relación a la manifestación de Jesús en cuanto Dios, a los hombres. Es decir, Jesús aparecía ante los ojos de los demás, como un hombre más entre tantos –de hecho, sus contemporáneos lo llamaban “el hijo de José, el carpintero”, o “el hijo de María”-, pero en ciertas ocasiones, Jesús se manifestaba exteriormente como lo que Es interiormente, es decir, como Dios Hijo encarnado. Así, por ejemplo, Jesús manifiesta su gloria divina en el Jordán, en el momento de su Bautismo y también lo hace en las bodas de Caná, al convertir el agua en vino, haciendo un milagro que sólo Dios podía hacer y, al poco tiempo de nacer, se manifiesta como Dios a los Reyes Magos. La Epifanía que celebra la Iglesia es, precisamente, esta manifestación divina de Jesús ante los Reyes Magos y es el símbolo del reconocimiento, por parte de los paganos -representados en los Reyes Magos-, de que Cristo es Dios y es el Salvador de la humanidad[1].

         Para entender un poco más la Epifanía, recordemos qué era lo que festejaban los paganos en este día: ellos festejaban un acontecimiento solar, el solsticio de invierno[2], esto es, el simple hecho de que el sol, comenzaba a dar más luz y por lo tanto, más calor, debido a que el invierno comenzaba a disminuir, haciéndose los días más largos y las noches más cortas y también disminuyendo en consecuencia el frío y la oscuridad. En otras palabras, para los paganos era celebrar el mero acontecer de la posición de la tierra en relación al sol, el cual comenzaba a dar más calor y más luz y así en la tierra al mismo tiempo disminuían las tinieblas.

         Es la Iglesia la que le da un sentido real y sobrenatural a esta celebración, ya que la Epifanía que celebra es un acontecimiento no de orden cosmológico, sino sobrenatural, celestial y divino, en el que el Verdadero Sol de justicia, que es Cristo, el Niño Dios nacido milagrosamente en Belén, más que acercarse a la tierra, como lo hace el sol estrella, ingresa en la historia, el tiempo y en la tierra de los hombres; Dios, que es Sol de justicia y Luz y calor de Amor Divino, ilumina a las almas humanas, inmersas en las tinieblas del pecado y les da el calor del Divino Amor a los corazones de los hombres, oscurecidos por el pecado y envueltos en la dureza de corazón, en el odio y en el desamor. Al nacer, el Divino Sol, Jesucristo –que como Dios, es Luz y calor de Amor divinos-, encarnado en la naturaleza humana y apareciéndose como un Niño recién nacido, deja resplandecer la luz de su gloria divina y se manifiesta al mundo, que yacía envuelto en las tinieblas del paganismo y es ese paganismo, al cual se manifiesta Jesús, Luz del mundo, el que está representado en los Reyes Magos. En este sentido, la adoración de los Reyes Magos representa la conversión del mundo pagano y por lo tanto de la oscuridad y tinieblas que caracterizan al paganismo, a la Luz Eterna de Dios que resplandece a través de la Humanidad Santísima del Niño de Belén.

         Así como los Reyes Magos, guiados por la Estrella de Belén, acudieron al Pesebre para adorar a Dios Niño que se manifestaba con la luz de su gloria divina y se postraron ante su Presencia, presentándole en homenaje los dones de oro, incienso y mirra, así nosotros, guiados por la Estrella de Belén viviente, la Virgen María, acudamos al altar eucarístico para adorar a ese mismo Dios hecho Niño, que se manifiesta con la luz de su gloria, a los ojos del alma, en la Eucaristía y nos postremos ante su Presencia Eucarística, presentándole el homenaje de la adoración –representada en el oro-, de la oración –representada en el incienso- y de las obras de misericordia –representadas en la mirra-. Adoremos a Dios en su Epifanía Eucarística, así como los Reyes Magos adoraron a Dios Niño en la Epifanía de Belén.



[2] “Astronómicamente, puede señalar ya sea el comienzo o la mitad del invierno del hemisferio”; cfr. https://es.wikipedia.org/wiki/Solsticio_de_invierno

domingo, 20 de diciembre de 2020

Solemnidad de La Sagrada Familia

 



(Domingo I – TN - Ciclo B – 2020)

         En el mundo postmoderno que nos toca vivir, caracterizado por el ateísmo, el agnosticismo, el gnosticismo, el esoterismo, el materialismo y el relativismo, el hombre se cree en el derecho de re-definir la realidad que lo rodea. Así, por ejemplo, re-define, a través de la ideología de género, lo que significa ser varón y ser mujer, invirtiendo los roles, por ejemplo; o también, redefine lo que es la familia humana, inventando todo tipo de combinaciones posibles y llamándolas a todas “familia”. Sin embargo, hay un solo modelo de familia, aquella constituida por el padre-varón, la madre-mujer y el hijo, fruto de ese amor esponsal. No hay ningún otro modelo de familia y aun cuando el mundo postmoderno invente todo tipo de familia, la única familia es la familia diseñada por Dios Trinidad desde la eternidad y el ejemplo y modelo, para toda familia humana, pero sobre todo para los católicos, es la Sagrada Familia de Nazareth.

Veamos brevemente las razones por las cuales la Sagrada Familia de Nazareth es modelo para toda familia humana. Ante todo, en esta Familia Santa, todos y cada uno de sus integrantes es santo y todos los momentos de esta Familia están santificados y se dirigen, desde la tierra, hacia la eternidad. Es decir, esta Familia, si bien vive en el tiempo y en la historia y en un lugar determinado, Palestina, todos saben que esta vida terrena es pasajera y que es sólo una prueba para llegar a la Vida divina en los cielos, la Vida del Reino de Dios. Por esto, si bien se ocupan de las cosas cotidianas, en esas mismas cosas cotidianas, tienen en la mente y en el corazón el deseo de alcanzar cuanto antes la maravillosa vida del Reino celestial.

El Padre de esta familia es modelo y ejemplo para todo padre de familia que desee ser santo y que desee santificarse en su condición de jefe de familia, de esposo y de padre. Como jefe de familia, San José es trabajador incansable, que procura el pan de cada día para su Esposa y para su Hijo, con su humilde trabajo de carpintero. Para con su Esposa, San José es esposo atento, amable, respetuoso y aunque jamás llevaron vida propiamente marital, puesto que San José era sólo el esposo legal de la Virgen y sólo la trató como un hermano trata a su hermana, fue esposo verdadero en el sentido de que trabajó incansablemente para proporcionarles el pan de cada día y además, en los momentos de peligro, como cuando amenazaron de muerte a su Hijo Jesús, guiado por Dios y su Ángel, fue el que condujo a la Sagrada Familia a Egipto, a un lugar seguro; luego, fue el que la trajo de regreso a Nazareth y ya instalados allí, continuó con la función de esposo legal de María y de Padre adoptivo de Jesús, hasta su muerte. Precisamente, por morir San José entre los brazos de Jesús y María, es el “Patrono de las almas que parten”, es el “Patrono de la Buena Muerte”.

La Madre de esta familia, María Santísima, es modelo y ejemplo para toda madre que desee santificarse, como esposa y como madre. Si bien María Santísima fue, es y será Virgen, porque no hubo relación marital con San José, con quien el trato siempre fue como el de buenos hermanos, la Virgen se comportó siempre como esposa atenta, respetuosa de su esposo, ocupándose de las labores del hogar, teniendo siempre preparada la comida para su esposo que volvía de trabajar, ayudándolo en su tarea de educar a su Hijo Dios, Jesús, y siendo de sostén y apoyo moral y espiritual en los momentos difíciles, como la Huida a Egipto, o como cuando Jesús se extravió tres días en el Templo, en Jerusalén, y proporcionando a San José la alegría de saber que tenía una esposa fiel y santa, además de darle la alegría más grande que una esposa puede dar a su esposo, y es la de dar a luz al Hijo de Dios, Cristo Jesús, para que San José, como Padre adoptivo, lo criara con todo el amor de padre.

El Hijo de esta Familia Santa, Jesús, es la Santidad Increada en Sí misma, es decir, por Él es santo todo lo que es santo: es por sus méritos, logrados en el Santo Sacrificio de la Cruz, que su Madre tuvo el doble privilegio de ser Virgen y de ser Madre de Dios, además de Llena de gracia; es por sus méritos en la Cruz, que su Padre adoptivo en la tierra, San José, tuvo la gracia de ser un varón santo, casto y justo. El Niño Jesús es el modelo para todo niño y para todo joven que desee santificarse cumpliendo el Cuarto Mandamiento: “Honrarás padre y madre”, porque el Niño Jesús, aun siendo Dios Hijo como era, vivió sujeto a la autoridad de sus padres terrenos, la Virgen y San José, siendo modelo ejemplar en la obediencia a sus padres y en toda clase de virtudes, sin darles nunca ni el más ligero motivo de tristeza o desencanto. El niño o joven que desee ser santo en su condición de hijo, no tiene más que hacer que contemplar al Niño Jesús e imitarlo en su trato diario con sus padres terrenos, la Virgen y San José.

Por todos estos motivos, la Sagrada Familia de Nazareth no sólo es el único modelo posible de familia para la humanidad entera, sino también el único modelo de santidad y además de modelo, Fuente de santidad para toda familia que desee ser santa.

Octava de Navidad 7

 



(Ciclo B – 2020)

         En la Navidad, la Iglesia exulta por el Nacimiento de Dios Hijo encarnado, que ingresa desde la eternidad en un pobre Portal de Belén. Se alegra ante todo su Madre, la Virgen Santísima, que es Virgen y es Madre de Dios; se alegra su Padre adoptivo, San José, varón casto, puro y santo; se alegran los Pastores, que acuden a adorar al Niño que está recostado en un pesebre, porque ese Niño es Dios y es el Salvador de los hombres. Por el Nacimiento del Niño Dios, se alegra la Iglesia, se alegra la Virgen, se alegra San José, se alegran los Pastores. Pero hay un grupo más –y muy numerosos- de seres que se alegran por el Nacimiento del Salvador: los Ángeles de Dios. En efecto, los Ángeles, los que permanecieron fieles a Dios y su voluntad de Amor, se alegran en el Cielo, porque en el Cielo contemplan cara a cara a Dios Uno y Trino, que es Alegría Infinita y Causa de toda alegría creada y participada. Desde el Nacimiento, los Ángeles de Dios seguirán adorando a Dios, pero ahora oculto en la naturaleza humana, en el cuerpo humano de ese Niño que se llama Jesús y además de seguir adorándolo en la tierra, los Ángeles de Dios se alegran porque su Dios, el Dios al que adoran en los Cielos, se ha encarnado y ha nacido y se manifiesta a los hombres como un Niño recién nacido. Los Ángeles de Dios se alegran porque El que es la Alegría Increada en sí misma, Dios infinito, se ha encarnado y ha nacido en un pobre Portal de Belén: se alegran por Dios en Sí mismo, porque Él es, como hemos dicho, la Alegría Increada en sí misma, pero los Ángeles se alegran también por los hombres, porque si Dios se ha encarnado y ha nacido y ha venido al tiempo y a la tierra de los hombres, como un Niño recién nacido, es para comunicar a los hombres la Buena Noticia de la Salvación, porque ese Niño, cuando sea ya adulto, subirá a la Cruz del Calvario para extender sus brazos en la Cruz y vencer para siempre a los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, el Pecado y la Muerte. Y no sólo eso: Dios, que ha nacido como un Niño, y que vence en la Cruz a los enemigos mortales de los hombres, en un exceso de Amor de su Corazón misericordioso, concederá a los hombres la gracia divina, la cual los hará participar de su naturaleza divina, de su ser divino trinitario, de su vida divina y de su alegría divina. A partir del Nacimiento del Niño Dios, los hombres tienen un verdadero motivo de alegría celestial y es que ha nacido el Redentor, quien luego de derrotar a los enemigos de la humanidad, conducirá a los hombres al Reino celestial, en donde los amigos e hijos de Dios gozarán de la Alegría de contemplar a la Trinidad por toda la eternidad. Por esto es que se alegran los Ángeles de Dios, al contemplar al Niño de Belén.

Octava de Navidad 6

 



(Ciclo B – 2020)

         Una de las características que presentan los principales protagonistas del Pesebre de Belén -el Niño, la Madre y el Padre-, es que todos son reyes o descendientes de reyes. En efecto: el Niño, que es Dios Hijo, es Rey de cielos y tierra; su padre adoptivo, San José, desciende de linaje real, del linaje de David; la Virgen, que es también Reina de cielos y tierra, es descendiente de linaje terrenal. Por lo tanto, podríamos suponer que siendo los tres miembros de la Sagrada Familia reyes e hijos de reyes, el Niño Dios podría haber nacido en un palacio magnífico, en un palacio majestuoso, ornamentado con mármoles, piedras preciosas, plata y oro, aunque teniendo en cuenta quien es, Dios Hijo encarnado, un palacio que fuera de oro y sólo de oro, sería para su majestad igual que cenizas y barro. Teniendo en cuenta estas consideraciones, nos preguntamos la razón por la cual Jesús, Rey de cielos y tierra, no nace en un palacio real, o en su defecto, por qué no nace en una de las ricas posadas de Belén, llenas de gente adinerada, bien iluminadas y con abundante espacio y comida, sino que nace en un pobre portal, el Portal de Belén, ubicado en las afueras del poblado y que era en realidad un establo para animales, un buey y un asno.

La razón por la cual nace en el portal y no en un palacio, o que no nazca en las posadas, no es que no se hubiera podido construir un palacio digno de este Rey, ni que en las ricas posadas de Belén no hubiera lugar para la Virgen, San José y el Niño: la razón por la que nace en el Portal de Belén es que el Portal de Belén, oscuro y con animales, es figura del corazón humano sin Dios y con el pecado: así como es el Portal de Belén, así es el corazón del hombre sin Dios y su gracia: oscuro y sometido a las pasiones sin freno, representadas en las bestias irracionales, el buey y el asno. Sin Dios, sin su Amor, sin su gracia, el corazón humano es oscuro, frío, sin amor de caridad, tenebroso y dominado por sus pasiones, que no pueden ser controladas por la razón y así lo dominan por completo, siendo estas pasiones representadas, como dijimos, por el buey y el asno, bestias carentes de razón.

Pero la Presencia de Dios todo lo transforma y es así que el Portal de Belén, oscuro y frío antes del Nacimiento, se ve envuelto en una luz brillantísima, como si brillaran en él miles de soles juntos, cuando el Niño Dios nace; de la misma manera, cuando la gracia entra en el corazón del hombre, el corazón se ilumina con la Luz de Dios y con su Vida y así se convierte, de pobre Portal, en el más rico y esplendoroso palacio. Y de la misma manera a como las bestias –el asno y el buey- luego del Nacimiento, se comportan con toda mansedumbre y se acercan al Niño para darle calor en la fría noche, así las pasiones del hombre, una vez que está la gracia en su corazón, se vuelven mansas y son controladas por la razón iluminada por la gracia. Ésta es la razón entonces por la que el Rey de reyes, el Niño Dios, nace en el pobre Portal de Belén y no en palacio de oro.

Octava de Navidad 5

 



(Ciclo B – 2020)

         La escena del Pesebre de Belén es la escena de un nacimiento: se ve a una joven madre, primeriza; se ve al padre del niño; se ve al Niño recién nacido, acostado en una pobre cuna de madera. Podría decirse que se trata de la escena de un típico nacimiento de hace dos mil años, en un pueblito perdido de Palestina. Esto es a los ojos de la razón y a los ojos del cuerpo, pero la Fe Católica nos dice algo más profundo y misterioso. La Fe nos dice que es un Nacimiento, sí, pero un nacimiento del todo especial, porque es una nueva forma de nacer, desconocida en absoluto por los hombres. El Niño de Belén nace de la Virgen Madre, pero no nace como nacen todos los niños del mundo y no lo puede hacer, porque su Madre es Madre y Virgen y porque Él no es el hijo humano de un padre humano, sino que Él es el Hijo de Dios encarnado; es decir, es Dios Hijo, que nace y aparece como un niño humano, pero es Dios. Y puesto que es Dios, nace como Dios: los Padres de la Iglesia y los santos nos dicen que el Niño Dios nació así como un rayo de sol atraviesa el cristal: de la misma manera a como el rayo de sol deja intacto al cristal, antes, durante y después de atravesarlo, así el Hijo de Dios encarnado, Sol de justicia, al atravesar las paredes del abdomen superior de su Madre, que estaba de rodillas, dejó intacta su virginidad y por eso la Virgen es Virgen antes, durante y después del Nacimiento y seguirá siendo Virgen por toda la eternidad. El Nacimiento del Niño Dios, por lo tanto, fue milagroso y virginal y no podía ser de otra manera, porque Él es Dios Hijo y como tal, no podía nacer sino milagrosa y virginalmente y su Madre, al mismo tiempo, era Virgen y no podía dejar de ser Virgen, además de ser la Madre de Dios.

         Pero hay otro elemento en el Nacimiento que debemos considerar y es que este Nacimiento prodigioso, llevado a cabo en Belén hace dos mil años, se renueva y prolonga, misteriosamente, en cada Santa Misa: el mismo Espíritu Santo que lo condujo al seno virgen de María en Belén, Casa de Pan, para que se encarnara y naciera como Dios Hijo y así entregarse como Pan de Vida eterna en la Eucaristía, es el mismo Espíritu Santo que convierte, por las palabras de la consagración, al pan y al vino en el Cuerpo y la Sangre del Hijo de Dios, Presente en Persona en la Eucaristía, que así se entrega a Sí mismo como Pan de Vida eterna. Por esta razón, tanto la Encarnación como el Nacimiento se actualiza y prolongan, misteriosamente, en cada Santa Misa.

 

Octava de Navidad 4

 



(Ciclo B – 2020)

         Además de sus padres –la Virgen y Madre de Dios, María Santísima y San José, su Padre adoptivo-, los primeros seres humanos que se acercaron al Pesebre de Belén para ver al Niño recién nacidos, fueron los pastores. Estos se encontraban realizando su labor de pastoreo cuando fueron visitados por los ángeles, quienes les avisaron que en el Portal de Belén, recostado en una cuna, se encontraba el Redentor y Salvador de los hombres, Cristo Jesús. Haciendo caso del Anuncio recibido de los ángeles, los pastores fueron hasta la gruta, en donde encontraron al Niño, a su Madre y a su Padre, según les habían dicho los ángeles. Es importante considerar la figura de los pastores, porque ellos tienen mucho para enseñarnos en nuestra Fe: ante todo, no acuden al Pesebre movidos por la curiosidad, ni por mera casualidad, sino que lo hacen obedeciendo al Anuncio de los ángeles, lo cual demuestra que no sólo creían en los Ángeles, sino que también creían en el Mesías, lo cual quiere decir que leían con frecuencia la Palabra de Dios y que estaban atentos a la Llegada del Salvador, todo lo cual demuestra una gran fe en la Palabra de Dios y un gran amor a Dios. Por otra parte, lo que hacen los Pastores, al llegar al Pesebre, es postrarse en adoración ante el Niño Dios, lo cual significa que sus almas están llenas de fe católica: están iluminados interiormente por el Espíritu Santo, de modo que saben y reconocen que ese niño no es un niño más entre tantos, sino el Niño Dios, la Palabra de Dios encarnada, que se manifiesta ante ellos como un Niño, pero es Dios. Es decir, la Palabra de Dios que ellos leían y en la que creían, ahora se encarna en el Cuerpo de un Niño y ellos adoran a la Palabra de Dios encarnada, el Niño de Belén. Los Pastores, entonces, mientras realizan sus tareas cotidianas, reciben, de parte de los Ángeles, el anuncio de que la Palabra de Dios se ha encarnado y se manifiesta a los hombres como un pequeño Niño en el Portal de Belén y acuden presurosos a adorar al Niño de Belén: a imitación suya, también nosotros cumplamos con nuestro deber de estado y, guiados por la Santa Iglesia, acudamos al Nuevo Portal de Belén, el altar eucarístico, para adorar al Redentor de los hombres, Cristo Jesús, que si en Belén se manifestaba a través del cuerpo de un Niño recién nacido, a nosotros se nos manifiesta, con su Cuerpo resucitado, en la apariencia de pan, la Sagrada Eucaristía. Y a ejemplo de los Pastores, también nosotros adoremos a la Palabra de Dios encarnada, Jesús Eucaristía, postrándonos ante su Presencia.

Octava de Navidad 3

 



(Ciclo B – 2020)

         Al contemplar el Pesebre de Belén, vemos a Quien es el personaje central del mismo: el Niño, que yace en una pobre cuna, rodeado de su Madre, de su esposo, de dos animales, un buey y un asno –que proporcionan calor con sus cuerpos-; luego vendrán los pastores y los Reyes Magos, además de un coro de ángeles celestiales. ¿Quién es este Niño del Pesebre? Ante los ojos del cuerpo y ante la luz de la razón humana, aparece como un niño más entre tantos, con la particularidad de que es el primogénito de una madre primeriza y que ha nacido no en un palacio o en una rica posada en Belén, sino en una pobre gruta que, en realidad, es el refugio de los animales que ahora lo rodean, el buey y el asno. Sin embargo, si nos quedamos con sólo los datos que nos proporcionan los ojos del cuerpo y la luz de la razón, nunca podremos ni siquiera acercarnos y mucho menos penetrar en el misterio que se encierra en el Niño de Belén. El Niño de Belén no es un niño más entre tantos otros; es un Niño sumamente especial, porque es Niño-Dios, es decir, es Dios quien, sin dejar de ser Dios, se ha encarnado en el seno virgen de su Madre y ha nacido milagrosamente en el Portal de Belén. En otras palabras, el Niño de Belén es Dios Hijo, es la Segunda Persona de la Trinidad que, por voluntad de Dios Padre y llevado por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, se encarnó en María Santísima y nació milagrosamente en el Portal de Belén, para así dar cumplimiento al plan de salvación de la Trinidad para la humanidad, porque este Niño, siendo ya adulto, habría de subir a la Cruz, para entregar su Cuerpo y su Sangre para la salvación de los hombres. Ese Niño, que abre sus bracitos de niño para abrazar a quien se le acerca, es el mismo Salvador que, en la plenitud de su edad, abrirá sus brazos en la Cruz, para abrazar a todos los que se acerquen a Él, para ser salvados. El Niño de Belén, entonces, es Niño y es Dios: es el mismo Dios Hijo, que en cuanto Dios es Invisible a los ojos humanos, que es adorado en la eternidad, en los cielos y que ahora se encarna y nace de una Madre Virgen, para ser visible a los ojos de los hombres y así poder ser adorado, por los hombres, en la tierra. El Niño-Dios nace en Belén, Casa de Pan, para donarse a Sí mismo como Pan de Vida Eterna en la Eucaristía. Al contemplarlo en el Pesebre, pensemos que ese Niño, que abre sus bracitos para abrazar al que se le acerca, es el mismo Jesús, Dios Hijo, que en la Eucaristía, Pan de Vida eterna, se dona a Sí mismo, con todo el Amor de su Sagrado Corazón, a quien lo recibe con fe, en gracia y con amor.

 

Octava de Navidad 2

 



(Ciclo B – 2020)

         Dentro de las figuras principales del Pesebre de Belén, está la del que parece ser el padre del niño, llamado San José. Es él quien condujo a la Virgen encinta, buscando posadas en Belén; es él quien encontró la gruta, que habría de servir para el Nacimiento de su hijo; es él quien limpió el lugar y luego fue a buscar leña para encender una fogata y así combatir la oscuridad y el intenso frío de la noche. ¿Quién es San José? Ante los ojos de los hombres, aparece como el padre del niño que está recostado en una cuna; sin embargo, la Fe Católica nos dice que San José no es el padre biológico de Jesús, porque así lo revela el Ángel en sueños: “Lo concebido en la Virgen viene del Espíritu Santo”. En otras palabras, San José no es padre biológico de Jesús, sino su Padre adoptivo y terreno, porque el Padre real de Jesús es Dios Padre, que es Quien lo engendró desde la eternidad, en su seno, comunicándole su naturaleza divina. Por eso el niño no es un niño más, sino el Niño-Dios, y no podría ser Niño-Dios si en su concepción hubiera intervenido la obra humana. San José es el varón casto y puro, elegido por Dios Padre, para que compartiera su paternidad en la tierra y fuera en la tierra el Padre adoptivo de Dios Hijo encarnado. Esto se deduce del Anuncio del Ángel a la Virgen: “Concebirás a darás a luz a Dios entre nosotros” y de las palabras del Ángel dichas a San José en sueño: “No temas recibirla, porque el fruto de su concepción proviene del Espíritu Santo”. San José, entonces, es sólo Padre adoptivo de Jesús, a quien Dios Padre lo eligió para que compartiera de su paternidad divina y para que cuidara a su Hijo Dios en la tierra, para que fuera el sustento de la Sagrada Familia de Nazareth. Por otra parte, siendo María Virgen y Madre de Dios, San José fue sólo el esposo meramente legal de la Virgen, lo cual quiere decir que no sólo no intervino, de ninguna manera, en la concepción del Niño de Belén, sino que se comportó, con su Esposa legal, María Santísima, durante su matrimonio, sólo como un hermano. Esto quiere decir que jamás hubo entre ellos trato alguno esponsal, fuera del meramente legal. A los ojos de los hombres San José aparecía como esposo de María y como padre de Jesús, pero era sólo el esposo legal de María, ya que el Esposo real de María era el Espíritu Santo, y era sólo el Padre adoptivo del Niño de Belén, porque el Padre real y verdadero, desde la eternidad, era Dios Padre. Al contemplar a San José en el Pesebre de Belén, pensemos en estos misterios de nuestra Fe Católica y a él, varón casto, justo y puro, le encomendemos nuestras familias.

 

Octava de Navidad 1

 



(Ciclo B – 2020)

         Cuando se contempla el Pesebre de Belén, si se lo mira sólo con los ojos del cuerpo y sólo con la razón humana, se ve a un típico matrimonio hebreo, con su hijo recién nacido, en una pobre gruta de Palestina. A este niño van a visitarlos pastores y también unos Reyes Magos, venidos desde lejos.

         Sin embargo, el Pesebre de Belén no puede nunca contemplarse sólo con los ojos del cuerpo y no puede nunca analizarse con el sólo alcance de la razón humana: es necesario contemplarlo con los ojos del alma, iluminados con la luz de la fe.

         Contemplemos, entonces, a la Madre del Niño. Parece una mujer joven, hebrea, que acaba de dar a luz a su hijo primogénito. Como toda madre, lo envuelve en pañales, lo abraza, le transmite su calor, lo alimenta, lo acuna, trata de hacerlo dormir. ¿Quién es esta Madre, según la Fe Católica? Esta Madre no es una madre más entre tantas: es la Virgen y Madre de Dios; es Virgen, porque hasta la concepción de su Hijo no habitó con ningún hombre y el fruto de su concepción, según las Palabras del Arcángel Gabriel, no es producto de hombre, sino de Dios Padre, quien ha enviado su Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad, para que se encarnara en su seno virgen y esta obra de la Encarnación del Verbo la ha realizado a través de su Amor, el Espíritu Santo.

         De manera que la Madre del Niño no es una madre más entre tantas: es la Virgen y al mismo tiempo, es la Madre de Dios; es la Nueva Eva, es la Mujer del Génesis, que aplasta la cabeza de la serpiente; es la Mujer del Calvario, que acompaña a su Hijo en su agonía y muerte en cruz; es la Mujer del Apocalipsis, revestida de sol, revestida de la gracia divina.

         Al contemplar a la Mujer del Pesebre, la contemplemos con los ojos de la Fe Católica y así contemplaremos no a una mujer hebrea primeriza, que atiende con amor su primogénito, sino que contemplaremos a la Virgen y Madre de Dios que alimenta y acuna, entre sus brazos, a Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios.

jueves, 17 de diciembre de 2020

“La mano de Dios estaba con él”


 

“La mano de Dios estaba con él” (Lc 1, 57-66). El nacimiento del Bautista está acompañado de grandes signos que provocan la admiración de sus contemporáneos y en realidad es así, puesto que el Evangelio lo confirma: “La mano de Dios estaba con él”. La razón por la cual Dios acompaña al Bautista desde su nacimiento es que él ha de ser el último profeta del Antiguo Testamento, que anunciará la Llegada del Mesías: el Bautista es el Precursor del Salvador de los hombres; es el que anuncia a los hombres que la salvación ha llegado en la Persona de Jesús de Nazareth; es el que verá al Espíritu Santo descender sobre Jesús y es el que dará a Jesús un nombre nuevo, jamás dado antes: “el Cordero de Dios”. Por todo esto, el Bautista es alguien especial, no solo por su parentesco biológico con el Redentor, sino ante todo por su misión de anunciar la Llegada en carne del Mesías y de predicar la conversión del corazón para recibir la gracia santificante del Mesías. El Bautista habrá de sellar con su sangre, muriendo mártir por Cristo, por la Verdad que él proclama en el desierto: Jesús, el Hombre-Dios, ha venido en carne y es El que ha de salvar al mundo del pecado, del demonio y de la muerte y es el que ha de conducir a los hombres nacidos de la gracia, al Reino de Dios.

“La mano de Dios estaba con él”. La vida y la misión del Bautista no deben ser algo ausente o distante en la vida del cristiano: por el contrario, el cristiano debe conocer a fondo lo que el Bautista hizo y dijo y conocer también su muerte martirial, porque todo cristiano está llamado a ser un nuevo bautista, que predique en el desierto de la historia y del tiempo humanos la Llegada del Mesías, pero ya no de la Primera, como lo hacía el Bautista, sino de la Segunda Llegada en la gloria; además, el cristiano debe predicar al mundo la Venida Intermedia del Señor Jesús, su descenso desde los Cielos a la Eucaristía, en la Santa Misa, por el milagro de la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Cordero. Y, al igual que el Bautista, el cristiano católico debe estar dispuesto a derramar martirialmente su sangre, en testimonio de la Venida Eucarística del Señor y en testimonio de su Segunda Venida en la gloria.

 

Santa Misa de Navidad

 



(Ciclo B - 2020 – 2021)

“En el principio era el Verbo (…) el Verbo era Dios (…) el Verbo era la Vida y la Luz (…) y el Verbo habitó entre nosotros” (Jn 1, 1-5. 9-14). Podemos decir que en estas pocas palabras, el Evangelista Juan nos describe la esencia, el fundamento y la razón de ser de la Navidad. ¿Por qué razón? Porque el Evangelista Juan describe a Jesús de Nazareth, el Hombre-Dios, que al nacer en Belén es, obviamente, el Niño Dios; es decir, la descripción que Juan Evangelista hace de Jesús adulto, es la descripción que le corresponde a Jesús siendo Niño recién nacido, en Navidad. Y así como Jesús de Nazareth es un misterio incomprensible e inaferrable a los ojos y a la razón humana, así lo es el Niño de Belén; por esta razón, la escena de Belén tiene que ser contemplada, meditada y reflexionada a la luz del Principio del Evangelio de Juan que, si bien lo dijimos, se refiere a Jesús adulto, se aplica obviamente a Jesús recién nacido en el Portal de Belén. La razón por la cual la Navidad no se comprende o, mejor dicho, la razón por la cual los cristianos viven una navidad pagana y no cristiana, es debido a que se mira la escena de Belén con ojos y razón humana y no con los ojos del alma iluminados por la luz de la gracia.

Al contemplar al Niño de Belén, contemplamos un Niño humano recién nacido: sin embargo, ese Niño humano ya era desde la eternidad, porque fue engendrado, no creado, desde toda la eternidad, desde el seno del Padre y por eso este Niño es la Palabra de Dios y es Dios que se auto-revela en su Palabra: “En el principio ya existía aquel que es la Palabra, y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios”.

Vemos un Niño recién nacido, acunado por su Madre, indefenso, necesitado de todo, pero es por este Niño por el cual todo –absolutamente todo, el universo material visible, como el inmaterial e invisible- fue creado: todo fue creado en Él, para Él y por Él: “Ya en el principio él estaba con Dios. Todas las cosas vinieron a la existencia por él y sin él nada empezó de cuanto existe”.

En el Pesebre vemos un Niño recién nacido que necesita del alimento de la Madre para subsistir, como todo niño recién nacido; sin embargo, ese Niño que es alimentado por la Madre Virgen, es el Creador del universo visible e invisible, por Quien todo recibe el acto de ser y se mantiene en el ser; es decir, Él recibe vida de su Madre, pero Él es a su vez El que da la vida –natural y sobrenatural- a hombres y ángeles: “Él era la vida”.

En el Pesebre de Belén la única luz que alumbra es la del fuego que encendió su Padre adoptivo, San José, y sin embargo, ese Niño de Belén es, además del Dador de vida, la Luz de ángeles y hombres, porque Él es Dios y en cuanto Dios, es Luz Eterna e Increada, aunque al venir a este mundo no haya sido recibido por los hombres, quienes prefirieron seguir viviendo en las tinieblas: “Y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron”.

El Niño de Belén es la Sabiduría del Padre y en cuanto Sabiduría, es luz del intelecto, que ilumina a toda inteligencia creada, sea humana o angélica y en cuanto Sabiduría divina, ya estaba en el mundo antes de la Encarnación, por cuanto todo en el mundo fue hecho con y por medio de la Sabiduría divina, pero aún así, fue rechazado por los hombres: “Aquel que es la Palabra era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba; el mundo había sido hecho por él y, sin embargo, el mundo no lo conoció”.

En el Pesebre de Belén vemos a una típica familia hebrea de Palestina; vemos que Dios, al nacer, se hace Niño sin dejar de ser Dios y asume una naturaleza humana de una raza específica, la raza hebrea, y así viene “a los suyos”, pero “los suyos” no lo recibieron: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”.

Pero que haya asumido una raza no significa que haya venido sólo para esa raza: la Venida del Hijo de Dios en carne humana es para adoptar a todos los hombres de todos los tiempos y de todas las razas, sólo basta que el hombre lo acepte como Salvador y se bautice y así será adoptado por Dios como hijo: “Pero a todos los que lo recibieron les concedió poder llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre”.

Los que creen en el Niño Dios y lo aceptan como Salvador y Redentor, son hijos adoptivos de Dios, que han nacido no por concepción humana, sino que han nacido por el bautismo de “fuego y Espíritu” que el Niño de Belén ha venido a traer para los hombres y así todo hombre que recibe el Bautismo sacramental que viene a traer el Niño de Belén, se llaman y son “hijos de Dios”: “Los cuales –los hijos adoptivos de Dios- no nacieron de la sangre, ni del deseo de la carne, ni por voluntad del hombre, sino que nacieron de Dios”.

En el Pesebre de Belén vemos un Niño humano, con un cuerpo humano, con su alma humana, pero lo que no vemos y está en el Niño de Belén, es a la Segunda Persona de la Trinidad, el Verbo de Dios, la Palabra de Dios, que se ha encarnado, precisamente en la Humanidad Santísima del Niño de Belén y es por eso que el Verbo de Dios, que es Dios, que estaba en Dios desde la eternidad, que es la Luz y la Vida de los hombres, se ha encarnado y ha venido a habitar entre nosotros: “Y aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros”.

Por esta razón, quien contempla al Niño de Belén, contempla la gloria del Padre, la gloria que le corresponde desde la eternidad, porque la recibió desde la eternidad y en cuanto pleno de gloria, el Niño de Belén está también “lleno de gracia y de verdad”: “Hemos visto su gloria, gloria que le corresponde como a unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”.

“En el principio era el Verbo (…) el Verbo era Dios (…) el Verbo era la Vida y la Luz (…) y el Verbo habitó entre nosotros”. Lo mismo que se dice de Jesús adulto, se dice del Niño de Belén y lo mismo que se dice del Niño de Belén se dice de la Eucaristía, porque la Eucaristía es la prolongación de la Encarnación del Verbo. Por eso, el misterio insondable del Verbo Eterno encarnado en María Virgen y nacido en el Pesebre de Belén no finaliza ahí, sino que se prolonga, inefablemente, en cada Santa Misa.

Santa Misa de Nochebuena

 



(Ciclo B - 2020 – 2021)

         “Le llegó a María el tiempo de dar a luz y tuvo a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre” (Lc 2,1-14). La sencillez de la descripción del Nacimiento del Redentor van de la mano con la grandeza y gloria del Niño Dios recién nacido en Belén. En efecto, según el Evangelio, se produce un nacimiento, en un establo que servía de refugio para animales, de un niño, que descripto así parece uno más entre tantos, el cual luego es envuelto en pañales por su madre. Aunque el Evangelio no lo describe, también está presente el esposo legal de esta madre, San José. Así descripto, tal como aparece en el Evangelio, el Nacimiento de Jesús de Nazareth es, en apariencia, como uno más de entre tantos, con la salvedad que el mismo se produce en un pequeño pueblo, perdido en la inmensidad del Imperio Romano, en Palestina, llamado Belén, aunque en rigor de verdad, no nace en el pueblo, sino en las afueras del pueblo, en un establo para animales. Visto con los ojos y la razón humana y teniendo en cuenta que los Evangelios son libros que describen hechos históricos, se puede decir que en este pasaje se describe el nacimiento de un niño hebreo, uno más entre tantos, en una cueva que servía de refugio para animales y que apenas nacido, su madre hizo lo que hacen todas las madres, esto es, envolverlo en pañales.

         Pero eso es lo que aparece a los sentidos y a la razón y lo que aparece y se manifiesta como un nacimiento más entre muchos, es en realidad algo inmensamente más grandioso y glorioso que lo descripto por el Evangelio. La razón es que el Niño que nace no es uno más entre tantos; la Madre que da a luz no es una madre más entre tantas; el padre del Niño, San José, es sólo su padre adoptivo y no biológico.

         El Niño que nace en Belén no es un niño más entre tantos: es la Segunda Persona de la Trinidad que, generada en la eternidad en el seno del Padre, se une hipostáticamente, personalmente, a una naturaleza humana y nace en el tiempo, milagrosamente, del seno de la Virgen Madre. El Niño que nace en Belén, por lo tanto, es, con toda justicia, llamado “Niño Dios”, porque es Dios Hijo, encarnado en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth y nace en Belén, que significa “Casa de Pan”, porque ha venido a este mundo para donarse a Sí mismo como Pan de Vida eterna, entregando su Cuerpo y su Sangre en la Cruz y en la Sagrada Eucaristía, para la salvación de los hombres. El Niño que yace en el Pesebre, envuelto en pañales, es el Salvador del mundo, tal como se lo dicen los ángeles a los pastores.

         La Madre de este Niño no es una madre hebrea más entre tantas, sino que es la Madre de Dios, porque se llama “madre” a la que da a luz a una persona y la Persona a la que da a luz esta Madre y Virgen es la Segunda de la Trinidad, Dios Hijo encarnado.

         Por último, el padre del niño, que aparece en la escena del Pesebre, es el Padre adoptivo del Niño, no es su padre biológico, porque el Padre del Niño es Dios Padre, quien lo engendra en su seno eterno, comunicándole su naturaleza divina. San José es sólo Padre adoptivo de Jesús, pero no es quien lo ha engendrado, porque el Niño nacido milagrosamente de la Virgen “ha sido engendrado por el Espíritu Santo”, tal como le dice el Arcángel Gabriel a María Santísima en la Anunciación.

         “Le llegó a María el tiempo de dar a luz y tuvo a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre”. El Nacimiento de Belén, sucedido hace más de dos mil años, trasciende el tiempo y el espacio, puesto que la salvación que viene a traer el Niño de Belén es para todos los hombres de todos los tiempos. Y ese Nacimiento, misteriosamente, se renueva y actualiza cada vez, sacramentalmente, en la Santa Misa, porque se prolonga en la Eucaristía la Encarnación del Verbo de Dios, Cristo Jesús, Pan de Vida eterna. Por esta razón, la verdadera fiesta de Navidad es la Santa Misa de Nochebuena y es por esto que sin Misa de Nochebuena no tiene sentido celebrar la Navidad.

“Mi alma glorifica al Señor”

 


“Mi alma glorifica al Señor” (Lc 1, 46-56). La Virgen entona el “Magnificat”, el poema con el cual glorifica a Dios y la razón es la inmensidad de prodigios que Dios ha obrado en su alma. En el Magníficat, además de una acción de gracias por los dones con los que Dios la ha colmado, hay una descripción de la infinidad de perfecciones que hay en Dios, con lo cual nos permite conocer un poco más a ese Dios a quien la Virgen glorifica.

Ante todo, es la virtud de la humildad –a la que se opone el pecado de soberbia, el pecado luciferino por antonomasia- lo que atrae la mirada de Dios Trinidad sobre el alma de María Santísima, quien se llama a sí misma “esclava”, siendo como es, la Madre Virgen de Dios Hijo encarnado: “Mi alma glorifica al Señor/y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador,/porque puso sus ojos en la humildad de su esclava”.

Las magníficas obras de gracia y de toda virtud con las que Dios ha adornado a María Santísima, serán motivo de gozo y de admiración por parte de todas las generaciones, que la llamarán “dichosa” por ser la Elegida del Señor: “Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones,/porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede”.

El Nombre de Dios es Santo –en realidad, Tres veces Santo, porque Santo es el Padre, Santo es el Hijo y Santo es el Espíritu Santo- y porque es Santo, es Misericordioso, una misericordia que se derrama incontenible sobre generaciones de generaciones de hombres que lo aman: “Santo es su nombre,/y su misericordia llega de generación en generación/a los que lo temen”.

Dios Uno y Trino, al tiempo que enaltece a los humildes –porque los humildes lo imitan a Él, que es la Humildad Increada y participan de esta humildad-, “derriba a los poderosos” de sus tronos, estén estos en el Cielo, como hizo con el Ángel caído, a quien hizo precipitar desde lo alto del Cielo a lo más profundo del Infierno, o estén en la tierra, porque humilló a favor de Israel a los reyes poderosos terrenos que se oponían al Pueblo Elegido: “Ha hecho sentir el poder de su brazo:/dispersó a los de corazón altanero,/destronó a los potentados/y exaltó a los humildes”.

A los que tienen “hambre y sed de justicia, los sacia y los colma de bienes, mientras que a los soberbios y engreídos, pagados de sí mismos, son despedidos “con las manos vacías”: “A los hambrientos los colmó de bienes/y a los ricos los despidió sin nada”.

Dios es Justicia Infinita, pero también es Misericordia Infinita y es en virtud de esta misericordia que no olvida de su pueblo Israel, aun cuando éste sí lo olvide y vaya en pos de ídolos y esta misericordia permanece para siempre, es eterna, porque es eterno su Amor: “Acordándose de su misericordia,/vino en ayuda de Israel, su siervo,/como lo había prometido a nuestros padres,/a Abraham y a su descendencia,/para siempre’’.

Así como la Virgen entona el Magnificat glorificando a Dios Uno y Trino por todos los dones y gracias con que ha colmado su alma, así el alma en gracia debe entonar también el Magníficat, porque estando en gracia, tiene el Sumo Bien, que es Dios, en esta vida y en la eternidad.

jueves, 10 de diciembre de 2020

“Alégrate, Llena de gracia, concebirás por el Espíritu Santo y darás a luz a Dios con nosotros”

 


(Domingo IV - TA - Ciclo B - 2020 – 2021)

         “Alégrate, Llena de gracia, concebirás por el Espíritu Santo y darás a luz a Dios con nosotros” (Lc 1, 26-38). En las palabras del Arcángel Gabriel dirigidas a María y del breve diálogo que se desarrolla entre ellos, se encuentra el fundamento de la Navidad según la Fe católica y está también la explicación del significado de cada una de las principales figuras del Pesebre de Belén.

En efecto, de estas palabras se deduce lo siguiente:

-el padre del Niño que nacerá en Belén no es San José, sino Dios Padre, porque es Dios Padre quien engendra, desde la eternidad, en su seno, a su Palabra y es el Amor del Padre, el Espíritu Santo, quien lleva a esta Palabra al seno virgen de María para que se encarne, para que se una a la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth; de esta manera, otra verdad que se revela es la paternidad del Niño de Belén: si el Padre del Niño de Belén es Dios Padre, entonces queda San José como lo que es, simplemente Padre adoptivo y no biológico del Niño Jesús;

-María, la Mujer a la que saluda el Ángel, es Virgen y es al mismo tiempo Madre de Dios: es Virgen porque lo que engendra no viene de parte de hombre alguno, sino de parte del Amor de Dios, el Espíritu Santo y es Madre de Dios porque lo que Ella engendra por obra del Espíritu Santo no es un niño humano más entre tantos, sino el Niño-Dios, es decir, la Persona de Dios Hijo que se hace Niño –embrión- sin dejar de ser Dios; también se deducen de las palabras del Ángel las características extraordinarias de María Santísima: es Virgen y “Llena de gracia”, lo que significa “Llena del Espíritu Santo”, Llena del Amor de Dios y no puede ser Plena del Divino Amor sino es Virgen en cuerpo y alma;

-el Niño que nacerá en Belén no es un niño humano, sino la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Hijo encarnado y esto se deduce del nombre: el Niño de Belén será llamado “Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros” y así ese Niño no es un ser humano más, sino el mismo Ser divino Trinitario que se oculta en la Humanidad del Niño Dios: en otras palabras, el mismo Dios Hijo que en cuanto Dios es Espíritu Puro e Invisible y es adorado por los ángeles en el cielo, es el mismo Dios que nace como Niño humano –sin dejar de ser Dios- en Belén, para ser contemplado por los hombres al hacerse visible y así ser adorado en la humanidad del Niño Dios, Jesús de Nazareth;

Por último, se revelan en estas palabras el inicio del plan de salvación de Dios Trino para los hombres, porque la Encarnación del Verbo no tiene otro objetivo que la auto-comunicación de Dios a los hombres por el Amor, para librar a los hombres de la tiranía del Demonio, del Pecado y de la Muerte y así conducirlos al Reino de los cielos y para conseguir este objetivo, Dios Hijo, que nacerá en Belén, Casa de Pan, entregará su Cuerpo y su Sangre en la Cruz, para luego darse cada vez, en cada Santa Misa, como Pan de Vida eterna, al donar su Cuerpo y su Sangre en cada Eucaristía.

“Alégrate, Llena de gracia, concebirás por el Espíritu Santo y darás a luz a Dios con nosotros”. Las palabras del Ángel se cumplen en la Virgen y el milagro de la Encarnación y Nacimiento del Verbo del Padre, Cristo Jesús, se continúan en la Santa Iglesia, en cada Santa Misa, por lo que no solo la verdadera fiesta de Navidad es la Santa Misa de Nochebuena, sino que sin la celebración de la Santa Misa de Nochebuena, la celebración de la Navidad carece de significado para el católico.

“La Virgen concebirá y dará a luz un hijo”


 

“La Virgen concebirá y dará a luz un hijo” (Mt 1, 18-24). En este breve Evangelio, se narran verdades fundamentales de nuestra Fe católica: la condición de María de ser Virgen y Madre de Dios al mismo tiempo, es Virgen porque quien la hace concebir es el Espíritu Santo y no un hombre y es Madre de Dios porque lo que concibe y da a luz no es a una persona humana, sino a la Persona Segunda de la Trinidad, Dios Hijo; la condición de Jesús como Dios encarnado, puesto que su nombre será “Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros”, porque Dios, que es Invisible al ser Espíritu Purísimo, se encarna, se une a una naturaleza humana, para ser visible y así el Dios que es adorado por los ángeles en el cielo, puede ser contemplado por los hombres en la tierra; la condición de Jesús de ser Dios encarnado, es decir, verdadero Hombre y verdadero Dios, ya que quien lo engendra para la vida terrena es el Espíritu Santo, que procede desde la eternidad; la condición, por lo tanto, de San José, de ser meramente Padre adoptivo y no biológico de Jesús, por la misma razón, por ser engendrado Jesús por obra del Espíritu Santo y no por obra humana; la seguridad de que las profecías del Antiguo Testamento relativas al Mesías se cumplen en Jesús, porque es Aquel a quien Isaías contempló en visión como Dios Hijo y luego lo vio encarnado por obra del Espíritu Santo y es a esto a lo que se refiere su profecía: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán el nombre de Emmanuel, que quiere decir Dios-con-nosotros”; por último, la condición de los Ángeles de ser Mensajeros de Dios, lo cual nos da un criterio para discernir una verdadera de una falsa devoción a los ángeles: si los ángeles nos conducen a la Virgen y a Jesucristo, entonces son ángeles de Dios, ángeles de Dios: si no lo hacen, entonces son ángeles caídos.

“La Virgen concebirá y dará a luz un hijo”. Podemos parafrasear al Evangelio y trasladar la escena a la Iglesia, diciendo: “La Iglesia Virgen concebirá y dará a luz un Hijo, Jesús Eucaristía” y esto lo podemos hacer porque la Virgen es figura y modelo de la Iglesia y lo que sucede en Ella sucede en la Iglesia: así como la Virgen concibió en su seno a la Palabra de Dios, Dios Hijo, por el poder del Espíritu Santo y dio a luz al Hijo de Dios encarnado, así la Iglesia concibe en su seno, el altar eucarístico, por obra del Espíritu Santo -que obra la transubstanciación por las palabras de la consagración, prolongando la Encarnación del Verbo en la Eucaristía- a la Palabra de Dios humanada, Cristo Jesús.

No hay religión más asombrosa y plena de misteriosos asombrosos, que la Santa Religión Católica.

“Genealogía de Jesucristo”


 

“Genealogía de Jesucristo” (Mt 1, 1-17). ¿Qué sentido tiene insertar una larga lista de nombres, indicativos de la ascendencia de Jesucristo? Tiene un doble sentido: por un lado, corrobar, por la historia humana y al modo como lo hacen los humanos, la existencia en la historia y en el tiempo de Jesús de Nazareth, de manera que nadie pueda decir que Jesús “no existió” o que fue un personaje inventado por las primeras comunidades cristianas; por otro lado, sirve para enmarcar, en el tiempo y en el espacio, el ingreso, desde la eternidad, del Hijo de Dios, porque Jesús es Hombre según la naturaleza humana, pero es Dios según la Persona Divina del Hijo de Dios.

Entonces, insertar la lista de ancestros de Jesucristo tiene este doble propósito, uno humano y temporal y otro divino y celestial: corroborar, con datos históricos, la existencia en el tiempo de Jesús de Nazareth, descartando de plano la posibilidad de que sea un personaje inventado o inexistente; por otro lado, corroborar, con exactitud, el inicio de la plenitud de los tiempos –los últimos tiempos de la humanidad-, tiempos que comienzan con la Encarnación del Verbo y con el Nacimiento de Jesús de Nazareth en Belén.

“Genealogía de Jesucristo”. La larga lista de ancestros de Jesús tiene entonces la intención de corroborar nuestra fe en Jesús como Hombre perfecto, cuya ascendencia humana puede rastrearse genealógicamente, tal como lo puede hacer cualquier hombre de la tierra, y al mismo tiempo nos corrobora el dato de que Jesús de Nazareth es Dios Hijo encarnado, que ha venido para salvarnos y conducirnos al cielo por medio de su Santo Sacrificio en Cruz, renovado cada vez, sacramentalmente, en la Santa Misa.

“Vayan a contarle a Juan lo que han visto y oído"

 


“Vayan a contarle a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio” (Lc 7, 19-23). Juan el Bautista envío a dos de sus discípulos para que le pregunten a Jesús si Él es el Mesías, o si deben esperar a otro. Jesús no les responde directamente, sino indirectamente, enumerando los milagros que Él hace –curar paralíticos, sanar a leprosos y sordos, resucitar muertos- y finalizando con su actividad evangelizadora: “a los pobres se les anuncia el Evangelio”. Con esta respuesta, es evidente que Jesús responde afirmativamente, es decir, dice que sí es Él el Mesías esperado, porque esas obras que hace Él, no las hace en cuanto hombre santo a quien Dios acompaña con su poder, sino que las hace en cuanto Hombre-Dios, que despliega su poder divino, un poder que está en su Ser divino y que Él dispone de la manera que quiere y cuando quiere. En otras palabras, las obras que hace Jesús sólo las puede hacer Dios; entonces, si Jesús se auto-proclama Dios y hace obras que sólo Dios puede hacer, entonces es Dios en Persona, tal como Él lo dice. De otra manera, si no hiciera estas obras divinas, sería sólo un falso profeta, como los falsos profetas y falsos cristos que han aparecido a lo largo de la historia y que continúan apareciendo en nuestros días.

Ahora bien, si las obras que hace Jesús son una confirmación de que Él es el Mesías y Dios Hijo encarnado, el anuncio que Él hace del Evangelio, es una obra que sólo el Mesías y Dios puede hacer: anunciar a los pobres el Evangelio. “Anunciar a los pobres el Evangelio” no hace referencia sólo a los pobres materiales, sino ante todo a los pobres espirituales, los que están privados de la riqueza de la gracia y anunciar el Evangelio significa revelar a los hombres el plan de salvación puesto en marcha por la Trinidad con la Encarnación del Verbo y sellado luego con el sacrificio del Cordero en la Cruz del Calvario. Ésta sí que es una noticia que sólo el Mesías Dios podía dar, porque es un plan del Padre y “sólo el Hijo conoce al Padre” y “el Hijo habla de lo que el Padre le dice” desde la eternidad.

“Vayan a contarle a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio”. Si aplicamos esta respuesta a la Iglesia, tendremos como revelación que así como Cristo es Dios y Mesías, así la Iglesia Católica es la Única Iglesia del Dios verdadero, porque sólo Ella obra, con el poder participado de Cristo, la sanación de los enfermos con la gracia santificante y sólo Ella anuncia a los hombres, a toda la humanidad, que Cristo es el Mesías esperado. Y si nosotros vemos y oímos que sólo la Iglesia Católica es la Iglesia verdadera, entonces eso es lo que debemos comunicar al mundo.