Mostrando entradas con la etiqueta discordia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta discordia. Mostrar todas las entradas

miércoles, 22 de mayo de 2013

“Vivan en paz unos con otros”



“Vivan en paz unos con otros” (Mc 9, 41-50). El mandato de Jesús no se reduce a un mero mandato moral; no se trata de una norma más dentro de un plan que regula el convivir entre los hombres. La paz en la que tienen que vivir los discípulos, sus discípulos, es la paz suya, la paz que Él da en cuanto Hombre-Dios –“La paz os dejo, mi paz os doy”-; es la paz que se derrama sobre los hombres desde el Corazón traspasado de Jesús en la Cruz; es la paz de Dios, que Dios concede al hombre al perdonarle sus pecados, todos sus pecados, incluido y en primer lugar el más horrible de todos, el deicidio de su Hijo en la Cruz. Si alguien se pregunta cuál es la reacción de Dios Padre ante la muerte de Dios Hijo en la Cruz, causada por los pecados de los hombres, solo tiene que contemplar a Cristo crucificado, para darse cuenta de que Dios Padre, lejos de condenarnos por haber dado muerte al Hijo de su Amor, nos perdona, y el signo de ese perdón es la Sangre de Jesús derramada en la Cruz.
Es esta paz, la que se derrama sobre el alma junto con la Sangre de Cristo, la paz que se origina y funda en el Amor trinitario y que llena de gozo y de alegría al alma, es la que el cristiano tiene que transmitir a su prójimo, a todo prójimo, independientemente de su estado espiritual o anímico y de si este prójimo es amigo o enemigo.
El que recibe de Cristo crucificado la paz, debe dar paz a los demás, y esta paz es la condición para la unidad, y la unidad es signo distintivo de Dios que es Amor: “Que todos sean uno como Tú y Yo, Padre, somos uno, y así el mundo creerá” (Jn 17, 21). La discordia, por el contrario, provoca desunión y a esta reflexión nos quiere conducir el Santo Padre Francisco cuando contrapone la unidad en el amor y en la paz de Dios producto de Pentecostés, del soplo del Espíritu sobre los discípulos, a la desunión, producto de la discordia y de la ausencia del Espíritu de Dios. El Santo Padre dice: “¿Creo unidad en torno a mí o divido, divido, divido? (…) ¿Llevo la palabra de reconciliación y de amor que es el Evangelio en el medio en el que vivo?”. El cristiano tiene que preguntarse también: “¿Soy causa de discordia, desunión y ausencia de paz en el medio en el que vivo? ¿Llevo la palabra de reconciliación y de amor o de discordia y odio?”. Si el cristiano se descubre como el causante de la falta de paz de los demás, es porque no ha rezado al pie de la Cruz, no se ha enterado del perdón de Dios en Cristo, no ha recibido su paz y, como no tiene paz, no puede dar paz.
“Vivan en paz unos con otros”. Para dar la paz de Cristo a los demás, es necesario hacer oración ante el crucifico y ante el sagrario, para que la paz de Cristo inunde nuestros corazones y, desde allí, se irradie a todo prójimo.

martes, 26 de junio de 2012

Por sus frutos los conoceréis



“Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 15-20). Jesús compara a las personas con árboles que dan frutos: así como los árboles buenos dan solo frutos buenos, y así como los malos dan solo frutos malos, de igual modo sucede con las personas.
         Pero el ejemplo se restringe a las personas religiosas, y específicamente, a aquellas que son cristianas católicas, las que han recibido el bautismo y, aún más a aquellas que practican de modo activo la religión. El ejemplo es necesario, puesto que la religión y la religiosidad, es decir, su práctica, son algo que aparece como común a todos, como cuando alguien ve a lo lejos un bosque: todos los árboles le parecen iguales, sin distinguir si unos están enfermos o sanos.
         La analogía con los frutos permite descubrir cuál es el espíritu que anima a la persona: así como un árbol enfermo, es decir, que está intoxicado con alguna plaga, da frutos malos, también intoxicados, así también una persona, que aunque siendo religiosa no está animada por el Espíritu Santo, sino por el espíritu de las tinieblas, da frutos espirituales malos: su llegada es sinónimo de división, de discordia, de enfrentamiento, de faltas de caridad. Por el contrario, la persona que está animada por el Espíritu Santo, es como el árbol cuyas raíces llegan hasta un arroyo de aguas límpidas: sus frutos espirituales son: caridad, comprensión, perdón.
         Finalmente, el cristiano que no da frutos buenos es, en las palabras de Cristo, un falso profeta, un anti-cristo que usa la religión y su práctica para esconder sus malos propósitos; es un lobo disfrazado de oveja, un engañador serial que, lejos de reflejar a Cristo y su misericordia, se convierte en un tenebroso destello del Príncipe de este mundo.