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martes, 11 de diciembre de 2018

“Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; Y toda carne verá la salvación de Dios”



(Domingo II - TA - Ciclo C - 2018 – 2019)

“Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; Y toda carne verá la salvación de Dios” (cfr. Lc 3, 1-6). Para indicar la próxima Llegada y aparición del Mesías sobre la tierra y siendo consciente de que el corazón humano, contaminado por el pecado original, necesita convertirse, es decir, despegarse de las cosas de la tierra para elevarse a las cosas del cielo y así recibir al Mesías, Juan el Bautista predica la conversión de los corazones y para ello, citando al Profeta Isaías, utiliza la figura de caminos torcidos que deben ser enderezados y de colinas que deben ser abajadas y de valles que deben ser rellenados. Cada una de estas figuras se refiere a una realidad humana y sobrenatural. Así, por ejemplo: preparar los caminos del Señor es disponer los corazones, por la gracia, a la penitencia y a las obras de caridad; allanar los senderos, es abajar nuestro orgullo, postrándonos ante Cristo crucificado y ante Jesús Eucaristía; los valles rellenados, es elevar el alma, que se hunde en las cosas de la tierra, a las cosas del cielo; rebajar los montes y las colinas, es rebajar nuestra soberbia y nuestra pretensión de querer hacer todo según nuestros propios deseos, incluso dentro de la propia iglesia -y así hay, por ejemplo, muchos que quieren cambiar desde dentro de la Iglesia y la Misa, introduciendo elementos ajenos a la Misa, pero no van a poder, porque pretender cambiar la Iglesia y la Misa es obra del Demonio y eso no lo van a conseguir, porque Dios no lo va a permitir-; enderezar lo torcido, quiere decir combatir y erradicar nuestras pasiones que, sin el auxilio de la gracia, quedan fuera del control de la razón y se vuelven irracionales, más cercanas a lo animal que a lo humano; convertir lo escabroso en llano es combatir contra nuestras malas inclinaciones y buscar de adquirir virtudes, no por las virtudes en sí mismas, sino porque las virtudes son las expresiones, a través de la naturaleza humana, de las infinitas perfecciones del Ser divino trinitario, lo cual quiere decir que en Adviento debemos buscar la virtud, como forma de participar de las perfecciones del Ser divino de Dios Uno y Trino. “Y toda carne verá la salvación de Dios” quiere decir que todo hombre que haya recibido la gracia de la conversión y haya respondido a esta, verá la salvación de Dios: esa salvación de Dios es el Niño Dios en su Primera Venida, en Belén; es Cristo Eucaristía, el Cordero de Dios que viene a nosotros en la Venida Intermedia, en el Sacramento Eucarístico, en el tiempo de la Iglesia, en esta vida; el hombre en gracia verá la salvación de Dios cuando Cristo, el Cordero de Dios, Venga por Segunda y definitiva vez en el Día del Juicio Final, cuando este mundo desaparezca y dé inicio la vida eterna. Para prepararnos para este triple encuentro con Cristo, la salvación de Dios, es que la Iglesia nos concede este tiempo de gracia llamado Adviento.

domingo, 2 de diciembre de 2018

"Verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria"



(Domingo I - TA  Ciclo C - 2018 – 2019)

Con el Primer Domingo de Adviento, la Iglesia comienza un nuevo ciclo litúrgico, por lo que es el equivalente al fin del año civil: finaliza un año –un ciclo litúrgico- y comienza otro año –otro ciclo litúrgico-.  La sociedad civil y la Iglesia coinciden entonces en que ambos finalizan un período de tiempo y comienzan otro. Pero en el caso de la Iglesia, hay algo más, mucho más profundo e insondable, que en el caso de la sociedad civil, porque mientras en esta se trata simplemente de un cambio en la numeración que indica el tiempo transcurrido y por transcurrir, sin otra significación, en la Iglesia tiene otro significado: a través del tiempo litúrgico, participa de un misterio que sobrepasa la capacidad de comprensión de la creatura infinitas veces más que cielo supera a la tierra. Este misterio, del cual la Iglesia participa cada vez que inicia un nuevo año litúrgico y que sobrepasa infinitamente nuestra capacidad de comprensión, es el misterio de Cristo[1], el Hombre-Dios, la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en el seno de María Virgen –y que prolonga su Encarnación en el seno virgen de la Iglesia, el altar eucarístico-, que Vino por primera vez en Belén, que Viene en el tiempo de la Iglesia y que Vendrá al fin de los tiempos para juzgar a la humanidad. Para participar del misterio de Cristo, es que la Iglesia dispone que haya un tiempo especial, el Adviento, en el cual el alma se concentra en la espera de Aquel que Vino, que Viene y que Vendrá. El Adviento es entonces tiempo de preparación espiritual, o más bien, de una doble preparación espiritual, para el encuentro con Cristo: una primera preparación es para la conmemoración y celebración del misterio de la Primera Venida de Jesús en la humildad del Portal de Belén, es decir, la Navidad; la segunda preparación del Adviento es para la Segunda Venida del Señor Jesús en la gloria. Esto explica que el Evangelio elegido por la Iglesia para este Primer Domingo de Adviento -Lucas (21,25-28.34-36)- se refiera a la Segunda Venida del Señor Jesús: “Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y el oleaje, desfalleciendo los hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo serán sacudidas. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria”.
Ahora bien, puesto que entre la Primera y la Segunda Venida hay una Venida Intermedia, esto es, el Arribo o la Llegada de Jesús por el Sacramento de la Eucaristía al alma, podemos decir que el Adviento es también tiempo de preparación espiritual para esta Venida Intermedia, el Arribo de Jesús al alma a través del misterio de la Eucaristía.
El Adviento entonces, es preparación espiritual para participar del misterio del Nacimiento –por el misterio de la liturgia- de Aquel que Vino por primera vez, en el Portal de Belén; del misterio de Aquel que Vendrá por Segunda y definitiva vez, en la gloria, para juzgar a vivos y muertos; del misterio de Aquel que Viene al alma en cada Comunión Eucarística. Adviento es tiempo por lo tanto de una triple preparación espiritual del alma. Puesto que Aquel que Vino en Belén, que Viene en cada Eucaristía y que Vendrá al fin de los tiempos es Dios Hijo encarnado, el alma debe estar no solo “atenta y vigilante”, con “la lámpara de la fe encendida”, sino que el alma debe estar reluciente, esplendorosa, brillante, por la gracia santificante.
Estar preparados para el encuentro personal con Cristo, el Hombre-Dios –que Vino, que Viene y que Vendrá- es el sello característico del Adviento. En la iglesia ambrosiana se canta así al terminar el año litúrgico: “Nuestros años y nuestros días van declinando hacia su fin. Porque todavía es tiempo, corrijámonos para alabanza de Cristo. Están encendidas nuestras lámparas, porque el Juez excelso viene a juzgar a las naciones. Alleluia, alleluia”[2]. El tiempo va pasando y la eternidad se acerca[3]: cada día, cada hora, cada segundo que pasa, es un día menos, una hora menos, un segundo menos, que nos separa de la eternidad, del encuentro personal, cara a cara, con el Justo y Supremo Juez, Cristo Jesús. Es para este encuentro que la Iglesia dispone un tiempo especial, el Adviento, a fin de que el alma esté lista y preparada, para cuando llegue el momento más importante de esta vida, que es paradójicamente la muerte, porque por la muerte se deja esta vida terrena y se ingresa en la vida eterna.
“Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que (…) podáis manteneros en pie ante el Hijo del hombre (…) Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra”. La única manera en la que el alma está dignamente preparada para recibir al Hijo del hombre, que Vino en el Portal de Belén, que Viene en cada Eucaristía y que Vendrá al fin del mundo, es tener su alma en estado de gracia santificante. Para que el alma deje de estar en pecado y comience a vivir en estado de gracia, es que la Iglesia dispone el tiempo de gracia al que le da el nombre de “Adviento”. Prepararnos para la Venida de Cristo, éste es el deseo de la Iglesia para sus hijos en Adviento y es por eso que, al inicio del Adviento, dice así, dirigiéndose a Dios: “Despierta en tus fieles el deseo de prepararse a la venida de Cristo por la práctica de las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino celestial”[4].



[1] Cfr. Odo Casel, Il mistero del culto cristiano, Ediciones Borla, Roma4 1960, 109.
[2] Miss. Ambros., Último Domingo antes del Adviento: Transitorium; en Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 189.
[3] Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 189.
[4] Cfr. Liturgia de las Horas, I Vísperas, http://www.liturgiadelashoras.com.ar/

domingo, 7 de diciembre de 2014

"Yo los bautizo con agua, pero Él los bautizará con el Espíritu Santo"


(Domingo II - TA - Ciclo B - 2014 - 2015)
          "Yo los bautizo con agua, pero Él los bautizará con el Espíritu Santo" (Mc 1, 1-8). La figura y las acciones de Juan el Bautista señalan el cambio de época que se inicia para la humanidad toda con la Llegada de Jesús, el Mesías: con su austeridad, viviendo en el desierto y alimentándose de langostas y miel silvestre, con su llamado a la conversión, exhortando a "allanar los senderos y preparar los caminos" y con el bautismo con agua, con la simbología implícita del lavado que arrastra lo que está sucio, en este caso, el pecado que ensucia el alma, el Bautista está indicando que la humanidad debe prepararse para recibir a su Redentor, que viene de lo alto, y que provocará un cambio de época, un cambio de era, dando inicio a una Nueva Era para la humanidad, porque "las cosas viejas" habrán pasado, porque el Mesías que viene, es el Hombre-Dios, que no bautiza con agua, sino con el Espíritu Santo, porque Él, en cuanto Hombre y en cuanto Dios, espira el Espíritu Santo junto al Padre, y es el Espíritu Santo el que renueva todas las cosas, empezando por el hombre: el Espíritu Santo, espirado por el Hombre-Dios y el Padre, disuelve el pecado que anida en la raíz metafísica del hombre y contamina todo su ser, su alma y su cuerpo, y así lo libera del pecado, pero no solo lo libera del pecado, sino que le infunde de su santidad, concediéndole la gracia divina, que lo hace partícipe de la vida trinitaria de Dios Uno y Trino. Y si bien son el Padre y el Hijo quienes infunden el Espíritu Santo, este es vehiculizado por la Sangre del Cordero de Dios, y para que esta Sangre sea derramada sobre los corazones de los hombres, es necesario que el Cordero de Dios sea sacrificado en el Ara Santa de la Cruz, y para que la Sangre llegue a todos los hombres de todos los tiempos, es necesario que el Santo Sacrificio de la Cruz, el mismo que está con su virtud en los cielos y que se realizó en el Calvario, llegue con su poder salvífico y con su efecto redentor a los hombres de todos los siglos, y esa es la razón por la cual se celebra la Santa Misa, renovación incruenta y sacramental del mismo y único Santo Sacrificio de la Cruz. Solo así, por medio del Santo Sacrificio del Altar, los hombres recibirán la lluvia benéfica de la Sangre del Cordero "como degollado", que sacrificado en la cruz, se inmola y derrama su Sangre en la cruz y la vierte en el cáliz cada vez en la Santa Misa, por la efusión de Sangre de su Sagrado Corazón traspasado, para infundir con esa Sangre su Espíritu Santo, sobre los hombres que deseen recibirlo con fe y con amor en la Comunión Eucarística.

          Es para esta efusión del Espíritu, contenida en la Sangre del Cordero de Dios, efundida y derramada a través del Costado traspasado del Cordero en la cruz y recogida en el cáliz del altar eucarístico, para ser derramada sobre las almas de los hombres, es que el Bautista llama a la conversión del corazón, a la penitencia y a "allanar los senderos y preparar los caminos", para que el Cordero pueda derramar su Espíritu Santo sobre sus corazones y colmarlos de sí mismo, el Amor de Dios.