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martes, 10 de diciembre de 2024

“El Mesías los bautizará con Espíritu Santo..."

 


(Domingo III - TA - Ciclo C - 2024 – 2025)

         “El Mesías los bautizará con Espíritu Santo (…) tiene en su mano la horca para reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga” (Lc 3, 10-18). Una de las características principales del Adviento es la penitencia; sin embargo, en el tercer Domingo de Adviento, la Iglesia hace un paréntesis en la penitencia, para dar rienda suelta a la alegría, en vistas a la próxima Venida de su Mesías. Este hecho se ve reflejado en las lecturas elegidas para la liturgia de la Palabra: el Profeta, el Salmista y el Apóstol llaman, a Israel primero y al Pueblo de Dios después, a la alegría, a “estar alegres”: “Alégrate hija de Sión, grita de gozo Israel, regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén”; en el Salmo se dice: “Gritad jubilosos, habitantes de Sión, porque es grande en medio de ti el Santo de Israel” y en Filipenses: “Alegraos siempre en el Señor”. ¿Cuál es la razón de esta alegría y de qué alegría se trata? Se trata de una alegría que no es de origen natural, humano, ni siquiera de origen angelical: la razón de la alegría está en la descripción que hace Juan el Bautista acerca del origen del Mesías; es un origen divino, porque mientras el Bautista bautiza “con agua”, el Mesías que viene, que es Dios, bautiza “con Espíritu Santo y fuego”. Ésta es la razón de la alegría de la Iglesia: el que viene para Navidad no es un hombre más entre tantos, tampoco es un hombre santo, ni siquiera el más santo entre los santos, sino el Hombre-Dios, que es la Santidad Increada en Sí misma, y es por eso que tiene el poder de salvar a los que creen en Él –“reunir su trigo en el granero”- y tiene el poder para arrojar en el Infierno a los que rechazan su gracia y salvación –“quemar la paja en una hoguera que no se apaga”-. Entonces, el Mesías será un Hombre-Dios y no un hombre simplemente y ésa es la razón de la alegría de la Iglesia en este tercer Domingo de Adviento. Si fuera un simple hombre, no habría esperanza alguna de salvación y no habría motivo alguno de alegría.

         Es muy importante distinguir entre el bautismo del Bautista y el bautismo de Jesús, ya que el primero no quita el pecado, mientras que el bautismo de Jesús no solo quita el pecado del alma con su Sangre Preciosísima, sino que además la hace partícipe de la vida divina del Ser divino de la Santísima Trinidad. Esto se debe a que Cristo es Dios y es la razón, como dijimos, de la alegría de la Iglesia en la Navidad, porque el Niño que nace en el Portal de Belén no es un niño más entre tantos, sino el Niño Dios, Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios Hijo en Persona. El Nacimiento de Dios Niño en Belén inunda a la Iglesia Católica de una alegría sobrenatural, celestial, divina, porque ese Niño que es Dios es la misma Alegría Increada, es decir, de Él brota la Alegría verdadera y toda alegría buena y santa brota de Él como de su Fuente y ninguna alegría que no sea buena y santa no tiene ningún otro origen que el Niño de Belén. A esta alegría se refiere Santa Teresa de los Andes cuando dice que “Dios es Alegría infinita” y también Santo Tomás cuando dice que “Dios es Alegría Eterna” y es esta alegría, eterna e infinita, la que el Niño de Belén comunica a la Iglesia y la que la Iglesia comunica al mundo en Navidad.

Pero también, además de la alegría, en Navidad, resplandece sobre la Iglesia el resplandor y el fulgor de la luz divina y eterna del Niño Dios porque el Niño Dios, en cuanto Dios, es Luz divina y eterna. Por esta razón la Iglesia Católica no solo comunica al mundo la Alegría de Dios sino también la Luz de la gloria de Dios, porque sobre Ella resplandece con resplandor eterno la Luz divina del Verbo de Dios que es Cristo que nace en Belén; así, en Navidad resplandece para la Iglesia, el fulgor esplendoroso de la luz eterna de la gloria de Dios y también amanece para ella el resplandor de la alegría divina. Así exclama con alegría a la Iglesia el Profeta: “¡Levántate y resplandece, que tu luz ha llegado! ¡La gloria del Señor brilla sobre ti! Mira, las tinieblas cubren la tierra, y una densa oscuridad se cierne sobre los pueblos. Pero la aurora del Señor brillará sobre ti” (cfr. Is 60, 1-2). La Iglesia se cubre con el resplandor de la luz de la gloria divina, porque el Niño que nace en Belén es la Gloria Increada de Dios Trino y esa gloria es luz y luz eterna, que hace resplandecer a la Iglesia con el esplendor de la Trinidad y es esa luz divina y eterna la que la Iglesia comunica a los hombres de buena voluntad en Navidad.

Nosotros, los hijos de la Iglesia, Parafraseando al Profeta Isaías, contemplando el Nacimiento del Niño Dios, decimos: “¡Levántate, resplandece y brilla con luz eterna, Esposa del Cordero de Dios! ¡Revístete de la gloria divina, porque ha nacido Aquel que es la Majestad Increada, el Esplendor de la gloria del Padre! ¡Levántate, Jerusalén y alégrate, porque el Mesías te brindará su luz, su paz y su alegría!”.

Entonces, en el tercer Domingo de Adviento, la Iglesia Católica vive, con anticipación, la alegría celestial que desde el Pesebre de Belén el Niño Dios le comunica con su virginal y glorioso Nacimiento. En Navidad, la Iglesia Católica se alegra con el milagroso Nacimiento del Niño Dios porque Él es la Alegría Increada y la Luz Eterna y hace brillar sobre ella su luz divina porque el Niño de Belén es la Luz Increada, es la luz de Dios, Luz que es una Luz Viva, que da la vida divina trinitaria y santifica al alma a la que ilumina, porque le comunica la Vida divina de la Trinidad. Es por esto que nosotros, los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, nos alegramos en Navidad: porque ha nacido en Belén el Hijo de Dios Padre encarnado, que es la Luz Divina y Eterna y la Alegría Increada en sí misma y que nos comunica de su Luz y de su Alegría en cada Comunión Eucarística.

 


martes, 23 de abril de 2024

“Les dije que Soy el Mesías, pero ustedes no creen”

 


“Les dije que Soy el Mesías, pero ustedes no creen” (Jn 10, 22-30). Los judíos le preguntan a Jesús si es o no el Mesías y Jesús les responde que ya se los dijo, pero que ellos “no creen”: “Les dije que Soy el Mesías, pero ustedes no creen”. Y luego les dice algo que tiene que ayudarlos a creer en que Él es el Mesías y son sus milagros: “Las obras -los milagros- que Yo hago, dan testimonio de Mí”. La consecuencia de no creer en los milagros de Jesús es el apartarse de Él y no formar parte de su rebaño: “Ustedes no creen, porque no son de mis ovejas”.

Es decir, Jesús se auto-proclama Mesías e Hijo de Dios, Salvador y Redentor de la humanidad, y para eso, no solo dice que es Dios, sino que hace “obras” -milagros- que sólo Dios puede y por esta razón atestigua, con sus milagros, que Él es quien dice ser, Dios Hijo encarnado. Si alguien se auto-proclama Dios pero no es capaz de hacer los milagros que solo Dios puede hacer, como los hace Jesús -resucitar muertos, multiplicar panes y peces, expulsar demonios, curar toda clase de enfermedades-, entonces ese tal es un estafador, un mentiroso y no es el Dios que dice ser. Pero Jesús no solo dice que es Dios, sino que hace obras que solo Dios puede hacer, por eso dice que sus obras dan testimonio de Él.

El problema de los judíos es que, viendo con sus propios ojos los milagros que hace Jesús, no es que no crean, sino que no quieren creer, lo cual significa que voluntariamente rechazan la luz de la gracia que Dios les concede para que crean en Jesús. Por eso su pecado, el pecado voluntario de incredulidad, es irreversible y los aparta de Dios.

Ahora bien, no solo los judíos cometen este pecado fatal, el de la incredulidad, no creyendo en los milagros de Jesús y apartándose así del mismo Jesús: también muchos católicos, luego del período de formación catequética, deciden no creer o mejor no querer creer en lo que aprendieron en el Catecismo, principalmente que Jesús es Dios y está Presente en Persona, con todo el Amor de su Sagrado Corazón, en la Eucaristía y es así que la inmensa mayoría de católicos, terminado el período de instrucción, abandonan voluntariamente la Iglesia, dejando a Jesús Eucaristía solo en el sagrario.

“Les dije que Soy el Mesías, pero ustedes no creen”. Cualquiera que acuda a la Sagrada Eucaristía con fe y con amor y en estado de gracia; cualquiera que haga Adoración Eucarística, puede dar fe que Jesús es Dios, es el Mesías, el Redentor y el Salvador de la humanidad. Si alguien no cree en estas verdades de la fe católica, es porque está cometiendo el mismo error de los judíos: no querer creer, para hacer, no la voluntad de Dios, sino la voluntad propia, que termina siendo la del Ángel caído. Y precisamente, esto último es lo peor que le puede sucede a quien elige no creer en Cristo: indefectiblemente, creerá y se hará esclavo del Anticristo.

 

 

domingo, 4 de junio de 2023

“¿Cómo dicen los escribas que el Mesías es Hijo de David?”

 


“¿Cómo dicen los escribas que el Mesías es Hijo de David?” (Mc 12, 35-37). Jesús no plantea esta dificultad sobre el origen del Mesías con la simple idea de confundir a sus adversarios. Estaba entonces ocupado enseñando en el templo y “una gran muchedumbre lo escuchaba con agrado”. Jesús deseaba más bien atraer la atención sobre un aspecto importante de la doctrina de las Escrituras referente al Mesías, que los escribas habían pasado por alto. Las profecías habían predicho que el Mesías sería un descendiente de David y por esto el título “Hijo de David” era el título más popular y conocido del Mesías. No obstante, el título sugería un Mesías puramente humano que restauraría el reino temporal de Israel. Jesús no se opone a la creencia de que el Mesías sería un descendiente de David, pero cita un pasaje de la Escritura, el Salmo 109, que indicaba que el Mesías sería algo más. “Dijo el Señor (el Señor es Yahvéh, es decir, Dios) a mi Señor (Adoni)”, es decir, al Mesías: Jesús interpreta este salmo como que Yahvéh, Dios, dice al Mesías, también Dios, por lo cual la frase del Salmo, según la interpretación de Jesús, quedaría así: “Dijo Dios Yahvéh al Mesías Dios”. De acuerdo a esta interpretación, entonces David está tratando al Mesías como a Dios, es decir, como a Alguien que es mucho más que un ser humano; en otras palabras, David, dice Jesús, se refiere al Mesías como a Dios y no como a un hombre; el Mesías es Dios y no un hombre, es la conclusión de la interpretación de Jesús. También el hecho de que el Mesías se siente a la diestra de Dios, lleva a la misma conclusión y la clave de la respuesta está en la doctrina de la Encarnación, doctrina según la cual Dios Hijo, el Mesías, se encarna por obra de Dios Espíritu Santo, por pedido de Dios Padre, para salvar a la humanidad. Entonces, en definitiva, de acuerdo a las palabras de Jesús, el Mesías es Dios –el Señor al que hace referencia David- y hombre –el hijo de David-: el Mesías es el Hombre-Dios, es Dios Hijo que se encarna en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth y se hace hombre, sin dejar de ser Dios. El Mesías es el Hombre-Dios Jesucristo.

No debemos pensar que solo los judíos tenían dificultad para interpretar el recto sentido de las Escrituras las cuales, según la exégesis de Jesús, hablan del Mesías como el Hombre-Dios: también nosotros, como católicos, no solo olvidamos que el Mesías es el Hombre-Dios, sino que olvidamos que ese Mesías está, en Persona, en la Eucaristía. Para nosotros, el Mesías es el Cristo Eucarístico y de ahí la imperiosa urgencia e importancia de la conversión eucarística.

jueves, 3 de febrero de 2022

“Se admiraban de las palabras de gracia que salían de Él (…) todos en la sinagoga se pusieron furiosos y quisieron despeñarlo”


 

(Domingo IV - TO - Ciclo C - 2022)

          “Se admiraban de las palabras de gracia que salían de Él (…) todos en la sinagoga se pusieron furiosos y quisieron despeñarlo” (Lc 4, 21-30). Es llamativo el cambio radical de actitud de los asistentes a la sinagoga en relación a Jesús. Cuando Jesús comienza a analizar el pasaje de la Biblia que acababa de leer, los asistentes de la sinagoga quedan “asombrados” por la sabiduría que escuchan de labios de Jesús; pero instantes después, todos cambian de ánimo y del asombro pasan al repudio, a la ira y al deseo explícito de asesinar a Jesús. ¿Qué es lo que determina este cambio en los asistentes a la sinagoga? Lo que los enfurece son los ejemplos que da Jesús, sobre los profetas Elías y Eliseo: así como estos profetas no fueron enviados al Pueblo Elegido, sino a paganos, para que ellos también conocieran al Único Dios verdadero, así Jesús, que es el Mesías, no es enviado solo al Pueblo Elegido, a los judíos, sino también a las naciones paganas, para que las naciones paganas salgan de la oscuridad espiritual en las que están envueltas y conozcan la gracia de la liberación de Dios Hijo encarnado, el Mesías, Jesús de Nazareth. Es decir, lo que enfurece a los judíos -y no tendrían porqué enfurecerse- es que Jesús les dice que Él, que es el Mesías, ha venido a traer la liberación del pecado, del demonio y de la muerte, no solo al Pueblo Elegido, sino también a los gentiles, a aquellos que no forman parte del Pueblo Elegido. Esto es así porque en la voluntad santísima de la Trinidad, Dios Uno y Trino quiere que todos los hombres sean salvados, no solo el Pueblo Elegido, no solo los judíos y para que todos los hombres sean salvados, el Mesías debe extender su misión salvífica a toda la humanidad y no solo a los que formaban parte del hasta entonces Pueblo de Dios. No se entiende el enojo de los judíos, sino es por un profundo orgullo -solo ellos quieren ser los destinatarios de la salvación que trae el Mesías- y por un profundo desprecio por la salvación eterna de las almas de quienes no pertenecen a la raza hebrea. Si ellos amaran a Dios verdaderamente, amarían su voluntad y su voluntad es que todos los hombres se salven y si amaran a Dios, amarían a los hombres sólo porque Dios los ama y así desearían que el Mesías sea conocido, amado y adorado por toda la humanidad.

          No repitamos el error del Pueblo Elegido; nosotros somos el Nuevo Pueblo Elegido, pero no hemos sido elegidos por nuestros dones, que no tenemos, sino que hemos sido elegidos para transmitir al mundo sin Dios que Cristo Eucaristía es el Mesías de Dios Trino que ha venido para salvarnos del demonio, del pecado y de la muerte y para llevarnos al Reino de los cielos, al fin de nuestra vida terrena. Éste es el mensaje que de parte de la Trinidad debemos transmitir a nuestros hermanos, los hombres de toda la tierra.

domingo, 30 de enero de 2022

“El Espíritu del Señor está sobre Mí”

 


(Domingo III - TO - Ciclo C – 2022)

          “El Espíritu del Señor está sobre Mí” (Lc 1, 1-4; 4, 14-21). Jesús, que es un rabbí judío, es decir, un letrado en la religión hebrea, sube al estrado para leer las Sagradas Escrituras. No es por casualidad que abre las Escrituras en el pasaje en el que Dios habla a través del Profeta Isaías –nada hay por casualidad en la vida y en las obras de Jesús-, pasaje en el que el Mesías revela que “el Espíritu de Dios” reposa sobre Él y que Dios lo ha enviado para una misión: dar la vista a los ciegos, curar a los enfermos, llevar la salvación a los hombres. Ahora bien, el hecho verdaderamente asombroso no es que Jesús lea el pasaje del Profeta Isaías, sino que Jesús se auto-atribuya ese pasaje como dedicado a Él; es decir, según las propias palabras de Jesús, el Mesías al cual hace referencia el Profeta, sobre el cual se posa el Espíritu del Señor y por medio del cual lo envía a cumplir una misión sobre la humanidad, se refiere a Él, Jesús de Nazareth. Esto provoca una gran admiración entre los asistentes a la sinagoga, porque para ellos, Jesús era un habitante más del pueblo, el “hijo del carpintero”, “el hijo de José y María”, alguien que había crecido entre ellos, como un hijo más entre tantos, como un hijo de vecino más entre tantos. Y sin embargo, Jesús, que es Dios Hijo en Persona, encarnado en la humanidad santísima de Jesús de Nazareth, revela la verdad acerca de la divinidad de su Persona, con lo cual revela al mismo tiempo que Él es hijo adoptivo de San José, Hijo de María Virgen e Hijo del Eterno Padre, tan Dios como su Padre Dios.

          “El Espíritu del Señor está sobre Mí y me ha enviado a curar a los enfermos y a liberar a los cautivos”. Que nadie se engañe acerca del envío y la misión del Mesías, Jesús de Nazareth: Él ha venido para principalmente curarnos de la lepra espiritual que es el pecado, lepra que nos cerraba las puertas del Cielo y nos abría las puertas del Infierno; Él ha venido para sanarnos de esta lepra espiritual con su gracia santificante y ha venido también para liberarnos de la esclavitud de la muerte y del Demonio para conducirnos, en la libertad de los hijos adoptivos de Dios, a la felicidad eterna del Reino de los cielos. Jesús no ha venido para liberarnos de la pobreza material ni para hacer de este mundo un “mundo feliz”, sino para convertirnos en hijos adoptivos de Dios, en herederos del Reino de los cielos y en adoradores del Padre, “en espíritu y en verdad”.

jueves, 9 de diciembre de 2021

“¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?”

 


“¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?” (Lc 7, 19-33). Los discípulos del Bautista, enviados por él, preguntan a Jesús si Él es el Mesías “que debía venir”, o si no lo es, si “deben esperar a otro”. Jesús no responde directamente, sino enumerando las obras que Él ha hecho: ha devuelto la vista a los ciegos, ha sanado paralíticos, ha curado leprosos, ha hecho oír a los sordos, ha resucitado muertos, todo lo cual es obra propia de un Dios, de manera que, indirectamente, está respondiendo que Él, Jesús de Nazareth, es el Mesías esperado, porque sus obras son obras propias de Dios y no de un hombre. Pero hay algo más que hace Jesús y que demuestra, todavía más que sus curaciones físicas, que Él es Dios y por lo tanto el Mesías que había de venir: “el Evangelio es anunciado a los pobres”. El Evangelio, es decir, la auto-revelación de Dios como Uno y Trino, su Encarnación en Jesús de Nazareth, su misterio pascual de muerte y resurrección, el perdón de los pecados por su Sangre derramada en la cruz, la derrota definitiva de los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, la Muerte y el Pecado y la apertura de la Puerta del Reino de los cielos para la humanidad redimida por la Sangre del Cordero derramada en el Calvario. Esto es el Evangelio que Jesús viene a anunciar y es una demostración patente que su origen es divino y que por lo tanto Él es el Mesías que había de venir.

Por último, nosotros podemos parafrasear a los discípulos del Bautista y preguntarle a la Iglesia Católica: “¿Eres tú la verdadera iglesia de Cristo, o debemos buscar otra?”. Y la Iglesia nos responde: “Yo Soy la Única Esposa del Cordero Inmaculado, porque sólo yo puedo, por el poder del Espíritu Santo que actúa a través del sacerdocio ministerial, convertir el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Hijo de Dios. Solo yo y ninguna otra iglesia en el mundo, puede realizar el milagro de la transubstanciación, por el cual el alma se alimenta con la substancia misma de la Santísima Trinidad, en la Comunión Eucarística. Sólo yo, la Iglesia Católica, soy la Única Esposa del Cordero de Dios”.

“El Mesías los bautizará con Espíritu Santo"

 


(Domingo III - TA - Ciclo C – 2021)

         “El Mesías los bautizará con Espíritu Santo (…) tiene en su mano la horca para reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga” (Lc 3, 10-18).En el tercer Domingo de Adviento, la Iglesia interrumpe, por así decirlo, una de las características esenciales del Adviento, la penitencia, para dar lugar a la alegría. De hecho, tanto en el Profeta Isaías, en la primera lectura, como el Salmista y el Apóstol en la segunda lectura, llaman a Israel y al Pueblo de Dios a la alegría, al “estar alegres”, a “aclamar a Dios con alegría”. ¿Cuál es la razón de esta alegría y de qué alegría se trata? Ante todo, no se trata de una alegría de origen terrenal o humano y la clave para entender la alegría de la Iglesia en este momento del Adviento, está en la descripción que el Bautista hace del Mesías, al señalar la diferencia que hay entre él y el Mesías, para que sus seguidores no se confundan y piensen que él, el Bautista, es el Mesías. La diferencia es que mientras Juan el Bautista bautiza con agua y predica una conversión moral –cambio de conducta, de mala persona a buena persona-, el Mesías bautizará “con Espíritu Santo y fuego” y esto último es algo que solo Dios puede hacer, por lo que el Bautista está señalando que el Mesías no es un mero hombre, sino que es Dios, porque sólo Dios puede bautizar “con Espíritu Santo y fuego”. Además de esto, de forma implícita, el Bautista describe la omnipotencia del Mesías: en cuanto Dios, tiene poder para salvar a los que creen en Él –“reunir su trigo en el granero”- y tiene el poder para arrojar en el Infierno a los que rechazan su gracia y salvación –“quemar la paja en una hoguera que no se apaga”-. Entonces, el Mesías será un Hombre-Dios y no un hombre simplemente.

         Esta distinción entre el bautismo del Bautista y el bautismo de Jesús es sumamente importante: el primero, bautiza solamente con agua y predica una conversión meramente moral, sin hacer partícipe al alma de la divinidad de la Santísima Trinidad; el segundo, el bautismo de Jesús, es un bautismo con “Espíritu Santo y fuego” que quema la impureza del pecado y hace partícipe al alma de la divinidad de la Santísima Trinidad. Esto último sólo es posible porque Cristo es Dios y es la causa de la alegría de la Iglesia para Navidad, porque el Mesías que nace como Niño en Belén, no es un niño más entre tantos, sino Dios Hijo en Persona. El hecho de que el Niño de Belén, Cristo, sea Dios, es la causa de la alegría sobrenatural que invade a la Iglesia en Navidad. Esto explica también que la alegría de la Iglesia en Navidad no sea una alegría mundana, humana, terrenal, sino una alegría sobrenatural, celestial, divina, porque la alegría con la que se alegra la Iglesia es la alegría que le comunica el Niño de Belén, que es la Alegría Increada en sí misma. Como dice Santa Teresa de los Andes, “Dios es Alegría infinita” y Santo Tomás, “Dios es Alegría Eterna” y es esta alegría la que el Niño de Belén comunica a la Iglesia. Pero además de la alegría, sobre la Iglesia, en Navidad, resplandece el fulgor de la luz divina, precisamente porque Cristo es Dios y en cuanto Dios, es Luz Eterna; es por esto mismo que, en Navidad, la Iglesia no solo se alegra con el Nacimiento de Cristo Dios en Belén, sino que en Navidad resplandece, para la Iglesia, el fulgor esplendoroso de la gloria de Dios y también amanece para ella el resplandor de la alegría divina. Así dice a la Iglesia el Profeta Isaías: “¡Levántate y resplandece, que tu luz ha llegado! La gloria del Señor brilla sobre ti! Mira, las tinieblas cubren la tierra, y una densa oscuridad se cierne sobre los pueblos. Pero la aurora del Señor brillará sobre ti” (cfr. Is 60, 1-2). La Iglesia resplandece con la luz de la gloria divina, porque el Niño que nace en Belén es la Gloria Increada de Dios Trino y esa gloria es luz y luz eterna, que hace resplandecer a la Iglesia con el esplendor de la Trinidad.

Parafraseando al Profeta Isaías, nosotros, los hijos de la Iglesia, contemplando el Nacimiento del Niño Dios, le decimos: “¡Levántate, resplandece, Esposa del Cordero! ¡Revístete de gloria, porque ha nacido Aquel que es la Majestad Increada, el Esplendor de la gloria del Padre! ¡Levántate, Jerusalén y alégrate, porque el Mesías te librará de todos tus enemigos y te colmará de su paz y de su alegría!”. En el tercer Domingo de Adviento, la Iglesia Católica vive, con anticipación, la alegría celestial que desde la gruta de Belén la inundará para Navidad.

Entonces, en Navidad, la Iglesia Católica se alegra con el Nacimiento del Niño Dios porque Él es la Alegría Increada y sobre ella resplandece la luz divina porque el Niño de Belén es la Luz Increada, es la luz de Dios, Luz que es una Luz Viva, que santifica al alma, porque le comunica la Vida divina de la Trinidad. La Iglesia Católica se alegra porque brilla sobre ella una luz que ilumina con la luz divina y la luz divina es una luz viva, que comunica de la vida divina trinitaria a quien ilumina. Ésta es la razón de nuestra alegría como católicos en Navidad: porque ha nacido en Belén el Hijo de Dios encarnado, que es la Luz Eterna y la Alegría Increada en sí misma y que nos comunica de su Luz y de su Alegría en cada Comunión Eucarística.


jueves, 21 de octubre de 2021

“¿Es verdad que son pocos los que se salvan?”

 


“¿Es verdad que son pocos los que se salvan?” (Lc 13, 22-30). Le preguntan a Jesús si “es verdad que son pocos los que se salvan” y Jesús no responde directamente, sino mediante la imagen de la puerta estrecha y con la imagen de un dueño de casa que se levanta y cierra la puerta, dejando afuera, no a cualquiera, sino a quienes aparentemente eran hombres de Dios y dedicados a la religión y al templo: Cuando el dueño de la casa se levante de la mesa y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar la puerta, diciendo: ‘Señor, ábrenos’. Pero él les responderá: ‘No sé quiénes son ustedes’. La imagen que utiliza Jesús desconcierta a los fariseos, los escribas y los doctores de la Ley, porque es a ellos a quienes se refiere Jesús implícitamente, ya que ellos eran los que en teoría debían estar preparados para cuando llegue el Mesías. Sin embargo, cuando llegó el Mesías, Cristo Jesús, los fariseos, los escribas, los doctores de la ley y también la gran mayoría de los que seguían sus enseñanzas, rechazó al Mesías en la Persona divina de Jesús, la Segunda de la Trinidad, encarnada en la humanidad santísima de Jesús de Nazareth. En el Día del Juicio Final, Jesús les dirá que no los conoce, de la misma forma a como ellos eligieron no reconocerlo como al Mesías, como al Hijo de Dios encarnado. Es importante tener en cuenta que quienes queden fuera del Reino serán aquellos que, en teoría, en esta vida, estaban más cerca de Dios y de su templo, porque esto es lo que se deduce de lo que dirán los condenados: ‘Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él replicará: ‘Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes. Apártense de mí, todos ustedes los que hacen el mal’. Entonces, quedarán afuera los que, aparentando ser hombres religiosos, sin embargo obraban el mal: “Apártense de Mí los que hacen el mal”.

“¿Es verdad que son pocos los que se salvan?”. Con su respuesta, lo que Jesús quiere hacer ver es que serán pocos los que se salvan, si es que no cambian de corazón y dejan de practicar el mal. Es decir, para un católico, no basta con acudir al templo; no basta con practicar exteriormente la religión católica; no basta con recibir superficial y mecánicamente a la Eucaristía: hay que hacer todo esto, pero al mismo tiempo, se debe buscar la conversión del corazón, que es una conversión eucarística, porque el Dios hacia el cual hay que dirigir el alma es Cristo Eucaristía. Sólo si buscamos con fe y con amor la conversión eucarística, estaremos seguros de que, por la Misericordia Divina, entraremos en el Reino de los cielos.

 

jueves, 17 de junio de 2021

Solemnidad del Nacimiento de Juan el Bautista

 


         “Tendrá el Espíritu del Señor y preparará un pueblo para recibirlo” (Lc 1, 5-17). El ángel le anuncia a Zacarías, sacerdote del templo, que nacerá un hijo suyo, Juan el Bautista y le anuncia también cuál es la misión que tendrá el Bautista: “prepararle al Señor un pueblo dispuesto a recibirlo”. Es decir, el tiempo en el que el ángel le anuncia a Zacarías el nacimiento del Bautista, es el inicio de lo que se conoce como “plenitud de los tiempos”, o sea, el tiempo exacto de la historia humana en el que el Mesías debía venir al mundo en su Primera Venida, para cumplir su misterio pascual de muerte y resurrección.

         Es importante tener en cuenta cuál es la misión del Bautista, porque una misión análoga es la que tiene todo bautizado en la Iglesia Católica: de la misma manera que se dice del Bautista, que “tendrá el Espíritu del Señor”, para así “preparar al pueblo para recibirlo”, así se debería decir de todo católico, de todo bautizado en la Iglesia Católica, porque el bautizado debe anunciar al mundo no solo que Jesús vino en carne por primera vez, sino que vendrá por segunda vez, pero ahora en la gloria y vendrá, no como Dios misericordioso, como en su Primera Venida, sino que en esta Segunda Venida vendrá como Justo Juez, para juzgar a toda la humanidad y para dar a cada uno según sus obras. En este sentido, todo católico debe imitar al Bautista, al menos en dos características del Bautista: el Bautista estaba “lleno del Espíritu Santo” y tenía como tarea “preparar al pueblo” para la Primera Venida del Salvador: el bautizado católico debe estar en estado de gracia santificante –por medio de la Confesión Sacramental y de la Sagrada Eucaristía- para así poseer al Espíritu Santo en él, puesto que el Espíritu de Dios mora en el que está en gracia; en el segundo aspecto en el que debe imitar al Bautista, es en su misión de anunciar al Mesías, pero no para su Primera Venida, que ya ocurrió en Belén, sino que el católico debe preparar al mundo anunciando que el Mesías ha de venir en su Segunda Venida, en la gloria de Dios, para juzgar al mundo.

 

sábado, 29 de mayo de 2021

“¿Cómo dicen los letrados que el Mesías es Hijo de David?”


 

“¿Cómo dicen los letrados que el Mesías es Hijo de David?” (Mc 12, 35-37). Jesús plantea esta dificultad sobre el origen del Mesías, pero no con la idea de confundir a sus adversarios[1]. Jesús estaba ocupado enseñando en el templo y deseaba más bien atraer la atención sobre un aspecto importante de la doctrina de las Escrituras referente al Mesías, que los escribas habían pasado por alto. Las profecías habían predicho que el Mesías sería un descendiente de David; de hecho, “hijo de David” era el título más popular del Mesías. No obstante, el título sugería un Mesías meramente humano que restauraría el reino temporal de Israel. Ahora bien, Jesús no se opone a la creencia de que el Mesías sería un descendiente de David, pero cita un pasaje de la Escritura, el Salmo 109, 1, que indicaba que el Mesías sería algo más que un simple hombre. Jesús cita el Salmo y lo atribuye a David, quien, movido por el Espíritu Santo, llama “Señor” al Mesías: “Dijo el Señor –Yahvéh- a mi Señor –Adonai-”, es decir, al Mesías. Si David, a quien era atribuido el Salmo, llama al Mesías su Señor, entonces el Mesías es ciertamente algo más que un “hijo de David”, es decir, es algo más que un hombre más, aunque sea de descendencia real. El Mesías, entonces, proviene de sangre real, porque proviene de la casa real del rey David –y por eso no tiene sangre pagana-, pero al mismo tiempo es Dios encarnado, no es un simple hombre y por eso es que David lo llama “Señor”, es decir, “Dios”. Si el Mesías fuera “hijo de David” en el sentido de una mera descendencia humana, entonces no tendría sentido que David lo llamara “Señor” o “Dios”. Y además, el hecho de que el Mesías se siente a la diestra de Dios lleva a la misma conclusión: el Mesías es más que un hombre: es el Hombre-Dios, que en cuanto Hijo de Dios, se sienta a la diestra de Dios Padre. La respuesta a la dificultad: “Si el mismo David lo llama “Señor”, ¿cómo puede ser hijo suyo?”, está en la doctrina de la Encarnación: en otras palabras, esto quiere decir que David llama “Señor” al Mesías porque el Mesías es Dios Hijo encarnado. Es decir, el Mesías es Yahvéh, el Dios Uno de los hebreos, que se revela como Trino en Personas por medio de Jesús, y que se encarna, en la Persona del Hijo, en la humanidad santísima de Jesús de Nazareth. Así, Jesús es el “Señor” –Dios, Yahvéh- al que David llama “Señor” en el Salmo. Y ese “Señor”, que es Dios, a quien llama David, es el mismo Yahvéh, el mismo Señor, el mismo Dios Hijo, que está Presente, real, verdadera y substancialmente, en la Sagrada Eucaristía.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 533.

jueves, 22 de abril de 2021

“Las obras que hago dan testimonio de Mí”

 

“Las obras que hago dan testimonio de Mí” (Jn 10, 22-30). Los judíos insisten en preguntar a Jesús si Él es el Mesías y Jesús les responde, invariablemente, de la misma manera: Él es el Mesías, el Salvador, el Redentor de la humanidad y la prueba de que Él es quien dice ser, son sus obras, es decir, sus milagros: “Las obras que hago dan testimonio de Mí”. En otras palabras, si alguien se presenta como el mesías de la humanidad, ese alguien tendría que hacer obras propias de un mesías: si las hace, es prueba de que es el mesías; si no las hace, es solo un embaucador. Jesús da pruebas más que suficientes para certificar que Él quien dice ser: el Mesías anunciado desde la Antigüedad, porque sólo Él puede hacer obras propias de Dios: resucitar muertos, curar toda clase de enfermos, expulsar demonios, multiplicar panes y peces.

La controversia suscitada entre los judíos en tiempos de Jesús, continúa hoy, a dos mil años de distancia, porque muchos, a pesar de los milagros realizados por Jesús, no creen en Él. Es así que, por ejemplo, en las grandes religiones monoteístas, como el protestantismo, el judaísmo y el islamismo, no creen en Jesús como el Mesías y cada una de estas religiones, a su vez, está todavía esperando la llegada del Mesías, una llegada que evidentemente no ocurrirá, pues el Mesías ya vino por primera vez y es Jesús de Nazareth y volverá, sí, nuevamente, por segunda vez, pero esta vez para juzgar al mundo. Como una muestra de la persistencia de los judíos en negar a Jesús como el Mesías, hay en estos días un grupo de rabinos ultra-ortodoxos que se están preparando para coronar al que ellos llaman el mesías, el cual será, por supuesto, un falso mesías, un anti-cristo.

“Las obras que hago dan testimonio de Mí”. Así como los milagros de Jesús dan testimonio de que Él es el Verdadero Mesías que debía venir al mundo, así también las obras que hace la Iglesia Católica dan testimonio de que es la única Iglesia verdadera del Dios verdadero. De entre todas las obras milagrosas que hace –los sacramentos, que dan la gracia-, la obra más grande que testimonia que la Iglesia Católica es la Iglesia de Dios es la Eucaristía, porque la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Cordero es un milagro que sólo puede ser hecho por el poder, la sabiduría y el amor divinos y la Iglesia Católica es la única que puede hacerlo. Aún así, muchos todavía dudan de que la Iglesia Católica sea la Verdadera Iglesia del Dios Verdadero, así como muchos todavía dudan, a pesar de sus milagros, de que Jesús sea el Mesías, el Salvador de los hombres.

jueves, 18 de marzo de 2021

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor


 

(Domingo de Ramos en la Pasión del Señor - Ciclo B – 2021)

         Jesús ingresa a Jerusalén “montado en un borrico”, tal como lo habían anticipado los profetas y en su ingreso, es aclamado por todos los habitantes de Jerusalén, quienes entonan cánticos de alegría a su paso, le tienden mantos y lo saludan con palmas. En esa multitud se encuentran todos los habitantes de Jerusalén, sin exceptuar ninguno, porque todos quieren aclamar y alabar a Quien les ha concedido algún milagro: a algunos una curación, a otros la resurrección, a otros los ha exorcizado, expulsando a los espíritus malignos. Todos los habitantes de Jerusalén, sin excepción, han recibido dones, gracias y milagros de parte de Jesús y es por eso que todos, sin excepción –niños, jóvenes, adultos, ancianos-, han acudido a las puertas de Jerusalén, para celebrar la llegada de Aquel a quien ahora, el Domingo de Ramos, reconocen como al Mesías, como al Enviado de Dios para el Pueblo Elegido.

         Sin embargo, este clima de alegría desbordante y generalizada cambiará en pocos días cuando, el Viernes Santo, después de haber sido apresado y enjuiciado y condenado a muerte por medio de calumnias y mentiras, Jesús sea expulsado de la Ciudad Santa, por los mismos que el Domingo lo recibieron con alegría. Es decir, mientras el Domingo de Ramos lo reciben con palmas y cánticos de alabanza y lo reconocen como al Mesías, el Viernes Santo lo expulsan de Jerusalén, sentenciado a muerte de cruz, acusándolo de blasfemo y de mentiroso, por intentar suplantar a Dios, haciéndose pasar por Dios. Todos los habitantes de Jerusalén, todos los que habían recibido de Jesús un milagro, una gracia, un don, están ahí, el Viernes Santo, para expulsar a Jesús de la Ciudad Santa y para acompañarlo a lo largo del Via Crucis, del Camino del Calvario, no para ayudarlo a llevar la cruz, sino para insultarlo, apedrearlo y golpearlo con puños, trompadas y puntapiés.

         ¿Cómo se explica tan inmenso cambio en la actitud de los habitantes de Jerusalén? No se explica sólo por la ingratitud humana: la explicación última es de orden espiritual y está en lo que la Escritura llama el “misterio de iniquidad”, es decir, el misterio de maldad y falsedad en el que está inmersa la humanidad desde la caída de Adán y Eva al cometer el pecado original. Esto es lo que debemos ver entonces, en la actitud de los habitantes de Jerusalén: la presencia y actividad del misterio de iniquidad, esto es, del pecado, en el corazón del hombre.

         Pero hay otro elemento que podemos ver y es el siguiente: tanto el Domingo de Ramos como el Viernes Santo, prefiguran los diversos estados espirituales del alma. En efecto, el Domingo de Ramos, en el que los habitantes de Jerusalén están felices por la llegada de Jesucristo, se representa al alma que posee la dicha y la alegría que le concede la gracia de Dios; en el ingreso de Jesucristo a Jerusalén, se representa el ingreso de Cristo al alma por medio de la gracia sacramental y también por la fe; la Ciudad Santa, la ciudad de Jerusalén, representa el alma humana, destinada a la santidad, para ser morada de Dios Uno y Trino; los habitantes de Jerusalén, que han recibido multitud de dones y gracias por parte de Jesús, representan a las almas que han recibido, a lo largo de la historia, innumerables dones y gracias de parte de Cristo, por medio de su Iglesia.

         ¿Qué representa el Viernes Santo? El Viernes Santo, día en el que Cristo es expulsado de la Ciudad Santa, día en el que la Ciudad Santa, por libre decisión, se queda sin Cristo, representa al alma que, por el pecado –sobre todo el pecado mortal- rechaza a Cristo y su cruz y lo expulsa, libre y voluntariamente, de sí misma, puesto que esto es lo que significa el pecado, la expulsión de Cristo del alma; el Viernes Santo es día también de oscuridad espiritual –simbolizada en el eclipse total de sol luego de la muerte de Jesús en la cruz-, porque si Cristo, que es Luz Eterna, es expulsado del alma, entonces el alma no solo se queda sin la luz de Cristo, sino que es envuelta en tinieblas, pero no en las tinieblas cosmológicas, como las de un eclipse, sino en las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, los demonios y es esto lo que sucede cuando el alma comete un pecado mortal.

         Por último, debemos reflexionar cuál de las dos ciudades santas queremos ser: si la del Domingo de Ramos, en la que reina la alegría porque Jesús ingresa al alma y es reconocido como Dios, como Mesías y como Rey y es cuando el alma está en gracia santificante, o la del Viernes Santo, en la que Cristo es expulsado por el pecado, quedando el alma inmersa en las tinieblas vivientes, los demonios. Lo que elijamos ser, eso se nos dará, según lo dice el mismo Dios en las Escrituras: “Pongo ante ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida –Cristo Dios en la Eucaristía- para que vivas tú y tu descendencia” (cfr. Deut 30, 19).

 

“Te queremos apedrear porque siendo hombre te haces Dios”

 


“Te queremos apedrear porque siendo hombre te haces Dios” (Jn 10, 31-42). El argumento dado por los judíos para justificar el intento de asesinato de Jesús –lo querían lapidar, es decir, apedrearlo hasta la muerte-, revela dos verdades: por un lado, la inmensa ceguera espiritual de los judíos –ceguera que, por otra parte, es voluntaria, porque viendo se niegan a creer-, que intentan matar a Jesús por el simple hecho de revelarles que Él es Dios Hijo encarnado; por otro lado, estas palabras de los judíos ponen de manifiesto la Verdad acerca de Dios y su Mesías: Dios había prometido en repetidas ocasiones la llegada del Mesías, que habría de liberar al Pueblo Elegido de su esclavitud, pero no estaba revelado explícitamente que ese Mesías no sería sólo un profeta más, ni un hombre santo, sino el mismo Dios en Persona y ahora, que los judíos lo tienen frente a ellos mismos, se niegan a reconocerlo como al Dios en el que ellos creían y pretenden matarlo. Con sus palabras, los judíos manifiestan su propia incredulidad: “Siendo hombre, te haces Dios”. Es decir, ellos veían a Jesús de Nazareth, un hombre, y le llamaban “el hijo del carpintero”, “el hijo de María”, con lo cual lo consideraban sólo un hombre y nada más que un hombre. Pero cuando Jesús les dice que Él es Dios, aplicándose a Sí mismo el Nombre sagrado con el cual los judíos nombraban a Dios –“Yo Soy”-, entonces lo tratan de blasfemo –“te haces pasar por Dios”- y pretenden matarlo. Esta ceguera de los judíos es voluntaria, porque como el mismo Jesús les dice, si no le creen a Él, crean al menos en sus obras –sus milagros-, porque sus obras dan testimonio de que Él es Dios, ya que esas obras, esos milagros, sólo pueden ser hechos por Dios.

“Te queremos apedrear porque siendo hombre te haces Dios”. Así como un pecado conduce a otro pecado, así la voluntaria ceguera de no querer ver los milagros de Jesús como hechos por Dios en Persona, los conduce inevitablemente a negar a Jesús su condición de Hijo de Dios y a considerarlo sólo un hombre que, por añadidura, es blasfemo, al hacerse pasar por Dios. Esta ceguera no es neutra: conducirá a los judíos a una ceguera cada vez más grande, al punto de lograr su objetivo, por medio de calumnias e injurias, condenar a muerte en cruz a Jesús. Ahora bien, como de todo se puede tomar una lección, aprendamos nosotros a reconocer el error de los judíos, para no cometer el mismo error y no neguemos nunca la condición de Cristo como Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía.

domingo, 17 de enero de 2021

“Hemos encontrado al Mesías”

 


(Domingo II - TO - Ciclo B – 2021)

          “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1, 35-42). Andrés le comunica a su hermano Simón Pedro la noticia más grandiosa, alegre y maravillosa que persona alguna pueda recibir jamás en esta vida: “Hemos encontrado al Mesías”. Es decir, aquello que los justos del Antiguo Testamento habían esperado durante todas sus vidas; aquello que los profetas del Antiguo Testamento habían anunciado miles de veces a lo largo de la historia del Pueblo Elegido; aquello que los hebreos de buena voluntad habían estado esperando ansiosamente a lo largo de los siglos, esto es, la Llegada del Mesías prometido, ahora, en las palabras de Andrés, se hacía realidad: el Mesías, esperado y anunciado por los siglos, estaba entre los hombres, precisamente en el seno del pueblo hebreo y había sido encontrado -aunque mejor, se había dejado encontrar- para que los hombres pudieran acceder a las promesas de Dios, contenidas en el don del Mesías. Es esta la más grande y maravillosa noticia que jamás alguien -pertenezca o no al Pueblo Elegido- puede escuchar en este destierro: “Hemos encontrado al Mesías” y es esta noticia la que Andrés da, felizmente, a Simón Pedro.

Ahora bien, el encuentro y hallazgo, el descubrimiento y la revelación de que Jesús de Nazareth no es un hombre santo, ni el “hijo de José, el carpintero”, ni “el hijo de María”, sino el Mesías, el Hijo de Dios encarnado, que ha venido a esta vida y a esta tierra para salvar a los hombres de los tres grandes enemigos que acechan a la humanidad desde Adán y Eva, el Demonio, el Pecado y la Muerte, viene para Andrés -dice el Evangelio- luego de estar con Jesús “todo el día”, “donde Él vive”: esto tiene un significado místico y sobrenatural, pues se trata de un indicio de dónde y cómo el alma, en esta vida terrena, ha de encontrar al Mesías: decir que estuvieron con Él “todo el día”, esto indica la duración total de esta vida terrena, lo cual significa que el alma debe estar en gracia “todo el día”, es decir, “toda la vida”, porque al estar en gracia el alma está en Cristo y Cristo está en el alma; el decir que estuvieron con Él “donde Él vive”, significa que el alma debe acudir a postrarse “donde Jesús vive” en esta vida terrena y en este tiempo humano y es en la Sagrada Eucaristía; es decir, Jesús está vivo, en Persona y por lo tanto se puede decir que “vive” en la Eucaristía, con lo cual el alma, para estar con su Maestro “donde Él vive”, debe acudir al Sagrario, para postrarse ante su Presencia sacramental y adorarlo.

“Hemos encontrado al Mesías”. Como miembros del Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, tenemos el deber de anunciar al mundo que el Mesías no sólo ha venido, encarnándose en el seno de la Virgen, sino que está vivo, Presente, glorioso y resucitado, en la Eucaristía, en el Sagrario. Pero para poder hacer este anuncio, debemos nosotros primero ir adonde el Mesías vive y nos espera -en la Eucaristía, en el Sagrario-, debemos estar con Él, es decir, debemos hacer adoración eucarística lo más frecuente que sea posible y así estaremos en condiciones de decir al mundo: “Hemos encontrado al Mesías, es Jesús Eucaristía y vive en el Sagrario, donde nos espera”.

jueves, 10 de diciembre de 2020

“Vayan a contarle a Juan lo que han visto y oído"

 


“Vayan a contarle a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio” (Lc 7, 19-23). Juan el Bautista envío a dos de sus discípulos para que le pregunten a Jesús si Él es el Mesías, o si deben esperar a otro. Jesús no les responde directamente, sino indirectamente, enumerando los milagros que Él hace –curar paralíticos, sanar a leprosos y sordos, resucitar muertos- y finalizando con su actividad evangelizadora: “a los pobres se les anuncia el Evangelio”. Con esta respuesta, es evidente que Jesús responde afirmativamente, es decir, dice que sí es Él el Mesías esperado, porque esas obras que hace Él, no las hace en cuanto hombre santo a quien Dios acompaña con su poder, sino que las hace en cuanto Hombre-Dios, que despliega su poder divino, un poder que está en su Ser divino y que Él dispone de la manera que quiere y cuando quiere. En otras palabras, las obras que hace Jesús sólo las puede hacer Dios; entonces, si Jesús se auto-proclama Dios y hace obras que sólo Dios puede hacer, entonces es Dios en Persona, tal como Él lo dice. De otra manera, si no hiciera estas obras divinas, sería sólo un falso profeta, como los falsos profetas y falsos cristos que han aparecido a lo largo de la historia y que continúan apareciendo en nuestros días.

Ahora bien, si las obras que hace Jesús son una confirmación de que Él es el Mesías y Dios Hijo encarnado, el anuncio que Él hace del Evangelio, es una obra que sólo el Mesías y Dios puede hacer: anunciar a los pobres el Evangelio. “Anunciar a los pobres el Evangelio” no hace referencia sólo a los pobres materiales, sino ante todo a los pobres espirituales, los que están privados de la riqueza de la gracia y anunciar el Evangelio significa revelar a los hombres el plan de salvación puesto en marcha por la Trinidad con la Encarnación del Verbo y sellado luego con el sacrificio del Cordero en la Cruz del Calvario. Ésta sí que es una noticia que sólo el Mesías Dios podía dar, porque es un plan del Padre y “sólo el Hijo conoce al Padre” y “el Hijo habla de lo que el Padre le dice” desde la eternidad.

“Vayan a contarle a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio”. Si aplicamos esta respuesta a la Iglesia, tendremos como revelación que así como Cristo es Dios y Mesías, así la Iglesia Católica es la Única Iglesia del Dios verdadero, porque sólo Ella obra, con el poder participado de Cristo, la sanación de los enfermos con la gracia santificante y sólo Ella anuncia a los hombres, a toda la humanidad, que Cristo es el Mesías esperado. Y si nosotros vemos y oímos que sólo la Iglesia Católica es la Iglesia verdadera, entonces eso es lo que debemos comunicar al mundo.


domingo, 6 de diciembre de 2020

“Yo bautizo con agua, pero el Mesías que viene, los bautizará con el Espíritu Santo”


 

(Domingo III - TA - Ciclo B - 2020 – 2021)

“Yo bautizo con agua, pero el Mesías que viene, los bautizará con el Espíritu Santo” (cfr. Jn 1, 6-8. 19-28). Juan el Bautista, que predica en el desierto, establece la diferencia entre él y el Mesías: él, el Bautista, bautiza con agua, mientras que el Mesías bautizará con el “Espíritu Santo”. Para entender qué significan las palabras del Bautista, veamos las diferencias entre los dos bautismos. Antes de hacerlo, debemos considerar cómo es el estado de cada alma que nace en este mundo, desde Adán y Eva: toda alma nace con el pecado original y si pudiéramos ver al pecado original con los ojos del alma, lo veríamos como una nube densa y muy oscura, que envuelve y asfixia el alma. En esto consiste la “mancha” del pecado original. Este pecado original es imposible de ser quitado o borrado del alma con las solas fuerzas creaturales, sean del hombre o del ángel; en otras palabras, sólo Dios puede quitar la mancha del pecado original y de cualquier pecado.

Ahora bien, el Bautista predica la conversión del alma, que del pecado tiene que volverse a Dios; como símbolo de esta vuelta a Dios, el Bautista bautiza con agua, ya que el agua es símbolo de purificación: así como el agua limpia y quita la suciedad de las superficies, así el alma debe estar dispuesta a quitarse de sí el pecado. Pero el bautismo del Bautista es sólo un bautismo de orden moral, es decir, que se queda sólo en el plano de la voluntad, sin ninguna incidencia ontológica, en el plano del ser. En otras palabras, su bautismo se acompaña de los buenos deseos del alma de cambiar para bien, aunque el agua sólo resbala en su cuerpo y no le quita la mancha del pecado, que es de orden espiritual.

El Mesías, por el contrario, bautizará con el Espíritu Santo, lo cual implica una diferencia substancial con el bautismo del Bautista: si éste bautizaba sólo con agua y el agua sólo puede limpiar el cuerpo pero no el alma, el bautismo del Mesías, con el Espíritu Santo, purifica al alma al borrar el pecado con su omnipotencia divina, de manera que el alma queda limpia y pura por la acción del Espíritu Santo; es decir, el bautismo del Mesías afecta al plano ontológico, al plano del ser, al plano de la substancia de la naturaleza humana, al quitarle, espiritualmente, una mancha espiritual. Pero no queda ahí el efecto del bautismo de Jesús: no sólo lo purifica, quitándole la mancha del pecado original, sino que lo santifica, puesto que le concede la gracia santificante y, con la gracia santificante, convierte al alma y al cuerpo del bautizando en templo del Espíritu Santo y en morada de la Santísima Trinidad. Es decir, además de purificarlo, lo eleva a morada suya, a morada de Dios Uno y Trino, por acción de la gracia santificante.

Un ejemplo gráfico también es el del oro purificado por el fuego: si al oro, que está arrumbado, se lo trata de limpiar con agua, el oro continúa arrumbado, pero si se le aplica fuego, entonces el herrumbre se le quita y el oro brilla como nuevo: de la misma manera, el bautismo del Bautista no limpia el alma del pecado, porque el agua sólo resbala por el cuerpo, mientras que el Mesías, Cristo Dios, bautiza con el Espíritu Santo, que es Fuego de Amor Divino y que en cuanto tal, elimina las impurezas del alma, del espíritu del hombre, dejándolo purificado y brillante por su acción. Es éste bautismo el que ha venido a traer el Mesías -que viene a nosotros como Niño recién nacido, para Navidad-; es éste el bautismo que hemos recibido en la Iglesia Católica: el que nos quita la mancha del pecado original, nos concede la gracia, convierte nuestros cuerpos en templos del Espíritu Santo, nuestras almas en moradas de la Trinidad y nuestros corazones en altares de Jesús Eucaristía.

 

 

miércoles, 19 de agosto de 2020

“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”

 

(Domingo XXI - TO - Ciclo A – 2020)

         “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 13-20). Jesús hace una pregunta a sus discípulos, acerca de su identidad. Primero les pregunta qué es lo que la gente dice de Él; luego les pregunta qué es lo que ellos dicen de Él. Esto lo hace Jesús, no porque Él no sepa quién es Él, sino porque quiere hacer una revelación divina.

         Ante la pregunta de quién dice la gente que es Él, en las respuestas se nota que hay un desconcierto, entre aquellos que no son discípulos de Jesús, acerca de la identidad de Jesús. En efecto, ““Unos dicen que es Juan, el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas”. Entre la gente, es decir, entre aquellos que no son discípulos de Jesús, no hay un conocimiento exacto acerca de la identidad de Jesús; podemos decir que si bien todos coinciden en que es un hombre bueno y santo, por lo general reina la confusión, ya que ninguno dice la verdad acerca de Jesús. Representan a los paganos, quienes no tienen el conocimiento verdadero acerca de Jesús como Hombre-Dios.

         Luego Jesús les pregunta qué dicen ellos, sus discípulos, acerca de Jesús y esto lo hace para prepararlos para la revelación que ha de hacer. No es casualidad que el primero en responder y en hacerlo correctamente, sea Pedro, quien le dice: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”. Era esta respuesta la que Jesús estaba esperando: que Él era el Mesías y el Hijo de Dios. Pero luego Jesús profundiza en la respuesta de Pedro y le aclara cuál es el origen de su conocimiento acerca de Él: el origen de su conocimiento no es su inteligencia y su razón humana, sino el “Padre que está en los cielos”: “Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos”. En otras palabras, es imposible saber que Jesús es el Hijo de Dios encarnado, es decir, la Segunda Persona de la Trinidad humanada, sino es por una revelación divina, sobrenatural, de lo alto. Ninguna creatura, ni hombre, ni ángel, puede alcanzar este conocimiento. Por eso todos los que responden, por fuera del círculo de los discípulos de Jesús, responden equivocadamente, porque no tienen la luz del Espíritu Santo que los ilumina, como sí la tiene Pedro. Y luego Jesús hace la revelación que esperaba hacer y que explica la razón por la cual Pedro no solo responde correctamente, sino que lo hace antes que todos los discípulos: porque Pedro ha sido elegido por Cristo como Vicario suyo en la tierra y por esto, su Iglesia será edificada sobre la base de la piedra que es Pedro: “Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Después Jesús hace la promesa de que las puertas del Infierno –que, entre otras cosas, tratarán de destruir la Verdad acerca del Hombre-Dios, Verdad que le ha sido revelada a Pedro- “no prevalecerán contra su Iglesia: “Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella”. El Infierno tratará, una y otra vez, desde el inicio mismo de la Iglesia, de destruirla, pero todos sus intentos serán en vano, porque fracasarán contra la piedra que es Pedro. Por último, Jesús le concede lo que se llama el “privilegio petrino”, esto es, de recibir las llaves del Reino de los cielos y de “atar y desatar” en la tierra y en el Cielo: “Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”.

         “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Postrados ante la Eucaristía y junto a Pedro, Vicario de Cristo, proclamemos la Verdad acerca de Jesús en el Santísimo Sacramento del altar: Él es el Hijo de Dios, el Mesías, el Salvador, que ha venido para llevarnos de esta tierra al Cielo.

lunes, 4 de mayo de 2020

“Las obras que hago en nombre de mi Padre, dan testimonio de Mí”





“Las obras que hago en nombre de mi Padre, dan testimonio de Mí” (Jn 10, 22-30). Le preguntan a Jesús acerca de su condición de Mesías, es decir, quieren saber si es Él el Mesías o no. Jesús les responde de un modo directo y práctico: las obras que hace “en nombre de su Padre”, testimonian acerca de Él. ¿Y cuáles son estas obras que testimonian que Jesús es no sólo el Mesías, sino también el Hijo de Dios, puesto que Él se auto-proclama “Hijo del Padre”? Esas obras son los milagros, signos y prodigios que sólo los puede hacer Dios, es decir, son obras que de ninguna manera pueden ser realizadas por naturalezas creadas, sean el hombre o un ángel. En otras palabras, si Jesús resucita muertos, si multiplica panes y peces, si expulsa demonios con el sólo poder de su voz, si cura toda clase de enfermos, entonces quiere decir que lo hace con el poder divino y se trata de un poder divino que Él ejerce no como derivado o participado, sino de modo personal y directo: por esto mismo, estas obras, estos milagros, dan testimonio de que Jesús de Nazareth, el Hijo de María Santísima y de San José, es el Mesías, el Hijo de Dios encarnado.
“Las obras que hago en nombre de mi Padre, dan testimonio de Mí”. Si los prodigios que hace Jesús dan testimonio de su divinidad, de manera análoga se puede aplicar la obra divina por antonomasia que hace la Iglesia Católica, la Eucaristía, para tomar por verdad lo que Ella afirma de sí misma, esto es, que la Iglesia Católica es la Única Iglesia verdadera. Parafraseando a Jesús, la Iglesia, para afirmar su origen divino, puede decir de sí misma: “La obra divina que hago, la Eucaristía, da testimonio de que yo soy la Verdadera y Única Esposa Mística del Cordero”.

domingo, 5 de abril de 2020

Domingo de Ramos

Qué pasó el Domingo de ramos? Acá te lo explicamos

(Ciclo A – 2020)

          El Domingo de Ramos, toda la ciudad de Jerusalén, sin excluir ninguno de sus habitantes, se enteran de la llegada de Jesús y salen todos recibirlo con palmas, con cantos de alabanza, de alegría y de aleluyas. Sucede que todos han recibido, en mayor o menor medida, dones, milagros y gracias de Jesús; todos recuerdan lo que Jesús ha hecho por ellos y es por esto que salen, agradecidos, a aclamar a Cristo como Rey Y Mesías. Jesús no viene montado en un corcel blanco, como hacen los grandes reyes y emperadores, sino que viene montado en un humilde borrico; aún así, los habitantes de la ciudad de Jerusalén abren las puertas de la Ciudad Santa y aclaman y reconoce a Jesucristo como a su Mesías, como a su Rey y como a su Señor. A su paso, agitan palmas, en reconocimiento y además tienden sus túnicas al paso de su rey. El clima es festivo, alegre, y todos cantan y danzan de alegría en honor a su Rey y Señor. Todos, sin excepción, recuerdan los innumerables dones y gracias que han recibido de Jesús, lo han visto hacer milagros que sólo Dios puede hacer y es por eso que están todos contentos y alegres de reconocerlo y abrirle las puertas de la Ciudad Santa para que ingrese su Mesías y Rey.
          Sin embargo, sólo una semana después, la situación cambiará radical y substancialmente: la multitud que lo hosanaba, la multitud que lo aclamaba, la multitud que le abría las puertas de la Ciudad Santa y que lo reconocía como a su Rey y Señor, ahora, el Viernes Santo, menos de una semana después, no solo ya no lo aclama como a su Rey, sino que, llenándolo de insultos y de oprobios, lo condena a la muerte más humillante y dolorosa que jamás ha existido, la muerte en cruz. Súbitamente -desde niños hasta ancianos-, todos parecen haber olvidado los beneficios que Jesús les ha concedido y han sido invadidos por un espíritu de odio que los conduce a sentenciarlo a muerte y a expulsarlo de la Ciudad Santa, cargando con una cruz.
          ¿Qué es lo que explica este cambio de actitud de la multitud? ¿Por qué el Domingo de Ramos lo aclama como a su Rey y Señor y el Viernes Santo lo expulsa, cargado de insultos y con la cruz a cuestas, a la muerte más oprobiosa?
          La respuesta la encontramos si reemplazamos a la escena del Domingo de Ramos, elementos naturales, por elementos sobrenaturales. Así, la multitud que integra la Ciudad de Jerusalén, el Pueblo Elegido, son los bautizados en la Iglesia Católica, el Nuevo Pueblo Elegido; los milagros y dones recibidos por los habitantes de Jerusalén son el Bautismo sacramental, la Eucaristía, la Confirmación, la Confesión de los pecados y todas las gracias y dones que de Cristo Jesús recibe cada alma de un católico; los habitantes de Jerusalén que hosannan a Jesús y le abren las puertas de la Ciudad Santa, son los católicos en gracia, que abren las puertas de sus corazones y lo entronizan como a su Rey y Señor en sus corazones; los habitantes de Jerusalén que el Viernes Santo condenan a muerte a Jesús y lo expulsan de la Ciudad Santa, son los católicos que por el pecado, han despreciado la gracia y por lo tanto a Jesús como Rey de sus vidas y han elegido en cambio el reinado del pecado en sus corazones. La expulsión de Jesús de la Ciudad Santa el Viernes Santo, es la expulsión de Jesús del alma en pecado, que por el pecado lo destrona de su corazón y en su reemplazo, coloca al pecado.
          Al conmemorar el Domingo de Ramos, en cierta medida también participamos del mismo; hagamos el propósito de que nuestras almas y corazones sean como la Ciudad Santa el Domingo de Ramos, que por la gracia aclama a Jesús como a su Rey y Señor y no permitamos que por el pecado sea expulsado de nuestras almas.

miércoles, 25 de diciembre de 2019

Octava de Navidad 7 2019


Resultado de imagen de la adoracion de los magos

         Al contemplar la escena del Pesebre de Belén, nos damos con los siguientes personajes: se encuentran tres personas, dos humanas, la Virgen y  San José, y una divina, la Segunda de la Trinidad, en forma de Niño; además, hay dos animales, quienes son los habitantes “originales” del pesebre, un buey y un asno[1].
         ¿Por qué están presentes estos dos animales? Su presencia no se debe a la imaginación de San Francisco de Asís, inventor del pesebre, ni a la imaginación de ninguna comunidad cristiana. Su presencia, aunque no es mencionada en los Evangelios, sí lo es por los Padres de la Iglesia y también por el Antiguo Testamento. En efecto, los Padres de la Iglesia, al meditar sobre el pasaje “El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño” (Is 1, 3), aplicaron este versículo a todos los hombres, ya que contemplaron en esos animales a todos aquellos a quienes el Mesías había venido a salvar.
         La presencia de estos animales en el Pesebre está entonces justificada, completando la imagen de Belén: el Niño Dios, la Virgen, San José y la humanidad entera, representada en los animales, humanidad a la que el Mesías viene a salvar. Cuando se analiza el versículo del Profeta Isaías, se puede apreciar el simbolismo de los animales reales, verdaderamente presentes en el momento del Nacimiento. Isaías dice: “El buey conoce a su dueño y el asno el pesebre de su amo; pero Israel no conoce, mi pueblo no tiene entendimiento” (Is 1, 3). En este pasaje Dios, quien habla por boca de Isaías-, hace una alabanza de los dos animales, el buey y el asno, desde el momento en que demuestran “conocer a su dueño” y al “pesebre de su amo”; sin embargo, el mismo Yahvéh se queja de Israel, porque no es capaz de entender, al carecer de entendimiento: “mi pueblo no tiene entendimiento”. Nos preguntamos: ¿qué es lo que no entiende Israel? Lo que Israel no entiende es que Yahvéh es el único Dios que debe ser adorado y que como Pueblo Elegido, no debe postrarse ante ídolos y mucho menos ante el becerro de oro, no solo porque nunca le darán felicidad, sino porque esta actitud de Israel es un ultraje a Yahvéh, el Dios Verdadero, que es intercambiado por ídolos abominables.
         Ahora bien, si aplicamos el pasaje a la escena del Pesebre –podemos suponer que la gruta de Belén símbolo del corazón humano-, podríamos decir que Dios Padre tiene la misma queja con respecto al Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, porque podría decir que tanto el buey como el asno han reconocido al Mesías y se han acercado a la gruta de Belén para homenajearlo y proporcionarle calor con sus cuerpos; sin embargo, el Nuevo Israel, el Nuevo Pueblo de Dios, no conoce al Niño Dios y si no lo conocen, no lo aman y por eso no se acercan a adorarlo”.
En otras palabras, lo que se quiere decir es que muchos de aquellos elegidos por el Niño Dios para ser Nuevo Pueblo, los cristianos católicos, no ven en el Niño de Belén a Dios Hijo encarnado y al no verlo, no lo aman, no lo entienden, no lo adoran y entonces cometen el mismo error del Pueblo Elegido: en vez de postrarse ante el Único Dios Verdadero, que viene en forma de Niño humano, van a postrarse ante dioses e ídolos paganos que son mudos, ciegos y sordos y que no pueden salvar de ninguna manera. Hay una multiplicidad de ídolos ante los que los católicos se postran, cuando no se postran ante el Niño de Belén: el poder autoritario, el dinero ilícito, el ocultismo, el placer, el materialismo, la cultura de la muerte, el cine, la música y la cultura anti-cristianos, etc.
         “El buey conoce a su dueño y el asno el pesebre de su amo; pero Israel no conoce, mi pueblo no tiene entendimiento”. Cuando nos encontremos delante de la escena del Pesebre, pidamos la gracia de ser como el buey y el asno, que aunque son irracionales, reconocen, con su entendimiento animal, irracional, a su Creador, y desde ese reconocimiento natural, con la luz de la inteligencia iluminada por la fe, reconozcamos, en el Niño de Belén, a la Segunda Persona de la Trinidad, al Verbo Eterno del Padre, que ha venido a nuestro mundo como un Niño humano, para salvarnos. Y si el buey y el asno, con su corporeidad animal, proporcionaron calor al Niño en la fría noche de Nochebuena, nosotros, con nuestros pobres corazones, le demos el calor de nuestro humilde amor a Dios que se ha hecho Niño y así el Niño Dios, en recompensa, encenderá en el fuego del Divino Amor nuestros corazones.



[1] Con relación a este tema, los medios de comunicación masivos han desatado una polémica, al sostener que el Santo Padre Benedicto XVI afirmó, en su libro “Infancia de Jesús”, que “había que quitar al buey y al asno del pesebre, puesto que su presencia no tenía fundamentos evangélicos, al no ser nombrados en los Evangelios”. Además de sostener que el Santo Padre nunca dijo esto, sino que fue una burda tergiversación de los medios de (in)comunicación masiva, ofrecemos esta meditación en apoyo a lo que el Santo Padre SÍ quiso expresar, que es todo lo opuesto: el buey y el asno tienen fundamento bíblico y teológico, y por eso deben permanecer en el pesebre.