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sábado, 29 de mayo de 2021

“¿Cómo dicen los letrados que el Mesías es Hijo de David?”


 

“¿Cómo dicen los letrados que el Mesías es Hijo de David?” (Mc 12, 35-37). Jesús plantea esta dificultad sobre el origen del Mesías, pero no con la idea de confundir a sus adversarios[1]. Jesús estaba ocupado enseñando en el templo y deseaba más bien atraer la atención sobre un aspecto importante de la doctrina de las Escrituras referente al Mesías, que los escribas habían pasado por alto. Las profecías habían predicho que el Mesías sería un descendiente de David; de hecho, “hijo de David” era el título más popular del Mesías. No obstante, el título sugería un Mesías meramente humano que restauraría el reino temporal de Israel. Ahora bien, Jesús no se opone a la creencia de que el Mesías sería un descendiente de David, pero cita un pasaje de la Escritura, el Salmo 109, 1, que indicaba que el Mesías sería algo más que un simple hombre. Jesús cita el Salmo y lo atribuye a David, quien, movido por el Espíritu Santo, llama “Señor” al Mesías: “Dijo el Señor –Yahvéh- a mi Señor –Adonai-”, es decir, al Mesías. Si David, a quien era atribuido el Salmo, llama al Mesías su Señor, entonces el Mesías es ciertamente algo más que un “hijo de David”, es decir, es algo más que un hombre más, aunque sea de descendencia real. El Mesías, entonces, proviene de sangre real, porque proviene de la casa real del rey David –y por eso no tiene sangre pagana-, pero al mismo tiempo es Dios encarnado, no es un simple hombre y por eso es que David lo llama “Señor”, es decir, “Dios”. Si el Mesías fuera “hijo de David” en el sentido de una mera descendencia humana, entonces no tendría sentido que David lo llamara “Señor” o “Dios”. Y además, el hecho de que el Mesías se siente a la diestra de Dios lleva a la misma conclusión: el Mesías es más que un hombre: es el Hombre-Dios, que en cuanto Hijo de Dios, se sienta a la diestra de Dios Padre. La respuesta a la dificultad: “Si el mismo David lo llama “Señor”, ¿cómo puede ser hijo suyo?”, está en la doctrina de la Encarnación: en otras palabras, esto quiere decir que David llama “Señor” al Mesías porque el Mesías es Dios Hijo encarnado. Es decir, el Mesías es Yahvéh, el Dios Uno de los hebreos, que se revela como Trino en Personas por medio de Jesús, y que se encarna, en la Persona del Hijo, en la humanidad santísima de Jesús de Nazareth. Así, Jesús es el “Señor” –Dios, Yahvéh- al que David llama “Señor” en el Salmo. Y ese “Señor”, que es Dios, a quien llama David, es el mismo Yahvéh, el mismo Señor, el mismo Dios Hijo, que está Presente, real, verdadera y substancialmente, en la Sagrada Eucaristía.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 533.

martes, 31 de marzo de 2020

“Cuando levantéis en alto al Hijo del Hombre, sabréis que Yo Soy”




“Cuando levantéis en alto al Hijo del Hombre, sabréis que Yo Soy” (Jn 8, 21-30). Ante la pregunta acerca de la identidad de Jesús –le preguntan “¿Quién eres Tú?”-, Jesús responde con una respuesta enigmática, diciendo: “Cuando levantéis en alto al Hijo del Hombre, sabréis que Yo Soy”. Es decir, Jesús no responde diciendo: “Sabréis quién soy Yo”, sino: “Sabréis que Yo Soy”. El “Yo Soy” o “Yahvéh”, era el nombre propio de Dios con el que los judíos conocían a Dios. En efecto, para los judíos, Dios tenía un nombre propio y era “Yo Soy”. Para los judíos, Dios es “El Que ES”. Entonces, en la respuesta de Jesús, hay una revelación importantísima acerca de quién es Jesús: Jesús no es un hombre más entre tantos; no es un hombre santo, ni siquiera el más santo entre los santos: Jesús es Dios; es el “Yo Soy”; es “El Que ES” y como está en una naturaleza humana, es el Hombre-Dios. Es decir, no es el Dios cuyo rostro los hebreos no podían ver, sino que es un Dios con un rostro humano, porque es un Dios encarnado; más precisamente, es el Hijo de Dios encarnado, es la Persona Divina del Hijo de Dios, la Segunda de la Trinidad, encarnada en una naturaleza humana. Jesús así se auto-revela como el Hombre-Dios, como Dios Hijo encarnado y este conocimiento acerca de su identidad lo tendrán todos aquellos que lo contemplarán en la crucifixión, porque se producirá entonces una efusión del Espíritu que iluminará las mentes y los corazones y les hará saber que aquel al que crucifican, es Dios Hijo encarnado.
“Cuando levantéis en alto al Hijo del Hombre, sabréis que Yo Soy”. Puesto que la Santa Misa es la renovación del Santo Sacrificio del altar, cuando el sacerdote eleva en alto la Eucaristía luego de la consagración, es el equivalente al ser elevado Jesús en el Calvario. Por eso, en ese momento también se produce una efusión del Espíritu, que permite saber, a quien contempla con fe, piedad y amor a la Eucaristía, que la Eucaristía es el Hombre-Dios encarnado, el “Yo Soy”, el Único Dios Verdadero.


martes, 4 de abril de 2017

“Cuando hayan levantado en alto al Hijo del hombre, sabrán que Yo Soy”


“Cuando hayan levantado en alto al Hijo del hombre, sabrán que Yo Soy” (Jn 8, 21-30). En su diálogo con los fariseos, Jesús no solo profetiza que ellos habrán de ser los responsables de su muerte y que su muerte será una muerte en cruz –“cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre”-, sino que profetiza además que, en ese momento, sucederá algo, misterioso y sobrenatural, que les hará conocer que Él es Dios: “sabrán que Yo Soy”.
En el momento en que Jesús, “el Hijo del hombre”, sea crucificado, “levantado en alto”, quienes lo contemplen sabrán que Él es Dios: “sabrán que Yo Soy”. Jesús se aplica para sí mismo el nombre sagrado con el cual los judíos conocían a Dios: “Yo Soy”. Les está diciendo, entonces, que cuando ellos lleguen al extremo de la malicia de crucificarlo, Él, desde la cruz, les revelará, en sus mentes y corazones, y de una manera tan clara y profunda que no podrán dudar, que “Él Es el que Es”, es decir, que Él es “Yahvéh”.
Dios se había dado a conocer desde la zarza ardiente y les había dado al Pueblo Elegido su Nombre, “Yo Soy el que Soy”; ahora, ese Dios, que se había encarnado, les hablaba desde el templo purísimo de su Cuerpo humano, pero los fariseos no solo no lo querían reconocer, sino que lo acusaban de blasfemia, lo juzgaban inicuamente y lo condenaban a morir en cruz. Es esto lo que Jesús les anticipa que habrá de suceder el Jueves y Viernes Santo, pero les anticipa también que Él infundirá su Espíritu sobre sus mentes y corazones y será este Espíritu Santo el que les dará el conocimiento de que Aquel al que están crucificando es el mismo Dios al que ellos adoraban: “Cuando hayan levantado en alto al Hijo del hombre, sabrán que Yo Soy”.
Si en la cima del Monte Calvario los judíos, al contemplar a Jesús crucificado, recibieron la infusión del Espíritu Santo, que les hizo saber que Aquel al que crucificaban era Dios Hijo, también nosotros, los católicos, cuando asistimos a la Santa Misa, renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario, al contemplar a Jesús elevado en la Hostia, recibimos de Él su mismo Espíritu, el Espíritu Santo, que nos hace saber, desde lo más profundo de nuestras mentes y corazones, al iluminarlos con la luz que viene de lo alto, que Él, en la Eucaristía, es Dios.

A nosotros, desde la Eucaristía elevada en el altar, Jesús nos dice: “Cuando hayan levantado en alto la Eucaristía, sabrán que Yo Soy”. Y así como los verdaderos adoradores, los adoradores en espíritu y verdad, se postraron ante Jesús crucificado, adorándolo como Dios, así también nosotros, nos postramos como Iglesia ante Jesús Eucaristía, adorándolo como al Dios de la Eucaristía.

miércoles, 17 de abril de 2013

“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo”



“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo” (Jn 6, 44-51). En su discurso del Pan de Vida, Jesús se atribuye el nombre de “Pan”, pero se diferencia claramente del “pan” o “maná del desierto: “Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron”. En cambio, el que coma de este Pan, que es su carne, la carne del Cordero de Dios, no solo no morirá sino que vivirá eternamente: “El que coma de este pan vivirá eternamente”, y la razón es que este Pan, que es su Cuerpo, su Carne gloriosa y resucitada, contiene la vida misma del Ser trinitario, la vida misma de Dios Trino, que es la vida también de Jesús en cuanto Hombre-Dios: “el pan que Yo daré es mi carne para la Vida del mundo”.
Los israelitas en el desierto comían el maná y morían porque este, si bien tenía un origen celestial, por cuanto era Yahvéh quien lo creaba de la nada para proporcionárselos, y si bien era un alimento espiritual en el sentido de que provenía del amor de Yahvéh, era ante todo un alimento para el cuerpo y su acción se limitaba a servir de sustento a la vida terrena y corpórea. Al impedir que el Pueblo Elegido muriera de hambre, el maná del desierto fortalecía a los israelitas, permitiéndoles hacer frente a las alimañas del desierto, las serpientes venenosas, los escorpiones y las arañas, y les permitía, de esta manera, que alcanzaran la Tierra Prometida, la Jerusalén celestial. Sin embargo, debido a que era un alimento que sustentaba sólo la vida corpórea, los israelitas comieron de este pan pero murieron.
Este es el motivo por el cual Jesús les dice que ese maná no era el verdadero maná, porque solo era figura del Verdadero Maná del cielo, la Eucaristía, el Pan Vivo bajado del cielo, que es Él mismo. Él sí concede Vida eterna, porque no alimenta el cuerpo con substancias perecederas, como el maná del desierto, sino al alma y con la Vida eterna, con su vida misma, que es la vida de Dios Trino.
El que come de este Maná que es la Eucaristía, tiene Vida eterna, porque la substancia con la que alimenta es la substancia de Dios, que es Vida Increada y es su misma Eternidad. El que come de este Pan, que es la Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo, recibe por participación la Vida divina de Dios Hijo, y Dios Hijo le comunica de tal manera de su vida, que el que consume este pan “ya no es él, sino Cristo Jesús quien vive en Él”. Si el pan del desierto se asimilaba al organismo que lo consumía, el que consume el Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía, es asimilado por el Espíritu Santo en el Cuerpo de Cristo, pasando a ser “un solo cuerpo y un solo espíritu” con Cristo Jesús.
Si el pan del desierto permitió al Pueblo Elegido no desfallecer de hambre en su peregrinar por el desierto, y le dio fuerzas para combatir a las alimañas, las serpientes, los escorpiones y las arañas, para que pudieran llegar sanos y salvos a la Jerusalén terrena, el Pan Vivo bajado del cielo, que alimenta con la substancia misma de Dios, permite no desfallecer a causa del hambre de Dios que toda alma humana posee, porque la sobre-alimenta con abundancia con esta substancia divina; al mismo tiempo, la Eucaristía le concede fuerzas para combatir a los seres espirituales de la oscuridad, las entidades demoníacas, las alimañas espirituales que asaltan al hombre en su peregrinar por el desierto de la vida. De esta manera, la Eucaristía permite al alma que se alimenta de ella, alcanzar la Patria celestial, la Jerusalén del cielo, en donde “no habrá más hambre ni sed”, porque el Cordero la alimentará con su Amor por toda la eternidad.
“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo (…) el que coma de este Pan vivirá eternamente”. El cristiano que se alimenta del manjar substancial de la Eucaristía posee ya, desde esta vida, en germen, la Vida eterna, Vida que se desplegará en toda su infinita plenitud al traspasar los umbrales de la muerte terrena.