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jueves, 2 de julio de 2020

“Jamás se vio nada igual en Israel”




“Jamás se vio nada igual en Israel” (Mt 9, 32-38). Jesús hace dos milagros que dejan estupefactos a los asistentes: cura a un mudo y expulsa a un demonio y esto, no invocando el poder de Dios, sino usando el poder de Dios como saliendo de Él mismo, es decir, Jesús actúa no como un hombre santo a quien Dios acompaña con sus prodigios, sino que actúa como Dios encarnado, porque los prodigios los hace con el solo poder de su voz. Esto es lo que lleva a que los asistentes a sus prodigios exclamen asombrados: “Jamás se ha visto nada igual en Israel”.
Esta exclamación significa mucho, porque Israel había sido destinataria y testigo de innumerables prodigios de parte de Dios, como por ejemplo, la apertura de las aguas del Mar Rojo, la lluvia del maná caído del cielo, la surgente del agua de la roca en pleno desierto, y como estos, muchísimos milagros más. Pero jamás se había visto en Israel que un hombre obrara como Dios, curando enfermos y expulsando demonios con el solo poder de su voz. Los israelitas son espectadores privilegiados de la acción del Hombre-Dios Jesucristo y esto los lleva a la admiración.
“Jamás se vio nada igual en Israel”. Ahora bien, no solo los israelitas son espectadores privilegiados de milagros divinos: nosotros, cada vez que asistimos a la Santa Misa, somos testigos, por la fe de la Iglesia, del milagro más grande de todos los milagros; un milagro que opaca y reduce casi a la nada la curación de enfermos y la expulsión de demonios y es por eso el Milagro de los milagros y es el obrado por la Santa Madre Iglesia, por intermedio del sacerdote ministerial, la transubstanciación, esto es, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Es por esto que nosotros, colmados de asombro y estupor decimos, parafraseando a los discípulos de Jesús y postrados en adoración ante la Eucaristía: “Jamás se ha visto una Iglesia, como la Católica, que obre un milagro así, la conversión de las substancias del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús”.

sábado, 6 de julio de 2019

“Los envió de dos en dos”



(Domingo XIV - TO - Ciclo C – 2019)

         “Los envió de dos en dos” (Lc 10, 1-12. 17-20). Tras el envío de los Doce (un número que recuerda y representa a Israel), ahora Jesús elige a Setenta y dos (un número que hace alusión a los pueblos paganos) y los envía a anunciar el Evangelio; más específicamente, los envía a preparar la Venida del mismo Jesús, los envía a anunciar que “el Reino de Dios está cerca”[1]. En este envío está entonces implícito el alcance universal de la misión de la Iglesia Católica, pues el mismo Jesús envió a la Iglesia primera a misionar, tanto a los judíos (envío de los Doce) como a los gentiles (envío de los Setenta y Dos).
         El discípulo que es enviado a la misión tiene algunos compromisos: primero la oración –explicitado en el “rueguen” de Jesús-, porque los frutos de la misión no dependen del obrar humano –lo cual sería caer en una especie de gnosis prometeica-, sino de la acción de Dios sobre las almas por medio de la gracia y Dios obra cuando las almas piden fervorosa y piadosamente su intervención. El pensamiento del misionero debe ser siempre preparar a las almas para la Venida del Salvador.
El segundo compromiso del misionero es anunciar el Evangelio con paz, serenidad y valentía, incluso ante la amenaza de persecución –los envío como “corderos en medio de lobos”-. No estamos lejos de esta realidad, porque la Iglesia atraviesa, en los inicios del siglo XXI, una persecución sin precedentes, tanto cruenta como incruenta y esta persecución es de tal magnitud, que muchos consideran que la persecución a la Iglesia en el siglo XXI supera a las persecuciones de los primeros siglos. Esta persecución es cruenta, como en los países comunistas –Corea del Norte, China, Cuba- o incruenta, como en los países occidentales.
Por último, el que está en la misión debe llevar una vida sobria y austera –“no lleven monedero, zurrón ni calzado ni se detengan a saludar a nadie”- y la razón es que la misión no es un encuentro fraterno con amigos, ni una ocasión para un intercambio cultural, sino que se trata de ingresar en un territorio espiritual en el que las almas deben ser conquistadas, una a una, con la oración y la gracia, para el Reino de Dios. Por esta razón, el misionero debe “asemejarse a un hombre que emprende un viaje urgentísimo, sin mirar a derecha ni a izquierda, puesto que su mensaje es verdaderamente urgente: el Reino de Dios está cerca”[2].
         Por último, el Evangelio nos dice que si se ven frutos de la misión, lo que debe alegrar al alma no es que se le sometan los demonios, ni que realice grandes curaciones, sino que “su nombre está inscripto en el cielo” y es por eso que está haciendo la misión.
         “Jesús eligió a setenta y dos y los envió de dos en dos”. Del mismo modo a como la Iglesia primitiva tenía la misión de evangelizar a judíos y gentiles, así también la misión de la Iglesia no ha cambiado y se dirige tanto a judíos como a gentiles, es decir, a todos los hombres, con el mismo anuncio: “el Reino de Dios está cerca” y con el mismo sentido de urgencia con el que predicaron los misioneros enviados por Jesús. Puesto que somos hijos de la Iglesia, también nosotros debemos considerarnos misioneros que anuncien que el Reino de Dios está cerca, en nuestros ámbitos de trabajo y estudio y según nuestro estado de vida. No hay nada más importante y más urgente para nosotros y para nuestro prójimo que anunciar que el Reino de Dios y la Segunda Venida de Jesucristo están cerca.
        


[1] B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 608.
[2] Cfr. Orchard, ibidem, 608.