sábado, 29 de junio de 2019

“Te seguiré adonde vayas”



(Domingo XIII - TO - Ciclo C – 2016)

“Te seguiré adonde vayas” (Lc 9, 51-62). El Evangelio trata acerca del llamado a seguir a Jesús, aunque también de las condiciones y disposiciones espirituales que suponen esta decisión. En efecto, cuando Jesús pasa, por un lado, un hombre le dice espontáneamente que lo seguirá “adonde vaya”; por otro lado, a otros dos, en cambio, es Jesús quien formula la llamada a seguirlo: “Sígueme”.
Ahora bien, ¿de qué tipo de seguimiento a Jesús se trata? Porque el seguimiento a Jesús puede ser en la vida consagrada o en la vida matrimonial. Entonces, se trata del seguimiento a Jesús o por la vida consagrada o por la vida matrimonial. Pero a estos dos seguimientos le podemos agregar un tercer seguimiento y es el llamado universal a la santidad a toda la humanidad. Por lo tanto, en este Evangelio estarían comprendidos todos los hombres y sus respectivos estados de vida, a los que Jesús elige y llama para que estén con Él: están los que son llamados a la vida consagrada, los que son llamados a la vida matrimonial, y los que son llamados a ser santos –en otro estado de vida que no sea el de estos dos- y es esta la llamada universal de Jesús a todo hombre.
Cuando se habla del seguimiento de Jesús, hay que tener en cuenta de adónde se dirige Jesús –a Jerusalén, a sufrir la Pasión- y cuáles son las disposiciones de vida interiores y espirituales y también materiales para seguir a Jesús, puesto que el seguimiento de Jesús implica exigencias, como abandonos y estos abandonos –de las pasiones, de la avidez por lo material, del propio yo- nadie , en ningún estado de vida, está libre. El triple abandono –pasiones, bienes materiales, ego- es algo común a todo tipo de seguimiento de Jesús, sea en la vida consagrada, sea en la vida matrimonial, sea en el llamado personal y universal a la santidad.
Un elemento en común que tienen, tanto los que espontáneamente se ofrecen a seguirlo –“Te seguiré adonde vayas”, le dice uno-, como aquellos a quienes Él llama en persona –“Sígueme”, le dice a los otros dos- es la advertencia de Jesús acerca de en qué consiste el abandono necesario para su seguimiento. En todos los casos, está presente el triple abandono, seguido de la conversión eucarística del corazón, que hace que el hombre viva no ya como el hombre viejo, sino como el hombre nuevo, el hombre que ha sido convertido en hijo adoptivo de Dios. En todos los casos de seguimiento de Jesús está presente el llamado universal a la santidad, que implica dejar de lado la vida del hombre viejo, dominada por el pecado y comenzar a vivir la vida del hombre nuevo, del hombre nacido “de lo alto, del agua y del Espíritu”.
Jesús se detiene para advertir las condiciones en las que deben vivir quien lo siga: dejar el mundo –significado en el que tiene que “enterrar a sus muertos”-; dejar la familia biológica –solo para los consagrados, obviamente- para vivir en Iglesia, que es la familia de los hijos de Dios –está representado en el que le pide despedirse de su familia-; pero además de esto y en primer lugar, en el seguimiento de Jesús se encuentra la disposición de cargar la cruz y vivir la pobreza de la cruz –no cualquier pobreza, sino la pobreza que hace santos, la pobreza de la cruz, pobreza que consiste en, además del despojo de lo material, en una disposición interior por la cual el alma se reconoce siempre necesitada de Dios, de su Fortaleza, de su Sabiduría y de su Amor-, lo cual está significado en la frase de Jesús: “El Hijo del hombre no tiene dónde reposar su cabeza”.
Entonces, al decir, esto, Jesús advierte que quien lo siga debe vivir la pobreza –la pobreza de la cruz-, pero sobre todo, debe estar dispuesto a subir con Él a la cruz, porque es ahí en donde se cumplen sus palabras: “El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. En la cruz, con sus brazos y pies clavados por gruesos clavos de hierro y con su cabeza coronada por una corona de gruesas, filosas y duras espinas, Jesús no tiene cómo ni dónde reclinar la cabeza, sin disponer ni siquiera de un breve instante de descanso y consuelo en todo el tiempo que dura su dolorosa agonía. Entonces, estas condiciones de vida y disposiciones del alma son ineludibles para cualquier estado de vida, en el seguimiento de Jesús.
“Te seguiré adonde vayas”. Sea cual sea nuestro estado de vida, todos los seres humanos de todos los tiempos estamos llamados a conocer, amar y seguir a Jesús y que el seguimiento de Jesús es en dirección al Calvario, porque Jesús “toma la decisión de viajar a Jerusalén” para subir a la Cruz. Es decir, el seguimiento de Jesús implica, esencial e indefectiblemente, cargar la propia cruz e ir en pos de Él, siguiéndolo por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, el cual es un camino estrecho, arduo, duro, difícil, y que finaliza recién con la muerte del propio yo y su visión naturalista de la existencia; el seguimiento de Jesús finaliza con la subida a la cruz y con la muerte del hombre viejo, el hombre dominado por el ego y las pasiones. Es un camino en el que no se debe mirar para atrás; es un camino en el que la única posesión material es el leño de la cruz, los clavos de las manos y los pies y la corona de espinas; un camino en el que el mundo materialista y sus atractivos no tiene cabida; un camino en el que no hay lugar para reposar la cabeza.
“Te seguiré adonde vayas”. Jesús va, por el Camino del Calvario, con la Cruz a cuestas. En esto consiste el seguimiento de Jesús: en seguirlo por el Camino Real de la Santa Cruz.

jueves, 27 de junio de 2019

“Te seguiré adonde vayas”



(Domingo XIII - TO - Ciclo C – 2016)

“Te seguiré adonde vayas” (Lc 9, 51-62). El Evangelio trata acerca del llamado a seguir a Jesús, aunque también de las condiciones y disposiciones espirituales que suponen esta decisión. En efecto, cuando Jesús pasa, por un lado, un hombre le dice espontáneamente que lo seguirá “adonde vaya”; por otro lado, a otros dos, en cambio, es Jesús quien formula la llamada a seguirlo: “Sígueme”.
Ahora bien, ¿de qué tipo de seguimiento a Jesús se trata? Porque el seguimiento a Jesús puede ser en la vida consagrada o en la vida matrimonial. Entonces, se trata del seguimiento a Jesús o por la vida consagrada o por la vida matrimonial. Pero a estos dos seguimientos le podemos agregar un tercer seguimiento y es el llamado universal a la santidad a toda la humanidad. Por lo tanto, en este Evangelio estarían comprendidos todos los hombres y sus respectivos estados de vida, a los que Jesús elige y llama para que estén con Él: están los que son llamados a la vida consagrada, los que son llamados a la vida matrimonial, y los que son llamados a ser santos –sea en la vida sacerdotal y en la vida matrimonial- y es esta la llamada universal de Jesús a todo hombre.
Cuando se habla del seguimiento de Jesús, hay que tener en cuenta de adónde se dirige Jesús y cuáles son las disposiciones de vida interiores y espirituales y también materiales para seguir a Jesús, puesto que el seguimiento de Jesús implica exigencias, como abandonos y estos abandonos –de las pasiones, de la avidez por lo material, del propio yo- nadie , en ningún estado de vida, está libre. El triple abandono –pasiones, bienes materiales, ego- es algo común a todo tipo de seguimiento de Jesús, sea en la vida consagrada, sea en la vida matrimonial, sea en el llamado personal y universal a la santidad.
Un elemento en común que tienen, tanto los que espontáneamente se ofrecen a seguirlo –“Te seguiré adonde vayas”, le dice uno-, como aquellos a quienes Él llama en persona –“Sígueme”, le dice a los otros dos- es la advertencia de Jesús acerca de en qué consiste el abandono necesario para su seguimiento. En todos los casos, está presente el triple abandono, seguido de la conversión eucarística del corazón, que hace que el hombre viva no ya como el hombre viejo, sino como el hombre nuevo, el hombre que ha sido convertido en hijo adoptivo de Dios. En todos los casos de seguimiento de Jesús está presente el llamado universal a la santidad, que implica dejar de lado la vida del hombre viejo, dominada por el pecado y comenzar a vivir la vida del hombre nuevo, del hombre nacido “de lo alto, del agua y del Espíritu”.
Jesús se detiene para advertir las condiciones en las que deben vivir quien lo siga: dejar el mundo –significado en el que tiene que “enterrar a sus muertos”-; dejar la familia biológica –solo para los consagrados, obviamente- para vivir en Iglesia, que es la familia de los hijos de Dios –está representado en el que le pide despedirse de su familia-; pero además de esto y en primer lugar, en el seguimiento de Jesús se encuentra la disposición de cargar la cruz y vivir la pobreza de la cruz –no cualquier pobreza, sino la pobreza que hace santos, la pobreza de la cruz, pobreza que consiste en, además del despojo de lo material, en una disposición interior por la cual el alma se reconoce siempre necesitada de Dios, de su Fortaleza, de su Sabiduría y de su Amor-, lo cual está significado en la frase de Jesús: “El Hijo del hombre no tiene dónde reposar su cabeza”.
Entonces, al decir, esto, Jesús advierte que quien lo siga debe vivir la pobreza –la pobreza de la cruz-, pero sobre todo, debe estar dispuesto a subir con Él a la cruz, porque es ahí en donde se cumplen sus palabras: “El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. En la cruz, con sus brazos y pies clavados por gruesos clavos de hierro y con su cabeza coronada por una corona de gruesas, filosas y duras espinas, Jesús no tiene cómo ni dónde reclinar la cabeza, sin disponer ni siquiera de un breve instante de descanso y consuelo en todo el tiempo que dura su dolorosa agonía. Entonces, estas condiciones de vida y disposiciones del alma son ineludibles para cualquier estado de vida, en el seguimiento de Jesús.
“Te seguiré adonde vayas”. Sea cual sea nuestro estado de vida, todos los seres humanos de todos los tiempos estamos llamados a conocer, amar y seguir a Jesús y que el seguimiento de Jesús es en dirección al Calvario, porque Jesús “toma la decisión de viajar a Jerusalén” para subir a la Cruz. Es decir, el seguimiento de Jesús implica, esencial e indefectiblemente, cargar la propia cruz e ir en pos de Él, siguiéndolo por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, el cual es un camino estrecho, arduo, duro, difícil, y que finaliza recién con la muerte del propio yo y su visión naturalista de la existencia; el seguimiento de Jesús finaliza con la subida a la cruz y con la muerte del hombre viejo, el hombre dominado por el ego y las pasiones. Es un camino en el que no se debe mirar para atrás; es un camino en el que la única posesión material es el leño de la cruz, los clavos de las manos y los pies y la corona de espinas; un camino en el que el mundo materialista y sus atractivos no tiene cabida; un camino en el que no hay lugar para reposar la cabeza.
“Te seguiré adonde vayas”. Jesús va, por el Camino del Calvario, con la Cruz a cuestas. En esto consiste el seguimiento de Jesús: en seguirlo por el Camino Real de la Santa Cruz.

martes, 25 de junio de 2019

“Edifiquen sobre la Roca y no sobre arena”



“Edifiquen sobre la Roca y no sobre arena” (cfr. Mt 7, 21-29). En esta parábola, Jesús nos presenta a dos hombres distintos que edifican sus respectivas casas: uno edifica sobre roca y así los cimientos de la casa están firmes para cuando lleguen las tormentas y tempestades; el otro, edifica sobre arena, por lo cual sus cimientos no están firmes y cuando llega la tormenta, todo su edificio se desmorona. Estos hombres y sus respectivas casas son figuras de dos tipos de almas: el que edifica sobre roca representa a las almas que construyen su edificio espiritual sobre la Roca, Cristo y son las almas que adoran a Cristo en la Eucaristía y en la Cruz; el que edifica sobre arena representa a las almas que construyen sobre espiritualidades no cristianas o con fundamentos meramente humanos: cuando llega el tiempo de la tribulación, todo se viene abajo espiritualmente.
Esta parábola nos enseña que debemos edificar sobre la Roca sólida, que es Cristo Jesús y descartar cualquier espiritualidad que no se derive de Cristo Eucaristía y de Cristo crucificado.

lunes, 24 de junio de 2019

“Entrad por la puerta estrecha”



“Entrad por la puerta estrecha” (Mt 7, 6. 12-14). Jesús nos dice que, para entrar en el Reino de los cielos, es necesario entrar por la “puerta estrecha”, en contraposición con la “puerta ancha” que conduce a la eterna condenación. Es decir, en la vida terrena, en la que estamos de paso hacia la vida eterna, hay dos puertas, una estrecha y otra ancha, a las cuales debemos elegir, indefectiblemente, antes de pasar a la vida eterna. Ahora bien, nadie nos obliga a ir ni por una ni por la otra, sino que se trata de una libre elección: puedo elegir libremente cuál de las dos puertas prefiero. Jesús nos aconseja elegir la puerta estrecha y evitar la puerta ancha, porque la primera lleva al cielo, mientras que la segunda, al infierno.
“Entrad por la puerta estrecha”. ¿Cuál es la puerta estrecha? ¿Qué implica esta elección? La puerta estrecha es la Cruz y su elección implica, como dice Santo Tomás, elegir todo lo que Cristo eligió en la Cruz y despreciar todo lo que Cristo despreció en la Cruz. Al contemplar a Cristo crucificado, vemos que Cristo eligió en primer lugar el sacrificio, ya que dio su vida libremente por nosotros, por nuestra salvación; al sacrificio se le oponen la holgazanería y la pereza, por lo que si no combatimos a esta tentación, tanto en el cuerpo como en el alma –hay una pereza corporal y una espiritual, esta última se llama “acedia”-, estamos eligiendo la puerta ancha. El otro elemento que encontramos al contemplar la Cruz es el Amor, porque Cristo se ofreció en sacrificio movido única y exclusivamente por el Amor a Dios y a los hombres. Este amor implica el amor a Dios y al prójimo, incluido el enemigo, porque Cristo Jesús nos manda amar a los enemigos –personales, no a los enemigos de Dios y de la Patria-, de manera que si elegimos el rencor, el odio o la venganza, estamos eligiendo lo opuesto al Amor y nuevamente nos dirigimos a la condenación eterna, porque es más fácil dejarse llevar por el deseo de venganza, que amar al enemigo hasta la muerte de Cruz, movido por la gracia.
“Entrad por la puerta estrecha”. La puerta estrecha es, entonces, la Cruz, la Santa Cruz de Jesús: si la elegimos, elegiremos el yugo de Dios, que es “suave y liviano”, y así salvaremos nuestras almas.


sábado, 22 de junio de 2019

Solemnidad de Corpus Christi



(Ciclo C – 2019)

          La Solemnidad de Corpus Christi se originó en un milagro eucarístico: en la localidad de Orvieto-Bolsena, durante la consagración -es decir, en el momento en el que el sacerdote pronuncia las palabras de la transubstanciación-, el pan se convirtió en un trozo de músculo cardíaco sangrante y esta sangre fue tan abundante, que llenó el cáliz, lo rebalsó y manchó el corporal. Este milagro era la respuesta del cielo ante la crisis de fe del sacerdote que celebraba la misa, el cual, si bien era un buen sacerdote, piadoso y devoto, sin embargo tenía dudas acerca de lo que la Iglesia enseña sobre la Eucaristía, esto es, que por las palabras de la consagración el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre. Como el sacerdote tenía dudas de fe, el cielo decidió realizar este milagro, para que se viera de forma visible lo que sucede de modo invisible: invisiblemente, insensiblemente -es decir, sin ser captados por los sentidos-, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, se produce un milagro que se llama “transubstanciación”, por el cual las substancias del pan y del vino se convierten en las substancias del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Esto es lo que sucede, en cada Santa Misa, de modo invisible, sin que nosotros nos percatemos sensiblemente de ello. Pero por el hecho de que no lo veamos, no quiere decir que no ocurra. La Santa Misa es un misterio sobrenatural, inalcanzable para los sentidos y también para la razón, puesto que solo por la razón iluminada con la luz de la fe se puede llegar a aceptar la realización del milagro de la conversión de las substancias del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Teniendo esto en cuenta, podemos decir que en Bolsena se produjo un milagro dentro de un milagro, y el milagro principal no fue que el pan se convirtiera en músculo cardíaco visible y el vino en sangre; el milagro principal ocurre en cada Santa Misa, porque en cada Santa Misa se produce el milagro de la transubstanciación, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración. Es decir, en cada Santa Misa se produce el Milagro de los milagros, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor y esto sucede de modo invisible, pero real; lo que sucedió en Orvieto-Bolsena es que, en este caso, se produjo un milagro visible, además del milagro invisible: lo que sabemos sólo por la fe, en Orvieto-Bolsena se hizo visible y así el sacerdote y los fieles pudieron comprobar, con sus propios ojos, cómo el pan se convertía en el Corazón de Cristo y el vino en su Sangre Preciosísima.
          Entonces, cuando asistamos a Misa, recordemos el milagro que dio origen a la Solemnidad y procesión de Corpus Christi, pero sepamos que, aunque no vuelva a producirse un milagro similar, esto es, la aparición visible del Cuerpo y la Sangre de Jesús, esta conversión sucede, realmente, de modo milagroso, aun cuando no seamos capaces de observarla con los sentidos. Cuando asistamos a Misa, recordemos el milagro de Orvieto, pero sepamos que ese mismo milagro sucede, invisiblemente, por las palabras de la consagración en cada Santa Misa y sepamos que no tenemos necesidad de que vuelva a producirse un milagro visible: basta con que se haya producido una vez, para que esto confirme lo que la Iglesia nos enseña en su Magisterio: que por las palabras de la consagración el pan se convierte en el Corazón Eucarístico de Jesús y el vino en su Sangre.
          Por último, recordemos otro elemento importante del Milagro de la Santa Misa: cuando decimos que el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, tengamos en cuenta que ese Cuerpo y esa Sangre pertenecen a una Persona, Jesús de Nazareth, el Verbo de Dios encarnado, de manera tal que cuando comulgamos su Cuerpo y bebemos su Sangre en la Eucaristía, no recibimos a un Cuerpo y a una Sangre que no pertenecen a nadie, sino que son el Cuerpo y la Sangre que pertenecen a la Persona del Hijo de Dios: en otras palabras, la Dueña de ese Cuerpo y de esa Sangre es la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Hijo y es esto lo que comulgamos, el Cuerpo y la Sangre de la Persona y, con ellos, a la Persona en Sí misma. Esto quiere decir que cuando el sacerdote, al presentar la Hostia consagrada al fiel para que comulgue dice: “El Cuerpo de Cristo”, está diciendo en realidad: “Lo que estás por recibir en tu cuerpo y en tu corazón es a la Segunda Persona de la Trinidad, Dios, Hijo de Dios encarnado, Cristo Jesús; al comulgar el Cuerpo de Cristo, estás por hacer ingresar en tu alma al Cordero de Dios, Jesús de Nazareth; por lo tanto, prepara tu corazón, ábrele las puertas de tu corazón, haz de tu corazón un trono, un altar y un sagrario, en donde Cristo Jesús, que ingresa en tu alma por la Eucaristía, sea adorado y amado de forma exclusiva, en el tiempo y en la eternidad”. Cuando comulgamos, no comulgamos una “cosa”, es decir, un cuerpo y una sangre que están aislados, sin pertenecer a nadie: comulgamos y recibimos en nuestros corazones al Hijo de Dios encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, para que nos alimentemos de su Cuerpo y de su Sangre sacramentados. 


lunes, 17 de junio de 2019

“No se puede servir a Dios y al dinero”



“No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24-34). Jesús nos advierte que, o servimos a Dios, o servimos al dinero. La razón es que en el corazón humano no hay lugar para ambos: o el corazón adora a Dios Uno y Trino o adora al dinero, no puede adorar a ambos a la vez. El corazón humano tiene capacidad para amar a uno de los dos, al tiempo que tiene capacidad para aborrecer al que no se ama: “No se puede servir a Dios y al dinero, porque aborrecerá a uno y amará al otro”. Es decir, si se ama a Dios, se aborrece el dinero; si se ama el dinero, se aborrece a Dios. Y para convencernos de que debemos amar a Dios, Jesús nos hace ver que todo el universo, visible e invisible, está en manos de Dios y que por lo tanto, no debemos preocuparnos por las cosas materiales, puesto que Dios, que es nuestro Padre, sabe qué es lo que necesitamos. Jesús da un ejemplo con la naturaleza: si Dios es quien proporciona la vida y los alimentos a los seres irracionales, mucho más lo hará con nosotros, que valemos más que ellos, desde el momento en que somos sus hijos adoptivos.
“No se puede servir a Dios y al dinero”. El consejo de Jesús es lo más acorde a nuestra naturaleza, porque se trata de amar a Dios, que es para lo que fuimos hechos. Si amamos a Dios y aborrecemos el dinero, estaremos cumpliendo el fin para el que fuimos creados. Si hacemos lo opuesto, es decir, si amamos al dinero y aborrecemos a Dios, no solo no alcanzaremos nunca el fin para el que fuimos creados, sino que además seremos sumamente desdichados e infelices, porque el dinero no puede, de ninguna manera, dar la verdadera felicidad, que es interior y espiritual y solo puede ser dada por Dios.
“No se puede servir a Dios y al dinero”. Pidamos la gracia de amar y servir a Dios, que es el fin para el que fuimos creados; adoremos a Cristo Eucaristía en nuestros corazones y aborrezcamos al dinero y así tendremos la seguridad de que viviremos en paz en esta vida y seremos bienaventurados por toda la eternidad en la otra vida.

“Acumulen tesoros en el cielo, porque donde estén tus riquezas, ahí estará tu corazón”



“Acumulen tesoros en el cielo, porque donde estén tus riquezas, ahí estará tu corazón” (Mt 6, 19-23). Quien afirme que el cristianismo es contrario a la riqueza y a su acumulación, solo tiene que leer este pasaje del Evangelio, en el que Jesucristo insta explícitamente a acumular riquezas. Ahora bien, lo que hay que tener en cuenta es qué tipo de riquezas quiere Jesús que acumulemos y en dónde: las riquezas que Jesús quiere que acumulemos no son las riquezas materiales, terrenas, sino las riquezas espirituales, que son las obras buenas realizadas en gracia, la fe y la gracia misma y el lugar en donde Jesús quiere que acumulemos estas riquezas, no es un banco o un depósito terreno, sino en el cielo. Una obra buena, el deseo de evitar el pecado y de vivir en gracia, el hacer actos continuos de fe en Jesucristo como Hombre-Dios presente en la Eucaristía, son solo algunos de los ejemplos de las riquezas que Jesús quiere que acumulemos en el cielo.
Las razones por las cuales Jesús quiere que acumulemos esta clase de tesoros las dice Él mismo: porque donde esté nuestro tesoro, ahí estará nuestro corazón. Si nuestro tesoro son las riquezas materiales, entonces nuestro corazón estará en las riquezas materiales y no estará en Dios, porque Dios no está en esas riquezas; si nuestro tesoro son en cambio las riquezas espirituales, allí estará nuestro corazón y nuestro corazón estará en Dios y con Dios, porque Dios sí está en las riquezas espirituales. Ésta es la razón por la que Jesús quiere explícitamente que acumulemos riquezas, pero de las espirituales, y en el cielo, en donde está a salvo de la corrosión y de los ladrones.
“Acumulen tesoros en el cielo, porque donde estén tus riquezas, ahí estará tu corazón”. Que nuestro tesoro más grande y único sea la Sagrada Eucaristía: así nos aseguraremos de que nuestros corazones estén en Dios, no sólo en esta vida, sino también por toda la eternidad.

“Cuando ores y hagas el bien hazlo en secreto y así recibirás la recompensa del Padre”




“Cuando ores y hagas el bien hazlo en secreto y así recibirás la recompensa del Padre” (Mt 6, 1-6. 16-18). Con estas indicaciones acerca de la oración y de las buenas obras, Jesús nos advierte contra la tentación de hacer estas cosas buenas sólo por pura exterioridad, para ser vistos por los hombres y para ser aplaudidos por ellos. El hombre, por el pecado original, tiene la tendencia de la presunción y de la soberbia y por esta razón, si hace alguna obra buena, como el rezar o hacer una obra de misericordia, busca el aplauso de los demás hombres. Pero haciendo esto, por un lado, arruina la buena obra realizada, ya que la soberbia y la presunción lo echan todo a perder; por otra parte, se olvida que a quien debe agradar con las buenas obras es a Dios y no a los hombres, porque es Dios quien da la verdadera recompensa, que es su gracia y amor, para toda obra buena.
“Cuando ores y hagas el bien hazlo en secreto y así recibirás la recompensa del Padre”. Cuando oremos, no busquemos que los hombres nos vean orar ni tampoco esperemos ser honrados por ellos ni ser tenidos como buenos; cuando hagamos alguna obra buena, no hagamos alarde de esa obra buena, porque así arruinamos todo lo que hayamos hecho. Cuando oremos, nos refugiemos en lo más profundo del corazón, en el interior de nuestras almas, que es en donde nos ve Dios y Dios responderá nuestra oración; cuando hagamos obras buenas, las hagamos pero no para que los demás nos aplaudan y hablen bien de nosotros: hagamos las obras buenas de cara a Dios, para que sea Dios quien nos recompense, con su gracia y su amor. No busquemos el aplauso de los hombres: busquemos, con la oración y las obras buenas, la gracia y el Amor de Dios.

“Amen a sus enemigos, para que sean perfectos como mi Padre celestial es perfecto”



“Amen a sus enemigos, para que sean perfectos como mi Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 43-48). Jesús da un mandamiento verdaderamente nuevo y es el que explica que la religión de Jesús sea una religión de origen celestial y no puramente humana: amar a los enemigos. El hecho de “amar a los enemigos”, de “orar por los que nos hacen el mal”, en vez de buscar justicia y venganza, es lo que distingue a la religión católica de cualquier otra religión. Jesús da la razón del porqué amar a los enemigos: porque así seremos “verdaderamente hijos del Padre que está en los cielos”. Amar a los enemigos no es un comportamiento ni meramente afectivo ni simbólico ni metafórico y tiene una relación directa con Dios Padre y con Dios Hijo: es realmente participar del amor con el que el Padre y el Hijo nos aman desde la cruz. Es decir, el cristiano debe amar a sus enemigos, porque tanto el Padre como el Hijo concedieron su amor y su perdón a cada uno de los hombres, siendo ellos sus enemigos, porque crucificaban a Dios Hijo con sus pecados. Quien ama a sus enemigos, imita a Dios Padre, que amó a los hombres, sus enemigos, que crucificaban a su Hijo e imita también a Dios Hijo, que perdonó a los que le quitaban la vida, sus enemigos, pidiendo el perdón divino para ellos.
“Amen a sus enemigos, para que sean perfectos como mi Padre celestial es perfecto”. Es imposible cumplir este mandamiento si no es por medio de la gracia: es la gracia la que perfecciona al alma, concediéndole la facultad de perdonar y amar a sus enemigos, así como el Padre y el Hijo perdonaron a los hombres, siendo estos sus enemigos, en el Calvario. Quien ama a sus enemigos por la gracia, se acerca a la perfección que esta concede y así imita al Padre, que es perfecto.

sábado, 15 de junio de 2019

Solemnidad de la Santísima Trinidad



(Ciclo C – 2019)

         En el dogma de la Santísima Trinidad debemos considerar lo siguiente: por un lado, no conoceríamos que Dios es Uno en naturaleza y Trino en Personas, si Jesús no nos lo hubiera revelado, porque se trata de un misterio absoluto sobrenatural de Dios, que está fuera del alcance de la inteligencia de la creatura, sea hombre o ángel. Por otro lado, debemos considerar que este Dios que es Uno y Trino está todo Él empeñado en nuestra salvación y no de una salvación mundana, sino eterna: quiere salvarnos del pecado, de la muerte y del demonio y quiere conducirnos al cielo como hijos de Dios. De tal manera está empeñada la Santísima Trinidad en nuestra salvación y en nuestro ir al cielo, que la Santísima Trinidad no se queda solo en intenciones, pues Ella misma obra nuestra salvación: es Dios Padre quien envía a su Hijo, por medio de Dios Espíritu Santo, para que se encarne, muera en cruz por nuestra salvación derrotando a nuestros enemigos espirituales, el demonio, el mundo y la carne y nos conduzca, al final de nuestras vidas terrenas, a su Reino, el Reino de los cielos.
         De esto se deduce cuán importante es nuestro paso por la vida terrena y cuán importante es la misión que tenemos que cumplir, todos y cada uno de los hombres, y es cumplir el plan de salvación que la Trinidad ha trazado para todos y cada uno de los hombres, sin importar su raza, credo o religión. Es decir, todos los hombres de todos los tiempos habrán de salvarse si siguen el plan de salvación de la Trinidad que consiste básicamente en cargar la cruz de cada día y seguir a Cristo camino del Calvario, para morir al hombre viejo y nacer al hombre nuevo, el hombre que es hijo de Dios, hijo de la luz, hijo de la gracia. Quien siga este plan, se salvará y evitará la condenación eterna; quien no siga el plan de la Santísima Trinidad, se condenará inevitablemente, porque es deseo de la Trinidad que no haya “otro nombre por el que seamos salvados, que no sea el Santísimo Nombre de Jesús”.
         Otro elemento que debemos tener en cuenta es que la Santísima Trinidad renueva, en cada Santa Misa, su plan salvífico para nosotros: en cada Santa Misa, Dios Padre pide a su Hijo que prolongue su Encarnación y así lo hace el Hijo, quien es llevado por Dios Espíritu Santo a las entrañas virginales de la Iglesia, el altar eucarístico, así como lo hizo en la Encarnación, en donde fue llevado por el Espíritu Santo a las entrañas virginales de María Santísima, para quedarse en la Eucaristía y donársenos como Pan de Vida eterna, como Pan Vivo bajado del cielo y como Verdadero Maná celestial.
         Si Dios Uno y Trino está empeñado en nuestra salvación, que no es una salvación intramundana, sino eterna, entonces también nosotros, tomando conciencia de la necesidad absoluta que tenemos de salvarnos, pongamos todo nuestro esfuerzo y todo nuestro empeño en la tarea de nuestra salvación, que consiste esencialmente como ya dijimos en cargar la cruz de cada día e ir en pos de Jesús, que camina hacia el Calvario.
         Adoremos a Dios Uno y Trino por lo que es, Dios de infinita majestad, honor y gloria y hagamos el propósito de empeñarnos, cada día, en nuestra salvación eterna, para que continuemos adorando y dando acción de gracias a Dios Uno y Trino no solo en esta vida terrena, sino luego, por toda la eternidad.

martes, 11 de junio de 2019

“Id y proclamad que el Reino de Dios está cerca”



“Id y proclamad que el Reino de Dios está cerca” (Mt 10, 7-13). Todos los justos, profetas y santos del Antiguo Testamento esperaron con ver el día en el que el Reino de Dios se establecería en la tierra. Ahora Jesús anuncia que ese Reino “está cerca”. ¿Cuán cerca está? Está tan cerca, que está “dentro de nosotros”: el Reino de Dios está dentro vuestro”. Estas frases de Jesús las advertiremos en su plenitud si tenemos en cuenta lo siguiente: que el Reino de Dios en esta vida consiste en vivir en estado de gracia. Por esta razón, cuanto más se esté en estado de gracia, más se está en el Reino de Dios. Este estado de gracia se convertirá en estado de plenitud de gloria en la otra vida, pero mientras tanto, quien está en estado de gracia, aún en esta vida terrena, ya contiene en sí, en germen, el Reino de Dios. Procuremos entonces adquirir la gracia si no la tenemos, conservarla si ya la tenemos y acrecentarla si ya la hemos conservado. Y así, de esta manera, viviendo en gracia, viviremos en anticipo, en los días que nos queden por vivir en la vida terrena, en el Reino de Dios, Reino que se nos manifestará en todo el esplendor de su gloria en la vida eterna.

“El que mira a una mujer casada deseándola, ya comete adulterio”



“El que mira a una mujer casada deseándola, ya comete adulterio” (Mt 5, 27-32). La advertencia de Jesús nos da una idea cabal de la severidad de la Nueva Ley de la gracia que Él ha venido a instaurar. Ya no basta con simplemente con cometer físicamente el adulterio: ahora, quien simplemente mira a otra mujer con deseos impuros, ya ha cometido adulterio en su corazón. Esto se debe al hecho de que, por la gracia, el alma del justo se encuentra delante de Dios, así como los bienaventurados se encuentran delante de Dios en el cielo. Y así como nadie impuro puede subsistir delante de Dios en los cielos, así también en la tierra, cualquiera que tenga aunque sea pensamientos impuros, aun sin llevarlos a cabo, no puede subsistir ante la Presencia de Dios. Por la gracia, el alma del justo -es decir, de aquel que todavía no está en el Reino de los cielos- se encuentra en una posición análoga a la que se encuentran los bienaventurados en el cielo: se encuentran delante de Dios, que es Espíritu Purísimo y ante el cual la más mínima imperfección resalta en toda su fealdad, poniendo en evidencia a su autor.
“El que mira a una mujer casada deseándola ya comete adulterio”. La advertencia de Jesús para este mandamiento particular se extiende para todos los mandamientos y esto es para que nos demos  cuenta de cuán exigente es la Nueva Ley de la gracia traída por Jesús. Ya no basta con no solo no cometer los pecados físicamente, concretamente: quien los desea en su corazón, ya los ha cometido y por lo tanto, si no ha habido lucha contra este mal deseo, debe acudir prontamente a la Fuente de la Misericordia, el Sacramento de la Confesión Sacramental. Sólo así el alma será digna, por la gracia, de estar ante la Presencia de Dios Uno y Trino.

Fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote



         En las ceremonias del Viernes Santo, día de la muerte de Cristo en la Cruz, la Iglesia demuestra, por medio de su liturgia, el grado de tristeza y duelo en el cual se encuentra inmersa. En efecto, cuando el sacerdote ministerial se postra frente al altar, despojado de sus revestimientos, está expresando el luto por el que atraviesa, porque ha muerto en la Cruz el Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo. Y si el Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo ha muerto en la Cruz, entonces todos los sacerdotes ministeriales, que participan de su poder sacerdotal, quedan reducidos a la nada y ésa es la razón de su postración ante el altar. Esa postración significa que la Iglesia Católica, al haber perdido por la muerte en Cruz al Sumo y Eterno Sacerdote, no tiene manera de realizar el Santo Sacrificio en Cruz y es la razón por la cual el Viernes Santo es el único día del año en el que no se celebra la Santa Misa.
         Sin Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, que realiza el sacrificio de una vez y para siempre de su Humanidad Santísima en el Ara de la Cruz -Cruz que es Él mismo, porque Él extiende sus brazos en forma de Cruz-, entonces la Iglesia Católica queda absolutamente sin poder de realizar el Santo Sacrificio del Altar. Es Cristo, Sacerdote de la Nueva Alianza, quien comunica de su poder a los sacerdotes ministeriales y es porque estos reciben de Cristo el poder de convertir las substancias del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, que pueden realizar el milagro de la transubstanciación en cada Santa Misa.
         No recordemos a Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote solo una vez al año, sino en cada Santa Misa -como así también en la confección de cada sacramento-, porque si no fuera que Él comunica de su poder sacerdotal a los sacerdotes, nadie, ni el Papa siquiera, tendrían el poder de convertir el pan y el y vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Cada Eucaristía debe ser, por lo tanto, un momento de acción de gracias y adoración al Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, por cuyo poder participado a los sacerdotes ministeriales recibimos los sacramentos, principalmente, la Sagrada Eucaristía.

“Quien cumpla los preceptos será grande en el Reino de los cielos”




“Quien cumpla los preceptos será grande en el Reino de los cielos (Mt 5, 17-19). Jesús afirma que quien cumpla los preceptos “será grande en el Reino de los cielos”. Esta afirmación es de suma importancia para nuestros días, caracterizados, entre otras cosas, en que los hombres no solo no viven los preceptos de la Ley de Dios, sino que viven “como si Dios no existiera”. En efecto, cuando se ven a quienes difunden y practican los postulados de la cultura de la muerte, como el aborto y la eutanasia, o los postulados de la ideología de género, está más que claro que quienes esto hacen es porque han desplazado absolutamente a Dios y sus preceptos de sus vidas, viviendo como si Dios no existiera y como si nunca hubiera formulado su ley. En estos casos, estas personas viven como si no estuviera prescripto por Dios el “no matar”, porque postulan el asesinato de niños por nacer en cualquier etapa de su concepción, o bien postulan la eutanasia de forma indiscriminada, incluidos los niños pequeños. Y los que viven según la ideología de género, no tienen en cuenta los mandamientos de “no fornicar”, de “no cometer actos impuros”. Si queremos ser grandes en el Reino de los cielos, debemos por lo tanto oponernos con todas nuestras fuerzas a la cultura de la muerte y a la ideología de género, pero sobre todo, vivir en nosotros la pureza de vida y el respeto y el amor a la vida y al prójimo que la Ley de Dios supone. Sólo así seremos “grandes en el Reino de los cielos”.
        

sábado, 8 de junio de 2019

Domingo de Pentecostés



(Ciclo C – 2019)

Jesús había prometido que enviaría el Espíritu Santo luego de su muerte y resurrección y cumple con lo prometido, soplando el Espíritu Santo, junto al Padre, sobre la iglesia, para Pentecostés: “Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20, 19-23).
¿Cuál será la función del Espíritu Santo sobre la Iglesia?
Una de las funciones que cumplirá el Espíritu Santo en la Iglesia será la de ser “Alma de la Iglesia”, porque obrará en ella dándole vida, luz y calor, así como el alma hace con el cuerpo humano. Un cuerpo sin alma, no tiene vida, no tiene luz, no tiene calor: está muerto. Del mismo modo, el Espíritu Santo actuará en la Iglesia como “Alma de la Iglesia”, dándole la vida de Dios, la luz de Dios, el calor del Amor de Dios. Una Iglesia sin vida espiritual y sin el calor del Amor divino del Corazón de Jesús, es una Iglesia sin el Espíritu Santo, así como una Iglesia oscura, en el sentido de las herejías: una Iglesia hereje, cismática, desobediente, creadora de novedades, es una Iglesia sin Espíritu Santo.
Otra función del Espíritu Santo es la anticipada por Jesucristo: “El Espíritu Santo os enseñará todo y os recordará todo” (Jn 14, 26), es decir, el Espíritu Santo ejercerá la función de Maestro espiritual y ejercerá la función mnemónica, de memoria de lo dicho por Jesús. Esta función de Maestro no será la de un maestro terreno, sino la de un Maestro celestial, porque no sólo recordará y enseñará lo que Jesús dijo, sino que hará que el alma –y la Iglesia toda- vivan las palabras de Jesús en el sentido sobrenatural en el que Él las pronunció. Por ejemplo, no es lo mismo simplemente recordar que Jesús dijo: “Carguen la Cruz de cada día” y también “amen a sus enemigos”, a efectivamente cargar espiritual y sobrenaturalmente la Cruz de cada día y también amar sobrenaturalmente a los enemigos.
Otra función del Espíritu Santo será el hablar a la Iglesia de Jesús: “les hablará de Mí” (Jn 16, 13). La función magistral  mnemónica del Espíritu Santo en relación a Jesús es la de hacernos saber y comprender que Jesús no es un hombre más entre tantos, ni un hombre santo, ni un profeta, ni el más santo entre los santos: es la de hacernos saber que es Dios Hijo Encarnado, la Segunda Persona de la Trinidad, que actualiza y prolonga su encarnación en la Eucaristía, de modo que la función magistral y mnemónica de Jesús es ante todo eucarística: si Jesús no es Dios Hijo encarnado en el seno virgen de María, entonces la Eucaristía no es Jesús, Dios Hijo encarnado, que prolonga su encarnación en el seno virgen de la Iglesia, el altar eucarístico.
Para que lleguemos a esta conclusión, el Espíritu Santo nos enseñará y nos hará ver que los milagros que Jesús hizo –multiplicar panes y peces, las pescas milagrosas, resucitar muertos, expulsar demonios, perdonar pecados- son milagros que solo pueden ser hechos por Dios en Persona, ya que ningún hombre y ningún ángel tiene poder para hacer estos milagros: entonces el Espíritu Santo nos hablará de Jesús diciéndonos que es el Hombre-Dios y que si hizo todos estos milagros, es para que creamos que Él es Dios, que Él murió en la Cruz para salvarnos y que subió al cielo y vendrá a buscarnos, al fin de nuestras vidas terrenas, para llevarnos a las eternas moradas del Padre. El Espíritu Santo nos enseñará lo que decimos en el Credo, que Jesús es Dios y esto es de capital importancia para nuestra fe católica y eucarística, porque si verdaderamente Jesús es Dios, entonces la Eucaristía no es un trocito de pan bendecido, sino que es el mismo Jesús, Dios Encarnado, que continúa su Encarnación y la prolonga en la Eucaristía y es por esto que debemos adorar a la Eucaristía, porque la Eucaristía es Jesús, Dios encarnado y glorificado, oculto en apariencia de pan.
El Espíritu Santo nos enseña que la Santa Misa es un misterio sobrenatural que escapa a la comprensión de nuestra razón y que en ella se verifican los misterios principales de la vida de Jesús, ante todo, su muerte en Cruz –por eso se consagran por separado el pan y el vino, para significar la separación del Cuerpo y la Sangre en la Cruz- y por eso se corta un trocito de la Eucaristía ya consagrada, para significar la reunificación del Cuerpo y la Sangre, separados por la muerte, pero reunificados por la Resurrección y así lo que comulgamos no es el Cuerpo muerto de Jesús, sino su Cuerpo vivo, glorioso y resucitado. El Espíritu Santo nos enseña que en la Santa Misa se renueva de modo incruento y sacramental el Santo Sacrificio de la Cruz, pero al mismo tiempo también se renueva y actualiza su gloriosa resurrección y es por eso que comulgamos no su Cuerpo muerto en la Cruz, sino su Cuerpo glorioso y resucitado, el mismo Cuerpo glorioso y resucitado del Domingo de Resurrección.
Además, con el Espíritu Santo viene el perdón de los pecados, perdón que trae en consecuencia dos efectos: la alegría y la paz de Dios al alma: “a los que perdonen los pecados, les quedarán perdonados”. Es decir, otra función del Espíritu Santo es la de dar la alegría de Dios a la Iglesia: no se trata de la alegría boba, sin sentido, del mundo, o una alegría fundada en motivos humanos: es la alegría que brota del Ser divino trinitario de Jesús que, en cuanto Dios, es Alegría infinita y así lo testimonia el Evangelio: “Los discípulos se llenaron de alegría”. Esta Alegría infinita la comunica Jesús a su Iglesia ante todo en la Eucaristía, pero esta alegría no es mundana, ni implica el estar riéndose de todo y por cualquier motivo: es la alegría que sobreviene al alma por poseer al Espíritu de Dios, que es Alegría infinita en sí mismo y es la Alegría que sobreviene porque Cristo en la Cruz nos quitó aquello que nos quitaba la unión con Dios, el pecado, y nos dio la vida divina con su gracia.
Con la Alegría que nos da el Espíritu Santo, viene también la paz del alma, la paz que sobreviene porque el pecado fue quitado por la gracia de Cristo y en su lugar nos dio la vida divina y la paz de Dios, al ser quitado lo que enemistaba al alma con Dios, el pecado: “La paz esté con ustedes”.
El Espíritu Santo soplado por Jesús y el Padre en Pentecostés viene sobre la Iglesia y sobre las almas como “Viento” y como “Fuego”: “(…) estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (cfr. Hch 2, 1-11).
Viene como Fuego de Amor divino para que nuestros corazones, secos, negros, duros y fríos como el carbón, al contacto con el Espíritu Santo, se conviertan en otras tantas brasas incandescentes, que ardan al contacto con las llamas del Divino Amor y viene como Viento para que ese Fuego que enciende nuestros corazones en el Amor de Dios no se apague, así como el asador debe soplar sobre las brasas para que éstas no pierdan su incandescencia y no se apaguen. De la misma manera, el Espíritu Santo viene como Fuego para que los corazones, convertidos de carbón negro en brasas incandescentes, se mantengan siempre en el Divino Amor y no decaigan en la caridad y en la misericordia, haciéndolos arder cada vez más en el Fuego del Divino Amor.
Otra función del Espíritu Santo es la de santificar las almas, por eso es llamado “Santificador” y esta función la cumple quitando el pecado y concediendo la gracia santificante, que nos otorga al mismo tiempo la divina filiación, convirtiéndonos en hijos adoptivos de Dios, concediéndonos una dignidad más grande que la de los ángeles, porque el don de la filiación no es meramente nominal, sino que es la filiación divina con la cual el Hijo de Dios es Dios Hijo desde toda la eternidad.
Otra función del Espíritu Santo, ligada a la santidad, es la de convertir nuestras almas y cuerpos en templos del Espíritu Santo y nuestros corazones en altares y sagrarios en donde se adore única y exclusivamente a Jesús Eucaristía.
Finalmente, el Espíritu Santo nos unifica a nosotros, que somos miembros del Cuerpo de Cristo, en un solo cuerpo y en un solo espíritu con Cristo, así como el alma unifica a todos los órganos en un solo cuerpo. Esta unificación de los cristianos en una misma fe y en una misma caridad es señal de que el Espíritu Santo está en las almas. Como dice Jesús, Él envía el Espíritu Santo para que los cristianos seamos “uno en el Amor, como Él y el Padre son uno en el Amor”, en el Espíritu Santo: “Que sean uno, como nosotros somos uno (…) para que el Amor con que me amaste esté en ellos” (cfr. Jn 17, 20-26). Este permanecer en la unidad como signo de la Presencia del Espíritu Santo se verá en todo tiempo, pero de modo especial en los últimos tiempos, antes de que Jesús vuelva en su gloria y es una unión en el Amor de Dios, porque es una unión en el Espíritu Santo, que es Amor. Jesús pide que todos seamos “uno”, pero unos como “Él y el Padre son uno” y Él y el Padre son uno en el Amor, ya que es el Espíritu Santo el que los une a ambos. Si alguien en la Iglesia no tiene amor por los hermanos, ése tal no tiene el Espíritu de Dios con él. Jesús y el Padre están unidos en el Espíritu Santo, en el Amor y es en ése Amor en el que se tiene que dar la unidad de los cristianos: “Que sean uno, como nosotros somos uno (…) para que el Amor con que me amaste esté en ellos”.
Es para que los cristianos estemos unidos en el Amor de Cristo es que Jesús envía el Espíritu Santo en Pentecostés, de modo que los cristianos, que formamos su Cuerpo Místico, estemos unidos por su Espíritu en su Cuerpo y formemos una unidad en el Amor.
“Que sean uno, como nosotros somos uno (…) para que el Amor con que me amaste esté en ellos”. Esta unidad en el Amor se realiza de modo perfecto por medio de la Eucaristía, porque al comulgar la Eucaristía, el alma recibe la efusión del Espíritu por Jesús, y es por eso que se puede decir que cada comunión eucarística es un “mini-Pentecostés”, porque Jesús sopla su Espíritu sobre el alma que comulga –cumpliéndose el pedido de Jesús: “el Amor con que me amaste, el Espíritu Santo, esté en ellos”-, y así son unidos los cristianos en el Amor al Padre, al recibir el Cuerpo Sacramentado de Jesús.
         Por estos motivos es que Jesús envía al Espíritu Santo en Pentecostés, el principal de todos, para que los católicos vivamos unidos al Cuerpo de Cristo por un mismo Espíritu, el Espíritu Santo, el Amor de Dios.


martes, 4 de junio de 2019

Dejemos todo en manos de Jesús



         Después de haber reparado, con su triple declaración de amor, su triple negación en la Pasión, el Vicario de Cristo, Pedro, se pone en marcha para seguir a Jesús[1]. En ese momento, ve que viene Juan caminando inmediatamente detrás de él y, como amigo suyo que es, siente interés por conocer el futuro de Juan, el discípulo amado. Tanto el afecto como la curiosidad lo mueven a preguntarle a Jesús: “Señor, ¿y a éste, qué?”. La respuesta de Jesús, según muchos comentadores, debe leerse como sigue: “Si yo quiero que éste permanezca hasta que Yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”. Esta respuesta significa en realidad: “Incluso si Yo permitiera que Juan se quedara hasta la Segunda Venida, ¿por qué te importa esto? Tú sígueme y deja el destino de los demás en mis manos”. Es decir, Jesús le está diciendo a Pedro –y por lo tanto, también nos lo dice a nosotros-: “Tú, sígueme; no te preocupes por el destino de los demás, porque el destino de los demás y de todo el universo está en mis manos”.
         A nosotros nos viene bien la respuesta de Jesús, porque siempre tenemos tendencia a creer que todo o bien depende de nosotros, o bien que a Dios no le importa nuestro destino. Este pasaje del Evangelio reafirma lo que dice la Escritura en otro lugar: “No se cae una hoja de un árbol sin que Dios lo permita”. Entonces, debemos rezar por nuestros hermanos, pero no preocuparnos por su  destino, pues el destino, su vida, su existencia, al igual que el destino, la vida, la existencia, de Pedro y de cada uno de nosotros, están en las manos de Jesús, que son las manos del Padre. Y lo que está en las manos del Padre, nada ni nadie puede arrebatarlo: “Nadie puede arrebatar lo que está en las manos de mi Padre” (Jn 10, 29). Este párrafo nos enseña que, por lo que debemos verdaderamente preocuparnos es por seguir a Jesús y que a pesar de las tribulaciones, pruebas y tristezas de esta vida, debemos vivir en santa paz, sabiendo que todo –nuestra vida, la de nuestros seres queridos y el mundo entero- está en las manos ensangrentadas de Cristo.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 780.

“Que todos sean Uno”




“Que todos sean Uno” (Jn 17, 20-26). Jesús reza al Padre por las generaciones venideras, por su Iglesia[1], por todos aquellos que creerán en su palabra por medio de la predicación apostólica. Lo que Jesús pide es una unión de almas, a imitación de la unión que existe en la Santísima Trinidad, unión que será para el mundo la prueba de que Dios está allí. La filiación adoptiva que Jesús ha concedido por medio de su gracia santificante, incluye de modo especial la unidad semejante a la unión del Padre y del Hijo, unidad que es lo que constituye la petición central de la oración.
En esta petición de Jesús debemos ver dos cosas: por un lado, en qué consiste el verdadero ecumenismo y, segundo, el carácter marcadamente eucarístico de su petición. Con relación al ecumenismo, Jesús sienta las bases de cuál ha de ser el verdadero ecumenismo, para separarlo del falso: el verdadero ecumenismo se origina y tiene como modelo a la unión que existe en la Santísima Trinidad entre el Padre y el Hijo, unidos en el Amor del Espíritu Santo. Es decir, el verdadero ecumenismo es de origen trinitario y trinitario según lo profesa la Iglesia Católica. Lo cual quiere decir que el verdadero ecumenismo, la verdadera incorporación a la Iglesia, debe ser sobre la base del Credo trinitario según lo profesa la Iglesia Católica; no puede haber ecumenismo verdadero sino se basa en este Credo trinitario, en el que Dios es Uno en naturaleza y Trino en Personas y en el que la Segunda Persona se encarnó en el seno de María Virgen por obra del Espíritu Santo. Cualquier ecumenismo que deje de lado estas verdades no pasa de ser simples conversaciones entre personas de buena voluntad, pero no el verdadero ecumenismo. En otras palabras: son las iglesias del mundo las que tienen que convertirse a la Iglesia Católica y no la Iglesia Católica la que deba “aprender” algo de otras iglesias.
Con relación al contenido eucarístico de la petición de Jesús –“Que todos sean uno”- muchos Padres de la Iglesia vieron en esta petición no solo una unión de almas, sino de cuerpos y esta unión está dada por la comunión con un solo Pan Vivo, que es la Eucaristía[2]. En efecto, es la Eucaristía la que proporciona la unión no solo de almas, sino de cuerpos, porque une las almas y los cuerpos de los creyentes en una sola alma y en un solo cuerpo, el Alma y el Cuerpo de Jesús. Por la comunión en una sola Eucaristía, se demuestra el Amor que el Padre tiene a la Iglesia: así como el Amor por el Hijo es Uno, es el Amor del Espíritu Santo, así por la Eucaristía se demuestra que el Padre ama a la Iglesia como ama a su Hijo, con el Amor del Espíritu Santo. La oración de Jesús, pidiendo la unión de todos los creyentes en un solo cuerpo, se concreta entonces en la comunión del Cuerpo suyo eucarístico, Presente en el Santísimo Sacramento del altar.


[1] Cfr B. Orchard et. al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Barcelona 1957, Editorial Herder, 761.
[2] Cfr Orchard, ibidem, 762.

“La vida eterna es que te conozcan a ti eterno Dios y tu enviado Jesucristo”



“La vida eterna es que te conozcan a ti eterno Dios y tu enviado Jesucristo” (Jn 17, 1-11a). Todos tenemos experiencia de lo que es la vida terrena, porque todos tenemos experiencia de lo que es el tiempo -medido en segundos, días, horas, etc.- y el espacio -mediante el cual ocupamos un lugar-, características propias de esta vida terrena. Sin embargo, ninguno de nosotros tiene experiencia de vida eterna, porque la vida eterna es substancialmente distinta a la vida terrena. Si no sabemos en qué consiste la vida eterna, nos lo dice Jesús: consiste en conocer al Padre, origen Increado de la Trinidad, y al Hijo Unigénito encarnado, Jesús de Nazareth, su enviado. El conocimiento de ambos conduce a la vida eterna, porque conocer el Ser de Dios Trino implica que Dios hace partícipes de su Vida eterna, absolutamente eterna, a quien lo conozca. Quien se esfuerce por conocer al Padre y al Hijo, en el Amor del Espíritu Santo, ese tal vive la vida eterna, porque al conocer, o al menos intentar conocer a Dios Trino, en este proceso de acercamiento cognoscitivo y afectivo, Dios se da a Sí mismo, porque se deja encontrar por quien lo busca. Y como Dios es un Dios Viviente, un Dios de vivos y no de muertos, quien se acerca a Él, recibe su Vida eterna, aun viviendo en esta tierra. Así lo proclama Pedro: “Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”.
“La vida eterna es que te conozcan a ti eterno Dios y tu enviado Jesucristo”. El conocimiento del Padre y del Hijo, en el Amor del Espíritu Santo, no es un conocimiento abstracto, sino concreto y real y se da en la oración, en los actos de fe y, sobre todo, en la adoración eucarística y en la Sagrada Comunión Eucarística, porque ahí es donde Dios se brinda con todo su Ser divino y con su Ser divino nos comunica su vida eterna. Quien hace oración, quien comulga en estado de gracia, aunque no se dé cuenta ni se percate de ello, tiene la vida eterna en sí, en su corazón y en su alma, en germen, transmitido por la gracia, la fe, la oración y la comunión eucarística.

sábado, 1 de junio de 2019

Ascensión del Señor



(Ciclo C – 2019)

          Con la Ascensión del Señor resucitado a los cielos, se cumple una parte importante de su misterio pascual de muerte y resurrección y es el hecho de que la humanidad ingresa en el seno de la Trinidad. Es decir, lo que se cumple en la Ascensión es el hecho de llevar Cristo, al seno del Padre, origen Increado de la Trinidad, a la humanidad[1]. Con la Ascensión, se produce un retorno, en forma de don, del don dado previamente por el Padre: en otras palabras, el Padre había dado el Hijo a la humanidad por medio de la Encarnación: ahora es el Hijo el que lleva, a la humanidad, al seno del Padre. Si antes era el Padre el que había dado el Hijo a la humanidad, ahora el Hijo lleva al Padre a la humanidad, al seno mismo de la Trinidad. Con la Ascensión de Cristo, dice San Juan Crisóstomo, “nuestra naturaleza ha sido elevada por encima de los ángeles y de los cielos mismos, de tal forma que el hombre, que estaba en un lugar tan humilde que no podía descender más bajo, ha sido elevado hacia un trono tan sublime que no puede subir más alto” y esto, porque con Cristo, la humanidad ha ascendido hasta el trono mismo de Dios Trino.
Ahora bien, en la Ascensión de Cristo está comprendida nuestra vida propia porque en esta Ascensión está el cumplimiento de la voluntad del Padre para nuestras vidas personales: la que sube al Padre es la humanidad individual del Verbo, pero el Padre quiere que subamos todos y cada uno de sus hijos adoptivos y para que esto suceda, es decir, para que suban todos y cada uno de los hombres, todos y cada uno de los hombres deben ser incorporados al misterio pascual de Cristo por medio del bautismo sacramental. Así como nadie puede ir al Hijo si no es atraído por el Padre –“Nadie puede venir a Mí si no es traído por el Padre” (Jn 6, 44-, así también nadie puede ir al Padre si no es llevado por el Hijo. Jesús asciende al seno del Padre, desde donde vino y en donde permanece desde la eternidad, para que los hombres, incorporados a su Cuerpo Místico, a su Iglesia, por el bautismo sacramental, seamos llevados, por la humanidad de Jesús, al seno del Padre. Entonces, Jesús asciende con su humanidad glorificada pero no se reserva esta Ascensión sólo para Él: Él asciende para que nosotros también seamos ascendidos con nuestra humanidad al seno del Padre. Dice así San Juan Crisóstomo[2]: “La inclusión de todo hombre en Cristo, ¿no hace que esta gloria, que es suya, venga a ser también nuestra? En Cristo ha sido glorificada la misma naturaleza que había escuchado la condenación de muerte. No es un hombre el que se sienta a la derecha de Dios, sino el Verbo que ha asumido la naturaleza humana que había pecado en Adán y por lo mismo en potencia en todo hombre. Y todo hombre en acto –todo hombre unido a Cristo por la gracia- participa de esta gloria que lo exalta por encima de los cielos y de todas las potestades celestes, cuando se entrega libremente a Cristo y acepta la gracia que en Cristo ya posee”.
          Habíamos dicho que la Ascensión es un don al Padre y es por el siguiente motivo: la Ascensión de Cristo precede a nuestra ascensión y en nuestra ascensión, además de ser nosotros glorificados con la gloria de Cristo, le damos a Dios un don, que es precisamente nuestra humanidad glorificada en Cristo. Es decir, la Ascensión de Cristo precede a la nuestra y en ella se anticipa y se prefigura nuestra ascensión, con la cual damos a Dios un don y es nuestra humanidad glorificada en Cristo: siendo incorporados a Él por el bautismo y participando de su misterio pascual de muerte y resurrección, somos ascendidos con Él en cuanto estamos unidos a su humanidad por la gracia bautismal y somos partícipes de su misterio de muerte en cruz y resurrección. Este hecho –el hecho de nosotros ser ascendidos, por la gracia, al seno de Dios- supone, para nosotros, el dar a Dios el Hijo que Él nos dio en la Encarnación, pero se lo damos como siendo el Hijo parte nuestra, puesto que nosotros también somos hijos por el bautismo. En otras palabras, si ascendemos al Padre, no lo hacemos nosotros solos, fuera de Cristo, sino en Cristo, con Cristo y por Cristo, siendo llevados por Cristo y entregando al Padre a Cristo, Verbo de Dios encarnado, como un don nuestro para Él. Y este don nuestro al Padre, el don del Verbo Encarnado, se concreta en el don que nosotros, como Iglesia, hacemos al Padre en la Eucaristía y así lo dice el Misal: “(…) ofrecemos a tu preclara majestad, de tus dones y dádivas, esta Hostia pura, esta Hostia santa, esta Hostia inmaculada”[3]. En la Eucaristía ofrecemos al Padre como don el mismo don que Él nos hizo, esto es, su Hijo Jesús, el Unigénito, unido a su humanidad santísima, pero ahora, como habiendo pasado ya por su misterio pascual de muerte y resurrección.
Como afirma un autor[4], “el hombre no da ahora al Hijo como si fuese otra cosa que Él mismo. Si el Hijo fuese otra cosa que el hombre, el hombre no podría darlo, porque no tendría poder sobre Él. Mas el hombre en la ofrenda del Hijo se da en cierto modo a sí mismo, porque el hombre en particular no posee el Hijo de Dios más que en el acto de su unión nupcial con Él y en esta unión el hombre forma con Cristo un solo espíritu, casi un solo ser. De este modo, en la ofrenda, el hombre vive simplemente como suya, la relación del Hijo Unigénito”. Este es el acto divino que une Dios al hombre y el hombre a Dios en una sola vida, en un solo amor, en un único espíritu.
Por esta razón, no da lo mismo bautizarnos que no bautizarnos; participar de su misterio pascual que no participar. Si nos bautizamos y nos unimos a su misterio pascual de muerte y resurrección, lo que nos espera es entonces participar también de la Ascensión de Cristo, el ser llevados más alto que los mismos cielos, el seno de Dios Uno y Trino. Mientras tanto, a la espera de ser ascendidos, tenemos el consuelo de su Presencia entre nosotros, en la Sagrada Eucaristía, porque si es verdad que Cristo ha ascendido a los cielos, es verdad que también, al mismo tiempo que ascendió, se quedó entre nosotros, en el sagrario, en la Eucaristía, según sus palabras: “Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”.
        


[1] Cfr. Divo Barsotti, Misterio cristiano y año litúrgico, Ediciones Sígueme, Madrid 1965, 178.
[2] Cit. en Barsotti, o. c., 180.
[3] Cfr. Barsotti, ibidem, 179.
[4] Cfr. Barsotti, ibidem, 179.