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miércoles, 28 de enero de 2015

“No se enciende una lámpara para ponerla bajo el cajón, sino sobre el candelero”


“No se enciende una lámpara para ponerla bajo el cajón, sino sobre el candelero” (Mc 4, 21-25). Jesús da un ejemplo que puede resultar obvio, el de una lámpara que, cuando se la enciende, no se la enciende para esconderla bajo un cajón o bajo la cama, sino que se la enciende para colocarla sobre el candelero, para que esparza e irradie su luz con mayor eficacia. Sin embargo, Jesús no dice obviedades, y la figura de la lámpara encendida que debe ser colocada en un candelero y no en un cajón, se entiende cuando se hace una traslación a la vida espiritual, en donde las cosas no parecen ser tan obvias, como lo vamos a ver. Para apreciar el significado de la imagen utilizada por Jesús, hay que tener en cuenta que cada elemento de la imagen, posee un significado sobrenatural: la lámpara, que primero está sin encender –y por lo tanto no ilumina-, representa al alma humana, oscurecida por el pecado; el fuego que enciende la lámpara, y que permite que esta pueda cumplir su función de iluminar, es esa misma alma humana, pero que ha recibido el don de la gracia santificante, que por ser participación de la naturaleza divina, que es luminosa en sí misma –por eso Jesús dice de sí: “Yo Soy la luz del mundo”-, es también luz y, por lo tanto, ilumina al alma al hacerla ser partícipe de la luminosidad celestial y sobrenatural del Ser trinitario de Dios. 
Es aquí, entonces, cuando comenzamos a comprender que el ejemplo de lámpara que se enciende, no para ser colocada bajo el cajón o bajo la cama, lo cual puede resultar una obviedad en la vida cotidiana, no resulta tan obvio en la vida espiritual, porque quien enciende la lámpara, esto es, el alma humana, con la luz de la gracia, es Jesucristo, y si la enciende, es para que esa alma, iluminada con la luz de la gracia –y también con la luz de la fe, porque la fe es un don infuso con la gracia, y que al abrir los ojos a la realidad sobrenatural del misterio pascual de Jesucristo, actúa también como luz que ilumina el alma-, irradie a su vez esa luz recibida, para iluminar a un mundo que se encuentra sumergido en “tinieblas y en sombras de muerte”, esto es, sumergido en las tinieblas del pecado, del error, de la ignorancia, de la muerte, y acechado por las sombras vivientes, los ángeles caídos. 
Precisamente, la lámpara que se coloca sobre el candelero, y en un lugar adecuado para que pueda irradiar su luz, la cual disipará las tinieblas, es figura del cristiano en gracia y con fe, que de esta manera se convierte en un faro de luz, en una antorcha encendida, que proclama al mundo la Verdad de Jesucristo. Cuando Jesús ilumina a un alma con la luz de la gracia y de la fe, lo hace para que esa alma sea como un faro de luz, en medio de las densas tinieblas en las que se encuentra inmerso el mundo de hoy, un mundo sin Dios, un mundo ateo, materialista, hedonista, relativista, y que por lo mismo, se encuentra en peligro inminente de precipitarse en el abismo del cual no se retorna. Sin embargo –y aquí está la explicación de porqué no es una obviedad la figura dada por Jesús-, la lámpara encendida por Jesucristo, esto es, el hombre que recibe el don de la gracia y de la fe católica, es un ser libre que, en muchos casos –y sobre todo en nuestros días-, libremente decide dejar de iluminar, para convertirse ella misma en parte de las tinieblas, todo lo cual forma parte del “misterio de iniquidad” denunciado por las Escrituras (cfr. 2 Tes 2, 7). 
Esta es la razón por la cual Jesús tiene que aclarar que la lámpara encendida no debe ser colocada bajo el cajón o la cama, sino que debe ser puesta en el candelero, para que se aproveche al máximo la luz que ella irradia: el cristiano que recibe la luz de la gracia y de la fe, no la recibe para que apostate y reniegue de la luz de Dios, sino para que sea portador de la luz, así como la lámpara es portadora de la luz, para que el resto de sus hermanos sean iluminados con la luz de Cristo.

“Una lámpara no se enciende para ponerla bajo el cajón, sino sobre el candelero”. Si hemos recibido la luz de la gracia y de la fe, no es para que ocultemos nuestra fe, en las situaciones cotidianas que nos toca vivir, sino para que proclamemos al mundo, con obras más que con palabras, el luminoso misterio de Jesucristo, el Salvador y Redentor de los hombres, Dios de Dios y Luz de Luz, que ha venido para destruir las tinieblas y sombras de muerte que nos envuelven, y conducirnos a la luz inaccesible en la que Él habita, el Reino de los cielos, el seno de Dios Padre.

jueves, 30 de enero de 2014

“No se enciende una lámpara para ponerla en un cajón”




“No se enciende una lámpara para  ponerla en un cajón” (Mc 4, 21-25). Jesús usa una simbología tomada del mundo material y cotidiano para referirse a realidades espirituales y sobrenaturales. La lámpara que se enciende es el alma que recibe, por la gracia del bautismo, la luz de la fe, y así como nadie enciende una lámpara para colocarla en un cajón, sino para colocarla en lo alto, de modo de poder aprovechar al máximo su luz, así también Dios Padre, que es quien enciende en el alma la luz de la fe, no lo hace para que el bautizado esconda esa fe en el cajón de un escritorio, sino para que la dé a conocer en el mundo, y el modo por el cual se da a conocer la luz de la fe, es a través de las obras.
Precisamente, si el mundo de hoy corre presuroso hacia el abismo de la perdición y si muchas almas se dirigen precipitadamente hacia su eterna condenación, es porque una enorme cantidad de cristianos, que han recibido la luz de la fe en sus almas, han escondido esa luz divina en el cajón cerrado de sus corazones egoístas, tibios, indiferentes, perezosos, fríos y faltos de todo verdadero amor a Dios y al prójimo.
Una muchedumbre de cristianos, que deberían ser lámparas encendidas que indiquen el camino hacia Cristo, Luz del mundo, se han convertido, por un hórrido misterio de iniquidad, en un siniestros tizones humeantes que emanan densas y venenosas nubes oscuras que no solo ocultan el camino de la salvación, sino que conducen a muchísimos almas hacia el abismo de la eterna condenación. Muchísimos católicos, por libre y voluntaria decisión, ocultando la luz de la fe recibida en el bautismo, se han pasado con todo el bagaje a las filas del enemigo, apostatando de la fe recibida y convirtiéndose así en una nueva categoría de fieles jamás vista, los cristianos neo-paganos, los cristianos puramente nominales que adoptan de modo acrítico todo tipo de anti-valor proveniente de la cultura anti-cristiana y neo-pagana que en nuestros días ya domina prácticamente todas las manifestaciones del pensamiento, del querer y del obrar del hombre, sin que apenas existan oposiciones a la misma. Muchísimos de los que en la actualidad se destacan en todos los ámbitos en la cultura neo-pagana y anti-cristiana, son católicos, es decir, son almas que han recibido la luz de la fe en Cristo y debería estar dando testimonio de Él al mundo y en vez de eso, provocan escándalo con su anomia, su ausencia total de valores y con su falta absoluta de fe en Cristo, lo cual revela que han ocultado su fe, es decir, que han hecho lo que Jesús dice que no se debe hacer: ocultar la lámpara en un cajón.
“No se enciende una lámpara para  ponerla en un cajón”. Es Dios Padre quien enciende en nuestras almas, por el bautismo sacramental, la luz de la fe, al concedernos la gracia de la filiación; de nosotros y de nuestra libertad depende que esa luz ilumine o quede oculta en las tinieblas. Lo que no debemos dejar de tener en cuenta es que lo que hagamos en esta vida, continuará en la otra, en la vida eterna: si por las obras buenas hacemos que esta luz ilumine en esta vida, nuestra luz continuará brillando luego por la eternidad, en los cielos; si por la falta de obras buenas apagamos esa luz en esta vida, en la otra vida permanecerá apagada y en tinieblas para toda la eternidad, y será una tiniebla más entre muchas otras.

jueves, 27 de enero de 2011

No se enciende una lámpara para ocultarla


“No se enciende una lámpara para ocultarla” (cfr. Mc 4, 21-25). Jesús usa la figura de una lámpara que se enciende: si alguien lo hace, no es para ocultar su luz, sino para que alumbre con ella las tinieblas.

La figura tiene un significado simbólico: la lámpara es el hombre, el aceite con el que se nutre la mecha de la lámpara, son las buenas obras hechas en gracia de Dios, la luz con la que se enciende, es la gracia divina, la oscuridad que debe alumbrar cuando está encendida, es el mundo.

Es Dios Padre quien enciende al alma con la llama del amor y de la fe, comunicadas en el momento del bautismo, convirtiendo de esta manera a cada alma en una prolongación de Jesús, Luz eterna procedente del seno del Padre.

Y si Dios Padre enciende un alma de esta manera, es para que esa alma ilumine un mundo que, sin esa luz eterna, se encuentra en tinieblas, en densas y profundas tinieblas. Dios Padre enciende al alma, no para que se oculte, sino para que alumbre, pero sucede que el hombre debe cooperar, libremente, con toda la disposición libre de su libre albedrío, al querer divino, es decir, el hombre debe alimentar esa luz con obras buenas, así como el aceite alimenta la llama de una lámpara que ya está encendida.

Si el hombre no aporta el aceite de las obras buenas, la lámpara termina por apagarse, con lo cual las tinieblas triunfan.

Es eso lo que hoy está sucediendo con los fieles católicos de todo el mundo, que apostatan, reniegan, y abandonan en masa su Iglesia, y los que no lo hacen, se debaten en un estado de adormecimiento y de tibieza tal, que las tinieblas han llegado a invadir a la misma Iglesia, como lo dijo el Papa Pablo VI: “El humo de Satanás se ha infiltrado en la Iglesia”.

Es la luz del Amor de Dios, manifestado en Cristo, la que debería resplandecer en los corazones de los hombres, pero en cambio es el humo denso y oscuro del demonio el que, infiltrado en la misma Iglesia, oscurece y cubre de tinieblas a la Iglesia y al mundo.

Muchos, muchísimos cristianos, han dejado apagar la luz que Dios encendió en sus almas, porque no aportan el aceite de las buenas obras, y por eso las tinieblas han invadido la tierra y las almas, como nunca antes en toda la historia de la humanidad.

Sólo una intervención maternal y extraordinaria de María Santísima, encendiendo en los corazones su Llama de Amor viva, puede reavivar el fuego y la luz que yace opacado en el fondo de los corazones de los cristianos.