domingo, 31 de enero de 2021

“Curaba a la gente y expulsaba demonios (…) predicaba y expulsaba demonios”


 

(Domingo V - TO - Ciclo B – 2021)

          “Curaba a la gente y expulsaba demonios (…) predicaba y expulsaba demonios” (cfr. Mc 1, 29-39). De entre todas las actividades de Jesús relatadas por el Evangelio, hay una que se repite con frecuencia y es la de “expulsar demonios”. Esto tiene varios significados: por un lado, forma parte de nuestra fe católica creer en la existencia del demonio y en su accionar en medio de los hombres; por otra parte, revela que Jesús es Dios encarnado, porque sólo Dios tiene el poder necesario para expulsar, con el solo poder de su voz, al demonio de un cuerpo al que ha poseído; por otra parte, revela que, aunque Jesús haya realizado exorcismos y expulsado demonios, la presencia y actividad de los demonios no ha cesado ni disminuido, sino que, por el contrario, se irá haciendo cada vez más intensa a medida que la humanidad se acerque al reinado del Anticristo, el cual precederá al Día del Juicio Final. Entonces, lejos de disminuir y mucho menos de cesar la actividad demoníaca, ésta irá en aumento con el correr del tiempo, intensificándose cada vez más hasta lograr su objetivo, que es la instauración del reino de Satanás en medio de los hombres. La actividad demoníaca está encaminada a lograr dos objetivos: el provocar la condena eterna en el Infierno de la mayor cantidad posible de almas y el instaurar, en la tierra, el reino de las tinieblas, en contraposición al Reino de Dios.

          Probablemente hoy no se vean posesos por la calle, como sucedía en el Evangelio, pero esto no quiere decir que la actividad demoníaca esté ausente o en disminución: todo lo contrario, podemos decir que en nuestros días, la actividad del demonio es tal vez la más intensa de toda la historia de la humanidad y esto se puede comprobar por la inmensa cantidad de males de todo tipo que se han abatido sobre la humanidad, males que son ante todo de tipo morales y espirituales, además de males físicos como la actual pandemia. Algunos de los males que podemos enumerar y que certifican la intensa actividad demoníaca son: el avance, prácticamente sin freno, de la cultura de la muerte, que promueve el aborto como derecho humano, algo que ha alcanzado ya niveles planetarios; la legislación de la eutanasia, de modo de terminar con la vida del paciente terminal; la proclamación de los pecados contra la naturaleza como “derechos humanos”, a través de la Organización de las Naciones Unidas, por medio de la difusión de la ideología de género y de otras ideologías que atentan contra la naturaleza humana y que están en abierta contradicción con los Mandamientos de Dios y los Preceptos de la Iglesia; la difusión, a través de los medios masivos de comunicación, de una mentalidad atea, materialista, agnóstica, relativista, consumista, hedonista, que busca instaurar la falsa idea de que esta tierra debe convertirse en un paraíso terrenal, con el goce y disfrute de las pasiones, el único paraíso para el hombre; el ocultamiento o silenciamiento de ideologías “intrínsecamente perversas”, como la ideología comunista, que es esencialmente atea y anti-cristiana y que con sus genocidios demuestra su origen satánico y su colaboración directa con el reinado del Anticristo; la difusión masiva de las herejías, blasfemias, sacrilegios y errores de todo tipo de la secta planetaria Nueva Era, secta ocultista y luciferina, considerada como la religión del Anticristo, puesto que propicia todo lo que es contrario a Cristo. Todos estos elementos, junto a muchos otros más, nos muestran que la actividad demoníaca es la más intensa, en nuestros días, que en toda la historia de la humanidad, lo cual hace suponer que está cercano el reinado del Anticristo, junto al Falso Profeta y a la Bestia, nombrados y descriptos en el Apocalipsis.

          “Curaba a la gente y expulsaba demonios (…) predicaba y expulsaba demonios”. No se trata de atribuir todo lo malo que sucede al demonio, puesto que el hombre, contaminado por el pecado original, obra el mal, la mayoría de las veces, sin necesidad de la intervención del demonio. Sin embargo, es necesario discernir el “signo de los tiempos”, como nos dice Jesús y lo que comprobamos es esto: que la actividad demoníaca es tan intensa en nuestros días, que pareciera que está pronto a instaurarse el reinado del Anticristo. Ahora bien, si esto es cierto, es cierto también que nada debemos temer si estamos con Cristo, si vivimos en gracia, si recibimos los Sacramentos, si nos aferramos a la Cruz y si nos cubre el manto celeste y blanco de la Inmaculada Concepción. Es la Iglesia la que continúa la tarea del Hombre-Dios de “deshacer las obras del diablo” y, por otro lado, es una promesa del mismo Jesús, que nunca falla, de que “las puertas del Infierno no prevalecerán contra la Iglesia”. Por eso, aunque las tinieblas parezcan invadirlo todo, debemos acudir a la Fuente de la Luz Increada y divina, Jesús Eucaristía y, postrándonos en adoración ante su Presencia sacramental, implorar su asistencia en estos tiempos de tinieblas.

 

El martirio del Bautista

 


          ¿Cuál es la causa de la muerte del Bautista? En un primer momento, se podría pensar que es la defensa del matrimonio monogámico, puesto que el Bautista se gana la enemistad de la amante del rey Herodes, Herodías, al reprocharle a este por su adulterio. Visto así, se podría decir que el Bautista muere en defensa del matrimonio y por lo tanto de la familia. Sin embargo, no es ésta la causa de su muerte, sino el testimonio que el Bautista da de Jesucristo, porque el matrimonio que el Bautista defiende es santo a causa de Jesucristo, el Hombre-Dios y por lo tanto la Santidad Increada en sí misma. Por Jesucristo, que es la Santidad Increada, el matrimonio alcanza rango de sacramento, es decir, es causa y fuente de gracia para los cónyuges y la familia. Entonces, podemos decir que, primariamente, el Bautista da la vida por Jesucristo y solo en segundo lugar, da la vida por la santidad del matrimonio y de la familia, los cuales son santos porque Jesús es Santo. Al reprocharle su adulterio, el Bautista proclama la santidad de Jesucristo, es decir, proclama la divinidad de Cristo, que es quien hace santo al matrimonio y es por esta razón que no puede ser mancillado con el pecado del adulterio. Es por esto que, defendiendo la santidad del matrimonio, el Bautista proclama al mismo tiempo la santidad y divinidad de Jesucristo y es así que su muerte se convierte en testimonio martirial del Hombre-Dios Jesucristo.

          Todo cristiano está llamado a ser otro Bautista, que proclame al mundo de hoy, inmerso en las tinieblas del ateísmo, del materialismo, del relativismo, no sólo que el matrimonio entre el varón y la mujer es santo, sino que El que causa la santidad del matrimonio es Cristo Jesús, Esposo Místico de la Iglesia Esposa. Y todo cristiano, al igual que el Bautista, debe estar dispuesto a dar su vida, si fuera el caso, por el Nombre de Jesús.

sábado, 30 de enero de 2021

“Los discípulos se fueron a predicar el arrepentimiento”

 


“Los discípulos se fueron a predicar el arrepentimiento” (Mc 6, 7-13). Jesús envía a sus discípulos a misionar y como parte de la misión, les concede el poder de expulsar demonios y de curar enfermos. Sin embargo, la expulsión de demonios y la curación de enfermos no es lo más importante en la misión: estos son solo signos de que “el Reino de Dios está entre los hombres”. El núcleo central de la misión de los discípulos es la predicación del arrepentimiento, es decir, la misión busca que el hombre tome conciencia de sus pecados, de su mal obrar, de su alejamiento de Dios, de su deseo y apego desordenado por las cosas de esta vida, porque este arrepentimiento es condición indispensable para que la gracia de Dios pueda actuar en el alma, colmándola de la santidad de Dios. Si no hay arrepentimiento, no hay acción de la gracia, porque la gracia necesita de un corazón “contrito y humillado” para poder actuar. Ahora bien, hay que tener en cuenta que el mismo llamado y el mismo deseo de cambiar de vida, es ya una acción de la gracia; lo que sucede es que, luego de conceder Dios el deseo de la conversión es necesario que el hombre ponga de su parte el acto de libre aceptación de Cristo Dios como su Salvador y de su gracia santificante como medio de santificación de su alma. Es decir, si surge en el alma un deseo sincero de conversión, esto es, de cambiar la vida de pecado por la vida de santidad, esto es ya una obra de la gracia; es ya una acción del Espíritu Santo que está invitando al alma a la conversión, pero para que ésta pueda suceder, es necesario que se responda afirmativamente a la gracia anterior, la gracia del deseo de conversión, que es en lo que consiste el arrepentimiento.

Por último, ¿cómo vamos a arrepentirnos si no sabemos qué es lo que está bien y qué es lo que está mal? Para saberlo, viene en nuestra ayuda la Ley de Dios, los Diez Mandamientos: si se cumplen los Mandamientos, es señal de que la gracia está actuando en el alma; si no se cumplen los Mandamientos, es señal de que es necesario el arrepentimiento y luego la conversión. Y como tanto el arrepentimiento, como la conversión, son dones de Dios, es necesario pedirlos en la oración, cada día, todos los días.

“Se asombró de su falta de fe”

 


“Se asombró de su falta de fe” (Mc 6, 1-6). Lo ven hacer milagros que sólo Dios puede y en vez de concluir que Jesús es Dios encarnado, concluyen equivocadamente pensando que Jesús es solo un hombre más, que tiene poderes especiales, concedidos vaya a saber por quién. En efecto, a pesar de que Jesús “habla con autoridad y sabiduría” y obra milagros que sólo pueden ser realizados con el poder divino, aun así, sus contemporáneos y vecinos del pueblo no lo reconocen como a Dios Hombre, sino que lo tratan de “hijo del carpintero”, “hijo de María”, que tiene “hermanos que viven entre ellos” y que “no saben de dónde le viene esta sabiduría”.

Por un lado, esta actitud refleja el estado espiritual de quienes contemplan a Jesús obrar milagros pero no lo reconocen como Dios encarnado: son quienes reducen la religión católica a lo que puede ser explicado por la razón, es decir, son racionalistas, que niegan todo lo que haya de sobrenatural, de milagroso, de misterioso origen divino. Si no puede ser explicado por la razón, sin la ayuda de la gracia y de la fe, entonces no existe. Esta clase de católicos racionalistas rebajan a la religión católica al ínfimo nivel de la razón humana, despojándola de todo misterio y de toda acción sobrenatural (divina) o preternatural (angélica).

Por otra parte, esta actitud racionalista, negadora de lo sobrenatural y de la condición de Jesús de ser Dios y de poder hacer milagros que sólo Dios puede hacer, tiene sus consecuencias: Dios no puede obrar milagros en quien no tiene fe y así lo dice el Evangelio: “Y no pudo hacer allí ningún milagro”. La consecuencia de la falta -culpable- de fe en Jesús como Hombre-Dios, tiene una consecuencia directa y es que Jesús no puede obrar milagros en donde no hay fe.

“Se asombró de su falta de fe”. La falta de fe católica en la misma Iglesia Católica es un hecho que se puede comprobar cotidianamente, vista la notoria salida de la Iglesia de bautizados en la Iglesia Católica, que así dejan de vivir una vida de santidad, para vivir en el pecado. Esta falta de fe, a su vez, es la causa de que Jesús, al igual que en el episodio del Evangelio, no pueda obrar milagros en sus vidas.

viernes, 29 de enero de 2021

Fiesta de la Presentación del Señor

 



          La fiesta católica de la Presentación del Señor es el cumplimiento pleno de una antigua tradición hebrea, según la cual el primogénito varón debía ser llevado al Templo y ser presentado o consagrado al Señor[1]. En este caso, la Virgen y San José, cumpliendo con esa tradición, al mismo tiempo la plenifican y le dan su verdadero y propio sentido, ya que a Aquel a quien presentan o consagran a Dios, su Primogénito Jesús, no es un niño hebreo más entre tantos, sino el Hijo de Dios encarnado quien, como tal, más que consagrado a Dios, estaba en el seno del Padre desde la eternidad, siendo Él mismo en Persona la Santidad Increada ante la cual se ofrecían los primogénitos. En otras palabras, al presentar a Jesús, al ofrecerlo a Dios, la Virgen y San José no estaban cumpliendo simplemente un ritual, sino que estaban ofreciendo a Dios Padre a Aquel que era su Hijo desde la eternidad; a Aquel que era su Verbo, su Sabiduría, su Palabra, que ahora se había encarnado y habitaba entre los hombres como un hombre más, pero sin dejar de ser Dios.

          Otro elemento a tener en cuenta en la Presentación del Señor es la presencia, en ese momento, de un santo del Antiguo Testamento, Simeón –“moraba en él el Espíritu Santo”-, a quien el mismo Espíritu Santo había llevado al Templo –“movido por el Espíritu Santo”-, para que fuera testigo de que la Virgen y San José presentaban o consagraban a Dios a su Hijo Único encarnado, Jesús de Nazareth. Cuando Simeón toma entre sus brazos al Niño Dios y lo contempla, es iluminado aun más por el Espíritu Santo que inhabitaba en él y es así que puede contemplar, en ese niño, no a un niño más, sino a Dios Hijo hecho Niño, sin dejar de ser Dios; puede contemplar, iluminado por el Espíritu Santo, que ese Niño de pocos días de nacido es el Salvador de la humanidad y es esto lo que origina su cántico: “Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos; luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel”. Las palabras de Simeón en relación a la luz explican la ceremonia de las candelas que se practica en la liturgia de este día: así como Simeón fue iluminado por el Niño Dios, Cristo Jesús, por cuanto Él es la Luz eterna de Dios, así nosotros, representados en las candelas, somos iluminados por la luz de las candelas: las candelas representan a nuestras almas y la luz a Cristo, Luz Eterna de Dios; del mismo modo a como la luz está en la candela, así está Cristo, Luz Eterna y celestial, en el alma del que vive en gracia.

          ¿Qué relación tiene la Presentación del Señor con nuestras vidas personales? Ante todo, que debemos consagrarnos a Dios, seamos o no primogénitos y más allá de la edad que tengamos y el estado en el que nos encontremos, porque todos estamos llamados a ser santos en Dios Uno y Trino. Por otro lado, como católicos, estamos llamados a ser otros tantos simeones, tratando de imitar su vida de santidad -para lo cual debemos vivir en gracia, de modo que así inhabite en nosotros el Espíritu Santo-, pero sobre todo, anunciando al mundo lo que contemplamos en la Eucaristía, al Salvador de los hombres, Cristo Jesús.

 

 



[1] “(La Virgen) y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor”.

“Espíritu inmundo, sal de este hombre”

 


“Espíritu inmundo, sal de este hombre” (Mt 5, 1-20). Jesús realiza un exorcismo al endemoniado geraseno, un hombre que, según el Evangelio, estaba poseído por un “espíritu inmundo”, es decir, por un ángel caído, un ángel rebelde y que, como consecuencia de esa posesión, habitaba en cementerios, se hería a sí mismo y era agresivo para con los demás, al punto de verse obligados sus prójimos a atarlo con cadenas y grillos.

La escena nos revela varios elementos que pertenecen a nuestra fe católica: nos revela a Jesús en cuanto Hombre-Dios, porque sólo Dios tiene el poder de expulsar, con el solo poder de la voz, a los demonios que toman posesión del cuerpo de un ser humano; nos revela también la realidad de la posesión demoníaca: el ángel caído ingresa, sea porque ha sido invocado expresamente por la persona o sea porque alguien ha invocado a ese demonio para que posea a la persona, en el cuerpo y toma posesión de él, dominándolo y controlándolo a su voluntad; forma parte del fenómeno de la posesión el hecho de que el demonio sólo puede controlar el cuerpo, con todas sus facultades sensitivas, pero no puede controlar el alma ya que no toma posesión del alma -salvo en el caso de posesión perfecta, en donde sí lo hace-, lo que significa que el poseso, aun estando poseído por un demonio, permanece con su voluntad libre, por lo que puede realizar un acto de su libre voluntad e invocar a Jesús y a la  Virgen para que lo libren de la posesión; el episodio del Evangelio nos revela la realidad de la existencia de los ángeles caídos, los demonios o ángeles apóstatas, aquellos que se rebelaron contra la voluntad de Dios, negándose a amarlo y servirlo: la existencia y el obrar perverso de los demonios, es parte esencial de nuestra fe católica, porque parte de la obra salvífica de Jesús es “deshacer las obras del demonio” (1 Jn 3, 8), lo cual significa que, como católicos, no podemos decir: “No creo en el demonio”, “no creo en la brujería”, porque los ángeles caídos, invocados por los brujos por medio de prácticas de magia y brujería, existen y actúan en el mundo, siendo uno de los mayores logros del demonio el haber convencido a los hombres de que él no existe.

“Espíritu inmundo, sal de este hombre”. Así como en los tiempos de Jesús el demonio actuaba, entre otras cosas, tomando posesión de los cuerpos de los hombres, así sigue actuando hoy, en nuestros días, pero no solo a través de la posesión demoníaca, que implica el control del cuerpo: el demonio actúa hoy en múltiples e insidiosas formas, como por ejemplo, a través de la cultura de la muerte, promoviendo el aborto y la eutanasia; actúa a través de sociedades secretas, como la masonería, puesto que la masonería es la iglesia de Satán; actúa a través del ocultismo, del esoterismo, el gnosticismo, la brujería, la Wicca y la magia negra; actúa disfrazado de ideología política, como por ejemplo, el nazismo, que tiene raíces esotéricas y gnósticas, y el comunismo, que tiene raíces satánicas. Por esta razón, como católicos, no podemos no creer en la existencia del demonio y en su obrar perverso en nuestra sociedad humana, siendo nuestro deber combatirlo y la forma de hacerlo es abrazándonos a la Santa Cruz de Jesús y pidiendo ser envueltos en el manto celeste y blanco de la Inmaculada Concepción.

“Ya sé quién eres: el Santo de Dios”

 


(Domingo IV - TO - Ciclo B – 2021)

          “Ya sé quién eres: el Santo de Dios” (Mc 1, 21-28). El episodio del Evangelio, en el que Jesús expulsa a un hombre poseído por el demonio, revela varios aspectos fundamentales de nuestra fe y uno de ellos es, precisamente, la posesión demoníaca. Muchos católicos se resisten a creer, ya sea en la existencia del demonio, ya sea en su obrar en las personas y en el mundo y, sin embargo, la creencia en el demonio forma parte esencial de nuestra fe católica. Esto -la existencia del demonio y su obrar en el mundo- forma parte de la realidad de la existencia humana, sometida al pecado y al poder del demonio a partir del pecado original de Adán y Eva. De hecho, una de las obras que pertenecen al misterio salvífico de Jesús de su Muerte y Resurrección, es “deshacer las obras del demonio” (1 Jn 3, 8), como lo dice el Evangelio. Es decir, además de perdonarnos los pecados con su Sangre derramada en la Cruz y concedernos la filiación divina con la gracia santificante que se dona a través de los sacramentos, Jesús, el Hombre-Dios, vino a nuestro mundo para destruir el reino de las tinieblas, derrotar y expulsar de este mundo al Príncipe de las tinieblas, el demonio, y establecer el Reino de Dios, el cual comienza ya en este mundo por medio de la gracia santificante que obra en el alma, haciéndola partícipe de la vida divina trinitaria. Entonces, quien niegue la existencia del demonio o quien no crea que el demonio actúa en el mundo desde la caída de Adán y Eva en el pecado original, está quitando una parte esencial de la fe y del Credo católico; ese tal, se aparta substancialmente de la fe de la Iglesia Católica, para construirse una religión a su medida, en la que el Ángel caído no forma parte de su horizonte existencial. Ahora bien, es necesario considerar el hecho de que no debemos caer en el otro extremo, es decir, el de atribuir todo mal, personal, social, nacional, mundial, al demonio, porque también es cierto que es el hombre quien, cuando no está con Dios en su alma, cuando no está en gracia, obra el mal, el pecado y esto muchas veces sin la intervención del demonio. Esto quiere decir que no debemos caer en los dos extremos: ni en el negar la existencia y acción del demonio, ni atribuirle al Ángel caído todo tipo de mal -infidelidades, mentiras, violencias, robos, etc.-, porque en muchos casos, sino en la mayoría, los hombres obran el mal sin la intervención del demonio.

          Otro aspecto muy importante de nuestra fe católica que se revela en este episodio es el siguiente y viene de boca del propio demonio: el demonio expulsado por Jesús hace una confesión acerca de Jesús, al llamarlo “Santo de Dios”. Esto es un reconocimiento explícito, por parte del ángel caído, de la divinidad de Jesús, por el hecho de que el demonio, que es una creatura creada por Dios reconoce, en la voz humana de Jesús, a la voz de Dios omnipotente; es decir, reconoce en la voz humana de Jesús la voz del Dios que lo creó y que luego de su rebelión lo expulsó de su presencia y lo envió al Infierno; por esta razón es que llama a Jesús: “Santo de Dios”. Esto es una confirmación, por parte del demonio expulsado, de la verdad que profesa la Iglesia Católica acerca de Jesús de Nazareth, esto es, que Jesús de Nazareth no es un hombre más, ni un profeta, ni un santo, ni siquiera el hombre más santo que haya existido, sino que es la Santidad Increada, porque es Dios Hijo en Persona, encarnado en una naturaleza humana.

          “Ya sé quién eres: el Santo de Dios”. Si bien los demonios son mentirosos por definición -Jesús llama al demonio “Padre de la mentira” (Jn 8, 44)-, eso no significa que en algún momento digan la verdad, como en este caso, en el que el demonio expulsado del hombre poseído reconoce en Jesús al Dios tres veces Santo. Porque dice la verdad acerca de Jesús, en este caso sí podemos parafrasear al demonio y, postrados ante Jesús Eucaristía, decir, iluminados por la fe de la Iglesia Católica y por la luz del Espíritu Santo: “Ya sé quién eres, Jesús Eucaristía: eres el Santo de Dios, eres el Dios tres veces Santo”.

 

sábado, 23 de enero de 2021

“El Reino de Dios está cerca (…) conviértanse y crean en el Evangelio”

 


(Domingo III - TO - Ciclo B – 2021)

          “El Reino de Dios está cerca (…) conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1, 14-20). Jesús predica y revela dos cosas: por un lado, que “el Reino de Dios está cerca”; por otro lado, que para ingresar en ese Reino de Dios, es necesaria la conversión del corazón. ¿Qué es la conversión del corazón y porqué es necesaria para ingresar en el Reino de Dios? Para saberlo, debemos remontarnos al inicio de la historia humana, a la creación de Adán y Eva y al pecado original cometido por estos en el Paraíso, con su consiguiente expulsión del mismo. Debido a este pecado original, a la especie humana le fue quitada la gracia que se le había concedido en Adán y Eva y que a través de ellos debía transmitirse a todos los hombres; al cometer el pecado original, no sólo quedaron privados de la gracia Adán y Eva, sino que todos sus descendientes, es decir, toda la humanidad, quedó sin la gracia y sometida a la esclavitud del pecado. Si no tenemos en cuenta este hecho histórico acaecido en el inicio de la humanidad, el hecho del pecado original, el cual se transmite por generación a todos los hombres, no podremos entender qué es lo que Jesús quiere decir cuando anuncia la necesidad de la conversión para poder entrar en el Reino de los cielos. Como consecuencia del pecado original, todo hombre nace con este pecado y por este pecado, todo hombre es esclavo del pecado, cuyo fruto es la muerte. Por el pecado, el hombre se encuentra esclavizado por sus pasiones, además de estar condenado a una doble muerte, la muerte terrena y la muerte eterna. Ahora bien, la liberación de este estado de esclavitud sólo es posible por una acción divina, porque sólo Dios Trino tiene el poder necesario para romper las cadenas espirituales que encadenan al hombre a sus pasiones y a las cosas bajas de la tierra. Otro elemento a tener en cuenta es que, para que la gracia actúe, es necesario que el hombre desee ser liberado del estado de esclavitud que le proporciona el pecado, porque el hombre es libre y libremente debe desear ser liberado de esta esclavitud. Es a este deseo de ser libres del pecado por la recepción de la gracia santificante que proviene de Dios, es a lo que Jesús se refiere cuando habla de “conversión”. El hombre debe desear ser liberado del pecado por medio de la recepción de la gracia santificante, gracia que nos obtiene Jesucristo con su Santo Sacrificio en la Cruz, para poder así ingresar en el Reino de los cielos. Notemos que Jesús no obliga a nadie a la conversión; sólo advierte de la necesidad ineludible e imperiosa de la misma para poder entrar en el Reino de Dios, puesto que, al ser un reino de gracia, no puede ingresar nadie que esté en pecado, ni mortal ni venial. Jesús llama a la libre conversión, la cual debe provenir libremente, como acto libre personal de cada uno; por eso es que dice: “conviértanse”, como llamando a la decisión libre de cada uno a la conversión. Si Dios quisiera, nos convertiría a todos los hombres de todos los tiempos, en menos de un segundo, infundiéndonos su gracia, pero no lo hace porque esto sería violentar la libre decisión de cada uno. De hecho -y esto lo podemos comprobar a diario-, no todos desean amar a Dios y vivir en su Reino y es por eso que obran el pecado, cometiéndolo libremente. La decisión de desear ser liberado del pecado debe ser personal, libre, voluntaria, decidida en lo más profundo del ser de cada persona; en otras palabras, cada persona, libremente, debe desear ser liberada por Jesucristo y debe libremente aceptarlo como su Salvador. De otro modo, la gracia no puede actuar, porque si la persona no desea ser liberada, Dios no la liberará, porque Dios respeta nuestras libres decisiones. Esto explica dos cosas: por un lado, que al Reino de Dios nadie entra obligado, a la fuerza: o se entra libremente, porque libremente se eligió a Cristo Dios como el Salvador personal, o no se entra en el Reino de Dios: nadie entra en el Reino de Dios si no lo desea y esto Dios lo respeta; por otro lado, explica la existencia del Infierno, porque quien libremente elija el pecado y rechace ser salvado por Cristo, al fin de su vida terrena no ingresará al Reino de Dios, por lo que dijimos, esto es, que al Reino de Dios no se ingresa a la fuerza, sino libre y voluntariamente: esto explica la existencia del Infierno eterno porque quien no ingresa en el Reino de Dios, no tiene otro lugar adónde ir, luego de la muerte terrena, que no sea el Infierno; por eso, los condenados en el Infierno están allí por libre decisión, por elección autónoma, propia, personal y es esto lo que nos enseña el Catecismo, que quien se condena, lo hace por decisión propia, porque precisamente no quiso convertirse, no quiso recibir la gracia santificante, no quiso aceptar a Cristo Dios como al Salvador y en su lugar eligió el pecado y como el fruto del pecado es la muerte, la muerte en pecado mortal -libremente elegida y deseada- es la eterna condenación, es decir, la segunda y definitiva muerte.

          “El Reino de Dios está cerca (…) conviértanse y crean en el Evangelio”. Jesús no nos obliga a convertirnos, nos llama a la conversión, para que así, recibiendo la gracia santificante, estemos en grado de ingresar en el Reino de Dios. En nuestra libre decisión está, por lo tanto, salvar nuestras almas, recibiendo la gracia santificante que proviene del Corazón traspasado de Cristo en la Cruz y se nos concede por los sacramentos, o elegir, también libremente, la eterna condenación en el Infierno.  

 

domingo, 17 de enero de 2021

“Hemos encontrado al Mesías”

 


(Domingo II - TO - Ciclo B – 2021)

          “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1, 35-42). Andrés le comunica a su hermano Simón Pedro la noticia más grandiosa, alegre y maravillosa que persona alguna pueda recibir jamás en esta vida: “Hemos encontrado al Mesías”. Es decir, aquello que los justos del Antiguo Testamento habían esperado durante todas sus vidas; aquello que los profetas del Antiguo Testamento habían anunciado miles de veces a lo largo de la historia del Pueblo Elegido; aquello que los hebreos de buena voluntad habían estado esperando ansiosamente a lo largo de los siglos, esto es, la Llegada del Mesías prometido, ahora, en las palabras de Andrés, se hacía realidad: el Mesías, esperado y anunciado por los siglos, estaba entre los hombres, precisamente en el seno del pueblo hebreo y había sido encontrado -aunque mejor, se había dejado encontrar- para que los hombres pudieran acceder a las promesas de Dios, contenidas en el don del Mesías. Es esta la más grande y maravillosa noticia que jamás alguien -pertenezca o no al Pueblo Elegido- puede escuchar en este destierro: “Hemos encontrado al Mesías” y es esta noticia la que Andrés da, felizmente, a Simón Pedro.

Ahora bien, el encuentro y hallazgo, el descubrimiento y la revelación de que Jesús de Nazareth no es un hombre santo, ni el “hijo de José, el carpintero”, ni “el hijo de María”, sino el Mesías, el Hijo de Dios encarnado, que ha venido a esta vida y a esta tierra para salvar a los hombres de los tres grandes enemigos que acechan a la humanidad desde Adán y Eva, el Demonio, el Pecado y la Muerte, viene para Andrés -dice el Evangelio- luego de estar con Jesús “todo el día”, “donde Él vive”: esto tiene un significado místico y sobrenatural, pues se trata de un indicio de dónde y cómo el alma, en esta vida terrena, ha de encontrar al Mesías: decir que estuvieron con Él “todo el día”, esto indica la duración total de esta vida terrena, lo cual significa que el alma debe estar en gracia “todo el día”, es decir, “toda la vida”, porque al estar en gracia el alma está en Cristo y Cristo está en el alma; el decir que estuvieron con Él “donde Él vive”, significa que el alma debe acudir a postrarse “donde Jesús vive” en esta vida terrena y en este tiempo humano y es en la Sagrada Eucaristía; es decir, Jesús está vivo, en Persona y por lo tanto se puede decir que “vive” en la Eucaristía, con lo cual el alma, para estar con su Maestro “donde Él vive”, debe acudir al Sagrario, para postrarse ante su Presencia sacramental y adorarlo.

“Hemos encontrado al Mesías”. Como miembros del Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, tenemos el deber de anunciar al mundo que el Mesías no sólo ha venido, encarnándose en el seno de la Virgen, sino que está vivo, Presente, glorioso y resucitado, en la Eucaristía, en el Sagrario. Pero para poder hacer este anuncio, debemos nosotros primero ir adonde el Mesías vive y nos espera -en la Eucaristía, en el Sagrario-, debemos estar con Él, es decir, debemos hacer adoración eucarística lo más frecuente que sea posible y así estaremos en condiciones de decir al mundo: “Hemos encontrado al Mesías, es Jesús Eucaristía y vive en el Sagrario, donde nos espera”.

viernes, 15 de enero de 2021

“Tus pecados te son perdonados”


 

“Tus pecados te son perdonados” (Mc 2, 3-12). En la escena de la curación del paralítico, se encuentran numerosos elementos sobrenaturales que escapan a un análisis racional y simplista y que, una vez analizados y reflexionados, refuerzan nuestra fe católica, tanto en el Hombre-Dios Jesucristo, como en su Esposa Mística, la Santa Iglesia Católica. Veamos brevemente en qué consisten estos elementos.

Ante todo, el paralítico, a quien podemos considerar como el destinatario principal de las acciones de Jesús. El paralítico es modelo de fe sobrenatural en Jesús, pero no en Jesús en cuanto hombre santo, sino en cuanto Hombre-Dios, esto es, en cuanto Dios Hijo encarnado y la razón es que el paralítico acude a Jesús no para que Jesús le cure su parálisis corporal, sino para que le perdone los pecados. En efecto, el motivo por el cual el paralítico es llevado ante la presencia de Jesús es para que Jesús sane su alma, quite sus pecados de su alma. Esto se ve claramente en las palabras de Jesús al paralítico: “Tus pecados te son perdonados”, como en los pensamientos de los escribas y fariseos que acusan falsa y cínicamente a Jesús de ser un impostor, porque “sólo Dios puede perdonar los pecados”.

Los otros personajes que aparecen en escena son los fariseos y los escribas que, sin proferir palabra alguna, sin embargo, en sus pensamientos, acusan a Jesús falsamente de ser un impostor porque, como dicen con razón, “sólo Dios puede perdonar los pecados” y en efecto, es así, sólo que Dios -Jesús- está frente a ellos perdonando los pecados y aún así se niegan a creer en Jesús en cuanto Dios encarnado.

Finalmente, la Persona de Nuestro Señor Jesucristo, quien obra sobre el paralítico un doble milagro de misericordia: le perdona los pecados, curando su espíritu y colmándolo de gracia santificante, y por otra parte, para demostrar que Él tiene poder efectivo de perdonar los pecados, cura su parálisis, al devolverle la salud corporal, como muestra efectiva de que tiene realmente el poder espiritual y divino de perdonar los pecados.

“Tus pecados te son perdonados”. El paralítico es ejemplo de fe católica en Cristo Jesús, es decir, cree en Jesús no como hombre santo a quien Dios acompaña haciendo milagros, sino en Cristo como Hombre-Dios que, en cuanto Dios encarnado, hace milagros que sólo Dios puede hacer, porque Él es Dios. Por otro lado, los escribas y fariseos son también una muestra de algo que es cierto: que sólo Dios puede perdonar los pecados: el error en estos últimos es que no reconocen, aun teniendo a Jesucristo delante de ellos haciendo milagros que sólo Dios puede hacer, no lo reconocen en cuanto tal. Por último, Nuestro Señor Jesucristo, que demuestra su poder divino con el doble milagro al paralítico, curando su espíritu al perdonar sus pecados y curando su cuerpo al curar milagrosamente su parálisis. Un último elemento aparece oculto a los ojos del cuerpo y a la razón y es visible sólo a los ojos del alma iluminados por la fe: el perdón de Jesús, en cuanto Sacerdote Sumo y Eterno, de los pecados del paralítico, es figura y anticipo del Sacramento de la Penitencia, en la que el mismo Jesucristo, a través del sacerdote ministerial, perdona, con el poder divino, los pecados de los hombres.

domingo, 10 de enero de 2021

Solemnidad del Bautismo del Señor

 



(Ciclo B – 2021)

          El Señor es bautizado por Juan en el Jordán; en ese momento, se produce una teofanía, es decir, una manifestación de la gloria de su divinidad. En efecto, en el momento en que Juan lo bautiza, se escucha la voz del Padre que dice: “Éste es mi Hijo muy amado, escúchenlo”; además, aparece el Espíritu Santo sobre Jesús, en forma de paloma.

          Frente al Bautismo del Señor, podemos preguntarnos lo siguiente: si Jesús es Dios Hijo, proveniente del seno del Padre desde la eternidad y si Él ha recibido la unción del Espíritu Santo en el momento de su Encarnación en el seno virgen de María, ¿tenía necesidad de ser bautizado? La respuesta es un rotundo “no”, desde todo aspecto, desde el momento en que el bautismo es, ya sea moral, como el del Bautista, que predica la conversión para la remisión de los pecados, o bien real y ontológico, en el que se recibe verdaderamente al Espíritu Santo, como el Bautismo sacramental que imparte la Iglesia Católica, en el que se quita definitivamente la mancha del pecado original: Jesús, en cuanto Hombre-Dios, era la Santidad Increada en Sí misma y no tenía necesidad de ningún bautismo, ni del bautismo moral de Juan, ni del bautismo sacramental de la Iglesia Católica, puesto que al ser la Santidad Increada, no sólo no tenía mancha alguna de pecado, sino que es quien “quita los pecados del mundo”.

          La pregunta entonces, es: ¿por qué Jesús se deja bautizar por Juan en el Jordán, si Él no tenía necesidad? Una primera respuesta es que Jesús lo hizo para darnos ejemplo de cómo nosotros, que sí tenemos el pecado original y toda clase de pecado, sí tenemos necesidad de bautizarnos, sobre todo con el bautismo sacramental de la Iglesia Católica, para que nos sean quitados el pecado original y todo pecado. Es decir, Jesús se habría dejado bautizar, para darnos ejemplo de cómo debemos nosotros bautizarnos. Sin embargo, hay otra respuesta, que encierra y desvela al mismo tiempo un misterio sobrenatural y la clave de esta respuesta sobrenatural y misteriosa está en la constitución de Jesús: Él es el Logos del Padre, el Verbo del Padre, el Hijo Unigénito, la Palabra de Dios, que se encarna y une a Sí, hipostáticamente -en su Persona divina- a la humanidad de Jesús de Nazareth; al unirse Dios Hijo a la humanidad de Nazareth, queda unido remotamente a todo hombre, puesto que es Dios quien se hace hombre sin dejar de ser Dios: a partir de la Encarnación, Dios se hace uno de nosotros, uno de los hombres, pero sin dejar de ser Dios. A esta unión genérica con la raza humana, es necesario que se le complete la unión real, ontológica, la cual se verifica en el Bautismo sacramental de la Iglesia Católica: cuando somos bautizados, somos unidos, misteriosamente, por el Espíritu Santo, al Cuerpo de Cristo y pasamos a formar parte de su Cuerpo Místico; esto significa que nosotros habitamos en Cristo y Cristo con su Espíritu Santo inhabita en nosotros, mientras permanecemos en gracia. Esto -el Bautismo sacramental- tiene una enorme importancia, porque al unirnos orgánicamente a Cristo, al incorporarnos a su Humanidad Santísima, somos incorporados también a su misterio salvífico de Muerte y Resurrección y esto se verifica en la inmersión de Cristo en las aguas del Jordán: su inmersión significa su muerte en cruz y su emerger de las aguas del Jordán, significa su resurrección al tercer día (que su bautismo sea místico y sobrenatural, se expresa en una de las antífonas de las segundas vísperas de la Liturgia de las Horas de la Solemnidad del Bautismo del Señor: “En el río Jordán aplastó nuestro Salvador la cabeza del antiguo dragón y nos libró a todos de su esclavitud”[1]). Entonces, al ser bautizados, somos hechos partícipes de la muerte y resurrección de Cristo: de su muerte, cuando Cristo se sumerge en el Jordán; de su resurrección, cuando Cristo emerge del Jordán. Ésta es la razón por la cual no todos somos hijos adoptivos de Dios y explica la necesidad imperiosa de recibir el Bautismo sacramental de la Iglesia Católica, para no solo ser hijos adoptivos de Dios, sino para participar, mística y sobrenaturalmente, de su misterio salvífico de muerte y resurrección. Por eso, el Padre, en cada niño bautizado, mientras sobrevuela sobre el niño el Espíritu Santo, exclama lo mismo que exclamó en la teofanía del Jordán: “Éste es mi hijo adoptivo muy amado”.

          Por último, esto significa que si hemos sido sepultados con Cristo al ser sumergido Él en las aguas del Jordán, con Él ha sido sepultado nuestro hombre viejo, sometido a las pasiones y a la concupiscencia; pero como también hemos sido incorporados a su resurrección -representada en el emerger de Cristo en las aguas del Jordán-, entonces ya no vivamos como el hombre viejo, sino como el hombre nuevo, el hombre nacido “de la Sangre del Cordero, del Agua de la gracia santificante y del Espíritu Santo”.