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viernes, 9 de octubre de 2020

“El interior de ustedes está lleno de robos y maldad”

 


“El interior de ustedes está lleno de robos y maldad” (Lc 11, 37-41). Un fariseo invita a Jesús a comer y antes de disponerse a hacerlo, el fariseo se asombra del hecho de que Jesús no cumpliera con el ritual de lavarse las manos antes de comer. Al advertir esta situación, el fariseo se lo hace notar a Jesús pero Jesús, lejos de darle la razón y proceder a lavarse las manos, aprovecha la ocasión para lanzar un duro reproche contra los fariseos en general: “Ustedes, los fariseos, limpian el exterior del vaso y del plato; en cambio, el interior de ustedes está lleno de robos y maldad”. Es decir, Jesús les reprocha a los fariseos el hecho de que han convertido la religión, que es la unión en la fe y en el amor del alma con Dios, en un mero cumplimiento externo de reglas, la gran mayoría inventadas por ellos mismos, al tiempo que han descuidado lo esencial de la religión, la caridad, la justicia y la misericordia.

“El interior de ustedes está lleno de robos y maldad”. Debemos estar atentos y prestar atención, porque el fariseísmo, que es el cáncer de la religión, puede afectarnos a los católicos, seamos laicos o consagrados. Es decir, también nosotros podemos caer en el error de pensar que la religión consiste en el mero cumplimiento de normas externas, mientras que nos olvidamos de la misericordia, esencia de la religión. A las normas exteriores –asistencia al templo, recepción de los sacramentos, oración vocal, etc.-, le deben preceder y acompañar el acto interior del amor misericordioso a Dios, que se expresa en las obras de misericordia para con el prójimo: esto está significado en las palabras de Jesús “Den más bien limosna de lo que tienen y todo lo de ustedes quedará limpio”. Esto está acorde a lo que dice la Sagrada Escritura: “La limosna cubre una multitud de pecados” (1 Pe 4, 8). Sólo así, si en nuestro interior hay amor a Dios y al prójimo, nuestra religiosidad será verdadera y no seremos el destino de los reproches de Jesús.

 

 

martes, 14 de abril de 2020

Fiesta de la Divina Misericordia



(Domingo II - TP - Ciclo A - 2020)

          El origen del Segundo Domingo de Pascuas como Fiesta de la Divina Misericordia se encuentra en el mismo Jesús en Persona. En efecto, en sus apariciones a Santa Faustina como Jesús Misericordioso, el Señor le dijo así: “Deseo que haya una Fiesta de la Misericordia. Quiero que esta imagen que pintarás con el pincel, sea bendecida con solemnidad el primer domingo después de la Pascua de Resurrección; ese domingo debe ser la Fiesta de la Misericordia” (Diario, 49). En otra aparición, le dijo: “Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores. Ese día están abiertas las entrañas de Mi misericordia” (Diario, 699).
          También le dijo, con respecto a la imagen de la Divina Misericordia: “Ésta es la señal de los Últimos Tiempos” y también le dijo: “Anunciarás al mundo mi Segunda Venida”. Es decir, la imagen de Jesús Misericordioso se relaciona tanto con la Segunda Venida de Jesús, como con los Últimos tiempos. Ahora bien, Santa Faustina ya murió y Jesús todavía no vino, pero el “anuncio de la Segunda Venida” no está dado como encargo a Santa Faustina como persona, sino a la imagen de la Divina Misericordia. Por lo tanto, “Anunciarás al mundo mis Segunda Venida”, tiene que interpretarse como si fuera así: “(Esta imagen) Es el Anuncio de mi Segunda Venida”. Quien contempla la imagen, debe saber que es la última devoción para los Últimos Tiempos, es decir, ya no habrán más devociones hasta el fin de los tiempos, hasta el día en que Jesús regrese por Segunda Vez y ése regreso está pronto, según las palabras de Jesús y según la misma imagen de la Divina Misericordia.
          ¿Qué significa “Ésta es la señal de los Últimos Tiempos” y “Anunciarás al mundo mi Segunda Venida”? Esto no significa ni más ni menos que debemos preparar nuestras almas para el encuentro personal con Jesús Misericordioso, pues Él está pronto para llegar. ¿Estamos diciendo con esto que el Fin del mundo está cerca? ¿Queremos decir que el Día del Juicio Final está próximo? No, no lo estamos diciendo, porque “nadie sabe ni el día ni la hora”. Sin embargo, no por esto no debemos estar prontos para el encuentro personal con Jesús Misericordioso, porque de una u otra forma, sea en el Juicio Final, si estamos vivos para eso, o sea en el momento de nuestro paso a la eternidad -es decir, en el momento de nuestra muerte-, tanto en uno como en otro caso, nos habremos de encontrar personalmente con Jesús Misericordioso y es para esto para lo que debemos estar preparados.
          “Anunciarás al mundo mis Segunda Venida”. Cada encuentro con Jesús Eucaristía -cada vez que comulgamos, sea sacramental como espiritualmente-, nos encontramos con Jesús Misericordioso, porque el Jesús que está en la Eucaristía es el mismo Jesús Misericordioso. Si nos preparamos para cada comunión con Jesús Eucaristía -comulgando en gracia, con fervor, con piedad y sobre todo con amor-, entonces estaremos preparándonos para el encuentro con Jesús Misericordioso. No desaprovechemos la Comunión con Jesús Eucaristía, porque es el anticipo del encuentro definitivo con Jesús Misericordioso. Por último, el anuncio más efectivo de la Segunda Venida de Jesús es obrando nosotros mismos, en Nombre de Jesús, la misericordia para con los más necesitados.

lunes, 20 de enero de 2020

“Echando en torno una mirada de ira”



“Echando en torno una mirada de ira” (Mc 3, 1-6). Resulta realmente sorprendente esta descripción que hace el Evangelio acerca de la actitud de Jesús en relación a los fariseos: “Echando en torno una mirada de ira”. La actitud de Jesús contrasta con la imagen general que se tiene de Él, el de un Jesús bondadoso y misericordioso, puesto que es la Misericordia Encarnada. Pero es también la Justicia encarnada y esta vez, para los fariseos, que se niegan a la misericordia, porque se niegan a que Jesús cure al hombre con una parálisis en el brazo, por el solo hecho de ser sábado, no cabe otra actitud que la descarga sobre ellos de la Justicia divina. Y es esto lo que justifica la expresión del Evangelio: “Echando en torno una mirada de ira”. La ira de Dios se desencadena sobre el alma que se obstina en el pecado, sobre el alma que se obstina en negarse a obrar la misericordia, en negarse a ser misericordioso, como en este caso los fariseos, que preferían cumplir la ley positiva de no hacer trabajo un día sábado, antes que permitir que Jesús obrara la misericordia, curando su brazo paralítico.
“Echando en torno una mirada de ira”. Debemos tener precaución y no formarnos una idea equivocada de Jesús, la de un Jesús bonachón, que, por caer simpático a todos, deja de obrar el bien para obrar la injusticia: Jesús es Dios y en cuanto tal, es Misericordia Divina encarnada, pero es también Justicia divina encarnada y por lo tanto, no puede dejar pasar por alto las faltas contra la caridad y la misericordia. Seamos precavidos y obremos siempre la misericordia, para no atraer sobre nosotros la mirada iracunda del Hombre-Dios Jesucristo.


lunes, 25 de noviembre de 2019

“Verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad”




“Verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad” (Lc 21, 20-28). Nuestro Señor Jesucristo profetiza acerca de la destrucción de Jerusalén –acaecida en el año 70 d. C.- y acerca de su Segunda Venida –todavía tiene que ocurrir, para poner fin al tiempo y a la historia y dar inicio a la eternidad de Dios- y cuando se refiere a su Segunda Venida, da algunas señales que ocurrirán en ese tiempo: “Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues los astros se tambalearán”. Luego continúa: “Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”. Lejos de ser lo que parecen –las palabras parecen predecir tiempos de terror y de angustia universales, de las cuales nadie podrá escapar-, las señales de la Segunda Venida en la gloria del Hijo de Dios son lo mejor que le puede pasar a la Humanidad y será el evento más grandioso desde la Encarnación del Verbo.
¿Por qué? Porque aunque haya angustia en las gentes y aunque los astros tambaleen, esas cosas no serán señales de que algo malo está por ocurrir: por el contrario, será señal de que algo muy bueno, excelentísimo y de origen sobrenatural y divino, está por ocurrir: ¡vendrá Nuestro Señor Jesucristo a juzgar a vivos y muertos y a dar a cada uno lo que cada uno se mereció por sus obras! Como dijimos, será un evento tan grandioso como el evento de la Encarnación del Verbo, porque Cristo Dios vendrá a nuestro mundo para finalizar con el tiempo y la vida terrena y para dar inicio a su reinado eterno en el Reino de los cielos. Será el momento en el que se acabará esta vida terrena y humana, cargada de pecado y de muerte y bajo el dominio del Príncipe de este mundo, el Demonio: Cristo vendrá y pondrá a todos sus enemigos –el Demonio, el Pecado y la Muerte- bajo sus pies y, como Rey Invicto y Victorioso que es, dará inicio a su reinado de paz, de justicia, de libertad, de amor; un reino que durará para siempre y en el que reinarán como reyes quienes aquí en la tierra dieron testimonio en favor de Cristo Dios.
“Verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad”. No sabemos si estaremos vivos para cuando venga Nuestro Señor Jesucristo por Segunda Vez, pero obremos como si lo fuéramos a estar, es decir, vivamos en gracia, evitemos el pecado, seamos misericordiosos y así podremos ver, cara a cara, para siempre, a Nuestro Señor Jesucristo, que ha de venir por Segunda Vez en gloria y majestad para juzgar al mundo.

jueves, 19 de septiembre de 2019

“Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor”



“Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor” (Lc 7, 36-50). Una mujer, pecadora postrada ante Jesús, llorando sus muchos pecados, vierte un costoso perfume a los pies de Jesús, mientras los cubre de besos y los seca con sus cabellos. La escena, además de ser real la misma esconde una simbología sobrenatural: la mujer pecadora representa a la humanidad caída en el pecado original y que ha sido alcanzada por la misericordia de Dios; el perfume que ella derrama significa la gracia que extra-colma su alma y se derrama hacia afuera, en sus acciones, la principal de todas, amar y adorar a Jesús; el hecho de que esté postrada ante Jesús, significa la adoración que le profesa y la acción de gracias por haber sido perdonada; el llanto significa el arrepentimiento y la contrición de corazón.
En la mujer pecadora, entonces, estamos representados todos los hombres pecadores, todos los que descendemos de Adán y Eva y que por la misericordia de Dios, manifestada en el sacrificio de Jesús en la cruz, hemos sido perdonados. Al igual que la mujer pecadora, debemos pedir la gracia de tener lágrimas de arrepentimiento y mucho amor en el corazón, para postrarnos en acción de gracias ante Jesús Eucaristía por el perdón y la misericordia recibidos.

lunes, 26 de agosto de 2019

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados!”





“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados!” (Mt 23, 27-32). Jesús vuelve a ser sumamente duro con aquellos que eran los hombres religiosos de su tiempo, los escribas y los fariseos: ahora los compara con “sepulcros blanqueados”: por fuera parecen de buena apariencia –por fuera parecen hombres buenos y religiosos-, pero por dentro están llenos de “podredumbre y llenos de huesos”, es decir, por dentro, en su interior espiritual, están llenos de vicios y pecados. Esto es así porque Jesús, en cuanto Dios, conoce a la perfección el interior más profundo del ser del hombre y sabe que los escribas y fariseos pasan por ser hombres buenos y religiosos, es decir, aparentan, frente a los demás, ser hombres buenos, pero en realidad son cínicos, hipócritas, falsos y en consecuencia, faltos de religión.
          “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados!”. También a nosotros nos pueden caber los reproches de Jesús, porque si asistimos a Misa, si rezamos, si nos confesamos, si aparentamos por fuera ser hombres de religión, esa mera apariencia exterior no engaña a Dios: si no tenemos compasión, si no tenemos caridad, si no tenemos misericordia, si no tenemos piedad, entonces somos como sepulcros blanqueados. Por esto mismo, debemos ser muy cuidadosos en la práctica de la religión y no olvidar la misericordia y la compasión, porque ante los ojos de Dios nuestro interior no pasa nunca desapercibido y si no tenemos compasión, piedad, caridad y misericordia, seremos, ante los ojos de Dios, como sepulcros blanqueados, aun cuando asistamos a Misa todos los días.

viernes, 19 de julio de 2019

“Misericordia quiero y no sacrificios”



“Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 12, 1.8). Jesús y sus discípulos se encuentran dando un corto paseo sabático –de no más de un kilómetro- por los campos. Debido a que el sábado era el día dedicado a Dios, había una serie de acciones que no podían hacerse en ese día, unas treinta y nueve en total y el segar y trillar eran parte de las obras prohibidas en el día de descanso[1]. Para la casuística rabina y también para los fariseos, la acción de arrancar las espigas era similar a segar y el frotarlas entre las manos era equivalente a trillar. Como los discípulos de Jesús tenían hambre, al pasar por el campo arrancan las espigas de trigo, las frotan entre sus manos y comen, con lo cual están técnicamente en falta ante la ley y es eso lo que le reprochan los fariseos. Jesús soluciona la cuestión basándose en el principio de que la necesidad excusa de la ley positiva: es decir, si tenían hambre, no cometían falta al comer el trigo. Para ello, cita el ejemplo de David (1 Sam 21, 1-6): huyendo de la ira de Saúl, David llegó adonde estaba el tabernáculo y allí el sumo sacerdote Abimelec le permitió comer de los doce panes llamados comúnmente “de la faz” –porque eran colocados en presencia de Dios en el santuario- o “de la proposición”, por el mismo motivo. Esta ofrenda se renovaba cada semana y por su carácter sagrado eran comidos sólo por los sacerdotes. Sin embargo, la presencia de David prevaleció sobre esta ley positiva y el sumo sacerdote determinó que convenía aplicar la excepción a la ley.
Nuestro Señor añade que el sacrificio del templo, ofrecido el sábado, es una transgresión literal del descanso sabático, desde el momento en que el servicio del templo es único y trasciende todos los demás deberes. Anticipándose a la réplica, Jesús hace una declaración sorpresiva: “Aquí hay alguien más grande que el templo”. Es decir, la presencia de Jesús hace del campo un santuario y presenta a la persona de Jesús como el gran sustituto del santuario, algo que estaba insinuado en las profecías mesiánicas[2].
Los fariseos que reprochan a Jesús no habían penetrado ni siquiera en el espíritu de la antigua ley, de lo contrario no habrían permitido que sus escrúpulos legales la privasen de un juicio prudente y caritativo respecto de los discípulos de Jesús. A su vez, Jesús tiene el poder de dispensarlos del descanso sabático porque Él es “Señor del sábado”, es decir, Él es Dios y en cuanto tal, puede hacerlo. El episodio finaliza con la frase de Jesús: “Misericordia quiero y no sacrificios”, es decir, la caridad prevalece sobre la ley positiva.
Para nosotros, discípulos de Cristo, no sólo no está prohibido comer los nuevos panes de la proposición, es decir, la Eucaristía, no el día sábado, sino el Día del Señor, el Domingo, sino que la Eucaristía es el fundamento y la causa para dar a nuestros prójimos, no la dureza de nuestros corazones, sino el Amor misericordioso de Jesús Eucaristía.


[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Barcelona 1957, Editorial Herder, 392.
[2] Cfr. Orchard, ibidem, 392.

miércoles, 7 de junio de 2017

“Cuando resuciten los muertos los hombres serán como ángeles en el cielo”


Ángeles rebeldes caídos del cielo y almas condenadas.

“Cuando resuciten los muertos los hombres serán como ángeles en el cielo” (cfr. Mc 12,18-27). Frente a los saduceos, secta hebrea que negaba la resurrección de los muertos, Jesús revela la doctrina de la resurrección del alma y del cuerpo en la gloria de Dios, aunque también nos revela la contrapartida, que es la resurrección de cuerpos y almas, pero para la condenación en el infierno eterno. Así como en la gloria los cuerpos quedarán transfigurados por la gloria divina que del alma del bienaventurado se derrama sobre ellos, causándoles esta gloria una paz, una dicha y un gozo celestiales imposibles siquiera de dimensionar, así también, quienes resuciten para la condenación, sufrirán en sus cuerpos con el mismo fuego que atormentará sus almas por la eternidad, sin consumir ni uno ni otro. La doctrina de la resurrección de los cuerpos es una verdad revelada directamente por Nuestro Señor Jesucristo, de manera que si no se cree en ella, no se tiene fe católica, aunque esta doctrina no se limita a la resurrección gloriosa, sino que se extiende a la resurrección ignominiosa, la de aquellos que, luego del Juicio Particular sostenido inmediatamente después de la muerte, sean hallados faltos de misericordia para con el prójimo y de amor para con Dios, recibiendo en sus cuerpos y almas el castigo del fuego eterno, por haber elegido el pecado antes que la vida de la gracia.

“Cuando resuciten los muertos los hombres serán como ángeles en el cielo”. Ahora bien, no es necesario morir a esta vida terrena para recién recibir la gloria; si bien en la vida eterna esta gloria se desplegará en toda su plenitud y esplendor, es necesario recordar que el germen de la gloria eterna en nuestras almas y cuerpos, es decir, de nuestra resurrección, lo recibimos ya aquí en la tierra, por medio de la gracia santificante, que nos comunica la gracia divina. Pero también es necesario tener presente que así como la gracia santificante es signo de predestinación al cielo y por lo tanto de resurrección gloriosa, así también la impenitencia y la persistencia voluntaria en el pecado, es signo seguro de eterna condenación, por lo que el pecador, teniendo presente esta realidad de la posibilidad de eterna condenación, debe rectificar su camino en dirección opuesta al pecado, recibiendo la gracia santificante, tomando su Cruz y siguiendo al Cordero de Dios camino del Calvario, si es que quiere salvar su alma.

sábado, 5 de marzo de 2016

“Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida”


(Domingo IV - TC - Ciclo C – 2016)

         “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida” (Lc 15, 1-3. 11-32). En la parábola del hijo pródigo se representa el itinerario espiritual del alma que cae en pecado y que luego, recibiendo el don de la conversión, acude al Sacramento de la Penitencia para volver al estado de gracia. Cada personaje y cada elemento de la parábola, remite a una realidad espiritual: así, Dios Padre es el dueño de la estancia; la casa del Padre –la estancia- y todos los bienes que posee, son el estado de gracia en el alma, por la cual le vienen al alma toda clase de bienes, además de ser constituida como hija adoptiva de Dios; el hijo pródigo es el alma que, cediendo a la tentación y a las seducciones del mundo, olvida a Dios, que es su Padre por el bautismo, sin importarle su filiación divina adoptiva; la fortuna dilapidada es la gracia; el país extranjero, en el que el hijo pródigo gasta su fortuna, es la vida mundana, atea, agnóstica, alejada de Dios, de la oración, de la fe, de los sacramentos y del Amor de Dios, que es reemplazado por el amor del mundo y sus atractivos; los banquetes a los que asiste luego de abandonar la casa paterna, representan la satisfacción de las pasiones por medio del hedonismo y el materialismo; el hambre que experimenta luego de consumidos los banquetes, representa el efecto del pecado en el alma: aunque en un primer momento el alma, que sucumbió a la tentación y cometió el pecado, pareciera quedar satisfecha al complacer la concupiscencia, muy pronto comienza a experimentar  el vacío del Amor de Dios, que ya no está más con ella, además del sabor amargo de la concupiscencia satisfecha, sumada a la ausencia de paz, porque cuando el alma pierde la gracia, pierde la paz que sólo da Jesucristo: “Mi paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27); la estadía en el país extranjero y la posterior decisión de regresar a la casa del Padre, representa la reflexión que –producto de la gracia- sobreviene en el alma luego del pecado; a esta reflexión le sigue luego la contrición, es decir, el verdadero arrepentimiento y dolor de los pecados, que consiste en tomar conciencia de la malicia del pecado, que se contrapone a la bondad y misericordia infinita de Dios. La contrición o verdadero arrepentimiento está representada en la parábola en la reflexión que hace el hijo pródigo, la que lo lleva luego a “levantarse para ir a la casa del padre” para pedirle perdón. Se trata de una verdadera contrición, del dolor profundo del corazón del hijo que se duele por haber ofendido, con su malicia, la bondad de su padre y esto está representado en la parábola, porque si bien el hijo pródigo se recuerda de los bienes que poseía en la casa de su padre, sin embargo no se lamenta por la pérdida de los bienes materiales, sino que su dolor se origina por haber abandonado a su padre y este dolor está representado en la frase: “Padre, pequé contra el cielo y contra ti”. Se trata de un dolor profundo, espiritual, por cuanto el hijo pródigo se arrepiente por haber abandonado a su padre, pecando al mismo tiempo contra el cielo, al faltar al Cuarto Mandamiento. Es un indicativo de la contrición del corazón, porque significa el alma a la que le duele el haber ofendido a Dios, que es Padre amoroso, y no tanto por haber perdido el cielo. A su vez, la actitud del padre de la parábola, que consiste en abrazarlo, en no reprocharle ni el abandono de la casa paterna, ni la dilapidación de su fortuna, organizando para él una fiesta para celebrar su regreso, representan el perdón y el Amor misericordioso de Dios que se nos ofrece por la Sangre de Jesús vertida en su sacrificio en cruz y se nos derrama en el Sacramento de la Penitencia. El ternero cebado, que es lo más preciado que tiene el padre y que sacrifica para celebrar el regreso del hijo pródigo, representa a Jesús, el Cordero de Dios "como degollado" (cfr. Ap 5, 1-14), que es lo que el Padre más ama desde la eternidad y que Él ofrece a las almas en el banquete escatológico, la Santa Misa, como manjar exquisito, super-substancial, para celebrar el regreso de sus hijos pródigos -nosotros, los bautizados en la Iglesia Católica-. Las vestimentas de fiesta, el anillo y las sandalias, indican que el alma recobra su condición y su dignidad de hija de Dios por la gracia recibida en la Confesión sacramental. La frase que el padre pronuncia: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida”, representan a los dos estados del alma: con pecado mortal –“estaba muerto” y se dice así porque el alma muere a la vida de la gracia, aun cuando la persona se desplace, respire, hable; está muerta a la vida de Dios y por eso se llama “pecado mortal”- y en estado de gracia –“ha vuelto a la vida”-, porque la gracia concede una vida nueva al alma, que es la vida misma de Dios Uno y Trino.

“Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida”. La misma alegría y la misma dicha que experimenta el padre de la parábola al ver regresar a su hijo, que estaba perdido, la experimenta Dios Padre cada vez que un alma, respondiendo a la gracia de la conversión, se duele en su corazón por haber ofendido a Dios y se confiesa sus pecados con una contrición perfecta, es decir, con el dolor que se produce no por el temor al castigo, sino por haberse comportado como un hijo malo que ha ofendido a su Padre Dios, infinitamente bueno y misericordioso. Como pecadores que somos, la Iglesia nos pone esta parábola en el tiempo de Cuaresma –además estamos en el Año de la Misericordia- para que nos reconozcamos en el hijo pródigo y para que, meditando acerca del Amor misericordioso de Dios materializado en Cristo Jesús, nos acerquemos al Sacramento de la Penitencia para así experimentar el abrazo y la ternura de Dios Padre. La confesión sacramental es el acto propio del hijo pródigo que regresa a su Padre Dios, siendo bienvenido por Él y recibiendo de Él el beso de la paz, y la garantía de su perdón y de su Amor es la Sangre de Cristo derramada en la cruz.

martes, 1 de marzo de 2016

“Ningún profeta es bien recibido en su tierra”


“Ningún profeta es bien recibido en su tierra” (Lc 4,24-30). Debido a que Jesús es Dios Hijo encarnado, sabe con absoluta precisión lo que sucederá en el futuro –en su Ser eterno, toda la historia de la humanidad está ante sus ojos, como en un eterno presente-, les profetiza a los asistentes de la sinagoga qué es lo que harán con Él cuando termine su enseñanza: “Ningún profeta es bien recibido en su tierra”. En efecto, cuando Jesús finalice su intervención en la sinagoga, todos sus concurrentes -“enfurecidos”, dice el Evangelio-, intentarán nada menos que quitarle la vida, llevándolo fuera hasta el borde del precipicio para despeñarlo, aunque no lo conseguirán.
Ahora bien, ¿qué es lo que les dice Jesús, que motiva tanta furia? Jesús les trae a la memoria dos ejemplos de favores divinos realizados a paganos y no a miembros del Pueblo Elegido: el del profeta Elías, enviado a una viuda de Sarepta, y el del profeta Eliseo, a través del cual recibe la curación de su lepra Naamán el sirio. La razón por la cual estos paganos reciben el favor divino radica en la disposición de sus corazones para recibir a los enviados, por un lado y, por otro, en la posesión y práctica de virtudes que hacen a la esencia de la religión. La viuda de Sarepta demuestra poseer un corazón misericordioso para con el prójimo, pues da al profeta de lo que tiene para su subsistencia, y con esto realiza la obra de misericordia que dice: “Dar refugio al peregrino”; a su vez, el sirio Naamán demuestra, además de fe en el verdadero Dios –paradójicamente, a pesar de ser pagano-, el don de la piedad y el temor hacia Dios, pues obedece –aunque es cierto que, al menos al inicio, con algo de reticencia- las indicaciones de Eliseo de sumergirse en el río siete veces para obtener su curación. En definitiva, ambos paganos, la viuda de Sarepta y Naamán el sirio demuestran amor al prójimo y amor a Dios, respectivamente, y así cumplen el primer Mandamiento de la Ley de Dios, el más importante de toda la ley y el que resume y concentra toda la Ley: “Amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”. Y puesto que el que verdaderamente ama a Dios y al prójimo es también justo, hacen sus almas semejantes a Dios al poseer caridad y justicia, con lo cual Dios se complace en sus almas al ver que en ellas hay una semejanza de Sí mismo, que es Amor Eterno y Justicia infinita, con lo cual les concede su favor. Jesús les hace ver a los asistentes de la sinagoga que lo vale el favor de Dios a un alma, no es la mera pertenencia al Pueblo Elegido, sino ante todo que esa alma sea una imagen suya, es decir, que sea justa y caritativa. Al enfurecerse contra Jesús por sus palabras, los asistentes a la sinagoga sólo confirman lo que Jesús les estaba diciendo. Puesto que los bautizados en la Iglesia Católica formamos el Nuevo Pueblo Elegido, debemos tomar la enseñanza de Jesús como dirigida directamente a nosotros, por lo que necesitamos ejercitarnos en la misericordia y la piedad, si es que queremos recibir el favor de Dios.


martes, 20 de enero de 2015

“Dirigió sobre ellos una mirada llena de indignación y se apenó por la dureza de sus corazones"


“Dirigiendo sobre ellos una mirada llena de indignación y apenado por la dureza de sus corazones, dijo al hombre: Extiende tu mano. Él la extendió y su mano quedó curada” (Mc 3, 1-6). Indignación y pena son los dos sentimientos –además de la misericordia por el hombre con la mano paralítica, y que lo lleva  a curarlo-, es lo que experimenta el Sagrado Corazón de Jesús, al comprobar “la dureza de sus corazones”, que les impedía ver y aprobar el acto de misericordia que significaba el curar la mano del paralítico, debido al falso concepto de religión que poseían. En efecto, para los fariseos, la religión consistía en el cumplimiento meramente exterior de la ley –en este caso, un precepto humano, que impedía el trabajo manual en sábado-, sin estar acompañado ni del amor a Dios ni de la compasión al prójimo; ésa es la razón por la cual, cuando Jesús ingresa en la sinagoga y ve al hombre paralítico, los fariseos suponen, porque conocen a Jesús, que Jesús curará su mano, sin importarle el precepto legal que impedía realizar trabajos manuales en el día sábado, día considerado sagrado. Jesús, que es Dios encarnado, y por lo tanto no solo lee los pensamientos, sino que los pensamientos de todos los hombres de todos los tiempos están ante Él antes de ser siquiera formulados, lee los pensamientos y escudriña la malicia de los corazones de los fariseos, quienes se ponen en guardia y quedan a la espera del gesto de Jesús de curar la mano del paralítico, para tener un argumento legal con el cual acusarlo. 
Para tratar de sacarlos del error, y en un vano intento por hacer luz en sus oscurecidas mentes, que no quieren ver la Verdad, y para iluminar sus perversos corazones, que entenebrecidos por el odio se niegan a amar a la Divina Misericordia, encarnada en Jesús, les dice: “¿Está permitido en sábado hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla?”. La pregunta que les dirige es muy clara, y está encaminada a hacerles ver el valor infinitamente superior del bien sobre el mal y de salvar una vida antes que perderla, todo lo cual justifica el quebrantamiento de un precepto legal, el de no realizar trabajos manuales. 
En otras palabras: si en sábado está prohibido legalmente realizar trabajos manuales, porque con esto se respeta el día sagrado, el día dedicado a Dios, y así se cumple con la religión, el hecho de curar o de salvar una vida, no contradice el precepto legal, sino que cumple cabalmente con el fin de la religión, que es amar y adorar a Dios y ser compasivos y misericordiosos para con el prójimo sufriente. Esto es lo que los fariseos no pueden comprender: que el verdadero culto a Dios –y por lo tanto, la verdadera religión-, radica no en el cumplimiento meramente externo de preceptos que no son esenciales, al tiempo que se mantiene un corazón frío en el verdadero amor a Dios y endurecido por la falta de caridad hacia el prójimo, sino en glorificarlo y la glorificación de su nombre se da cuando, en su honor y en su nombre, se tiene compasión del prójimo sufriente, que es lo que pretende hacer Jesús, con la curación de la mano del paralítico. Al curarlo al paralítico, Jesús no quebranta el precepto de no trabajar el sábado: mucho más que eso, cumple cabalmente con la esencia de la religión, que es la glorificación y el amor de Dios, al auxiliar a quien sufre, no por mero filantropismo, sino precisamente, por amor a Dios. Lamentablemente para los fariseos –y para los cristianos que no puedan entender la acción de Jesús, que es en lo que consiste la verdadera religión-, después de que Jesús cura la mano del paralítico, se obstinan en su error y se endurecen en sus corazones, “confabulándose con los herodianos para buscar la forma de acabar con él”, apenas salidos de la sinagoga.

“Dirigió sobre ellos una mirada llena de indignación y se apenó por la dureza de sus corazones”. Jesús nos mira desde la Eucaristía, no solo exteriormente, sino en lo más profundo de nuestro ser y de nuestros corazones, y sabe cuáles son los sentimientos que albergamos hacia nuestros prójimos, sobre todo aquellos a quienes, por uno u otro motivo, son nuestros enemigos. ¿Dirige también sobre nosotros una mirada llena de indignación y se apena por la dureza de nuestros corazones? ¿O se complace en ellos, al ver que vivimos la esencia de la religión, la glorificación y el amor de Dios y la compasión para nuestros prójimos, incluidos en primer lugar, nuestros enemigos?

jueves, 27 de noviembre de 2014

“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”


“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Lc 21, 29-33). A medida que se acerque la Parusía o Segunda Venida de Jesucristo en la gloria, todos los acontecimientos profetizados por el mismo Jesucristo se cumplirán, tal como Él mismo los profetizó. Jesucristo no puede equivocarse, puesto que es Dios en Persona; es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad; es Dios Hijo encarnado en una naturaleza humana, y todo lo que Él dijo y profetizó acerca de su Segunda Venida, se cumplirá, indefectiblemente, como indefectiblemente la naturaleza sigue su curso y a una estación le sigue la otra. No en vano Jesucristo utiliza la figura del brote nuevo de la higuera: así como sucede con el brote nuevo de la higuera, que pasado el invierno y llegada la primavera, y siguiendo el impulso vital biológico de la naturaleza inscripto por el Creador, comienza un nuevo ciclo de vida para el árbol, así también, en las edades de la humanidad, se suceden los siglos, unos tras otros, y se seguirán sucediendo, hasta que dejen de sucederse, cuando se cumpla el tiempo establecido por Dios, lo cual está indicado, veladamente, por Jesucristo, en las señales acerca de su Segunda Venida.
La Segunda Venida de Cristo, en gloria y poder, vendrá precedida por la conversión de Israel, según anuncia Cristo, y también San Pedro y San Pablo (Mt 23,39; Hch 3,19-21; Rm 11,11-36), y será precedida también por grandes tentaciones, tribulaciones y persecuciones (Mt 24,17-19; Mc 14,12-16; Lc 21,28-33), que harán caer a muchos cristianos en la apostasía. Según el Catecismo, será la “prueba final” que deberá pasar la Iglesia, y que “sacudirá la fe” de muchos creyentes: “La Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cfr. Lc 18,8; Mt 24,9-14). La persecución que acompaña a la peregrinación de la Iglesia sobre la tierra (cfr. Lc 21,12; Jn 15,19-20) desvelará “el Misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas, mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es el Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo, colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cfr. 2 Tes 2, 4-12; 1 Tes 5, 2-3; 2 Jn 7; 1 Jn 2, 18. 22)”[1].
Por tanto, continúa el Catecismo, “la Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua, en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (Ap 19,1-19). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (13, 8), sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (20, 7-10). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (20, 12), después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (2 Pe 3,12-13)”[2].
Mientras esperamos su Segunda Venida en la gloria, Jesucristo reina actualmente en la historia, desde la Eucaristía, y muestra su dominio, sujetando cuando quiere y del modo que quiere a la Bestia mundana, que recibe toda su fuerza y atractivo del Dragón infernal, y si la Bestia -que se manifiesta en la política a través de la Masonería política, pero también en la Iglesia, a través de la Masonería eclesiástica-, obra haciendo daño, lo hace en cuanto Jesucristo la deja obrar, y no hace más de lo que Jesucristo la deja hacer.
La Parusía, la Segunda Venida gloriosa de nuestro Señor Jesucristo, según nos ha sido revelado, vendrá precedida de señales y avisos, que justamente cuando se cumplan revelarán el sentido de lo anunciado. Por eso solamente los que estén “con las túnicas ceñidas y las lámparas encendidas”, es decir, obrando la misericordia y en estado de gracia, y escrudiñando los signos de los tiempos, en estado de oración, podrán sospechar la inminencia de la Parusía, porque “no hará nada el Señor sin revelar su plan a sus siervos, los profeta” (Amós 3,7), y así, estos “siervos atentos y vigilantes”, podrán detectar la inminencia de la Parusía. Según el mismo Jesucristo, para su Segunda Venida, habrá conmoción en el Universo físico: “habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y sobre la tierra perturbación de las naciones, aterradas por el bramido del mar y la agitación de las olas, exhalando los hombres sus almas por el terror y el ansia de lo que viene sobre la tierra, pues las columnas de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube con poder y majestad grandes” (Lc 21,25-27).
Sin embargo, lo más grave, estará dado en el plano espiritual, porque la Segunda Venida, estará precedida por la ascensión al poder, en la Iglesia, del Anticristo, quien difundirá eficazmente innumerables mentiras y errores, como nunca la Iglesia lo había experimentado en su historia, y éste será el que provocará la “prueba final” que “sacudirá la fe” de “numerosos creyentes”, anunciado por el Catecismo[3], lo cual tal vez sea la modificación de algún dogma central, muy probablemente, relacionado con la Eucaristía.
La Parusía o Segunda Venida, será súbita y patente para toda la humanidad: “como el relámpago que sale del oriente y brilla hasta el occidente, así será la venida del Hijo del hombre… Entonces aparecerá el estandarte del Hijo del hombre en el cielo, y se lamentarán todas las tribus de la tierra [que vivían ajenas al Reino o contra él], y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con poder y majestad grande” (Mt 24,27-31).
La Parusía será inesperada para la mayoría de los hombres, que “comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban” (Lc 17,28), y no esperaban para nada la venida de Cristo, sino que “disfrutando del mundo” tranquilamente, no advertían que “pasa la apariencia de este mundo” (1 Cor 7,31). Por no prestar atención a la Sagrada Escritura que dice: “Medita en las postrimerías y no pecarás jamás” (Eclo 7, 40), el mundo se comporta como el siervo malvado del Evangelio, que habiendo partido su señor de viaje, se dice a sí mismo: “mi amo tardará”, y se entrega al ocio y al vicio. Sin embargo, como advierte Jesús en la parábola, “vendrá el amo de ese siervo el día que menos lo espera y a la hora que no sabe, y le hará azotar y le echará con los hipócritas; allí habrá llanto y crujir de dientes” (Mt 24,42-50). Por eso, la parábola finaliza con la advertencia: “Estad atentos, pues, no sea que se emboten vuestros corazones por el vicio, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, y de repente, venga sobre vosotros aquel día, como un lazo; porque vendrá sobre todos los moradores de la tierra. Velad, pues, en todo tiempo y orad, para que podáis evitar todo esto que ha de venir, y comparecer ante el Hijo del hombre” (Lc 21,34-35).
Y esa es la razón por la cual el cristiano debe prestar atención a las palabras de Jesús, en las que nos previene y nos pide que estemos atentos a su Segunda Venida: “vigilad, porque no sabéis cuándo llegará vuestro Señor… Habéis de estar preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre” (Mt 24,42-44). “Vendrá el día del Señor como ladrón” (2 Pe 3,10). Todos los cristianos hemos de vivir siempre como si la Parusía fuera a ocurrir hoy, o mañana mismo o pasado mañana, porque “la apariencia de este mundo pasa” (1 Cor 7, 31), y cuando pasa la apariencia de este cielo y esta tierra, aparece la eternidad, aparece Dios, que es la Eternidad en sí misma, y para afrontar el Juicio Particular que decidirá nuestra eternidad, es que debemos prepararnos, viviendo en gracia y obrando la misericordia.




[1] 675.
[2] 677.
[3] Cfr. n. 675.

jueves, 17 de julio de 2014

“Los discípulos de Jesús comen espigas en día sábado”


“Los discípulos de Jesús comen espigas en día sábado” (cfr. Mt 12, 1-8). Al pasar por un campo de trigo en un día sábado, los discípulos de Jesús, sintiendo hambre, arrancan las espigas y comen, con lo cual cometen, a los ojos de los fariseos, una falta legal, debido a que en día sábado estaba prohibido, según la casuística farisaica, realizar tareas manuales, y esto les vale un reproche por parte de los fariseos.
Sin embargo, Jesús, lejos de darles la razón, les responde trayendo a colación otra falta legal, esta vez, la del rey David y sus compañeros, los cuales cometieron una falta, si se quiere, tal vez mayor: también sintiendo hambre, no arrancaron espigas del campo, sino que entraron “en la Casa de Dios” -como les remarca Jesús, para hacerles notar que la falta legal es mayor-, y comieron los panes de la ofrenda, algo que solo podían hacer los sacerdotes.
Lo que persigue Jesús, en su respuesta a los fariseos, es hacerles ver que, bajo el pretexto de la religiosidad, lo único que han hecho, es vaciar a la religión de su esencia, que es la caridad, que es el mandato divino, reemplazándola por una multiplicidad de mandatos humanos, inútiles, vacíos y carentes de todo sentido. Los fariseos han convertido a la religión en una cáscara vacía, carente de contenido, porque la han vaciado del Amor de Dios, y la han reemplazado por mandatos humanos, inútiles e inservibles, que olvidan por completo la caridad, la misericordia y la compasión, y todo bajo el pretexto y  la máscara de la religión.
Es esto lo que Jesús les quiere decir cuando les dice: “Si hubierais comprendido lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios”. “Sacrificio”, en este caso, es la norma legal, y los fariseos, por cumplir la norma legal, es decir, el mandato humano, el mandato inventado por ellos –el no arrancar espigas el día sábado- olvidan la misericordia, la compasión, el Amor –dar de comer al hambriento, el permitir comer a quien, por predicar el Evangelio, tiene hambre-. Por cumplir un mandato humano, los fariseos olvidan la misericordia, y es en esto en lo que consiste su error capital, porque de esa manera, falsifican por completo la verdadera religión, porque la religión verdadera, aquella establecida por el Dios Único y Verdadero, es la del Amor de caridad y de misericordia.
La ceguera espiritual de los fariseos –originada en su soberbia y orgullo- les impide distinguir entre lo que es principal, la misericordia –en estos casos, satisfaciendo el hambre, ya sea arrancando espigas, o comiendo los panes de la proposición-, y lo accesorio y hasta inútil, el precepto humano – el no incumplimiento de las leyes del sábado. Por cumplir el sacrificio, es decir, la norma legal, los fariseos olvidan la misericordia, y es ese su error más grande y principal, que los conduce a la ceguera espiritual. Por su ceguera, no son capaces de distinguir entre lo que es principal y lo que es secundario: lo principal es, y lo secundario el precepto de no realizar acciones el sábado. Lejos de aprobar el legalismo vacío de los fariseos, Jesús les recrimina por su falta de misericordia y de compasión y por la dureza de sus corazones y sirven a la vez de aviso para que el cristiano no cometa el mismo error de los fariseos, porque también el cristiano puede vaciar de contenido a su religión y convertirla en una cáscara vacía de toda caridad y compasión.
“Los discípulos de Jesús comen espigas en día sábado”; David y sus compañeros, los panes de la ofrenda; estos dos episodios prefiguran y anticipan lo que habría de suceder en la Iglesia, una vez cumplido el misterio pascual de Muerte y Resurrección de Jesús: en la Iglesia, los discípulos habrían de alimentarse no con trigo ni con panes bendecidos, sino con la Eucaristía, un Pan hecho con harina de trigo, pero que después de la consagración, contiene el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Hombre-Dios Jesucristo, y con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, todo su Amor, el Amor que envuelve con sus llamas a su Sagrado Corazón Eucarístico, Amor que es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, para que todo aquel que coma de este Pan no padezca nunca más de hambre del Amor de Dios.


miércoles, 25 de junio de 2014

“No todo el que dice: ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los cielos”


“No todo el que dice: ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los cielos” (Mt 7, 21-29). Jesús nos advierte acerca del valor de las palabras: si estas no van acompañadas por obras concretas de misericordia hacia el prójimo, las palabras pronunciadas por nosotros, delante de él, no valen nada, y esto quedará de manifiesto el Día del Juicio Final. En ese día, serán apartados para siempre, de la visión beatífica y de la comunión de los bienaventurados, todos los que, llevando el sello del bautismo, y habiendo recibido los sacramentos de la Comunión y de la Confirmación, y aun habiendo recibido el Sacramento del Orden, sin embargo, en el momento del Juicio Final, sean encontrados faltos de obras de misericordia, tanto corporales como espirituales.

Esos tales, nos advierte Jesús, serán condenados al Infierno, en donde arderán para siempre, con sus cuerpos y sus almas, porque las palabras vacías, sin obras de misericordia, aun cuando sean hermosas, como: “Señor, Señor”, no tienen ningún valor delante de Dios. Jesús nos aclara esto para que no nos engañemos y para que no creamos que por mover los labios y recitar oraciones, teniendo un corazón endurecido y sin caridad para con el prójimo, podremos presentarnos ante el Juicio de Dios en el Día de la Ira de Dios, vacíos de obras buenas. Si no nos presentamos con obras de misericordia, de nada valdrán nuestras palabras huecas y vacías, que resonarán, huecas y vacías, en el Infierno, por toda la eternidad, recordándonos nuestra malicia. 

jueves, 15 de mayo de 2014

“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”


“Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 1-6). Jesús en la Cruz y en la Eucaristía es el Camino para ir al Padre: en la Cruz, abre los brazos para abrazar y abarcar a toda la humanidad y así conducirla al seno eterno del Padre; en la Eucaristía, se dona a sí mismo como Pan de Vida eterna, que sacia y colma, con extra-abundancia, el apetito de y la sed de Dios que posee la humanidad, y la Eucaristía es por lo tanto el Maná bajado del cielo con el cual la Iglesia alimenta a la Humanidad, hambrienta y sedienta de Dios, de su Amor, de su paz y de su perdón.
Jesús en la Cruz y en la Eucaristía es la Verdad acerca del Padre: es el Padre quien envía a su Hijo a morir en la cruz, para que desde la cruz, cuando su Corazón sea traspasado, derrame sobre nosotros y sobre el mundo entero su Sangre y su Agua y con su Sangre y su Agua, las entrañas de su Misericordia, para darnos Vida eterna con su Sangre y para justificarnos con su Agua, infundiéndonos su Amor, el Espíritu Santo, junto con la Sangre y el Agua derramados desde su Corazón traspasado; Jesús en la Eucaristía es la Verdad acerca del Padre, porque la Eucaristía es el Verdadero Maná bajado del cielo, no como el que comieron los israelitas en el desierto y murieron, porque la Eucaristía es el Cuerpo glorioso y resucitado de Jesús, lleno de la gloria, de la Vida, de la luz y del Amor de Dios Uno y Trino, y quien se alimenta de este Maná celestial, enviado por Dios Padre para sus hijos que peregrinan por el desierto de la vida y del mundo, no morirá, sino que tendrá la Vida eterna.
Jesús en la Cruz y en la Eucaristía es la Vida que dona el Padre: porque en la cruz Jesús da muerte a la muerte con su Vida eterna, la Vida que el Padre le comunica desde la eternidad, y es la Vida que recibe todo aquel que se acerca a beber de su Costado abierto por la lanza; Jesús en la Eucaristía es la Vida que dona el Padre, porque Jesús dice: “Es mi Padre quien os da el Verdadero Pan bajado del cielo” y la Eucaristía es el Pan Vivo que nutre al alma con la substancia divina y celestial del Ser trinitario que no solo impide la muerte del alma, sino que la nutre con la Vida misma de Dios Uno y Trino.

 “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Jesús en la Cruz y en la Eucaristía es el Camino, la Verdad y la Vida que nos otorga el Padre a nosotros, que en el desierto de la vida y del tiempo, peregrinamos hacia la Morada Santa, el seno eterno de Dios Uno y Trino.

martes, 29 de abril de 2014

“Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo Único, para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna”


“Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo Único, para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna” (Jn 3, 16-21). Algunos autores[1] sostienen que “este versículo encierra la revelación más importante de toda la Biblia” y que por lo tanto, debería ser lo primero que se diera a conocer a los niños y catecúmenos (…) Más y mejor que cualquier noción abstracta, contiene en esencia y síntesis tanto el misterio de la Trinidad cuanto el misterio de la Redención”.
Contiene el misterio de la Trinidad, porque revela a Dios Uno y Trino: Dios Padre envía a Dios Hijo, para que donara todo su Amor, que es el Espíritu Santo; contiene el misterio de la Redención, porque el envío del Hijo por parte del Padre, es para la salvación de todo aquel que crea en el Nombre del Hijo. De hecho, la terrible consecuencia, es la sanción eterna que recibirán aquellos que rechacen al Hijo del Padre: serán abandonados en su ceguera (Mc 4, 12) para que crean al Príncipe de la mentira y se pierdan; esto es lo que San Pablo advierte que ocurrirá cuando aparezca el Anticristo (2 Tes 2, 9-12).
“Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo Único, para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna”. Lo que el hombre tiene que entender, en su relación con Dios, es que lo que mueve a Dios en su relación con él, es el Amor y solo el Amor y nada más que el Amor; no hay, en Dios, otro motor ni otro interés hacia el hombre, que no sea el Amor. Es solo por Amor, que Dios Padre envía a su Hijo a este mundo en tinieblas, a sabiendas que nosotros, los hombres, que “habitábamos en tinieblas y en sombras de muerte” y que estábamos bajo el dominio y la guía del Príncipe de las tinieblas, habríamos de devolverle al Hijo de su Amor, crucificado y muerto en una cruz, y sin embargo, Dios Padre nos lo envía de todas formas, porque su omnipotencia cambia el significado de muerte y odio deicida que nosotros le adjudicamos a la cruz, por el Amor y la Misericordia.
“Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo Único, para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna”. Quien libremente no quiera aceptar esta sublime Verdad, contenida en estos dos renglones, indefectiblemente deberá pasar una eternidad de tinieblas; quien la acepte, vivirá una eternidad de Luz, de Amor, de Paz y de Alegría inimaginables.



[1] Por ejemplo, Mons. Keppler.

miércoles, 26 de marzo de 2014

“El que no está conmigo está contra Mí”


“El que no está conmigo está contra Mí” (Lc 11, 14-23). Jesús expulsa a un demonio mudo, que luego comienza a hablar. Los fariseos acusan falsamente a Jesús de obrar con el poder de Belzebul, al mismo tiempo que blasfeman contra el Espíritu Santo: “Éste expulsa a los demonios por el poder de Belzebul, el Príncipe de los demonios”. Los fariseos intentan desacreditar los milagros de Jesús, presentándolo como un instrumento de Satanás, y esto es lo que explica las fuertes defensas que hace Jesús, porque en las acusaciones hay verdaderas blasfemias contra el Espíritu Santo.
El hecho de que el hombre se enferme –y muera por la enfermedad- y sea poseído por el demonio, son consecuencias de la caída de Adán y Eva a causa del pecado original. No hay ningún error teológico en atribuir toda enfermedad del hombre al demonio, porque al consentir al pecado, el hombre se somete al dominio de Satán[1], que incluye la enfermedad, la muerte y la posesión demoníaca, además del riesgo de la eterna condenación en el infierno. Jesús, el Verbo de Dios, se encarna para destruir las obras del demonio -la enfermedad y la posesión demoníaca- y para restablecer el reinado de Dios en la tierra. Si los fariseos le piden a Jesús una señal para que manifieste que obra por medio del Espíritu de Dios y no por medio de Satanás, significa que están acusando a Jesús de estar poseído por un espíritu maligno, lo cual es una blasfemia contra el Espíritu Santo, porque es atribuirle malicia al Espíritu de Dios. Por eso es que Jesús les responde duramente, acusándolos a su vez, de estar ellos del lado de Satanás, porque Él ha expulsado efectivamente a un demonio, y ellos han demostrado estar en contra suya: “El que no está conmigo, está contra Mí”.
“El que no está conmigo está contra Mí”. Cuidémonos de caer en el fariseísmo como de la misma peste, porque muchos en la Iglesia, aparentando ser cristianos, demuestran sin embargo, con sus obras faltas de caridad y misericordia, que están en contra de Jesucristo y que pertenecen a Satanás.




[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentarios al Nuevo Testamento, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1953, 613.

domingo, 16 de febrero de 2014

“Esta generación pide un signo pero no se les dará un signo”


“Esta generación pide un signo pero no se les dará un signo” (Mc 8, 11-13). El Evangelio dice que los fariseos, para poner a prueba a Jesús, le piden “un signo del cielo” y eso es lo que motiva la respuesta de Jesús: “Esta generación pide un signo pero no se les dará un signo”. En realidad, lo que Jesús quiere decir es que no se les dará “más signos” de los abundantes que se les ha dado, porque en realidad Jesús les ha dado signos más que suficientes, y de todo tipo, que prueban que Él es quien dice ser, Dios Hijo, porque ha obrado signos, milagros, prodigios, que sólo pueden ser obrados con el poder divino detentado en primera persona por quien dice ser Dios en persona. Puesto que los fariseos han demostrado obstinada y neciamente que no quieren reconocer los signos porque no quieren reconocer a Dios Hijo que está detrás de esos signos, entonces no tiene sentido darles más signos venidos del cielo, porque quiere decir que los continuarán rechazando. Este pasaje está por lo tanto estrechamente relacionado con la advertencia de Jesús: “No déis perlas a los cerdos”. La actitud temeraria de los fariseos, de rechazar neciamente y libremente los signos divinos, se asemeja peligrosamente a la irreversible voluntad fija en el mal de los condenados en el infierno, que por toda la eternidad podrán jamás aceptar la más pequeña gracia, y rechazarán por siempre, por toda la eternidad, toda gracia que se les quiera ofrecer, por lo que es inútil toda oración por ellos, y es la razón por la cual no se debe rezar por ellos, y es lo que explica también el por qué dice Jesús que a los fariseos “no se les dará ya más signos”.

“Esta generación pide un signo pero no se les dará un signo”. Debemos tener mucho cuidado en no repetir la actitud temeraria de los fariseos, de exigir signos a Jesucristo para creer en su misericordia y no desconfiar de ella. Todos los días, a través de su Iglesia, nos da un signo elocuentísimo de su infinita misericordia, y es la Santa Misa, en donde abre de par en par las puertas abiertas del Reino, su Sagrado Corazón traspasado, por donde se derrama el Tesoro infinito de Dios Padre, el Amor Divino, el Amor Misericordioso del Padre y del Hijo, donado en cada Eucaristía. No se nos dará otro signo que este para creer en el Amor del Padre y del Hijo.

lunes, 23 de diciembre de 2013

“Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte”


“Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte” (Lc 1, 67-79). Al finalizar el Adviento, y a horas de la conmemoración litúrgica del evento más trascendente en la historia de la Humanidad, el Nacimiento del Verbo de Dios hecho carne, la Iglesia nos da para meditar el Cántico de Zacarías –llamado “Benedictus”-, en el que se expresa el júbilo, la alegría, el gozo, por el Nacimiento y próxima llegada del Mesías y por este motivo, la meditación del “Benedictus” nos ayuda para vivir la Navidad en el Querer de Dios y no según los dictados del mundo.

En este cántico se habla de un “Sol que nace de lo alto”, el cual iluminará “a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte” y ésa es la causa de la alegría expresada en el cántico, alegría a la que estamos llamados a unirnos en Nochebuena.

Zacarías habla del Mesías, que nacerá como Niño; ese Mesías es el Niño Dios, que es “Sol” porque es Luz y Luz eterna puesto que procede eternamente del Padre y es por eso que en el Credo se dice: “Dios de Dios, Luz de Luz”: el Niño que nace en Belén es Dios y en cuanto Dios es Luz, ya que su Ser trinitario es luminoso. El Niño que nace en Belén es Dios y es Luz eterna, y por esto es llamado “Sol”, pero dice Zacarías que un sol que “nace de lo alto”, porque como Dios Hijo que es, procede eternamente “de lo alto”, es decir, del seno eterno de Dios Padre. Este Niño es Dios, es Luz y es Sol y su Nacimiento en medio de la Noche de Belén iluminará al mundo con un resplandor más intenso que la luz de miles de millones de soles juntos. Pero la luz de la Nochabuena no solo ilumina, porque la luz que irradia el Sol Niño Dios no es una luz sin vida, inerte, como la luz artificial o la del sol, sino que se trata de una luz que es Vida Increada en sí misma, que transmite de su vida a quien ilumina y así el que es iluminado por el Niño Sol Dios, recibe de Él la vida eterna.

El hecho de ser Luz eterna, Luz que es Vida Increada en sí misma, es lo que explica la otra afirmación del “Benedictus”, la de que el “Sol que nace de lo alto” iluminará “a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte”. Las “tinieblas y sombras de muerte” no se refieren a un estado cosmológico, es decir, no se refieren a la noche cósmica, la que sobreviene en el planeta tierra cuando se oculta el sol; se refieren a los ángeles caídos, los enemigos mortales del hombre, las “potestades de los aires” de las que habla San Pablo (cfr. Ef 6, 12-13). Las “tinieblas y sombras de muerte” son los ángeles rebeldes, aquellos que libre y voluntariamente decidieron no amar al Amor y no someterse a sus amorosos designios; son aquellos que, ahora y para siempre, viven separados del Amor Divino, Amor que es Luz y Vida y por lo tanto, viven envueltos en el odio, en las tinieblas y en la muerte, y son sus propagadores. La razón de la alegría del Benedictus es que el Niño que nace en Belén es Dios y por lo tanto es Amor, es Vida y es Luz, y con su sola Presencia derrota para siempre a estos ángeles perversos, haciéndolos soltar la presa de sus garras, las almas de los hombres, concediéndoles la liberación y alimentándolos con su Ser divino trinitario, Ser que es Amor, Luz, Vida y Alegría.


“Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte”. Como Iglesia, en Adviento, también nosotros entonamos con júbilo el Cántico de Zacarías, el Benedictus, porque esperamos con ansias al Niño Dios, “el Sol que nace de lo alto”, el Amor que procede del Padre, que por la entrañable y amorosa Misericordia Divina viene a nuestro mundo como Niño recién nacido en Belén, para librarnos de las tinieblas y de las sombras de muerte, para conducirnos, luego de esta vida terrena, a su Reino, el Reino de Luz, Justicia, de Amor, de Paz, de Alegría, de Vida eterna.