miércoles, 29 de mayo de 2019

“Vuestra tristeza se transformará en alegría”



“Vuestra tristeza se transformará en alegría” (Jn 16, 16-20). Cuando Jesús envíe el Espíritu Santo, ésta será otra de sus funciones: cambiar la tristeza y el luto de los discípulos, por su muerte en cruz, por la alegría de la resurrección. El ejemplo patente son los discípulos de Emaús: antes de que Jesús sople sobre ellos el Espíritu Santo en la fracción del pan, los discípulos de Emaús “tienen el semblante triste” porque son cristianos racionalistas, que creen en un Cristo humano, incapaz de resucitar, derrotado por la Cruz. Creen en un Cristo muerto, pero no resucitado. Cuando Jesús sopla sobre ellos el Espíritu Santo, todo cambia, porque la luz del Espíritu Santo los ilumina y les da la capacidad de creer en la resurrección y en Cristo resucitado, de manera tal que luego de esto es que se dan cuenta de que el forastero con el cual hablaban era Cristo Jesús. Lo mismo sucede con el resto de los discípulos y Apóstoles: antes del soplo del Espíritu Santo, María Magdalena cree en Cristo muerto, pero cuando Jesús sopla sobre ella al Espíritu Santo, cree en Cristo resucitado y se alegra; de igual manera sucede con los discípulos que están “encerrados por miedo a los judíos”, no creen en la resurrección, pero cuando Jesús se les aparece y les sopla el Espíritu Santo, “no cabían en sí de la alegría”, dice el Evangelio.
         Es el Espíritu Santo el que cambia la percepción de los misterios de Cristo, es el que da la verdadera alegría, la cual no es una mera alegría humana, sino la Alegría de Dios: da a Dios, que es Alegría infinita y que transmite esa alegría de su Ser divino a quien se la comunica. Pidamos la verdadera alegría, no la alegría del mundo, sino la alegría de Cristo resucitado, para sobrellevar las tristezas de la vida presente.

martes, 28 de mayo de 2019

“El Espíritu de la verdad os guiará a la Verdad plena”


“El Espíritu de la verdad os guiará a la Verdad plena” (Jn 16, 12-15). Hay muchas cosas que Jesús tiene que decirles a sus discípulos, pero ellos no se encuentran en condiciones de recibirlas, ante todo, por la incapacidad de la razón humana –y también de la angélica- de comprender los misterios absolutos sobrenaturales de Dios sin la ayuda del Espíritu Santo. Sólo cuando Jesús envíe el Espíritu Santo, ellos estarán en grado de comprenderlas, aceptarlas y vivirlas. ¿Cuáles son esos misterios sobrenaturales absolutos, que serán conocidos con la luz del Espíritu Santo? Que Dios es Uno en naturaleza y Trino en Personas, lo cual quiere decir no tres dioses, sino un solo Dios en el que hay Tres Divinas Personas, iguales en honor, majestad y poder y todas dignas de recibir adoración. Esta verdad, si Jesús no la hubiera revelado, no podría jamás ser conocida por la razón humana y tampoco por la angélica. Otro misterio sobrenatural absoluto, revelado por el Espíritu Santo cuando Jesús lo envíe, es que Jesús es Dios Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad, que se encarnó en el seno virgen de María para tener un cuerpo con el cual realizar la oblación de Dios a Dios, por medio precisamente del sacrificio de ese cuerpo en la Cruz. Por último, otra verdad sobrenatural absoluta es que Cristo, que es Dios Hijo encarnado, continúa y prolonga su Encarnación en la Eucaristía, de manera que la Eucaristía no es un trocito de pan consagrado en una ceremonia religiosa, sino el mismo Cristo Dios en Persona, que prolonga y actualiza su encarnación en el seno virgen de la Iglesia, el altar eucarístico.
“El Espíritu de la verdad os guiará a la Verdad plena”. Debemos pedir de continuo la asistencia del Espíritu Santo, de manera tal que nuestra religión católica, la que nosotros creemos y practicamos individualmente, no solo nunca se racionalice, en el sentido de ser rebajada al nivel  de la razón humana, sino que sea vivida por nosotros como lo que es, una religión de misterios sobrenaturales absolutos – Dios es Uno y Trino; Dios Hijo se encarnó en el seno virgen de María; Dios Hijo prolonga su Encarnación en el seno virgen de la Iglesia, el altar eucarístico, en la Eucaristía- y así seamos conducidos, por el Espíritu Santo, a la Verdad plena, Cristo Jesús en la Eucaristía.

“Les conviene que me vaya para que envíe el Espíritu Santo”



“Les conviene que me vaya para que envíe el Espíritu Santo” (Jn 16, 5-15). Jesús les revela a sus discípulos que es absolutamente necesaria su Pasión y Muerte para poder enviar el Espíritu Santo: “Les conviene que me vaya para que envíe el Espíritu Santo”. Ahora bien, cuando venga el Espíritu Santo, puesto que es Espíritu santificador, abrirá los ojos de los discípulos a la santidad de Dios y les hará ver qué es lo que es contrario a esta santidad divina. Así, el Espíritu Santo “acusará al mundo y le argüirá de agravio en tres puntos: de pecado, de justicia y de juicio. El mundo pensaba que Jesús era culpable y él inocente y el Espíritu Santo les hará ver la realidad, que es lo opuesto: el mundo es culpable y Él, Jesús, es inocente; el mundo creía que la justicia estaba de su parte, y ahora el Espíritu Santo les hará ver que el mundo actuó con injusticia en relación a Jesús, condenando a un inocente; el mundo pensaba que no tenía que incurrir en condenación alguna, el Espíritu Santo les hará ver que sí[1].
Es decir, el Espíritu Santo mostrará que todas estas suposiciones son falsas: dará testimonio de que Jesús es el Hijo de Dios, el Mesías, con lo que les hará ver a los judíos que su pecado es un pecado contra la luz. Luego, el Espíritu Santo atestiguará que Jesús no sólo no era un delincuente, sino el Inocente por antonomasia y que por eso ahora ha subido a los cielos y está sentado a la diestra de Dios. Por último, el Espíritu Santo hará ver que, en la batalla entre el Príncipe de este mundo y Cristo, el que ha vencido de una vez y para siempre, es Cristo en el santo sacrificio de la Cruz, ya que Satán ha sido herido con una sentencia de condenación y ha sido arrojado fuera de sus dominios y la prueba de esto serán la destrucción de la idolatría y la expulsión de los demonios.
Debemos siempre pedir la asistencia y la iluminación del Espíritu Santo para tener siempre presente que Jesús es Inocente y santo, que el mundo está contaminado por el pecado y que Satanás ha sido vencido para siempre en la Cruz.




[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei, Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Barcelona 1957, Editorial Herder, 756.

domingo, 26 de mayo de 2019

“El Espíritu Santo os enseñará todo y os recordará todo”



(Domingo VI - TP - Ciclo C – 2019)

           “El Espíritu Santo os enseñará todo y os recordará todo” (Jn 14, 23-29). Antes de sufrir su Pasión, Jesús les revela a sus discípulos que Él enviará al Espíritu Santo, junto al Padre, sobre la Iglesia -esto es lo que sucederá en Pentecostés- y revela además cuáles serán las funciones que hará el Espíritu Santo, las cuales serán dos funciones principalmente: mnemónicas o de recuerdo y funciones de conocimiento, de recuerdo de lo dicho por Jesús y de enseñanza de los misterios de la vida de Cristo. Esta doble función del Espíritu Santo sobre la Iglesia y las almas de los bautizados –memoria y conocimiento- es clave para que un cristiano pueda ser llamado cristiano y viva como cristiano. De lo contrario, sin las funciones de enseñanza y de recuerdo del Espíritu Santo, la religión católica se convierte en una religión sin misterios sobrenaturales; sin la función del Espíritu Santo, la religión católica se racionaliza y pierde su carácter esencial de religión de misterios y de misterios sobrenaturales absolutos; sin la función del Espíritu Santo, la religión católica se racionaliza y se rebaja a la mera capacidad humana, la cual no puede trascender más allá del horizonte racional y le es imposible -como también al ángel- ni descubrir los misterios del cristianismo, ni alcanzarlos, ni comprenderlos, ni aceptarlos.
          Pero, ¿en qué consiste, en concreto, esta función del Espíritu Santo, la de enseñanza y recuerdo, como lo dice Jesús? En cuanto a la enseñanza, el  Espíritu Santo enseña misterios sobrenaturales absolutos, que no pueden ser ni siquiera imaginados por la mente creatural, ni humana ni angélica. ¿Cuáles son estos misterios sobrenaturales absolutos enseñados por el Espíritu Santo?
         Estos misterios sobrenaturales absolutos que el Espíritu Santo enseña son, ante todo, que Dios es Uno en naturaleza y Trino en Personas, lo cual quiere decir que no son tres dioses, sino uno solo, en el que hay Tres Personas Divinas, iguales en majestad, poder y honor, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; el Espíritu Santo es el que enseña que Jesús no es un simple hombre, ni un hombre santo, ni un revolucionario, ni un profeta, sino el Hombre-Dios, esto es, Dios Hijo hecho hombre por la asunción hipostática, en su Persona divina, de la naturaleza humana de Jesús de Nazareth; el Espíritu Santo enseña que Cristo es Dios, el Verbo del Padre, co-substancial al Padre, expirador del Espíritu Santo junto al Padre, Dios de igual majestad y honor que el Padre y el Espíritu Santo. El Espíritu Santo enseña que el Verbo, invisible a los hombres e inaccesible a ellos, por amor a Dios y a los hombres, se hizo visible y accesible por los sentidos, porque se encarnó en el seno de María Virgen no por obra humana sino por obra de Dios, por el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Es decir, el Espíritu Santo enseña los misterios sobrenaturales absolutos de la religión católica, misterios que la convierten en religión de origen celestial y no humano, como lo son el resto de las religiones; misterios que consisten en la constitución íntima de Dios como Uno en naturaleza y Trino en Personas y en la Encarnación del Verbo en el seno de María Virgen, por obra de la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, por pedido de Dios Padre.
El Espíritu Santo enseña también  los misterios sobre la Iglesia: la Iglesia no es una ONG cuya función es acabar con el hambre y la pobreza del mundo: es la Esposa Mística del Cordero, creada por Dios del costado abierto del Segundo Adán, Cristo crucificado y traspasado y cuya función primordial es salvar a las almas de la eterna condenación y conducirlas al Reino de los cielos. El Espíritu Santo enseña no sólo que el Verbo se hizo carne en las entrañas purísimas de la Virgen, su seno virginal, sino que enseña también que el Verbo continúa y prolonga esta encarnación en el seno virgen y en las entrañas purísimas de la Iglesia, el altar eucarístico, para donarse a las almas como Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía. El Espíritu Santo enseña que los sacramentos no son hábitos culturales, sino actualizaciones de los misterios de la vida de Cristo por medio de los cuales se produce la gracia santificante, gracia que quita el pecado del alma al tiempo que le concede la filiación divina. Estas son algunas de las enseñanzas del Espíritu Santo, que versan ante todo como hemos visto sobre la constitución íntima de Dios como Uno y Trino y, en la Encarnación de la Segunda Persona en el seno de María Virgen y en la prolongación y actualización de esa Encarnación cada vez, en el seno virgen de la Iglesia, el altar eucarístico.
          Con respecto a la segunda función del Espíritu Santo, la función mnemónica, de memoria, de recuerdo de lo que Jesús dijo, se trata no solo de literalmente de esto, de recordar a los discípulos las palabras de Jesús, muchas de las cuales no eran entendidas en su momento por los discípulos, sino de su recuerdo y comprensión sobrenatural y no meramente racional, lógica o humana. Los discípulos ahora, con la iluminación del Espíritu Santo, no solo recuerdan las palabras de Jesús, sino que las creen en su sentido sobrenatural. Es lo que les sucede, por ejemplo, a los discípulos de Emaús: antes de que Jesús efunda sobre ellos el Espíritu Santo al partir el pan, los discípulos de Emaús son cristianos racionalistas, que creen en un Cristo, sí, pero en un Cristo humano, incapaz de resucitar; es decir, recuerdan las palabras de Jesús, pero no las creen, porque les falta la luz del Espíritu Santo y por lo tanto su religión es una religión sin misterios. Luego de la efusión de Cristo sobre ellos al partir del pan, entonces se convierten en verdaderos cristianos, al recordar en su sentido sobrenatural las palabras de Cristo y es entonces cuando comienzan a creer en las palabras de Cristo, dándoles su correcto, verdadero y único sentido sobrenatural: Cristo es Dios y ha muerto en Cruz, pero ha resucitado, venciendo en la Cruz al demonio, al pecado y a la muerte. No solo conocen esto, sino que lo creen y lo viven con sentido sobrenatural, por eso su religión católica no es racionalista, sino una religión de misterios divinos, sobrenaturales, absolutos.
“El Espíritu Santo os enseñará todo y os recordará todo”. El Espíritu Santo viene en Pentecostés para enseñarnos los misterios sobrenaturales absolutos de Dios -Dios es Uno y Trino y la Segunda Persona se encarnó en María Virgen y prolonga su Encarnación en la Eucaristía- para que no racionalicemos la religión y para que no la reduzcamos a una religión de sentimientos de falsa misericordia. Ahora bien, para nosotros, que vivimos en este “valle de lágrimas” que es esta vida, el Espíritu Santo, además de estas funciones, nos recuerda de modo particular unas palabras de Jesús: “Yo estaré todos los días con vosotros, hasta el fin del mundo” y estas palabras hacen referencia a la Eucaristía, porque es en la Eucaristía en donde Cristo está Presente, en Persona, todos los días, hasta el fin del mundo. Solo el Espíritu Santo puede enseñarnos, recordarnos y hacernos vivir estas palabras de Jesús, de que estará Él con nosotros en la Eucaristía, hasta el fin del mundo.


sábado, 18 de mayo de 2019

“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado”



(Domingo V - TP - Ciclo C – 2019)

“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado” (Jn 13, 31-33a.34-35). Jesús dice que deja un mandamiento nuevo, que es el amor al prójimo, pero en el Antiguo Testamento ya existía ese mandamiento, lo cual quiere decir que –al menos en apariencia- el mandamiento de Jesús no es tan nuevo como Él lo dice. En el Antiguo Testamento se mandaba amar al prójimo, al igual que lo hace Jesús ahora; por eso, visto de esta manera, no se entiende dónde está la novedad del mandamiento de Jesús, si éste ya existía. Muchos podrían objetar y decir: Jesús manda un nuevo mandamiento que no tiene nada de nuevo, porque ya existía el mandamiento de amar al prójimo en el Antiguo Testamento.
Sin embargo, el mandamiento de Jesús es nuevo y de tal manera, que es completamente nuevo, aun cuando en el Antiguo Testamento ya existiera un mandamiento que mandara amar al prójimo. La causa de la novedad de Jesús radica en dos elementos: en el concepto de prójimo y en la cualidad del Amor con el que Jesús manda amar al prójimo. Es decir, la diferencia con el mandamiento del Antiguo Testamento es en la consideración del prójimo y en la cualidad del amor con el que se manda amar al prójimo.
Con respecto al prójimo, hay que tener en cuenta que para los hebreos el prójimo era solo otro hebreo que profesaba la religión judía, con lo cual, el mandamiento estaba restringido solo a los de raza hebrea y de religión judía: la diferencia con el mandamiento de Jesús es que el cristiano ama a su prójimo sin importar la raza, la religión, la nacionalidad, la condición social, es decir, el concepto de prójimo es mucho más amplio, puesto que abarca a todo ser humano, que el concepto de prójimo que tenía el Antiguo Testamento. A esto hay que agregar que, en la condición de prójimo, está incluido el enemigo personal –no el enemigo de Dios y de la Patria-, porque Jesús también dice: “Ama a tu enemigo”.
La otra diferencia es la cualidad del amor: en el Antiguo Testamento, se mandaba amar con las solas fuerzas del amor humano, ya que el mandamiento con el que se mandaba amar a Dios y al prójimo decía: “Amarás a Dios con todas tus fuerzas, con toda tu alma, con todo tu corazón, con todo tu ser”, es decir, ponía el acento en el amor puramente humano, que debía dirigirse a Dios y por lo tanto también al prójimo. En el mandamiento de Jesús, en cambio, el amor con el que se manda amar –a Dios y al prójimo- no es el mero amor humano: es el Amor con el que Él nos ha amado y ese Amor es el Amor de Dios, el Espíritu Santo: en efecto, Jesús dice “amaos los unos a los otros como Yo os he amado” y Jesús nos ha amado con el Amor de su Sagrado Corazón, que es el Amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo. El cristiano, en consecuencia, debe amar a su prójimo -incluido el enemigo- con el Amor de Dios, el Espíritu Santo. ¿Cómo conseguir este amor, que por definición no lo tenemos ni es nuestro? Postrándonos ante la Cruz de Jesús e implorando el Amor del Espíritu Santo, y recibiéndolo -en estado de gracia- en la Comunión Eucarística.
Por último, hay además otro elemento que no estaba presente en el Antiguo Testamento y es la Cruz: Jesús nos dice que nos amemos unos a otros “como Él nos ha amado” y eso implica que no sólo nos ha amado con el Amor del Espíritu Santo, sino que Él nos ha amado hasta la muerte de Cruz y es así, hasta la muerte de Cruz, como debe amar el cristiano a su prójimo, incluido el enemigo.
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado”. El mandamiento de Jesús es verdaderamente nuevo y radicalmente distinto del mandamiento del Antiguo Testamento y consiste, entonces, en amar a todo prójimo, sin distinción de razas, de religión ni de nacionalidad; amar con el amor de Dios, el Espíritu Santo; amar hasta la muerte Cruz. Todos estos son elementos que hacen que el mandamiento de Jesús sea un mandamiento verdaderamente nuevo y de origen celestial.

lunes, 13 de mayo de 2019

“Yo soy el camino y la verdad y la vida”


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“Yo soy el camino y la verdad y la vida” (Jn 14, 1-6). Jesús les profetiza su misterio pascual de muerte y resurrección y por lo tanto, les avisa a sus discípulos que Él ha de partir, para regresar a la casa del Padre, adonde “hay muchas moradas”, para “prepararles una morada” y luego regresar. Tomás, que entiende todo en sentido terreno, piensa que se trata de un lugar geográfico al donde Jesús está por ir y por eso le pregunta por el “camino”: “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”. Tomás cree que se trata de un lugar físico, geográfico; piensa que Jesús va a un lugar lejano, donde su Padre tiene una gran hacienda, y que es ahí en donde Jesús les ha de preparar una morada. Pero Jesús no está hablando de ir a un lugar geográfico: está hablando de su Pasión y Muerte en Cruz y de su Resurrección: Él irá al seno del Padre, de donde vino, por la muerte en Cruz y allí, en el Reino de los cielos, con su muerte habrá conquistado un lugar para cada uno de sus seguidores y entonces luego volverá para llevarlos allí.
“Yo soy el camino y la verdad y la vida”. En el mundo espiritual, Jesús es el Camino que nos lleva al seno del Padre; es la Verdad acerca de Dios Uno y Trino; es la Vida divina que se nos comunica a través de la Eucaristía. Quien busque otro camino para llegar a Dios, quien crea en otra verdad que no sea la del Jesús Hombre-Dios de la Iglesia Católica y quien busque una vida divina que no esté contenida en la Eucaristía, está lejos, muy lejos, del único y verdadero camino que lleva a Dios Trino, Cristo Jesús en la Eucaristía.

“Tiene que cumplirse la Escritura: “El que compartía mi pan me ha traicionado”


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“Tiene que cumplirse la Escritura: “El que compartía mi pan me ha traicionado” (Jn 13,1 6-20). En el transcurso de la Última Cena y luego de haber Jesús lavado los pies a sus discípulos, dándoles muestra de inmensa humildad, Jesús profetiza acerca de la traición que ha de sufrir a manos de Judas Iscariote: “Tiene que cumplirse la Escritura: “El que compartía mi pan me ha traicionado”. Hasta ese momento, nadie, excepto Judas Iscariote -y el mismo Jesús, obviamente-, sabía que Jesús habría de ser entregado en manos de sus enemigos por parte de alguien que, al menos en teoría, formaba parte de su círculo más íntimo de amigos y apóstoles. Jesús anticipa, proféticamente, pues Él lo sabía en cuanto Dios, que Judas Iscariote, instigado por Satanás, habría de traicionarlo. Esto, la traición a Jesús, es algo que ninguno de los Apóstoles -excepto Judas Iscariote- habría podido siquiera imaginarlo. ¿Cómo y por qué traicionar a Jesús, que les había dado muestras de su amor, llamándolos en la Última Cena no “siervos”, como les correspondía, sino “amigos”, tal como lo dictaba el Amor de Dios? ¿Cómo y por qué traicionar a Jesús, que se había declarado Hijo de Dios y lo había comprobado por sus obras, milagros que sólo Dios podía hacer? ¿Cómo y por qué traicionar a Jesús, que no sólo nada malo había hecho, sino que todo lo que había hecho era derramar el Amor de Dios dondequiera que fuera? Era impensable que Jesús fuera traicionado por sus amigos y, sin embargo, ésa era la realidad que Jesús les estaba revelando: uno, que había compartido con él fatigas y sudores; uno, que había compartido con Él su apostolado; uno, que había recibido de Él personalmente sus enseñanzas; uno, que había sido llamado por Jesús “amigo” y no “siervo”, ése, era ahora el que lo traicionaba, porque así estaba escrito: “Tiene que cumplirse la Escritura: “El que compartía mi pan me ha traicionado”.
A lo largo de la historia, múltiples han sido los Judas Iscariotes que han traicionado a Jesús y su Evangelio, saliendo incluso de su propio seno, del seno de la Iglesia Católica: empezando por Lutero, que era sacerdote católico y se convirtió en hereje y apóstata; luego, siguiendo por numerosos sacerdotes y movimientos laicales religiosos que, traicionando a Cristo, empuñaron las armas de fuego en vez de Evangelio y en vez de sembrar vida, sembraron la muerte, convirtiéndose en movimientos guerrilleros y al margen de toda vida humana civilizada.
“Tiene que cumplirse la Escritura: “El que compartía mi pan me ha traicionado”. La traición a Jesús no se urdió en las afueras de su Iglesia: fue del seno mismo de su Iglesia, de un sacerdote, un apóstol y amigo de Jesús, Judas Iscariote, de quien surgió la traición que lo entregó en manos de sus enemigos. Puesto que nadie está exento de caer, debemos siempre pedir la asistencia del Espíritu Santo para no convertirnos nosotros en otros judas Iscariote. Para que eso no suceda, además de la asistencia del Espíritu Santo, debemos mantenernos siempre en constante oración y en estado de gracia.

sábado, 11 de mayo de 2019

“(Yo Soy el Buen Pastor). Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna”



(Domingo IV - TP - Ciclo C – 2019)

         “(Yo Soy el Buen Pastor). Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna” (Jn 10, 27-30). Jesús se presenta a sí mismo como el Buen Pastor. Así como es un buen pastor, así es Jesús con sus fieles. ¿Cómo es un buen pastor? Un buen pastor da la vida por sus ovejas, porque mientras deja a las noventa y nueve seguras en el redil, va en busca de la que se ha perdido, la que ha extraviado el camino y ha caído por el barranco, sufriendo fracturas en esa caída y quedando herida, sin poder moverse, a merced del lobo. El lobo, al olfatear la sangre de la oveja herida, acude pronto adonde esta se encuentra, para intentar clavar sus afilados colmillos en la tierna carne de la oveja herida. El buen pastor da la vida por sus ovejas, porque se arriesga y no solo baja por el barranco, para buscar a la oveja perdida y curarla con el bálsamo y cargarla sobre sus hombros, para llevarla al buen resguardo de su redil, sino que hace frente al lobo con su cayado, ahuyentándolo y alejando así el peligro de muerte que se cernía sobre la oveja extraviada. El buen pastor salva la vida de la oveja perdida doblemente: porque la cura con aceite en sus heridas y la carga sobre sus hombros, y porque ahuyenta al lobo, que quería alimentarse de la tierna carne de la oveja. Jesús es el Buen Pastor, que deja a las ovejas a salvo en el redil, la Iglesia, a las almas de los justos, los que viven en gracia y va en busca de la oveja perdida, el alma que se ha alejado de Dios, el hombre que ha caído en el pecado. Jesús, Buen Pastor, baja no por un barranco, sino del cielo a la tierra, para encarnarse en el seno de María Virgen y así dar su vida por los hombres. Al encontrar a la oveja perdida, el hombre caído en el pecado, Jesús la cura con el bálsamo de la gracia, que quita sus pecados y le concede la vida nueva de los hijos de Dios y hace frente al Lobo infernal, el ángel caído, con el cayado de su Cruz, no sólo ahuyentándolo, sino venciéndolo para siempre desde el árbol ensangrentado de la Cruz. Jesús así salva doblemente la vida de sus ovejas: porque cura las heridas del alma con la gracia santificante –que se concede sobre todo con la Confesión sacramental y con la Eucaristía- y porque vence para siempre al Lobo infernal, derrotándolo con su sacrificio en Cruz. Por estas razones, Jesús es el Único y Verdadero Sumo Pastor, Pastor Eterno y Bueno, que da la vida por sus ovejas, los hombres extraviados que hemos caído en el pecado.
“Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna”. Así como las ovejas escuchan la voz de su pastor y a él lo siguen y reciben de él el alimento, así sucede con Jesús y las ovejas del redil, los fieles bautizados en la Iglesia Católica: las ovejas que pertenecen a Jesús –los fieles que lo aman y lo adoran en la Eucaristía- escuchan su voz en las palabras de la consagración, cuando Jesús habla por medio de la voz del sacerdote ministerial y lo siguen, en el sentido de que creen que esas palabras pronunciadas por el sacerdote convierten el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre, los cuales serán luego el alimento de vida eterna con el que el Buen Pastor alimentará a sus ovejas. No escuchemos a otro Pastor que no sea el Sumo y Eterno Pastor, Jesucristo, quien nos alimenta con el Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía.

martes, 7 de mayo de 2019

“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”



“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52-59). Ante el discurso del Pan de Vida, en el que Jesús afirma que Él es el verdadero Maná bajado del cielo y que quien coma de este Pan que es su Cuerpo tendrá la vida eterna, los judíos se escandalizan y se dicen entre sí: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. Es decir, los judíos, que escuchan sin fe en las palabras de Jesús y desconociendo su misterio pascual de muerte y resurrección, piensan que Jesús los está invitando a una especie de canibalismo, al invitarlos a “comer su carne” para tener “vida eterna”: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”. No pueden entender las palabras de Jesús, porque las escuchan sólo con los oídos del cuerpo y porque las analizan sólo con su simple razón humana, sin la luz de la gracia. Sólo a la luz de la gracia se pueden comprender las palabras de Jesús: Él no está invitando a que coman su Cuerpo y beban su Sangre ahora, antes de cumplir su misterio pascual de muerte y resurrección, sino que los está invitando a que coman su Cuerpo y beban su Sangre después de haber pasado por la Pasión, Muerte y Resurrección. Sólo después de morir en la cruz, su Cuerpo será glorificado el Domingo de Resurrección y así se convertirá, en la Eucaristía, en donde este Cuerpo glorioso está Presente, en Pan de Vida eterna y en bebida de eterna salvación.
“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. Las dudas e incredulidad de los judíos se repiten entre muchos católicos, cuando la Iglesia con el Catecismo y el Magisterio afirman que la Eucaristía es el Pan de Vida eterna y la Carne del Cordero de Dios, que concede la vida eterna a quienes la consumen. Muchos, parafraseando a los judíos y repitiendo su incredulidad, dicen: “¿Cómo puede ser que la Eucaristía sea el Cuerpo y la Sangre de Jesús? ¿Acaso no es nada más que un poco de pan bendecido?”. El católico que esto dice, lo dice porque no tiene fe en las palabras de Jesús ni en las enseñanzas de la Iglesia, que nos dicen que la Eucaristía no es un pan bendecido, sino el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Cuando comulgamos la Eucaristía, no llevamos a la boca un trocito de pan bendecido: consumimos verdaderamente el Pan Vivo bajado del cielo, el Cuerpo resucitado y glorioso del Señor Jesús y comemos la Carne del Cordero de Dios, que nos comunica la vida eterna. Quien no cree esto, se aparta de la fe católica.

“Son duras estas palabras”



“Son duras estas palabras” (Jn 6, 60-69). Muchos de los que escuchan a Jesús, se escandalizan por sus palabras y las rechazan: “Son duras estas palabras”. Para quien no tiene fe, las palabras de Jesús son duras, porque son incomprensibles: no se entiende que para tener vida eterna, hay que comer el Cuerpo de Jesús y beber su Sangre; no se entiende que para vivir una vida nueva, la vida de los hijos de Dios, se deba comer del Pan de Vida eterna, el Cuerpo de Jesús resucitado. Para quien está apegado a esta tierra y a los placeres mundanos y carnales, las palabras de Jesús, que vienen del cielo, suenan duras, pero no porque sean duras en sí mismas, sino porque los corazones de los mundanos que las escuchan, son los que están endurecidos. Sólo quien ama a Jesús y está iluminado por su gracia, no sólo no considera que las palabras de Jesús no son duras, sino que, como Pedro, afirman que son “palabras de vida eterna”. En efecto, para un mundano, el mensaje cristiano es un mensaje duro, pues implica el morir a sí mismos, para nacer a la vida nueva de la gracia. Sólo quien, como Pedro, está iluminado por la luz de la fe, reconoce en las palabras de Cristo la Palabra de Dios, Palabra que es Vida eterna y que da la vida eterna a quien la escucha. Para nosotros, los católicos, esta Palabra de Dios se nos brinda en las Escrituras, para ser oída y se nos brinda en el Pan Eucarístico, para ser consumida. De ambos modos, el alma recibe la Vida eterna que contiene en sí la Palabra de Dios, Jesús de Nazareth.

“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo”



“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo” (Jn 6, 44-51). Aunque los hebreos creían que sus padres en el desierto habían comido el pan de vida, el maná bajado del cielo, Jesús les dice que eso no es así: Él es el Verdadero Pan bajado del cielo, porque Él es un Pan Vivo, un Pan que tiene vida, con lo cual afirma al mismo tiempo que el maná que comieron los israelitas en el desierto era un pan inerte, sin vida. Es verdad que los israelitas comieron un pan milagroso, bajado del cielo, el maná, el cual les dio vida de manera que pudieron llegar a la Ciudad Prometida, la Jerusalén terrena. Sin embargo, aquí Jesús está afirmando otra cosa: el Verdadero Maná bajado del cielo es Él: el otro maná era solo una figura del Verdadero Maná, que es Él; el maná de los israelitas era sí milagroso y venía del cielo, pero era inerte y daba vida sólo en un sentido figurado, en el sentido de que impedía la muerte corporal: el Pan Vivo bajado del cielo que es Él mismo, Jesús, no es un pan sin vida, sino precisamente un Pan Vivo, un Pan que tiene vida y que da vida al que lo consume, pero no para prolongar la vida del cuerpo, sino para alimentar el alma con la substancia misma de Dios, por eso es que se trata de un Pan que da la vida eterna, es decir, la vida de Dios Trino, a quien lo consume. Jesús les deja bien en claro la diferencia entre el maná comido por los israelitas en el desierto y Él, que es el Verdadero Maná: los israelitas comieron el maná y murieron; en cambio, quienes coman su Cuerpo, que es el Pan de Vida eterna, no morirán jamás, porque Él es el Pan Vivo, que vive con la vida de Dios Trino y que transmite esa vida divina a quien lo consume. Por esta razón es que dice que los israelitas murieron, porque comieron un pan milagroso, pero inerte: Él es el Pan Vivo que comunica la vida eterna y por esto, quien lo come, no morirá jamás, aunque muera la vida terrena, porque el Pan Vivo que es Él contiene la Vida eterna de Dios. El que come de este Pan, vivirá para siempre, aun cuando muera a la vida terrena, porque el Pan Vivo bajado del cielo le comunica de la vida misma de Dios, que es una vida eterna. ¿Y cuál es para nosotros ese Pan de Vida eterna? La Eucaristía, porque la Eucaristía es un Pan que parece pan a los ojos del cuerpo, pero en realidad es la Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo. Éste es el significado de las palabras de Jesús: “El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”. La Eucaristía parece pan a los ojos del cuerpo, pero es la Carne del Cordero de Dios, que contiene y concede la vida eterna a quien la consume.

“Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás”



“Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás” (Jn 6, 35-40). Jesús dice algo que supera todo lo que podemos entender o comprender; incluso, parece decir algo contradictorio o al menos algo que no se cumple: primero, Jesús dice que Él es “Pan de vida”, lo cual no parece ser así, porque quien veía a Jesús, en el tiempo en el que Él pronunció estas palabras, veía a un hombre más entre tantos; de hecho, muchos llaman a Jesús “el hijo del carpintero”, “el hijo de María”, porque lo veían como un hombre más. Sin embargo, nada de lo que Jesús dice es contradictorio o no se cumple. Su primera afirmación, de que Él es el “Pan de vida” y por lo tanto invita a comer de su cuerpo, esto lo dice antes de que se cumpla su muerte y resurrección: sólo después de cumplido su misterio pascual de muerte y resurrección, su Cuerpo estará en la Eucaristía y ahí será cuando se cumplan sus palabras de que Él es el Pan de vida. Es en la Eucaristía, en donde se encuentra el Cuerpo glorioso y resucitado de Jesús, en donde se cumplen las palabras de Jesús de que Él es el Pan de vida, no de una vida terrena, sino de vida eterna. Que sea Pan de vida eterna, que da la vida eterna y divina de Dios a quien lo consume, se ve en la segunda parte de su afirmación: “El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás”. Es decir, ya hemos probado cómo Jesús es Pan de vida; ahora, Jesús parece decir algo que no se cumple, porque es de experiencia común que quien comulga, en estado de gracia obviamente, lo mismo experimenta luego hambre y sed –a excepción de santos místicos que sólo se alimentaban de la Eucaristía- y esto parecería ser sí algo que no se cumple, o también algo contradictorio: Él es el Pan de Vida y quien lo consume, no debería volver a experimentar hambre o sed, lo cual, es de experiencia común, no se da en la gran mayoría de los casos. Bien, lo que sucede es que cuando Jesús dice que quien coma de su Cuerpo, que es el Pan de vida, “no tendrá hambre” y tampoco “sed” quien crea y por lo tanto coma también de su Cuerpo, sí se cumple, porque no se está refiriendo al hambre y la sed corporales, sino que se está refiriendo al hambre y la sed del espíritu, porque Jesús, que es Dios, en la Eucaristía, nos alimenta con la substancia misma de Dios y con la vida misma de Dios, por eso, quien consume la Eucaristía, quien se alimenta de la Eucaristía, no vuelve a experimentar hambre ni sed de Dios, porque su alma queda extra-colmada y extra-saciada al recibir la substancia y la vida de Dios.
“Yo soy el Pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás”. Quien se alimenta de la Eucaristía, Pan de vida eterna, posee en sí mismo la vida de Dios y no experimenta más hambre ni sed de Dios, en el sentido de que no tiene necesidad de ninguna otra cosa, para saciar su sed de Amor divino, que no sea la Eucaristía. Quien consume la Eucaristía sacia completamente su sed de Amor de Dios y no tiene necesidad de ninguna otra cosa que no sea la misma Eucaristía.

“Yo Soy el Pan de vida”



“Yo Soy el Pan de vida” (Jn 6, 30-35). Los judíos estaban convencidos que era Moisés quien les había dado un pan milagroso: “Nuestros padres comieron el maná en el desierto”. Sin embargo, Jesús les revela que no fue Moisés, sino su Padre el que da el verdadero Pan del cielo: “No fue Moisés, sino que es mi Padre el que da el verdadero Pan del cielo”. Y ese Pan es su Carne, la Carne glorificada del Cordero de Dios, luego de haber pasado su Pascua, luego de haber cumplido su misterio pascual de muerte y resurrección. Los hebreos, en efecto, habían recibido un pan milagroso, venido del cielo, el maná del desierto, pero ese maná era solo una figura y un anticipo del Verdadero y Único Maná del cielo, el Pan de Vida eterna, la Carne del Cordero de Dios, Cristo Jesús. Si los hebreos, el Pueblo Elegido, habían comido un pan venido del cielo y con ese pan pudieron llegar a la Ciudad Prometida, la Jerusalén terrena, ahora, el Padre envía al Nuevo Pueblo elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, el verdadero Pan bajado del cielo, la Carne del Cordero de Dios, Jesús Eucaristía, el alimento celestial con el cual los cristianos pueden alcanzar la Ciudad Prometida, no la Jerusalén terrena, sino la Jerusalén celestial. Quienes comieron el maná dado en el desierto, luego murieron, porque era un pan milagroso, por el hecho de venir del cielo, pero su composición era terrena y daba solo vida terrena, en el sentido de impedir la muerte corporal; ahora, con el Pan bajado del cielo, el Verdadero Maná celestial, quienes coman de este Nuevo Maná que es la Eucaristía no morirán, aun cuando mueran a la vida terrena, porque este Maná Verdadero contiene en germen la vida eterna, la vida divina de Dios y la concede a quien la consume, porque es un pan que no está compuesto de harina y trigo, sino que es un pan que es Carne y Carne del Cordero de Dios, que contiene en sí la vida eterna, la vida misma de Dios. Por esto es que Jesús dice: “Yo Soy el Pan de la vida. El que viene a Mí no pasará hambre y el que cree en Mí no pasará sed”, porque este Pan celestial, que es la Eucaristía, sacia el hambre y la sed de Dios que tiene el alma, porque es el mismo Dios Hijo en Persona quien se encuentra en él.
“Yo Soy el Pan de vida”. La Eucaristía es el Verdadero Maná bajado del cielo y quien se alimente de la Eucaristía, aun cuando muera a la vida terrena, tendrá la vida eterna, porque la Eucaristía contiene en germen la vida misma de Dios, que es la vida eterna. Además, quien se alimente de la Eucaristía, no tendrá hambre ni sed de Dios, porque la Eucaristía, que es Dios Hijo en Persona, sacia el alma con la substancia y la vida misma de Dios.

sábado, 4 de mayo de 2019

“¡Es el Señor!”



(Domingo III - TP - Ciclo C – 2019)

          “¡Es el Señor!” (Jn 6, 16-21). Jesús resucitado se les aparece a los discípulos -entre los que se encuentran Pedro y Juan Evangelista- en la orilla del mar, de madrugada, a unos cien metros desde el lugar donde los discípulos están pescando. -infructuosamente, porque el Evangelio dice que no pescaron nada-. Después de saludarlos, Jesús les pregunta si tienen pescado y ellos le responden negativamente; entonces Jesús realiza lo que podemos llamar la “segunda pesca milagrosa”, porque les dice que “echen las redes” y haciendo así los discípulos, obtienen tantos peces, que las redes ya no podían contener más peces. Luego de hacer el milagro, Jesús infunde su gracia primero en Juan Evangelista, quien así lo reconoce y exclama: “¡Es el Señor!”. Inmediatamente sucede lo mismo con Pedro, recibe la gracia de reconocer a Jesús resucitado y se lanza al mar en pos de Él. En la orilla, Jesús los espera con pescado asado y pan y les convida a sus discípulos. Después de comer, Jesús le hace una misma pregunta por tres veces a Pedro: le pregunta si lo ama y muchos autores dicen que es para que Pedro reparara por las tres veces que lo había negado en la Pasión, antes de que cantara el gallo. Pedro responde afirmativamente por tres veces, reparando así la triple negación de la Pasión. Sin embargo, el objetivo de las preguntas de Jesús no es solo que Pedro reparara su traición y negación, sino que es prepararlo para la misión que está por encomendarle: en las tres veces que hace la pregunta, Jesús le da la misma misión: apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos. Es decir, Jesús encarga a Pedro, que es su Vicario en la tierra, la tarea de “apacentar” a su rebaño, lo cual quiere decir guiar al pueblo fiel en la fe hacia la Jerusalén celestial.
          La tarea de Pedro, es decir, la tarea del Papa, sea cual este sea, es siempre la misma: confirmar en la fe al Pueblo fiel de Dios, afirmando siempre la verdad acerca de Cristo, como Segunda Persona de la Trinidad encarnada que continúa y prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Jesús confía a Pedro la tarea de “apacentar el rebaño”, lo cual implica, por un lado, defenderlo del Lobo, que es el ángel caído, el cual propaga herejías y errores, sobre todo en relación a la Eucaristía y, por otro lado, implica proclamar siempre la Verdad acerca de la constitución íntima de Cristo, el Hombre-Dios y su misterio pascual de muerte y resurrección, misterio por el cual no solo se nos perdonan los pecados, sino que se nos concede la gracia de ser hijos adoptivos de Dios y se nos abren las puertas del cielo.
          “¡Es el Señor!”. Con la fe de Pedro y con Pedro, el Papa, confirmándonos en la fe en Jesús como Dios Hijo encarnado, nosotros también, como el Evangelista Juan, decimos, al contemplar la Eucaristía: “¡Es el Señor!”. Así como Juan, al contemplar a Cristo en la playa, lo reconoció como al Hombre-Dios encarnado y exclamó “¡Es el Señor!”, así nosotros también, al contemplar la Eucaristía, debemos exclamar, junto con Juan Evangelista: “¡Es el Señor!” e ir en pos de Él. Y Jesús, desde la Eucaristía, no nos dará a comer pescado asado, sino que nos dará a comer su carne, la Carne del Cordero de Dios, contenida en la Eucaristía. A nosotros, Jesús resucitado no se nos aparece visiblemente a orillas del mar, ni nos da a comer pescado: se nos aparece, invisible pero real y verdaderamente, en la Eucaristía, para darnos de comer la Carne del Cordero de Dios asada en el fuego del Espíritu Santo. Entonces, cada vez que contemplemos la Eucaristía, digamos junto con Juan, en la fe de Pedro: “¡Es el Señor!” y vayamos en pos de Él.