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lunes, 9 de julio de 2012

Rogad al dueño de la mies que envíe trabajadores para la cosecha



“Rogad al dueño de la mies que envíe trabajadores para la cosecha” (Mt 9, 32-38). La analogía es clara: la mies es la Iglesia, el dueño es Dios Padre, los trabajadores son los sacerdotes, que deben cosechar los frutos para llevárselos al dueño, es decir, deben adoctrinar a las almas y administrarles los sacramentos, para que salven sus almas y eviten la condenación.
La oración pidiendo trabajadores es necesaria, porque la cosecha es abundante, mientras que los trabajadores, es decir, los sacerdotes, son pocos, aunque también se refiere a laicos practicantes. La consecuencia directa de esta desproporción de relación entre el trabajo a realizar y la cantidad de obreros, es nefasta para la viña y sus frutos: sin suficientes trabajadores, los frutos se vuelven agrios y terminan arruinándose y cayendo en tierra, para ser comidos por las aves del cielo; además, sin trabajadores, la viña comienza a deteriorarse cada vez más, y a ser invadida por toda clase de animales salvajes, que terminan por destruirla.
También en este caso la analogía es clara: sin sacerdotes, y sin laicos practicantes que cooperen con los sacerdotes, no hay sacramentos, ni catequesis, ni formación doctrinal, ni retiros espirituales, y así las almas se alejan del Dios verdadero, fuente de Amor, de paz, de luz y de alegría, para internarse en las sombrías doctrinas de sectas y de falsas religiones; sin sacerdotes, las almas son presas fáciles del ocultismo, de la magia, del esoterismo, y también de la avaricia, del materialismo, de la lujuria, del egoísmo y del hedonismo, tal como se ve en nuestros días.
Esta es la razón por la cual Jesucristo pide la oración por los trabajadores para su viña, es decir, sacerdotes y laicos, y esta la razón de la súplica de la Iglesia por las vocaciones sacerdotales.
        

lunes, 5 de marzo de 2012

No juzguen y no serán juzgados



“Sean misericordiosos, perdonen, no juzguen y no serán juzgados” (Lc 6, 36-38). Jesús nos aconseja ser misericordiosos para con el prójimo, porque si damos misericordia, recibiremos misericordia: “Den y se les dará”, y esta misericordia, en este caso, es eminentemente espiritual, porque se trata del perdón y del juicio benigno para con el prójimo, actos que asemejan al alma al mismo Dios.
Por el contrario, el juicio inmisericorde y mordaz, la crítica despiadada e infundada, constituyen una falta de caridad que, además de no venir de Dios ni conducir a Dios, son tan grandes y tan graves, que repugnan al mismo Dios, volviendo al alma que hace la crítica desagradable a los ojos de Dios e indigna de estar ante su presencia.
El prejuicio, el juzgar la intención del prójimo malévolamente, el condenarlo de modo anticipado, negándose a la misericordia, constituye un grave ultraje a la persona, a la que vez que llena de oscuridad y de tinieblas el corazón de quien emite el juicio.
Esto provoca un gravísimo daño espiritual a la Iglesia de Jesucristo, tanto más cuando los juicios despiadados, inmisericordiosos, faltos de toda caridad y compasión, carentes de comprensión para con la debilidad humana, son hechos por católicos practicantes, sobre los sacerdotes, que ya se encuentran expuestos a críticas feroces y despiadadas por parte de quienes quieren demoler la Iglesia.
Lo que debería hacer el cristiano, frente a la falta objetiva de su prójimo –mucho más si este es un sacerdote-, es, una vez percatado de la falta, guardarla en su corazón, y llevarla ante el sagrario, o ponerla en la oración, en el Rosario, implorando misericordia y perdón para quien ha cometido la falta –cuando esta es real y no imaginaria, como sucede en la gran mayoría de los casos-, y debería acompañar esta oración de súplica con penitencias, ayunos y mortificaciones.
En otras palabras, de la presunta falta de su prójimo, el cristiano debe hablar con Dios, con el lenguaje de la oración y de la penitencia, para implorarle misericordia y pedirle por el crecimiento en santidad de su prójimo.
Cualquier otra cosa –difamación, calumnia, habladuría, juicio mendaz, ligero e infundado-, viene del demonio, porque todo eso, en el fondo, bien en el fondo del corazón, se origina en un solo hecho: en la falta de amor, en el orgullo y la soberbia.

lunes, 22 de agosto de 2011

Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas



“Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas” (Mt 23, 23-26). Según la Real Academia, “hipocresía” es “Fingimiento de sentimientos, ideas y cualidades, generalmente positivos, contrarios a los que se experimentan”[1]. Es decir, el hipócrita finge exteriormente bondad, mientras que en su interior experimenta lo opuesto, es decir, la maldad.

El hipócrita es alguien esencialmente falso y mentiroso, porque su falsa bondad exterior esconde la malicia interior, verdadero motor de su corrompido corazón.

El engaño y la falsedad del hipócrita son tanto más dañinos, cuanto más oculta está la malicia, y cuanto más debería el hipócrita, por su condición, reflejar la bondad, porque la bondad que refleja es falsa y mentirosa, ya que sus verdaderos pensamientos, sentimientos, cualidades, son esencialmente malos. Cuanto más alto y grande es el bien que el hipócrita, en su hipocresía, oculta, tanto mayor es el daño producido, porque la ausencia de bien significa presencia del mal.

Esto, que es válido para todos los órdenes de la vida, lo es mucho más cuando el Bien que debe ser presentado es el Bien en sí mismo, el Bien en Persona, el Bien en Acto Puro y perfectísimo de Ser, es decir, Dios. Cuando el hipócrita finge poseer a Dios, en realidad lo oculta, dejando sin Dios a quienes debería mostrarlo.

Es lo que sucede con los fariseos, los religiosos del tiempo de Jesús, y es lo que sucede con los laicos y sacerdotes de todo tiempo en la Iglesia –podemos ser nosotros mismos, si no tomamos las debidas precauciones-, cuando fingiendo piedad, devoción, religiosidad, esconden la malicia de sus corazones; es lo que sucede cuando el cristiano, laico o sacerdote, vive una religiosidad superficial, de barniz exterior; una religiosidad de oraciones realizadas con los labios pero no con el corazón; de comuniones distraídas; de falta de amor, de caridad y de compasión para con el prójimo más necesitado, y de perdón para con el enemigo.

“Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas”. El remedio contra ese cáncer espiritual que es el fariseísmo, es decir, la hipocresía del religioso, es la comunión con el Corazón de Cristo, que enciende al alma en el verdadero amor a Dios y al prójimo.

[1] Cfr. Diccionario de la Real Academia Española.