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domingo, 4 de octubre de 2020

“El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo”

 


(Domingo XXVIII - TO - Ciclo A – 2020 9

“El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo” (Mt 22, 1-10). Jesús compara al Reino de los cielos con un banquete de bodas que un rey prepara para su hijo. Para saber el significado de la parábola y su inserción en el misterio salvífico de Cristo, debemos saber cuál es el significado sobrenatural de sus elementos. Así, el rey que organiza el banquete de bodas, es Dios Padre; el hijo del rey es Jesucristo, Dios Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad; las bodas, representan la unión mística y nupcial entre la Segunda Persona de la Trinidad, el Verbo de Dios y la naturaleza humana de Jesús de Nazareth, en el seno virgen de María; el salón de fiestas es el lugar de la Encarnación del Verbo, es decir, el seno purísimo de María Santísima; los mensajeros del rey que invitan a las bodas, son los ángeles buenos y también los justos y profetas del Antiguo Testamento, que anunciaron la Primera Venida del Mesías; los primeros invitados, que rechazan la invitación a las bodas, son los integrantes del Pueblo Elegido, que desconocen al Mesías y lo crucifican; el segundo grupo de invitados, entre los que hay buenos y malos, son los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, entre quienes hay, efectivamente, quienes siendo pecadores buscan vivir en gracia y quienes viven abandonados al pecado.

“El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo”. Falta un elemento, y es la ira del rey hacia los primeros invitados, puesto que manda a sus ejércitos a que arrasen la ciudad y den muerte a los invitados. La imagen puede parecer fuerte y la reacción del rey, un tanto desproporcionada; sin embargo, es lo que sucedió en la realidad, ya que Jerusalén fue arrasada por los romanos en el año 70 después de Cristo y es un signo de cómo no puede el hombre burlar a la Justicia Divina: si rechazaron la Misericordia de Dios encarnada, Jesucristo, crucificándolo, entonces les queda pasar por la Justicia de Dios. La ciudad arrasada y sus moradores muertos son figura también de las almas condenadas, es decir, de aquellos invitados a las bodas, los bautizados, que en vez de aceptar vivir en estado de gracia, eligieron vivir y morir en el pecado y por eso son figuras de los hombres que se condenan en el Infierno por propia elección.

“El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo”. Nosotros formamos parte del segundo grupo de invitados al Banquete celestial: no despreciemos el llamado a la conversión eucarística y recibamos, en nuestras almas y con el corazón en gracia, el manjar del Banquete celestial, con el que Dios Padre celebra la unión nupcial de Dios con la humanidad, el Pan de Vida Eterna, la Sagrada Eucaristía.

domingo, 5 de abril de 2020

Domingo de Ramos

Qué pasó el Domingo de ramos? Acá te lo explicamos

(Ciclo A – 2020)

          El Domingo de Ramos, toda la ciudad de Jerusalén, sin excluir ninguno de sus habitantes, se enteran de la llegada de Jesús y salen todos recibirlo con palmas, con cantos de alabanza, de alegría y de aleluyas. Sucede que todos han recibido, en mayor o menor medida, dones, milagros y gracias de Jesús; todos recuerdan lo que Jesús ha hecho por ellos y es por esto que salen, agradecidos, a aclamar a Cristo como Rey Y Mesías. Jesús no viene montado en un corcel blanco, como hacen los grandes reyes y emperadores, sino que viene montado en un humilde borrico; aún así, los habitantes de la ciudad de Jerusalén abren las puertas de la Ciudad Santa y aclaman y reconoce a Jesucristo como a su Mesías, como a su Rey y como a su Señor. A su paso, agitan palmas, en reconocimiento y además tienden sus túnicas al paso de su rey. El clima es festivo, alegre, y todos cantan y danzan de alegría en honor a su Rey y Señor. Todos, sin excepción, recuerdan los innumerables dones y gracias que han recibido de Jesús, lo han visto hacer milagros que sólo Dios puede hacer y es por eso que están todos contentos y alegres de reconocerlo y abrirle las puertas de la Ciudad Santa para que ingrese su Mesías y Rey.
          Sin embargo, sólo una semana después, la situación cambiará radical y substancialmente: la multitud que lo hosanaba, la multitud que lo aclamaba, la multitud que le abría las puertas de la Ciudad Santa y que lo reconocía como a su Rey y Señor, ahora, el Viernes Santo, menos de una semana después, no solo ya no lo aclama como a su Rey, sino que, llenándolo de insultos y de oprobios, lo condena a la muerte más humillante y dolorosa que jamás ha existido, la muerte en cruz. Súbitamente -desde niños hasta ancianos-, todos parecen haber olvidado los beneficios que Jesús les ha concedido y han sido invadidos por un espíritu de odio que los conduce a sentenciarlo a muerte y a expulsarlo de la Ciudad Santa, cargando con una cruz.
          ¿Qué es lo que explica este cambio de actitud de la multitud? ¿Por qué el Domingo de Ramos lo aclama como a su Rey y Señor y el Viernes Santo lo expulsa, cargado de insultos y con la cruz a cuestas, a la muerte más oprobiosa?
          La respuesta la encontramos si reemplazamos a la escena del Domingo de Ramos, elementos naturales, por elementos sobrenaturales. Así, la multitud que integra la Ciudad de Jerusalén, el Pueblo Elegido, son los bautizados en la Iglesia Católica, el Nuevo Pueblo Elegido; los milagros y dones recibidos por los habitantes de Jerusalén son el Bautismo sacramental, la Eucaristía, la Confirmación, la Confesión de los pecados y todas las gracias y dones que de Cristo Jesús recibe cada alma de un católico; los habitantes de Jerusalén que hosannan a Jesús y le abren las puertas de la Ciudad Santa, son los católicos en gracia, que abren las puertas de sus corazones y lo entronizan como a su Rey y Señor en sus corazones; los habitantes de Jerusalén que el Viernes Santo condenan a muerte a Jesús y lo expulsan de la Ciudad Santa, son los católicos que por el pecado, han despreciado la gracia y por lo tanto a Jesús como Rey de sus vidas y han elegido en cambio el reinado del pecado en sus corazones. La expulsión de Jesús de la Ciudad Santa el Viernes Santo, es la expulsión de Jesús del alma en pecado, que por el pecado lo destrona de su corazón y en su reemplazo, coloca al pecado.
          Al conmemorar el Domingo de Ramos, en cierta medida también participamos del mismo; hagamos el propósito de que nuestras almas y corazones sean como la Ciudad Santa el Domingo de Ramos, que por la gracia aclama a Jesús como a su Rey y Señor y no permitamos que por el pecado sea expulsado de nuestras almas.

sábado, 19 de noviembre de 2016

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo




(Ciclo C – 2016)

         “Pusieron una inscripción encima de su cabeza: ‘Éste es el rey de los judíos’” (Lc 23, 35-43). Al finalizar el ciclo litúrgico, la Iglesia celebra a Cristo Rey. ¿Dónde reina este Rey? Cristo reina en los cielos eternos, porque Él es el Cordero de Dios, ante quien se postran en adoración los ángeles y santos (cfr. Ap 5, 6); Cristo reina en la Eucaristía, porque la Eucaristía es ese mismo Cordero de Dios, adorado por ángeles y santos, que es adorado en la tierra y en el tiempo por quienes, reconociéndose pecadores, sin embargo lo aman y se postran en adoración ante su Presencia Eucarística; Cristo reina en la Cruz, y así reza el letrero puesto por Pilato: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos” (Lc 23, 35-43), y así lo canta y proclama, con orgullo, la Santa Iglesia Militante: “Reina el Kyrios en el madero”. Pero Cristo Rey quiere reinar en los corazones de los hombres, de todos los hombres del mundo, de todos los tiempos, y es por eso que quiere ser entronizado en sus corazones. Él es el Rey del Universo visible e invisible, y todo está en sus manos, pero lo que más desea es el corazón y el amor de los hombres, tal como se lo dijo a Santa Gertrudis: “Nada me da tanta delicia como el corazón del hombre, del cual muchas veces soy privado. Yo tengo todas las cosas en abundancia, sin embargo, ¡cuánto se me priva del amor del corazón del hombre!”[1]. Cristo Dios se deleita, no con los planetas ni las estrellas, y ni siquiera con los ángeles, sino con el amor de nuestros corazones, pero se ve privado de ese deleite cuando su trono, que es nuestro corazón, está ocupado por alguien o algo que no es Él. Jesús quiere ser entronizado como Rey en nuestros corazones, pero antes debe el hombre humillarse ante Jesús y reconocerlo como a su Dios, su Rey y Salvador, como único modo de poder desterrar de su corazón a los ídolos mundanos, el materialismo, el hedonismo, el relativismo, y el propio yo, que ocupan el lugar que en el corazón humano le corresponde solamente a Cristo Rey.
         Nuestro Rey, Cristo Jesús, el Hombre-Dios, el Cordero de Dios, reina en los cielos, reina en la Cruz, reina en la Eucaristía, y quiere reinar en nuestros corazones, pero para que Él pueda reinar en nuestros corazones, debemos ante todo destronar a los falsos ídolos entronizados por nosotros mismos y que ocupan el lugar que le corresponde a Jesucristo, y de todos estos falsos ídolos, el más difícil de destronar es nuestro propio “yo”. Este falso ídolo, que somos nosotros mismos, ocupa en nuestros corazones el puesto que sólo le corresponde a Cristo Rey y nos damos cuenta de que reina este tirano que es nuestro yo, cuando a los mandamientos de Cristo –perdona setenta veces siete, es decir, siempre; ama a tus enemigos; sé misericordioso; carga tu cruz de cada día; vive las bienaventuranzas; sé manso y humilde de corazón-, le anteponemos siempre nuestro parecer, y es así que ni perdonamos ni pedimos perdón; no amamos a nuestros enemigos; no cargamos nuestra cruz de todos los días, no somos misericordiosos, no vivimos las bienaventuranzas, somos soberbios y fáciles a la ira y el rencor. De esa manera, demostramos que quien reina y manda en nuestros corazones somos nosotros mismos, y no Cristo Rey, que por naturaleza, por derecho y por conquista, es nuestro Rey.
         Al conmemorar a Cristo Rey del Universo, por medio de la Solemnidad litúrgica, para asegurarnos de que verdaderamente nuestros labios concuerdan con nuestro corazón, destronemos a los falsos ídolos que hemos colocado en nuestros corazones, el más grande de todos, nuestro propio “yo” y luego sí postrémonos delante de Cristo Rey en la Cruz y en la Eucaristía, adorándolo, dándole gracias y amándole con todo el amor del que seamos capaces. Sólo así daremos a Nuestro Rey, Jesús Eucaristía, el honor, la majestad, la alabanza, la adoración y el amor que sólo Él se merece.





[1] http://www.corazones.org/santos/gertrudis_grande.htm

viernes, 22 de noviembre de 2013

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo


(Ciclo C – 2013)
         La Iglesia celebra a Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, pero esta celebración no se debe a un mero título honorífico: Jesús es Rey por derecho y por conquista: es rey por derecho, por su condición divina, ya que es el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, y es rey por conquista, porque en cuanto Hombre-Dios realiza el Santo Sacrificio de la Cruz, sacrificio mediante el cual conquista para Dios Padre a toda la humanidad, condenada a la muerte eterna a causa del pecado original, rescatándola de la esclavitud del pecado y del demonio y abriendo para todos los hombres las puertas del Reino de los cielos.
         Jesús es Rey desde su generación eterna en el seno de Dios Padre, y su reyecía se debe a que posee el Ser divino trinitario, el mismo de Dios Padre y de Dios Espíritu Santo, y posee también la misma naturaleza divina que las Personas divinas del Padre y del Espíritu Santo. Jesús es rey desde la eternidad por ser Dios Hijo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, y por eso es Rey de los ángeles, porque Él su Creador, en cuanto Dios, y por eso los ángeles lo adoran en el cielo y se postran ante su Presencia, porque Él es el Cordero de Dios. Y aunque los ángeles caídos ya no lo pueden adorar, ni lo podrán adorar jamás, porque por libre decisión se vieron privados de su visión, le temen y tiemblan de terror ante su solo Nombre, e incluso en el infierno los ángeles rebeldes, aunque no adoren a Jesús como a su Rey, sí lo glorifican en cuanto Dios, porque la eterna condenación de los ángeles rebeldes es la prueba de que es Dios y Rey omnipotente, cuya Justicia es infinita.
         Jesús es Rey en la Encarnación y en el Nacimiento virginal de María Virgen, y por eso lo adoran los pastores en Belén, al nacer virginalmente de María Santísima, cuando se manifiesta ante el mundo como el Niño Dios; los pastores lo adoran y se postran ante el Niño Dios, porque lo reconocen como a su Rey y Señor, que viene a este mundo como un Niño pero es Dios encarnado, que se manifiesta como Niño sin dejar de ser Dios, y así como hacen los pastores, así deben adorar a Dios Niño todos los hombres de buena voluntad, porque ese Niño Dios es el Rey del Universo.
         Jesús es Rey en la Pasión y en la Cruz, y por eso los soldados romanos, aun sin saber lo que hacen, y aun cuando lo hagan sacrílegamente, se arrodillan ante su Presencia en la Pasión y lo saludan como se saluda al emperador, diciéndole: “Salve, Rey de los judíos”. Jesús es Rey en la Cruz, pero su corona no es de oro y plata, ni tiene piedras preciosas, como las coronas de los reyes terrenos, sino que su corona real está formada por gruesas y afiladas espinas que perforan su cuero cabelludo, haciendo brotar ríos de Sangre que bañan sus ojos, sus oídos, su nariz, su boca, su rostro, para santificar nuestros sentidos y nuestras almas; Jesús es Rey en la Cruz, pero su vestimenta no es un manto de púrpura y armiño, de seda delicada y lino purísimo, sino que su manto es de color rojo escarlata, porque el manto real de Jesús está formado por su Sangre Preciosísima, que brota de sus heridas abiertas y cubre su Sacratísimo Cuerpo, y es esta Sangre, que cae sobre nosotros, la que nos quita nuestros pecados en la confesión sacramental; Jesús es Rey en la Cruz, y como todo rey tiene un cetro, pero su cetro no es de marfil, como los de los reyes terrenos, sino que está formado por los tres clavos de hierro que atraviesan sus manos y sus pies provocándole desgarradoras heridas, heridas que Jesús las ofrece al Padre en reparación por nuestras malas obras hechas con nuestras manos, y por los malos pasos dados con nuestros pies, pasos dados en dirección contraria a la Voluntad de Dios; Jesús es Rey en la Cruz, y como rey, tiene un trono, pero este trono no tiene un mullido y cómodo almohadón, como los de los reyes de la tierra, porque su trono es el madero de la Cruz, madero desde el cual Nuestro Rey distribuye el tesoro de valor inestimable, el Amor de su Sagrado Corazón traspasado. Jesús es Rey en la Cruz y por eso la Iglesia lo adora en la Cruz y adora la Cruz, empapada en la Sangre de su Rey.
         Jesús es Rey en la Eucaristía y allí en la Eucaristía es Rey de Amor, Rey de Misericordia infinita; en la Eucaristía, Jesús es Rey misericordioso, que permanece en el Sagrario, Prisión de Amor, para donarnos su Bondad y su Ternura, su Amor infinito, su Misericordia Divina; en el sagrario, Jesús nos espera pacientemente, hora tras hora, día tras día, y nos sigue esperando a pesar de nuestros abandonos, de nuestras indiferencias, de nuestras ingratitudes; Jesús nos espera en el sagrario para darnos su Amor y su Misericordia, porque en la Eucaristía es Rey de Misericordia, pero nosotros preferimos nuestros pasatiempos y nuestras ocupaciones antes que venir a adorar a nuestro Rey en el sagrario. Jesús en la Eucaristía es Rey Misericordioso porque si se queda en el sagrario, no es por obligación sino por Amor; está en el sagrario día y noche con un solo objetivo, darnos su Amor, pero para hacerlo, necesita que nos acerquemos y lo adoremos; Jesús en la Eucaristía es Rey de Misericordia, que espera nuestra visita y nuestra adoración pero los cristianos, aturdidos por el ruido del mundo, nos dejamos atraer por los falsos dioses y nos inclinamos ante estos dioses y los adoramos, en vez de adorarlo a Él en la Hostia consagrada. Jesús en el sagrario es Rey, pero es un Rey que día y noche se queda solo, sin compañía, porque quienes deberían adorarlo están muy ocupados en las cosas del mundo.
         Jesús es Rey en el Juicio Final, en el Último Día y ese día vendrá, no como Dios Misericordioso, sino como Justo Juez y vendrá a dar a cada uno lo que cada uno mereció con sus obras realizadas libremente: a los que obraron el bien, les dará como premio el Reino de los cielos; a los que obraron el mal y no se arrepintieron, muriendo impenitentes, les dará lo que pidieron con sus malas obras, les dará el Reino de las tinieblas, en donde tendrán la horrible y tenebrosa compañía, para siempre, del Rey de las tinieblas, Satanás. Jesús es Dios Misericordioso y su Misericordia no tiene límites, al punto de donarse Él mismo como alimento en la Eucaristía, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, que es Amor Puro y Eterno, pero su Divinidad también es Justicia infinita y perfecta, porque si no fuera Justo, no sería Dios, y es por esta Justicia Divina que es Él mismo, que no puede dejar de dar a cada uno lo que cada uno merece: a los buenos, el cielo, a los malos, el infierno. Es un error pensar que Jesús, porque es misericordioso, no es al mismo tiempo justo; precisamente, porque es Rey de Misericordia, es también Rey de Justicia y dará en el Último Día a cada uno lo que cada uno libremente eligió.
Celebramos entonces la Solemnidad de Cristo Rey y así cerramos el Año Litúrgico, para dar comienzo luego al nuevo Año que inicia con el Tiempo de Adviento, pero la celebración litúrgica no es un mero recordatorio ni es un rito vacío: por medio de la liturgia, la Santa Madre Iglesia, a la par que actualiza el misterio de Cristo, Dios y Rey, nos advierte y recuerda que cada día que pasa -cada hora, cada minuto, cada segundo- es un día menos que nos separa de nuestro encuentro personal con Cristo; cada día que pasa nos dirigimos al encuentro con nuestro Rey; cada día que pasa, estamos más cerca del día de nuestra muerte, día en el que nos encontraremos cara a cara con Jesús, Rey de Misericordia y Rey de Justicia, y para que no pasemos a la eternidad por su Justicia, sino por su Misericordia, la Iglesia nos recuerda y nos pide que seamos misericordiosos con nuestros hermanos, para recibir la misericordia de Nuestro Rey en el Último Día.

sábado, 23 de marzo de 2013

Domingo de Ramos



(Domingo de Ramos - Ciclo C – 2013)
         Jesús entra triunfante en Jerusalén, montado en una cría de asno. La multitud lo aclama, exultante de alegría, y le canta hosannas, vivas y aleluyas. A su paso, los niños y los jóvenes le tienden palmas y agitan ramos de olivos, en señal de que en Jesús reconocen al Rey y Mesías, y en señal de paz. Toda la ciudad de Jerusalén –mujeres, niños, adultos, ancianos- participa de la alegría y del recibimiento festivo a Jesús. Toda la ciudad está alborotada y alegre porque llega Jesús; todos están contentos y felices, y lo expresan con cánticos de alabanza y con gritos de alegría, y eso es lo único que se escucha en el aire: “¡Hosanna! ¡Aleluya! ¡Viva el Mesías y Rey!”. Están allí todos los que han recibido algún milagro de sanación corporal, los que han vuelto a ver, a oír, a hablar, a caminar; están los que han sido liberados, por los exorcismos de Jesús, de la dolorosa y penosa presencia del demonio; están los que han sido vueltos a la vida; lo que se han alimentado con panes y peces en la multiplicación prodigiosa; los que se han alimentado con los frutos de la pesca milagrosa; están los que han bebido el vino milagroso y exquisito de las Bodas de Caná; están los que no han recibido milagros de curación física, pero sí han recibido el don de la conversión del corazón, de la iluminación interior por la luz de la gracia, al ver alguno de los portentosos milagros de Jesús.
         El Domingo de Ramos están todos los habitantes de Jerusalén, sin faltar ninguno; todos están alegres; todos recuerdan los milagros hechos a su favor; todos reconocen en Jesús al Mesías, Rey y Salvador.
         Sin embargo, lo más sorprendente de todo, es que esa misma multitud –niños, jóvenes, adultos, ancianos-, que el Domingo de Ramos alaba, ensalza, glorifica a Jesús, es la misma multitud que el Viernes Santo lo insulta, lo desprecia, lo rechaza, prefiriendo a un malhechor, Barrabás, en lugar suyo, y termina por crucificarlo.
         ¿Por qué se produce este cambio tan radical, entre el Domingo de Ramos y el Viernes Santo? ¿Qué es lo que hace que una multitud exultante y agradecida por la Presencia de Jesús, sólo unos pocos días después, lo insulte, decida su crucifixión y lo lleve hasta el Calvario para darle muerte?
         La respuesta está en la libertad del hombre, y en el misterio de iniquidad o injusticia que es el pecado, porque las dos multitudes, la del Domingo de Ramos y la del Viernes Santo, representan dos estados del alma, y esos estados dependen de la libertad humana que libremente elige el bien o el mal.
         La multitud que cambia radicalmente entre el Domingo de Ramos y el Viernes Santo, en donde elige a un malhechor, Barrabás, en vez de a Cristo Jesús, representa al alma cuando peca, cuando elige libremente el mal al bien, cuando elige el pecado a la gracia, cuando elige cumplir los mandamientos de Satanás y no los Mandamientos de Dios.
         La multitud del Domingo de Ramos, por el contrario, representa al alma en gracia, al alma que ha recibido innumerables dones, prodigios, gracias, signos, mociones del Espíritu Santo y milagros de todo tipo comenzando, solo por mencionar algunos, por la filiación divina en el Bautismo sacramental, siguiendo por el perdón divino recibido en cada Confesión sacramental, continuando por el Don de dones y el Milagro de los milagros que es la Eucaristía, y finalizando por la incontable cantidad de dones materiales y espirituales de todo tipo, recibidos a cada momento del día, que sólo nuestra ceguera y nuestra desidia en reconocerlos impide darnos cuenta de ellos.
         La multitud del Domingo de Ramos representa al alma que elige a Cristo en vez del Demonio, el mundo y la carne; que recuerda sus portentos y milagros y le agradece, y que lo reconoce, agradecida, como a su Dios y Creador, Redentor y Santificador.
         El alma en gracia canta hosannas y aleluyas a Cristo que viene como Mesías, humilde, en una cría de asno, para entrar y tomar posesión, como Rey, Mesías y Profeta, de la ciudad santa de Jerusalén, representación del alma en gracia.
         A su vez, el ingreso de Jesús en la ciudad de Jerusalén representa también el momento de la comunión eucarística, realizada esta con amor, con fe, con devoción, con intensa alegría, porque el alma que es consciente de estar recibiendo al Rey de reyes y Señor de señores no puede más que alegrarse en un estupor sagrado que desea que no finalice nunca.
         Pero esa misma alma, si peca, trastoca sus alabanzas, las del Domingo de Ramos, en griterío e insultos, los del Viernes Santo; trastoca sus agradecimientos en desprecios; su amor en odio, su alegría en tristeza. Cuando el alma elige pecar, cuando cede a la tentación, cualquiera que esta sea, cuando no opone resistencia, cuando se deja arrastrar por las pasiones, se convierte en la multitud que desconoce a Cristo como su Salvador, y grita con todas sus fuerzas: “¡No eres mi Rey! ¡Guárdate tus mandamientos! ¡Mi rey es el mundo y el demonio! ¡Muérete, y que tu sangre caiga sobre mi cabeza!”. El alma que peca es como la multitud enardecida y enceguecida por el odio a Cristo Dios en el Viernes Santo, que clama por su muerte, porque quiere seguir pecando, que desconoce a Cristo como Rey y Mesías, para ungir al demonio como su siniestro señor, y que pide que la Sangre de Jesús caiga sobre ellos, como signo que confirma la decisión de pecar, asesinando al Cordero de Dios.
         Así, el alma arroja a su Rey, Cristo, de su corazón, tal como la multitud lo arrojó de Jerusalén, y lo crucifica nuevamente con sus pecados, al mismo tiempo que su mente y su corazón se oscurecen, tal como ocurrió el Viernes Santo, cuando luego de la muerte de Cristo, Jerusalén y el mundo se vieron envueltas por densas tinieblas cósmicas, símbolo de las tinieblas espirituales que se abaten sobre el pecador, como consecuencia de haber dado muerte con el pecado al Sol de justicia, Cristo Jesús, el Hijo de Dios encarnado.
         ¿Cómo se encuentra nuestra alma? ¿En estado de gracia, simbolizada en la multitud que canta agradecida a Cristo que entra triunfante en Jerusalén? ¿O se encuentra en tinieblas, como la multitud que el Viernes Santo da muerte al Hijo de Dios, el Mesías y Salvador?
Que seamos la Jerusalén que recibe con amor y agradecimiento a Jesús Eucaristía, o que lo repudiemos, como la multitud del Viernes Santo, depende de nuestra libre elección. La Semana Santa, tiempo de gracia dado por Dios para que participemos del misterio pascual de Jesús, debe conducirnos a la resolución de elegir siempre la vida de la gracia, para que nuestro paso en la tierra sea como un continuo Domingo de Ramos, que aclame a Cristo Jesús con las obras de misericordia hechas en el Amor a Dios. Pero también el fruto de la Semana Santa debe ser que elijamos la muerte antes que pecar, antes que formar parte de la multitud del Viernes Santo.

lunes, 4 de marzo de 2013

“Si no perdonan de corazón a sus hermanos, el Padre no los perdonará”



“Si no perdonan de corazón a sus hermanos, el Padre no los perdonará” (Mt 18, 21-35). Con la parábola del rey que perdona a quien le debía mucho, Jesús nos hace ver la magnitud del Amor de Dios para con nosotros: la suma de diez mil talentos que el rey perdona -que es absolutamente impagable, pues era el equivalente a ¡doscientos cuarenta mil años de trabajo![1]-, es una figura del perdón que Dios nos concede al cancelar la deuda contraída por nosotros a causa del pecado, aunque la deuda perdonada por Dios es infinitamente superior al ejemplo de la parábola.
Pero hay además otra enseñanza en la parábola, y es que tenemos que perdonar a nuestros enemigos con el mismo perdón con el que Dios nos perdonó. En la parábola, el rey cancela esta enorme deuda a un súbdito, pero este último, apenas es perdonado, se encuentra con otro que le debe una suma de cien denarios, equivalente a cuatro meses de trabajo[2], es decir, netamente inferior a la deuda que a él apenas un momento antes le habían cancelado. El súbdito ingrato, en vez de perdonar a su prójimo lo hace encarcelar, lo cual provoca el enojo del rey quien, en castigo por su mala acción, le retira el perdón de la deuda y lo hace encarcelar “hasta que pague lo que debe”.
El rey de la parábola es Dios Padre quien, por medio del sacrificio en Cruz de su Hijo Jesús, nos dona el Amor de Dios, el Espíritu Santo, como signo de su perdón. Cristo crucificado, herido, agonizante, con sus heridas abiertas y sangrantes, es el signo del perdón divino a los hombres, a todos y cada uno de los hombres. Es en Cristo crucificado en donde podemos apreciar la magnitud del Amor de Dios: nosotros matamos a su Hijo, y Dios Padre, en vez de castigarnos por este deicidio, en vez de darnos lo que nos merecemos por nuestros pecados, por la malicia de nuestros corazones, no solo nos perdona, ofreciéndonos el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de su Hijo, como signo inequívoco de su perdón, de su Amor, de su infinita misericordia, sino que por la unión en el Espíritu Santo con el Cuerpo resucitado de su Hijo, la Eucaristía, nos hace entrar en íntima comunión de vida y de amor con las Tres Divinas Personas. En otras palabras, Dios Padre, en vez de castigarnos por matar a su Hijo, a cambio del Cuerpo crucificado de su Hijo que nosotros le entregamos por nuestros pecados, nos da el Cuerpo resucitado de Jesús para que nos unamos a Él en el Amor divino, el Espíritu Santo.
Cristo crucificado es entonces el fundamento del perdón del cristiano: si Dios nos perdona con un perdón de valor infinito en Cristo, no tenemos ninguna excusa para no perdonar a nuestro prójimo, aún si cometiera contra nosotros la máxima ofensa e injuria que puede sufrir un hombre en este mundo, como es el ser privado de la vida. El cristiano que no perdona, demuestra que no conoce a Cristo crucificado, pero también demuestra que no lo conoce, cuando se perdona por un motivo que no sea Cristo crucificado.
“Si no perdonan de corazón a sus hermanos, el Padre no los perdonará”. Quien no perdona a su prójimo en nombre de Cristo, no recibirá el perdón de parte del Padre, porque se comporta como el hombre de la parábola que recibe la condonación de una deuda imposible de pagar, pero no es capaz de ser indulgente con su prójimo, cuya deuda para con él es insignificante. Las ofensas de nuestros prójimos, aún si se tratara de la máxima ofensa e injuria, como el ser privados de la vida, son ínfimas al ser comparadas con el perdón que nos otorga Dios desde la Cruz, y ésa es la razón por la cual el cristiano no sólo no tiene que tener ningún resentimiento ni enojo hacia su enemigo, sino que tiene que perdonar “de corazón” y “setenta veces siete”. Sólo quien perdona en Cristo y porque Cristo lo ha perdonado, recibe misericordia de parte de Dios.



[1] P. José María Chiesa, Amor, soberbia, humildad, Editorial Amalevi, Rosario7 2010, 175. Para quien pudiera decir que es un caso irreal, porque una persona no puede tener una deuda tan grande, hace unos años se dio el caso de un corredor de la Bolsa de valores de un banco francés –Jérome Kerviel- que contrajo una deuda de 4.900 millones de dólares como consecuencia de un mala maniobra financiera.
[2] Ibidem.




viernes, 15 de abril de 2011

Que en nuestro corazón resuenen los cantos de alabanza del Domingo de Ramos, pero no los insultos del Viernes Santo

Que nuestro corazón entone cantos de alabanza,
como en el Domingo de Ramos,
y nunca jamás se oigan en él
los insultos del Viernes Santo.

Jesús entra en Jerusalén, y a su entrada, es recibido por el pueblo, que lo aclama como su Mesías y Rey (cfr. Mt 27, 11-54). Los que lo reciben con alegría, con cantos de júbilo y alabanza, son aquellos que presenciaron sus portentosos milagros, y muchos de ellos fueron sus beneficiarios. Se muestran alegres por lo que Jesús ha hecho por ellos: les ha curado sus enfermos, les ha dado la vista a los ciegos, ha hecho hablar a los mudos, oír a los sordos; ha resucitado sus muertos, ha expulsado demonios de los cuerpos que eran atormentados por ellos; ha perdonado sus pecados, como en el caso de la mujer adúltera, y en el caso del paralítico; ha multiplicado panes y peces, saciándoles el hambre del cuerpo; ha predicado la Buena Noticia.

Los beneficios de Jesús para con el Pueblo Elegido son innumerables, imposibles de contarlos, tan grande es su número. Para con todos ha tenido palabras de bondad, de perdón, de misericordia; a nadie ha dejado sin escuchar y sin atender en sus peticiones; sobre todos ha derramado el Amor de Dios.

Los habitantes de Jerusalén parecen darse cuenta, súbitamente, de todos los beneficios que han recibido de Jesús, y recordando sus portentosos milagros, su prédica, su bondad, lo aclaman como al Mesías, como a su Rey y Salvador, tendiendo a su paso mantos, y aclamándolo con palmas.

El Domingo de Ramos, Jesús entra como manso y humilde Rey pacífico, montado en una asna, bendiciendo a todos con su mirada, aceptando, humildemente, el homenaje que le brindan.

Pero muy distinto será su ingreso unos días más tarde, cuando el mismo Pueblo cambie radicalmente su disposición hacia Él: si el Domingo de Ramos, a su entrada a Jerusalén, lo recibieron tendiendo mantos y agitando palmas a su paso, acompañando su paso con gritos de alegría y cantos de júbilo, el Viernes Santo, el Hombre-Dios saldrá de la Ciudad Santa cargando la cruz, y será acompañado por una multitud vociferante, enardecida de odio contra Él, su Dios, que los había colmado de regalos, y en vez de cantos y gritos de júbilo, Jesús oirá blasfemias, insultos, ultrajes, y gritos de cólera, y a su paso, en vez de suaves mantos tendidos a su paso, y en vez de hojas de palmeras agitadas en su honor, la multitud acompañará a Jesús, paso a paso, camino de la cruz, con patadas, golpes de puño, bastonazos, latigazos, y en el lugar del suave mecerse de las hojas de palmera del Domingo de Ramos, blandirá sus puños, elevándolos a lo alto, amenazantes, en dirección a su rostro y a su cuerpo.

Si el Domingo de Ramos Jesús experimentaba alegría, al ver en los rostros del Pueblo Elegido el agradecimiento sincero por sus beneficios, en el Viernes Santo, experimentará amargura, desazón, tristeza, llanto, dolor, al ver los rostros endurecidos en el odio deicida de aquellos a quienes había elegido para ser los destinatarios primerísimos de su Amor divino.

Quienes se habían acordado de sus beneficios el Domingo de Ramos, el Viernes Santo parecen no solo no haberlos recibido nunca, sino haber recibido de Jesús daño, agresión, mal trato, ofensas, maldiciones. Es inexplicable, desde el punto de vista racional, este giro, este cambio del Pueblo Elegido, que un día lo aclama, y días después lo condena a muerte, movidos por un odio deicida.

Este cambio inexplicable del corazón del Pueblo Elegido, es lo que lo lleva a Jesús, a preguntar, con amargura y tristeza, desde la cruz: “Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he ofendido? Respóndeme” (Sal 50, 7; Mi 6, 3). No puede Dios, desde la cruz, habiendo recibido en su cuerpo miles de golpes; estando todo Él cubierto de heridas, de machucones, de hematomas, de heridas de todo tipo; pendiendo su Sagrado Cuerpo en la cruz, cubierto de polvo, de sangre, que mana a borbotones de sus heridas, no puede, nuestro Dios, explicarse el porqué de este cambio irracional que se ha producido en el corazón de sus amados hijos.

¿Qué les ha hecho Él de malo, para que lo traten así? ¿En qué los ha ofendido? Los hizo salir de Egipto, abrió para ellos el Mar, y los hizo pasar por el lecho seco, mientras hundía en el fondo del mar a sus enemigos; en el desierto, les dio maná del cielo, agua de la roca, carne de codornices; los iluminó con su luz, los guió con su nube, les curó sus heridas con la serpiente de bronce, los condujo con amor hacia la Tierra Prometida, preparada para ellos, y así lo tratan.

No puede Dios, desde la cruz, explicarse esta irracionalidad, pero lo que no se puede explicar con la razón, sí se puede explicar con la fe: el cambio se debe a que en el corazón humano anida el pecado original, esa mancha oscura que, como una nube negra y densa, se interpone entre el Sol divino que es Dios, y el hombre, apartándolo de sus caminos, sustrayéndolo a su luz y a su acción benéfica. El pecado, injertado en el corazón humano como una mala hierba, entorpece la contemplación de Dios, dificultando el acceso a la Verdad por parte del hombre, provocando que el hombre “haga el mal que no quiere y evite el bien que quiere” (cfr. Rom 7, 14-25).

Pero el maltrato recibido por Jesús en la Pasión no se limita a los judíos que fueron sus contemporáneos: se extiende al Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica. Al igual que los judíos, que el Domingo lo recibieron con palmas y cánticos de alabanza, y días después, el Viernes Santo, no solo se olvidaron de todo el bien que Jesús les había hecho, sino que lo agredieron con ferocía hasta provocarle la muerte, así los católicos de hoy, en su inmensa mayoría, incluidos muchos sacerdotes, ultrajan horriblemente su Presencia Eucarística, con olvidos, indiferencias, negaciones, traiciones, cuando no la profanan directamente, comulgando la Eucaristía sin la debida preparación ni atención, distraídos, absortos en otras cosas, sin darse cuenta ni querer darse cuenta que el Dios de los cielos viene a su encuentro en la Hostia, dejando pasar la comunión sacramental como si de un poco de pan se tratase.

“Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he ofendido? Respóndeme”. Desde la Eucaristía, Jesús nos pregunta, amargamente, qué nos ha hecho para que así lo tratemos.

Que nuestro corazón sea como el manto tendido a los pies de Jesús; que Jesús entre en nuestro corazón, como nuestro Rey, y que nuestro corazón sea como la Jerusalén, que lo recibe, el Domingo de Ramos, con alegría y cantos de júbilo; que nuestro corazón se postre en adoración ante Cristo Dios, que viene, no montado en una asna, sino que viene oculto en lo que parece ser un poco de pan, y que desde ahí nos irradie todo su amor, toda su luz, toda su misericordia.

Que en nuestro corazón resuenen, en el tiempo y en la eternidad, los hosannas, los aleluya, los cantos de alabanza, y la adoración, del Pueblo Elegido en el Domingo de Ramos, y que nunca, jamás de los jamases, se escuchen los insultos de la muchedumbre del Viernes Santo.

sábado, 27 de marzo de 2010

Domingo de Ramos

“¿Eres Tú el Rey de los judíos?” (cfr. Lc 22, 14-23. 56). Jesús ingresa en Jerusalén, lleno de majestad, sentado sobre un asno. Según un ícono bizantino, Jesús, que se presenta como Rey, está vestido con una túnica y un manto, que indican sus dos naturalezas, la humana y la divina[1]. El asno le sirve como de trono, cumpliéndose así la profecía de Zacarías: “Decid a la hija de Sión: “He aquí que tu Rey viene a ti manso y montado en una asna…” (Lc 19, 28). Jesús no ingresa en Jerusalén al modo de los reyes humanos, con gran fasto y pompa, rodeado de su ejército, aclamado por las multitudes que celebran victorias: Jesús ingresa como un Rey pacífico, montado no en un caballo blanco, brioso, lleno de energía, sino en un asno, que avanza lento, con paso cansino; ingresa sin ejército, sin lujo, sin ostentación, en la humildad, y no es aclamado por multitudes enardecidas, que celebran victorias sangrientas; es aclamado por el Pueblo de Israel, el Pueblo Elegido, que celebra la llegada de su Mesías, y que se alegra porque el Dios misericordioso camina entre ellos, curándolos, sanándolos, dándoles de comer, compadeciéndose de ellos.
Jesús ingresa a Jerusalén, por su puerta principal, el Domingo de Ramos, como un Rey, y como Rey será crucificado el Viernes Santo, saliendo de la Ciudad Santa, por la Vía Dolorosa, hasta el Monte Calvario. Como Rey entra en Jerusalén el Domingo, como Rey sale de Jerusalén el Viernes, llevando la cruz por aquellos mismos que habrán de crucificarlo.
En su ingreso a Jerusalén, a ambos lados de Jesús, se dispone la multitud, que el Domingo de Ramos exulta de alegría por su Rey. Pero los mismos que en el Domingo de Ramos lo alaban y le cantan hosannas, son los mismos que el Viernes Santo pedirán a gritos su crucifixión; los que a la entrada de Jerusalén lo alaban y ensalzan, son los que en el Monte Calvario lo insultarán y le gritarán blasfemias; a su ingreso a Jerusalén, se dispone una multitud que tiende palmas a su paso, pero esos de la multitud son los que el Viernes de la Pasión le pegarán bastonazos, cubriéndolo de hematomas, de golpes y de magulladuras. Los que se alegran por su Mesías, recordando sus maravillosos milagros, y sus prodigiosos portentos, son los que el Viernes gritarán su odio deicida, olvidando sus portentos y olvidando que Jesús fue quien los alimentó, los curó, les resucitó sus muertos, les expulsó a los demonios que los atormentaban, les perdonó sus pecados.
Los mismos que el Domingo de Ramos le tienden palmas a su paso, para que sus pies no toquen el polvo del suelo, son los que el Viernes Santo descargarán sobre su cuerpo santo golpes de puño y patadas, haciéndolo tropezar y caer sobre la Vía Dolorosa.
Cuando Jesús sea llevado al Calvario, recordará su entrada triunfal a Jerusalén, y les preguntará, a todos y a cada uno de los que lo golpean: “¿Qué te hice, para que me trates así? Respóndeme, te lo suplico, Pueblo mío, ¿por qué me golpeas con esa furia? ¿Acaso no te demostré mi amor y mi misericordia, curando tus heridas, resucitando tus muertos, expulsando los demonios que te atormentan? ¿Por cuál de estas obras mías me golpeas? ¿Cuál, de entre todos mis milagros, te ofendió, al punto de querer quitarme la vida? ¿Qué te hice, Pueblo mío? ¿Te olvidaste de todo lo que hice por ti? ¿Te olvidaste que el Domingo de Ramos me recibías como a un rey? Hice milagros por ti, Pueblo mío, que solo pueden ser hechos por Dios, y con eso te demostré que Yo Soy Dios; viste mis obras, me escuchaste decir que Yo Soy Dios, ¿y a tu Dios llevas a la cruz? ¿Por qué crucificas a tu Dios?”
Los que el Domingo de Ramos tienden palmas a su paso, son los que tejen la corona de espinas del Viernes Santo; los que lo alaban como al Mesías, son los que lo negarán el Viernes, diciendo que no tienen otro rey que el César; los que entonan cánticos de alabanza, son los que escupirán su rostro.
La multitud que alaba y ensalza a Jesús el Domingo de Ramos, es la misma multitud que luego habrá de crucificarlo el Viernes Santo.
En esa multitud debemos vernos nosotros, porque fueron nuestros pecados los que crucificaron a Cristo, y porque renovamos su crucifixión cada vez que obramos el mal. Cada vez que obramos el mal, somos como la multitud, que primero lo alaba y luego lo crucifica; somos como la multitud cuando lo alabamos con la boca, pero lapidamos al prójimo con la lengua; cuando cometemos injusticias; cuando decimos mentiras, cuando somos violentos, cuando obramos toda clase de mal, mientras aparentamos, por fuera, ser buenos.
Así como Jesús ingresó en Jerusalén el Domingo de Ramos, así Jesús ingresa en el alma por la comunión eucarística. No tenemos palmas para recibirlo, pero que nuestro corazón sea como esa palma tendida a sus pies, y que nuestra boca y nuestras obras lo alaben y lo aclamen. Que seamos siempre, en nuestra vida, como la multitud del Domingo de Ramos, que lo alaba y lo ensalza, y se alegra por su Presencia, y que nunca seamos como la multitud del Viernes Santo, que pide que su sangre caiga sobre sus cabezas (Mt 27, 25).
[1] Cfr. Cfr. Castellano, J., Oración ante los íconos. Los misterios de Cristo en el año litúrgico, Centro de Pastoral Litúrgica, Barcelona 1993, 102.