sábado, 29 de mayo de 2021

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

 



Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

(Ciclo B – 2021)

         El origen de la Procesión de Corpus Christi se encuentra en dos milagros, uno más conocido que el otro, pero son dos milagros. El primero, tiene como protagonista a una monja de clausura,[1] la beata Juliana de Lieja (llamada también de Monte Cornillon o de Fosses): sucedió que en el año 1208, Juliana, una monja de un monasterio de religiosas agustinas de Lieja, muy devota del Santísimo Sacramento, una noche vio en sueños una especie de luna llena, pero como carcomida y negra en uno de sus sectores, repitiéndose esta visión varias veces. Al cabo de dos años de oraciones y penitencias, Nuestro Señor le reveló que el disco luminoso significaba el ciclo de fiestas litúrgicas, y que el espacio vacío y oscuro lo era por la falta de una solemnidad importante, la de Santísimo Sacramento. En 1240, Roberto, obispo de Lieja, promulgó un decreto estableciendo la fiesta en su diócesis, para que se celebrara el segundo Domingo después de Pentecostés[2]. En 1251 el legado papal cardenal Hugues de Saint-Cher inauguró la fiesta en Lieja. En adelante se celebraría el jueves después de la octava de pentecostés. En 1264, el papa Urbano IV extendió la celebración a toda la Iglesia[3]. Sin embargo, el decreto papal permaneció durante cincuenta años como letra muerta. Sólo cuando el papa Clemente V confirmó el decreto de su predecesor y Juan XXII lo publicó en 1317, la nueva fiesta encontró un lugar seguro en el calendario.

         El otro origen de la Festividad de Corpus Christi se encuentra en un milagro eucarístico, conocido como el “Milagro Eucarístico de Bolsena” –localidad italiana al norte de Roma- y ocurrió en el año 1263, en un período difícil de la Iglesia, puesto que circulaban muchas doctrinas heréticas contrarias a la enseñanza de la Iglesia. El sacerdote Pedro de Praga era un buen hombre, de grandes virtudes, pero a causa de esas corrientes ideológicas que se desataron por aquel tiempo, comenzó a tener grandes dudas sobre la presencia física –real, verdadera y substancial- de Jesús en la Eucaristía. Luego de separarse de la Iglesia Católica -no creía en la transubstanciación- se arrepintió y buscó su reingreso en la Iglesia, peregrinando desde Alemania a Roma para orar ante las tumbas de san Pedro y san Pablo y así mostrar su arrepentimiento, haciéndoselo saber a las autoridades eclesiásticas. En su viaje el sacerdote llegó a Bolsena y decidió alojarse allí. En esta ciudad le solicitaron insistentemente celebrar una Misa, ya que debido a la persecución religiosa en dicho lugar eran escasos los sacerdotes. Pedro de Praga accedió y pidió hacerlo al día siguiente en la capilla de Santa Cristina, una niña mártir de los primeros tiempos de la Iglesia. Al amanecer, en el momento de la consagración, nuevamente dudó, pero tuvo como respuesta uno de los más grandes milagros eucarísticos de la historia de la Iglesia: después de pronunciar las palabras “Esto es mi cuerpo”, cuando elevó la Hostia sobre su cabeza, lo que había sido hasta entonces pan sin levadura se convirtió en carne –en realidad, músculo cardíaco vivo-, la cual, como estaba fresca y viva, empezó a sangrar profusamente, cayendo la sangre sobre el corporal, además de que el vino contenido en el cáliz se convirtió en sangre.

El sacerdote, asombrado y no sabiendo exactamente qué hacer, envolvió la hostia en el corporal, lo dobló y lo dejó en el altar sin percatarse de las gotas de sangre que habían caído en el piso de mármol, junto al altar. Estas gotas impregnaron el mármol, por lo que luego se recortó el mármol y se lo puso en un relicario, en donde puede venerarse la sagrada reliquia hasta nuestros días, en recuerdo del asombroso milagro eucarístico. El padre Pedro inmediatamente fue a contar lo que le había sucedido al Papa Urbano IV, en ese tiempo residente en Orvieto, a poca distancia de Bolsena. El pontífice mandó a un obispo al lugar para poder verificarlo, así como traer a Orvieto la Hostia Sagrada y el corporal. Cuando el Papa Urbano vio aquel milagro eucarístico, se arrodilló al ver al Señor convertido ante él, en forma física. En el balcón del palacio papal Lo elevó reverentemente y se lo mostró a las personas de la ciudad, proclamando que el Señor realmente había visitado su pueblo y declaró que el milagro eucarístico de Bolsena realmente había disipado las herejías que habían estado extendiendo por Europa. En la catacumba de Santa Cristina se conserva la hostia convertida en carne, mientras que en Orvieto se conservan el corporal sobre el que se derramó la sangre emanada.

De esta manera, el milagro eucarístico de Bolsena confirmó, de forma visible y sensible, lo que el Catecismo y el Magisterio de la Iglesia nos enseñan, que en la consagración, por las palabras de la consagración, se produce el milagro de la transubstanciación, por el cual el pan se convierte en el Cuerpo y el vino en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. En cada Santa Misa se renueva, invisible e insensiblemente, es decir, sin poder ser captados por los sentidos, lo que sucedió en el milagro de Bolsena: el pan se convierte en el Cuerpo de Jesús y por eso lo que comulgamos no es pan sino músculo cardíaco, el Corazón de Jesús, y el vino se convierte en la Sangre de Jesús y por eso lo que bebemos del cáliz no es vino sino la Sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús. Que nuestros corazones sean como el altar de Bolsena, en donde repose el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús y que nuestras almas sean como el mármol del piso del milagro, que quedó impregnado con la Sangre de Jesús y que así nuestras almas queden impregnadas con la Sangre Preciosísima del Cordero de Dios, Jesús Eucaristía.

 

 



[3] El Papa Urbano IV se ocupó casi exclusivamente en la labor de escribir la bula papal, “Transiturus”, la cual fue publicada el 11 de agosto de 1264. Con esa bula instituyó la fiesta de Corpus Christi en honor del Santísimo Sacramento, la Eucaristía.  Clemente V, en 1311, la declaró obligatoria para toda la cristiandad, y Juan XXII; en 1316, la completó con una Octava privilegiada y una solemne Procesión.

 

“¿Cómo dicen los letrados que el Mesías es Hijo de David?”


 

“¿Cómo dicen los letrados que el Mesías es Hijo de David?” (Mc 12, 35-37). Jesús plantea esta dificultad sobre el origen del Mesías, pero no con la idea de confundir a sus adversarios[1]. Jesús estaba ocupado enseñando en el templo y deseaba más bien atraer la atención sobre un aspecto importante de la doctrina de las Escrituras referente al Mesías, que los escribas habían pasado por alto. Las profecías habían predicho que el Mesías sería un descendiente de David; de hecho, “hijo de David” era el título más popular del Mesías. No obstante, el título sugería un Mesías meramente humano que restauraría el reino temporal de Israel. Ahora bien, Jesús no se opone a la creencia de que el Mesías sería un descendiente de David, pero cita un pasaje de la Escritura, el Salmo 109, 1, que indicaba que el Mesías sería algo más que un simple hombre. Jesús cita el Salmo y lo atribuye a David, quien, movido por el Espíritu Santo, llama “Señor” al Mesías: “Dijo el Señor –Yahvéh- a mi Señor –Adonai-”, es decir, al Mesías. Si David, a quien era atribuido el Salmo, llama al Mesías su Señor, entonces el Mesías es ciertamente algo más que un “hijo de David”, es decir, es algo más que un hombre más, aunque sea de descendencia real. El Mesías, entonces, proviene de sangre real, porque proviene de la casa real del rey David –y por eso no tiene sangre pagana-, pero al mismo tiempo es Dios encarnado, no es un simple hombre y por eso es que David lo llama “Señor”, es decir, “Dios”. Si el Mesías fuera “hijo de David” en el sentido de una mera descendencia humana, entonces no tendría sentido que David lo llamara “Señor” o “Dios”. Y además, el hecho de que el Mesías se siente a la diestra de Dios lleva a la misma conclusión: el Mesías es más que un hombre: es el Hombre-Dios, que en cuanto Hijo de Dios, se sienta a la diestra de Dios Padre. La respuesta a la dificultad: “Si el mismo David lo llama “Señor”, ¿cómo puede ser hijo suyo?”, está en la doctrina de la Encarnación: en otras palabras, esto quiere decir que David llama “Señor” al Mesías porque el Mesías es Dios Hijo encarnado. Es decir, el Mesías es Yahvéh, el Dios Uno de los hebreos, que se revela como Trino en Personas por medio de Jesús, y que se encarna, en la Persona del Hijo, en la humanidad santísima de Jesús de Nazareth. Así, Jesús es el “Señor” –Dios, Yahvéh- al que David llama “Señor” en el Salmo. Y ese “Señor”, que es Dios, a quien llama David, es el mismo Yahvéh, el mismo Señor, el mismo Dios Hijo, que está Presente, real, verdadera y substancialmente, en la Sagrada Eucaristía.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 533.

“Cuando resuciten, los hombres serán como ángeles”


 

“Cuando resuciten, los hombres serán como ángeles” (cfr. Mc 12, 18-27). Los saduceos, que niegan la resurrección de los muertos, tratan de tenderle una trampa a Jesús, presentándole el hipotético caso de una mujer que se casa, sucesivamente, con siete hermanos, pues uno fallece después del otro. La pregunta de los saduceos pretende poner en ridículo a Jesús, porque si Jesús dice que hay resurrección, entonces, en el Cielo, la mujer sería esposa de los siete, lo cual es un absurdo. Lejos de quedar en ridículo, la respuesta de Jesús los deja a ellos en ridículo. Primero, les hace ver que no comprenden, ni la Palabra de Dios –que sí habla de la resurrección-, ni el poder de Dios –que es, en definitiva, quien producirá la resurrección al fin del mundo-: “No entendéis la Escritura ni el poder de Dios”. En esta simple frase de Jesús se encuentra la causa del error de los saduceos de negar la resurrección: ni entienden la Escritura, ni entienden el alcance del poder de Dios. Si entendieran las Escrituras y si fueran conscientes de la omnipotencia divina, verían con toda claridad que la resurrección está revelada y es una realidad debida, precisamente, al poder de Dios.

Luego Jesús pasa a revelar, en parte, el misterio de la resurrección, al contestarles la pregunta con la cual pretendían tenderle una trampa: en el Cielo, los hombres y las mujeres no se casarán porque, con sus cuerpos resucitados y glorificados, “serán como ángeles”: “Cuando resuciten, ni los hombres ni las mujeres se casarán; serán como ángeles en el Cielo”.

“Cuando resuciten, los hombres serán como ángeles”. No debemos pensar que el error de los saduceos -error que en el fondo, además de incomprensión de las Escrituras y del poder de Dios es fruto de una visión puramente materialista del hombre que no considera que posea un alma inmortal- haya finalizado: por el contrario, este error materialista acerca del hombre, que considera que el hombre es sólo materia y que esta vida es la única vida por vivir y que luego de esta vida no hay vida eterna sino la nada, es un error que se ha generalizado, pero no solo entre los paganos, sino incluso, escandalosamente, entre los mismos cristianos católicos. Esto explica algunas conductas paganas entre los católicos, como por ejemplo el cremar el cuerpo, o el vivir al margen de la Ley de Dios y de los Sacramentos de la Iglesia: si no hay otra vida, si no hay resurrección de los muertos, entonces no tiene sentido vivir cristianamente, sino que hay que vivir según el dictado de las pasiones. Pero esta visión materialista, como lo dice Jesús, es consecuencia de no entender, ni las Escrituras, ni el poder de Dios y, en el caso de los católicos, es consecuencia de no haber entendido ni un ápice de la propia fe católica, contenida en el Catecismo de la Iglesia Católica.

jueves, 27 de mayo de 2021

Fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote

 


         Durante la Última Cena, que es al mismo tiempo la Primera Misa realizada en la historia, Jesucristo, que es el Sumo y Eterno Sacerdote, deja a su Iglesia Naciente el más grande don que pueda realizar: el don de su Cuerpo y de su Sangre, contenidos en la Sagrada Eucaristía. El amor de Jesús por su Iglesia, por su Cuerpo Místico, es tan grande, que aunque Él deba morir y pasar de esta vida a la vida eterna, por medio del Santo Sacrificio de la Cruz, Él dejará a su Iglesia el don de Sí mismo, su Cuerpo y su Sangre glorificados en la Eucaristía. Es decir, si bien Jesús resucitará y ascenderá glorificado al Cielo, regresando así al seno del Eterno Padre, de donde vino, al mismo tiempo, se quedará entre nosotros, en la Sagrada Eucaristía, cumpliendo así su promesa de quedarse con nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo: “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Para que esta promesa se cumpla, Jesús instituye también en la Última Cena el sacerdocio ministerial, distinto al sacerdocio común de los bautizados, mediante el cual su Esposa Mística, la Iglesia Católica, será capaz de convertir el pan y el vino del altar en el Cuerpo y la Sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús. Por esta razón, mientras exista el sacerdocio ministerial –que obtiene todo su poder al participar el sacerdote, por su ordenación, del poder de Jesús Sumo y Eterno Sacerdote-, seguirá existiendo la Presencia Sacramental de Jesucristo, el Hombre-Dios, en medio de su Iglesia, la Única Iglesia Verdadera del Único Dios verdadero, Dios Uno y Trino.

         En tiempos de desolación, como el que estamos viviendo, pero también en tiempos de consolación, acudamos entonces al sagrario, para adorar, postrados, la Presencia Sacramental del Cordero de Dios, Cristo Jesús, quien está con nosotros y seguirá estando con nosotros, hasta el fin del mundo, en la Sagrada Eucaristía.

miércoles, 26 de mayo de 2021

Solemnidad de la Santísima Trinidad


 

(Ciclo B – 2021)

         En el Antiguo Testamento, el Pueblo Elegido era el único que poseía la verdad acerca de Dios, puesto que era el único que creía en un Dios Uno, en tanto que la totalidad de los demás pueblos y naciones eran paganos o politeístas. Es decir, los judíos, antes de la llegada Cristo, eran los poseedores acerca de la realidad y de la verdad sobre Dios: era Uno y no muchos dioses, había creado el mundo y había prometido el envío de un Mesías, de un Redentor de la humanidad.

         En la plenitud de los tiempos, cuando se produce la Encarnación del Verbo de Dios en el seno de María Virgen, Jesús revela la Verdad última, plena y total acerca de Dios: no sólo es Dios Uno, sino que además es Trino, puesto que en Él hay Tres Personas distintas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; revela que la Segunda Persona de la Trinidad es Él, que se ha encarnado en una humanidad, la humanidad santísima de Jesús de Nazareth y que por lo tanto Él es el Mesías que Dios Uno había prometido enviar para rescatar a Israel. Jesús revela lo que se consideran “misterios absolutos” de Dios, esto es, que precisamente Dios es Uno y Trino: esto es una verdad que la creatura humana, ni la angélica, puede deducir por sí misma, porque se trata de la constitución última e íntima de Dios, del Ser divino de Dios, que es trinitario, de su naturaleza divina, que es trinitaria. Ni el hombre, ni el ángel, pueden saber, por la sola deducción de sus intelectos, que en Dios Uno hay Tres Personas distintas, iguales en majestad, honor y poder y que no por eso son tres dioses, sino un solo Dios en Tres Personas distintas.

         Es esto lo que Jesús revela, que Dios es Uno y Trino y que Él es la Segunda Persona de la Trinidad, el Hijo de Dios, que se ha encarnado en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth y que ha venido para salvar, no solo a Israel, sino a toda la humanidad, de la triple esclavitud en la que está inmersa: el Demonio, el Pecado y la Muerte. Pero como los judíos no tienen la luz del Espíritu Santo, porque rechazan obstinadamente las obras, las enseñanzas y la Persona de Jesús, rechazan también la Divina Revelación que hace Jesús acerca de Dios Trinidad y rechazan también que Jesús sea el Hijo de Dios encarnado y es por eso que lo tratan de mentiroso, de blasfemo, de alguien que ha perdido la razón y es por eso que lo llevan a juicio, un juicio inicuo, porque no encontraron nada malo en Él, ni lo podían encontrar, y lo condenaron a muerte. En otras palabras, el hecho de que nosotros, católicos, sepamos que Dios es Uno y Trino y que la Segunda Persona se ha encarnado en Jesús de Nazareth y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, esas verdades absolutas acerca de Dios y los misterios de su salvación, le costaron la vida y muerte en Cruz a Nuestro Señor Jesucristo.

         Entonces, con la Primera Venida de Nuestro Señor Jesucristo, el Dios Uno de los judíos se auto-revela como Uno y Trino, como Uno en Ser y Naturaleza, pero en Trinidad de Personas, sin ser por ello tres dioses, sino Tres Personas distintas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, todas poseedoras del mismo Ser divino trinitario y la misma naturaleza divina trinitaria. La revelación de Jesús, que es la auto-revelación de Dios en la Persona del Hijo, no solo modifica el conocimiento acerca de Dios, sino que también modifica al Pueblo de Dios, porque a partir de Jesús hay un Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, que peregrinan por el desierto de la historia humana hacia la Jerusalén celestial. A partir de la revelación de que Dios es Uno y Trino, también el destino del ser humano ha cambiado para siempre: ya no es más la muerte, la desolación y la tristeza, sino que nuestro destino es llegar al seno del Padre, unidos al Hijo, por el Amor del Espíritu Santo.

sábado, 22 de mayo de 2021

“Han convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones”


 

“Han convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones” (Mc 11, 11-26). Al entrar en el templo, Jesús se da con la desagradable situación de la usurpación y ocupación ilegal de los mercaderes, cambistas y vendedores de palomas. Llevado por la Justa Ira Divina, Jesús hace un látigo de cuerdas y se pone a expulsar a los usurpadores, derribando sus mesas y puestos e impidiendo que nadie más realice esas tareas, del todo inapropiadas para un lugar sagrado. Las palabras de Jesús dirigidas a los usurpadores revelan que Él es Dios, puesto que llama al templo “mi casa”: “Mi casa será casa de oración”. De ninguna manera un hombre común y corriente podría decir que el templo es “su casa”, puesto que el templo es “casa de Dios”, por lo que al decir Jesús que el templo es “su casa”, está diciendo que Él es Dios.

Otro elemento a considerar es la simbología presente en este hecho realmente acaecido: el templo, además de ser Casa de Dios, es figura del alma humana que, por la gracia, es convertida en templo del Espíritu Santo; los mercaderes, los vendedores de palomas y los cambistas, representan a las pasiones humanas, sobre todo a la avaricia, el egoísmo y la idolatría del dinero; los animales –bueyes, palomas, ovejas-, con su irracionalidad y también falta de higiene, representan a las pasiones humanas sin el control ni de la razón ni de la gracia, que por lo tanto ensucian al alma humana con el pecado, así como los animales, con su falta de higiene, ensucian el templo; los mercaderes, cambistas y vendedores de palomas, representan a los cristianos que, habiendo recibido el Bautismo y por lo tanto, habiendo sido convertidos sus cuerpos en templos del Espíritu Santo y sus corazones en altares de Jesús Eucaristía, ignorando por completo esta realidad, sea por ignorancia, por negligencia, por amor al dinero, o por todas estas cosas juntas, profanan los templos de sus cuerpos con el pecado, principalmente la avaricia, la idolatría y la lujuria, permitiendo que sus cuerpos y almas, en vez de estar dedicados y consagrados a Dios, como por ejemplo la oración, sean refugio de pasiones y también de demonios.

“Han convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones”. Debemos prestar mucha atención a esta escena evangélica, porque cuando preferimos las actividades mundanas antes que la oración y el silencio, estamos cometiendo el mismo error que los mercaderes del templo, convirtiéndonos así en objeto de la Justa Ira Divina. Al recibir el Bautismo, hemos sido convertidos en templos de Dios y nuestros corazones en altares de Jesús Eucaristía. No nos olvidemos de esta realidad, para no ser destinatarios de la Ira Divina.

 

“Señor, que pueda verTe en la Eucaristía”

 


“Señor, que pueda ver” (Mc 10, 46-52). Jesús, que es la Misericordia Divina encarnada, se estremece de amor hacia el ciego Bartimeo, quien le suplica “poder ver”. Guiado por su infinito amor hacia los hombres, Jesús le concede la vista y Bartimeo comienza de inmediato a percibir el mundo mediante sus ojos corporales. Algo a tener en cuenta es que Bartimeo, si bien era ciego físicamente, corporalmente, pues sus globos oculares estaban atrofiados y esa era la razón de su ceguera, sin embargo, poseía otra visión, una visión espiritual, que es el don de la fe en Cristo, pero no como un profeta o como un hombre santo, sino como Dios Hijo encarnado. Esto explica, por un lado, que Bartimeo pidiera a Jesús un milagro que sólo Dios puede hacer, como el devolver la vista, lo cual quiere decir que creía en Cristo como Dios y no como el “hijo del carpintero”; por otro lado, Bartimeo se dirige a Jesucristo llamándolo “Hijo de David” y también “Maestro”, ambos títulos reservados para el Mesías de Israel, lo cual indica que creía en Jesús como Mesías y Redentor de la humanidad. Por último, Bartimeo se postra ante Jesús, lo cual es un indicio externo de la adoración espiritual interna que el alma tributa al Verdadero Dios. Entonces, Bartimeo ya tenía una visión superior a la corporal, que es la visión de la fe; ahora, por el milagro de Jesús por el que le devuelve la vista física, posee también la capacidad de ver a través del sentido de la visión corporal.

“Señor, que pueda ver”. Hoy en día, muchos católicos poseen el don de la vista corporal, puesto que pueden ver el mundo material con los ojos del cuerpo, pero sin embargo, paradójicamente, al revés que Bartimeo, son ciegos del espíritu, porque son incapaces de ver, por la fe, a Cristo Dios en la Eucaristía. Muchos católicos, aunque son capaces de ver el mundo material con los ojos del cuerpo, son incapaces de ver a Jesús, resucitado y glorioso, en la Eucaristía y por eso se encuentran en una situación infinitamente más desgraciada que Bartimeo, porque si bien Bartimeo era ciego corporalmente, sin embargo poseía la luz de la fe, con la cual contemplaba a Cristo como Hijo de Dios encarnado. Parafraseando a Bartimeo, digamos nosotros a Jesús Eucarstía: “Señor Jesús, ilumina los ojos del alma con la luz de la fe, para que pueda contemplarte, amarte y adorarte en tu Presencia Sacramental, en la Sagrada Eucaristía”. Y, al igual que Bartimeo, postrémonos en adoración y acción de gracias ante Jesús Eucaristía.

“Podemos beber del Cáliz, para así llegar al Cielo”


 

“Podemos beber del Cáliz, para así llegar al Cielo” (cfr. Mc 10, 32-45). Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, le piden a Jesús el sentarse a su “derecha e izquierda” en el Reino de los cielos. Vista humanamente, la escena del Evangelio puede rememorar lo que sucede con frecuencia entre los hombres que tienen sed de poder y así se acercan a los ricos y poderosos, para que estos les hagan partícipes de su poder y de su riqueza. Sin embargo, este no es el caso: es verdad que Jesús es Rey poderoso, pero el acceso al Reino de los cielos no se logra sin esfuerzos, como sucede entre los hombres. Jesús les advierte que, para llegar al Reino de los cielos, deben participar de su Pasión y Muerte, con todo lo que esto implica: condena a muerte, burla, escupitajos, azotes y finalmente la muerte. Es decir, seguir a Cristo y llegar al Reino de los cielos no es gratuito: se debe pagar un precio y es el entregar, literalmente, la propia vida a Cristo, para participar con Él de su Pasión. Con toda seguridad, quien se entregue a Cristo, al menos en la mayoría de los casos, no morirá en forma cruenta, pero esto no implica no participar de su Pasión y Muerte, pues se debe participar de su Pasión, en forma ineludible, para llegar al Reino de Dios. Si la participación no es física, en el sentido de que el bautizado no es crucificado corporalmente, sí lo debe ser espiritualmente, es decir, aquel que quiera seguir a Cristo y ganar el Reino de Dios, debe estar dispuesto a la crucifixión espiritual, a participar espiritualmente de la crucifixión de Cristo.

“¿Pueden beber del cáliz que Yo beberé?”, les pregunta Jesús a los hijos de Zebedeo y estos le responden que sí pueden, a sabiendas de que deberán participar de la Pasión de Jesús. También a nosotros nos hace Jesús la misma pregunta y nosotros, imitando a los hijos de Zebedeo, y auxiliados por la Madre de Dios y por la gracia de Jesucristo, contestamos: “Podemos beber del Cáliz, para así llegar al Cielo”

 

martes, 18 de mayo de 2021

Solemnidad de Pentecostés


 (Ciclo B – 2021)

          “Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,19-23). Jesús resucitado se aparece en medio de sus discípulos y, luego de darles la paz, les dona el Espíritu Santo, soplando el Divino Amor sobre su Iglesia Naciente. De esta manera, Jesús cumple su promesa de que, una vez resucitado, habría de ascender a la Casa del Padre para enviarles el Espíritu Santo: “Les conviene que Yo me vaya, para que les envíe el Paráclito”.

          Ahora bien, ¿qué obras hará el Espíritu Santo en la Iglesia Naciente? El Espíritu Santo realizará diversas obras en el Cuerpo Místico de Jesús.

          “Los guiará a la Verdad plena”: el Espíritu Santo iluminará las mentes de los discípulos, de toda la Iglesia Naciente y esto es importantísimo, porque esta iluminación divina consistirá en hacerlos partícipes de la Sabiduría Divina, con lo que superarán infinitamente los límites de la razón humana. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que, gracias a la iluminación del Espíritu Santo, los discípulos lograrán contemplar “la Verdad plena”, la “Verdad Absoluta” acerca de Dios, esto es, que Dios es Uno y Trino, que la Segunda Persona de la Trinidad se encarnó en la humanidad santísima de Jesús de Nazareth, que Jesús es Dios, que Jesús prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que Jesús derrotó en la Cruz a los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, la Muerte y el Pecado. Es decir, el hecho de “guiarlos a la Verdad plena” significa que los discípulos serán capaces de contemplar los misterios absolutos de la Santísima Trinidad, misterios que se continúan con los misterios salvíficos de Jesucristo, el Hombre-Dios, y así serán capaces de creer en la Verdadera Fe Católica y no en una fe adulterada. Si el Espíritu Santo no iluminara las mentes de los discípulos, estos serían incapaces de comprender los misterios de Dios y de Jesucristo y así construirían una iglesia y una fe meramente humanas, racionalistas, en donde el misterio sobrenatural y la Verdad Absoluta de la Trinidad no tienen cabida, como sucede con las otras grandes religiones monoteístas, como el protestantismo, el judaísmo y el islamismo.

          “Glorificará a Jesús”: “El Espíritu Santo me glorificará”, dice Jesús y esto es una reparación, por parte de Dios, hacia Jesucristo, por el desprecio, la ignominia y la injusticia con la que Jesús fue tratado en su vida terrena, por la mayor parte de los hombres y también por sus discípulos, quienes lo abandonaron en la prueba de la Cruz. El Espíritu Santo glorificará a Jesús en la Resurrección, cuando insufle la Vida divina en su Cuerpo muerto y como esta Vida divina es también Gloria divina, el Cuerpo de Jesús, en el momento en el que vuelva a la vida, será también glorificado. Pero el Espíritu Santo obrará esta glorificación también en la Santa Misa, cuando por la fórmula de la transubstanciación, el pan y el vino sean convertidos en el Cuerpo y la Sangre glorificados del Señor Jesús. Por último, el Espíritu Santo glorificará a Jesús ante la Iglesia y ante el mundo, pues dará a conocer, a la Iglesia y al mundo, que Aquel que murió en la Cruz el Viernes Santo y resucitó el Domingo de Resurrección, era la Gloria del Padre, el Hijo de Dios, Cristo Jesús.

          “Los hará ser uno en el Padre, por Cristo, en el Amor de Dios”. La unidad en el Padre, por Cristo y el Amor entre unos y otros, por Cristo, será obra del Espíritu Santo, quien hará de todos los hombres de todos los tiempos, de todas las razas, de todas las religiones, un solo Cuerpo Místico, el Cuerpo Místico de Jesús, cuando todos los hombres de todos los tiempos y de todas las religiones se conviertan a la Única Iglesia del Único Dios Verdadero, Dios Uno y Trino. Y todos estos hombres, así unidos, amarán a Dios Trino y se amarán entre sí porque tendrán en ellos al Alma de la Iglesia, el Espíritu Santo. Por este motivo, al fin de los tiempos, todas las iglesias y las religiones del mundo desaparecerán, y quedará solo la Verdadera y Única Esposa Mística del Cordero, la Iglesia Católica y es en esto en lo que consiste el verdadero ecumenismo.

          “Les recordará lo que Jesús hizo y dijo”: por obra de la iluminación del Espíritu Santo en los intelectos de los miembros de la Iglesia, estos comprenderán que lo que hizo Jesús, sus milagros, eran milagros que sólo podían ser hechos por Dios en Persona y así se basarán en los milagros para confirmar y declarar su fe en Cristo Jesús como Dios Hijo encarnado.

          Les hará comprender las palabras de Jesús: “Yo me quedaré con ustedes hasta el fin del mundo”, palabras que se refieren al milagro de la transubstanciación, por medio del cual el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, cumpliendo así su promesa de quedarse en su Iglesia “todos los días, hasta el fin del mundo”, por medio de la Eucaristía.

         Convertirá los cuerpos de los discípulos en templos del Espíritu Santo y los corazones en altares de Jesús Eucaristía Es por esta razón que la Escritura dice: “Vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo” (cfr. 1 Co 6, 19-20). Ésta es la razón por la que los católicos deben cuidar sus cuerpos, en el sentido de procurar mantenerlos saludables, evitando los tatuajes o cualquier incisión o agregado corporal, además de, principalmente, vivir en estado de gracia, pues si el cuerpo es templo del Espíritu Santo, el corazón, como dijimos, es altar de Jesús Eucaristía.

          Les concederá sus siete dones, entre ellos, el don de la Fortaleza, don que les permitirá salir de su escondite y proclamar al mundo la Verdad de la Encarnación del Hijo de Dios en la humanidad santísima de Jesús de Nazareth, encarnación que se prolonga en la Eucaristía. Cuando Jesús se aparece a los discípulos, estos se encuentran escondidos, “llenos de temor” por los judíos, pero será el Espíritu Santo quien no solo les quitará la cobardía y el temor a los judíos, sino que les concederá el don de la fortaleza, por medio de la cual no tendrán más miedo a los judíos ni a nadie en este mundo, siendo imbuidos de una fortaleza sobrehumana, que hará que el Evangelio se propague por todos los rincones del mundo. Hoy estamos también con las puertas de las iglesias cerradas, pero no por miedo a los judíos, sino por un miedo irracional, ilógico, inducido por mentes criminales, a una partícula viral que ni siquiera tiene vida propia, pidamos al Espíritu Santo que nos dé también la fortaleza divina para que sólo tengamos miedo a lo que debemos tener: a la muerte eterna, a la segunda muerte, a la eterna condenación en el Infierno, y no a un virus. Dice San Cirilo de Alejandría “El Espíritu Santo los hace pasar del temor y la pusilanimidad a una decidida y generosa fortaleza de alma. Vemos claramente que así sucedió en los discípulos, los cuales, una vez fortalecidos por el Espíritu, no se dejaron intimidar por sus perseguidores, sino que permanecieron tenazmente adheridos al amor de Cristo”[1].

         El Espíritu Santo hará “brotar torrentes de agua viva”, es decir, de gracia santificante, de los corazones de quienes crean en Cristo Dios, Presente en Persona en la Eucaristía y así esas personas serán como manantiales vivientes del Divino Amor en el árido desierto de la humanidad sin Dios, característica de los últimos tiempos. También San Cirilo de Jerusalén afirma que “el Espíritu transforma y comunica una vida nueva a aquellos en cuyo interior habita”[2].

         “Reciban el Espíritu Santo”. Jesús infunde el Espíritu Santo en Pentecostés, para iluminar las mentes y los corazones de los bautizados y para iniciar su obra, la obra de la Tercera Persona de la Trinidad, en cada bautizado. Pero no solo en Pentecostés Jesús infunde su Espíritu Santo: en cada comunión eucarística, Jesús, junto al Padre, soplan el Espíritu Santo, el Fuego del Divino Amor, en nuestros corazones. Por esta razón, que nuestros corazones, que son negros, fríos y endurecidos como el carbón, se conviertan en brasas incandescentes que ardan con el Fuego del Amor Santo de Dios, el Espíritu Santo.

 

 

 



[1] Libro 10, 16, 6-7: PG 74, 434.

[2] Cfr. ibidem.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 17 de mayo de 2021

“Simón Pedro, ¿Me amas?”

 


          “Simón Pedro, ¿Me amas?” (Jn 21, 15-19). Jesús resucitado le pregunta por tres veces a Pedro si lo ama y también por tres veces le pide que apaciente a su rebaño. Algunos autores afirman que la razón por la que Jesús le hace tres veces la misma pregunta, es porque así le está dando a Simón Pedro la oportunidad de reparar por las tres veces en las que el Vicario de Cristo, viéndolo prisionero de sus enemigos, lo negó cobardemente. Es decir, Pedro, como Vicario de Cristo, tenía una autoridad superior, por ser autoridad delegada por Dios Trino, a toda autoridad terrena o religiosa, pero Pedro cede al poder político-religioso de su momento -el Emperador romano y la sinagoga- y traiciona a Cristo, negándolo. Al contestar afirmativamente por tres veces que ama a Jesús, Simón Pedro puede reparar su acto de cobardía, llevado a cabo en la Pasión. Ahora bien, el amor a Jesucristo no es meramente declarativo, sino que implica obras y, todavía más que obras, implica el don de la propia vida. Esto se ve en el encargo que Jesús le da a Pedro: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas”, es decir, cuida de mi Iglesia, resguárdala de los errores, de las herejías; protégela de los ataques del Enemigo Infernal; confírmalos en la verdadera fe católica, para que así puedan salvar sus almas. El amor a Cristo, por parte de Pedro, no se detiene entonces en la mera declaración, puesto que debe demostrarse por obras y esta obra es guiar a la Barca de Pedro, la Iglesia, hacia el Puerto Eterno de la Santísima Trinidad, en el Reino de los cielos. Pero tampoco aquí termina la tarea de Pedro: no sólo obrará como Vicario, para así demostrar su amor a Cristo, sino que también dará su vida por Cristo, y este donar su vida será de modo cruento, cuando Pedro muera crucificado cabeza abajo, para dar testimonio de Cristo y esto se lo anticipa proféticamente Jesús cuando le dice cómo habrá de morir: "Otro te llevará donde no quieras". Como vemos, el amor de Simón Pedro a Jesús va escalando y ascendiendo cada vez más, hasta hacerse perfecto del todo: comienza como amor declarativo, continúa como amor que obra -en este caso, las obras propias del Papa como Vicario de Cristo- y, por último, la oblación de la propia vida.

          “Simón Pedro, ¿Me amas?”. También a nosotros, en forma individual y personal, nos pregunta Jesús Eucaristía, desde el fondo del alma, si lo amamos. Y nosotros, imitando a Pedro, debemos declarar que sí lo amamos, pero también, al igual que Pedro, debemos demostrar ese amor, realizando obras de misericordia, corporales y espirituales. Por último, no sabemos si moriremos mártires como Pedro, pero sí debe estar, en la disposición de nuestras almas, el dar la vida martirialmente por Cristo, si llegara el momento y si así fuera la voluntad de Dios.

domingo, 16 de mayo de 2021

“Que el amor con que me amas esté en ellos y yo también en ellos”

 


“Que el amor con que me amas esté en ellos y yo también en ellos” (Jn 17, 20-26). Jesús quiere, para sus discípulos, para su Iglesia, la unidad, pero también quiere algo más: quiere que los discípulos, los que forman su Iglesia, estén inhabitados por el Amor con el que el Padre lo amó y lo ama a Él desde la eternidad, el Espíritu Santo, el Divino Amor. Será el Espíritu Santo, enviado por Él y el Padre desde el Cielo, una vez que Él resucita y ascienda al Cielo, quien unirá a sus discípulos en una sola fe, en una sola Iglesia, en un solo Bautismo, en la fe en un  solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero el Espíritu Santo no sólo dará la unidad de la Iglesia, sino que dará también el Amor con el cual los integrantes de la Iglesia de Cristo se amarán entre sí y ese Amor es Él mismo, el Espíritu Santo en Persona. Es decir, el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, unirá a los fieles de la Iglesia de Cristo en una sola Iglesia, en la que todos estarán inhabitados por el mismo Amor de Dios, el Espíritu Santo, el Divino Amor. Y esto hará que los miembros de la Iglesia, los bautizados en la Iglesia Católica, tengan a Cristo con ellos, porque el Espíritu Santo los hará formar un solo Cuerpo con Cristo, los hará integrantes del Cuerpo Místico de Cristo. Es el Espíritu Santo el que llevará a cabo el doble deseo de Jesús para su Iglesia, la de que sus integrantes tengan el mismo Amor con el que Él es amado por el Padre desde la eternidad y que Él esté en ellos, para que ellos estén con Él: “Que el amor con que me amas esté en ellos y yo también en ellos”.

Esto da una pista para saber quién pertenece, en espíritu y en verdad, a la Iglesia Católica, la Iglesia de Cristo y quién no: quien posea el Amor del Espíritu Santo en su corazón –y por lo tanto posea a Cristo con él-, ése tal será quien forme parte del Cuerpo Místico de Jesús. Esto se demuestra por muchas cosas, entre otras, el amar al enemigo, el cargar la cruz de cada día, el cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios, etc. Es decir, no basta sólo con ser bautizados para pertenecer a Cristo, en espíritu y en verdad, es necesario también poseer su Espíritu, que es el Espíritu Santo, el Amor Divino, donado en Pentecostés y en cada Eucaristía.

 

sábado, 15 de mayo de 2021

“Que sean uno, como nosotros”


 

“Que sean uno, como nosotros” (Jn 17, 11b-19). Jesús quiere la unidad para sus discípulos, pero no es una unidad cualquiera: no es una unidad conocida por el hombre; no es una unidad de tipo moral, como la unidad que reina entre un grupo de amigos, por ejemplo; tampoco es una unidad de orden ideológico, como sucede entre quienes comparten una misma idea o un mismo proyecto de vida. La unidad que quiere Jesús es de tipo espiritual y es una unidad igual a la unidad que Él tiene con el Padre: “Que sean uno, como nosotros”.

Jesús quiere la unidad, en oposición a la división, pero esta unidad no puede ser dada ni construida por el hombre: se trata de una unidad ontológica, a nivel del ser; es una unidad en la que los hombres están unidos a Dios, pero no por el sentimiento, ni por el afecto, sino por la participación en el Ser divino trinitario y es por esto que se trata de una unidad ontológica y celestial, sobrenatural. No puede ser realizada por los hombres por tratarse precisamente de una unidad de origen celestial y de orden ontológico, que trasciende absolutamente el sentimiento y el afecto, porque es inmensamente más profunda.

Si no la puede proporcionar el hombre, ¿cómo se logra la unidad que Jesús quiere que se establezca, entre Dios y los hombres? Esta unidad, este ser “uno” con Dios Trino, lo lleva a cabo el Espíritu Santo, el Amor de Dios, la Tercera Persona de la Trinidad. Es el Espíritu Santo el que une, en el Amor Divino, desde toda la eternidad, al Padre y al Hijo; es el Espíritu Santo el que hace que Dios sea Uno en el Amor, porque es el mismo Amor el que une al Padre y al Hijo y al Hijo con el Padre. De esto se ve claramente la necesidad de que Jesús –junto al Padre-, una vez que resucite y ascienda al Cielo, envío desde el Cielo al Espíritu Santo, sobre su Cuerpo Místico, sobre su Iglesia, sobre los bautizados, para que estos, unidos por el mismo Espíritu y en el mismo Espíritu, sean unidos a Cristo y, en Cristo, sean unidos al Padre. Y esta unidad, dada por el Espíritu Santo, se manifestará por la profesión de una sola fe, la fe Católica, Apostólica y Romana, en un solo Señor, el Hombre-Dios Jesucristo, y será donada por la recepción de un único Bautismo, el Bautismo sacramental de la Iglesia Católica. La unidad que proporciona el Espíritu Santo es la que se revela en la Escritura: “Un solo Señor, una sola Fe, un solo Bautismo”. Quien profese otra fe que no sea la Católica; quien crea en un Jesús que no sea el Jesús de la Iglesia Católica, Dios Hijo encarnado que prolonga su Encarnación en la Eucaristía; quien no reciba el Bautismo sacramental, ese tal no es “uno” con Dios Uno y Trino.

viernes, 14 de mayo de 2021

“La vida eterna es que te conozcan a Ti y a tu Hijo Jesucristo”

 

“La vida eterna es que te conozcan a Ti y a tu Hijo Jesucristo” (Jn 17, 1-11a). La novedad absoluta del cristianismo es que el Mesías, el Hijo de Dios encarnado, ha venido a traer, a los hombres, la vida eterna, la vida absolutamente divina, la vida que brota, como de una fuente inagotable, del Ser divino trinitario.

Ahora bien, ¿en qué consiste la vida eterna? Esta vida eterna consiste, según revelación del mismo Jesucristo, consiste en “conocer” a dos Personas, en este caso, dos Personas divinas: el Padre y el Hijo: “La vida eterna es que te conozcan a Ti y a tu Hijo Jesucristo”. El conocimiento de estas dos divinas Personas no puede ser deducido, de ninguna manera, por el intelecto creado, por lo que se necesita que sea revelado de lo alto, es decir, se trata de un conocimiento que proviene del mismo Dios, puesto que ni el hombre, ni el ángel, son capaces de deducir que en Dios existen dos Personas, el Padre y el Hijo. Entonces, quien quiera tener vida eterna, tiene que conocer al Padre y al Hijo, pero aquí entonces se presenta un problema, porque como dijimos recién, ni el hombre, ni el ángel, pueden alcanzar este conocimiento, por lo cual hay necesidad esencial de que ese conocimiento sea transmitido por el mismo Dios. Aquí se presenta otro elemento a considerar, para quien desee tener la vida eterna: quien da el conocimiento del Padre y del Hijo, es decir, quien revela que el Dios Uno del judaísmo es Padre y también Hijo, es el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad. El Espíritu Santo, espirado por el Padre y el Hijo, es quien revela el Verdadero conocimiento de Dios: que es Uno, pero que en Él, misteriosamente, hay Tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, Personas que no conforman una tríada de dioses, sino que son un Único y Verdadero Dios, puesto que estas Personas divinas poseen el mismo Ser divino trinitario y la misma naturaleza divina trinitaria. De esto se sigue que, quien quiera tener vida eterna, debe conocer al Padre y al Hijo, pero para conocer al Padre y al Hijo, es necesario que ese conocimiento sea transmitido por la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo.

“La vida eterna es que te conozcan a Ti y a tu Hijo Jesucristo”. Si queremos tener vida eterna en nosotros, debemos suplicar el don del Espíritu Santo, quien nos dará la vida eterna al darnos el conocimiento del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

sábado, 8 de mayo de 2021

Solemnidad de la Ascensión del Señor

 


         

(Ciclo B – 2021)

“Así como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo” (Jn 17, 11b-19). Jesús asciende a los cielos, glorificado, luego de resucitar y luego de vencer, en la Cruz, a los tres grandes enemigos de la humanidad: el Demonio, el Pecado y la Muerte. Pero antes de ascender, en la Última Cena, da a su Iglesia Naciente un mandato, que se extiende hasta el fin del mundo y es el de proclamar al mundo la Buena Noticia de la salvación, enviándolos a misionar, así como el Padre lo ha enviado a Él a sacrificarse por la salvación de los hombres: “Así como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo”. Este envío es específicamente misional, evangelizador, tal como lo dirá en otro pasaje: “Id y proclamad por el mundo la Buena Noticia; el que crea y se bautice se salvará; el que no crea y no se bautice, se condenará”. Por lo tanto, vemos que la actividad misionera, apostólica y evangelizadora de la Iglesia, es esencial para la salvación del alma: quien crea que Cristo es Dios y que la Iglesia Católica es la Verdadera y Única Iglesia del Cordero y reciba el Bautismo sacramental para la remisión del pecado original y la recepción de la gracia santificante que convierte al alma en hija adoptiva de Dios y en heredera del Reino de los cielos, ese se salvará; quien no crea y no se bautice, estará destinado a la eterna condenación.

Por gracia de Dios, la Iglesia inició, desde sus primeros comienzos, esta actividad misionera, apostólica y evangelizadora, convirtiendo a pueblos y naciones enteras al cristianismo, sacándolas de la oscuridad del paganismo, de las tinieblas del gnosticismo, del error de la idolatría. Esto sucedió en todos los continentes adonde fueron enviados los misioneros de la Iglesia y sobre todo en Europa y, desde Europa, específicamente desde España, la Santa Fe Católica de Nuestro Señor Jesucristo llegó hasta nosotros por medio de los Conquistadores y Evangelizadores de España, auténticos héroes y santos, que a costa de sus vidas y de su sangre, plantaron la Santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, iniciando una tarea evangelizadora que constituye la más grande empresa que una nación haya emprendido jamás en la historia de la humanidad.

Es a Dios Trino, por supuesto, a quien debemos agradecer el haber recibido la Santa Fe Católica, pero también debemos estar eternamente agradecidos a nuestra Madre Patria España, porque fue España la que conquistó, con la Cruz y la espada, el continente americano y también gran parte de Asia, para Nuestro Señor Jesucristo.

El envío de Jesús a su Iglesia, a misionar y a evangelizar, supone para la Iglesia la lucha contra “las potestades y principados de los aires”, es decir, los demonios, que dominaban y controlaban a los hombres antes de la llegada de los misioneros evangelizadores, en nuestro caso, desde España. España se convirtió así en instrumento divino de la Santísima Trinidad para conquistar millones de almas para el Hombre-Dios Jesucristo, incorporándolas a su Iglesia por el Bautismo y destinándolas a la eterna salvación.

Es un gravísimo error, por lo tanto, considerar a las religiones, creencias y supersticiones pre-hispánicas –como el culto a la Pachamama o madre tierra, o los cultos paganos amerindios idolátricos- como equivalentes o incluso superiores al mensaje de salvación que propaga la Santa Iglesia Católica por mandato del Hombre-Dios Jesucristo. De ninguna manera la Iglesia debe convertirse en “discípula” de otras religiones y en particular de las amazónicas y amerindias, caracterizadas por la siniestra oscuridad del paganismo, el ocultismo, el satanismo y la hechicería. Son los paganos los que deben convertirse al Evangelio e ingresar en la Iglesia Católica para así salvar sus almas; jamás debe la Iglesia abandonar su mandato misionero y evangelizador, que dejaría a las almas sumergidas en la oscuridad y siniestra tiniebla del culto panteísta a la madre tierra, la Pachamama, propia de los cultos panteístas paganos[1]. Otros cultos paganos, idolátricos y demoníacos, además de la Pachamama, son las devociones neo-paganas a ídolos demoníacos como el Gauchito Gil, la Difunta Correa, San La Muerte y todo lo que proviene del gnosticismo, del ocultismo, de la brujería y del satanismo: todo eso debe ser arrojado al fuego del Infierno y ser reemplazados por la Santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.

“Así como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo”. Dios, que NO ES padre-madre, como lo afirman erróneamente los paganos indigenistas, sino que es Dios Uno y Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, nos envía al mundo para que proclamemos la Verdad de la Encarnación de Dios Hijo en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth; para que proclamemos que Jesús murió en la Cruz, resucitó, ascendió a los cielos y al mismo tiempo se quedó en el misterio de la Sagrada Eucaristía y allí se quedará, para estar con nosotros, hasta el fin de los tiempos. Estamos en esta vida para proclamar que Jesús es Dios, que ha venido a salvarnos y para combatir, en su Nombre, a las obras del Demonio, el paganismo, el ocultismo, el gnosticismo, la hechicería, el satanismo. Para eso hemos recibido el Bautismo y la Fe Católica y para eso nos envía el Señor Jesús al mundo, para proclamar la Verdad Eterna de la Santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.

jueves, 6 de mayo de 2021

“Como el Padre me ama, así los amo Yo. Permanezcan en mi Amor”

 


“Como el Padre me ama, así los amo Yo. Permanezcan en mi Amor” (Jn 15, 9-17). Antes de sufrir su Pasión y Muerte en cruz, Jesús se despide de sus discípulos en la Última Cena y les da una recomendación, que surge desde lo más profundo de su Sagrado Corazón: que permanezcan en el Amor con el que Él los ha amado, que es el Amor, a su vez, con el que el Padre lo ama desde la eternidad, el Espíritu Santo. Ahora bien, para que esto sea posible, es decir, para que ellos permanezcan en su Amor, es necesario que los discípulos lo demuestren con obras, porque la fe, sin obras, es una fe muerta; en este caso, la obra que Jesús les pide que hagan, con la cual demostrarán el amor hacia Él, es que cumplan los mandamientos de la Ley Divina, los Mandamientos de Dios, sus Mandamientos: “Si cumplen mis mandamientos, permanecen en mi Amor”. En otras palabras, cumplir la Ley de Dios, lejos de ser un rigorismo farisaico, asegura al alma la permanencia en el Amor de Cristo, es decir, en su Sagrado Corazón. Muchos integrantes de sectas anti-cristianas acusan a los católicos que desean cumplir los Mandamientos de la Ley Divina de ser “rigoristas”, “duros de corazón”, “fariseos”, cuando en realidad se trata de todo lo contrario, porque quien desea cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios y pone todo su empeño en esta tarea, obtiene de Dios el Amor Divino, el Espíritu Santo, que es todo lo opuesto a la rigidez y dureza de corazón y al fariseísmo religioso. Por otra parte, quien desea cumplir la Ley de Dios, debe amar a su prójimo, incluido el enemigo, hasta la muerte de cruz, porque así es como nos ha amado Jesús, hasta la muerte de cruz, y eso es lo más opuesto y lejano a la dureza de corazón que pueda haber, de ahí que sea injusto y falso calificar al católico practicante de la Ley de Dios de “fariseo” o “rígido” de corazón.

         “Como el Padre me ama, así los amo Yo. Permanezcan en mi Amor”. Si amamos a Jesús, cumpliremos, o mejor dicho, haremos todo el esfuerzo de cumplir, los Mandamientos de la Ley de Dios: así demostraremos que amamos a Jesús y Jesús, a cambio, nos dará en recompensa lo más preciado de su Sagrado Corazón Eucarístico, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

“Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado”


 

“Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado” (Mc 16, 15-20). Jesús resucitado y glorificado se aparece a los Apóstoles y les da la orden que fundamenta la actividad misionera de la Iglesia, que es anunciar el Evangelio a todo el mundo. De las palabras de Jesús, se deduce que no es indiferente el anunciar o no anunciar el Evangelio: quien crea y se bautice, se salvará, quien no crea y no se bautice, no se salvará. A pesar de la luminosa claridad de las palabras de Jesús, hay quienes se oponen a esta verdad, revelada por Jesucristo y se oponen y niegan la actividad misionera de la Iglesia, llamándola despectivamente “proselitismo”, cuando lo que la Iglesia hace es proclamar la verdad del misterio salvífico de Jesucristo. Quienes se oponen a Cristo –y por eso son anticristos- se oponen también al hecho de que sea absolutamente necesaria, para la eterna salvación del alma, la recepción del Bautismo sacramental y la Fe católica en Cristo como Dios Salvador: estos tales afirman que el Espíritu Santo sembró “semillas de verdad” en las religiones paganas y que por lo tanto quienes profesen el paganismo pueden salvarse, sin conocer a Cristo y sin bautizarse, lo cual es una falsedad absoluta, proveniente del “Padre de la mentira”, Satanás. Todo esto –sostener que las religiones paganas sean capaces de salvar el alma- es un pensamiento anticristiano, que proviene del Anticristo y de Satanás y que se opone a Cristo y a la Iglesia Católica en la obra de la salvación de las almas; no en vano, uno de los nombres del Demonio es el de “Adversario”, porque es adversario precisamente de esta Verdad revelada por Jesucristo, esto es, la necesidad absoluta de recibir el Bautismo y creer en Él como Dios, para salvar el alma.

“Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado”. Las palabras de Jesucristo fundamentan el dicho que afirma que “fuera de la Iglesia no hay salvación” y esto es así, porque es absolutamente imposible que un alma se salve sin la gracia santificante del Hombre-Dios Jesucristo. Quien afirme lo contrario, quien afirme que alguien se puede salvar creyendo en ritos paganos, como la Pachamama, ese tal es un anticristo y un discípulo del Demonio.

“El Espíritu de la Verdad los guiará a la Verdad plena”


 

         “El Espíritu de la Verdad los guiará a la Verdad plena” (Jn 16, 12-15). Luego de cumplir su misterio pascual de Muerte y Resurrección, Jesús enviará al Espíritu Santo, el cual realizará, entre otras cosas, una obra específica, en la Iglesia y en las almas: “guiará a las almas a la Verdad plena”. Esto es sumamente importante, porque significa que la Iglesia Católica, receptora del Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad, será la que posea la “Verdad Absoluta” acerca de Jesucristo y de Dios. Entonces, el Espíritu Santo dirá la “Verdad Absoluta” acerca de Jesucristo, que es lo que la Iglesia proclama en su Magisterio, esto es, que Jesús es Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que ha venido para salvar al mundo de los tres grandes enemigos de las almas, el Demonio, el Pecado y la Muerte. Cuando venga el Espíritu Santo, dirá la Verdad Absoluta acerca de la Iglesia Católica: la Iglesia Católica es la Esposa Mística del Cordero, es la Barca de salvación, fuera de la cual no hay salvación posible, porque a través de Ella los hombres reciben la gracia santificante, por medio de los sacramentos.

         “El Espíritu de la Verdad los guiará a la Verdad plena”. Jesús es Dios y la Iglesia Católica es el Cuerpo Místico del Cordero, fuera de la cual, no hay salvación posible. Es esto lo que dirá el Espíritu Santo a las almas, cuando sea enviado por Jesús y por Dios Padre. Si alguien bautizado niega estas dos verdades, reveladas por el Espíritu Santo y si alguien intenta relativizar estas verdades, equiparando el Credo católico a religiones paganas pre-cristianas –por ejemplo, las religiones indigenistas, en donde se deifica a la tierra, a la que llaman “Pachamama”-, ese tal está negando al Espíritu Santo, al Espíritu de Cristo y por lo tanto, es un anticristo y un discípulo del Demonio.

“Me voy para enviarles al Espíritu Santo”


 

“Me voy para enviarles al Espíritu Santo” (Jn 16, 5-11). Jesús profetiza el envío del Espíritu Santo, como parte de su misterio pascual de muerte y resurrección: Él habrá de morir en la cruz, resucitará, ascenderá al cielo y es entonces cuando enviará al Espíritu Santo, a la Tercera Persona de la Trinidad. Aunque la Pasión sea dolorosa, es condición esencial para que Él envíe al Espíritu Santo, ya que si Él no sufre la Pasión y Muerte, el Espíritu Santo no vendrá al mundo. Es esto lo que Jesús dice: “Les conviene que me vaya; porque si no me voy, no vendrá a ustedes el Paráclito; en cambio, si me voy, yo se lo enviaré”. Entonces, la Pasión, Muerte y Resurrección, es decir, el misterio salvífico de muerte y resurrección es necesario, en los planes de la Santísima Trinidad, para que el Espíritu Santo sea enviado por el Padre y el Hijo.

Ahora bien, cuando el Espíritu Santo sea enviado, obrará en las almas y hará abrir los ojos de quienes crucificaron a Jesús: hará ver que cometieron el pecado de no creer en Él como Dios Hijo encarnado y no solo no creyeron, sino que lo crucificaron y lo mataron; les hará ver que cometieron el pecado de injusticia, porque llevaron a juicio inicuo al Justo Juez, para condenarlo a muerte; por último, el Espíritu Santo dará el veredicto del Juicio Divino, que es el de condenar y expulsar de este mundo y de las almas al Príncipe de este mundo, el Demonio, el cual, por la muerte de Jesús en la cruz, ya “está condenado”.

         “Me voy para enviarles al Espíritu Santo”. Quien reconoce en Jesús Eucaristía al Hombre-Dios Jesucristo; quien reconozca que Jesús fue injustamente acusado y condenado a muerte; quien reconozca que el Príncipe de este mundo, el Demonio, ya está condenado, ese tal, está iluminado por el Espíritu Santo.