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sábado, 17 de febrero de 2024

Jesús es llevado al desierto por el Espíritu para ayunar y orar, allí es tentado por el demonio por cuarenta días

 


(Domingo I - TC - Ciclo B – 2024)

         La Iglesia inicia el tiempo litúrgico de Cuaresma que comienza el Miércoles de Ceniza y finaliza antes de la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo, y está caracterizado por el ayuno, la abstinencia, las obras de misericordia, y sobre todo el propósito de conversión al Hombre-Dios Jesucristo, conversión que significa dejar atrás las cosas del mundo para que en el corazón, colmado por la gracia santificante que nos concede el Sacramento de la Penitencia, se convierta en morada santa del Cordero de Dios, Jesucristo.

Como su nombre lo indica -Cuaresma viene de cuarenta-, los cuarenta días de Cuaresma recuerdan los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto antes de comenzar su ministerio público, eso explica por qué el Evangelio corresponde al momento en el que el Espíritu Santo lleva a Jesús al desierto para que haga ayuno y oración durante cuarenta días, además de ser tentado por el Demonio; secundariamente, en Cuaresma se recuerdan también los cuarenta años que los israelitas pasaron en el desierto mientras buscaban la Tierra Prometida, cuarenta años que son un símbolo de nuestro paso por la vida terrena, por el desierto de la vida, antes de llegar a la Jerusalén celestial. Entonces, en Cuaresma la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo recuerda principalmente su estadía en el desierto por cuarenta días, antes de comenzar su ministerio público y en los que Jesús no comió ni bebió nada, alimentándose solamente de la oración, debiendo además soportar y resistir las acechanzas del Demonio.

Ahora bien, para poder aprovechar el tiempo de gracia que supone la Cuaresma, se debe considerar que no es un simple “recuerdo” de lo que Jesús hizo en el desierto; no es una mera “conmemoración”, no es una simple función de la memoria que trae al presente un hecho pasado, aun cuando lo haga de forma piadosa y llena de fe. En la Cuaresma, la Iglesia Católica, en su conjunto, además de conmemorar, de recordar la estadía de Jesús en el desierto, “participa”, por el misterio de la liturgia, de la Cuaresma de Jesucristo, de manera que es como si la Iglesia fuese llevada, en el tiempo y en el espacio, al desierto, junto a Jesús, para participar, para hacer lo mismo que hizo Jesús -orar, ayunar, hacer penitencia- y para soportar los embates del Demonio, las tentaciones del Tentador, cuyo único fin es la perdición eterna de las almas en el Infierno. Entonces, “participar” es una acción mucho más profunda que simplemente “recordar”; podemos decir que, al igual que Jesucristo, que es “llevado por el Espíritu Santo al desierto”, también la Iglesia es llevada, real y místicamente, al desierto, por el mismo Espíritu Santo, para que contemple a Jesús y para que haga lo que Jesús, como Supremo Maestro de la humanidad, hace, es decir, orar, ayunar, hacer penitencia y resistir, con la misma oración y con el ayuno, a las tentaciones del Enemigo de Dios y de las almas. Esto quiere decir que todos y cada uno de nosotros somos llevados al desierto, para estar al lado de Jesús, para contemplarlo y para aprender de Él, para aprender a orar, a hacer ayuno, penitencia, obras de misericordia y también para aprender a resistir a las seducciones, trampas y tentaciones que el Demonio coloca en el camino de cada alma para lograr perderla. Es de sentido común que decir “ser llevados al desierto junto a Jesús”, no significa que nos debamos trasladar literalmente al desierto, eso es obvio; significa que cada uno, en su estado de vida que le corresponde, tiene la oportunidad, la gracia, de participar de la Cuaresma de Jesús; esto quiere decir que, cuanto más se contemple a Jesús, tanto más se aprenderá de Él el hacer oración, ayuno, penitencia, obras de caridad. Independientemente de la profesión, de la edad, del estado de vida de cada bautizado, ser llevados al desierto junto a Jesús para participar de su Cuaresma es un don del Cielo, un regalo inmenso e inmerecido, porque nos enseña a luchar contra nuestras pasiones depravadas, contra nuestros vicios y pecados y nos enseña a desear ser santos, a llevar a Jesús en el corazón con el alma en gracia, luego de hacer una buena confesión sacramental. Pero también es verdad lo opuesto: el católico que en Cuaresma sigue espiritualmente como si nada ocurriera, es decir, si continúa con su vida pagana, con sus inclinaciones a las bajas pasiones, con su materialismo, no aprovechará nada de la Cuaresma y así los cuarenta días serán cuarenta días perdidos para comenzar la conversión a Cristo y lo que es peor, el Demonio lo seguirá sosteniendo firmemente con sus garras, aprisionándolo sin que el alma ni siquiera se dé cuenta, porque como dice Santa Teresa de Ávila, “para quienes viven en pecado mortal, el Demonio les hace creer que esta vida terrena es para siempre” y así engañados, no buscan ni buscarán nunca la conversión a Cristo, permaneciendo tristemente aferrados al pecado y encadenados a Satanás. Quien viva la Cuaresma no solo sin hacer penitencia, sino escuchando música profana, alcoholizándose, buscando fiestas mundanas en la que Dios no está; o para quien no haga el sincero propósito de combatir su pecado dominante -en algunos es la ira, en otros la lujuria, en otros la pereza, y así sucesivamente-, para esos tales, la Cuaresma será una pérdida de tiempo y lo que es peor aún, perderá todas las gracias que Dios, a través de la Virgen, tenía pensado concederle para que ganara la vida eterna en el Cielo, dirigiendo su alma al Reino de las tinieblas y no al Reino de Dios.

Tomemos conciencia de lo que significa la Cuaresma, aprovechemos este tiempo de gracia para que verdaderamente comencemos el proceso de conversión que nos llevará a desear tener en el corazón a Jesús Eucaristía en esta vida y a adorar a Jesús Eucaristía, al Cordero de Dios, en la vida eterna.

miércoles, 19 de junio de 2013

“Da limosna, ora y ayuna, para que te vea Dios Padre y no para que te vean los hombres”


“Da limosna, ora y ayuna, para que te vea Dios Padre y no para que te vean los hombres” (cfr. Mt 6, 1-6. 16-18). La Ley Nueva de Jesús es una ley que obra en el espíritu del hombre, porque es el Espíritu de Dios quien ilumina lo más profundo del ser del hombre, y como esta luz es una luz viva y que comunica vida, porque es Dios que es luz, al iluminarlo, le comunica la vida divina, de manera que el hombre, participando de la vida divina, sea capaz de obrar al modo divino y no al modo humano. En otras palabras, debido a que Dios es Espíritu Puro, al comunicarle de su propia vida, le comunica de su modo de ser y obrar, que es espiritual, y es así como el hombre puede comenzar a ser, a vivir y a obrar según el Espíritu de Dios y no según la carne, es decir, según el modo humano.
Una misma acción –dar limosna, orar, ayunar- puede ser hecha de dos maneras distintas: según la carne –esto es, según el hombre en su condición actual, en su estado de naturaleza caída a causa del pecado original- o según el Espíritu de Dios, es decir, según el hombre en estado de gracia santificante. Dar limosna, orar y ayunar según la carne, según el hombre caído, es hacerlo de modo ostentoso, puramente exterior, buscando pura y exclusivamente la alabanza de los hombres y no la gloria de Dios; es esto lo que Jesús denuncia como “hipocresía”, puesto que el hipócrita es el falso, y aquí la falsedad radica en buscar, por medio de estas acciones, que en sí mismas son buenas, la gloria y alabanza de los hombres.
Jesús viene para corregir este error, y para eso nos concede su Espíritu, para que a partir de Él, dar limosna, orar y ayunar, sean hechas en el Espíritu Santo, es decir, en el Amor de Dios, buscando su gloria y su alabanza y no la del mundo y la de los hombres.

Dar limosna, orar y ayunar, según el Espíritu, es hacerlo para ser vistos por Dios Padre, que ve en lo secreto, en lo más profundo del corazón, y no para ser vistos por los hombres, que solo ven la apariencia, lo superficial.