Mostrando entradas con la etiqueta Cordero. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cordero. Mostrar todas las entradas

jueves, 26 de agosto de 2021

“Por tu palabra, echaré las redes”


 

“Por tu palabra, echaré las redes” (Lc 5, 1-11). Jesús realiza el milagro de la pesca abundante: le ordena a Pedro que “navegue mar adentro” y que luego “eche las redes”. Pedro obedece a Jesús y de inmediato se produce la pesca milagrosa. Además del milagro realizado por Jesús, hay algo que se destaca en este episodio del Evangelio y es la fe y la confianza de Pedro en el poder divino de Jesús, lo cual indica que Pedro estaba iluminado por la gracia. En efecto, si Pedro se hubiera dejado guiar por criterios puramente humanos, podría haber objetado a Jesús que no tenía sentido echar las redes porque ellos ya habían intentado toda la noche y había sido en vano; por lo tanto, insistir en el mismo lugar, en donde en apariencia no había peces, sería hacer un esfuerzo inútil. Pero Pedro, como dijimos, iluminado por la gracia, confía en el poder divino de Jesús y llevado por su palabra, hace lo que Jesús le ordena, obteniendo una pesca super-abundante.

En el episodio se destaca, en primer lugar, el milagro de Jesús y la confianza de Pedro en la palabra y en el poder de Jesús, pero también se destacan otros elementos sobrenaturales: por ejemplo, no es casualidad que Jesús haya subido a la “barca de Pedro” y no a la de cualquier otro discípulo y esto porque la “barca de Pedro” es la Iglesia Católica y al subir Jesús a ella, indica que es Él quien conduce, con su Espíritu, a la barca de Pedro, la Iglesia Católica; otro elemento sobrenatural es que cuando Pedro obedece a Cristo, obedece a Dios Hijo encarnado y Dios Hijo encarnado hace, con su omnipotencia y con su amor, lo que el hombre, con sus fuerzas, no puede hacer: en otras palabras, el milagro de la pesca abundante está prefigurando la acción evangelizadora de la Iglesia en el mundo, que sale a pescar almas en el mar de la historia humana, bajo la guía del Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo. Un último elemento es la enseñanza que nos deja el milagro: con las solas fuerzas humanas, la Iglesia Católica se convierte en una gigantesca organización social, que no lleva almas al Reino de los cielos, pero cuando es guiada por el Espíritu Santo, la misma Iglesia, la Barca de Pedro, lleva a todas las naciones del mundo a adorar al Cordero en la vida eterna.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Las aguas de la salvación brotan del Costado traspasado del Cordero


Resultado de imagen para corazon traspasado de jesus

          En el Antiguo Testamento, el profeta (cfr. Ez 47, 1-9.12) tiene una visión en la que desde el templo de Dios comienza a brotar agua, una agua pura y vivificadora, que da vida a todo lo que toca. El agua esta comienza a surgir levemente, para luego convertirse en un torrente impetuoso. A la orilla de los cauces por donde circula esta maravillosa agua, crecen árboles que están frondosos en todo tiempo y que dan frutos exquisitos.
          Estas aguas y la figura en su totalidad, es imagen del Corazón traspasado de Cristo en la Cruz, de donde brota el Agua, junto con la Sangre, que es la gracia santificante. El Agua que brota del Corazón de Cristo traspasado en la Cruz es un agua purificadora, que vivifica las almas con la vida misma de Dios, porque esta Agua purificadora es la gracia santificante. Jesús es el Templo Viviente del Dios Altísimo y de su seno eterno brota el agua que da vida a las almas y que se transmite por medio de los sacramentos. Acerquémonos a los sacramentos, y así seremos purificados por el agua pura, la gracia sacramental, que brota a raudales del Templo del Dios Altísimo, el Corazón traspasado del Cordero en la Cruz.

viernes, 6 de marzo de 2015

“Jesús expulsa a los mercaderes del templo”



(Domingo III - TC - Ciclo B – 2015)

          “Jesús expulsa a los mercaderes del templo” (cfr. Jn 2, 13-25). Jesús sube a Jerusalén y encuentra en el Templo a los vendedores de bueyes, de palomas y de ovejas y a los cambistas; hace un látigo de cuerdas, derriba las mesas de los cambistas, y los expulsa a todos a latigazos, mientras dice: “Saquen esto de aquí y no hagan de la Casa de mi Padre una casa de comercio”. La escena, real, tiene un significado espiritual, porque cada elemento de la escena evangélica, nos remite a una realidad sobrenatural. El templo representa el alma humana, que ha sido creada para ser morada de la divinidad; los animales irracionales, como los bueyes, las palomas y las ovejas, representan a las pasiones sin el control de la razón que dominan el corazón del hombre; los cambistas, con sus monedas de oro y plata, representan el apetito y la avidez del hombre por el dinero; los mercaderes, representan a los demonios, que por permisión del hombre, han entrado donde no debían entrar; Jesús, que los corre a latigazos, es el Dueño del templo, es decir, del alma, porque en cuanto Dios, es el Creador del alma, pero además, en cuanto Redentor y Santificador, es quien ha comprado y rescatado el alma al precio altísimo de su Sangre Preciosísima y es quien la ha consagrado como templo del Espíritu Santo y como morada de la Santísima Trinidad, convirtiendo el corazón en altar y sagrario de la Eucaristía, y esa es la razón por la cual estalla su indignación y su ira.
         En la escena evangélica Jesús estalla de ira porque los mercaderes de animales y los cambistas de dinero han usurpado el templo de su Padre, pervirtiendo el sentido originario y el fin primario y único para el cual el templo ha sido construido y consagrado, que es el de alabar y adorar al Dios Único y Verdadero. El templo de Jerusalén ha sido construido para que en su interior se escuchen solo oraciones y cantos de alabanzas, de adoración y de acción de gracias a Dios, por ser el Creador, y para que reine entre los hombres un sentimiento de fraternidad por ser todos miembros de un mismo Pueblo Elegido, congregado para alabar a su Dios y cantar las maravillas que su Dios ha hecho en favor de su Pueblo. Pero el hecho de que el templo esté ocupado con los mercaderes y sus animales y con los cambistas y sus mesas de dineros, trastoca y altera toda su finalidad y su sentido primigenio, porque en vez de reinar el silencio, necesario para elevar el alma a Dios, el aire se llena del estrépito de los gritos estentóreos de los cambistas de dinero que ofrecen sus ofertas y de los mugidos de los bueyes, de los arrullos de las palomas y de los balidos de las ovejas, además del griterío de la gente; a esto se le suma la incomodidad por el poco espacio y por el apretujamiento que se genera debido a la presencia de los animales y también la escasa higiene, ya que los animales, por naturaleza, son poco higiénicos y hacen sus necesidades fisiológicas en el lugar, contaminando y ensuciando el lugar sagrado, profanándolo de una manera escandalosa e inaceptable. Al ver esta escena, Jesús se indigna, se enfurece y se llena de santa ira –no de ira pecaminosa, porque Él es Dios y jamás podía pecar, por eso su ira no es pecaminosa, sino santa; es la santa ira de Dios-, porque los hombres han osado profanar el templo santo de su Padre, convirtiéndolo, de casa de oración, en “casa de comercio” y por eso mismo, hace un látigo de cuerdas, y los desaloja. En el fondo, subyace una apostasía silenciosa, porque han desplazado al Dios verdadero de sus corazones, reemplazándolo por el dios dinero, y ése es el motivo de la indignación y de la ira de Jesús.
Pero además, como decíamos al principio, la escena evangélica es actual, porque si bien sucedió en la realidad, cada elemento de la escena evangélica, representa una realidad sobrenatural, que nos compete a los cristianos, que somos los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido. Es así como debemos vernos representados en esta escena, porque el templo es figura del alma; los mercaderes, son figura de los demonios; los animales irracionales, son figura de las pasiones sin control de la razón, como por ejemplo, la ira, la lujuria, la pereza, la avaricia, la soberbia, la envidia, que se apoderan del templo, esto es, el alma; los cambistas, a su vez, representan, de modo particular, la avaricia y el apego desordenado al dinero y a los bienes materiales, en detrimento de los bienes eternos; Jesús, es el Dueño de nuestras almas, porque Él no solo ha creado el alma humana, cada alma, sino que las ha comprado, derramando su Sangre y las ha santificado, donando el Espíritu Santo sobre cada una de ellas, y es por eso que no puede tolerar que las pasiones sin control –la ira, la lujuria, la envidia, el egoísmo-, y el amor al dinero, representados en los mercaderes con animales y en los cambistas con sus mesas de dinero, se apoderen del alma. En el alma deben reinar los cantos y las alabanzas a Dios y se debe percibir el aroma y el perfume exquisito de la gracia, y el corazón debe ser un altar en donde se adore a Jesús Eucaristía, pero si en vez de eso se encuentran las pasiones, así el templo que es el alma, pierde su sentido original y único, que es el de alabar y adorar a Dios.

“Jesús expulsó a los mercaderes del templo”.  No dejemos entrar a los mercaderes con sus animales ni a los cambistas con sus mesas de dinero en nuestra alma; no permitamos que nuestra alma se convierta en una casa de comercio, en donde dominen las pasiones sin control y en donde el amor al dinero y el amor a las cosas materiales desplace el amor a Jesús Eucaristía; que nuestra alma, comprada al precio de la Sangre del Cordero, sea siempre un hermoso templo en donde solo se escuchen cantos de alabanza a Dios y de amor a los hermanos y en donde se adore, en el altar del corazón, a Jesús Eucaristía; que nuestra alma brille y resplandezca, en medio de las tinieblas del mundo, con la luz de la gracia, la luz de la Jerusalén celestial, la luz del Cordero (cfr. Ap 21, 23).

lunes, 23 de diciembre de 2013

Santa Misa de Nochebuena


(Ciclo A - 2013-14)

         La Iglesia, reunida alrededor del Pesebre de Belén en Nochebuena, está de fiesta, celebra, canta, exulta de alegría, se alegra con gozo indecible en la Nochebuena. A pesar de ser Noche -por eso es Nochebuena-, la Iglesia se ve colmada con una luz más brillante y esplendorosa que la luz de mil millones de soles juntos. A pesar de ser de Noche, en la Iglesia brilla un Sol cuya luz opaca y reduce a la sombra más oscura a los soles más brillantes de las galaxias del universo.

La causa de tanta alegría y de tanta luz está en el Pesebre de Belén. ¿Por qué? Si viéramos la escena del Pesebre con ojos humanos, no podríamos explicarnos el motivo de tanta alegría, de tanta luz, de tanto gozo.

Visto con ojos humanos, el Pesebre de Belén nos muestra simplemente a un niño que acaba de nacer; un niño al cual su madre, primeriza, ha envuelto en pañales; un niño cuyo padre -aparentemente es su padre- ha encendido un fuego en la gruta para atenuar el intenso frío; un niño cuyos únicos espectadores de su nacimiento, además de su madre y de su padre, son dos animales, un buey y un burro que, por otra parte, parecerían ser los dueños de la gruta. Visto con ojos humanos, el Pesebre de Belén nos muestra un nacimiento, igual al de tantos otros nacimientos de niños a lo largo de la historia, con la particularidad de que este se ha producido en un lugar frío y oscuro, la gruta de Belén, en medio de la noche.

Pero no podemos ver la escena de Nochebuena con ojos humanos; no podemos ver la escena de Nochebuena con la débil luz de la razón humana, porque si así hacemos, quedará para nosotros oculto completamente el motivo de la alegría, del gozo y de la dicha de la Iglesia.

La escena de Nochebuena sólo puede ser vista con los ojos de la fe, porque es la fe la que nos da la verdadera comprensión de lo sucedido en el Portal de Belén y, por lo tanto, la fe es la que nos explica el motivo de tanta alegría y gozo en esta noche, que es la Nochebuena. La fe nos dice que ese Niño recién nacido no es un niño más, sino el Niño Dios, Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, que ha venido a nuestro mundo para derrotar para siempre a las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, porque Él es Dios Invicto y Todopoderoso, y a las tinieblas de la mente y el corazón, producto del pecado, porque Él es la Gracia Increada y la Sabiduría misma de Dios; la fe nos dice que ese Niño ha venido para vencer a la muerte, porque ese Niño es la Vida Increada en sí misma y Fuente de toda vida creada; la fe nos dice que ese Niño ha venido a nuestro mundo para iluminar a las almas con su luz, que es la Luz eterna de Dios, porque Él es “la luz del mundo”, Él es la “lámpara de la Jerusalén celestial”, el Cordero que ilumina con su luz radiante a los ángeles y a los santos en el cielo, y en la tierra ilumina a la Iglesia con la luz de la Verdad, de la Fe y de la Gracia; la fe nos dice que ese Niño recién nacido, al cual su Madre debe amamantar para calmar su hambre, es Dios de majestad infinita, que tiene hambre del amor de los hombres y sed de sus buenos deseos y buenas obras; la fe nos dice que ese Niño recién nacido, al cual su Madre debe envolver en pañales y mantas para protegerlo del frío, es el Dios Creador, el que vistió todas las cosas con su hermosura, el que creó todo el universo visible e invisible, y ahora necesita del abrigo y la protección de su Madre; la fe nos dice que ese Niño recién nacido, que extiende sus bracitos en el Pesebre, pidiendo ser alzado en brazos, es el Niño Dios que, de grande, extenderá sus brazos en la Cruz, para abrazar a toda la humanidad en sus poderosos brazos y llevarla reconciliada al Padre; la fe nos dice que ese Niño, que llora por el frío y el hambre en su cuna, es Dios hecho Niño, que llora con lágrimas humanas por la frialdad y oscuridad del corazón humano y que para calmar el hambre del amor de Dios que tiene toda alma humana, se entregará a sí mismo como Eucaristía, como Pan de Vida eterna, como Carne de Cordero, resucitada y gloriosa, y como Vino de la Alianza Nueva y Eterna, en la Santa Misa, en el Banquete celestial que el Padre organiza para sus hijos pródigos.

Porque la fe nos dice que el Niño de Belén es Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, es que la Iglesia canta, exulta de gozo, se alegra con alegría indecible, celebra, y hace fiesta, en la Santa Misa de Nochebuena.



domingo, 6 de enero de 2013

Conviértanse porque el Reino de los cielos está cerca


El Reino de los cielos
“Conviértanse porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt 4, 12-17). No es casualidad que el llamado a la conversión, por parte de Jesús, se vea precedido por la cita del profeta Isaías: “El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en las oscuras regiones de la muerte, se levantó una luz”.
El llamado de Jesús a la conversión, se comprende mejor cuando se interpretan, en la fe de la Iglesia, las palabras del profeta Isaías: cuando Isaías habla de un “pueblo que se halla en tinieblas”, que “vive en las oscuras regiones de la muerte”, y sobre el cual “se levanta una gran luz”, está refiriéndose no sólo al Pueblo Elegido, sino a toda la humanidad, porque toda la humanidad, desde Adán y Eva en adelante, ha caído a causa del pecado original, pecado que significa “oscuridad” y “muerte”. El mundo entero, y sobre todo nuestro mundo actual, se encuentra envuelto en una enorme oscuridad, en una densa tiniebla, aun cuando se ilumine con la luz del sol y con las luces artificiales creadas por el hombre. La oscuridad y la tiniebla reinantes, son tan densas, que el mundo se ha acostumbrado a ellas, tomando todo como “normal”, como “derecho humano”, e incluso como benéfico y necesario. Así, el mundo justifica todo tipo de crímenes y aberraciones contra-natura: justifica el aborto, la eutanasia, la fecundación in vitro, la aparición de modelos alternativos de familias, la propagación del ocultismo, de la magia y del satanismo, bajo el disfraz de películas “familiares” de “magos adolescentes buenos”, la moda indecente, que cuanto más desviste, más éxito tiene, el consumo de drogas, el consumo desenfrenado de bebidas alcohólicas, la profanación de los cuerpos, principalmente entre los jóvenes, por la aceptación masiva del erotismo, la lujuria y la pornografía, el pago de sumas exorbitantes a futbolistas, artistas, deportistas, mientras una multitud de seres humanos viven en la indigencia, etc., etc. La lista de “estructuras de pecado” es tan grande, que sería interminable enumerarlas a todas, y sorprendería ver que la inmensa mayoría son cosas consideradas “normales”, ante todo y principalmente, por los cristianos.
El mundo –y por lo tanto nosotros, que estamos en el mundo, aunque sin ser de él- vive en sombras de muerte, en las más oscuras y espesas tinieblas que jamás haya conocido la humanidad, y esto se ve agravado porque quienes debían convertir sus corazones, es decir, quienes debían dejar las regiones de muerte para ser iluminados por la Luz eterna, Cristo, le han dado la espalda, prefiriendo las tinieblas a la luz, tal como lo dice el Evangelista Juan: “La luz (Cristo) vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron” (cfr. Jn 1ss). Los hombres, o más bien, los cristianos, la gran mayoría de ellos, prefieren las tinieblas antes que la Luz eterna, que es Cristo, y por eso no convierten sus corazones, aumentando así cada vez más la potencia y densidad de las tinieblas. Es triste comprobar que muchos cristianos, en vez de preferir ser alumbrados por la luz que emana del Ser eterno de Cristo Eucaristía, elijan sumergirse en las más completas tinieblas y oscuridades del mundo, y encima sostengan que así se encuentran mejor y más a gusto.
“Conviértanse porque el Reino de los cielos está cerca”. El llamado de Cristo a la conversión es urgente, porque quien no quiera despegar su corazón de las tinieblas, se verá absorbido y engullido por estas para siempre, sin nunca jamás ser alumbrados por la luz que es el Cordero.

martes, 1 de mayo de 2012

Yo Soy la luz


“Yo Soy la luz” (Jn 12, 44-50). Jesús se revela a los hombres como “luz”, puesto que su naturaleza divina es luminosa, es fuente de luz celestial, sobrenatural. Esta luz que es Jesús, que brota de las profundidades insondables de su Ser divino, se manifiestan, en el tiempo de su vida terrena, en dos momentos: en la Transfiguración, y en la Resurrección, y en los cielos, desde toda la eternidad, puesto que procede del Padre, que es luz como Él.
Jesús es luz, y con su luz celestial ilumina a los bienaventurados habitantes del cielo, los ángeles y los santos, según lo dice el Apocalipsis: “El Cordero es la lámpara de la Jerusalén celestial”.
Jesús es luz, y con su luz celestial ilumina a su Iglesia Peregrina, que camina en la tierra y en el mundo, en dirección a la eternidad, y esta luz de Cristo para su Iglesia, resplandece en la gracia de los sacramentos y en la Verdad Revelada, custodiada y enseñada por el Magisterio de la Iglesia, por el Papa y los obispos unidos a él, y resplandece de un modo particular en el Sacramento del altar, la Eucaristía.
“Yo Soy la luz”. Jesús es luz, una luz que es al mismo tiempo amor, vida, belleza. Una luz que es salvación, que se opone a las espantosas y horroríficas tinieblas del infierno, tinieblas que son al mismo tiempo odio, muerte, y espanto aterrador.
Quien no se deje iluminar por la luz de Cristo, que se irradia con toda su intensidad desde la Eucaristía, será irremediablemente cubierto y engullido por las pavorosas sombras de los ángeles caídos, los habitantes del infierno, que deambulan por toda la tierra.

sábado, 16 de abril de 2011

Jueves Santo

Sólo Cristo en la Eucaristía es nuestra Pascua


No se puede entender la Pascua cristiana sino se tiene en cuenta aquello que era su sombra y figura, la Pascua Judía. Los judíos celebraban la Pascua Judía, en la cual conmemoraban las maravillas de Yahveh realizadas a favor del Pueblo Elegido. En esa Pascua, se comía un cordero asado, acompañado de hierbas amargas y de pan sin levadura, y se brindaba, con la copa de bendición, con vino.

“Pascua” significa “paso”, y era lo que los judíos conmemoraban: el “paso” de Egipto a la Tierra prometida, y el “paso” a través del Mar Rojo, en donde Yahvéh había abierto el mar en dos, para que los judíos pudieran pasar a través del lecho seco del mar; en el desierto, les había dado el maná, el pan bajado del cielo; les había dado codornices; les había hecho brotar agua de la roca; les había curado de la mordedura mortal de las serpientes con la serpiente de bronce hecha por Moisés. Ya incluso antes de salir de Egipto, Yahvéh había comenzado a obrar maravillas, al enviar al ángel exterminador, que preservó las casas de los hebreos, cuyos dinteles habían sido señalados con la sangre del cordero.

Al comer la carne de cordero, las hierbas amargas y el pan sin levadura, y al bendecir la cena pascual con el cáliz de bendición, los judíos recordaban todos estos maravillosos prodigios hechos por Yahvéh a favor suyo.

Yahvéh los había liberado, los había sacado de la esclavitud de Egipto, y los había liberado de sus enemigos, y los había introducido en la Tierra prometida. La cena pascual tenía este sentido de recuerdo, de memorial, en el sentido de traer a la memoria estos admirables hechos, para dar gracias a Yahvéh, el único Dios verdadero.

Con todo lo admirable que eran -y que continúan siendo- las maravillas de Yahvéh, la Pascua Judía, y los mismos hechos que la originan, eran solo una figura, una sombra, una prefiguración, de la verdadera Pascua, la Pascua de Cristo Jesús: todo lo ocurrido con el Pueblo Elegido, habría de verificarse con el Pueblo Elegido, no ya en sombras y figuras, sino en la realidad.

Si antes de salir de Egipto, las casas de los judíos habían sido señaladas en sus dinteles con la sangre del cordero pascual, ahora, para los cristianos, el Nuevo Pueblo Elegido, serían señaladas no sus casas materiales, sino las espirituales, es decir, sus almas, con la Sangre del Verdadero Cordero Pascual, Cristo Jesús, al mojar el cristiano sus labios con el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.

Si al salir de Egipto, los judíos pudieron atravesar el Mar Rojo porque Yahvéh abrió sus aguas, de modo que pusieron atravesar el lecho seco del mar sin temor a ahogarse, para dirigirse a la ciudad de Jerusalén, con Cristo Jesús, Pascua y Paso verdadero, los cristianos pueden atravesar el mundo, para dirigirse hacia la Jerusalén celestial, la patria del cielo.

Si en la Antigüedad Yahvéh había abierto las aguas del Mar Rojo, para que los judíos fueran librados de sus enemigos, al ser estos inundados con las aguas del mar, ahora, Dios Padre, permite que una lanza abra el Corazón de su Hijo, para que el mundo sea inundado por las aguas celestiales, la gracia Divina, la Misericordia de Dios.

Si en la Pascua los judíos celebraban que, al atravesar el desierto, a ellos, fatigados por la travesía y sedientos por el sol del desierto, y hambrientos por el esfuerzo, habían recibido de Yahvéh la nube que los había protegido con su sombra, les había dado codornices, y les había hecho llover maná del cielo, y para su sed les había hecho salir agua de la roca con la vara de Moisés, ahora, en la Nueva Pascua, que es Cristo, Dios Padre da, al Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica, algo más sabroso que carne de codornices, les da la carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo, y les da un maná verdadero, el verdadero Pan del cielo, la Eucaristía, y les da algo que sacia la sed, no del cuerpo, sino del alma, la gracia divina, que sale no de una roca, sino del Corazón abierto del Salvador en la cruz.

Si la Pascua para los judíos consistía en atravesar el lecho seco del mar, para llegar a la Tierra Prometida, para el cristiano, la Pascua consiste en unirse, íntima y espiritualmente, por la fe y por la gracia, a Cristo, muerto y resucitado.

Si la Pascua, el “paso” para los judíos era pasar de la esclavitud de Egipto a la Tierra Prometida, la Jerusalén del Templo, la tierra que “mana leche y miel”, por la abundancia de sus bienes materiales, derivados de la Presencia del Señor en el Templo de Salomón, la Pascua para los cristianos, el “paso”, es pasar de la esclavitud del pecado, a la libertad de los hijos de Dios, libertad dada por la gracia, que destruye el pecado en el corazón del hombre, lo fortalece para luchar contra sus enemigos, el demonio, el mundo y la carne, y le concede una vida nueva, la vida de la gracia, que lo hace vivir con la vida misma de Dios Trino, y entrar en comunión de vida y de amor con las Tres Divinas Personas.

Si la celebración de la Pascua para los judíos consistía en comer carne de cordero, asada en el fuego, acompañada de hierbas amargas, de pan sin levadura, y el cáliz de bendición, para el cristiano, la Pascua consiste en comer sí carne de cordero, pero no la de cualquier cordero, sino la carne del Verdadero Cordero Pascual, asada en el fuego del Espíritu Santo, la Eucaristía, acompañada con las hierbas amargas de la tribulación, que acompaña a todo el que sigue a Cristo camino de la cruz; consiste en comer pan sin levadura, pero en realidad un pan que sólo parece ser pan, pues luego de las palabras de la consagración y de la transubstanciación obrada por el Espíritu de Dios, es el Cuerpo de Cristo resucitado, y por lo mismo es un Pan que da Vida eterna, la vida misma de Dios Uno y Trino; la Pascua cristiana consiste en acompañar la carne, las hierbas y el Pan de Vida eterna, con vino, pero no el que se elabora de la vid terrena, sino el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, que se obtiene en la vendimia de la Pasión, después de haber triturado a la Vid Verdadera, el Cuerpo de Cristo en el sacrificio de la cruz, y es por lo tanto un vino que parece vino, pero es en realidad la Sangre del Cordero de Dios.

Cristo Eucaristía es nuestra Pascua; en Él, en la unión con su cuerpo, tenemos el “paso” de esta vida a la vida eterna; unidos a Él, por el sacramento del altar, somos llevados al seno del Padre; unidos a Él, en la comunión, por el Espíritu Santo, pasamos de esta vida a la eternidad feliz en Dios Padre.

Sólo Cristo Dios en la Eucaristía es nuestra Pascua.

sábado, 15 de enero de 2011

Jesús Eucaristía es el Cordero de Dios


“Éste es el Cordero de Dios” (Jn 1, 29-34). Juan el Bautista ve pasar a Jesús, lo señala y dice: “Éste es el Cordero de Dios”. Esto constituye una novedad absoluta para los judíos, porque para los judíos, el cordero de Dios era el que se inmolaba en el templo. El nuevo nombre que el Bautista le da a Jesús señala la condición de Jesús, el ser el Cordero del sacrificio, y señala al mismo tiempo que los sacrificios antiguos ya han finalizado, para dar paso al nuevo sacrificio de la Nueva Alianza.

¿Por qué se hacían sacrificios y en qué consistían? ¿Cuál es la diferencia entre los sacrificios de la Antigua Alianza y el de la Nueva? Es necesario ver en qué consistían los sacrificios de los corderos animales en el templo de Jerusalén, para compararlo con el sacrificio del Cordero, Jesús.

La práctica del sacrificio ritual ha existido desde siempre, desde Caín y Abel, y existió en todas las religiones de los paganos, pero sacrificios idolátricos, dirigidos a los dioses de los paganos, los cuales son demonios, como dice San Pablo[1]. El sentido del sacrificio es ofrecer a Dios lo mejor que se tiene, en reconocimiento de su soberanía y de su majestad, y de la total dependencia que de Él tenemos.

Los judíos ofrecían constantes sacrificios[2] en el templo de Jerusalén, como muestra del reconocimiento de la soberanía y la majestad de Yahvéh, y estos sacrificios eran los más perfectos de la Antigüedad, porque estaban dirigidos al Dios Único y Verdadero, y además habían sido estipulados y establecidos por el mismo Dios. A Dios debían ofrendarse los primeros frutos de la tierra y los primeros nacidos de animales, y los primogénitos de los hombres debían ser también ofrecidos, pero no sacrificados, sino redimidos (Dt 12, 31), porque el sacrificio humano estaba prohibido, ya que se consideraba una profanación del nombre de Dios (Lev 20, 1ss). A Dios debía ofrecerse lo mejor; no se podía ofrecer un animal defectuoso, sino que tenía que ser perfecto; es lo que sucede con los sacrificios de Abel y de Caín: Dios prefiere la ofrenda de Abel, cuyo humo sube blanco hacia el cielo, y no la de Caín, una ofrenda de humo espeso y negro. El sacrificio de Abel es hecho con un corazón puro, y por eso es agradable a Dios, mientras que el sacrificio de Caín es hecho con un corazón torcido, y por eso Dios lo rechaza (cfr. Gn 4, 3-6).

¿Cómo eran los sacrificios de los corderos y qué se buscaba con eso? Para comprender el sacrificio del Verdadero Cordero, Jesucristo, es necesario saber cómo era el sacrifico de los corderos. En las fiestas religiosas de los judíos, los corderos eran llevados al templo, y allí eran sacrificados como ofrenda al único Dios, a Yahvéh: se derramaba su sangre en expiación de los pecados, y se consumía la carne en el fuego, como ofrenda divina.

El ritual consistía en la presentación de la víctima, momento en el que el cordero era llevado al altar de los sacrificios (Éx 29,42; Levítico 1,5; 3,1; 4,6); la inmolación, el momento en el que el sacerdote debía derramar la sangre de la víctima de la forma más rápida y completa posible, con un corte en el cuello (Lev 1,3 y ss); luego venía el rociado con la sangre, que sólo podía ser realizado por los sacerdotes (Lev 1,5; 3,2; 4,5; II Cro 29,23). Para la tradición judía esta parte del rito era como "la raíz y el principio del sacrificio", y como la sangre es la vida del cuerpo no se debe comer: es necesario derramarla sobre el altar (Lev 17,11); luego venía la quema del sacrificio, que se llamaba holocausto, si se quemaba la víctima entera. Por la acción del fuego, Yahvéh recogía el sacrificio ofrecido (Deut 4,24).

Sin embargo, a pesar de ser el verdadero culto al Dios verdadero –todos los pueblos que rodeaban a Israel eran pueblos paganos y politeístas, es decir, tenían muchos dioses-, este culto de los corderos-animales era absoluta y totalmente insuficiente para obtener el perdón de los pecados y el favor divino, el cese de su ira para con el hombre, por la maldad del corazón humano.

Es el verdadero y único Cordero del sacrificio, Jesucristo, el único que puede expiar los pecados de toda la humanidad. Él, en su Pasión, cumple todos los pasos del ritual, inaugurando una nueva Pascua, la Pascua del Cordero. Si en el rito judío el cordero, el animal, era presentado y llevado contra su voluntad al altar del sacrificio -porque su instinto animal le hacía presentir que iba a ser sacrificado-, el Cordero de Dios, Jesucristo, libremente, y por propia voluntad, sube al altar del sacrificio, el ara de la cruz, presentándose Él en Persona al Padre, ofreciéndose al Padre como Víctima Pura y Santa, como Cordero Puro y Santo, para expiar la maldad de los hombres, que con sus corazones oscurecidos ofenden la santidad divina; si en el Templo de Jerusalén el cordero era degollado por los sacerdotes judíos en el altar, el Cordero de Dios, el Cordero que alumbra con su luz a la Nueva Jerusalén (cfr. Ap 21, 23), a la Jerusalén de los cielos, es inmolado en la cruz, porque Él, que es a la vez Sacerdote, Altar y Víctima, derrama en la cruz toda su sangre, hasta la última gota, en una muestra inaudita y jamás dada de amor eterno por los hombres, porque con su sangre derrama su vida, y con su vida, efunde el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor divino, y así, derramada su sangre en el ara de la cruz, se convierte en el “Cordero como degollado” (cfr. Ap 5, 6), que con su sangre salva a todos los hombres y rescata a la humanidad; si en el sacrificio de los judíos la sangre del cordero animal se derramaba en el altar, y era a la vez esparcida sobre el altar, el Cordero Místico derrama su sangre en el ara de la cruz desde sus heridas, y con su sangre riega la tierra e inunda la humanidad entera, y a las almas todas, alcanzando con su sangre bendita a todos los hombres de todos los tiempos; si en el sacrificio de los judíos el cordero animal, ya presentado e inmolado era finalmente quemado, para ser convertido en holocausto, simbolizando, con la acción del fuego sobre la carne, que esta, al convertirse en humo, se hacía ofrenda espiritual que subía a Dios y a Él pertenecía, en el ara de la cruz, la carne virginal, santa y pura del Cordero de los cielos, Jesucristo, es abrasada en el fuego del Espíritu Santo, y su carne, así abrasada en el fuego del Espíritu de Dios, sube como suave incienso de agradable olor, en honor de Dios Padre.

Por último, si en el sacrificio de los judíos la ofrenda de la carne del cordero, convertida en humo por el fuego del altar, subía al cielo como ofrenda espiritual que pertenecía a Dios, y que Él recogía, en el sacrificio del Cordero, la santa misa, la ofrenda santa, que es el Cuerpo y la Sangre del Cordero, es llevada por el Ángel del altar[3], hasta el altar del cielo, para ser presentada ante Dios Uno y Trino, como ofrenda agradabilísima y espiritual, como incienso de suave perfume, que expía las maldades de los corazones humanos y da a Dios Trino alabanza, gloria, honra y adoración infinitos.

Si en el sacrificio de los corderos animales, estos eran sacrificados en abundancia para pedir el perdón y la expiación de los pecados de los hombres, pero su sacrificio era totalmente inútil, porque la sangre de un animal no puede, de ninguna manera, ni perdonar ni reparar el pecado del hombre, en el sacrificio del Cordero de Dios, Jesucristo, siendo Él uno solo, con su solo y único sacrificio, basta para perdonar y expiar los pecados de todos los hombres de todos los tiempos, desde Adán y Eva, hasta el último hombre nacido en el Día del Juicio Final.

“Este es el Cordero de Dios”, dice Juan el Bautista, al ver pasar a Jesús; “Este es el Cordero de Dios”, dice la Iglesia, al contemplar la Eucaristía en la ostentación eucarística, en la Santa Misa; “Este es el Cordero de Dios”, dice el alma fiel al acercarse a comulgar la Eucaristía sabiendo que, al comulgar, consume la carne del Cordero, asada en el fuego del Espíritu, fuego que penetra hasta lo más profundo del ser, abrasándolo en las llamas del Amor divino, purificando y quemando todo lo que no es grato a Dios, santificando el alma con la santidad divina, y elevándola a las alturas inimaginables de la comunión con el Padre.


[1] 1 Cor 10, 20.

[2] Las ofrendas que hacían los judíos era llamadas “korbán”, que quiere decir “venir a Dios” o “acercar a Dios” y eran ofrecidos sólo por los sacerdotes, y se hacían con el fin de expresar la sumisión a Dios, o agradecerle por sus beneficios, o en expiación por el pecado, o para pedir a Yahvéh algún favor. Cfr. Wikipedia, http://es.wikipedia.org/wiki/Sacrificios_judios, voz “korbán”.

[3] Cfr. Misal Romano.

miércoles, 5 de enero de 2011

Verás a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre


“Verás (…) a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre” (cfr. Jn 1, 43-51). La propia identificación que Jesús hace de Él con Jacob, el patriarca que vio en sueños la escalera por la que subían y bajaban ángeles, convierte a Jesús en la Escalera que lleva al cielo, y es una escalera que tiene forma de cruz.

Los ángeles de Dios suben y bajan por esta escalera: bajan para recoger en un cáliz de oro la sangre del Cordero que se vierte desde sus heridas, desde su cabeza coronada de espinas, desde sus manos y pies, desde su corazón abierto, y suben, para llevar ante la presencia de Dios la ofrenda de la sangre del Cordero.

Los ángeles suben y bajan por esa escalera que es la cruz madera y suben y bajan también por la misma escalera, la cruz del altar, colocada en el Nuevo Monte Calvario, el altar eucarístico.

Los ángeles suben y bajan llevando la sangre del Cordero, la ofrenda de la Iglesia, para ser presentada hasta el altar de Dios Trino. Es lo que pide la Iglesia en la Plegaria Eucarística I: “(…) que esta ofrenda –el cuerpo y la sangre de Jesús resucitado- sea llevada por tu ángel hasta el altar del cielo (…)”[1].

La Iglesia pide que el ángel de Dios lleve la sangre del Cordero ante el altar divino, y el ángel asciende, desde la cruz del altar, con un cáliz de oro rebosante de la sangre del Hijo del hombre crucificado, para adorar la majestad y grandeza de la Trinidad.

Los ángeles suben y bajan para llevar la sangre del Cordero ante Dios, en adoración a la majestad infinita de Dios Trino, y suben y bajan para dar de beber esta sangre, junto con el cuerpo, a los hijos de Dios, reunidos ante la cruz del altar.

Los ángeles de Dios suben y bajan, llevando la sangre del Cordero.

Mientras suben y bajan por la escalera de la cruz, los ángeles de Dios llevan incienso y perfumes y cantan cantos de adoración al Cordero del altar.


[1] Cfr. Misal Romano.

jueves, 22 de julio de 2010

Sangra la cabeza de Cristo




Sangra Cristo, Cabeza de la Iglesia, y su Sangre, que es la Sangre del Hombre-Dios, y que lleva al Espíritu de vida, cae en el cáliz, pero antes de caer en el cáliz, recorre su rostro y su mano.
Sangra la cabeza de Cristo, sangra Cristo Cabeza de la Iglesia, y su sangre cae desde su cabeza y se esparce por su cuerpo y sus miembros. La imagen del Cristo sangrante del oratorio es un símbolo de la realidad: la sangre del Cordero es derramada en la Pasión por su Cuerpo Místico, la Iglesia.
Sangra Cristo, sangra en su cabeza, y en su sangre entrega la vida, y la vida la entrega por amor a los hombres ingratos e indiferentes.
Sangra Cristo, sangra de la cabeza a los pies, y no queda lugar de su cuerpo que no esté herido.
Sangra Cristo en la cabeza, y sangra por las espinas, por las duras espinas de su corona. ¡Qué misterio insondable! Cristo, Rey eterno, Dios omnipotente, se deja coronar de espinas; Cristo, el Dios triunfante y victorioso, se deja humillar por insignificantes criaturas; Cristo, el esplendor del Padre, la gloria eterna de Dios, la Luz eterna e indefectible, deja que le coloquen una corona de espinas en su cabeza. Cristo, a quien obedecen sin hesitar las miríadas y miríadas de ángeles que pueblan el cielo, deja que su cabeza sea herida por gruesas espinas, y que su sangre corra por su rostro.
¿Por qué, Jesús? ¿Por qué no reaccionas con tu justicia? ¿Acaso no dijiste en el Huerto: ‘Si yo se lo pidiera, mi Padre me daría doce legiones de ángeles para liberarme’ (cfr. Mt 26, 53)? ¿Por qué no envías a tus ángeles del cielo, ¡oh Rey del cielo!, a detener este escarnio tuyo? ¿Por qué dejas que tu roja y divina sangre florezca y como un torrente baje por tu rostro, sobre tus ojos, sobre tus labios?
“La sangre que brota de mi cabeza es para que tengas pensamientos santos; la sangre que inunda y tapa mis ojos es para que me mires sólo a Mí en el prójimo y en la Eucaristía; la sangre que inunda y tapa mis oídos es para que escuches mi voz en tu conciencia y en la Iglesia; la sangre que corre por mis labios es para que hables sólo cosas santas; la sangre que cae en mi mano es para que tiendas tu mano al necesitado y la alces a Dios en oración y alabanza; la sangre que cae en el cáliz es para que te la bebas toda, hasta la última gota, sin dejar nada. Dejo que golpeen mi cabeza, que la coronen de espinas, que la hagan sangrar, para que te conviertas, para que te decidas, de una vez por todas, a dejar el mundo y abrazar mi cruz y seguirme camino del Calvario. Ninguna otra fuerza que la del Amor eterno que por ti experimento y que abrasa mi corazón es la que me conduce a padecer los ultrajes de la Pasión. ¿Cuál otra muestra más de mi amor quieres? ¿Qué más quieres que sufra por ti que no lo haya sufrido en la Pasión? ¿Por qué no te abandonas a mi Misericordia? ¿Por qué no empiezas desde hoy a caminar conmigo el camino de la cruz, el único camino que conduce a la feliz eternidad?”.

domingo, 24 de enero de 2010

"Éste es el Cordero de Dios"


“Este es el Cordero de Dios” (cfr. Jn 1, 35-42). Juan ve pasar a Jesús y lo señala con un nombre nuevo, ya que nadie había llamado así a Jesús hasta ese entonces. Quienes veían a Jesús, lo veían como a un hombre más, como a un habitante más del pequeño pueblo de Belén. En el evangelio lo describen como al “hijo de José, el carpintero”. Sin embargo, Juan el Bautista le da un nombre nuevo: “El Cordero de Dios”.
¿Por qué Juan le da este nombre? ¿Qué es lo que Juan ve y que no ven los otros? El motivo por el cual el Bautista llama a Jesús "Cordero de Dios", es que Juan ha sido instruido por Dios, y por lo tanto, ve aquello que otros no pueden ver: “Aquel a quien Yo te diga, ese es el Cordero de Dios, el Mesías esperado: es Aquel sobre quien veas descender el Espíritu” (cfr. Jn 1, 29-34).
Porque está iluminado por Dios, Juan el Bautista ve en Jesús lo que nadie ve: ve en Jesús al Hijo eterno del Padre, el Emmanuel, caminando en medio de los hombres. Juan ve en Jesús no solo al “hijo de José, el carpintero”, sino que ve al Hombre-Dios, Dios Hijo, que procediendo del seno del Padre se reviste de una humanidad y vive entre los hombres; Juan ve en Jesús al Cordero Inmaculado, que será inmolado en el altar de la cruz para que los hombres, recibiendo la sangre del Cordero, reciban el Espíritu de Dios y con el Espíritu de Dios, la filiación divina; Juan ve en Jesús que pasa al Cordero del Apocalipsis, ante quien se postran en adoración eterna los espíritus puros, los santos y los ángeles de Dios; Juan ve en Jesús que pasa al Cordero Degollado, el Cordero cuya sangre cae en el cáliz, en la misa, concediendo la vida de Dios Trino al alma que la consume; Juan ve en Jesús que pasa el misterio de Dios escondido por los siglos y manifestado en su encarnación.
Así la Iglesia, que posee la visión mística y contemplativa de Juan el Bautista -quien al ver pasar a Jesús no ve a un simple hombre, sino que exclama, lleno del Espíritu: “Este es el Cordero de Dios”- y siendo la Iglesia la Esposa del Cordero, lo contempla extasiada en la Eucaristía, y donde otros ven solo un poco de pan consagrado, la Iglesia adora el misterio y dice: “Este es el Cordero de Dios”[1].
[1] Cfr. Misal Romano.