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domingo, 6 de diciembre de 2020

“Yo bautizo con agua, pero el Mesías que viene, los bautizará con el Espíritu Santo”


 

(Domingo III - TA - Ciclo B - 2020 – 2021)

“Yo bautizo con agua, pero el Mesías que viene, los bautizará con el Espíritu Santo” (cfr. Jn 1, 6-8. 19-28). Juan el Bautista, que predica en el desierto, establece la diferencia entre él y el Mesías: él, el Bautista, bautiza con agua, mientras que el Mesías bautizará con el “Espíritu Santo”. Para entender qué significan las palabras del Bautista, veamos las diferencias entre los dos bautismos. Antes de hacerlo, debemos considerar cómo es el estado de cada alma que nace en este mundo, desde Adán y Eva: toda alma nace con el pecado original y si pudiéramos ver al pecado original con los ojos del alma, lo veríamos como una nube densa y muy oscura, que envuelve y asfixia el alma. En esto consiste la “mancha” del pecado original. Este pecado original es imposible de ser quitado o borrado del alma con las solas fuerzas creaturales, sean del hombre o del ángel; en otras palabras, sólo Dios puede quitar la mancha del pecado original y de cualquier pecado.

Ahora bien, el Bautista predica la conversión del alma, que del pecado tiene que volverse a Dios; como símbolo de esta vuelta a Dios, el Bautista bautiza con agua, ya que el agua es símbolo de purificación: así como el agua limpia y quita la suciedad de las superficies, así el alma debe estar dispuesta a quitarse de sí el pecado. Pero el bautismo del Bautista es sólo un bautismo de orden moral, es decir, que se queda sólo en el plano de la voluntad, sin ninguna incidencia ontológica, en el plano del ser. En otras palabras, su bautismo se acompaña de los buenos deseos del alma de cambiar para bien, aunque el agua sólo resbala en su cuerpo y no le quita la mancha del pecado, que es de orden espiritual.

El Mesías, por el contrario, bautizará con el Espíritu Santo, lo cual implica una diferencia substancial con el bautismo del Bautista: si éste bautizaba sólo con agua y el agua sólo puede limpiar el cuerpo pero no el alma, el bautismo del Mesías, con el Espíritu Santo, purifica al alma al borrar el pecado con su omnipotencia divina, de manera que el alma queda limpia y pura por la acción del Espíritu Santo; es decir, el bautismo del Mesías afecta al plano ontológico, al plano del ser, al plano de la substancia de la naturaleza humana, al quitarle, espiritualmente, una mancha espiritual. Pero no queda ahí el efecto del bautismo de Jesús: no sólo lo purifica, quitándole la mancha del pecado original, sino que lo santifica, puesto que le concede la gracia santificante y, con la gracia santificante, convierte al alma y al cuerpo del bautizando en templo del Espíritu Santo y en morada de la Santísima Trinidad. Es decir, además de purificarlo, lo eleva a morada suya, a morada de Dios Uno y Trino, por acción de la gracia santificante.

Un ejemplo gráfico también es el del oro purificado por el fuego: si al oro, que está arrumbado, se lo trata de limpiar con agua, el oro continúa arrumbado, pero si se le aplica fuego, entonces el herrumbre se le quita y el oro brilla como nuevo: de la misma manera, el bautismo del Bautista no limpia el alma del pecado, porque el agua sólo resbala por el cuerpo, mientras que el Mesías, Cristo Dios, bautiza con el Espíritu Santo, que es Fuego de Amor Divino y que en cuanto tal, elimina las impurezas del alma, del espíritu del hombre, dejándolo purificado y brillante por su acción. Es éste bautismo el que ha venido a traer el Mesías -que viene a nosotros como Niño recién nacido, para Navidad-; es éste el bautismo que hemos recibido en la Iglesia Católica: el que nos quita la mancha del pecado original, nos concede la gracia, convierte nuestros cuerpos en templos del Espíritu Santo, nuestras almas en moradas de la Trinidad y nuestros corazones en altares de Jesús Eucaristía.

 

 

martes, 14 de enero de 2020

“Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”


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(Domingo II - TO - Ciclo A – 2020)

         “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29-34). Juan el Bautista ve acercarse a Jesús y lo nombra con un nombre nuevo, no dado a nadie hasta ese entonces: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Y luego revela que él sabe quién es Jesús porque el Padre se lo ha dicho: “Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo”. Con esto, Juan traza una clara distinción entre el bautismo que él predicaba y el bautismo de Jesús: él, Juan, predicaba un bautismo de conversión meramente moral y bautizaba con agua; era un bautismo para que el hombre cambiara el corazón y se volviera un poco más bueno, con el objeto de prepararse para la venida del Mesías. Ahora que viene Jesús, viene el Mesías, que es Él y a diferencia de Juan, no bautiza con agua, sino con “Espíritu Santo”.
         ¿Qué quiere decir que bautiza con Espíritu Santo? Por un lado, quiere decir que Cristo es Dios, porque sólo el Hijo, en comunión con el Padre, soplan el Espíritu Santo, es decir, sólo Jesús, junto al Padre, puede insuflar el Espíritu Santo sobre un alma y es en eso en lo que consiste el bautismo del Espíritu Santo. Por otro lado, significa el bautismo en el Espíritu Santo que no es un bautismo meramente moral, porque el bautismo moral, como el de Juan, sólo incide en la voluntad, dejando al hombre en su pecado, tal como estaba antes, solo que ahora con buenas intenciones; el bautismo en el Espíritu Santo significa algo infinitamente más grandioso: por un lado, el Espíritu Santo incide no en la voluntad, sino en el acto de ser de la persona, es decir, en su raíz más profunda y desde allí se extiende a toda la persona; por otro lado, el Espíritu Santo destruye el pecado, expulsa al demonio del alma y vence a la muerte, todo lo cual se consumará con el misterio pascual de muerte y resurrección de Cristo en la Cruz. El Espíritu Santo incorporará y hará partícipes, místicamente, del misterio pascual de Cristo a todo aquel que sea bautizado y ése no sólo recibirá el don de serle borrado el pecado original, de ser sustraído de la acción del demonio, de vencer a la muerte, sino que recibirá la gracia de la adopción filial, por la cual será convertido en hijo adoptivos de dios, hermano de Cristo y heredero del Reino de los cielos. Por esta razón, todo bautizado en Cristo está llamado a dejar las obras de las tinieblas, las obras del hombre terreno y carnal, para vivir la vida de los hijos de Dios, la vida de la gracia, como anticipo de la vida futura en la gloria.
         “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Cada vez que el sacerdote eleva la Hostia consagrada y repite esta frase: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, nos hace recordar a nuestro bautismo, por lo que debe renovar en nosotros el deseo de no solo rechazar el pecado, sino de vivir la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, la vida de los bautizados en la Sangre del Cordero.

viernes, 21 de marzo de 2014


(Domingo III - TC - Ciclo A – 2014)
         “El que beba del agua que Yo le daré, nunca más tendrá sed” (Jn 4, 5-15 19-26 39-42). Jesús, cansado por el camino, se sienta al borde del pozo de Jacob. Se acerca una mujer samaritana para sacar agua del pozo y Jesús le pide agua para beber. La mujer samaritana se sorprende que Jesús le dirija la palabra, ya que Jesús es judío y los judíos y los samaritanos no se hablaban. Jesús le responde que si ella supiera quién es Él, sería ella quién le pediría quien le diera de beber, y Él le daría de beber un “agua viva”. La mujer samaritana, nuevamente sorprendida, responde que si el pozo es profundo y si Jesús no tiene nada para sacar agua, de dónde habría de sacar esa agua viva. En la respuesta, Jesús no le dice de dónde habrá de sacar el agua viva; aumenta aún más el misterio diciendo que “el que beba del agua que Él le dará”, “nunca más tendrá sed”, y que de él “brotarán manantiales hasta la vida eterna”. Entonces la mujer samaritana le pide que le dé de beber de esa agua viva.
         ¿Qué es esta “agua viva” que promete Jesús, que sacia la sed definitivamente, de una vez y para siempre?
         No se trata, obviamente, del agua común y corriente, del elemento líquido de la naturaleza, vital para el cuerpo y para la vida de los hombres y de la tierra. Se trata de algo vital para el hombre, pero que solo por analogía se le llama “agua viva” y es la gracia santificante: así como el agua, el elemento líquido de la naturaleza, es vital para la vida del hombre y para todo el planeta, así la gracia es vital para el alma humana, porque de la misma manera a como el cuerpo no sobrevive sin ingerir agua –muere luego de determinadas horas, según las condiciones del cuerpo y del ambiente-, así el alma muere sin la gracia santificante, y esa es la razón por la cual la Iglesia recomienda la confesión sacramental por lo menos una vez al año, porque es imposible conservar la vida de la gracia sin caer en pecado mortal, es decir, sin que el alma muera, sin el auxilio de la gracia.
         La sed corporal sirve de analogía para comprender cómo el alma tiene sed de Dios: así como el cuerpo experimenta sed naturalmente, por diversos motivos, ya sea porque realizó alguna actividad física, o bien por el solo hecho de mantener pasivamente la actividad metabólica de sus órganos, así también el alma experimenta sed, pero sed natural de cosas buenas, porque ha sido creada por Dios para el Bien y para la Verdad: el alma tiene sed de amor, de paz, de verdad, de belleza, de tranquilidad, de bondad, de alegría, de dicha, de felicidad, de justicia, y como todo esto lo encuentra solo en Dios, es la gracia la que le permite saciarse, en Dios, de todo lo bueno y lo verdadero. Cuando Jesús dice que Él dará una agua viva que saciará la sed, de manera tal que el que la beba ya no tendrá más sed y de Él brotarán manantiales hasta la vida eterna, está entonces hablando de la gracia santificante, porque es la gracia santificante la que nos une a Dios, haciéndonos partícipes de su Bondad, de su Verdad, de su Amor, y es en Él y solo en Él en donde encontramos la saciedad de bien, de verdad, de felicidad, de paz, de amor, y de todo lo bueno que desde el nacimiento traemos incorporado. Quien desee saciar su sed de felicidad en otras fuentes que no sea la gracia santificante, solo verá incrementada su sed, sin verla saciada nunca.

         “El que beba del agua que Yo le daré, nunca más tendrá sed”. ¿Adónde acudir para saciar nuestra sed de agua viva? Al costado abierto por la lanza, de donde mana no solo Agua, sino Sangre, la Sangre Preciosísima del Cordero. El que beba de la Sangre y del Agua que manan del Costado abierto de Jesús, traspasado por la lanza en la cruz, nunca tendrá sed, porque será saciado con el Amor de Dios.

domingo, 1 de mayo de 2011

Es necesario el bautismo sacramental para entrar en el Reino de los cielos

Así como el Espíritu Santo descendió
sobre Jesús en el Jordán, mientras se escuchaba
la voz de Dios Padre que decía: "Este es mi Hijo muy amado",
así en el bautismo sacramental,
el Espíritu Santo sobrevuela al alma,
concediéndole la gracia de la filiación divina,
mientras la Madre Iglesia exclama: "Este es mi hijo muy amado".


“Es necesario nacer del agua y del Espíritu para entrar en el cielo” (cfr. Jn 3, 1-8). Jesús les dice a Nicodemo que para entrar en el reino de los cielos, es necesario “nacer de nuevo”.

Nicodemo no puede entender de qué está hablando Jesús, y por eso le pregunta si es que el hombre debe “entrar de nuevo en el vientre de su madre” y “volver a nacer”. Nicodemo no puede entender porque está entendiendo las palabras de Jesús al modo humano, y las interpreta según el único modo que él conoce que tiene un hombre de nacer: corporalmente, del seno de la madre.

Sin embargo, Jesús está hablando de otro nacimiento; está hablando de un nuevo modo de nacer, un modo de nacer desconocido para el hombre, ya que se trata de un nacimiento que no es corporal y material, del vientre materno, sino espiritual e inmaterial, del seno de Dios Padre. Jesús está hablando del nacimiento que se lleva a cabo “por el agua y el Espíritu”, es decir, está haciendo clara referencia al bautismo sacramental en donde, al ser arrojada el agua y pronunciada la fórmula bautismal, el Espíritu Santo, en virtud del misterio pascual de Jesucristo, concede al alma la filiación divina, la misma filiación con la cual Dios Hijo es Hijo desde toda la eternidad.

A partir de este nuevo nacimiento, el hombre es incorporado al Cuerpo Místico de Jesucristo; pasa a formar parte suya real, así como una célula es parte real del cuerpo físico, y pasa a ser animado por el Espíritu Santo, así como una célula es animada, en su vitalidad, con la fuerza vital del alma.

“Es necesario nacer del agua y del Espíritu para entrar en el cielo”. Nicodemo no puede entender las palabras de Jesús, porque las entiende al modo humano, y las reduce al nivel de comprensión de la razón humana. “Si conozco sólo un modo de nacer, no veo de qué manera pueda nacer de nuevo para entrar en el reino de los cielos”, parece decir Nicodemo.

Jesús ha venido a traer un nuevo modo de nacer, del agua y del Espíritu Santo: así como el Espíritu Santo sobrevoló en forma de paloma cuando Juan derramó agua sobre Jesús en el Jordán, al tiempo que se escuchaba la voz de Dios Padre que decía: “Este es mi Hijo muy amado”, así en el bautismo sacramental, en el momento en el que el sacerdote arroja agua y pronuncia las palabras de la fórmula bautismal, el Espíritu Santo sobrevuela sobre el alma, concediéndole la gracia de la filiación divina, que hace exclamar a la Madre Iglesia: “Este es mi hijo muy amado” (cfr. Mt 3, 13-17).

Ahora bien, si el bautismo nos hace nacer, con un nuevo modo de nacer, a una nueva vida, la vida de los hijos de Dios, esta nueva vida también requiere una nueva alimentación, que no es dada, de ninguna manera, por ningún alimento terreno, ni siquiera por el más refinado. La nueva vida de hijos de Dios, nacidos del agua y del Espíritu, no se alimenta con alimentos terrenos, sino con un alimento celestial, venido del seno mismo de Dios Trino, el Pan de Vida eterna, la Eucaristía.

Muchos cristianos no se han enterado de que han nacido del Espíritu, a la vida de hijos de Dios, y no alimentan su alma con el manjar celestial, el Pan vivo bajado del cielo, y por eso mueren de hambre de Dios.

sábado, 26 de marzo de 2011

La Eucaristía es la Fuente de agua viva, en donde el hombre sacia su sed de felicidad, de alegría, de paz, de Dios

Jesús junto a la samaritana
en el Pozo de Jacob

“El que beba del agua que Yo le daré, nunca más tendrá sed” (cfr. Jn 4, 5-42). Jesús, cansado por el sol del mediodía, y por las largas caminatas realizadas anunciando la Buena Noticia, siente sed, y se acerca al pozo de Jacob. Estando sentado Él, se acerca una mujer samaritana a sacar agua. Jesús le pide agua, iniciando así el diálogo.

El episodio del Evangelio inicia con el contraste sed-agua: Jesús tiene sed, la samaritana está por sacar agua del pozo, con la cual puede calmar la sed de Jesús. Pero en el diálogo que se sigue, Jesús se manifiesta como la Fuente de Agua viva, que sacia para siempre la sed del hombre, no la sed corporal, la sed que sobreviene como consecuencia de la fatiga, y que se sacia con el agua de un pozo: la sed que sacia Jesús, con el agua que Él da de beber –“el que beba del agua que Yo le daré nunca tendrá sed”-, es la sed de Dios que tiene todo hombre, y el agua que sacia esta sed es la gracia, la vida misma de la divinidad.

El agua entonces, tiene un significado espiritual. ¿Cuál es el significado espiritual del agua? Por un lado, podemos decir que el agua es símbolo de la gracia, y puesto que Jesús es Dios, su Corazón es Fuente Increada de gracia; el Corazón de Jesús es la fuente y el manantial de donde brota del agua que da la vida eterna, que es la gracia, y es por esto que quien beba del agua que Él dará, no tendrá más sed, porque la sed de Dios que tiene toda alma, la sed de la divinidad que todo hombre tiene, porque ha sido creado por Dios para Dios, se sacia con la gracia divina que brota del Corazón de Jesús.

Por otro lado, el agua es símbolo del Espíritu Santo[1], el cual procede del Corazón de Jesús, porque Él, en cuanto Hombre, también es espirador del Espíritu, junto al Padre.

El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, del corazón único del Padre y del Hijo; un corazón que da y recibe eternamente, del Padre al Hijo, un aliento de vida y de amor, que sopla de uno a otro y sale de ambos; este Corazón late con potencia infinita en el ardor supremo del afecto y del amor divino, con la llama flameante de una infinita hoguera de amor. Hay una emanación, una corriente del amor, en la que se derraman el Padre y el Hijo y transfunden su ser en el Espíritu Santo. Por esto se simboliza el Espíritu Santo con el impetuoso soplo de viento, que ingresa haciendo estremecer a los Apóstoles en Pentecostés, y como lenguas de fuego, que flotaban sobre las cabezas de los Apóstoles (cfr. Hch 2, 2-3); por esto se compara a Jesús con una fuente burbujeante de agua viva (cfr. Jn 7, 38-39)[2].

San Juan Crisóstomo representa al Espíritu Santo como el agua saliendo de una fuente, según se dice del Paraíso: “Un río salía del lugar de delicias” (Gn 2, 10), es decir, sale, brota, del Corazón de Jesús: el río que brota, es el Espíritu Santo; el “lugar de delicias”, de donde brota ese manantial de agua viva, es el Corazón de Jesús. Dice San Juan Crisóstomo que esto se prueba con las palabras de Jesús: “Del seno de aquel que cree en Mí, manarán ríos de agua viva, a lo que el evangelista añade: Esto lo dijo por el Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en Él”[3].

También Dios Padre es la fuente de agua viva según las palabras de Jeremías: “Me han abandonado, a mí, la fuente de aguas vivas”. Dios Padre es la fuente de aguas vivas, de donde procede el Espíritu Santo. Dice San Juan Crisóstomo: “El Espíritu Santo (procede de Dios Padre), como el agua de la fuente”.

Al decir que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, se expresa que no solamente en general tiene en ellos su origen, sino que este origen se verifica precisamente por vía de un potente movimiento hacia fuera, movimiento que se realiza en la emanación del amor del Padre y del Hijo y en la entrega que éstos hacen de su vida al Espíritu Santo[4].

Hoy el hombre, en vez de saciar su sed de gloria, de paz, de alegría, de felicidad, que es en el fondo sed de Dios, en donde se encuentra toda la alegría y todo el bien que el hombre busca, intenta saciar su sed en las miasmas pútridas del materialismo, del ateísmo, del gnosticismo, del hedonismo.

El hombre agoniza de sed, luego de haberse extraviado en el desierto del mundo, bajo el calor agobiante del sol oscuro del infierno, el demonio, y en vez de buscar satisfacer su sed en el oasis de agua pura, límpida y cristalina que brota del Corazón abierto de Jesús en la cruz, la gracia divina, se vuelve con desesperación hacia las aguas pestilentes, servidas, cloacales, del poder, de la fama mundana, del dinero, del sexo, de la lujuria, de la avaricia, del egoísmo, del odio contra el prójimo.

Jesús repite la amarga queja: “Me han abandonado, a mí, la fuente de aguas vivas, y se han cavado cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua” (Jer 2, 13).

“El que beba del agua que Yo le daré, nunca más tendrá sed”. El episodio del evangelio gira en torno al agua material que calma la sed corporal, pero el sentido espiritual y sobrenatural es que es Jesús la Fuente de Gracia Increada, de quien brota la vida y la gracia divina que sacian la sed de Dios que tiene el alma humana.

La Eucaristía es la Fuente de agua viva, en donde tenemos que ir a saciar nuestra sed de felicidad, de alegría y de paz. No encontraremos felicidad, no saciaremos nuestra sed, en ningún otro lugar que no sea la Eucaristía.


[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 112.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 112.

[3] Cfr. Scheeben, ibidem, 112.

[4] Cfr. ibidem.