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domingo, 18 de octubre de 2020

“Estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre”

 


“Estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre” (Lc 12, 39-48). Hay una cosa que sabemos y dos que no sabemos: sabemos que indefectiblemente hemos de morir, para ingresar en la vida eterna; no sabemos cuándo será eso, es decir, no sabemos ni el día ni la hora de nuestra muerte personal, ni tampoco sabemos el día ni la hora de la Segunda Venida de Jesús, para el Juicio Final. Con la figura de un padre de familia que está vigilante para que no entre el ladrón y con la figura de un administrador fiel, que se comporta “con fidelidad y prudencia” en la espera del regreso de su amo, Jesús nos anima a estar preparados para ambos momentos, tanto para el momento de la muerte personal, como para el momento del Juicio Final. Si esto hacemos –que no consiste en otra cosa que vivir como hijos de Dios, en estado de gracia, cumpliendo la Ley de Dios y sus Mandamientos y rechazar el pecado-, recibiremos como recompensa el Reino de los cielos, la eterna bienaventuranza.

El siervo malo, que en vez de esperar a su señor, se encarga de maltratar a sus prójimos y de embriagarse y comer desenfrenadamente, representa al alma que, sin la gracia santificante, está dominada por sus pasiones, principalmente la ira y la gula. Esta alma no cree ni espera en la Segunda Venida de Jesús y por eso piensa que los vanos placeres de este mundo son los únicos que existen y se dedica por lo tanto a satisfacer sus pasiones y sus bajos instintos. Ese tal, es quien ha renegado de la fe y ya no espera al Señor Jesús; ese tal, no recibirá recompensa alguna, sino un castigo proporcional a sus faltas, recibiendo la eterna condenación.

“Estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre”. Cada uno es libre de elegir quién quiere ser: si el siervo bueno y fiel, que espera el encuentro definitivo con Jesús y cree en su Segunda Venida en la gloria, o el siervo malo e infiel, que no lo espera porque no cree en Él y por lo tanto ni vive en gracia ni obra la misericordia. En definitiva, de nosotros, de nuestro libre albedrío, depende nuestra salvación o nuestra condenación. Pidamos la gracia de estar siempre atentos a la Segunda Venida en la gloria de Nuestro Señor Jesús.

lunes, 9 de marzo de 2020

“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”


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“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó” (Lc 16, 19-31). Este Evangelio es rico en enseñanzas de toda clase. Podemos centrarnos en el hecho principal y es que el hombre rico se condena, mientras el hombre pobre se salva -es llevado al seno de Abraham-. Una primera enseñanza que nos deja el Evangelio es la existencia del Infierno, pues allí es adonde va el hombre rico luego de su muerte, aunque algunos Padres de la Iglesia afirman que en realidad se trata del Purgatorio, porque el hombre rico, ya muerto, tiene un gesto de bondad para con sus hermanos, ya que quiere que Abraham les avise de alguna manera que cambien de actitud: si hay bondad, no es el Infierno, porque en el Infierno desaparece todo rastro de bondad, hasta la más pequeña muestra, puesto que sólo hay odio. De todos modos, sea el Infierno o el Purgatorio, el hombre rico se encuentra en un lugar de intenso sufrimiento.
Una lectura superficial, racionalista y materialista de la parábola, puede llevar a una conclusión errónea, ya que puede hacer pensar que el hombre rico se condena por sus riquezas, mientras que Lázaro, el hombre pobre, se salva por ser pobre. Esta interpretación se encuentra en las antípodas de las enseñanzas de Jesús, puesto que el hombre rico no se condena por sus riquezas, sino por su egoísmo, porque teniendo él de sobra y estando Lázaro a las puertas de su casa, en vez de convidar a Lázaro con algo de lo que le sobraba, se desentiende totalmente de la suerte de su prójimo y se dedica a banquetear, es decir, a pasarla lo mejor que puede, dejando a Lázaro a su suerte. La causa de su condena no es su riqueza material, sino su egoísmo, avaricia y desentendimiento de su prójimo más necesitado. A su vez, Lázaro no se salva por ser pobre, sino por soportar con paciencia y humildad las calamidades que le sobrevienen -está solo, enfermo, sin un centavo-; además, en relación a Dios, no sólo no lo hace culpable de su estado, como muchos en la situación de Lázaro sí lo hacen, sino que da gracias a Dios por los males que recibe, los cuales le sirven para expiar en la tierra sus pecados. Entonces, Lázaro se salva, no por su pobreza, sino por su paciencia, su humildad y su amor a Dios, además de su aceptación piadosa de las tribulaciones que le toca vivir; además, Lázaro demuestra amor a su prójimo, ya que no guarda rencor ni enojo contra el hombre rico que banqueteaba pero que no le hacía partícipe de sus bienes.
“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”. La parábola nos enseña que no son las riquezas materiales en sí las que condenan, sino el egoísmo, la avaricia y el despreocuparse de la suerte del prójimo más necesitado y que no es la pobreza la que salva, sino el sufrir con paciencia las tribulaciones de esta vida, dando gracias a Dios incluso por los males recibidos, como hizo Lázaro. Cualquier otra interpretación, está fuera de la interpretación católica de la parábola.

miércoles, 20 de marzo de 2019

“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”


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“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó” (Lc 16, 19-31). Una interpretación demasiado terrena, materialista y socialista de este evangelio, ajena en un todo a la Tradición y el Magisterio, llevaría a una conclusión errónea: el hombre rico se condena por su riqueza, mientras que el pobre se salva por su pobreza. Esa no es la interpretación ni de la Tradición ni del Magisterio de la Iglesia en relación a este pasaje. Por otra parte, una lectura de este tipo, en clave marxista, llevaría a un enfrentamiento de clases y a un estereotipo social que nada tiene que ver con la Iglesia, sino con ideologías de tipo marxistas, comunistas y socialistas: los ricos son malos y por eso se condenan, mientras que los pobres son buenos y por eso se salvan.
Como dijimos, no hay nada más alejado de la realidad que esta interpretación atea, agnóstica y materialista.
En el caso del rico, se condena no por sus riquezas en sí, sino por haber usado de estas riquezas en forma egoísta. De hecho, ha habido en la Iglesia numerosos casos de santos que se han santificado con sus riquezas, sin hacer abandono de ellas, pero sí usándolas en bien del prójimo más necesitado. Un claro ejemplo es Pier Giorgio Frassatti, hijo del dueño de uno de los periódicos más antiguos de Italia y heredero de una inmensa fortuna. Pier Giorgio jamás renunció formalmente a su herencia, pero sí se quedaba con sus bolsillos vacíos porque todo el dinero que llevaba consigo, que era bastante, lo daba en limosna. Por otra parte, hay indicios de que un pobre como Judas Iscariote, se haya condenado: era pobre, pero avariento, pues vendió a Nuestro Señor por treinta monedas de plata. En el caso del pobre de la parábola, se salva no por ser pobre, sino porque sobrelleva su pobreza con resignación cristiana, sin quejarse de su pobreza, de su enfermedad y de la suerte que le tocó vivir, sin quejarse contra Dios y sufriendo en silencio y con humildad sus enfermedades y tribulaciones. Fue esta santa paciencia en la tribulación y la enfermedad lo que lo llevó al cielo, y no su pobreza, porque se puede ser pobre y con un corazón codicioso, como en el caso de Judas Iscariote.
“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”. Si queremos salvarnos, tenemos que usar nuestras riquezas, en el caso de que seamos ricos, compartiéndolas con los más necesitados; si somos pobres, debemos sufrir lo que la pobreza conlleva, con santa paciencia y humildad. Sólo así llegaremos al Reino de los cielos.


domingo, 9 de marzo de 2014

“Lo que habéis hecho a uno de estos pequeños, a Mí me lo habéis hecho”


“Lo que habéis hecho a uno de estos pequeños, a Mí me lo habéis hecho” (Mt 25, 31-46). En el Día del Juicio Final, los que resuciten tanto para la salvación como la para la condenación, escucharán de Jesús algo que los sorprenderá: escucharán de sus propios labios que, cuando hicieron alguna obra de caridad (o cuando no la hicieron, en el caso de los que se condenen), fue en realidad a Él a quien hicieron esa obra de caridad (o dejaron de hacer): “Lo que habéis hecho a uno de estos pequeños a Mí me lo habéis hecho”. En el Día del Juicio Final, se pondrá de manifiesto, de forma tal que nadie podrá dudarlo, que Jesús estaba presente en el prójimo más necesitado, y que todo lo que hicimos a nuestro prójimo, tanto en el bien como en el mal, se lo hicimos a Él, y que por lo tanto la Justicia Divina acreditaba cada acción nuestra hacia el prójimo, para devolvernos multiplicada al infinito, tanto en el bien como en el mal.

“Lo que habéis hecho a uno de estos pequeños a Mí me lo habéis hecho”. No tenemos que esperar al Día del Juicio Final para comprobar si la frase de Jesús es o no realidad. En el prójimo se juega nuestra salvación o condenación eterna, ya que en él se encuentra, misteriosamente Presente, Jesucristo, y todo lo que hagamos a nuestro hermano, tanto en el bien como en el mal, nos será devuelto por la Justicia Divina, al infinito. De nosotros y nuestras acciones depende elegir qué es lo que recibiremos: si el fuego del Espíritu Santo, que alegra y endulza el alma y colma de amor el corazón, o el fuego del Infierno.

miércoles, 5 de marzo de 2014

“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde el alma?”


“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde el alma?” (Lc 9, 22-25). Existe en el hombre la tendencia a creer que esta vida terrena es para siempre, o que luego de la muerte no existe nada más y que por lo tanto todo lo que existe se da en esta vida, de manera tal que esta vida terrena debe ser vivida con la máxima intensidad de placer, al tiempo que se debe evitar todo dolor. Esta filosofía hedonista conduce a múltiples errores, puesto que el hombre que se fija estos principios, no duda en cometer toda clase de atrocidades, con tal de adquirir dinero y poder, única manera de gozar y disfrutar de los placeres que el mundo le proporciona. Pero estos placeres mundanos finalizan indefectiblemente cuando finaliza el tiempo de vida decretado por Dios para el hombre, y a su vez el hombre no puede agregarse a sí mismo ni un solo segundo más de vida de los que le ha asignado desde toda la eternidad, de manera que una vez cumplido el tiempo decretado debe presentarse ante Dios, para recibir el juicio particular, dar cuenta de los talentos recibidos, y recibir la paga por ellos, la salvación o la condenación.
“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde el alma?”. La pregunta de Jesús nos lleva a reflexionar acerca de lo inútil que es el preocuparse por las vanidades del mundo, acerca de lo efímero de esta vida terrena y de cuán poco valen los bienes materiales, que no salvarán nuestras almas, y en cambio cuánto valora Dios los bienes espirituales, tales como la oración, la vida de la gracia, la Eucaristía, la Santa Misa, el Rosario, los cuales sí salvarán nuestras almas.

sábado, 24 de agosto de 2013

"Traten de entrar por la puerta estrecha"


(Domingo XXI - TO - Ciclo C - 2013)
"Traten de entrar por la puerta estrecha". Ante la pregunta de un doctor de la Ley, acerca de si es verdad que "los que se salvan son pocos", Jesús no le responde directamente, sino con una parábola que va mucho más allá de lo que quiere saber el doctor de la ley. La parábola describe la siguiente situación: una casa, en la que se celebra un banquete, y por lo tanto hay luz, alegría y un ambiente de pacífica fiesta; un dueño de casa, que en un momento determinado "se levanta y cierra la puerta", impidiendo así la entrada, de modo definitivo, de "muchos" que no entrarán nunca a su casa; en contraposición al ambiente de paz y de alegría que reina en la casa, "afuera" de la misma, se vive un clima horrendo: hay "llanto y rechinar de dientes"para los que quedan afuera, lo cual da indicio de que son agredidos por una fuerza maligna -tal vez bestias salvajes- que les provocan terribles heridas, al punto de provocar, precisamente, el llanto y el rechinar de dientes, a causa del dolor; el grupo de personas que queda fuera de la casa, en las tinieblas, es un grupo especial: conocen al dueño de casa -"Hemos comido y bebido contigo" y "Has predicado en nuestras plazas"- y lo llaman "Señor", pidiéndole que les permita pasar, pero el dueño sorpresivamente les dice que "no los conoce"; el otro elemento presente en la parábola es la misteriosa puerta de entrada a la casa: es el único lugar por el cual se accede a la casa, a la par de que es muy estrecha, lo cual hace difícil su franqueo; al parecer, el dueño de casa está esperando una señal para "levantarse y cerrar la puerta"; por último, Jesús dice, con respecto a esta casa y su ingreso, que "los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos".
¿Por qué Jesús responde con esta parábola y qué quieren decir sus elementos? 
Porque con la parábola Jesús responde a algo más profundo que simplemente saber si salvan muchos o pocos, sino que abarca el tema de cómo salvar el alma.
La parábola se refiere a dos cosas distintas: al día de la muerte de cada persona en particular -día en el que el alma recibe el juicio particular-, como así también el día del Juicio Final.
Interpretando a la parábola en el segundo sentido, podemos tratar de dilucidar qué realidades sobrenaturales representan sus distintos elementos: la casa es la Casa del Padre, es decir, el Reino de los cielos; en la misma hay un ambiente de paz, de felicidad y de fiesta, porque en el Cielo está Dios, que es la fuente de la alegría, del amor y de la paz, y la fiesta es una fiesta de bodas, organizada por el Padre para su Hijo Dios, que se ha desposado en nupcias místicas con la humanidad, en la Encarnación; el dueño de casa que "se levanta y cierra la puerta", es el Último Día de la humanidad, el Día del Juicio Final -el Día de la ira de Dios-, en el que finalizará el tiempo humano, para dar lugar a la eternidad, la cual será de alegría para unos, y de dolor para otros; el lugar "fuera de la casa", en donde hay "llanto y rechinar de dientes", es el infierno, en donde los condenados quedarán librados, sin protección divina de ninguna clase, a la malicia, odio y perversidad de los demonios, los cuales provocarán heridas y dolores lacerantes a los condenados, en un clima de oscuridad, terror y pánico, que no finalizará nunca; los condenados, los que quedan fuera de la casa, son los malos cristianos: son cristianos, porque conocen al dueño de la casa, ya que asistían a Misa -"Hemos comido y bebido contigo"- y escuchaban la Palabra de Dios -"Has predicado en nuestras plazas"-, pero son malos, en el sentido de que a pesar de asistir a Misa y comulgar y escuchar la Palabra de Dios, no han obrado el bien y, por el contrario, han obrado el mal, lo cual ha provocado el cansancio y hastío del dueño de casa, que harto de la impenitencia de estos malos cristianos, ha decidido cerrarles la puerta de entrada para siempre; el dueño de casa, Dios Padre, no los conoce, porque están en pecado mortal, es decir, no están en estado de gracia y por lo tanto no poseen la imagen de su Hijo Jesús en ellos, lo cual hace que los desconozca; la puerta de entrada, el único lugar por el que se puede acceder a la casa, es la Cruz de Jesús: el único camino de salvación es Jesús crucificado, y esto hace que aquel que rechaza y desprecia la Cruz, vea negado para siempre su ingreso en el Reino de los cielos; finalmente, los "últimos" que son "primeros", son los buenos cristianos que, para el mundo, son últimos -el mundo rechaza e ignora a Cristo y por lo tanto también a aquellos que buscan imitarlo-, mientras que los "primeros" que son "últimos", son los cristianos malos, mundanos, que no viven en estado de gracia a causa de su mundanidad y, por lo tanto, son desconocidos por Dios, quien no les permite la entrada en el Reino de los cielos, convirtiéndose así en últimos.
"Traten de entrar por la puerta estrecha". El Evangelio de hoy nos advierte acerca de la necesidad imperiosa de tomar la Cruz de cada día y seguir a Jesús por el Camino Real del Calvario, para así poder entrar al Reino de los cielos. La "puerta estrecha" es la Cruz de Jesús, y solo a través de ella puede el alma salvar su alma y entrar en la Casa del Padre para participar, por toda la eternidad, de la fiesta de bodas de su Hijo Jesús con la humanidad.

domingo, 17 de febrero de 2013

“Como el pastor separa a su rebaño así hará el Hijo del hombre el Día del Juicio Final”



“Como el pastor separa a su rebaño así hará el Hijo del hombre el Día del Juicio Final” (Mt 25, 31-46). Con la pacífica imagen de un pastor que separa a las ovejas de los cabritos Jesús describe, con admirable sencillez, la escena del Día del Juicio Final, día en el que terminará la historia humana para dar comienzo a la eternidad.
Ese día significará, para muchos, no solo la finalización de sus dolores y pesares, sino el inicio de la salvación, de la alegría y de la felicidad eternas; para otros significará, luego de una vida en el mal, el inicio de los dolores que no terminarán nunca.
Jesús, Pastor Eterno, Supremo Juez de la humanidad, será quien disponga qué lugares habrán de ocupar las almas para toda la eternidad. Sin embargo, contrariamente a lo que pudiera parecer, no es Jesús quien decide si un alma se condena o se salva, puesto que uno u otro destino dependen del libre albedrío del hombre.
En realidad, es el hombre mismo quien decide si quiere salvarse o condenarse, porque Dios respeta en grado máximo la libertad del hombre.
Es el hombre el que elige obrar la misericordia para con su prójimo más necesitado, con lo cual consigue para sí la salvación eterna; pero es también el hombre quien elige no auxiliar a su prójimo que le pide ayuda, con lo cual consigue para sí la condenación eterna. Lo que hagamos con nuestro prójimo, en el bien y en el mal, decide nuestro destino eterno porque en el prójimo está Cristo, Dios eterno.
“Venid, benditos de mi Padre (…) tuve hambre y me disteis de comer (…) Apartaos de Mí, malditos, porque tuve hambre y no me disteis de comer”. Debemos prestar mucha atención al prójimo que sufre, porque en el trato hacia él se juega nuestra salvación eterna. Negar un consejo, no visitar a un enfermo, negar un poco de alimento, pueden significar la última oportunidad que nos daba Dios para salvarnos. No desaprovechemos las ocasiones de obrar la misericordia.  

domingo, 13 de marzo de 2011

¿Quién se salvará en el Día del Juicio Final?

Cristo, Pastor Eterno,
Sumo y Eterno Juez,
ten piedad de nosotros

“Venid, benditos de mi Padre (…) apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno” (cfr. Mt 25, 31-46). Usando una sencilla imagen de un pastor que separa a las ovejas de los cabritos, Jesús se refiere al Día del Juicio Final, en el que Él, Pastor Sumo y Eterno, vendrá como Justo Juez a juzgar a toda la humanidad, para separar definitivamente a quienes obran el mal, de quienes obran el bien.

El Evangelio plantea la pregunta de quién habrá de salvarse en ese día terrible, en donde la sentencia del Supremo Juez no podrá ser apelada de ninguna manera, ya que será inamovible: quienes se condenen, serán condenados, sin ninguna apelación, e ingresarán en el infierno, de donde no habrán de salir por toda la eternidad, y su tormento y dolor será tan duradero como duradero es el infierno: para siempre; quienes se salven, ingresarán en las delicias del cielo para siempre, en donde la alegría no terminará nunca.

¿Quién se salvará en el Día del Juicio? ¿Los que tengan más títulos universitarios? ¿Los que hayan ganado más carreras de fórmula Uno? ¿Los que hayan ganado “reality shows”? ¿Los que posean más dinero? ¿Los que tengan más horas de televisión vistas?

Por supuesto que no serán estas mundanidades, totalmente opuestas al mensaje evangélico de Jesús, las que nos granjeen la entrada al cielo, pero tampoco lo será una religiosidad farisaica, basada en la mera observación legalista y externa de los preceptos y de las prácticas rituales, acompañada de un corazón tibio hacia Dios y endurecido hacia el prójimo.

Nada de eso nos hará entrar en los cielos, sino el amor sobrenatural demostrado al prójimo más necesitado, en donde inhabita Cristo. No es una figura literaria la frase de Jesús: “Tuve hambre, sed; estuve enfermo, preso”: es la realidad, porque en el prójimo, misteriosa pero realmente, inhabita Cristo, de modo que el prójimo es un cuasi-sacramento de la Presencia de Cristo, lo cual convierte en una realidad que lo que le hacemos al prójimo, bueno o malo, se lo hacemos al mismo Dios Encarnado que inhabita en él.

La Cuaresma es el tiempo del cambio del corazón, pero el cambio de corazón no consiste en simplemente “desear ser bueno”; no consiste en rezar, asistir a misa, confesarse, y luego continuar, como si de una esquizofrenia espiritual se tratase, como si nada se hubiera recibido en la misa. El cambio de corazón, la conversión, se manifiesta de modo concreto en las obras de misericordia –corporales y espirituales- practicadas en beneficio del prójimo más necesitado, y mantenerse alejado de los criterios mundanos, opuestos radicalmente al Evangelio: “La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo” (Sant 1, 27).

Sólo la gracia sacramental, más el obrar la misericordia, nos garantizarán la entrada al Reino de los cielos en el Último Día.