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martes, 29 de julio de 2025

“¿Para quién será lo que has acumulado?”



(Domingo XVIII - TO - Ciclo C- 2025)

            “¿Para quién será lo que has acumulado?” (cfr. Lc 12, 13-21). En el Evangelio de hoy se plantean dos temas: el pecado de la avaricia, que es la acumulación egoísta y desmedida de bienes materiales y el tema de la muerte, no tanto el de la muerte en sí misma, sino en el vivir esta vida terrena como si no existiera una vida eterna, un Juez al cual dar cuenta de nuestros actos y un destino eterno, cielo e infierno, al cual habremos de ser destinados según nuestras acciones libremente realizadas en esta vida. El pecado de la avaricia se ve retratado en la construcción y acumulación innecesaria, por parte del hombre de la parábola, de graneros y más graneros -lo que equivaldría, en términos actuales, a vehículos, propiedades, bienes raíces, campos, cuentas bancarias, etc.-, que van más allá de lo necesario para el sustento cotidiano; después de acumular hasta el hartazgo, el hombre de la parábola se felicita a sí mismo, dice el Evangelio, porque -y aquí está el segundo error- supone que tiene “para bastantes años”; por el contrario, Dios, lejos de felicitarlo por haber acumulado en vano tantas riquezas, lo llama “insensato”: “Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has acumulado?”[1]. Dios llama al hombre “insensato”, y según la Real Academia Española, un sinónimo de “insensato” es “tonto”, “aquel que actúa de manera imprudente e irreflexiva”, aquel que actúa sin usar lo que diferencia al hombre del animal, la inteligencia. Es decir, lejos de felicitar al hombre por su conducta avara, Dios lo reprocha en sus dos aspectos: por haber acumulado en forma avara y por no haber pensado que podía morir esa misma noche, con lo cual todos esos bienes acumulados no le servían para nada. Entonces, el reproche de Dios no va dirigido a la sucesión de los bienes, aunque eso pudiera parecer en un primer momento, porque Dios le dice: “Insensato, ¿para quién será lo que has acumulado?”, pero no es la herencia de los bienes lo que le importa a Dios, sino que lo que Dios le quiere hacer ver al alma es la inutilidad de acumular bienes, porque los bienes materiales de esta vida, no se llevan a la otra. En el ataúd no hay espacio más que para el cuerpo, y para la ropa que se lleva puesta. Y si esa ropa luego será alimento para los gusanos, entonces no hay nada, absolutamente nada que sea llevado de esta vida a la otra. Éste es el sentido de la pregunta: “¿Para quién será lo que has acumulado?”: “¿Para qué acumulas en esta vida, sino habrás de llevarte nada a la otra?”.

          El otro aspecto del reproche divino hacia el hombre de la parábola es el de no pensar en la muerte, en el sentido de que esta vida terrena no es para siempre y que, tarde o temprano, en el momento fijado por Dios desde la eternidad, cada uno de nosotros debemos de atravesar el umbral de la muerte para ingresar en la eternidad. Tan cierta es esta realidad, que esta vida terrena es solo una preparación para la muerte, esta vida terrena, dicen los santos de la Iglesia Católica, es en realidad una preparación para ingresar a la vida eterna, en el Reino de los cielos. Pero sucede que si no nos preparamos para el Reino de los cielos, en el momento de morir, al no estar preparados, indefectiblemente seremos arrojados al Reino de las tinieblas, al Infierno eterno, que es la Segunda Muerte o Muerte Eterna o Verdadera Muerte.

          Como fruto envenenado de la religión del Anticristo, la secta de la Nueva Era, la New Age o Conspiración de Acuario, se han difundido, especialmente en el seno de la Iglesia Católica, teorías falsas y anticristianas sobre la muerte y es por eso que no solo en las falsas religiones, sino en el seno mismo de la Iglesia Católica, se difunden toda clase de falsedades acerca de las postrimerías, es decir, acerca de la muerte y del más allá. Se han introducido teorías sincretistas, budistas, hinduistas, ocultistas, que mezclan al catolicismo con la reencarnación, la migración de almas, la transmutación, la disolución en un cosmos impersonal, etc., todas teorías absolutamente incompatibles con la Revelación de Jesucristo y con el Dogma Católico. Por ejemplo, se cree, con absoluta liviandad, que la muerte es una aventura de la cual se puede regresar, como en el caso de las películas demoníacas de Harry Potter[2]. Dicho sea de paso, en estos días se está llevando a cabo una producción de una serie de Harry Potter por parte HBO y las críticas se basan en aspectos superficiales, como por ejemplo, el aspecto de los actores, el uso de CGI o el uso de tomas reales, el rechazo de la autora J. K. Rowling a la ideología LGBT (lo cual está bien, dicho sea de paso) etc., cuando la verdadera crítica debería ser que la serie no debería hacerse por ser satanismo explícito y por inducir a la iniciación al ocultismo a generaciones enteras de niños y adolescentes. Regresando al tema de las teorías anticristianas sobre la muerte, todas estas son teorías falsas y engañosas, que buscan dar la idea de que no hay un Dios que castigue las obras malas y premie a las buenas, y buscan así tranquilizar las conciencias, porque si en la otra vida no hay ni premio ni castigo, entonces en esta hay que hacer lo que se nos venga en gana, total, nadie nos pedirá cuenta de nada.

            Esto es un gran engaño: hay un Dios que está esperando inmediatamente después de traspasado el umbral de la muerte para juzgar al alma en lo que se cono como “Juicio Particular”, en donde el alma recibe la justa sentencia merecida según sus obras libremente realizadas en la vida terrena: si obró el bien, merecerá el Cielo; si obró el mal, merecerá el Infierno y esto porque Dios es Justo Juez, no puede dejar de premiar al bueno y de castigar al malo.

          El alma no se disuelve en la nada, ni es aniquilada, ni comienza a migrar en búsqueda de nuevos cuerpos para comenzar a vivir una nueva vida en la tierra, como equivocadamente dice la teoría de la reencarnación: el alma comparece inmediatamente ante Dios, apenas se separa del cuerpo en el momento de la muerte y su destino es, o el Cielo, o el Infierno, siendo el Purgatorio un destino temporal, por así decirlo, antes de entrar en el Cielo.

            Que el infierno sea un lugar real y posible, nos lo dice Santa Teresa de Ávila, quien, en vida, fue transportada por Dios al infierno, al lugar que estaba reservado para ella. Dice así la Santa: “Después de haber pasado bastante tiempo en que Dios me favorecía con grandes regalos, estando un día en oración me encontré, sin saber cómo, metida dentro del infierno. Entendí que el Señor quería que viese el lugar que se me tenía preparado por mis pecados. Todo ocurrió en un instante pero, aunque viviere muchos años, nunca lo olvidaré. La entrada se parecía a un callejón largo y estrecho como la entrada de un horno, baja, oscura y angosta. El suelo era como de lodo que apestaba y repleto de alimañas. La entrada terminaba en una concavidad en una pared, como un nicho. Allí fui colocada a presión. Todo lo que vi era una delicia en comparación a lo que sentí en aquel lugar. Sentí un fuego en el alma que no sé explicar cómo es. Unos dolores corporales tan horrendos que no se pueden comparar con los que aquí tenemos, a pesar de haber soportado yo muy dolorosas enfermedades. Al mismo tiempo, vi que había de ser sin fin y sin ninguna interrupción. Pero todo eso es nada, absolutamente nada, en comparación a la agonía del alma; una angustia, una asfixia, una tristeza tan penetrante y atroz que no hay palabras para expresarla. Decir que es como si siempre nos estuvieran arrancando el corazón, es poco. Es como si el mismo corazón se deshiciera en pedazos, sin término ni fin. Yo no veía quién me producía los dolores, pero sí sentía los tormentos. En ese nauseabundo lugar no hay modo de sentarse ni de recostarse. En el agujero en que estaba metida hasta la pared no había alivio alguno, pues hasta las mismas paredes, que son horrendas, aprietan y todo ahoga. No hay luz sino oscuras tinieblas. Yo no entiendo cómo puede ser esto que, sin haber luz, todo lo que nos puede acongojar por la vista se ve. El Señor me hizo un gran favor al mostrarme el lugar del cual me había librado por su misericordia. Pues una cosa es imaginarlo y otra cosa verlo. La diferencia que existe entre los dolores de esta tierra y los tormentos del infierno es la misma diferencia que hay entre un dibujo y la realidad. Quedé tan espantada que, aunque ya pasaron seis años desde eso aún ahora, al escribirlo, me tiembla todo el cuerpo. Desde entonces todos los trabajos y dolores no me parecen nada. (…) Ruego a Dios que no me deje de su mano pues ya he visto a dónde iré a parar. Que no lo permita el Señor por ser Él quien es. Amén”[3].

Pero en la otra vida no sólo espera el fuego del infierno: también espera el fuego del Amor de Dios, que envuelve al alma no sólo sin provocarle dolor, sino llenándola de un gozo y de una alegría indescriptibles. Nuestro Señor se le apareció a Santa Brígida, y Él permitió que un santo, alguien que murió confesado, le dijera qué era lo que experimentaba en el cielo. Dice así Santa Brígida: “Aparecióse a santa Brígida un santo, y le dijo: Si por cada hora que en este mundo viví, hubiera yo sufrido una muerte, y siempre hubiese vuelto a vivir nuevamente, jamás con todo esto podría yo dar gracias a Dios por el amor con que me ha glorificado; porque su alabanza nunca se aparta de mis labios, su gozo jamás se separa de mi alma, nunca carece de gloria y de honra la vista, y el júbilo jamás cesa en mis oídos”.

“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has acumulado?”. Ninguno de los bienes materiales que acumulemos en esta vida habremos de llevarnos a la otra vida, por lo tanto es inútil acumularlos, pero sí debemos acumular tesoros espirituales, porque esos sí nos serán de mucha utilidad, según las palabras de Jesús: “No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6, 19-21). Los tesoros espirituales son las obras de misericordia, sean espirituales o corporales; los tesoros espirituales son obras de caridad, de compasión, de piedad, de amor a Dios y al prójimo; son horas de adoración al Santísimo y de oración del Rosario; son rezos a los santos y a las almas del Purgatorio; los tesoros espirituales son comuniones eucarísticas hechas con fervor, con piedad, con amor y en estado de gracia y con sincero y profundo deseo de unión íntima en el Amor del Espíritu Santo con el Sagrado Corazón de Jesús. Esos son los tesoros que debemos acumular, y no las riquezas materiales, que de nada sirven para la vida eterna.     

            “Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón”. Que ahora, y en la hora de nuestra muerte, nuestro tesoro sea la Santa Eucaristía, para que nuestro corazón repose en ella; que nuestro tesoro sea la Divina Eucaristía, para que cuando muramos, nuestro corazón sea abrasado en el horno ardiente del Amor del Sagrado Corazón de Jesús.

 





[1] https://www.rae.es/diccionario-estudiante/insensato. insensato, ta

1. adj. Dicho de persona: Que piensa o actúa de manera imprudente e irreflexiva. Un conductor insensato se ha saltado el semáforo. Tb. m. y f. Es una insensata, ¿a quién se le ocurre bañarse en un lago helado?

[2] Harry Potter satánico: http://www.nlbchapel.org/potter.htm

[3] Autobiografía.


miércoles, 9 de octubre de 2024

“Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de los cielos”

 


(Domingo XXVIII - TO - Ciclo B - 2024)

         “Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de los cielos” (Mc 10, 17-27). Un hombre rico, con muchos bienes materiales, pero que al mismo tiempo posee una intensa vida espiritual y que cree en la vida eterna, le pregunta a Jesús, de forma genuina y con genuino interés, sobre qué cosas hay que hacer para “ganar la vida eterna”. El hombre rico sabe que hay una vida después de esta vida terrena y que esa vida es eterna; sabe que esa vida hay que “ganarla” y como reconoce en Jesús a Dios encarnado, le pregunta qué es lo que debe hacer para poder llegar al Reino de la vida eterna. Jesús le responde diciendo que hay que cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios y puesto que el hombre le responde que él cumple con los Mandamientos de Dios, Jesús agrega algo inesperado para el hombre: le dice que, para poder entrar en la vida eterna, debe “vender todo lo que tiene y dárselo a los pobres”. Esto último toca la fibra última del ser del hombre porque se da cuenta de dos cosas: una, de que él está muy apegado a sus riquezas materiales; la otra, que, si él quiere entrar en la vida eterna, tiene que desprenderse de esas riquezas materiales, dándolas a los pobres y eso lo “entristece mucho” y “se retira”, dice el Evangelio. Esto demuestra que el hombre rico era una buena persona, puesto que conocía la Ley de Dios y la cumplía, pero al mismo tiempo tenía apego a los bienes materiales y de tal manera que, aun cuando efectivamente deseaba la vida eterna, se presentaba en él un dilema tal que le hacía casi imposible despegarse de esos bienes, desde el momento en el que Jesús le dice que debe “venderlos a todos y darlos a los pobres” para poder entrar en el Reino de los cielos.

Jesús, por otra parte, para completar su enseñanza, trae una imagen conocida por sus interlocutores, la de un camello que no puede entrar por el ojo de una aguja, siendo “el ojo de una aguja” la puerta estrecha y angosta ubicada en la muralla de Jerusalén por la que pasaban las ovejas y corderos destinados a ser sacrificados en el templo[1]. El ejemplo dado por Jesús es perfecto: el camello no puede pasar por el ojo de la aguja porque es un animal alto y además va cargado con muchas mercaderías; viéndolo de esta manera, es imposible que pueda pasar. Con relación al camello, hay una forma en la que puede pasar y es quitándole toda la mercadería y además haciendo que doble sus patas, de esa manera disminuye su tamaño y el camello puede atravesar la estrecha puerta de las ovejas.

Esta imagen utilizada por Jesús se entiende mejor cuando hacemos una transposición y la aplicamos a las realidades espirituales: la ciudad de Jerusalén terrena es imagen de la Jerusalén celestial; la Puerta de la ovejas, o el ojo de la aguja, estrecha, es Jesús, quien se llama a Sí mismo “Puerta” –“Yo Soy la Puerta” (Jn 10, 9)-, por lo tanto, Él es la Puerta por la que debemos ingresar el Reino de Dios; el camello, el animal alto, imagen de la soberbia y cargado de riquezas, imagen del apego a los bienes terrenales, somos nosotros, que estamos apegados ya sea a nosotros mismos, ya sea a los bienes materiales o también a los bienes espirituales, como a la inteligencia, a las virtudes, o a cualquier bien espiritual; el camello despojado de sus bienes y con las patas dobladas y que se encuentra ya en condiciones de atravesar el ojo de la aguja, la Puerta de las ovejas, es el alma que, arrodillada, se humilla ante Cristo crucificado, Puerta de las ovejas y, despojado de su soberbia y desapegado de los bienes materiales y espirituales, está en condiciones de ingresar en el Reino de los cielos, por medio de la acción de la gracia santificante, que ha purificado su corazón y lo ha vuelto humilde y le ha hecho ver cuál es el verdadero Bien, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, en donde está contenida la Vida eterna y no los espejismos de los bienes terrenos de esta vida temporal.

“Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de los cielos”. Puesto que en ese rico estamos representados nosotros -no es necesario que seamos ricos materialmente hablando, basta con estemos apegados a nuestro propio “yo” para que seamos “ricos” en un mal sentido de la mala palabra y eso basta para que no seamos capaces de entrar en el Reino de los cielos-, debemos pedir la gracia de que Dios obre lo que es imposible para nosotros, para poder entrar en el Reino de los cielos. Y ya vimos cómo es posible: así como el camello se despoja de sus riquezas y dobla sus patas para pasar por la puerta de las ovejas, así nosotros, con la ayuda de la gracia, debemos despojarnos del apego a las riquezas y doblar nuestras rodillas ante Cristo crucificado, ante Cristo Eucaristía, Puerta de las ovejas, para poder ingresar al Reino de Dios.

 


sábado, 17 de agosto de 2024

"El que coma de este pan vivirá eternamente"

 


(Domingo XX - TO - Ciclo B - 2024)

“Mi carne es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida (…) Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente” (Jn 6, 51-58). Jesús vuelve a realizar a realizar la revelación de que Él es “Pan vivo bajado del cielo, que da la vida eterna” y que, en consecuencia, quien coma de este pan, “da la vida eterna” y “vivirá eternamente”. Esto nos lleva a preguntarnos qué es la vida eterna, ya que no tenemos experiencia de la vida eterna. Para darnos una idea de la misma, podemos comenzar con algo de lo que sí tenemos experiencia y es con la vida natural, terrena, temporal.

En la vida que vivimos todos los días, la vida que comenzamos a vivir en el tiempo, desde que fuimos concebido en seno materno, en esa vida, la vida transcurre en el tiempo y en el espacio; se caracteriza por lo tanto por desplegarse en el tiempo y en el espacio; es una vida, sí, pero imperfecta, desde el momento en el que, tanto por nuestra naturaleza humana, que es imperfecta, como por estar además contaminada, manchada, por el pecado original, no puede desplegarse en su plenitud y eso la convierte en una vida sumamente imperfecta. Esto quiere decir que los aspectos positivos de la vida, como por ejemplo, la vida misma, la felicidad, la alegría, la paz, la fortaleza, el amor, la prudencia, y toda clase de virtudes, que hacen a la plenitud de la vida, hacen que esta vida terrena no sea plena en acto, es decir, la vida terrena, sujeta ya sea al pecado original o a las tribulaciones o a las incertidumbres o a las infinitas posibilidades que se abren en el porvenir del acontecer diario, determinan que la vida terrena sea sumamente imperfecta, desde el momento en que ninguna de sus características positivas se pueda desarrollar en su plenitud, en ningún momento del tiempo terreno.

A esto se le suma que ningún alimento terreno, como por ejemplo el pan material, terrenal, compuesto por trigo, puede contribuir a mejorar esta situación, porque este pan, solo de manera análoga y muy lejana o superficial, se puede decir que nos da “vida” y esto en un sentido meramente corporal o terreno, porque lo único que puede hacer el pan terreno es impedir que muramos de inanición, prolongando la vida natural que ya poseemos, pero de ninguna manera concediéndonos una vida nueva y distinta a la que ya poseemos.

En cuanto a la vida terrena, la vida natural que cada uno de nosotros vive en el tiempo y en el espacio, es una vida sumamente imperfecta, porque si bien hay momentos buenos, como por ejemplo de alegría, de fortaleza, de templanza, de calma, de prosperidad, de justicia, de amor, de paz, estos se ven empañados, ya sea porque no se viven en su plenitud máxima, ya sea porque se le oponen momentos de tribulación opuestos. Por ejemplo, si hay alguna alegría, esta alegría es pasajera, nunca es total, perfectísima y siempre se acompaña de algún hecho o acontecimiento que la empaña; si hay algún momento de fortaleza espiritual, este momento también es imperfecto, porque se acompaña de algún hecho que demuestra nuestra debilidad por alguna situación, que demuestra que nuestra fortaleza no se despliega en su totalidad y así con cada una de las características de la vida terrena.

Con relación al pan terreno, material, ya lo dijimos previamente: solo por analogía podemos decir que concede “vida”, en el sentido de que impide la muerte por inanición, al concedernos sus nutrientes que, por el proceso de la digestión, se incorporan a nuestro organismo y le impiden la autofagia celular, retrasando o posponiendo la muerte por inanición, concediendo además solamente una extensión o prolongación de la vida natural.

Algo muy diferente sucede con el Pan de Vida eterna que concede Jesús, porque la Vida eterna es completamente distinta a la vida natural que nosotros poseemos como seres humanos y porque la Vida eterna que concede el Pan de Vida eterna nada tiene que ver con la vida natural biológica que naturalmente poseemos los seres humanos.

¿En qué consiste la vida eterna?

En la posesión en acto de todas las perfecciones de la vida eterna y esto es lo que brevemente Trataremos de explicar qué significa. Ante todo, es eterna porque no solo es inmortal, imperecedera, sino porque es una emanación de la vida absolutamente eterna, sin principio ni fin, inmutable, de la divinidad[1], de la Santísima Trinidad. Esta vida es la fuente primera de toda vida; es indestructible, inmortal y despliega en un solo acto toda su riqueza, toda su perfección divina, celestial, sobrenatural, sin sombra alguna de imperfección, a diferencia de la vida del espíritu creado, que, por desarrollarse en el tiempo, no puede desplegar en un solo acto toda su riqueza, sino que debe hacerlo en el cambio continuo de diversos actos[2]. Es esta vida eterna la que el Hijo de Dios nos comunica de un modo sobrenatural nos comunica, de un modo sobrenatural, a través de la Sagrada Eucaristía, primero en germen mientras vivimos en la vida terrena, y luego en plenitud cuando morimos a la vida terrena y comenzamos a vivir en la vida del Reino de los cielos. Es decir, toda la perfección de la vida eterna, propia del Ser divino trinitario, está contenida en la Sagrada Eucaristía y se nos da en anticipo en la Sagrada Eucaristía. Cuando el espíritu creado vive con la vida eterna, vive en Dios y su vida es de carácter divino; todo se concentra en Dios y en torno a Dios; todo cuanto conoce y ama el espíritu lo conoce y ama en Dios y mediante Dios. Cuando está en la tierra, cuando vive con su vida natural, se dirige a Dios por diversos caminos, girando en torno a Dios de forma incesante, como lo hacen los planetas en torno al sol, mientras que en la vida eterna está en ese Sol, que es Dios, por así decirlo, con un reposo inmutable, abarcando en el solo acto del conocimiento y del amor de Dios todo cuanto en la vida natural debía hacerlo por medio de diversos y múltiples actos. En Dios y con Dios el espíritu vive con la vida verdaderamente divina, eterna, perfectísima, que brota de Dios y que hace que el espíritu se una a Dios como una sola cosa con Él y hace que su vida sea una sola con la vida de Dios, que es vida eterna y es esta vida eterna la que el Hijo de Dios Jesucristo nos comunica cuando dice: “El que coma de este Pan que Yo daré tendrá Vida Eterna”. A diferencia de la vida terrena, en la que las perfecciones se desarrollan en actos discontinuos y son interrumpidos por los aconteceres del tiempo, como por ejemplo las tribulaciones -una alegría es interrumpida por el infortunio, por ejemplo-, en la vida eterna no sucede así, porque por un lado, no hay más infortunios, sino solo alegría y por otro lado, esa alegría se despliega en toda su plenitud, en toda su infinitud divina y es para siempre y así sucede con todo lo demás que caracteriza a la vida terrena. Y en cuanto a la diferencia entre el pan terreno y el Pan de Vida eterna vemos que, si el pan terreno impide que muramos de inanición, conservándonos en la vida corporal al alimentarnos con la substancia del pan, hecha de trigo, el Pan de Vida eterna, compuesto por la substancia divina de la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo, alimenta nuestras almas con la substancia misma de la naturaleza divina de la Trinidad, nutriéndonos con el alimento de los ángeles, el Pan Vivo bajado de los cielos, la Carne del Cordero de Dios, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sagrada Eucaristía, el Maná bajado del cielo, que concede la Vida Eterna de la Trinidad a quien consume este Pan del Altar en gracia, con Fe, con Piedad, con Devoción y sobre todo con celestial Amor.



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1956, 708.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 708.


miércoles, 31 de julio de 2024

“Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna”


 

(Domingo XVIII - TO - Ciclo B - 2024)

“Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna” (Jn 6, 24-35). Jesús realiza el milagro de la multiplicación de panes y peces y la multitud, habiendo saciado su apetito corporal y habiéndose dado cuenta del prodigio obrado por Jesús, comienza a buscarlo para proclamarlo como rey. Pero Jesús, que no ha venido desde el seno del Padre al seno de la Virgen Madre para encarnarse y cumplir su misterio pascual de Muerte y Resurrección, solamente para saciar el hambre corporal de la humanidad y mucho menos para ser coronado como rey de la tierra, no permite ser coronado por la multitud. El objetivo de la Encarnación del Verbo de Dios, de su ingreso desde la eternidad en el tiempo y en el espacio de la humanidad, es otro muy distinto: no es el de dar pan material ni carne de pescado, sino Pan de Vida Eterna y Carne de Cordero asada en el Fuego del Espíritu Santo, la Sagrada Eucaristía, que es Él mismo, el Alimento celestial Vivo que contiene en Sí mismo la Vida divina de la Trinidad y comunica la Vida Eterna a quien lo consume en estado de gracia, con fe, con piedad y con amor. Mucho menos ha venido Jesús para ser coronado como rey terrenal, porque Él no necesita ser coronado rey por nadie, ya que Él es Rey de cielos y tierra desde toda la eternidad tanto por derecho propio, como por naturaleza y por conquista.

Jesús sabe que la muchedumbre no ha entendido que el signo de la multiplicación de panes y peces es únicamente el ser un anticipo y una pre-figuración de un prodigio infinitamente más grandioso, el de la multiplicación sacramental del Pan de Vida Eterna y de la Carde del Cordero de Dios, que es su Cuerpo y su Carne glorificados y ocultos en las especies eucarísticas. Jesús se da cuenta que la multitud quiere proclamarlo rey solo porque han satisfecho su apetito corporal, pero no por el signo en sí mismo, que es anticipo del Banquete celestial, el Banquete del Reino de los cielos, la Sagrada Eucaristía. Eso explica sus palabras, en las que corrige la intención de la muchedumbre: “Ustedes me buscan, pero no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse”. Les dice claramente que quieren nombrarlo rey porque quieren asegurar sus provisiones, porque quieren asegurar sus estómagos, quieren asegurar que no van a pasar hambre corporal de ahora en adelante, pero no lo buscan porque llegaron a entrever la prefiguración del signo del Pan de Vida eterna, que alimenta esencialmente el alma con la substancia divina, con la substancia de la Trinidad. Lo buscan porque les sació el hambre del cuerpo, pero no porque hayan entendido que era un signo que anunciaba la Eucaristía.

Es verdad que el Hombre-Dios Jesucristo tiene la capacidad más que suficiente para terminar con el hambre de toda la humanidad de todos los tiempos en menos de un segundo, porque es Dios, pero ese no es su objetivo; eso lo deja Él como tarea para el hombre, para que el hombre demuestre su amor por su hermano, para que sea el hombre quien, en vez de dedicarse a oprimir con dictaduras comunistas a sus hermanos, se dedique a saciar el hambre de su hermano y así demuestre su solidaridad; Jesús quiere saciar un hambre que el hombre no puede saciar y es el hambre de Dios y ese hambre el hombre no lo puede saciar porque es un hambre infinita, es el hambre del espíritu, es hambre de Amor Divino, de paz, de justicia, de misericordia, de alegría verdadera, de gloria, de felicidad sin fin, es el hambre de Dios. Es un hambre que todo hombre que viene a este mundo la trae consigo, aunque crea o no crea en Dios y Dios la sacia con sobreabundancia con el Don de Sí mismo por medio del Pan de Vida Eterna, el Pan Vivo bajado del cielo, el Verdadero Maná celestial, donado por el Padre en el peregrinar del Nuevo Pueblo de Dios hacia la Jerusalén celestial en el desierto de la vida; Dios sacia el hambre de Dios que posee el hombre mediante el Don de la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, envuelto en las llamas del Divino Amor. Es esta la razón por la que Jesús le dice a la muchedumbre -y nos dice a nosotros, por lo tanto, ya que sus palabras eternas atraviesan el tiempo y el espacio y llegan a todos los hombres-, que “trabajen, no por el alimento que perece, sino por el alimento eterno”: “Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre”. Y ese “alimento que permanece hasta la vida eterna” no es otro que la Sagrada Eucaristía, el Verdadero Maná celestial, el Pan Vivo bajado del cielo y es por esto que el llamado de Jesús es a trabajar en su Iglesia, la Única Iglesia de Jesús, la Iglesia Católica, por la Eucaristía y para la Eucaristía. De esta manera, Nuestro Señor Jesucristo eleva el alma del hombre, despegándola de su mirada puramente terrena, material, mundana, pasional, horizontal, en la que solo piensa en satisfacer su apetito corporal y a cambio le propone trabajar por el pan, sí, pero por un Pan que no es de la tierra sino del cielo, un Pan que da Vida, una Vida nueva, desconocida, porque es la Vida de la Trinidad, la Vida Divina de Dios Uno y Trino, la Vida del Cordero de Dios, un Pan que les dará Él, un Pan que es su Carne, un Pan que es Carne de Cordero, la Sagrada Eucaristía.

Y ahora sí, al final del diálogo, la multitud comienza a entender qué es lo que Jesús quiere decirles; entienden que deben trabajar no solo para ganar el pan el terreno, como dice el Génesis –“Ganarás el pan con el sudor de tu frente”, por eso la pereza es pecado mortal-, sino que ahora entienden que deben trabajar para obrar según la voluntad de Dios: “Ellos le preguntaron: “¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?”. Jesús les respondió: “La obra de Dios es que ustedes crean en aquel que Él ha enviado”. Sin embargo, aunque están cerca de la verdad, todavía creen que el verdadero maná es el que comieron sus padres en el desierto; no están convencidos del Pan de Vida eterna que Jesús quiere darles y por eso le exigen obras a Jesús: “¿Qué signos haces para que veamos y creamos en ti? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio de comer el pan bajado del cielo”. Los judíos creían erróneamente que el maná del desierto era el verdadero maná; esto le da ocasión a Jesús para revelarse y auto-proclamarse como Pan Vivo bajado del cielo, como el Verdadero Maná bajado del cielo, enviado por el Padre: “Jesús respondió: “Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo”. Jesús les dice que el signo que ellos piden es Él mismo; Él es el Verdadero Maná bajado del cielo, enviado por el Padre y que todo el que coma de ese Pan tendrá la Vida eterna”. Y es aquí cuando la multitud, iluminada por la gracia, entiende que hay un Pan, que no es el terreno, sino celestial, que da una vida nueva, que es la Vida eterna y ese Pan el que le pide a Jesús: “Señor, danos siempre de ese pan”. Jesús les responde asegurándoles que siempre tendrán ese Pan, que es un Pan que da la Vida eterna y que ese Pan es Él en la Eucaristía y que el coma de ese Pan saciará por completo su hambre de Dios y la sed de Amor divino que hay en el alma de todo hombre: “Jesús les respondió: “Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed”.         Así como la muchedumbre del Evangelio entendió que lo importante en esta vida no es el pan que sacia el hambre del cuerpo, sino el Pan que sacia el hambre de Dios, el Pan de Vida Eterna, el Pan Vivo que baja del cielo, la Sagrada Eucaristía, le digamos nosotros a Jesús: “Jesús, Pan de Vida Eterna, danos siempre el Pan Vivo bajado del cielo, tu Cuerpo y tu Sangre en la Eucaristía; que nunca nos falte el Pan del altar, la Sagrada Eucaristía, que satisface nuestra hambre de Dios y sacia nuestra sed del Divino Amor”.


miércoles, 10 de abril de 2024

“El que es de la tierra pertenece a la tierra (…) el que es enviado de Dios habla palabras de Dios”

 


“El que es de la tierra pertenece a la tierra (…) el que es enviado de Dios habla palabras de Dios” (Jn 3, 31-36). Juan el Bautista diferencia dos tipos de seres humanos: el hombre terrenal, carnal, incapaz de percibir las cosas del cielo y de la vida eterna y el hombre “enviado por Dios”, que está en el mundo pero no es del mundo, que vive con su vida humana pero sobre todo con la Vida eterna que le comunica el Hijo de Dios por medio de la gracia transmitida por los sacramentos.

De acuerdo a esto, debemos preguntarnos qué clase de hombres somos, si somos seres terrenales y carnales o seres humanos que, por un llamado de Dios, estamos destinados al Cielo.

Los cristianos, que por el Bautismo hemos sido convertidos en templos del Espíritu Santo, que por la Comunión nos alimentamos con un alimento celestial, el Cuerpo y la Sangre del Cordero, que por la Confirmación hemos recibido el Amor Santísimo del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, vivimos en la tierra, pero ya no pertenecemos a la tierra, porque nuestro destino eterno es el Reino de los cielos. En otras palabras, los cristianos, al menos en teoría, ya no somos o no deberíamos ser hombres terrenales, carnales, que hablan cosas de la tierra o que se preocupan exclusivamente por las cosas de la tierra, olvidando el Reino de los cielos y la Vida eterna, la misma Vida eterna que recibimos en germen en cada Eucaristía. Si el cristiano se vuelve un hombre terreno y carnal, dejándose atraer por las atracciones del mundo, dejándose llevar por sus pasiones sin control, entonces está traicionando su destino de eternidad, está olvidándose que ya no pertenece a este mundo, sino que está llamado a ser ciudadano celestial de la Ciudad Santa, la Jerusalén del cielo. No se trata de ir por la vida dando sermones, porque no está ahí el testimonio cristiano, sino en las obras, porque son las obras las que demuestran que la fe está viva. Son nuestras obras de misericordia -paciencia, caridad, humildad, fortaleza, etc.-, las que demostrarán a los hombres terrenos que hay otra vida, la Vida eterna en el Reino de Dios, al cual todos estamos llamados. Esforcémonos entonces por vivir como hombres enviados por Dios, como hijos adoptivos de Dios, como hijos de la luz y luchemos para no ser hombres terrenales y carnales, destinados a ser estrellas fugaces que luego se pierden en la oscuridad del Abismo para siempre.

miércoles, 4 de octubre de 2023

“Los usurpadores mataron al hijo del dueño de la viña”


 

(Domingo XXVII - TO - Ciclo A – 2023)

“Los usurpadores mataron al hijo del dueño de la viña” (Mt 21, 33-43). Jesús relata a sus discípulos lo que se conoce como “parábola de los viñadores asesinos”. A simple vista, con un análisis superficial, podría tratarse de un simple caso de tintes policiales: un grupo de labradores arrenda una viña con el propósito aparente de quedarse con el fruto del trabajo, pero llegado el momento en el que los arrendatarios deben pagar al dueño de la viña lo que le corresponde, no solo no lo hacen, es decir, no pagan nada, sino que su actitud para con los enviados del dueño se va haciendo cada vez más violenta, hasta incluso llegar a matar al mismo hijo del dueño, enviado por este, pensando que por ser su hijo, lo iban a respetar. Jesús finaliza la parábola con una enseñanza: la viña será dada a otros arrendatarios, quienes sí la harán rendir con frutos.

La parábola se entiende cuando los elementos naturales se reemplazan por los sobrenaturales. Así, el dueño de la viña es Dios Padre; la viña es primero la sinagoga y luego la iglesia Católica; los enviados del dueño de la vid, son los diversos profetas, justos y hombres santos, enviados por Dios para preparar al Pueblo Elegido para que se conviertan y así se preparen para la Primera Venida del Mesías, Cristo Jesús, Aquel que habría de nacer “de una Virgen”, según los profetas; los arrendatarios primeros, los que no quieren pagar la renta y golpean a los enviados del dueño, hasta llegar a cometer el homicidio contra el hijo del dueño de la viña, es decir, los arrendatarios homicidas, son el Pueblo Elegido, los judíos, quienes apedrean primero a los profetas de Dios enviados a ellos, cuando los profetas les predican la necesidad de la conversión del corazón y el dejar de cometer maldades y de adorar a ídolos falsos; los arrendatarios segundos, es decir, el segundo grupo de arrendatarios, que respetarán al dueño de la vid y le hará dar los frutos que corresponde, porque trabajarán en la viña, son los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, que de hecho vienen a ocupar el puesto de los primeros arrendatarios, los que no quisieron ni devolver la viña, ni tampoco reconocer al hijo del dueño, llegando incluso a asesinarlo; el hijo del dueño de la vid es el Hijo de Dios, engendrado, no creado, por Quien todo fue hecho, es el Verbo del Padre que procede eternamente del seno del Padre, es la Sabiduría del Padre, en Quien el Padre tiene todas sus complacencias, es el Salvador de la Humanidad, el Hombre-Dios, Dios Hijo hecho hombre sin dejar de ser Dios, que se encarna por obra del Espíritu Santo para así cumplir su misterio pascual de Muerte y Resurrección, que continúa y prolonga su Encarnación en la Sagrada Eucaristía; la muerte del hijo del dueño es la Muerte en Cruz del Hijo de Dios encarnado, Cristo Jesús, Quien así cumple su misterio pascual, al resucitar al tercer día, para llevar Consigo al Cielo a todos aquellos que lo sigan por el Camino Real de la Cruz; los frutos de la viña, ya sea la de los primeros arrendatarios, como los de los últimos arrendatarios, que sí harán trabajar a la viña, son frutos de santidad, son los racimos de la vid que, unidos a la Vid Verdadera que es Cristo, recibirán de Él la savia vivificante, la vida de la gracia, que hace vivir al alma con la vida de la Santísima Trinidad.

“Los usurpadores mataron al hijo del dueño de la viña”. No debemos pensar que nosotros, por el hecho de estar bautizados en la Iglesia Católica, nos merecemos por este solo hecho la aprobación del Dueño de la Viña, que es Dios Padre, Dueño de la Iglesia Católica: si no damos frutos de santidad, es decir, de mansedumbre, de humildad, de pobreza evangélica, de caridad al prójimo, de amor sobrenatural a Dios Hijo Presente en Persona en la Eucaristía, recibiremos el mismo trato que recibieron los arrendatarios homicidas: seremos echados fuera del Reino de Dios y nuestro lugar será ocupado por quien sí desee ser santo y perfecto, como Santo y Perfecto es Dios Uno y Trino. Trabajemos en la Viña del Señor, para dar frutos de santidad en esta vida y así ganar el Reino de los cielos en la vida eterna.

 

martes, 22 de agosto de 2023

“Los últimos serán los primeros y los primeros los últimos”

 

“Los últimos serán los primeros y los primeros los últimos” (Mt 20, 1-16ª). En esta parábola Jesús retrata cómo será la recompensa dada por Él mismo a las almas en el Día del Juicio Final y veamos la razón: se trata del propietario de una viña que sale a contratar jornaleros en distintas horas del día y a todos les promete una misma paga: un denario por jornada. Así, contrata a unos por la mañana, a media mañana, al mediodía y a otros por la tarde. Llegado el fin del día, el dueño llama a sus jornaleros para que reciban el pago convenido con todos, un denario. Le dice a su capataz que llame a los jornaleros pero con una aclaración: que empiece por los últimos y el capataz así lo hace. Cuando llegan los últimos, se enfadan con el dueño de la viña, porque pensaban que, siendo los primeros y habiendo aguantado el peso de la jornada trabajando todo el día, habrían de recibir más. Sin embargo, el dueño de la viña le dice que no ha cometido ninguna injusticia, puesto que el trato convenido con ellos y con todos, independientemente de la hora en la que fueron contratados, era el mismo, un denario.

¿Cómo podríamos entender esta parábola? Reemplazando los elementos naturales por los sobrenaturales: el dueño de la viña es Nuestro Señor Jesucristo; la viña es la Iglesia; el denario prometido por trabajar en la viña, es la vida eterna en el Reino de los cielos; los capataces son los ángeles, encabezados por San Miguel Arcángel; los jornaleros contratados al comenzar el día son los bautizados que recibieron la gracia de la conversión muy temprano en sus vidas y así con el resto de los jornaleros, finalizando con los últimos, los hombres que recibieron la conversión al final de sus vidas, al final de sus días: para todos, la paga es la misma, el Reino de los cielos.

Es por esto que el dueño de la viña, es decir, Jesús, no comete ninguna falta, puesto que el premio prometido para todos en la Iglesia, independientemente de la hora o del momento de la vida en que el alma se convierta a Él, el premio es siempre el mismo, la vida eterna en el Reino de los cielos.

domingo, 28 de mayo de 2023

“Recibirás cien veces más, persecuciones y la vida eterna”

 


“Recibirás cien veces más, persecuciones y la vida eterna” (Mt 10, 28-31). Pedro le dice a Jesús que ellos, los Apóstoles, “han dejado todo y lo han seguido”. En su respuesta, Jesús revela que es cierto que “Dios no se deja ganar en generosidad”, como dicen los santos, ya que le afirma que “recibirá cien veces más de lo que dejó” -entendido en bienes materiales y afectivos, como la familia, por ejemplo-, pero además, quien lo siga, recibirá algo que no tiene comparación con este mundo y que vale infinitamente más que cualquier tesoro que alguien pueda dejar en pos de Jesús y es la vida eterna: “Recibirás la vida eterna”.

Así podemos comprobar cómo Dios recompensa no solo con bienes materiales, sino ante todo con bienes espirituales y dentro de estos, un bien espiritual que no tiene comparación alguna y es la vida eterna, es decir, la vida de la Trinidad. A cambio de dejar bienes materiales y afectivos en esta vida, en el seguimiento de Jesús, Dios recompensa con una cantidad cien veces mayor en bienes materiales y con algo que vale más que todo el oro del mundo, la alegre y feliz eternidad en el Reino de Dios.

Pero hay algo más que recibirá aquel que siga a Jesús: la persecución, y eso lo dice explícitamente Jesús: “Recibirás cien veces más, persecuciones y la vida eterna”. La razón de la persecución es que si a Jesús, que es el Maestro, lo persiguieron, sus discípulos no pueden seguir otro camino que el recorrido por su Maestro; es decir, si a Jesús lo persiguieron, también perseguirán a quienes sean discípulos de Jesús. ¿Quiénes serán los perseguidores? Los que no posean el Espíritu de Cristo, es decir, los que pertenezcan al Anticristo. El Anticristo quiere el mundo y las almas para sí, aunque las almas le pertenecen a Jesús, por ser Él el Creador. El Anticristo ha perseguido a la Iglesia y la perseguirá hasta el fin, pero esta persecución finalizará con la Segunda Venida de Cristo en la gloria, por lo cual la victoria está asegurada para el cristiano, para quien siga a Cristo hasta la victoria de la cruz.

domingo, 21 de mayo de 2023

“Padre, glorifica a tu Hijo”

 


“Padre, glorifica a tu Hijo” (Jn 17, 1-11). En la Última Cena, Jesús ora al Padre por sí mismo, pidiéndole que “lo glorifique”. Se trata de un pedido de glorificación para su Humanidad Santísima, puesto que Él en cuanto Dios Hijo, en cuanto Persona Segunda de la Trinidad, ya posee la gloria divina desde toda la eternidad, comunicada por el Padre desde toda la eternidad. Ahora pide la glorificación de su Humanidad, Humanidad que está unida a su Persona divina y que es Purísima, Inmaculada, castísima. Y el Padre le concederá lo que Jesús le pide, porque glorificará a su Humanidad, aunque no antes de haber pasado por la Pasión y Muerte en el Calvario. La Humanidad de Cristo será glorificada plenamente, el Domingo de Resurrección, pero luego de haber pasado por los dolores excruciantes de la Pasión y de la Crucifixión.

Y esa gloria que Jesús ganará al precio de su Sangre Preciosísima derramada en la Cruz, será la que comunicará a su Iglesia, a través de los Sacramentos. Quien reciba los Sacramentos recibirá la gracia santificante en esta vida y la gloria divina en la vida eterna.

Penosamente, la inmensa mayoría de los católicos desprecia y deja de lado, por considerarlos inútiles y fuera de época, a los Sacramentos de la Iglesia Católica, sin darse cuenta de que contienen en germen la gloria de la divinidad, la gloria de la Trinidad, obtenida para nosotros por pura misericordia por parte de Jesucristo. Muchos se darán cuenta del error -quiera Dios que se den cuenta a tiempo- que cometieron al despreciar los Sacramentos, porque de esta manera se cierran a sí mismos la Puerta del Reino de los cielos, abierta para nosotros por la Sangre del Cordero derramada en la Cruz.

miércoles, 26 de abril de 2023

“Yo Soy el Pan de Vida”

 


“Yo Soy el Pan de Vida” (Jn 6, 44-51). Una interpretación no católica diría que Jesús hace esta afirmación en un sentido metafórico y no ontológico; sería algo así como que sus enseñanzas son como si fueran un pan que da vida a quien está hambriento, por ejemplo.

Sin embargo, esa no es una interpretación católica, puesto que Jesús no está hablando en sentido metafórico, sino real y ontológico. Esto quiere decir que cuando Jesús afirma que es “Pan de Vida”, lo es realmente y no metafórica o simbólicamente, lo cual se puede corroborar en lo que sucede en la Santa Misa. Es decir, cuando el sacerdote ministerial, que obra con el poder sacerdotal participado del Sumo y Eterno Sacerdote Jesucristo, pronuncia las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, convierte el pan material de la hostia hasta entonces sin consagrar, en el Cuerpo de Jesús, Cuerpo glorificado que queda oculto bajo la apariencia de pan, bajo las especies sacramentales. Entonces, luego de la consagración, es Jesús quien está en Persona en la Eucaristía, bajo apariencia de pan.

Por otra parte, estando así Jesús oculto en apariencia de pan, da vida, pero no una vida natural, en el sentido de que no se trata de una mera restauración de la vida natural, sino que da la vida eterna, la vida misma de la Trinidad, por cuanto Él es Dios, es el Verbo Eterno del Padre, la Persona Segunda de la Trinidad. Es por esta razón que quien comulga -en estado de gracia, con fe, con piedad y con amor- el Cuerpo de Cristo, que está real y substancialmente bajo la apariencia de pan en la Eucaristía, recibe de Él su Vida Divina, que es la Vida de la Trinidad, la Vida Divina del Ser divino trinitario.

Cuando comulguemos, entonces, debemos agradecer a Jesús porque en el Pan de Vida, la Eucaristía, nos da una vida verdaderamente nueva, una vida que antes de la Comunión no la teníamos, una vida que es la Vida Divina, la Vida Increada de Dios Uno y Trino. Es en este sentido, real y ontológico, en el que Jesús es “Pan de Vida Eterna”.

martes, 21 de febrero de 2023

“El Hijo del hombre debe morir para resucitar (…) pero ellos no entendían lo que les decía”

 


“El Hijo del hombre debe morir para resucitar (…) pero ellos no entendían lo que les decía” (Mc 9, 30-37). Jesús les revela proféticamente a sus discípulos su misterio pascual de muerte y resurrección; les anuncia que Él debe padecer mucho y morir para luego resucitar, pero ellos, sus discípulos, “no entendían” lo que Jesús les decía.

Los discípulos de Jesús no entienden lo que Jesús les dice, porque están aferrados a esta vida terrena; no entienden porque no piensan en la vida eterna; no entienden porque ni siquiera se les pasa por la cabeza, aun cuando Jesús en persona se los revela, que su Maestro, Jesús, habrá de ser traicionado y habrá de morir en la cruz, con una muerte dolorosísima y humillante, para luego resucitar y así abrir para los hombres las puertas del Cielo, cerradas hasta ese momento por el pecado original de Adán y Eva. Los discípulos de Jesús están cómodos y contentos con la vida terrena que llevan, no quieren mayores complicaciones que las que proporciona la vida cotidiana y es por eso que ni siquiera se atreven a preguntar en qué consiste aquello que Jesús les revela. No saben que ellos mismos, excepto el traidor, Judas Iscariote, cuando reciban la gracia que viene de lo alto, comprenderán el misterio pascual de Jesús y ofrecerán sus vidas por Jesús.

“No entendían lo que les decía”. Lo mismo que el Evangelio dice de los discípulos de Jesús, eso mismo se puede decir de los hombres de hoy: no entienden -o no quieren entender- lo que la Iglesia les anuncia: la Iglesia les anuncia que es necesario unir la vida propia a la Cruz de Jesús para alcanzar el Reino de los cielos; la Iglesia anuncia que sin los sacramentos de la Iglesia, no es posible alcanzar la vida eterna; la Iglesia anuncia que el hombre tiene un alma que salvar, un Cielo que ganar y un Dios al cual adorar, pero el hombre de hoy hace oídos sordos al anuncio de la Iglesia y prefiere hacer de cuenta que todo sigue igual, que esta vida terrena está para ser vivida de acuerdo a los dictados del mundo y no según los mandamientos de Cristo; el hombre de hoy prefiere no entender o más bien desentenderse de lo que Jesús dice en el Evangelio, para así vivir según sus gustos, sus pasiones, buscando el bienestar terreno, sin pensar en la eternidad. Es muy fatigoso, para el hombre de hoy, pensar en la eternidad, una eternidad que puede ser de gozo, pero también de dolor y así prefieren hacer de cuenta que Jesús no existe y que sus mandamientos son meras indicaciones de un rabbí judío que ya pasaron de moda. Los hombres de hoy eligen vivir en la ignorancia del más allá, de los novísimos -muerte, juicio, infierno, purgatorio, cielo- y por eso repiten voluntariamente la actitud de incredulidad de los discípulos de Jesús, al punto que dicen: “No queremos entender lo que nos dice Jesús”.

miércoles, 4 de mayo de 2022

“Yo doy la Vida eterna a mis ovejas”

 


(Domingo IV - TP - Ciclo C – 2022)

“Yo doy la Vida eterna a mis ovejas” (cfr. Jn 10, 27-30). Jesús es el Buen Pastor, el Pastor Eterno que promete, para quien escuche su voz y lo siga, algo que sólo Dios puede dar: la vida eterna: “Yo doy la Vida eterna a mis ovejas”. Esto es una prueba de que Cristo es Dios, porque de otra manera, si Él no fuera Dios, no podría dar de ninguna manera la Vida eterna, porque sólo Dios es Vida y Vida Eterna, Vida divina, Vida que brota del Ser divino trinitario como de una fuente límpida, purísima e inagotable.

A lo largo del Evangelio, Jesús obra siempre de manera tal que se demuestra que en Él está la vida, ya que Él no solo anuncia que la vida es “más preciosa que el alimento” (Mt 6, 25), sino que Él mismo cura y devuelve la vida, como si no pudiese tolerar la presencia de la muerte, volviendo a la vida a su amigo Lázaro (Jn 11, 15-21), al hijo de la viuda de Naín y a tantos otros más, confirmando al mismo tiempo con estos milagros de regreso a la vida que Él es el Dios de la vida y el Vencedor de la muerte. Con estos milagros, Jesús demuestra que tiene poder sobre la muerte, pero al mismo tiempo, demuestra que tiene poder sobre el pecado (Mt 9, 6), que es el que causa la muerte.

Ahora bien, Jesús es vida, pero no esta vida humana participada, sino que es, en cuanto Dios Hijo, poseedor del Acto de Ser divino trinitario, la Vida Eterna en Sí misma, vida que es divina, celestial, sobrenatural y es el Autor y el Creador de toda vida creada o participada. En cuanto Él es la Vida Increada, no puede ser nunca el autor de la muerte; el autor de la muerte es, por un lado, el Demonio, “por cuya envidia entró la muerte en el mundo”, dice la Escritura y por otro lado, el hombre, que en cuanto pecador, es autor de muerte, porque el fruto del pecado es la muerte. Es por esto que se equivocan grandemente quienes culpan a Dios cuando muere un ser querido, puesto que Dios no creó la muerte, como lo dice la Escritura, ya que Él es la Vida Eterna en Sí misma y el Creador de toda vida participada. Todavía más, Él envió a su Hijo Único para que venciera a la muerte, al Demonio y al pecado, con su sacrificio y muerte en cruz.

En Jesús entonces está la Vida, pero no porque le haya sido donada a Él, como sucede con nosotros o con los ángeles, que hemos recibido la vida participada, sino que Él la tiene, junto con el Padre y el Espíritu Santo, desde toda la eternidad, porque posee, con el Padre y el Espíritu Santo, el Acto de Ser divino trinitario, del cual brota la Vida Eterna e Increada en Sí misma.

Jesús comunica de su Vida Eterna, pero la condición para que la comunique, es tener fe en Él, pero no una fe cualquiera, sino fe católica, la fe del Credo, la fe del Catecismo, la fe de los Padres de la Iglesia, la fe de los Apóstoles, de los Santos y de los Mártires de todos los tiempos. Que sea necesaria la fe en Él en cuanto Dios, para recibir la Vida eterna, es algo que Él mismo lo dice: “El que crea en Mí no morirá” (Jn 11, 25). Esta Vida eterna la comunica Él a aquel que lo recibe en la Sagrada Eucaristía, porque es ahí en donde se encuentra Él con su Acto de Ser divino trinitario, Fuente Inagotable de la Vida divina trinitaria: “Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo, el que coma de este Pan vivirá para siempre”. El que se alimente de la Eucaristía, vivirá para siempre, es decir, para toda la eternidad. El “vivir para siempre”, no significa que quien se alimente de la Eucaristía no morirá a la vida terrena; significa que no morirá “para siempre”, es decir, no se condenará, porque tendrá en su alma la Vida Eterna, la Vida absolutamente divina, sobrenatural, trinitaria.

“Yo doy la Vida eterna a mis ovejas”, dice Jesús en el Evangelio y sus palabras se cumplen en cada Eucaristía, puesto que en cada Eucaristía está Él en Persona, con su Ser divino trinitario del cual brota la Vida divina, pero es obvio que quien desee recibir la Vida Eterna, debe poseer en sí la gracia santificante que concede el Sacramento de la Penitencia, puesto que no se puede recibir la Eucaristía en pecado mortal, ya que quien eso hace, quien comulga en pecado mortal, comete un sacrilegio, como dice la Escritura: “Come y bebe su propia condenación”. La Carne Inmaculada del Cordero Inmaculado, la Sagrada Eucaristía, se debe recibir con el alma inmaculada, es decir, con el alma purificada por la acción de la gracia santificante que concede el Sacramento de la Confesión. Quien esté en pecado mortal no puede recibir el Sacramento de la Eucaristía.

 

viernes, 25 de febrero de 2022

Miércoles de Cenizas

 



(Ciclo B – 2022)

          ¿Qué significado tienen el rito de imposición de cenizas? Por un lado, recordar que esta vida terrena es pasajera, que solo dura un tiempo ya establecido por Dios desde toda la eternidad y que nuestro cuerpo material, creado por Dios, quedará reducido a cenizas cuando se produzca nuestra muerte corporal. Éste es el significado de las palabras: “Recuerda que eres polvo y al polvo regresarás”. Por otro lado, significa que es urgente la conversión del corazón al Hombre-Dios Jesucristo, ya que esto es lo que significan las palabras: “Conviértete y cree en el Evangelio”. Esto quiere decir que con la muerte terrena no se acaba nada, sino que empieza la vida eterna, pero esa vida eterna puede ser en el dolor y el horror eternos, que es la eterna condenación en el Infierno, o puede ser la dicha y la alegría eterna, que es la eterna salvación en el Reino de los cielos. Ahora bien, para que luego de esta vida terrena seamos capaces de ingresar en el Reino de los cielos, es necesaria la conversión del corazón. ¿Qué significa “conversión del corazón”? Significa que nuestro corazón está, a causa del pecado, inclinado a las cosas bajas de la tierra, así como el girasol por la noche se inclina sobre sí mismo y con su corola se dirige en dirección a la tierra. La conversión, que se da por la acción de la gracia santificante, se produce cuando el alma, guiada por la gracia, se despega de las cosas de la tierra y dirige la mirada espiritual hacia el cielo, hacia el Sol de justicia, Cristo Jesús en la Eucaristía, del mismo modo a como el girasol, cuando aparece en el cielo la Estrella de la mañana, que simboliza a la Virgen María, se deja llevar por la gracia y dirige su corola al cielo, enfocando hacia el sol y siguiendo el recorrido del sol en el cielo. Así el alma, con la gracia de Dios infundida por mediación de la Virgen, debe despegarse de las cosas terrenas, de los falsos atractivos del mundo, para dirigir su mirada y el amor de su corazón al Sol de justicia, Jesús Eucaristía, para contemplarlo y adorarlo. En esto consiste la conversión que la Iglesia pide en el Miércoles de cenizas, en una conversión eucarística, porque la Eucaristía es Dios Hijo en Persona, Jesús de Nazareth, el Salvador, oculto en apariencia de pan. Para esta conversión eucarística, además de la acción de la gracia santificante, son necesarios la oración -sobre todo el Santo Rosario-, el ayuno -a pan y agua, uno o dos días a la semana, según las posibilidades de cada uno- y la práctica de las obras de misericordia, corporales y espirituales. Esto es entonces lo que significa el Miércoles de Cenizas: recordar que estamos destinados a la vida eterna y que debemos convertir nuestros corazones a Jesús Eucaristía, por medio de la oración, el ayuno y las obras de misericordia.

“Quien deje todo por Mí recibirá cien veces más y la Vida eterna”

 


“Quien deje todo por Mí recibirá cien veces más y la Vida eterna” (Mc 10, 28-31). Jesús revela que, para aquel que lo deje todo en esta vida -familia, amigos, bienes- para seguirlo a Él, recibirá en recompensa “cien veces más” de lo que dejó y además “la Vida eterna”. En otras palabras, Dios dará como recompensa no sólo una cantidad cien veces superior a los bienes materiales que se dejó aquí en la tierra, sino que además dará a quien lo siga algo que es totalmente inimaginable, que es la Vida eterna. En esto podemos constatar la siguiente enseñanza: Dios no se deja ganar en generosidad. Así lo dice Jesús, así es en la realidad. Y si Dios es generoso, también lo es la Madre de Dios, la Santísima Virgen María y así lo dicen los santos, como por ejemplo San Luis María Grignon de Montfort: “Si tú le das a la Virgen una manzana, Ella te da un toro”. Esto, para graficar la generosidad de la Virgen, que es una participación a la generosidad de Dios. La enseñanza de este Evangelio, entonces, es que si alguien es generoso con Dios, dando algo -o incluso su persona, en el caso de los consagrados- en nombre de Cristo, Dios lo recompensa enormemente, incluso con un bien tan inmenso, tan grande y tan hermoso, ni siquiera posible de imaginar, como la Vida eterna.