Mostrando entradas con la etiqueta purificación. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta purificación. Mostrar todas las entradas

miércoles, 13 de febrero de 2019

“Es del corazón del hombre de donde nace toda clase de pecado”



“Es del corazón del hombre de donde nace toda clase de pecado” (cfr. Mc 7, 14-23). Para entender la enseñanza de Jesús, hay que entender cuáles son las enseñanzas de fariseos y doctores de la ley al respecto. Estos decían por un lado, que había alimentos impuros y por otro que, antes de comer, se debían hacer abluciones de manos, porque así el corazón estaba purificado. Pero estas son enseñanzas humanas: si bien hay que hacer lavado de manos antes de comer, por una cuestión de higiene, no es cierto sin embargo que por lavarnos las manos ya queda purificado el corazón, tal como afirmaban los fariseos y doctores de la ley. Por otra parte, no hay ningún alimento “impuro” que haga impuro al hombre y en consecuencia el cristiano puede comer toda clase de alimentos, incluidos los de origen animal. Esta enseñanza de que los alimentos son puros está ratificada en la visión de Pedro en donde se le muestran toda clase de animales y se le dice desde el cielo: “Mata y come” (Hech 10, 13). En esto se puede ver cómo el ser católicos implica el ser carnívoros por una lado y, por otro, que se pueden comer toda clase de alimentos, lo cual se opone frontalmente a la concepción pagana del vegetarianismo y veganismo que, lejos de ser meras modas culturales, consisten en planteamientos religiosos sectarios anti-cristianos, por cuanto van en contra de las enseñanzas del cristianismo.
Entonces, no hay razón de abluciones con sentido espiritual o religioso, como tampoco hay razones para no comer ciertos alimentos de origen animal, ambas enseñanzas de los judíos. Por lo mismo, el católico no puede ser ni vegetariano ni vegano.
Lo que hace impuro al hombre, dice Jesús, no son ni los alimentos, ni la falta de ablución de las manos: lo que lo hace impuro es lo que brota del corazón del hombre y es la malicia, el pecado, de toda clase: “Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de pecados y de malicia”, dice Jesús y enumera una larga lista de pecados. Es de esta impureza de la cual nos debemos purificar y la purificación se realiza por el sacramento de la confesión principalmente y luego también, para los pecados veniales, por la Eucaristía. Recordemos que los pecados veniales se perdonan por la absolución general que da el sacerdote al inicio de la misa, por un lado y, por otro, por la misma Eucaristía, en tanto que los pecados mortales se perdonan sólo por la confesión, con especie y número.
“Es del corazón del hombre de donde nace toda clase de pecado”. Muchos, cuando ven la maldad que hay en el mundo, acusan injustamente –y sacrílegamente- a Dios por el mal que se sufre: estos tales deberían reflexionar en las palabras de Jesús -“Es del corazón del hombre de donde nace toda clase de pecado”- y darse cuenta que es el hombre pecador –aliado del Demonio- el causante del mal. Dios ama tanto al hombre que ha enviado a su Hijo Jesucristo a morir en cruz para destruir las obras del Demonio y para purificar el corazón del hombre por medio de su Sangre derramada en la cruz, Sangre que cae sobre el corazón del hombre pecador en cada confesión sacramental.
Purifiquémonos interiormente por el sacramento de la confesión y acudamos al Banquete de la Santa Misa, para comer la Carne del Cordero de Dios, Jesús Eucaristía.

domingo, 2 de diciembre de 2012

“Señor no soy digno de que entres en mi casa”



“Señor no soy digno de que entres en mi casa” (Mt 8, 5-11). La respuesta del centurión romano a Jesús, reveladora de un corazón contrito y humillado, de alguien que se reconoce indigno de ser visitado por el Hijo de Dios en Persona, Cristo Jesús, condice en un todo con el tiempo litúrgico de Adviento, en donde el alma está llamada a la penitencia, a la oración y a la práctica de la misericordia, como medios de  purificación que permitan al corazón ser menos indignos a la hora de recibir a Dios Hijo, que viene como Niño, en Belén.
El corazón humano tiene absoluta necesidad de purificación, toda vez que está contaminado con la malicia que supone el pecado; como tal, es un lugar indigno, que no puede recibir a Dios Niño, en su inmensa majestad y santidad. Si  bien el pecado original ha sido quitado con la gracia santificante, queda el fomes pecati, la tendencia al mal que no se quiere, pero que por debilidad se obra. El contraste entre Dios, Ser perfectísimo de Bondad infinita, de Amor eterno, de Santidad inabarcable, con el corazón del hombre, indigente por naturaleza, necesitado de todo, incapaz de obrar el bien aunque lo quiera, hace absolutamente necesaria la purificación, si es que quiere que su corazón sea morada digna de Dios Niño. Para llevar a cabo esta purificación, es que la Iglesia pide en Adviento oración, obras de misericordia, penitencia, porque de esta manera el alma se pone en comunicación con Dios y se hace receptiva a su gracia y a todo lo que esta le comunica, la vida divina, que contiene en sí lo que vuelve al hombre verdaderamente feliz: amor, luz, paz, alegría, dicha, porque el alma se une a Dios, y unida a Él ya nada más quiere ni desea.
“Señor no soy digno de que entres en mi casa”. La frase del centurión es apropiada para el tiempo de Adviento, tiempo litúrgico en el que, por medio de la reflexión y la oración, nos damos cuenta que somos indignos de que un Dios de majestad infinita, a quien los ángeles no se atreven a mirar, permaneciendo postrados ante su presencia, no solo venga a nuestro mundo, sino que pretenda venir a nuestro corazón, que sin la gracia santificante bien puede compararse a la cueva de Belén antes del Nacimiento, cueva llena de deshechos de animales por ser refugio de estos, antes de servir de lugar de Nacimiento del Señor.
“Señor no soy digno de que entres en mi casa”. Que la humildad del centurión nos sirva de ejemplo para reconocer que no somos dignos de que el Dios Hijo venga a nosotros, primero como Niño en Belén, y como Pan de Vida eterna en la comunión después, y que así nos haga crecer en la propia humildad, en la oración, en la penitencia, en la misericordia. Sólo si aprovechamos de esta manera el tiempo de Adviento, podremos recibir dignamente al Niño Dios en Navidad.