Mostrando entradas con la etiqueta sagrario. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta sagrario. Mostrar todas las entradas

sábado, 7 de octubre de 2023

“¡Ay de ti Corozaín, Ay de ti Betsaida, Ay de ti Cafarnaúm, si en las ciudades paganas se hubieran hecho los milagros hechos en ustedes, hace rato se habrían convertido!”


 

“¡Ay de ti Corozaín, Ay de ti Betsaida, Ay de ti Cafarnaúm, si en las ciudades paganas se hubieran hecho los milagros hechos en ustedes, hace rato se habrían convertido!” (cfr. Lc 10, 13-36). Jesús se lamenta por las ciudades hebreas y la razón es que estas ciudades, en las cuales Jesús ha realizado innumerables prodigios y milagros, a pesar de eso, no se han convertido al Señor y han continuado sus vidas de pecado y las contrapone con ciudades paganas, como Tiro y Sidón, en donde no se hicieron estos milagros, pero si se hubieran hecho, dice Jesús, “hace tiempo que se habrán convertido, vestidos de sayal y sentados en ceniza”.

Jesús se lamenta por las ciudades hebreas porque estas, a pesar de los milagros realizados en ellas por el Hombre-Dios, en vez de convertirse, han endurecido sus corazones y han persistido en el pecado, en la idolatría, en el rechazo del verdadero Dios. Al mismo tiempo, nombra a ciudades paganas en las que no se realizaron esos milagros, pero como Él es Dios, sabe que si en estas ciudades se hubieran hechos los mismos milagros que en las ciudades hebreas, habrían reconocido a Cristo como al Mesías y habrían hecho penitencia, como signo de la conversión del corazón.

“¡Ay de ti, Corozaín!”. La misma queja, los mismos ayes, los dirige Jesús hoy, desde el sagrario, a una gran cantidad de católicos, comparándolos también con los paganos, con los que no conocen la verdadera y única Iglesia de Dios, la Iglesia Católica, porque de haber conocido estos milagros, hace rato se habrían convertido.

En otras palabras, los “ayes” de Jesús, dirigidos a las ciudades hebreas, se dirigen a nosotros, las personas que, por el bautismo, pertenecemos al Nuevo Pueblo Elegido. En las ciudades están representadas las personas y así, en las ciudades judías como Corozaín, Betsaida y Cafarnaúm, debemos vernos reflejados nosotros, porque en nosotros Dios obró milagros, prodigios y maravillas que no recibieron los que viven en el paganismo. Por ejemplo, Dios nos ha concedido la gracia de la filiación divina en el Bautismo sacramental; nos ha concedido alimentarnos con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad con la Eucaristía; nos ha concedido el don de la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, por la Confirmación, y todos estos son dones de gracia admirables que no han recibido innumerables personas de buena voluntad que están en religiones falsas o en sectas y que, si los hubieran recibido, hace rato se habrían convertido hacia Jesús Eucaristía. Si no queremos escuchar, de parte de Jesús, estos “ayes” en el Día Terrible del Juicio Final, empecemos por reconocer los grandes dones y milagros que Jesús ha obrado en nosotros y comencemos la conversión eucarística, dando frutos de santidad -mansedumbre, templanza, paciencia, caridad, fortaleza, alegría, obras de misericordia-, de manera que nos encontremos en grado de ganar el Reino de los cielos.

lunes, 23 de enero de 2023

“Sobre el pueblo que vivía en tinieblas brilló una gran luz”

 


(Domingo III - TO - Ciclo A – 2023)

          “Sobre el pueblo que vivía en tinieblas brilló una gran luz” (Mt 4, 16). En el Evangelio se describe el traslado físico -el traslado de su Humanidad Santísima- de Cristo hacia un lugar. Este simple hecho del traslado de su Humanidad, de un lugar a otro, significa, según el mismo Evangelio, el cumplimiento de una profecía, según la cual, “sobre el pueblo que habitaba en tinieblas, brilló una gran luz” (Is 9, 2). De acuerdo a esto, surge la pregunta: ¿qué relación hay entre el traslado físico de Jesús, con la aparición de una luz que ilumina a los pueblos que habitan en tinieblas? La respuesta es que la relación es directa, en este sentido: por un lado, el pueblo que habita en tinieblas, es la humanidad que, desde la caída a causa del pecado original, vive inmersa en tinieblas, pero no en las tinieblas cósmicas, sino en las tinieblas vivientes, los demonios, los ángeles caídos; en segundo lugar, la luz que ilumina a la humanidad caída en tinieblas es Cristo, porque Cristo es Dios y, en cuanto Dios, su naturaleza es luminosa, es esto lo que Él dice cuando declara: “Yo Soy la luz del mundo”. Cristo Dios es luz, pero no una luz creada, sino la Luz Eterna e Increada que brota del Ser divino trinitario y que se irradia a través de su Humanidad Santísima. Por esta razón, allí donde está Cristo, Dios Hijo encarnado, con su Humanidad, no hay tinieblas, sino luz, porque la Luz Eterna e Increada de la Trinidad vence a las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, los demonios.

          “Sobre el pueblo que vivía en tinieblas brilló una gran luz”. Allí donde está Cristo, está la Luz, porque Él es Dios y Dios es Luz, Eterna e Increada. Por esto mismo, lo que se dice en el Evangelio de los lugares adonde fue Cristo, eso mismo se dice de los lugares en donde Cristo está Presente, físicamente, con su Humanidad gloriosa y resucitada, unida a su Persona divina, es decir, en cada sagrario. En la siniestra tiniebla viviente de este mundo sin Dios, en el único lugar en donde encontraremos la Luz de nuestras almas es en el sagrario, pues allí se encuentra Jesús Eucaristía, Dios Eterno, Luz Eterna e Increada.

jueves, 7 de octubre de 2021

“¡Ay de ustedes, fariseos, porque pagan diezmos pero se olvidan del Amor de Dios!”

 


“¡Ay de ustedes, fariseos, porque pagan diezmos pero se olvidan del Amor de Dios!” (cfr. Lc 11, 42-46). Los “ayes” o lamentos de Jesús, dirigidos a los fariseos, no se deben a que estos paguen el diezmo, puesto que el sostenimiento del templo es algo que todo fiel tiene la obligación de hacer, sino que se debe a que los fariseos han desvirtuado tanto la religión del Dios Uno, que han llegado a pensar que el pago del diezmo constituye la esencia de la religión, olvidando lo que es verdaderamente la esencia de la religión, que es el Amor de Dios y el amor al prójimo por amor a Dios. Algo similar sucede con los doctores de la ley, a quien también van dirigidos los “ayes” o lamentos: en este caso, la perversión de la religión consiste en hacer cumplir a los demás reglas humanas, innecesarias, inútiles para la salvación, surgidas de sus mentes entenebrecidas y de sus corazones corruptos, con el agravante de que hacen cumplir a los demás estas reglas inútiles y puramente humanas, mientras que ellos, los doctores de la ley, no las cumplen.

En los dos casos los ayes o lamentos están plenamente justificados porque en ambos, en los fariseos y en los doctores de la ley, el amor dinero en los primeros y el apego al formalismo de reglas puramente humanas en los segundos, tiene una consecuencia devastadora para la vida del alma, porque apaga en el alma el Amor de Dios; hace que la inteligencia pierda de vista la Verdad Divina y que el corazón, olvidado de la ternura y de la dulzura del Amor Divino, se apegue con dureza a las pasiones humanas y a las riquezas terrenas. En ambos casos, se desvirtúa y pervierte la religión verdadera porque se deja de lado la esencia de la religión, el Amor a Dios por sobre todas las cosas y el amor al prójimo por amor a Dios.

“¡Ay de ustedes, fariseos (…) ay de ustedes, doctores de la ley, porque se olvidan del Amor de Dios!”. No debemos creer que los ayes y lamentos de Jesús se dirigen solo hacia ellos. Cada vez que nos apegamos a las pasiones y a esta vida terrena, indefectiblemente nos olvidamos del Amor de Dios, porque deseamos esas cosas y no a Dios Uno y Trino, Quien merece ser amado en todo tiempo y lugar por el sólo hecho de Ser Quien Es, Dios de infinita bondad, justicia y misericordia. Por eso, Jesús nos dice desde la Eucaristía: “¡Ay de ustedes, cristianos, porque se apegan a los placeres del mundo y se olvidan del Amor Eterno que arde en mi Corazón Eucarístico y así me dejan solo y abandonado en el Sagrario! ¡Ay de ustedes, porque si no vuelven a Mí en la Eucaristía, permaneceréis sin Mi Presencia por toda la eternidad”.

 

sábado, 10 de julio de 2021

“Vengan conmigo a un lugar solitario, para que descansen un poco”

 


(Domingo XVI - TO - Ciclo B – 2021)

         “Vengan conmigo a un lugar solitario, para que descansen un poco” (Mc 6, 30-34). Jesús y sus discípulos se encuentran en una situación que demanda mucha actividad física, mucha atención a la gente, la cual no para de “ir y venir” en gran cantidad: “eran tantos los que iban y venían, que no les daban tiempo ni para comer”. Con toda seguridad, la multitud ya había escuchado, visto, oído, acerca de la sabiduría divina de Jesús y sus milagros, propios de un Dios y puesto que la humanidad, desde la caída de Adán y Eva, se encuentra inmersa en la oscuridad del pecado, en las tinieblas del error y en el dolor de la enfermedad y la muerte, al anoticiarse de que hay un hombre santo, un profeta, un hombre a quien Dios acompaña con sus signos, un hombre que hace milagros asombrosos, que cura todo tipo de enfermedades, que expulsa a los demonios con el solo poder de su voz, que multiplica panes y peces, que resucita muertos, entonces la gente acude adonde se encuentra este hombre, que no es otro que el Hombre-Dios, Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth.

         Ahora bien, este ir y venir de la multitud, este incremento incesante de la cantidad de gente que acude a Jesús en busca de su sabiduría, de su palabra, de su poder, de sus milagros, es tal, que no les deja tiempo, ni a Jesús ni a sus discípulos, ni siquiera “para comer”. Es por esta razón que Jesús decide hacer una pausa en medio de tanto ir y venir y llama a sus discípulos para que estén con Él “en un lugar solitario”, a fin de que “puedan descansar”. Esto, que es naturalmente necesario –como también es naturalmente necesaria la sana recreación, llamada “eutrapelia” por Santo Tomás-, es algo además necesario desde el punto de vista espiritual, porque los discípulos no solo necesitan descansar, físicamente hablando, sino que también necesitan estar a solas con Jesús, para descansar de tanto hablar mundano con la gente, para entablar un diálogo íntimo, de amor y de comunión de vida, con Jesucristo, quien calmará sus corazones, quitándoles la agitación que produce el trato continuo y sin pausa con los seres humanos, para concederles la paz del corazón que sólo Dios puede dar, según sus palabras: “Mi paz os dejo, mi paz os doy, no como la da el mundo”.

 

         “Vengan conmigo a un lugar solitario, para que descansen un poco”. También a nosotros nos llama Jesús, a nosotros que vivimos inmersos en el mundo, en las ocupaciones cotidianas, a las que se suman las tribulaciones y persecuciones propias de un mundo sin Dios, y nos llama esta vez desde el sagrario, desde la Eucaristía, para que estemos con Él “a solas”, en un lugar solitario, que más que un lugar físico, es el corazón del hombre, en donde Jesús quiere hacernos escuchar su voz y hacernos sentir el calor del Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Allí, en el silencio del sagrario, en el silencio interior y exterior propios de la oración, Jesús Eucaristía nos habla a lo más profundo de nuestro ser, no solo para apartarnos del palabrería vano y sin sentido del mundo pagano que nos rodea, sino para colmarnos de su sabiduría divina y para llenar nuestros corazones con la plenitud del Amor de Dios, el Espíritu Santo. De ahí la necesidad imperiosa de hacer un alto en las actividades cotidianas y de hacer un tiempo para hacer oración, para rezar el Rosario, para hacer Adoración Eucarística, para asistir a la Santa Misa, para detenerse un momento en los quehaceres diarios y elevar la mente y el corazón a los pies de Jesús crucificado.

 

domingo, 4 de octubre de 2020

“Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá”

 


“Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá” (Lc 11, 5-13). Con el ejemplo de un hombre que acude inoportunamente a la casa de su amigo para pedirle un poco de pan a fin de convidar a otro amigo que lo ha venido a visitar de improviso, Jesús nos quiere hacer ver dos cosas: por un lado, la necesidad de la oración; por otro lado, la necesidad de que la oración sea constante y perseverante, “a tiempo y a destiempo”. En el ejemplo dado por Jesús, el amigo que está ya descansando, se levanta finalmente, por la insistencia de su amigo, a darle lo que le pide, es decir, los tres panes. Con esto nos quiere indicar Jesús que, si bien Dios, en su omnisciencia, sabe qué es lo que necesitamos -seríamos el amigo que pide los tres panes-, sin embargo quiere que se lo pidamos por medio de la oración; por otra parte, el hecho de que el amigo acuda a pedir en hora inoportuna, indica que la oración debe ser hecha a toda hora y en todo tiempo: estando despiertos, estando acostados e incluso, estando dormidos. Es decir, debemos estar en la Presencia de Dios en todo tiempo, independientemente de nuestro estado de vigilia y debemos orar sin cesar, aun sabiendo que Dios conoce nuestras necesidades. Por último, la oración debe ser, además de insistente, confiada en el Amor de Dios, porque el mismo Jesús lo dice: si entre nosotros, los hombres, que somos malos a causa del pecado, nos damos cosas buenas entre nosotros, ¿cuánto más no ha de darnos Dios, que no sólo es Bueno, sino que es la Bondad y la Santidad Increadas?

“Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá”. En el ejemplo dado por Jesús, el hombre pide a su amigo un poco de pan: nosotros hagamos lo mismo con Dios, pero pidamos no sólo el pan material, necesario para la vida corporal, sino que pidamos ante todo el Pan de Vida divina, necesario para la Vida eterna. Por lo tanto, ante el sagrario, pidamos a Jesús Eucaristía, busquemos en su Corazón Eucarístico, toquemos la puerta del Sagrario y Dios, que es Padre Bueno y Providente, nos dará algo que supera todo lo que podamos imaginar o pensar: nos dará el Corazón Eucarístico de su Hijo Jesús.

jueves, 29 de marzo de 2018

Jesús en la prisión



         Luego de ser traicionado y entregado por Judas Iscariote, Jesús es apresado en el Huerto por los guardias al servicio de Caifás. Encadenado y luego de ser conducido ante Anás y Caifás, es trasladado a la prisión. Jesús ha recibido ya la condena de muerte. Él, que es el Cordero Inmaculado, ha sido condenado a muerte por los hombres caídos en el pecado. Él, cuya pureza divina hace palidecer al sol, es condenado a morir para salvar a los hombres que viven “en tinieblas y en sombras de muerte”. El juicio ha sido injusto; los testigos han dicho solo falsedades. Jesús es condenado por decir la verdad acerca de Dios: Dios es Uno y Trino; Dios Padre es su Padre y Él es Dios Hijo y ambos, el Padre y el Hijo, envían a Dios Espíritu Santo al mundo. El juicio es injusto y mucho más la condena, porque no se puede condenar a nadie sobre la base de falsedades, medias verdades y mentiras y mucho menos se puede condenar, por decir la verdad, a Aquel que es la Verdad Encarnada, Cristo Jesús. Quienes han armado el juicio y hecho desfilar los testigos falsos, no tienen a Dios por Padre, sino al Demonio, porque el Demonio es “el Padre de la mentira” (cfr. Jn 8, 44). Nunca jamás está asistido por el Espíritu de Dios quien dice mentiras. La mentira brota del corazón humano infectado por el pecado, ya que es uno de sus frutos envenenados, como lo dice Jesús: “Es del corazón del hombre de donde surgen toda clase de cosas malas” (cfr. Mt 15, 21-23). Y luego enumera una larga serie de pecados, entre ellos, “las malas intenciones”, es decir, la mentira: “(…) las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la difamación, el orgullo el desatino”. La mentira puede también ser inducida por el Padre de la mentira, Satanás. Es decir, o proviene del hombre y su corazón corrompido por el pecado, o proviene de Satanás, o proviene de ambos, pero jamás de Dios. Nunca jamás provienen de Dios la mentira, el error, el cisma, la herejía, la falsedad, el engaño. Jesús, el Cordero Inmaculado, es la Verdad Absoluta de Dios encarnada; en Él no solo no se hayan jamás la mentira y el engaño, sino que resplandece la Verdad de Dios con todo su divino esplendor. Dios es Uno y Trino y Él, Jesús de Nazareth, es Dios Hijo encarnado, que ha venido al mundo para vencer al Demonio, para quitar el pecado del corazón del hombre y para destruir a la muerte, por medio de su sacrificio en cruz. Pero por decir la Verdad, aquellos que están guiados por el Príncipe de la mentira, lo condenan a muerte. Es un juicio inicuo y una muerte injusta, pero Jesús todo lo sufre con Amor y por Amor a Dios, su Padre, y por Amor a los hombres, a los cuales salvará al ofrecerse por ellos en el Ara Santa de la cruz.
         Ya en la prisión, habiendo recibido la sentencia de muerte, Jesús queda solo. Pero no descansan ni el Pensamiento de su Mente ni el Amor de su Corazón. Solo, en la prisión, sabiendo que ha de morir en pocas horas más, Jesús piensa en mí a cada segundo y en cada latido de su Sagrado Corazón, pronuncia mi nombre. Sí, Jesús, condenado a muerte, no piensa en Él; no piensa en lo injusto de su situación; no piensa en sus enemigos, que lo han condenado a morir; no piensa en nadie más que no sea en mí. Con su Sagrado Corazón me ama, a cada latido y con su poderosa Mente divina, piensa en mí y me nombra por mi nombre; puesto que Él es Dios eterno, el tiempo de cada hombre y de la humanidad entera están ante Él como un solo presente y es por eso que ve el momento en que Él mismo creó mi alma; el momento en el que la unió a mi cuerpo en el seno de mi madre; ve mi nacimiento, mi infancia, mi juventud, mi vida toda. Ve el día en el que infundió su Espíritu en mi espíritu por el bautismo; ve el día en el que por primera vez me alimenté de su Cuerpo y su Sangre; ve todas las veces en que su Divina Misericordia descendió sobre mi alma luego de confesar mis pecados. Ve mis alegrías y mis tristezas; ve mis esperanzas, mis desilusiones, mis fracasos y mis logros; ve a quienes amo y a quienes no amo; ve mis caídas y ve también mis pedidos de auxilio dirigidos a Él; ve también mis momentos de oscuridad, en los que pierdo el sentido de la vida y no recuerdo que Él me quiere consigo en el Reino de los cielos y que esta vida terrena es sólo una prueba, que se supera con el amor demostrado a Él y a su Padre Dios. En la prisión, Jesús no se acuerda de que hace días que no come y no bebe nada y por lo tanto desfallece de hambre y de sed: se acuerda en cambio de que tiene hambre y sed de mi alma y de amor y suspira entristecido porque se da cuenta que la mayoría de las veces no pienso en Él, sino en mí mismo y en mis cosas. En la prisión, Jesús no se acuerda que hace días que no duerme, sometido a la tensión de sus enemigos que desean su muerte, pero sí piensa en mi descanso y para que yo descanse, me deja su Corazón en la Eucaristía, para que en la adoración eucarística yo pueda, imitando a Juan Evangelista, reposar mi cabeza en su Sagrado Corazón, escuchar sus latidos de Amor y así, embriagado por su Divino Amor, descansar de tantas humanas fatigas, la inmensa mayoría de las veces, inútiles. En la prisión, Jesús ve toda mi vida, desde que fui concebido, hasta el día en que he de morir; ve el momento de mi Juicio Particular y ve mi destino eterno y para que yo pueda presentarme ante Él en el Juicio Particular, con las manos cargadas de obras de misericordia, es que me deja su Corazón Eucarístico, lleno del Amor de Dios, para que alimentándome yo de su Amor, pueda ser misericordioso con mis hermanos más necesitados y así escuchar, al final de mi vida terrena y al inicio de mi vida eterna, estas dulces palabras salidas de su boca: “Ven, siervo bueno, porque fuiste fiel en el Amor, entra a gozar de tu Señor”. Pero Jesús se apena cuando se da cuenta de que casi siempre, atraído por los falsos brillos multicolores del mundo y por sus cantos inhumanos, me olvido de su Presencia Eucarística, no me alimento del Amor de su Sagrado Corazón y mi corazón se vuelve oscuro y frío, porque no tiene en Él el Amor de Dios. En la prisión, Jesús está solo. Pero su Mente piensa en Mí y su Corazón late de Amor por mí. Sólo por mí. El Hombre-Dios, en su prisión de amor, el sagrario, renueva la soledad de la prisión de la noche del Jueves Santo y renueva también sus pensamientos y sus latidos de amor por mí. Jesús no quiere salir de la prisión; no quiere que su Padre envíe decenas de legiones de ángeles para liberarlo: Jesús quiere permanecer en prisión, quiere sufrir hambre, sed, cansancio, estrés, pena, dolor, solo para que yo lo visite. A esto se le suma la gran tristeza de su Corazón, al comprobar que yo, el Jueves Santo, que tengo la oportunidad de estar con Él en la prisión –toda la Iglesia está ante su Presencia en la Pasión-, me distraigo con los vanos entretenimientos del mundo. La tristeza de su Sagrado Corazón se hace más y más oprimente cuando Jesús ve que, en vez de acudir yo a visitarlo en su Prisión de Amor, el sagrario, prefiero dormir, como los discípulos en Getsemaní (cfr. Mt 26, 40). ¡Jesús está en la prisión del Jueves Santo y en la Prisión de Amor, el sagrario, solo para que yo le diga que lo amo! Dios Padre le ofrece a los ángeles más poderosos del ejército celestial, para liberarlo si Él así se lo pidiera, pero Jesús no quiere ser liberado: Jesús quiere permanecer en la cárcel solo por amor a mí, solo para que yo vaya a visitarlo y decirle que lo amo. ¿Y yo qué hago? ¿Me divierto? ¿Me olvido de Jesús? ¿Pienso solo en mí? ¡Cuánta ingratitud de mi parte, oh amadísimo Jesús! ¡Oh Madre mía, Nuestra Señora de la Eucaristía! Tú también sufres, pero no solo por tu Hijo Jesús, prisionero y condenado a muerte injustamente, sino también por mí, porque siendo yo reo de muerte, justamente condenado, no me decido a acudir a los pies de mi Salvador, Cristo Jesús, que por mí está en la Eucaristía noche y día, mendigando de mí una mísera muestra de amor! Virgen Santísima, puesto que mi amor es casi nada, dame del amor de tu Inmaculado Corazón, para que pueda yo, postrado a los pies de Jesús Eucaristía, pensar en Jesús y amar a Jesús, así como Él, en el Jueves Santo y en su Prisión de Amor, piensa en mí y me ama sólo a mí.

jueves, 4 de enero de 2018

“Hemos encontrado al Mesías”


“Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1, 35-42). En breves líneas, el Evangelio describe tres momentos de la vida de Andrés, que no solo cambiaron su existencia para siempre, sino que constituyen el ideal de todo cuanto un hombre puede desear vivir en esta tierra, y también en la vida eterna. En efecto, al inicio, Andrés está con un hombre elogiado por el mismo Jesucristo en Persona, Juan el Bautista; de él dijo Jesús: “No hay hombre más grande nacido de mujer”, y la razón es no solo la pureza del espíritu del Bautista y el estar él inhabitado por el Espíritu Santo –es el Espíritu quien le enseña que Jesús es el Hombre-Dios, estando todavía en el vientre de su madre, Santa Isabel-, sino que es el que anuncia al Mesías. Estando con Andrés, es Juan el Bautista quien señala a Jesús y dice: “Éste es el Cordero de Dios”. Esta es una primera noticia que recibe Andrés, el saber que Jesús es el Cordero de Dios. ¡Cuántos hombres de buena voluntad y sincero amor a Dios, nacen en lugares en donde el Evangelio, o no puede ser predicado, o no ha sido aún predicado, y no conocen a Jesús, el Cordero de Dios, Presente en la Eucaristía! Ya por este solo hecho, Andrés puede considerarse el más afortunado de los hombres. Sin embargo, su buena fortuna no finaliza allí: al escuchar que Jesús es el Cordero de Dios, lo sigue y lo alcanza junto a Felipe, Jesús le pregunta qué es lo que desean, y ellos le preguntan “dónde vive”, a lo que Jesús les responde: “Vengan y lo verán”, y van con Jesús, para estar con Él durante el resto del día. Muchos hombres, deseosos de bien, de amor, de paz, de justicia, de alegría, de felicidad, buscan estos bienes incansablemente, sin saber que se encuentran todos, sin límite, en la compañía de Jesús Sacramentado, al pie del sagrario, pero no lo saben, porque no tienen a nadie que se los diga. Por último, en el Evangelio se narra que, luego de haber estado con Jesús, Andrés va al encuentro de su hermano Simón Pedro y le anuncia la hermosa noticia: “Hemos encontrado al Mesías”. En adelante, anunciar al Mesías se convertirá en la razón de vivir de Andrés, al tiempo que será lo que le granjeará la entrada en el Reino de los cielos, reservada para quienes dan sus vidas por el Cordero de Dios. Al recordar a Andrés, reflexionemos en cómo nosotros hemos recibido, no solo el anuncio del Mesías, sino la gracia santificante que nos ha convertido en hijos adoptivos de Dios; hemos recibido la fe católica, que nos enseña que Jesús está en la Eucaristía, en el sagrario, y allí estará “todos los días, hasta el fin del mundo”, para acompañarnos. Demos a nuestros prójimos el mismo anuncio que dio Andrés a Simón; parafraseando a Andrés, digamos a nuestro prójimo: “Jesús es el Cordero de Dios, lo hemos encontrado, Él es el Mesías, vive en el sagrario, y te espera, para darte todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico”.  

martes, 4 de julio de 2017

“¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!”


“¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!” (Mt 8, 23-27). Jesús sube a la barca con sus discípulos; en el transcurso de la navegación, se desata una “tormenta tan grande, que las olas cubrían la barca”, dice el Evangelio. Sin embargo, extrañamente, y a pesar de esta “gran tormenta”, Jesús duerme: “Mientras tanto, Jesús dormía”. Con toda seguridad, cansado por el caminar propio del apostolado, Jesús, rendido de cansancio, duerme, y duerme tan profundamente, que las olas, que con toda seguridad lo mojaban, no logran despertarlo. Entre tanto, es tal la cantidad de agua que entra en la barca, y tan intenso el oleaje y el viento, que los discípulos temen que la barca se hunda en pocos segundos. Por ese motivo, acuden a Jesús para despertarlo, con urgencia: “¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!”. Jesús se despierta y ordena al viento y al mar que se calmen, con lo cual la tormenta cesa repentinamente, volviendo la calma a los discípulos. Sin embargo, antes de hacer cesar a la tormenta, Jesús, apenas despierto, se dirige a los discípulos con una frase que encierra un misterio: “Él les respondió: “¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?”. Esta respuesta de Jesús deja entrever que sus discípulos no tenían fe en Él o su fe era muy escasa, y esto debido al hecho de que veían a Jesús dormido. Es decir, al estar dormido Jesús, los discípulos desconfiaban de que Jesús pudiera hacer algo, por lo que los invade el miedo a naufragar.
La misma situación se repite hoy: la barca, que es la Iglesia, y que navega en las procelosas aguas del mundo y de la historia, se encuentra agitada y vapuleada, en medio de una de las más grandes crisis de su existencia, y al contemplar la situación con ojos humanos, pareciera que está a punto de ser hundida, pues las fuerzas del infierno, representadas en la furia del viento y del mar, dan la impresión de hundirla en cualquier momento. A esto se le suma el “silencio de Dios”, es decir, es como si Dios estuviera ausente o distante de la crisis que amenaza con hundir a su propia Iglesia, lo cual puede conducir a que alguno de nosotros experimente la tentación de la desconfianza y, en consecuencia, el miedo al pensar que Jesús no intervendrá. Sin embargo, Jesús no está dormido; está en su Barca, que es la Iglesia, en el sagrario, y desde allí la gobierna, con su Espíritu. Por este motivo, acudamos al sagrario para adorar a Jesús y para pedirle serenidad y calma en estos tiempos de enorme tempestad.


jueves, 9 de marzo de 2017

“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá”


“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá” (Mt 7, 7-12). Jesús nos garantiza que, si pedimos, se nos dará; si buscamos, encontraremos; si llamamos, se nos abrirá. Es Palabra de Cristo, lo cual quiere decir “Palabra de Dios”, porque Cristo es Dios. Jesucristo nos anima a pedir, a buscar, a llamar, con la certeza total de que seremos escuchados y nuestras peticiones serán atendidas: “Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá”. Entonces, como es “Palabra de Dios”, estamos más que seguros de que lo que pidamos, se nos dará; lo que busquemos, encontraremos, y cuando llamemos, se nos abrirá. Pero entonces, se nos presenta un dilema: ¿qué pedir?, ¿qué buscar?, ¿adónde llamar?

Llevados de la mano de María, como un niño pequeño es llevado por su madre, amorosa, pidamos, busquemos y llamemos: pidamos participar de la Pasión de Jesús en cuerpo y alma; busquemos vivir en gracia y postrados ante la cruz, besando con amor y devoción sus pies ensangrentados; toquemos a las puertas del sagrario, llamemos al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, le pidamos entrar en Él a través de su Costado traspasado, y quedémonos ahí, para siempre.

jueves, 18 de febrero de 2016

“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá"


“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá” (Mc 7, 7-12). Jesús nos anima a pedir a Dios, confiando en su bondad divina: “Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá”. Más adelante, insiste todavía en la bondad de Dios, animándonos aún más a pedir: “Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará cosas buenas a aquellos que se las pidan!”.
Ahora bien, es un hecho que “no sabemos pedir como conviene” (cfr. Rom 8, 26). Y no sabemos pedir porque cuando lo hacemos pedimos cosas del mundo –pedimos salud, trabajo, dinero, pasarla bien, que desaparezcan las tribulaciones-, lo cual significa pedir en contra de Dios y de nuestra salvación: “Piden y no reciben, porque piden con malos propósitos, para gastarlo en vuestros placeres” (Sant 4, 3). Si deseamos cosas del mundo, estamos pidiendo con “malos propósitos” y nos convertimos, según Santiago, en “almas adúlteras”, porque nos convertimos en amigos del mundo y en enemigos de Dios, ya que el que se hace amigo del mundo inmediatamente se vuelve enemigo de Dios: “¡Oh almas adúlteras! ¿No saben que la amistad del mundo es enemistad hacia Dios? Por tanto, el que quiere ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Sant 4, 4). Según lo que hemos visto hasta aquí, lo que tenemos es, por un lado, la promesa de Jesús de que lo que pidamos nos será dado, porque “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8) y bondad infinita y porque así nos lo prometió Jesús; por otro lado, tenemos nuestra ignorancia acerca de lo que debemos pedir para nuestra salvación.
¿Qué debemos entonces pedir? Debemos pedir tesoros, pero no terrenos, sino celestiales; debemos pedir la gracia de la conversión y de la salvación eterna, para nosotros, para nuestros seres queridos, para todo el mundo; debemos pedir participar de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo “en cuerpo y alma”[1]; debemos pedir amar a Jesús Dios por lo que Es, Dios de infinita bondad y misericordia, y no por lo que da; debemos pedir la gracia de morir, antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado; debemos pedir que la Divina Misericordia descienda sobre los moribundos de este día, para que ninguno se condene y todos se salven; debemos pedir la gracia de amar a Jesús como lo ama la Virgen, con su mismo amor y con su mismo Inmaculado Corazón.
Son estos tesoros celestiales los que debemos pedir,  pero hay algo más, y es lo que Dios quiere para nosotros; qué cosa sea esto, nos lo dice el Apóstol Santiago: “¿O piensan que la Escritura dice en vano: Él celosamente anhela el Espíritu que ha hecho morar en nosotros?” (Sant 4, 2-3). El Apóstol Santiago nos dice que Dios “anhela para nosotros el Espíritu (Santo)”: aquí está entonces lo que debemos pedir, según la Voluntad de Dios y no según la nuestra: debemos pedir el Espíritu Santo. También nos lo dice Jesús, en el Evangelio paralelo a este pasaje: “Mi Padre dará el Espíritu Santo al que se lo pida” (Lc 11, 13).
“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá”. A través de la oración –que es la que consigue los bienes que nos permiten responder a los deseos de Dios-, debemos –parafraseando a Jesús- “llamar” a las puertas del sagrario, debemos “buscar” en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, debemos “pedir” a Jesús Eucaristía el Espíritu Santo, que viene a nosotros en la Sangre del Corazón traspasado de Jesús y vertida en el cáliz eucarístico.



[1] Cfr. Liturgia de las Horas, I Semana del Tiempo de Adviento.

martes, 14 de julio de 2015

“Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación”


“Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16, 15-20). Jesús resucitado se aparece a sus discípulos y los envía a la misión: el terreno a misionar es “toda la creación” (todo el mundo) y el objetivo de la misión es “anunciar la Buena Noticia”. ¿Cuál es la Buena Noticia? La Buena Noticia de que Él, el Hijo de Dios encarnado, ha muerto en cruz y ha resucitado, para no solo perdonar los pecados, destruir la muerte y derrotar al demonio, sino ante todo, para conceder la filiación divina a todos y cada uno de los que crean en Él, para convertirlos hijos adoptivos de Dios y en herederos del Reino. La Buena Noticia es también que Él se ha quedado en medio de nosotros, en la Eucaristía, en el sagrario, para acompañarnos “todos los días, hasta el fin del mundo”, para consolarnos en nuestras penas, para fortalecernos en nuestras debilidades, y para donársenos como Pan Vivo bajado del cielo, que concede a quien lo consume con fe y con amor, todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, que es el Amor trinitario de Dios Uno y Trino.

Es esta la Buena Noticia que todo cristiano debe anunciar: que Jesús no solo ha resucitado y ha dejado libre y vacío el sepulcro, sino que, a partir de Domingo de Resurrección, está en cada sagrario, en la Eucaristía, en acto de donación de su Ser divino trinitario y de todo el Amor infinito y eterno de su Sagrado Corazón. El cristiano debe anunciar esta Buena Noticia, que permite que todas las buenas noticias humanas sean verdaderas y buenas y tengan sentido, y sin la cual, ninguna noticia es buena en realidad. Pero a su vez, la Buena Noticia del Evangelio de Jesús, de su muerte y resurrección y de su Presencia gloriosa y resucitada en la Eucaristía, es a la vez el preludio de otra Buena Noticia: esta vida terrena es corta, muy corta, y da lugar a la feliz eternidad en la contemplación cara de las Tres Divinas Personas, en el Reino de los cielos. Por esta Buena Noticia, el cristiano considera a las cosas de este mundo como pasajeras, y por eso no se asusta, si son malas, porque no durarán mucho tiempo, y tampoco se alegra en demasía, sin son buenas, porque lo que la alegría que le espera en el Reino de los cielos es infinitamente superior a toda alegría terrena. Porque la Buena Noticia de Jesucristo, con su promesa de amor infinito, de alegría eterna y de dicha inimaginable, en la comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas, trasciende los límites espacio-temporales de esta vida terrena para proyectarse hacia la eternidad, es que el cristiano considera caducas a todas las cosas de la tierra y repite, junto con Santa Teresa: “Tan alta vida espero, que muero porque no muero”.

martes, 9 de diciembre de 2014

“Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados y Yo los aliviaré”


“Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados y Yo los aliviaré” (Mt 11, 28-30). Para quienes estén “afligidos y agobiados”, Jesús promete alivio; sin embargo, contrariamente a lo que pudiera parecer, el alivio no se dará por el quite del peso que provoca la aflicción y el agobio, sino por el intercambio de ese peso por otro peso: quien acuda a Él, debe darle el peso de la aflicción y el agobio, pero tomar a cambio, el peso de su yugo: “Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados, y Yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes Mi yugo…”. 
Es decir, quien acuda a Jesús agobiado por el peso de la aflicción, se verá libre de este peso, pero recibirá en cambio otro peso, el peso del “yugo de Jesús”, el cual deberá cargarlo; paradójicamente, sin embargo, este intercambio de pesos –el afligido le da el peso de su aflicción y Jesús le da el peso de su yugo- provocará el alivio de la aflicción de quien acude a Jesús: “Yo los aliviaré”. Pareciera entonces una contradicción: estar agobiados por un peso –el de la aflicción- y para ser aliviados de la misma, hay que recibir otro peso –el del “yugo de Jesús”-. 
Parece, pero no lo es, porque toda la cuestión se centra en qué es el “yugo de Jesús”: como Jesús lo dice, es “suave y ligero”, es decir, no es pesado, por lo que, en el intercambio de cargas, Jesús queda con la parte más pesada, mientras que quien acude a Jesús con el peso de la aflicción, recibe el peso del “yugo de Jesús”, que en realidad es “suave y ligero”, es decir, es prácticamente igual a no llevar nada de peso. Quien acude a Jesús, descarga sobre Él el peso de la aflicción, y se lleva en cambio su yugo, que no pesa nada. ¿Y en qué consiste este “yugo de Jesús”? El yugo de Jesús es su cruz y la cruz de Jesús se la lleva como Él mismo la lleva, con mansedumbre y humildad de corazón: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. 
Quien está afligido y agobiado, debe entonces acudir a Jesús, descargar sobre Él el peso de su aflicción y recibir a cambio su “yugo”, que es su cruz, y llevarla con mansedumbre y humildad, y así encontrará alivio, porque el corazón humano no ha sido hecho para otra cosa que para ser una imitación del Sagrado Corazón de Jesús, manso y humilde como un cordero.

Por último, Jesús dice que “vayamos a Él” los que estemos “afligidos y agobiados”. ¿Dónde está Jesús, para ir a descargar el agobio de nuestra aflicción y recibir a cambio la suavidad de su yugo, para llevarlo con mansedumbre y humildad de corazón y así ser aliviados por Él? Jesús está en el sagrario, está en la Eucaristía, porque Él es el Dios del sagrario, el Dios oculto en la Eucaristía, que se revela a los ojos del alma a quien lo busca con humildad, con fe, con amor, y con un corazón contrito y humillado.

jueves, 27 de marzo de 2014

“El primer mandamiento es: “Amarás al Señor tu Dios (…) y al prójimo como a ti mismo…”


“El primer mandamiento es: “Amarás al Señor tu Dios (…) y al prójimo como a ti mismo…” (Mc 12, 28-34). Un escriba se acerca a Jesús y le pregunta acerca del primer mandamiento. Jesús le dice que es amar a Dios por sobre todas las cosas, con todas las fuerzas del ser, del pensamiento y del corazón de que es capaz el hombre, y que el segundo es amar al prójimo. Luego, en el Catecismo, se enseña a los niños cristianos, estos mandamientos, con lo que alguien podría deducir que Jesús no enseñó nada nuevo y que entre la religión judía y la cristiana no hay diferencias esenciales, porque sus mandamientos centrales son substancialmente idénticos. Sin embargo, no es así, porque Jesús enseña un mandamiento verdaderamente nuevo y solo en su formulación es similar, y es tan nuevo, que se puede decir que es completamente distinto al de la religión judía. Primero, porque en lo que respecta a Dios, se trataba de Dios Uno y no Trino, y era el amor meramente natural que todo hombre debe a Dios por ser Él su Creador; y con respecto al prójimo, los judíos consideraban como “prójimos” solamente a los que pertenecían a su raza, de modo que quedaban excluidos de este mandamiento todos aquellos que no eran hebreos de nacimiento.
Pero la novedad radical del Mandamiento Nuevo de Jesús hay que buscarla en la Última Cena, cuando Jesús dice: “Un mandamiento nuevo os doy: ‘Amaos los unos a los otros como Yo os he amado’”. Jesús re-formula el mandamiento: ahora ya no se trata de amar al prójimo con las solas fuerzas del amor humano, como antes, sino “como Él nos ha amado”, es decir, con la fuerza del amor de la cruz, y como en este mandamiento está implícito el amor a Dios, también a Dios hay que amar ahora no como antes, con las solas fuerzas del ser humano, “con todo el corazón, con toda la mente”, es decir, con todas las fuerzas de que es capaz el hombre: ahora se trata de amar a Dios “como Él nos ha amado”, con la cruz, con la fuerza del Amor de la cruz, y es por esto que el mandamiento de Jesús es radicalmente nuevo, porque el Amor de la cruz es el Amor del Hombre-Dios, que es el Amor del Espíritu Santo, la Persona Tercera de la Trinidad, la Persona-Amor.

“¿Cuál es el primero de los mandamientos?”. También nosotros le hacemos esta pregunta a Jesús en el sagrario y en la cruz, y Jesús nos contesta: “Amar a Dios y al prójimo, como Yo los he amado, desde la cruz, y como los continúo amando, desde la Eucaristía”.

jueves, 23 de enero de 2014

“Los demonios se tiraban a los pies de Jesús gritando: ‘¡Tú eres el Hijo de Dios!’”

“Los demonios se tiraban a los pies de Jesús gritando: ‘¡Tú eres el Hijo de Dios!’” (Mc 3, 7-12). Mientras Jesús se encuentra en Galilea, en la orilla del mar, curando a mucha gente, los demonios se arrojan a sus pies gritando: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”. Uno de los problemas que plantea este Evangelio es esta expresión, es decir, qué querían decir los demonios cuando decían a Jesús: “Hijo de Dios”. Según lo que nos enseña la Teología, los demonios no tienen conocimiento intuitivo, directo, de Dios; es decir, no podían saber, de ninguna manera, por visión directa, que Jesús era la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, pero sí podían, por conjeturas externas, y ayudados por su inteligencia angélica, suponer que es Hombre, Jesús de Nazareth, que obraba grandes prodigios y que tenía sobre ellos un enorme poder, era realmente Dios como decía ser. Muy probablemente, los demonios, al ser expulsados por Jesús, experimentarían la fuerza divina del mismo Dios que los había creado y entonces, recordando a su Creador, reconocerían en Jesús de Nazareth la fuerza de Dios omnipotente, y por eso le decían: “Tú eres el Hijo de Dios”.
Aunque por otro lado Santo Tomás dice que si los demonios “hubieran sabido perfectamente y con seguridad que Jesús era el Hijo de Dios y cuáles serían los frutos de su Pasión, jamás habrían buscado la crucifixión del Señor de la Gloria”. Sea como sea, el caso es que, en este Evangelio, como a lo largo de todo el Evangelio, los demonios se arrojan a los pies de Jesús, reconociéndolo como al “Hijo de Dios”.

Y aquí viene otro problema que nos plantea este Evangelio. Si los demonios reconocen a Jesús como Hijo de Dios, y se arrojan a sus pies, ¿por qué los cristianos, por quienes Jesús dio su vida en la Cruz, no reconocen a Jesús en la Eucaristía y se postran a sus pies en adoración? Si los demonios, que ya no pueden amar más a Jesús, ni lo quieren amar más, reconocen a Jesús como Hijo de Dios y se arrojan a sus pies, ¿por qué los cristianos, por quienes Jesús se entrega día a día en el altar no acuden a recibir su Amor en la Eucaristía? Si los demonios, a pesar suyo, obligados por la Divina Justicia, dan testimonio de Jesús y lo reconocen como Hijo de Dios, ¿por qué los cristianos no acuden al sagrario a adorarlo en la Eucaristía, día y noche, reconociéndolo en la Eucaristía como al Hijo de Dios? 

martes, 19 de noviembre de 2013

“Quiero alojarme en tu casa”


“Quiero alojarme en tu casa” (Lc 19, 1-10). Jesús le pide a Zaqueo “alojarse en su casa”. A los ojos de los demás, el pedido de Jesús provoca escándalo, porque Zaqueo es conocido por su condición de pecador, es decir, de alguien que obra el mal y puesto que el mal y el bien son antagónicos e irreconciliables, un hombre santo, como Jesús, no puede entrar en casa de un pecador, como Zaqueo, so pena de “contaminarse”. Esto llevaba a los fariseos, quienes se consideraban a sí mismos “santos y puros”, a no hablar siquiera con aquellos considerados pecadores, para no “contaminarse” de su mal, y es lo que justifica el escándalo que les produce el deseo de Jesús de querer alojarse en casa de Zaqueo.
Pero Jesús es Dios y por lo tanto, no se cree puro y santo como los fariseos, sino que Es Puro y Santo, por ser Él Dios de infinita majestad y perfección. Esta es la razón por la cual el corazón pecador que se abre ante su Presencia, ve destruido el pecado que lo endurecía, al tiempo que lo invade la gracia que lo convierte en un nuevo ser. Jesús no solo no teme “contaminarse” con el pecado, sino que Él lo destruye con su poder divino y lo destruye allí donde anida, el corazón del hombre. Sin embargo, la condición indispensable –exigida por la dignidad de la naturaleza humana, que es libre porque creada a imagen y semejanza de Dios, que es libre-, para que Jesús obre con su gracia, destruyendo el pecado en el corazón humano y convirtiéndolo en una imagen y semejanza del suyo por la acción de la gracia, es que el hombre lo pida y desee libremente este obrar de Jesús. Y esto es lo que hace Zaqueo, precisamente, puesto que demuestra el deseo de ver a Jesús subiéndose a un árbol primero y aceptando gustoso el pedido de Jesús de alojarse en su casa.
El fruto de la acción de la gracia de Jesús en Zaqueo –esto es, la conversión del corazón-, se pone de manifiesto en la decisión de Zaqueo de “dar la mitad de sus bienes a los pobres” y de “dar cuatro veces más” a quien hubiera podido perjudicar de alguna manera. Esto nos demuestra que el encuentro personal con Jesús, encuentro en el cual el alma responde con amor y con obras al Amor de Dios encarnado en Jesús, no deja nunca a la persona con las manos vacías: todo lo contrario, la deja infinitamente más rica que antes del encuentro, aunque parezca una paradoja, porque si bien Zaqueo renuncia a sus bienes materiales, adquiere la riqueza de valor inestimable que es la gracia de Jesús, la cual transforma su corazón de pecador, de endurecido que era, en un corazón que late al ritmo del Amor Divino.

“Quiero alojarme en tu casa”. Lo mismo que Jesús le dice a Zaqueo, nos lo dice a nosotros desde la Eucaristía, porque Él quiere alojarse en nuestra casa, en nuestra alma, para hacer de nuestros corazones un altar, un sagrario, en donde Él more y sea amado y adorado noche y día. Al donársenos en Persona en la Eucaristía, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, Jesús nos da una muestra de amor infinitamente más grande que la que le dio a Zaqueo, porque Jesús entró en la casa material de Zaqueo, pero no en su alma, y no se le dio como Alimento celestial, como sí lo hace con nosotros. Considerando esto, debemos preguntarnos si, al Amor infinito, eterno e inagotable del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús -demostrado y donado sin límites en cada comunión eucarística-, respondemos, al menos mínimamente, como Zaqueo. ¿Estamos dispuestos a dar “la mitad de nuestros bienes” a los pobres? ¿Estamos dispuestos a dar “cuatro veces más” a quien hayamos perjudicados, sea material o espiritualmente? Si no estamos dispuestos a esto, es que nuestro corazón, a pesar de entrar Jesús en nuestra casa, es decir, en nuestra alma, por la comunión eucarística, no ha permitido ser transformado por la gracia santificante. Y si esto es así, debemos pedir a San Zaqueo que interceda por nosotros, para que tengamos al menos una ínfima parte de ese amor de correspondencia con el que él amó a Jesús. 

miércoles, 17 de julio de 2013

"Venid a Mí los que estéis afligidos y agobiados y Yo os aliviaré"

            

         "Venid a Mí los que estéis afligidos y agobiados y Yo os aliviaré" (Mt 11, 28-30). Desde el sagrario, Jesús nos invita a acercarnos a Él, en su Presencia eucarística y a confiarle nuestros dolores, nuestras angustias, nuestras penas, las cuales, en determinado momento, pueden volverse tan duras y pesadas, que lleguen a provocar agobio en el alma. "Agobio" significa: "cargado de espaldas o inclinado hacia adelante", y los sinónimos de "afligido" son: "abatido", "angustiado", "abrumado", "apenado", "atribulado", "deprimido", "melancólico", angustiado". En ambos casos, tanto la aflicción como el agobio, pueden ser ocasionados por un exceso de peso físico, pero en el sentido de Jesús, es ante todo y principalmente, en un sentido espiritual, porque el hombre puede estar "cargado de espaldas o inclinado hacia adelante", además de "abatido", "angustiado", "abrumado", etc., de un modo puramente espiritual. Es para esta aflicción y agobio para la cual Jesús promete el alivio si acudimos a Él, si lo visitamos en el sagrario.
          "Venid a Mí los que estéis afligidos y agobiados y Yo os aliviaré". Jesús entonces nos llama y nos invita al sagrario, para que allí le contemos acerca de nuestras vidas, acerca de absolutamente todo lo que nos pasa, y principalmente acerca de aquello que nos agobia, pero no porque Él no lo sepa, ya que siendo nuestro Dios, es nuestro Creador, nuestro Salvador y nuestro Redentor, sino porque quiere que confiemos en Él, así como se confía el hijo con su padre, el hermano con el hermano, el amigo con el amigo. Y quiere que se lo confiemos porque la confianza es señal de amor, es una muestra de amor: confío en mi amigo, en mi madre, en mi padre, y por eso acudo a ellos, sabiendo que el amor no defrauda; de la misma manera, acudo a Jesús con confianza, para recibir su Amor infinito que no defrauda jamás, porque el suyo es un Amor "más fuerte que la muerte" (Cant 8, 6.
          Sin embargo, al acercarnos, Jesús nos pide algo: que carguemos su yugo: "Cargad sobre vosotros mi yugo y aprendan de Mí que soy paciente y humilde de corazón y así obtendréis alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana". La condición para encontrar alivio a los pesares de esta vida es "cargar el yugo" de Jesús, y el yugo de Jesús no es otra cosa que la Cruz, la cual es pesada pero para Él, por es Él quien lleva la Cruz por nosotros y para nosotros, convirtiendo nuestra propia cruz en algo liviano, quitándole el peso agobiante: "Porque mi yugo es suave y mi carga liviana".
          "Venid a Mí los que estéis afligidos y agobiados y Yo os aliviaré". Jesús nos invita a que acudamos a Él en los pesares y en las aflicciones, en las tribulaciones y en los dolores, para aliviarlos, pero "alivio" no quiere decir "desaparición"; Jesús no promete hacer desaparecer las penas y dolores, sino aliviarlas y esto sucede cuando le confiamos lo que nos agobia, porque ahí es cuando Jesús toma sobre su Cruz la nuestra. Y así, llevando Él sobre su Cruz nuestros dolores, debido a que Él Dios Tres veces Santo y santifica todo lo que toca, santifica de esta manera nuestros dolores. No los hace desaparecer: los santifica, y así nos concede el alivio, porque ese dolor, esa pena, esa aflicción, así santificados por la Cruz de Jesús, se convierten en fuente de santidad para uno mismo, para los seres queridos y para muchos otros más.

          "Venid a Mí los que estéis afligidos y agobiados y Yo os aliviaré". Obedeciendo a su voz, acudimos al sagrario cargados de dolores y penas y allí Jesús transforma nuestras vidas, porque el fruto del hablar confiado y filial con Jesús en el sagrario, es el alivio de las mismas: "Venid a Mí los que estéis afligidos y agobiados y Yo os aliviaré". En la visita al sagrario, al Prisionero de Amor, se cumplen entonces las palabras del Salmo: "Al ibar iban llorando, llevando la semilla; al volver, vuelven cantando, trayendo la gavilla". Jesús en el sagrario transforma el dolor que llevamos, simbolizado en la semilla, en alegría, simbolizada en la gavilla, es decir, en el fruto de la cosecha, y esto porque Jesús siembra su semilla de gracia, de paz y de amor en nuestros corazones, cada vez que nos acercamos a Él en el sagrario.

martes, 16 de julio de 2013

“Te alabo Padre, porque has dado a conocer estas cosas a los pequeños”


“Te alabo Padre, porque has dado a conocer estas cosas a los pequeños” (Mt 11, 25-27). En su infinita sabiduría y bondad, Dios Padre da a conocer “cosas a los pequeños”, al tiempo que las oculta “a los sabios y prudentes”, y esto motiva la alabanza de Jesús. ¿Qué son estas “cosas” que Dios Padre da a conocer? ¿Quiénes son los humildes y pequeños?
Las “cosas” son los misterios de Cristo: Dios Padre da a conocer, de modo secreto e íntimo, que Jesús no es un hombre cualquiera, pero tampoco un profeta santo, y ni siquiera el más santo entre los santos: es Dios Hijo en Persona, que se ha encarnado en una naturaleza humana, para que la invisibilidad de Dios se haga visible en su Cuerpo humano; Dios Padre da a conocer el poder de su Hijo, que se manifiesta en los innumerables milagros que se suceden a lo largo del Evangelio y se continúan por medio de su Iglesia en el tiempo y en el espacio: la expulsión de demonios, la multiplicación de panes y peces, la resurrección de muertos; Dios Padre da a conocer “cosas” como la Presencia real de su Hijo en la Eucaristía, como Pan de Vida eterna, y en el sagrario, como Prisionero de Amor; Dios Padre da a conocer a los pequeños que Jesús dona el Espíritu Santo, en la efusión de Sangre de su Sagrado Corazón en la Cruz, y renueva este Don de dones cada vez, en la Santa Misa, renovación incruenta del Sacrificio del Calvario.

Los “pequeños”, a quienes Dios Padre, susurrándoles al corazón, les hace conocer los misterios de su Hijo, son aquellos que poseen un corazón contrito y humillado y una conciencia de ser nada más pecado delante de Dios; son misterios que solo pueden ser recibidos por los humildes, por los que “se estremecen ante la Palabra de Dios”, por los que saben que sin Cristo, Hombre-Dios, y su gracia, “nada pueden hacer”; los “pequeños” son aquellos que, imitando a Jesús Camino, Verdad y Vida, en su mansedumbre y humildad, pasan desapercibidos para el mundo, que alaba solo a los que se extravían por las oscuras sendas del error, de la muerte, de la soberbia y de la concupiscencia de vida. Finalmente, los pequeños son aquellos que “se vuelven pequeños como niños”, y como niños recién nacidos, se dejan llevar dulcemente en los brazos maternales de María y son arrullados por los latidos de amor del Inmaculado Corazón de la Madre de Dios.

jueves, 22 de noviembre de 2012

“Habéis convertido mi casa de oración en una cueva de ladrones”


  
“Habéis convertido mi casa de oración en una cueva de ladrones” (Lc 19, 45-48). La ira de Jesús se desata cuando comprueba la profanación del templo que supone la presencia de vendedores en él. Como bien dice Jesús, el templo es “casa de oración”, y ellos la han convertido en “cueva de ladrones”. Pero hay algo que llama la atención, y es que Jesús se atribuye la condición de dueño del templo, porque dice: “Habéis convertido mi casa de oración en una cueva de ladrones”.
         No se trata de un exceso de celo de un maestro religioso hebreo, que en un exceso de moralidad, trata de poner orden en el templo del Pueblo Elegido. Mucho más que eso, Jesús es el verdadero, real, y único Dueño del templo, puesto que Él es el Dios al cual el templo está dedicado. Sin Él, ni el templo, ni los sacerdotes, ni los fieles, tienen razón de ser; es por esto que su indignación e ira están más que justificadas, pues el Pueblo Elegido ha pervertido el uso original, único y exclusivo del templo, que es la oración y la adoración al Dios Viviente.
         Pero esta indignación de Jesús no se limita solamente a los vendedores y cambistas de su tiempo, sino a los cristianos que profanan sus cuerpos con modas, música y costumbres escandalosas. El motivo es que la presencia de vendedores de palomas y bueyes, y la presencia de cambistas, presencia extemporánea ya que nada tiene que ver con la realidad del templo, tiene además un sentido figurado de realidades sobrenaturales: son una representación de los ídolos a los cuales los cristianos adoran, desplazando a Cristo de sus corazones y poniéndolos a estos en su lugar.
         Esto es así porque Cristo ha convertido, a cada cristiano, en el día de su bautismo, en un templo consagrado a Dios y a su Espíritu, y por esta misma gracia, ha convertido sus corazones en altares, sagrarios y custodias en donde alojarse Él en su Presencia sacramental. Es por esto que San Pablo dice: “El cuerpo es templo del Espíritu Santo” (1 Cor 6, 19). Y si el cuerpo es templo del Espíritu Santo, el corazón es altar y sagrario de Jesús Eucaristía. El cristiano no tiene otra misión ni otra razón de ser en esta vida terrena, que ser templo del Espíritu y sagrario de Jesús Eucaristía. Si su cuerpo es profanado, profana a la Persona del Espíritu Santo, a quien su cuerpo había sido consagrado el día del bautismo; si su corazón es profanado, con amores y deseos impuros, carnales, codiciosos, lascivos, vengativos, profana a Jesús, para quien ese corazón había sido consagrado como altar y sagrario suyo.
         Cuando se ven la multitud inmensa de jóvenes que profanan sus cuerpos con modas escandalosas; cuando en sus corazones resuena música indigna e indecente no ya de un cristiano sino de un ser humano, como la música cumbia, la música rock, especialmente el rock “heavy” o pesado, explícitamente satánico; cuando se ve que generaciones enteras son introducidas en el ocultismo y la brujería por sagas de películas esotéricas que pasan por “aptas para todo público”; cuando la gran mayoría de los jóvenes prefiere empapar sus cerebros en alcohol en la llamada “previa”, llenando de alcohol sus cuerpos, que son templos del Espíritu Santo; cuando esos mismos jóvenes saturan sus corazones con imágenes pornográficas, pensamientos lascivos, deseos lascivos, que hacen honor a Asmodeo, el demonio de la lujuria; cuando se piensa que a los adultos les importan más sus intereses y diversiones terrenas antes que Jesús Eucaristía, y así abandonan la misa dominical, dando pésimo ejemplo a sus hijos; cuando se piensa que los cristianos, la gran mayoría, han profanado sus cuerpos, que habían sido consagrados como templos del Espíritu, y en sus corazones, convertidos en altares de Dios para que Jesús Eucaristía sea allí adorado, está ocupado por ídolos de todos los tamaños, nombres y colores, se comprende la ira de Jesús, que no puede tolerar tamaña profanación. A estos cristianos, Jesús también les dice: “Habéis convertido mi casa de oración en una cueva de ladrones”. Guardémonos muy bien de cometer el mismo error, para no ser destinatarios de la justa ira de un Dios, cansado de tanta malicia que sale del corazón humano, y tomemos la decisión de vivir en gracia, de modo que nuestro cuerpo sea verdaderamente templo del Espíritu, y nuestro corazón, altar, sagrario y custodia de Jesús Eucaristía, y que en ese templo se escuche, no la música mundana, sino cantos de alabanza y gloria al Cordero de Dios.

lunes, 27 de junio de 2011

Señor, sálvanos, que nos hundimos

Señor, auméntanos la fe
en Tu Presencia Eucarística;
Tú, que gobiernas la Barca
que es la Iglesia,
y dominas la tempestad,
el espíritu del mal,
danos más fe,
para que atravesando el mar de la vida,
lleguemos al feliz Puerto
de la Santísima Trinidad
en la eternidad.

“Señor, sálvanos, que nos hundimos” (cfr. Mt 8, 23-27). Jesús y sus discípulos suben a la barca, y mientras Jesús se queda dormido, por la fatiga del viaje, se desata un temporal que amenaza con hundir la nave. Los discípulos, asustados, despiertan a Jesús, pidiéndole auxilio, porque temen el pronto hundimiento. Jesús se despierta, increpa a las olas y al viento, y la tempestad cesa.

Toda la escena tiene una simbología sobrenatural: la barca es la Iglesia, las olas y el viento del temporal, son las tribulaciones del mundo y de la historia, que azuzados por el espíritu del mal, el ángel caído, buscan hundir a la barca de Pedro. Jesús dormido en la barca representa al Jesús Eucarístico, no porque Jesús en la Eucaristía esté dormido, que no lo está, porque está vivo y glorioso, resucitado, sino porque, por regla general, no habla sensiblemente, aunque sí en el silencio y en lo profundo del alma, y por esto no puede ser escuchado con el sentido de la audición.

Pero el hecho de que esté dormido, no significa que esté ausente de lo que sucede en su barca, puesto que apenas es despertado, calma la tempestad en un instante, y reclama a sus discípulos no el hecho de que lo despierten, sino que no tengan una fe fuerte, una fe firme, vigorosa. Por eso les dice: “¡Qué poca fe!”, y con esto les está diciendo que, si hubieran tenido una fe más firme en Él, ellos mismos hubieran calmado la tempestad, ya que su poder y su gracia se habría comunicado a ellos por la fe.

Los discípulos asustados ante el embate de las olas y la fuerza del viento, representan a los bautizados en la Iglesia Católica, que tienen una fe débil en Cristo como Hombre-Dios, y en consecuencia, su oración es inconstante, débil, apresurada, mezclada con asuntos y preocupaciones mundanas; aún cuando asistan a misa -y celebren misa, en el caso de los sacerdotes-, tienen una fe insuficiente en la condición divina del Hombre-Dios, y así, ante los embates del mundo y ante la violenta embestida de los poderes oscuros del infierno, piensan que Jesús duerme, o que se desentiende de los problemas de la Iglesia, de los hombres en general, y de su vida en particular, y así flaquean aún más, y se sienten desfallecer y morir.

“¡Qué poca fe!”. El reproche de Jesús a los discípulos se dirige también hoy a los hombres y mujeres de la Iglesia, y con toda seguridad, también a nosotros, que debilitamos la fe en Cristo por creer en los ídolos del mundo. Digamos entonces: “Señor, auméntanos la fe en Tu Presencia Eucarística, y así podremos atravesar la tempestuosa existencia terrena, que muchas veces amenaza con hundirnos; Señor, auméntanos la fe en Ti, en Tu Presencia en el Sagrario, para que recurriendo a Ti en tu prisión de amor, sepamos amar y abrazar la cruz de cada día, y no nos desanimemos en la prueba; auméntanos la fe en Ti, en Tu Presencia sacramental eucarística, y así podremos atravesar con serenidad y paz este mar tempestuoso que es la vida terrena, para llegar al Puerto de la Santísima Trinidad, en la feliz eternidad".