lunes, 28 de septiembre de 2020

“El más pequeño entre vosotros es el más importante”

 


“El más pequeño entre vosotros es el más importante” (Lc 9, 46-50). Mientras están con Jesús, los discípulos se enfrascan en una discusión, centrada en “quién era el más importante” entre ellos. Esta discusión tiene su origen en el pecado original, porque se trata claramente de un pecado de soberbia, pecado que busca hacer sobresalir al alma por encima de las demás, para ser alabada y ensalzada por sí misma. En el fondo, se trata de una participación al pecado de soberbia por excelencia, el pecado de soberbia cometido por el Ángel caído, Satanás, de ahí la necesidad de combatirlo y no dejarlo crecer.

Es importante la reacción de Jesús y su posterior enseñanza, que es contraria radicalmente a la postura de soberbia de sus discípulos. En efecto, mientras los discípulos discuten acerca de “quién sería el más importante” -y para ello, con toda seguridad, argüirían argumentos acerca de la importancia de saber predicar, de saber más doctrina, de tener más argumentos, etc.-, Jesús toma un niño y lo acerca a sí y dice: “El que recibe a este niño en mi nombre, me recibe a Mí y el que me recibe a Mí, recibe al que me envió”. En otras palabras, frente a la arrogancia de una mente humana desarrollada en su plenitud y capaz de elaborar complicados argumentos teológicos -como suponen los discípulos que tienen ellos y por eso se consideran importantes-, Jesús les contrapone a un niño, quien todavía no tiene uso de razón: con este ejemplo, al que hay que agregarle su otra enseñanza acerca de que: “Quien no se haga como niño, no entrará en el Reino de los cielos”, Jesús descarta, por un lado, la arrogancia de la inteligencia humana ya plenamente desarrollada y en grado de elaborar complejos teoremas teológicos, filosóficos y matemáticos y la contrapone con la mente de un niño, que no tiene esa capacidad. No quiere decir con esto, Jesús, que el discípulo cristiano debe ser aniñado, ni tampoco quiere decir que el discípulo no deba pensar por sí mismo: al contraponer y colocar como ejemplo a la niñez frente a la edad adulta, está manifestando la importancia que tiene la gracia en la inteligencia humana, porque la niñez es, en cierto sentido, imagen de la gracia santificante, que es la que da la verdadera niñez, no la cronológica, sino la que establece al alma frente a su Creador como hijo adoptivo. Esto no descarta, como decíamos, el hecho de que el discípulo no deba pensar por sí mismo: por el contrario, debe hacerlo, pero siempre guiado por la luz de la gracia, para no apartarse nunca de la Verdad y no dejarse seducir por el error y la herejía.

“El más pequeño entre vosotros es el más importante”. Parafraseando a Jesús y considerando lo que hemos dicho, que la niñez es imagen de la gracia, podríamos decir: “El que tiene mayor grado de gracia es el más importante” a los ojos de Dios, porque es el que es más niño, no cronológicamente hablando, sino espiritualmente hablando; el que tiene más gracia santificante, es el que más participa de la Vida de Dios y es por lo tanto el que más cerca está de Dios.

domingo, 27 de septiembre de 2020

“Había un hombre que arrendó su viña”

 


(Domingo XXVII - TO - Ciclo A – 2020)

          “Había un hombre que arrendó su viña” (Mt 21, 33-43). Para entender qué significado tiene, en el contexto del misterio salvífico del Hombre-Dios Jesucristo, la parábola de los viñadores homicidas, hay que determinar primero qué significado sobrenatural tienen cada uno de sus elementos naturales. Así, el dueño de la viña es Dios Padre; el heredero, al cual Él envía y los viñadores homicidas lo asesinan, es Cristo Jesús, el Hijo de Dios encarnado, la Segunda Persona de la Trinidad humanada, que muere en la Cruz a manos de los hombres pecadores; la viña es, primero la Sinagoga, Iglesia de Dios Uno y en el que se encuentran los miembros del Pueblo Elegido y después la Iglesia Católica, la Iglesia del Dios Uno y Trino, en la que se encuentran los bautizados en nombre de Cristo, los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido; los mensajeros enviados por el dueño para cobrar la renta son los justos y profetas del Antiguo Testamento, muchos de los cuales fueron asesinados en su misión de anunciar la Llegada del Mesías; los viñadores asesinos son los fariseos, escribas y doctores de la ley que, apoderándose de la Ley, de la Sinagoga y de la Religión del Dios Verdadero, se opusieron con todas sus fuerzas al Mesías, el Hijo de Dios, Cristo Jesús, cometiendo finalmente el deicidio, al condenarlo a muerte en la Cruz; la muerte del hijo del dueño a mano de los viñadores homicidas es la Muerte Redentora de Cristo Dios en la Cruz, muerte por la cual derrota a los tres grandes enemigos del hombre, el Demonio, el Pecado y la Muerte, y con la cual consigue además la gracia santificante, que convierte a los hombres, de simples creaturas, en hijos adoptivos de Dios y en herederos del Reino de los cielos.

          “Había un hombre que arrendó su viña”. Nosotros, los bautizados en la Iglesia Católica, formamos el Nuevo Pueblo Elegido, los nuevos viñadores, que estamos llamados a trabajar en la Iglesia para la conversión eucarística y la salvación de las almas. No nos comportemos como los viñadores homicidas, matando la verdadera fe en nuestros hermanos y procuremos que todos lleguen al conocimiento y amor de Jesús Eucaristía, es decir, procuremos la conversión eucarística aquí en la tierra, para que luego tengamos una feliz eternidad en los cielos.

domingo, 20 de septiembre de 2020

“A los que vosotros acusáis de obrar el mal, entrarán antes que vosotros en el Reino de los cielos”

 


(Domingo XXVI - TO - Ciclo A - 2020)

          “A los que vosotros acusáis de obrar el mal, entrarán antes que vosotros en el Reino de los cielos” (Mt 21, 28. 32). Jesús da una dura advertencia a los fariseos: los que son por ellos acusados de obrar el mal, entrarán antes que ellos, que se llaman a sí mismos y son religiosos, en el Reino de los cielos. La razón es que no hicieron caso del llamado a la conversión, primero del Bautista y luego del Mesías: una conversión moral, en el primer caso, una conversión espiritual, en el segundo caso. Como sea, no se convirtieron ni moral ni espiritualmente y por eso, a pesar de ser religiosos, no entrarán en el Reino de los cielos, o al menos, habrá quienes entrarán antes que ellos.

          Esto supone un gran llamado de atención para nosotros, porque las palabras dirigidas a los fariseos y escribas las debemos tomar como dirigidas a nosotros mismos, porque nosotros somos, desde el momento en que hemos sido bautizados, hombres religiosos, independientemente de nuestro estado de vida, es decir, si somos laicos o consagrados. Las palabras de Jesús, dirigidas a nosotros, no sólo son un reproche, sino que son una advertencia para que revisemos nuestra propia vida espiritual, para que revisemos nuestra conversión, para que revisemos si estamos en proceso de conversión, para que revisemos si queremos convertirnos o no. Es también una ocasión para recordar que la conversión es moral, como la predicada por el Bautista -consiste básicamente en ser buenos, cumpliendo para ello los Diez Mandamientos- y que la conversión es también espiritual, porque se trata de una conversión eucarística, en la que el alma, iluminada por la gracia, deja de ser atraída por las cosas bajas y vanas de este mundo, para ser atraída por el Sol de justicia, Cristo Jesús.

          “A los que vosotros acusáis de obrar el mal, entrarán antes que vosotros en el Reino de los cielos”. ¿Cómo es nuestra conversión? ¿Sabemos siquiera que debemos convertirnos, es decir, ser buenos y santos? ¿Trabajamos por convertir nuestra alma? ¿Vivimos en estado de gracia? ¿Buscamos la conversión eucarística? ¿Somos como el hijo de la parábola, que ante la orden de su padre dice “voy”, pero en realidad no va ni cumple su voluntad? ¿O más bien, creemos que ya estamos convertidos y lo que hacemos es señalar con el dedo y criticar con la lengua a nuestro prójimo que supuestamente obra el mal? Que las palabras de Jesús resuenen en nuestras mentes y corazones y sirvan como un verdadero llamado de atención para que nos decidamos, de una vez por todas, por la conversión eucarística de nuestras almas.

“Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, muera y resucite al tercer día”

 


“Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, muera y resucite al tercer día” (Lc 9, 18-22). En una sola frase, Jesús revela a Pedro y a los discípulos su misterio pascual de muerte y resurrección, misterio por el cual el Hombre-Dios no sólo habría de vencer a los tres grandes enemigos de la humanidad -el pecado, el demonio y la muerte-, sino que habría de convertir a los hombres, por medio del don de la gracia, en hijos adoptivos de Dios y en herederos del Reino de los cielos. La aceptación de este misterio, que se centra en la Persona de Jesús de Nazareth, que no es una persona humana sino una Persona divina, la Segunda de la Trinidad, que se ha encarnado en una naturaleza humana pero sin dejar de ser Dios, es lo que dividirá a la humanidad en un antes y un después, en un por Cristo y un contra Cristo. Ni siquiera el mismo Vicario de Cristo, Pedro, estará exento de la lucha por la aceptación del misterio de la Cruz de Cristo, porque segundos después de ser nombrado Vicario de Cristo y de ser felicitado porque ha sido inspirado por el Padre al reconocerlo como Mesías e Hijo de Dios, el mismo Pedro será duramente reprendido por Jesús, cuando Pedro niegue el misterio de la Cruz. Toda la humanidad y su historia y todo ser humano con su historia personal, lo quiera o no, lo sepa o no, está marcado por el misterio de la Cruz de Cristo y de Cristo crucificado. Quienes se decidan, como los ángeles buenos, a favor de Cristo y su Cruz, serán recompensados, en esta vida, con persecuciones, tribulaciones y cruces y en la vida eterna con el Reino de los cielos; quienes se decidan en contra de Cristo, obtendrán un aparente triunfo en esta tierra, junto con los enemigos de Dios y de la Iglesia, pero luego sufrirán una eterna y dolorosa derrota en el fuego del Infierno, por la eternidad.

“Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, muera y resucite al tercer día”. Aceptemos a Cristo y su Cruz como nuestro Salvador y Redentor y, luego de pasar por cruces y tribulaciones en esta vida, seremos recompensados con el misterio de la visión beatífica de la Trinidad en el Reino de los cielos, para siempre.

“Les dio poder y autoridad para expulsar toda clase de demonios y para curar enfermedades”

 


“Les dio poder y autoridad para expulsar toda clase de demonios y para curar enfermedades” (Lc 9, 1-6). Al enviar a su Iglesia a misionar, Jesús les concede a los Apóstoles dos tipos de poderes: el poder de exorcizar, es decir, de expulsar demonios, y el poder de curar enfermedades. Ambos poderes son poderes concedidos por Jesús, es decir, son poderes suyos, propios de Él, que le pertenecen en cuanto Él es Dios Hijo en Persona y de los cuales los hace partícipes a los Doce. Esto tiene varios significados: uno de ellos, es que la Iglesia Católica, y solo la Iglesia Católica, en virtud del poder conferido por el mismo Cristo a los Apóstoles, tiene la facultad de expulsar demonios -lo cual lo hace por medio del Ritual de Exorcismos- y tiene además la facultad de curar enfermedades, del orden que sean, ya sean físicas, morales, espirituales o incluso diabólicas. Otro significado de este Evangelio es que la presencia y actuación dañina de los demonios en la tierra, que obran en perjuicio de la humanidad, es un hecho y es de tal magnitud e importancia, que el poder de exorcizar está antes que el poder de curar enfermedades. La presencia maligna de los demonios, que desde los Infiernos salen para infectar la tierra y provocar todo tipo de daño a los hombres, es una realidad evangélica, ya que en el mismo Evangelio se afirma que Jesús vino para “deshacer las obras del demonio”. Otro elemento que se desprende de este Evangelio es la presencia de la enfermedad en la humanidad, como consecuencia, junto con el dolor y la muerte, del pecado original de Adán y Eva: Jesús hace partícipes de su poder a los Doce para expulsar demonios y para curar enfermedades, del orden que sea y estas enfermedades son sanadas por el poder participado de Cristo, que con justa razón es llamado Médico Divino, Médico de las almas.

“Les dio poder y autoridad para expulsar toda clase de demonios y para curar enfermedades”. El Reino de Dios no se instaura por la mera expulsión de demonios y por la simple curación de las enfermedades, pero el hecho de que haya una institución, como la Iglesia, que expulse demonios y cure enfermedades, es un indicio de que el Reino de Dios está ya actuando en la tierra.

“Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”

 


“Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 19-21). La Virgen y los primos de Jesús van a buscarlo, pero no pueden llegar a Él, debido a que está impartiendo sus enseñanzas y hay mucha gente rodeándolo. Entonces la Virgen envía a alguien a avisarle que están Ella y sus primos esperándolo y quieren verlo: “Tu madre y tus hermanos están allá afuera y quieren verte”. La respuesta de Jesús, si es analizada superficialmente, puede dejar un poco sorprendidos, porque en su respuesta, en apariencia, desvaloriza o da poca importancia a su Madre y a su familia biológica, en detrimento de quienes cumplen la voluntad de Dios. En efecto, en la respuesta de Jesús, pareciera como si hubiera un menoscabo, tanto de su Madre como de sus primos: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”. Sin embargo, esto no es así: Jesús no menoscaba en ningún momento a su familia biológica y mucho menos a su Madre, puesto que su Madre es la Primera en cumplir, de modo ejemplar, la voluntad de Dios. Es decir, la Virgen, su Madre biológica, es la primera en escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica y esto se ve desde la Anunciación, en donde la Virgen escucha la Palabra de Dios que le anuncia el Arcángel y con su “Sí” la pone en práctica, ya que la Palabra de Dios debía encarnarse en su seno virginal y Ella, al dar el “Sí”, permite la Encarnación de la Palabra. Entonces, no hay nadie que escuche con mayor atención y ponga por obra la Palabra de Dios que la Virgen y esto lo hacen también sus primos. Por lo tanto, lejos de desvalorizar la imagen de la Virgen y la de su familia biológica, Jesús los pone en primer plano, porque ellos -sobre todo la Virgen- son los primeros en escuchar la Palabra de Dios y ponerla por obra.

“Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”. Al igual que sucedió con la Virgen, la Palabra de Dios también quiere inhabitar en nuestras almas: escuchemos la Palabra de Dios, que por la consagración se hace Presente en la Eucaristía y abramos nuestros corazones para poner por obra lo que la Palabra de Dios encarnada quiere y es el inhabitar en nuestros corazones y por lo tanto, recibamos la Eucaristía en gracia y con amor.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Exaltación de la Santa Cruz

 Exaltación de la Santa Cruz - Wikipedia, la enciclopedia libre

          ¿Por qué los cristianos exaltamos la Cruz, si esta es un instrumento de tortura? En efecto, si bien no fue inventada por los romanos, pues existía mucho antes que ellos, la cruz fue considerada siempre como un instrumento de tortura, humillación y muerte; en el caso de los romanos, que la extendieron por todos sus lugares de conquista, la cruz servía de advertencia para aquellos que osaran desafiar el poder del Imperio Romano. Dejaban a los crucificados a la vera del camino, para que los pasantes pudiesen comprobar, con sus propios ojos, cuál era el destino cruel de muerte y humillación extrema que les esperaba a quienes se opusieran a sus planes de conquista imperial. Dicho esto, volvemos a preguntarnos: ¿por qué lo cristianos exaltamos, veneramos e incluso adoramos, un signo considerado por excelencia como elemento de tortura, de humillación extrema y de muerte dolorosísima?

          La razón la obtenemos cuando contemplamos no cualquier cruz, sino la Cruz de Nuestro Redentor Jesucristo. Cuando Jesús muere, siendo Él el Hombre-Dios, cambia, con su omnipotencia, sabiduría y amor divinos, el sentido de la Cruz. Si la Cruz era para los hombres signo y símbolo de desesperación de tortura y de muerte, Cristo en la Cruz cambia este sentido y convierte a la Cruz en signo y símbolo de esperanza, de alivio y de vida, porque Él convierte a la Cruz, de camino seguro de muerte terrena, en Camino Real que conduce al Cielo; si la Cruz significaba muerte para los hombres, Cristo, al morir en Cruz, le cambia el significado y a cambio de su muerte en Cruz, nos concede su Vida divina, vida que es eterna e infinita; si la Cruz era para los hombres lugar de tortura, Jesús la convierte en lecho de descanso, de paz y de seguro camino al Cielo. Por último, hay algo en lo que los hombres y Jesús coinciden en cuanto a la Cruz: tanto para unos como para otros, la Cruz es lugar de muerte, pero mientras para los hombres es lugar de muerte terrena, en medio de dolores crueles, para Cristo, que le cambia el sentido, es el lugar en el que, unido a Él, el hombre muere al hombre viejo, muere a la vida terrena, para nacer a la vida de la gracia, a la vida de los hijos de Dios, vida que se caracteriza por la serenidad, la paz y la alegría de aquellos a quienes Dios adopta, en la Cruz, como hijos suyos.

          Por último, la Cruz de Cristo está bañada, empapada, con la Sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús y esta es la razón por la cual nosotros los cristianos adoramos la Cruz, porque adoramos la Sangre Preciosísima del Cordero de Dios derramada en el Santo Sacrificio del Calvario, para nuestra salvación. Por todas estas razones y por muchas más, es que nosotros, los cristianos, exaltamos, veneramos y adoramos la Santa Cruz, en la tierra, en el Santo Sacrificio de la Misa, que es la renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario y en los siglos sin fin en el Reino de los cielos, donde la Santa Cruz de Jesús resplandece con la gloria divina por toda la eternidad.

domingo, 13 de septiembre de 2020

“El Reino de los cielos es semejante a un propietario que, al amanecer, salió a contratar trabajadores para su viña”

 


(Domingo XXV - TO - Ciclo A – 2020)

“El Reino de los cielos es semejante a un propietario que, al amanecer, salió a contratar trabajadores para su viña” (Mt 20, 1-16). Para graficar al Reino de los cielos, Jesús utiliza una parábola en la que el dueño de una viña sale a contratar trabajadores para su viña a distintas horas del día; al final de la jornada de trabajo, da a todos la misma paga, es decir, reciben el mismo pago tanto los que comenzaron a trabajar a la mañana, como aquellos que comenzaron a trabajar ya casi terminada la jornada de trabajo. Para saber el significado de la parábola, debemos reemplazar sus elementos naturales por elementos sobrenaturales y así la parábola cobrará sentido en el misterio de la salvación de Jesucristo.

Cuando hacemos esto, es decir, cuando reemplazamos los elementos naturales por los sobrenaturales, nos queda lo siguiente: el dueño de la viña es Dios Padre; la viña es la Iglesia Católica; el trabajo en la viña es la actividad apostólica de la Iglesia, por medio de la cual busca la conversión eucarística de las almas, es decir, la conversión de las almas a Cristo Dios oculto en la Eucaristía; los trabajadores contratados al inicio del día son los bautizados que, desde pequeños, se integran a la Iglesia y obran desde el interior de la misma, sea como laicos o como religiosos, para salvar almas; los trabajadores contratados a última hora son católicos que se convirtieron tardíamente, incluso aquellos que se convirtieron recién en el momento de la muerte, y también pueden ser los paganos que, luego de estar en el paganismo, recibieron la gracia de la conversión y se hicieron bautizar, ya siendo adultos; la paga que reciben todos los trabajadores, tanto los que comenzaron a trabajar en la Iglesia a edad temprana, como quienes se convirtieron incluso en el lecho de muerte, es la gracia de Dios o, también, la vida eterna en el Reino de los cielos: Dios da a todas las almas la misma paga, su gracia y la vida eterna, la eterna bienaventuranza, y esto sin importar ni la edad, ni el tiempo en el que el alma estuvo en la Iglesia.

Lo que sorprende en la parábola es la queja egoísta de los primeros trabajadores, quienes se sorprenden que los que llegaron al último reciban la misma paga que ellos, que estuvieron trabajando durante todo el día. Esta queja se debe, como decimos, al egoísmo humano y a la incomprensión de la grandeza de la Misericordia Divina: Dios es Amor y es un Amor no humano, sino divino, lo cual quiere decir Eterno e Infinito y también incomprensible e inabarcable. La grandeza del Amor de Dios se manifiesta en que Él da su perdón y la vida eterna a cualquier pecador, sin importar su edad o el tiempo en el que estuvo en su Iglesia, con tal de que el pecador esté verdaderamente arrepentido de su pecado y desee vivir la vida de la gracia. A Dios no le importa si el pecador vivió noventa años en el pecado y alejado de Él: si el pecador, de noventa años, se convierte antes de morir, lo cual implica un acto de amor a Dios, que lo amó primero dándole su gracia y su Amor, Dios le dará en recompensa el Reino de los cielos, la eterna bienaventuranza en la vida de la gloria, que es el mismo pago que recibirá aquel que, tal vez desde la niñez, estuvo siempre en la Iglesia y nunca se separó de la Iglesia. Esto es así porque el Amor de Dios no es como el amor humano: además de infinito y eterno, es incomprensible, inagotable, inabarcable y se brinda a Sí mismo a cualquier alma, con tal de que el alma lo quiera recibir, sin importar su edad ni su tiempo de militancia dentro de la Iglesia.

“El Reino de los cielos es semejante a un propietario que, al amanecer, salió a contratar trabajadores para su viña”. Cuando veamos a alguien que se convierte; cuando veamos a un pecador salir de su pecado; cuando veamos a un pagano convertirse a la Eucaristía, no seamos egoístas, como el trabajador quejoso de la parábola y, en vez de quejarnos, nos alegremos por esa conversión eucarística, porque eso significa que el alma ha dejado el mundo para convertirse a Dios en la Eucaristía, lo cual equivale a vivir ya desde esta tierra, con el corazón en el Cielo. No seamos egoístas y cuando veamos que alguien se convierte a Jesús Eucaristía, alegrémonos por el alma de nuestro hermano, que así comienza ya a vivir su Cielo desde la tierra.

“Jesús predicaba y lo acompañaban los Doce y algunas mujeres”


 

          “Jesús predicaba y lo acompañaban los Doce y algunas mujeres” (Lc 8, 1-3). El Evangelio relata cómo Jesús sale a predicar, “anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios”; destaca, además, cómo en esta tarea, está acompañado por los “Doce”, es decir, por los Apóstoles, y por “algunas mujeres”, muchas de las cuales habían sido curadas de enfermedades y también exorcizadas. El Evangelio destaca que las mujeres “los ayudaban con sus bienes”. En este Evangelio podemos destacar dos elementos: por un lado, es útil para descalificar al feminismo; por otro lado, es útil para hacer ver que el laico debe sostener, con sus bienes materiales, la actividad apostólica de la Iglesia, de donde se deriva su deber de mantener el culto católico materialmente hablando. Con relación al feminismo, se trata de una ideología -sobre todo en su versión atea y marxista- que se descalifica a sí misma por su condición de irracional, emocional y a-científica y decimos que este Evangelio es útil para descalificar al feminismo porque contradice uno de sus postulados y es el supuesto “oscurantismo” al cual la Iglesia habría condenado a la mujer desde siempre: como podemos ver, el papel de la mujer, no solo en este Evangelio, sino en toda la historia de la Iglesia, ha sido central, o al menos equiparada con el hombre y esto lo podemos comprobar desde el hecho mismo de la Encarnación, en donde resulta decisivo para el plan de Dios el “Sí” de una Mujer, la Mujer del Apocalipsis y de la Cruz, la Virgen María. Por esto, este párrafo del Evangelio es útil para desenmascarar una de las falacias del feminismo moderno. Por otra parte, decíamos que este Evangelio es útil para hacer tomar conciencia al laico común que su ayuda material a la actividad apostólica y misionera de la Iglesia es esencial y tiene su origen y su fundamento nada menos que en el Evangelio de Jesucristo, porque como vemos en este párrafo, se destaca cómo las mujeres “ayudaban con sus bienes” a la actividad misionera de Jesús y los Doce.

“Tu fe te ha salvado; vete en paz”

 


“Tu fe te ha salvado; vete en paz” (Lc 7, 36-50). La escena del Evangelio, que es real y sucedió verdaderamente en el tiempo y en el espacio, tiene a su vez un significado sobrenatural, que no se ve a simple vista, sino que es necesaria la luz de la fe. En efecto, la mujer pecadora representa a toda alma que viene a este mundo, que nace con el pecado original, aunque también representa a todo pecador y a cualquier pecador, independientemente del pecado que cometa; el perfume con el que la mujer pecadora unge los cabellos y los pies de Jesús y que invade la casa, es la gracia, que invade el alma cuando ésta acude a los pies del sacerdote ministerial, para recibir el perdón divino en la Confesión Sacramental, aunque también es la gracia que recibe el alma del que se bautiza, con lo que se le quita el pecado original; las lágrimas de la mujer representan la alegría de un corazón contrito y humillado que, por la Misericordia Divina, ha recibido el perdón de Dios; el perdón otorgado por Jesús a la mujer pecadora y que es lo que motiva su amor de agradecimiento, es el perdón que recibe toda alma en el Sacramento de la Confesión.

“Tu fe te ha salvado; vete en paz”. Si alguno tiene la desdicha de no estar en estado de gracia, que recuerde el perdón otorgado por Jesús a la mujer pecadora y acuda, con prontitud y agradecimiento, al Sacramento de la Penitencia, para recibir con amor la Divina Misericordia.

“Tocamos la flauta y no han bailado, cantamos canciones tristes y no han llorado”

 


“Tocamos la flauta y no han bailado, cantamos canciones tristes y no han llorado” (Lc 7, 31-35). Con el ejemplo de un grupo de jóvenes que se encuentran en la plaza, indiferentes a todo, sea a la alegría, sea al dolor, Jesús se refiere a “los hombres de esta generación”, es decir, a los hombres de todos los tiempos y lugares del mundo, hasta el fin de la historia. Se trata de unos jóvenes apáticos, indiferentes tanto a las canciones alegres tocadas con una flauta, como al dolor, expresado en “canciones tristes”. Pero Jesús profundiza todavía más el ejemplo y ya de la indiferencia, se pasa a la malicia, y esto se puede ver cuando trae a colación a aquellos que critican tanto al Bautista como al Mesías: al Bautista lo critican porque en su austeridad “no comía ni bebía vino” y lo califican por eso de “endemoniado”; al Mesías, que come y bebe vino, lo critican porque dicen: “este hombre es un glotón y un bebedor, amigo de publicanos y pecadores”. Es decir, ya no solo se trata de indiferentes, como el grupo de jóvenes, sino de maliciosos, porque todo lo que hagan los hombres de Dios, es motivo de crítica, tanto si son austeros, como el Bautista, o si come y bebe normalmente, como Jesús, el Mesías. Para esta clase de hombres, todo lo que provenga de Dios, es motivo de dura crítica y de rechazo, sea el ayuno penitente, sea la comida y la bebida: basta que sea de origen divino, para que sea rechazado por esta clase de hombres y esto ya no es solo indiferencia, sino que es indiferencia más malicia. En el fondo, se trata de aquellos hombres que, para justificarse en el no cumplir con sus propios deberes religiosos, lo único que hacen es criticar sin piedad a cualquier precepto que sea de origen divino y cristiano.

“Tocamos la flauta y no han bailado, cantamos canciones tristes y no han llorado”. El hombre en general es indiferente y malicioso, cuando su corazón está alejado de Dios; sin embargo, cuando Dios toca el corazón del hombre con la gracia, todo cambia y ahí el hombre se vuelve un hombre sabio y religioso, porque tiene consigo la Sabiduría divina: “Sólo aquellos que tienen la sabiduría de Dios, son quienes lo reconocen” al Mesías que está oculto en la Eucaristía y acuden a postrarse en adoración ante su Presencia Eucarística.

domingo, 6 de septiembre de 2020

“El Reino de los cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus servidores”

 


(Domingo XXIII - TO - Ciclo A – 2020)

“El Reino de los cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus servidores” (Mt 18, 21-35). Con la parábola del rey que perdona la enorme deuda de su súbdito, Jesús quiere hacernos comprender cuán grande es la misericordia de Dios para con nosotros y, en consecuencia, cómo nosotros, a imitación de la Misericordia Divina, tenemos que ser misericordiosos para con nuestros prójimos. La parábola se entiende mejor cuando hacemos un reemplazo de los elementos naturales por elementos sobrenaturales. Así, el rey que perdona la enorme deuda de su súbdito es Dios Padre; el súbdito es un bautizado; la deuda, de gran cantidad, es el pecado en el alma, pecado por el cual somos deudores de Dios; el perdón del rey al súbdito es el perdón divino que Dios nos concede a través de la muerte de Cristo en la cruz; el súbdito que es perdonado, pero que a su vez no perdona a un prójimo suyo que le debe una suma insignificante de dinero, somos nosotros cuando, después de habernos confesado y de haber recibido el perdón de Dios, nos negamos a su vez el perdonar a nuestro prójimo, guardando hacia el prójimo enojo o rencor y exigiendo que nos pida perdón. No es indiferente para Dios nuestra actitud de perdón o de no perdón hacia nuestro prójimo: cuando no perdonamos, somos como el súbdito al cual el rey, indignado por su falta de perdón, lo hace encarcelar y le exige ahora sí que le pague lo que le debe: es la figura de nuestra alma ante la Justicia Divina cuando, luego de ser perdonados por Dios en la Confesión, nos negamos a perdonar a nuestros hermanos: Dios queda molesto, por así decirlo, con nuestra actitud y exige, por su Justicia, que recibamos el castigo merecido por nuestra falta de perdón. Lo que Dios quiere de nosotros es que seamos misericordiosos e indulgentes para con nuestro prójimo que comete alguna falta contra nosotros, porque Él ha sido primero infinitamente misericordioso e indulgente, al enviar a su Hijo Dios a morir en la cruz para perdonarnos nuestros pecados. Cuando hacemos esto, es decir, cuando perdonamos, imitamos a Cristo que desde la cruz nos perdonó y además nos hacemos partícipes de su perdón divino, por lo que nos volvemos corredentores con Él: es esto lo que Dios quiere de nosotros y no el rencor, el enojo, la venganza y la falta de perdón.

“El Reino de los cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus servidores”. Si nuestro prójimo nos hiere o comete cualquier clase de falta contra nosotros, debemos hacer lo que hizo Cristo con nosotros: perdonar, hasta la muerte de cruz y amar a nuestro prójimo que nos daña, con el mismo amor con el que Jesús nos amó y perdonó, es decir, con el Amor del Espíritu Santo. Sólo así seremos hijos amados de Dios y gratos a sus ojos y a su corazón.

 

“Si un ciego guía a otro ciego, caerán los dos en un pozo”

 La parábola de los ciegos - Pieter Bruegel - Historia Arte (HA!)

“Si un ciego guía a otro ciego, caerán los dos en un pozo” (Lc 6, 39-42). La frase de Jesús hay que entenderla en dos contextos: en el contexto de su enfrentamiento con los fariseos y en el contexto de su enseñanza general de una nueva espiritualidad basada en la fe en Él y en la gracia. Con relación a los fariseos, éstos son el “ciego que guía a otro ciego”, porque los fariseos rechazan a Jesús, a sus enseñanzas y a su gracia y se aferran a la Ley Antigua, no dejando lugar para la Alianza Nueva y Eterna. De esta manera, al no ver la Luz Eterna que es Cristo, se comportan como ciegos que, en cuanto tienen discípulos, son tan ciegos como ellos y son guiados por ellos, que son ciegos.

Con relación a su enseñanza en general, la figura del ciego se puede aplicar a un cristiano que pretende dar enseñanzas de vida, de fe, de espiritualidad, de moralidad, pero sin estar él en gracia y sin practicar lo que predica: así, se comporta como un ciego -por cuanto él mismo no ve la Luz Eterna que es Cristo- que guía a otro ciego.

“Si un ciego guía a otro ciego, caerán los dos en un pozo”. Cristo, que es Dios, es la Luz Eterna e Increada y sólo Él, con su gracia, puede quitarnos la ceguera espiritual en la que cada uno de nosotros estamos inmersos a causa del pecado. Acudamos al Sacramento de la Penitencia para que esa oscuridad del pecado sea borrada y reemplazada por la luz de la gracia y apliquemos a nuestra vida las enseñanzas de Nuestro Señor, sólo así dejaremos de ser ciegos, guías de ciegos.

“Amen a sus enemigos”

 


“Amen a sus enemigos” (Lc 6, 27-38). Jesús nos da un mandato en relación al prójimo que, por alguna razón, es nuestro enemigo: debemos “amarlo”. Ahora bien, este mandato existía en la Antigua Ley, con lo cual podemos pensar que Jesús simplemente está convalidando algo que ya existía. Sin embargo, el mandato de Jesús es radical y substancialmente distinto al de la Antigua Ley, por lo que se puede considerar que es un mandamiento verdaderamente nuevo. Es decir, hay diferencias entre el mandato del Antiguo y el del Nuevo Testamento. ¿Cuáles son esas diferencias? Ante todo, el concepto de “prójimo”: antes de Jesús, el prójimo era solo el que compartía la raza y la religión; a partir de Jesús, el prójimo es cualquier ser humano, por el solo hecho de ser ser humano, independientemente de su raza y religión; otra diferencia es el amor con el que hay que amar al prójimo que es enemigo: antes de Cristo, se debía amar con el solo amor humano; a partir de Cristo, el cristiano debe amar a su prójimo que es enemigo, con un amor que no es el amor meramente humano, sino con un amor divino, que es el Amor con el que Jesús nos amó desde la Cruz y este Amor es el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

“Amen a sus enemigos”. El cristiano debe amar a su enemigo no solo porque Jesús lo ordena, sino porque solo de esa manera se configura verdaderamente con el Corazón de Cristo, ya que solo así no solo imita a Cristo que nos ama a nosotros desde la Cruz, siendo nosotros sus enemigos, sino que participa de este Amor del Sagrado Corazón, con lo cual el cristiano se convierte, unido a Cristo y a su Amor, en corredentor de la humanidad.

“Dichosos ustedes los pobres (…) ay de ustedes, los ricos”

 


“Dichosos ustedes los pobres (…) ay de ustedes, los ricos” (cfr. Lc 6, 20-26). Si se escuchan superficialmente estas palabras de Jesús, podríamos creer, erróneamente, que Jesús está incitando a una lucha de clases, o que por lo menos está haciendo una distinción entre clases sociales, distinción en la cual los pobres son los preferidos por Dios, en detrimento de los ricos. Nada de esto es verdad y si alguien hace un análisis de este tipo, está cayendo en la dialéctica materialista y atea del marxismo, el cual sí incita a una lucha armada de clases, al llamar a levantarse en armas al proletariado contra la clase burguesa. Esta no es la visión cristiana de la vida y de la historia y no es lo que Jesús afirma. Ante todo, Jesús está hablando en un sentido espiritual y cuando habla de “pobres”, habla de pobres espirituales, es decir, aquellos que se reconocen miserables si no tienen a Dios en sus corazones, aun cuando lo tengan todo materialmente hablando; a su vez, cuando habla de “ricos”, lo hace también en un sentido espiritual y se refiere al rico de espíritu, es decir, a aquel que es soberbio y orgulloso porque, aun cuando no tenga nada materialmente, piensa que no necesita de Dios para su vida. Es decir, Jesús está hablando de pobres y ricos en sentido espiritual, lo cual es muy distinto a hablar en sentido material, porque se puede ser pobre materialmente hablando, pero rico en sentido espiritual, es decir, se puede ser pobre material, pero al mismo tiempo se puede ser soberbio, orgulloso, avaro, envidioso. Lo mismo sucede con los ricos de los que habla Jesús: se puede ser rico materialmente hablando, pero pobre en espíritu, porque un rico material, puede experimentar en su alma que su vida y su existencia tienen necesidad absoluta de la gracia de Dios para subsistir y así es pobre en sentido espiritual, aunque en sentido material lo tenga todo.

          “Dichosos ustedes los pobres (…) ay de ustedes, los ricos”. No caigamos en el error de la exégesis marxista, materialista y atea, que considera al pobre como bueno por el solo hecho de ser pobre y al rico como malo por el solo hecho de ser rico. Jesús nos enseña a ver espiritualmente la vida terrena; en consecuencia, tratemos de ser pobres de espíritu, es decir, de considerar que nuestra vida sin Dios es igual a nada más pecado, para que así seamos ricos espiritualmente, al convertirnos en hijos de Dios y en herederos del Reino de los cielos.

“Ella ha concebido por obra del Espíritu Santo”

 El sueño de San José

“Ella ha concebido por obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 18-23). En este Evangelio y sobre todo en las palabras del Ángel, se revela el origen divino de Nuestro Señor Jesucristo. Si tan sólo se hubieran atendido a este Evangelio, no se habrían producido nunca las revoluciones dentro y fuera de la Iglesia, revoluciones que se basaban en una convicción errónea, esto es, que Jesús no es Dios. Que Jesús es Dios, lo vemos con toda claridad, en este Evangelio, desde el principio al fin. La revelación acerca de la divinidad de Cristo es esencial para la doctrina eucarística, porque si Cristo es Dios, entonces la Eucaristía es Dios, porque la Eucaristía es el mismo Cristo Dios, oculto en apariencia de pan y vino (en estos días se está proyectando una serie acerca de Jesús, en la que se niega precisamente lo que el Ángel le revela a San José, esto es, que Cristo es Dios).

En este Evangelio se describe entonces la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo con las siguientes palabras: “Cristo vino al mundo de la siguiente manera: Estando María, su madre, desposada con José, y antes de que vivieran juntos, sucedió que ella, por obra del Espíritu Santo, estaba esperando un hijo. José, su esposo, que era hombre justo, no queriendo ponerla en evidencia, pensó dejarla en secreto”. El Evangelio es transparente en este punto: San José no es el padre biológico de Jesús, sino sólo su padre adoptivo, terreno, puesto que el Padre de Jesús es Dios Padre; la Virgen queda encinta “por obra del Espíritu Santo”, es decir, no por obra humana y esto antes de que comenzaran a vivir juntos como esposos.

El origen divino de Jesús se vuelve a explicitar en el párrafo siguiente, cuando dice: “Mientras pensaba en estas cosas, un ángel del Señor le dijo en sueños: “José, hijo de David, no dudes en recibir en tu casa a María, tu esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”. El Ángel es directo, claro y transparente en relación al origen de Jesús: le dice a San José, en sueños, que no rechace a María, porque Ella “ha concebido por obra del Espíritu Santo”. Es decir, en la concepción de Cristo no hay intervención humana, por lo que siendo Dios Uno y Trino, no cabe otra posibilidad que Cristo sea la Segunda Persona de la Trinidad que se ha encarnado, por obra de la Tercera Persona, el Espíritu Santo, a pedido de la Primera Persona, Dios Padre.

En el último párrafo, el Evangelio vuelve a reafirmar la divinidad de Cristo, al recordar que los profetas habían anticipado una concepción virginal de Dios, quien habría de venir al mundo para cumplir su tarea mesiánica, revestido de una naturaleza humana, siendo llamado por eso “Emanuel”, que significa “Dios con nosotros”: “Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que había dicho el Señor por boca del profeta Isaías: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán el nombre de Emmanuel, que quiere decir Dios-con-nosotros”.

“Ella ha concebido por obra del Espíritu Santo”. El Evangelio es transparente, como decíamos, al afirmar que Cristo es Dios y, también como lo decíamos inicialmente, si Cristo es Dios, entonces la Eucaristía es Dios, porque la Eucaristía es Cristo en Persona, que es Dios en Persona. Cualquier otra fe, que se aparte de lo que afirma este Evangelio, es una fe que no pertenece a la Iglesia de Cristo, la Iglesia Católica, Apostólica y Romana.