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martes, 25 de julio de 2023

“Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen”

 


“Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen” (Mt 13, 10-17). Los discípulos le preguntan a Jesús porqué Él les habla en parábolas y Él les contesta que, a ellos, a sus discípulos, “se les ha concedido conocer los secretos del Reino de los cielos”, pero a los otros, a los que no son sus discípulos, “no”. La razón de esta preferencia la da el mismo Jesús: porque quienes no son sus discípulos, de forma libre y voluntaria, han cerrado sus oídos para no entender; han mirado sin ver; han endurecido sus corazones, para que Él no los convierta. Es decir, se trata de hombres, seres humanos, que han visto a la Palabra de Dios encarnada, Cristo Jesús, quien los llama a la conversión, y no han querido convertirse; han visto sus milagros, con sus propios ojos y aun así no han creído en Jesús como Dios Hijo encarnado; han escuchado sus consejos evangélicos -amar al enemigo, perdonar setenta veces siete, cargar la cruz de cada día-, pero han preferido cerrar sus oídos, para seguir escuchando mundanidades, banalidades que no conducen al Reino de Dios; han escuchado que deben bendecir a los que los maldicen y que deben poner la otra mejilla, pero han endurecido sus corazones, permaneciendo en la ley maldita del Talión, abrogada por Jesús, que lejos de perdonar, insta a la venganza: “Ojo por ojo y diente por diente”. Estos hombres han visto y oído lo que muchos justos y profetas del Antiguo Testamento hubieran querido ver y oír, pero aun así, habiendo tenido el privilegio de ver y oír al Hijo de Dios encarnado, el Emmanuel, han preferido continuar con sus vidas paganas y mundanas, cegadas por sus pasiones y, en definitiva, han continuando adorando al Ángel caído en lo más profundo de sus corazones.

“Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen”. La frase no es solo para los discípulos contemporáneos de Jesús, sino que va dirigida a toda la Iglesia de todos los tiempos, por eso está también dirigida a nosotros, católicos del siglo XXI, que vemos y oímos lo que muchos hombres de buena voluntad querrían ver y oír y no lo hacen. ¿Qué es lo que nos hace “dichosos”, porque vemos y oímos lo que otros no? Lo que nos hace dichosos, es ver, con los ojos del cuerpo, la Hostia consagrada; es ver, con los ojos del alma iluminados por la luz de la fe, a Jesús, el Hijo de Dios encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía; por la fe, vemos, no sensiblemente, sino insensiblemente, espiritualmente, por la fe, a Cristo Dios, el Hijo de Dios encarnado en el seno de la Virgen, que prolonga su Encarnación en el seno de la Madre Iglesia, el Altar Eucarístico y esto nos llena de gozo, no de un gozo natural, terreno, efímero, sino de un gozo sobrenatural, que brota del mismo Ser divino trinitario que se hace presente en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa. ¿Qué es lo que oímos y nos hace dichosos? Oímos las palabras de la consagración, palabras pronunciadas por el sacerdote ministerial, pero que poseen la fuerza de Dios Hijo, quien es el que, a través de estas palabras, pronuncia Él mismo las palabras de la consagración, para convertir el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre; somos dichosos porque oímos la Voz de Cristo, imperceptible, porque habla a través y en medio, podríamos decir, de la voz del sacerdote ministerial que las pronuncia, y eso nos llega de gozo, un gozo imposible de describir y de alcanzar por causas naturales, sean naturales humanas o preternaturales, es decir, angélicas, es un gozo que solo Dios puede conceder. Por eso es que la frase de Jesús está dirigida también para nosotros: “Dichosos vuestros ojos porque véis la Eucaristía y vuestros oídos porque oyen las palabras de la consagración”.

martes, 18 de abril de 2023

“La luz vino al mundo, pero el perverso no vive en la luz, sino en la oscuridad”

 


“La luz vino al mundo, pero el perverso no vive en la luz, sino en la oscuridad” (Jn 3, 16-21). Al hacer esta declaración, Jesús está revelando la naturaleza luminosa de la Encarnación, por un lado, y el estado de tinieblas en las que se encuentra el hombre que, sin la gracia, vive en la más completa oscuridad espiritual.

Cuando Jesús habla de luz y de oscuridad, lo hace evidentemente en términos naturales, preternaturales y sobrenaturales: la oscuridad dela que habla Jesús es de orden natural y preternatural, porque la oscuridad en la que se encuentra inmersa la tierra, desde la caída de Adán y Eva por el pecado original, es la oscuridad de la razón humana, que con fatiga llega apenas, con mucho esfuerzo, al conocimiento de Dios Uno; oscuridad preternatural o angélica, porque también desde la caída de Adán y Eva la tierra toda y sobre todo las almas de los hombres, están envueltas en las siniestras tinieblas de los ángeles caídos, los demonios, con Satanás a la cabeza.

Ahora bien, cuando Jesús habla de luz, habla de luz en sentido sobrenatural, porque se trata de la luz divina y eterna que brota del Ser divino trinitario y es esa luz que, con la Encarnación, “vino al mundo”, para iluminar a los que viven “en tinieblas y en sombras de muerte”, para iluminar a los hombres que viven dominados por las tinieblas vivientes, los habitantes del Infierno, los ángeles caídos. Jesús, Dios Hijo encarnado, es la Luz Eterna que, proviniendo eternamente del seno del Padre, ilumina con la luz divina de su Ser divino trinitario a quien se le acerca con fe, devoción y amor, en la Sagrada Eucaristía y en la Santa Cruz.

Pero el acercarnos a Jesús y dejarnos iluminar por su divina luz, es algo que depende de nuestro libre albedrío, por eso, quien no quiere ser iluminado por Cristo, vive en la oscuridad satánica, obra las obras del Reino de las tinieblas, se goza en la oscuridad maligna y no se acerca a la Luz Eterna, no se acerca, ni a la Eucaristía, ni a la Santa Cruz. De nuestra libertad depende vivir, en el tiempo terreno que nos queda y luego en la eternidad, en la luminosa Luz Eterna de Cristo Dios o en la oscuridad siniestra de las tinieblas vivientes, el Reino de las sombras, donde no hay redención.

miércoles, 1 de marzo de 2023

“Así como Jonás fue un signo para los ninivitas así es el Hijo del hombre para esta generación”

 


“Así como Jonás fue un signo para los ninivitas así es el Hijo del hombre para esta generación” (Lc 11, 29-32). Muchos de los que escuchan a Jesús piden “un signo” para creer en sus palabras: “¿Qué signos haces para que te creamos?”. En su respuesta, Jesús es muy claro al advertirles que no habrá otros signos que los milagros que Él hace delante de todos: curaciones de todo tipo, expulsar demonios, multiplicar panes y peces, etc. Y para reafirmar sus palabras, trae a la memoria el ejemplo de Jonás, que fue un signo para los ninivitas: “Así como Jonás fue un signo para los ninivitas así es el Hijo del hombre para esta generación”.

Es decir, Jonás fue enviado a Nínive, una ciudad caracterizada por el pecado sobreabundante, para decirles de parte de Dios que debían hacer penitencia y ayuno para evitar el castigo divino que por sus pecados merecían; los ninivitas hicieron caso a lo que les dijo Jonás de parte de Dios, ayunaron, hicieron penitencia, se arrepintieron de sus pecados y así la Justicia Divina no llevó a cabo el castigo que ya estaba por caerles a los ninivitas.

Jesús trae a colación el ejemplo de Jonás y los ninivitas, porque  de manera análoga Él, Jesús, es el signo enviado por Dios para la humanidad y es por eso que no habrá más signos que Él mismo, Dios Hijo encarnado; por eso, es inútil pedir otros signos, porque no los habrá.

De una manera análoga, en nuestros días, el signo enviado por Dios sigue siendo Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía y es por esto que no habrá otros signos más que la Eucaristía, que es Jesús, el Hijo de Dios encarnado.

Muchos buscan signos en donde jamás los encontrarán, o si los encuentran, son del Enemigo de Dios y de las almas: muchos buscan signos en los curanderos, en los chamanes, en los brujos, en las drogas, en los Ovnis, pero jamás encontrarán nada allí. Jesús Eucaristía es el Signo por excelencia porque es Dios Hijo en Persona; es inútil buscar signos del Cielo, que nos indiquen la salvación eterna, que no sea la Sagrada Eucaristía.

jueves, 8 de julio de 2021

“Has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla”

 


“Has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla” (Mt 11,25-27). Jesús agradece al Padre por haber revelado los secretos y misterios del Reino a los “sencillos y humildes” y por haberlas ocultado a los “sabios y entendidos”. ¿Qué quiere significar Jesús con estas frases? Por un lado, quiere decir que Dios Padre ha revelado, por medio del Espíritu Santo, Espíritu de Sabiduría y de Ciencia Divina, los misterios sobrenaturales de la vida de Jesús a los “humildes y sencillos”, lo cual no quiere decir, de ninguna manera, faltos de estudios: los “humildes y sencillos” pueden ser, desde grandes teólogos, hasta campesinos que apenas saben leer y escribir. A esos es a quienes el Padre del cielo revela los secretos de su corazón, porque ellos no solo no lo rechazarán, sino que los atesorarán, como si fueran monedas de oro y plata. Por otra parte, significa que lo que Dios revela son los “misterios sobrenaturales absolutos” de Dios y su Mesías, como por ejemplo, que Dios es Uno y Trino y que la Segunda Persona de la Trinidad se ha encarnado en la humanidad santísima de Jesús de Nazareth, además de que esta Segunda Persona encarnada prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Estos son misterios que, si no fuesen dados a conocer por el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, de ninguna manera pueden ser conocidos por el hombre y tampoco por el ángel. En otras palabras, saber que Dios es Uno en el Ser y en la Naturaleza y Trino en Personas y que Jesús es Dios encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, son conocimientos dados por el Espíritu Santo y no por los razonamientos humanos. A esto se refiere Jesús cuando dice: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar’’.

         “Has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla”. Por medio del Catecismo, por medio del Magisterio de la Iglesia, por medio de las Escrituras interpretadas según la Iglesia Católica, se nos han dado a conocer los misterios eternos de Dios Trinidad, ocultos desde la eternidad y dados a conocer por Jesucristo. Atesoremos estos conocimientos, más valiosos que el oro y la plata y hagamos que den frutos de santidad, meritorios para la vida eterna.

domingo, 18 de octubre de 2020

“Estén listos, con la túnica puesta y las lámparas encendidas”

 


“Estén listos, con la túnica puesta y las lámparas encendidas” (Lc 12, 35-38). Para entender esta parábola, es necesario reconocer cuáles son sus elementos sobrenaturales: el criado que espera a su Señor que regrese de la boda, es el alma del bautizado que espera el encuentro definitivo con el Señor Jesucristo, ya sea en la hora de su muerte personal, en donde recibirá el Juicio Particular, ya sea en el Día del Juicio Final; el vestido de trabajo del criado y el hecho de esperar a su señor con las velas encendidas a altas horas de la noche, significan el alma del bautizado que está iluminado por la luz de la gracia y que realiza obras de misericordia, eso significan la vela encendida y la túnica respectivamente; el señor que regresa de noche es el Señor Jesús, que regresa para encontrarse con el alma, sea en el momento de la muerte, sea en el momento del Juicio Final; la noche en la que regresa el señor de la boda es la historia humana, que sin la luz de Dios es como una noche continua; las bodas a las que acudió el Señor representan la Encarnación; el dueño de casa que encuentra a su servidor listo para servirlo y se pone él mismo a servirlo, es el mismo Señor Jesús que, regresando para el encuentro con el alma, encuentra que el alma está en gracia y le da como recompensa el premio de la Gran Fiesta en el Salón del Reino, esto es, la salvación eterna y la eterna bienaventuranza.

“Estén listos, con la túnica puesta y las lámparas encendidas”. Pidamos la gracia de ser como el servidor fiel que espera a su señor con la túnica puesta y la lámpara encendida, es decir, pidamos la gracia de esperar el encuentro definitivo con el Señor Jesús revestidos con el hábito de la gracia santificante y obrando las obras de misericordia corporales y espirituales y así seremos recompensados con la vida eterna en el Reino de los cielos.

miércoles, 27 de mayo de 2020

“El amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos”




“El amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos” (Jn 17, 20-26). Jesús ora al Padre en la Última Cena, pidiendo el don del Espíritu Santo para su Iglesia naciente. Una de las funciones del Espíritu Santo, será unir a los discípulos de Jesús, que forman su Iglesia, en un solo Cuerpo Místico. En este Cuerpo Místico la característica será la de estar unidos en el Amor de Dios, porque el Espíritu Santo será el aglutinante, el que los una en el Amor de Dios, a los hombres con Jesús y con el Padre, así como el Espíritu Santo es el que une en la eternidad al Padre con el Hijo. Esto es lo que explica las palabras de Jesús: “Oraré para que el amor que me tenías esté con ellos”, esto es, el Amor de Dios, el Espíritu Santo, porque ése el “amor que el Padre tenía a Jesús” desde la eternidad, antes de la Encarnación. Desde toda la eternidad, lo que une al Padre y al Hijo, en un único Ser divino trinitario, es el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad, que es el Amor espirado del Padre al Hijo y del Hijo al Padre. Ahora Jesús quiere que ese Amor Divino sea el que una a los hombres en Él y, en Él, al Padre, por eso es que dice que “orará para que el amor que el Padre le tenía” desde la eternidad, esté con ellos. Ése Amor, el Espíritu Santo, es el que une a su vez a los hombres con Jesús: “Como también yo estoy con ellos”. Jesús está con sus discípulos, con su Iglesia, por el Amor de Dios, por el Amor Misericordioso de Dios; no hay ninguna otra explicación para el misterio pascual de Jesús de muerte y resurrección que no sea el don del Espíritu Santo para los hombres redimidos por su Sacrificio en Cruz en el Calvario.
“El amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos”. Luego de que Jesús muera y ascienda a los cielos, enviará con el Padre al Espíritu Santo, el cual unirá a los hombres a Cristo y, en Cristo, al Padre. Así, el distintivo de la Nueva Iglesia fundada por Jesús, la Iglesia Católica, será el amor, pero no un amor humano, sino el Amor de Dios, que hará que se amen entre ellos como Jesús los ha amado, hasta la muerte de Cruz: “En esto sabrán que son mis discípulos, si os amáis los unos a los otros como Yo los he amado”. Se puede saber si un alma tiene el Espíritu Santo si ama a sus hermanos –incluidos sus enemigos-, como Jesús nos amó, hasta la muerte de Cruz. Quien no ama a su prójimo, no tiene consigo al Amor de Dios, el Espíritu Santo, donado por Cristo luego de su gloriosa Ascensión.

martes, 17 de marzo de 2020

“La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”




“La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo” (Mt 1, 16.18-21.24a). En este breve párrafo evangélico, se revela el origen divino de Jesús y la razón por la cual es llamado Hombre-Dios. En efecto, primero se dice que María, sin estar conviviendo aún con José, quedó encinta “por obra del Espíritu Santo”; luego, cuando José sospecha y quiere abandonarla en secreto, en sueños el ángel le confirma que el Hijo que espera María es Dios encarnado: “La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”. Es decir, se trata de argumentos escriturísticos que hablan del origen divino de Jesucristo y que por lo tanto echan por tierra todos los argumentos racionalistas que afirman falsamente que Jesús es un simple hombre o que es un hombre santo, pero no Dios Hijo encarnado.
Es muy importante tener esto presente, porque estos versículos se trasladan a la Santa Misa que se celebra todos los días: si Jesús es Hijo de Dios encarnado y no un simple hombre, entonces la Eucaristía no es un simple trozo de pan bendecido, sino el mismo Hijo de Dios encarnado que, por el poder del Espíritu Santo, prolonga su Encarnación en la Eucaristía.
“La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”. Así como el ángel le confirma a San José acerca de la divinidad de Cristo, así también, parafraseando al ángel, nosotros podemos decir, junto con el Magisterio de la Iglesia: “El Pan que está en el altar después de la consagración no es un pan terreno, sino el Pan de Vida, Cristo Jesús, que ha bajado desde el cielo al altar por obra del Espíritu Santo”.

domingo, 26 de mayo de 2019

“El Espíritu Santo os enseñará todo y os recordará todo”



(Domingo VI - TP - Ciclo C – 2019)

           “El Espíritu Santo os enseñará todo y os recordará todo” (Jn 14, 23-29). Antes de sufrir su Pasión, Jesús les revela a sus discípulos que Él enviará al Espíritu Santo, junto al Padre, sobre la Iglesia -esto es lo que sucederá en Pentecostés- y revela además cuáles serán las funciones que hará el Espíritu Santo, las cuales serán dos funciones principalmente: mnemónicas o de recuerdo y funciones de conocimiento, de recuerdo de lo dicho por Jesús y de enseñanza de los misterios de la vida de Cristo. Esta doble función del Espíritu Santo sobre la Iglesia y las almas de los bautizados –memoria y conocimiento- es clave para que un cristiano pueda ser llamado cristiano y viva como cristiano. De lo contrario, sin las funciones de enseñanza y de recuerdo del Espíritu Santo, la religión católica se convierte en una religión sin misterios sobrenaturales; sin la función del Espíritu Santo, la religión católica se racionaliza y pierde su carácter esencial de religión de misterios y de misterios sobrenaturales absolutos; sin la función del Espíritu Santo, la religión católica se racionaliza y se rebaja a la mera capacidad humana, la cual no puede trascender más allá del horizonte racional y le es imposible -como también al ángel- ni descubrir los misterios del cristianismo, ni alcanzarlos, ni comprenderlos, ni aceptarlos.
          Pero, ¿en qué consiste, en concreto, esta función del Espíritu Santo, la de enseñanza y recuerdo, como lo dice Jesús? En cuanto a la enseñanza, el  Espíritu Santo enseña misterios sobrenaturales absolutos, que no pueden ser ni siquiera imaginados por la mente creatural, ni humana ni angélica. ¿Cuáles son estos misterios sobrenaturales absolutos enseñados por el Espíritu Santo?
         Estos misterios sobrenaturales absolutos que el Espíritu Santo enseña son, ante todo, que Dios es Uno en naturaleza y Trino en Personas, lo cual quiere decir que no son tres dioses, sino uno solo, en el que hay Tres Personas Divinas, iguales en majestad, poder y honor, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; el Espíritu Santo es el que enseña que Jesús no es un simple hombre, ni un hombre santo, ni un revolucionario, ni un profeta, sino el Hombre-Dios, esto es, Dios Hijo hecho hombre por la asunción hipostática, en su Persona divina, de la naturaleza humana de Jesús de Nazareth; el Espíritu Santo enseña que Cristo es Dios, el Verbo del Padre, co-substancial al Padre, expirador del Espíritu Santo junto al Padre, Dios de igual majestad y honor que el Padre y el Espíritu Santo. El Espíritu Santo enseña que el Verbo, invisible a los hombres e inaccesible a ellos, por amor a Dios y a los hombres, se hizo visible y accesible por los sentidos, porque se encarnó en el seno de María Virgen no por obra humana sino por obra de Dios, por el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Es decir, el Espíritu Santo enseña los misterios sobrenaturales absolutos de la religión católica, misterios que la convierten en religión de origen celestial y no humano, como lo son el resto de las religiones; misterios que consisten en la constitución íntima de Dios como Uno en naturaleza y Trino en Personas y en la Encarnación del Verbo en el seno de María Virgen, por obra de la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, por pedido de Dios Padre.
El Espíritu Santo enseña también  los misterios sobre la Iglesia: la Iglesia no es una ONG cuya función es acabar con el hambre y la pobreza del mundo: es la Esposa Mística del Cordero, creada por Dios del costado abierto del Segundo Adán, Cristo crucificado y traspasado y cuya función primordial es salvar a las almas de la eterna condenación y conducirlas al Reino de los cielos. El Espíritu Santo enseña no sólo que el Verbo se hizo carne en las entrañas purísimas de la Virgen, su seno virginal, sino que enseña también que el Verbo continúa y prolonga esta encarnación en el seno virgen y en las entrañas purísimas de la Iglesia, el altar eucarístico, para donarse a las almas como Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía. El Espíritu Santo enseña que los sacramentos no son hábitos culturales, sino actualizaciones de los misterios de la vida de Cristo por medio de los cuales se produce la gracia santificante, gracia que quita el pecado del alma al tiempo que le concede la filiación divina. Estas son algunas de las enseñanzas del Espíritu Santo, que versan ante todo como hemos visto sobre la constitución íntima de Dios como Uno y Trino y, en la Encarnación de la Segunda Persona en el seno de María Virgen y en la prolongación y actualización de esa Encarnación cada vez, en el seno virgen de la Iglesia, el altar eucarístico.
          Con respecto a la segunda función del Espíritu Santo, la función mnemónica, de memoria, de recuerdo de lo que Jesús dijo, se trata no solo de literalmente de esto, de recordar a los discípulos las palabras de Jesús, muchas de las cuales no eran entendidas en su momento por los discípulos, sino de su recuerdo y comprensión sobrenatural y no meramente racional, lógica o humana. Los discípulos ahora, con la iluminación del Espíritu Santo, no solo recuerdan las palabras de Jesús, sino que las creen en su sentido sobrenatural. Es lo que les sucede, por ejemplo, a los discípulos de Emaús: antes de que Jesús efunda sobre ellos el Espíritu Santo al partir el pan, los discípulos de Emaús son cristianos racionalistas, que creen en un Cristo, sí, pero en un Cristo humano, incapaz de resucitar; es decir, recuerdan las palabras de Jesús, pero no las creen, porque les falta la luz del Espíritu Santo y por lo tanto su religión es una religión sin misterios. Luego de la efusión de Cristo sobre ellos al partir del pan, entonces se convierten en verdaderos cristianos, al recordar en su sentido sobrenatural las palabras de Cristo y es entonces cuando comienzan a creer en las palabras de Cristo, dándoles su correcto, verdadero y único sentido sobrenatural: Cristo es Dios y ha muerto en Cruz, pero ha resucitado, venciendo en la Cruz al demonio, al pecado y a la muerte. No solo conocen esto, sino que lo creen y lo viven con sentido sobrenatural, por eso su religión católica no es racionalista, sino una religión de misterios divinos, sobrenaturales, absolutos.
“El Espíritu Santo os enseñará todo y os recordará todo”. El Espíritu Santo viene en Pentecostés para enseñarnos los misterios sobrenaturales absolutos de Dios -Dios es Uno y Trino y la Segunda Persona se encarnó en María Virgen y prolonga su Encarnación en la Eucaristía- para que no racionalicemos la religión y para que no la reduzcamos a una religión de sentimientos de falsa misericordia. Ahora bien, para nosotros, que vivimos en este “valle de lágrimas” que es esta vida, el Espíritu Santo, además de estas funciones, nos recuerda de modo particular unas palabras de Jesús: “Yo estaré todos los días con vosotros, hasta el fin del mundo” y estas palabras hacen referencia a la Eucaristía, porque es en la Eucaristía en donde Cristo está Presente, en Persona, todos los días, hasta el fin del mundo. Solo el Espíritu Santo puede enseñarnos, recordarnos y hacernos vivir estas palabras de Jesús, de que estará Él con nosotros en la Eucaristía, hasta el fin del mundo.


domingo, 28 de diciembre de 2014

Octava de Navidad 4 2014 El Niño de Belén


         El Niño de Belén. Los ángeles les habían dicho a los pastores que la señal de que les había nacido un Salvador, sería que encontrarían a un Niño recostado en un pesebre: “os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor. Y esto os servirá de señal: hallaréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 11-12). La señal de que ha llegado a los hombres un Salvador, es un Niño recién nacido, recostado en un pesebre. Sin este anuncio angélico y sin mediar el conocimiento de la fe, quien observa la escena del Pesebre de Belén, ve solamente a un niño, uno más entre otros, rodeado por su madre y su padre.
Sin embargo, ese Niño no es un niño más entre tantos: es Dios Hijo encarnado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la Palabra consubstancial del Padre, la Luz eterna que procede eternamente del seno eterno del Padre, que es el origen y la Fuente Increada de la luz, por eso es que en el Credo, la Iglesia proclama su fe de esta manera: “Dios de Dios, Luz de Luz”; el Niño recostado en el Pesebre es Dios en Persona, Dios Hijo en Persona, no un niño más entre tantos, porque es el cumplimiento de las profecías mesiánicas: “Una Virgen concebirá y dará a luz un hijo, y será llamado “Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros” (Is 7, 14).
Y cuando el Ángel Gabriel le anuncia a María la Encarnación, el evangelista dice explícitamente que se trata de la realización de esta promesa: “Todo sucedió para que se cumpliera la profecía: una virgen concebirá y dará a luz un hijo, que será llamado “Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros”. Este Niño es el cumplimiento de la promesa dada por el mismo Dios en Persona, al inicio de los tiempos, inmediatamente después de la caída de Adán y Eva: es “la descendencia de la Mujer –la Virgen- que le “aplastará la cabeza” a la Serpiente Antigua, el Gran Orgulloso y Soberbio: Y pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu simiente y su simiente; él te herirá en la cabeza, y tú lo herirás en el calcañar” (Gn 3, 15).
Ese Niño que extiende sus bracitos para abrazar a quien se le acerque, en busca de ternura y amor, como hace todo niño recién nacido, es Dios Hijo en Persona, es quien extenderá luego sus brazos en la cruz, para abrazar a toda la humanidad y conducirla al seno del eterno Padre. Ese Niño, que nace en Belén, “Casa de Pan”, es quien donará luego, en la cruz primero y en la Santa Misa después, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, como Pan de Vida eterna, como Pan Vivo bajado del cielo, como Eucaristía. Ese Niño, a quien van a adorar los pastores y los Magos, es Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía y que en la Eucaristía se dona como el Verdadero Maná bajado del cielo.

La contemplación del Niño de Belén no puede nunca quedar en un mero recuerdo de un hecho pasado, porque ese Niño de Belén, llamado “Emmanuel”, “Dios con nosotros”, por los profetas, por los ángeles y los santos, es también en la Eucaristía el “Emmanuel”, “Dios con nosotros”, un Dios que, así como en el Pesebre extendía sus bracitos de niños como signo de su deseo de abrazarnos y darnos su Amor, en la Eucaristía nos entrega realmente todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico.

viernes, 19 de diciembre de 2014

“Alégrate, María, Llena de gracia, el Señor está contigo"


(Domingo IV - TA - Ciclo B - 2014 - 2015)
         “Alégrate, María, Llena de gracia, el Señor está contigo (…) concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 26-38). El Arcángel Gabriel da a María el anuncio más trascendente de la historia de la humanidad: el Verbo Eterno de Dios, la Palabra Eternamente pronunciada por el Padre, la Sabiduría Divina, el Hijo de Dios, habrá de encarnarse en su seno virginal, para redimir a la humanidad y conducirla al seno de la Trinidad. Ella ha sido la Elegida, por ser la creatura más pura, perfecta y excelsa de todas las creaturas del cielo y de la tierra; la Virgen es la Elegida por la Santísima Trinidad, porque supera en gracia y hermosura a todos los coros angélicos, por ser la inhabitada por el Espíritu Santo, la Concebida sin mancha de pecado original, tal como lo dice el Arcángel con sus propias palabras: “Alégrate, Llena de gracia”. En las palabras del Ángel se descubre lo que está oculto a los ojos de los hombres y es visible sólo a los ojos de Dios: El que ha de encarnarse en el seno virginal de María Santísima no es un ser humano más, no es una persona humana, sino la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la Persona Divina del Hijo de Dios, el Verbo Eterno del Padre, el Hijo Único de Dios, que se encarna y se hace hombre, sin dejar de ser Dios, porque al momento de encarnarse, se crea en el útero de la Virgen la naturaleza humana de Jesús de Nazareth, su alma humana y su parte humana corporal –es decir, los genes correspondientes a la célula primordial del varón o espermatozoide-, puesto que no hubo intervención de varón, ya que San José era esposo meramente legal y su relación con la Virgen era simplemente como la que existe entre hermanos, y es así como en la Encarnación es asumida la naturaleza humana en la Persona, en la hipóstasis del Verbo Divino, pero sin confusión y sin mezcla alguna, de manera tal que el que se encarna es, con toda propiedad, Dios Hijo humanado, encarnado, hecho carne, entendida esta palabra, “carne”, como “hombre” o “naturaleza humana” –cuerpo y alma-, unida su divinidad a la humanidad, pero sin confusión ni mezcla.
De esta manera, el Niño que habrá de nacer para Navidad, no será un niño humano más, entre tantos, sino el Niño-Dios, Dios hecho Niño, sin dejar de ser Dios, para que los hombres, recibiendo la gracia del Dios hecho Niño con corazones de niños, accedan a la salvación.
Por lo tanto, cuando contemplamos la escena del Pesebre de Belén, no contemplamos una escena bucólica, romántica, idealista, nostálgica, perteneciente a una imaginería religiosa propia de una entidad religiosa anclada en el pasado: contemplamos el misterio más grande que la humanidad jamás ni siquiera haya podido imaginar: que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo Eterno del Padre, sin dejar de ser Dios, se haya encarnado en las entrañas virginales de María Santísima y haya nacido virginalmente, para manifestarse al mundo como Niño Dios, como Dios hecho Niño, para luego ofrendar al mundo, en la cruz, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, y así poder entregarse como Pan de Vida eterna, en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, renovación incruenta y sacramental de ese sacrificio de la cruz.
El Evangelio del Anuncio del Ángel a la Virgen y la Verdad de la Encarnación del Verbo en sus entrañas virginales preparan de manera inmediata para la Navidad, porque revelan, con la luz divina, que el Niño nacido en el Pesebre de Belén, es Dios hecho Niño, el Emmanuel, Dios con nosotros; a su vez, la contemplación del Pesebre de Belén, para el cristiano, para la sociedad cristiana y para la Iglesia, no es una mera recreación histórica de un hecho pasado, lejano en el recuerdo y sin incidencia alguna en el presente: por el contrario, se trata del evento que explica y da sentido a la historia humana, porque si la humanidad no ha naufragado en la auto-destrucción y en el abismo eterno, es porque el Niño de Belén, nacido para Navidad, el Niño que extiende sus bracitos para abrazar a quien se le acerca con fe y con amor, ese Niño es Dios, que viene al rescate del hombre, de la humanidad, de todo hombre, porque ese Niño Dios que abre los brazos en el Pesebre, es el Hombre-Dios que más tarde, extendiendo los brazos en la Cruz, abrazará en sus sangrientas manos paternales, a toda la humanidad, para conducirla, redimida, al seno del Padre. Y es el mismo Niño que actualiza su Nacimiento por la liturgia eucarística y actualiza su sacrificio también por la liturgia eucarística.
Como podemos ver, es de capital importancia conocer y aceptar, en la fe de la Iglesia, la verdad de la Encarnación, es porque de esto dependen otras verdades, capitales también para la salvación del alma, como el hecho de que el Niño de Belén es Dios y que este Niño, siendo ya adulto, se ofrenda en la cruz para la salvación del mundo y renueva su sacrificio en cruz, de modo incruento y sacramental, en la Santa Misa.
“Alégrate, María, Llena de gracia, el Señor está contigo (…) concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será llamado Hijo de Dios”. El Ángel le anuncia a la Virgen que concebirá un Niño por obra del Espíritu Santo y que ese será Dios, “Emmanuel”, Dios con nosotros, de modo que el Niño que nacerá para Navidad no será un niño más entre tantos, sino Dios hecho Niño, el Niño-Dios. Y si Dios se hace Niño, naciendo como Niño en Belén, quiere que los hombres sean como niños –lo cual no quiere decir infantiles- y esta niñez que quiere Dios de los hombres, se la obtiene por la pureza e inocencia que da la gracia santificante, y la razón del ser “como niños, por la gracia, imitando al Dios hecho Niño en Belén”, es para aceptar las verdades de la Santa Madre Iglesia y esto lo presenta Jesús como una condición indispensable para ingresar en el Reino de los cielos, como un requisito sine qua non es imposible el acceso a la eterna felicidad: “El que no sea como niño, no entrará en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3). Dicho de otra manera, el que no acepte con la inocencia y pureza de fe que concede la gracia santificante, la verdad de la Encarnación del Verbo, de la maternidad divina de María, de su virginidad perpetua y del Nacimiento milagroso del Niño Dios, porque le opone, a la Sabiduría y al Amor de Dios, su razón necia y orgullosa, no puede entrar en el Reino de los cielos. Por esto, María, con su “Fiat”, con su “Sí”, al Anuncio del Ángel, es nuestro modelo de fe para la verdad de la Encarnación y del Nacimiento de Dios hecho Niño en Belén, porque María, siendo la Llena de gracia, asiente y da el “Sí” con su Mente y su Corazón Inmaculados, libres de errores, de engaños, de supersticiones y de herejías.
“He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. María es modelo perfecto de nuestra fe en la Anunciación, en la Encarnación del Verbo, en la Navidad, en el Santo Sacrificio de la cruz, en la Presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.
“Alégrate, María, Llena de gracia, el Señor está contigo (…) concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será llamado Hijo de Dios”. Que en esta Navidad, así como la Virgen concibió en su seno virginal y dio a luz al Niño Dios por la pureza de su fe y por el Amor de su Inmaculado Corazón, que así también nazca en nuestros corazones, por la gracia, el Niño Dios, para que, contemplándolo y adorándolo junto a la Virgen, seamos capaces de continuar amándolo y adorándolo por la eternidad.


viernes, 15 de noviembre de 2013

“Donde esté el cadáver, se juntarán los buitres”


“Donde esté el cadáver, se juntarán los buitres” (Lc 17, 26-37). Jesús revela que el Día de su Segunda Venida será similar al diluvio en tiempos de Noé, cuando la gente “comía y bebía, compraba y vendía, plantaba y construía”, pero apenas Noé entró en el arca, cayó el diluvio que “mató a todos” y será también como el día del castigo de Sodoma, en el que cayó “una lluvia de fuego y azufre que los mató a todos”, apenas Lot salió de Sodoma.
Esta profecía de Jesús nos hace ver que en los tiempos previos al Día de la Segunda Venida de Jesús, la humanidad tendrá un comportamiento similar al comportamiento en tiempos de Noé y de Lot, es decir, la humanidad vivirá “como si Dios no existiera”, tal como lo hacía en tiempos de Noé y de Lot.
Hoy vivimos en tiempos infinitamente peores a los de Noé y a los de Lot, porque en la Antigüedad no se había producido todavía la Encarnación del Hijo de Dios y por lo tanto no se conocía su Revelación, con lo cual la culpa de los paganos se atenúa en cierto grado; en cambio, en nuestros días, ya producida la Encarnación y conocida la Revelación de Jesucristo, la humanidad no solo ha renegado del Hijo de Dios, sino que se ha volcado a un neo-paganismo mucho más agresivo, destructor y diabólico que el de la Antigüedad, porque a través de este neo-paganismo, el hombre adora a los modernos dioses paganos que, prometiendo felicidad, son portadores en cambio de tristeza, dolor, amargura, pesar y muerte, no solo física, sino también eterna. Hoy se adora al ídolo de la ciencia sin conciencia y sin Dios; hoy se adora al ídolo de la adolescencia y de la juventud, endiosándose a un estado fugaz de la existencia humana y pretendiendo que en ese estado está la felicidad humana; hoy se adora al ídolo del dinero, olvidando el hombre la advertencia de Jesús: “No se puede servir a Dios y al dinero”, y en pos del dinero, no duda en cometer los peores crímenes; hoy se adora al ídolo de la lujuria, profanando el cuerpo humano de todas las maneras posibles, olvidando que el cuerpo es “templo del Espíritu Santo” y que al profanarlo, se profana a la Persona del Espíritu Santo que mora en él; hoy se adora al ídolo de la muerte, en cuyo honor se aprueban leyes que asesinan a los niños en el seno materno, apenas concebidos, y se otorga licencia para asesinar a los que están en estado terminal, como si el hombre fuera el dueño de la vida y de la muerte, olvidando que solo Dios es el Creador de toda vida y es quien llama ante su Presencia cuando Él lo decide.
“Donde esté el cadáver se juntarán los buitres”. Jesús no dice “cuándo” sucederá su Segunda Venida, sino “dónde”, y su respuesta es enigmática: “Donde esté el cadáver se juntarán los buitres”. El cadáver indica algo sin vida y en estado de putrefacción; trasladado al mundo del espíritu, significa el Anticristo, cuya alma está muerta a la gracia de Dios; los buitres, a su vez, simbolizan a los hombres que se alimentan del cuerpo en descomposición, es decir, los hombres malvados y perversos que se alimentan del mal y son sus seguidores.

“Donde esté el cadáver se juntarán los buitres”. A diferencia de los seguidores del Anticristo, que como buitres se alimentan de las miasmas del mal, los cristianos deben alimentarse de la substancia divina contenida en el Cuerpo del Cordero, y como las águilas que remontan vuelo en dirección al sol, así los cristianos deben volar hacia donde se encuentra el Sol de justicia, Jesús en la Eucaristía, para alimentarse de su Amor.

jueves, 14 de noviembre de 2013

“El Reino de Dios está entre ustedes”


“El Reino de Dios está entre ustedes” (Lc 17,20-25). La Encarnación, es decir, la Venida del Hijo de Dios a este mundo, tiene por objeto el anuncio de la llegada, entre los hombres, de un reino que no es de este mundo, sino que es del cielo: el Reino de Dios, el Reino de los cielos. Este Reino será plenamente visible en la otra vida, en la vida eterna, pero ya en esta vida, dice Jesús, “está entre nosotros”, como un anticipo, en el tiempo, de lo que será la vida eterna.
¿Cómo es este “Reino de Dios” que está ya entre nosotros? Tal como lo dice Jesús, no es un reino “ostensible”, es decir, visible, sensible, que pueda ser captado por los sentidos, y a diferencia de los reinos humanos, que ocupan una extensión geográfica, el Reino de Dios es a-geográfico y sin embargo, a pesar de esta característica, Jesús afirma que está presente "entre nosotros". Para saber en qué consiste esta “presencia” en medio nuestro, tenemos que recordar lo que dice San Pablo, acerca de en qué consiste este Reino celestial: “El Reino de Dios es justicia, gozo y paz en el Señor” (cfr. Rm 14, 17), y esto es fruto a su vez de la Presencia del Espíritu Santo en el alma. 
Es decir, el Reino de Dios consiste en la Presencia del Espíritu Santo en el alma, Espíritu que convierte al cuerpo en templo suyo y colma al alma de sus dones. Pero, debido a que el que dona el Espíritu Santo, junto al Padre, es Jesús –porque Jesús en cuanto Hombre y en cuanto Dios, espira al Espíritu Santo-, es necesario que Jesús esté en el alma; ahora bien, puesto que Jesús entra en el alma por medio de la fe, del amor y de la comunión eucarística y puesto que para que Jesús pueda hacer esto último, esto es, entrar en el alma y soplar el Espíritu Santo, es necesario el estado de gracia, resulta entonces que, el Reino de Dios que “está entre nosotros”, es la gracia santificante, puesto que por ella viene Jesús Eucaristía al alma e insufla el Espíritu Santo, con lo cual da inicio al Reino de Dios en el alma, aun viviendo en esta tierra, en este tiempo, como anticipo del Reino de Dios en el que vivirá si, por gracia de Dios y por la Misericordia Divina, persevera hasta el fin en el estado de gracia.

Es esto lo que Jesús quiere decir cuando dice: “El Reino de Dios está entre ustedes”.

miércoles, 16 de mayo de 2012

El Espíritu Santo los introducirá en toda verdad


“El Espíritu Santo los introducirá en toda verdad”. El envío del Espíritu Santo por parte de Jesús resucitado y ascendido al cielo, “introducirá en la Verdad” a los discípulos, es decir, les comunicará y los hará partícipes de todos los misterios sobrenaturales del Hombre-Dios Jesucristo.
         Es el Espíritu Santo el que hará ver y contemplar los grandes misterios de la Iglesia Católica, misterios inalcanzables e inconcebibles para cualquier criatura, humana o angélica.
         Los misterios de la Verdad divina que hace conocer –y amar- el Espíritu Santo, preservan al alma de todo error, de toda herejía, de toda división, de todo cisma, de todo progresismo: Dios en Uno y Trino, Uno en naturaleza y Trino en Personas; la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarnó, por lo tanto, Jesús de Nazareth es Dios Hijo en Persona, y no un simple hombre; su Encarnación fue obra del Amor Divino, por lo tanto, María, su Madre, es Virgen y al mismo tiempo, es Madre de Dios; porque Jesús es Dios, Jesús derrotó en la Cruz al demonio, al mundo y a la carne; Jesús prolonga su Encarnación en la Eucaristía y en la Santa Misa.
         Es en estos misterios sobrenaturales, comunicados por el Espíritu Santo, en donde se apoyan y fundamentan los dogmas y toda la doctrina de la Santa Iglesia Católica.
         Cualquier enseñanza, doctrina, media verdad, que enseñe lo contrario, es un invento progresista que conduce al error, al cisma y a la herejía, y no proviene del Espíritu Santo, sino del ángel caído, el espíritu de las tinieblas.

viernes, 6 de enero de 2012

Solemnidad de la Epifanía del Señor



         En pleno tiempo navideño, tanto la Iglesia como el profeta Isaías hablan de la aparición de la gloria de Dios sobre la Iglesia, y la liturgia nos dice que esto se verifica en el Misterio de Navidad y de Epifanía[1]. El día de la Epifanía, la Iglesia la Iglesia se aplica a sí misma las palabras del profeta Isaías: “Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti, mientras está cubierta de sombras la tierra y los pueblos yacen en las tinieblas. Sobre ti viene la aurora del Señor, y en ti se manifiesta su gloria” (60, 1-22; Epist.).
         Ahora bien, si lo que vemos en tiempo de Navidad es un pesebre, con una escena familiar, una madre, un padre, un niño, más un grupo de curiosos que han venido atraídos por lo insólito del lugar del nacimiento, un pesebre, un establo, en vez de una posada, ¿de qué gloria se trata? No es, obviamente, la gloria de Dios, al menos según  las teofanías o manifestaciones del Antiguo Testamento, en las que Yahveh se manifiesta en medio de truenos y rayos, en medio de temblores de tierra y de humo (cfr. Éx 33, 20-33).
         Tampoco es la gloria de Dios tal como la contemplan, en el cielo y por la eternidad, los ángeles de luz.
         Tampoco es, obviamente, la gloria mundana, opuesta radicalmente a la gloria de Dios.
         ¿De qué gloria se trata?
         Nos lo dice la misma Iglesia, en el Prefacio I de Navidad: “Por la encarnación de la Palabra, la luz de tu gloria se nos ha manifestado con nuevo resplandor”[2]. Lo que la Iglesia nos dice es que “en la Encarnación de la Palabra” la gloria de Dios se nos manifiesta con un nuevo esplendor, y esa Palabra encarnada, que manifiesta el esplendor de la gloria de Dios de un modo nuevo, desconocido para los hombres, es el Niño de Belén. Quien ve al Niño de Belén, ve entonces a la gloria de Dios, que se manifiesta visiblemente, de modo que el Dios de la gloria, que habitaba en una luz inaccesible, y que era invisible a los ojos del cuerpo, ahora se hace visible, perceptible, a los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe. Quien contempla al Niño de Belén con la fe de la Iglesia, contempla la gloria de Dios, porque contempla al Kyrios, al Señor de la gloria, Aquel al que nunca habrían crucificado quienes lo crucificaron, si precisamente lo hubieran reconocido como al Señor de la gloria.
         La gloria que la Iglesia y el profeta cantan entonces en Navidad, como apareciendo sobre la Iglesia, la gloria que se manifiesta en la Iglesia es entonces la gloria del Niño de Belén, que no es la del mundo, sino la gloria de Dios, pero que brilla con nuevo resplandor, porque se hace accesible a través de la carne, de la humanidad del Niño Dios. Y como el Niño Dios de Belén será luego el Hombre-Dios que entregará su vida y derramará su sangre en el Calvario, será también en el Calvario, en la cima del monte Gólgota, en la crucifixión, en la efusión de sangre del Hombre-Dios, en donde la gloria de Dios se manifestará con su máximo esplendor.
         Pero si el Niño de Belén, que es luego el Hombre-Dios, manifiesta la gloria de Dios, porque en Belén la Palabra se encarna, haciéndola brillar con nuevo resplandor, y si se manifiesta con su máximo esplendor en el Calvario, en la efusión de sangre del Cordero de Dios, es en la Santa Misa en donde se dan ambas manifestaciones o, más bien, en donde la gloria divina se irradia también de un modo nuevo, a través de la Eucaristía. Quien contempla la Eucaristía, no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos de la fe, contempla no un poco de pan bendecido, sino al Kyrios, al Señor de la gloria, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que renueva su sacrificio en cruz de modo incruento, sacramental, sobre el altar del sacrificio.
         Como los pastores, que ante el anuncio de los ángeles acudieron a adorar a su Dios que se les manifestaba como un Niño recién nacido y al adorarlo se llenaron de asombro, de alegría y de gozo; como los Magos de Oriente, que llenos de amor y de admiración se postraron delante del Niño Dios y le dejaron los dones de incienso, oro y mirra, también nosotros dejemos ante el altar eucarístico nuestros pobres dones: el oro del corazón contrito y humillado, el incienso de la oración, y la mirra de obras hechas con sacrificio en su honor, y adoremos a nuestro Dios, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que se nos manifiesta en su gloria con un nuevo resplandor, el resplandor que surge del misterio eucarístico, y llenos de asombro, de alegría y de gozo por la manifestación del Hijo de Dios en la Eucaristía, comuniquemos al mundo la alegre noticia: la Eucaristía es el Emmanuel, el Dios entre nosotros, que se nos entrega como Pan de Vida eterna.


[1] Cfr. Casel, O., Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid 1964, 199.
[2] Misal Romano.

miércoles, 4 de enero de 2012

Maestro, ¿dónde vives?



“Maestro, ¿dónde vives?” (cfr. Jn 1, 35-42). A simple vista, la escena corresponde a dos discípulos que, atraídos por la figura de su maestro, quieren saber dónde vive, para compartir más de cerca sus enseñanzas. La respuesta de Jesús indicaría, por lo tanto, el lugar físico de su morada.
Pero Jesús no es un maestro más entre tantos: es Dios Hijo encarnado, hecho hombre sin dejar de ser Dios, que vive, camina, habla entre los hombres, y habita en moradas construidas por ellos, pero al mismo tiempo, en el misterio de su divinidad, vive además en otros lugares: vive en el seno de Dios Padre, en donde es engendrado desde la eternidad; vive, en el tiempo de la Encarnación, en el seno virgen de María Santísima; vive, en el tiempo sacramental de la Iglesia, en el altar eucarístico y en la Hostia consagrada.
Y quiere vivir, en el tiempo de los hombres, en los corazones pacíficos y humildes de quienes lo reciben con amor.

lunes, 19 de diciembre de 2011

El Espíritu Santo, el Amor de Dios, en la Encarnación, en la Navidad y en la Santa Misa


Cuando se consideran los misterios de la Encarnación (cfr. Lc 1, 26-38) y del Nacimiento de Jesucristo, se pasan por alto, por lo general, la intencionalidad con la cual actúa Dios Trino. En otras palabras, al considerar la Navidad, se suele dejar de lado el motivo por el cual Dios Uno y Trino obra este prodigio.


Para saber cuál es la intencionalidad de Dios, es necesario considerar, de entre todos los actores que intervienen en la Encarnación y en el Nacimiento, a una Persona, la Persona divina del Espíritu Santo.

Es el Espíritu Santo el que inhabita, como Llama de Amor divino, en la Inmaculada Concepción, haciendo de María Santísima un sagrario viviente, el lecho de gracia y de Amor purísimo en el que habría de ser concebido el Hijo de Dios.

Es el Espíritu Santo el que "cubre con su sombra", es decir, con el poder de su Amor eterno, a María Santísima, en el momento de la Encarnación, creando la naturaleza humana del Hijo de Dios y uniendo esta naturaleza a la Segunda Persona de la Trinidad.

Es el Espíritu Santo el que "cubre con su luz santa", es decir, con la potencia de su amor, a María Santísima en Belén, en la Noche del Nacimiento, haciendo salir milagrosamente, como un rayo que atraviesa un cristal limpidísimo, el Cuerpo de Dios Hijo, que se aparece ante los hombres como Niño, sin dejar de ser Dios, que viene a este mundo para entregarse como Pan de Vida eterna.

Pero debido a que María es Modelo de la Iglesia, todo lo que sucede en Ella sucede luego en la Iglesia, y así es como el prodigioso Nacimiento del Niño Dios, obra del Espíritu Santo, se continúa y prolonga en la Eucaristía, por obra del mismo Espíritu Santo, pues es este mismo Espíritu el que, a través del sacerdote ministerial, que pronuncia las palabras de la consagración, produce la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Niño Dios, que de esta manera viene a nosotros en cada Misa, así como vino en Belén, entregándosenos como Pan de Vida eterna.

Y como el Espíritu Santo es el Amor substancial de Dios, es decir, es Dios, que es Amor, es el Amor de Dios el que obra el prodigio de Navidad, prodigio que se renueva y actualiza para nosotros en cada Santa Misa.

Y ésa es la intención de Dios Trino al obrar tantos prodigios sobrenaturales: donarnos su Amor, el Espíritu Santo.

lunes, 14 de marzo de 2011

Esta generación es perversa

La destrucción de Sodoma y Gomorra

“Esta generación es perversa” (cfr. Lc 11, 29-32). ¿En qué consiste la perversidad de la que se queja Jesús? Ante todo, en el rechazo de Dios, que es Amor infinito; rechazo que se traduce en obras de oscuridad y de maldad.

Debido a que cita a Nínive, ciudad de pecadores que, por la predicación de Jonás, se convirtieron, y así evitaron el castigo que había sido decretado por Dios (cfr. Jon 3, 10), y esto trae a la memoria por contraposición a Sodoma y Gomorra, ciudades también de pecadores pero que no se convirtieron (cfr. Gn 19, 24), se podría deducir que la perversidad radica en una desviación de tipo moral, en un quebrantamiento de la castidad y de las buenas costumbres, en una adhesión a la lujuria, a la avaricia, a la codicia.

Sin embargo, esto último es sólo la superficie, ya que la perversidad no radica en el comportamiento moral, sino en la negación y en el rechazo del Amor divino, del cual el trastorno moral es sólo la consecuencia del oscurecimiento espiritual.

Jesús se queja de la perversidad de los fariseos, los cuales niegan la divinidad de Cristo, es decir, su condición de ser Dios Hijo encarnado, a pesar de que atestigua su condición divina obrando milagros delante de sus ojos. La perversidad, fruto del endurecimiento del corazón humano, será la que conducirá a Jesús a las amargas horas de la Pasión, de la agonía en el Huerto, de los juicios inicuos, de la soledad de la cárcel, del doloroso Via Crucis.

Pero esa perversidad no es la única, ya que se continúa hasta el día de hoy, profundizándose cada vez más: al hombre, inmerso en el error del ateísmo materialista, no le interesa si Dios existe o no, ya que vive su vida y muere su muerte como si Dios no existiese, y no tiene en consideración a Dios ni siquiera como una hipótesis. Y lo peor de todo, es que esta mentalidad atea y materialista, se ha introducido en el seno mismo de la Iglesia, en donde son los mismos bautizados quienes abandonan en masa la Iglesia y se vuelcan al mundo y a su hedonismo, a su relativismo y a su materialismo, rechazando las aguas cristalinas de la Verdad, y sumergiéndose en las aguas pútridas de la corrupción, de la sensualidad, de los placeres, perdiendo hasta la noción del bien y del mal[1].

“Esta generación es perversa”. La amarga queja de Jesús se repite, hoy como ayer. Y hoy, como ayer, Jesús nos pide frecuentes actos de amor y de renuncia, de contrición, de ofrecimiento.

La fórmula de la reparación, con la cual el cristiano puede consolar al Sagrado Corazón que agoniza en el Huerto de los Olivos es simple: creer, esperar, amar, confiar, rogar, callar, aceptar, sufrir, ofrecer, adorar[2].


[1] Cfr. Mensajes de Jesús a un sacerdote. Monseñor Octavio Miquelini, Tomo I, Ediciones El Bueno Pastor, Buenos Aires 1989, 34.

[2] Cfr. o. c., 36.