Mostrando entradas con la etiqueta Corpus Christi. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Corpus Christi. Mostrar todas las entradas

domingo, 4 de junio de 2023

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

 



(Ciclo A – 2023)

         La Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo se origina en un milagro eucarístico ocurrido en la localidad italiana de Bolsena en el año 1263: un sacerdote que celebraba la Santa Misa tuvo dudas de que la Consagración fuera algo real, es decir, tenía muchas dudas de fe acerca de lo que la Iglesia enseña sobre la Consagración. Para comprender mejor el milagro, debemos entonces recordar la enseñanza de la Iglesia Católica acerca de lo que ocurre en el altar, en la Santa Misa: la Iglesia Católica enseña que, por las palabras pronunciadas por el sacerdote ministerial sobre el pan y el vino –“Esto es mi Cuerpo, Éste es el cáliz de mi Sangre”-, las substancias del pan y del vino se convierten en las substancias del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Este milagro es posible porque en la Santa Misa el sacerdote actúa "in Persona Christi", es decir, es Cristo quien, a través del sacerdote ministerial, con su poder divino, convierte las substancias del pan y del vino en las substancias de su Cuerpo y su Sangre. Si Cristo no actuara a través del sacerdote ministerial, el milagro de la conversión nunca se produciría, porque por sí mismo, el sacerdote humano, no tiene ningún poder para realizar el milagro, aunque tampoco lo puede hacer un ángel. Solo Cristo, que es Dios Hijo encarnado y que actúa en Persona en la Santa Misa, puede realizar el milagro de la transubstanciación. Es esto lo que la Iglesia Católica enseña en su Magisterio, en el Catecismo y es un dogma de fe, es decir, quien no crea que esto sucede en realidad, está fuera de la Iglesia Católica. El milagro de la transubstanciación se produce real y efectivamente, pero no es visible a los ojos del cuerpo; solo es "visible", por así decirlo, a los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe. La transubstanciación sucede en cada Santa Misa, y aunque no es perceptible a los sentidos humanos, la substancia del pan se convierte verdaderamente en la substancia del Cuerpo de Jesús y la substancia del vino en la substancia de su Sangre, permaneciendo inalterados los que se llaman "accidentes", como el sabor, peso, etc., de manera que a los sentidos corpóreos parecen pan y vino luego de la consagración, pero en la realidad ya no son más pan y vino, sino el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús.

Con relación al milagro que originó la Solemnidad, sucedió de la siguiente manera: el sacerdote -llamado "Pedro Romano", que había ido en peregrinación a la tumba de San Pedro para pedir el aumento de la fe en la transubstanciación-, ya de regreso a su pueblo natal, celebró la Santa Misa en la capilla de Santa Cristina; en el momento de partir la Sagrada Forma -es decir, cuando ya había pronunciado las palabras de la consagración, "Esto es mi Cuerpo", "Éste es el cáliz de mi Sangre"-, la Sagrada Forma, sostenida por las manos consagradas del sacerdote ministerial, se convirtió en un trozo de músculo cardíaco sangrante y con tanta sangre, que llenó el cáliz, se desbordó y llegó la sangre a empapar el corporal. El sacerdote, conmovido por el milagro, envolvió en el corporal el músculo cardíaco sangrante y lo llevó a la sacristía y en ese momento del traslado fue cuando cayó una gota de sangre en el pavimento de mármol, quedando impregnado el mármol con la sangre. Esta reliquia -el mármol impregnado con la sangre- fue llevada en procesión a Orvieto el 19 junio de 1264. Hoy se conservan los corporales -el corporal es el trozo de tela bendecida de forma cuadrada que se extiende sobre el altar para que se lleve a cabo la confección del Sacramento de la Eucaristía, es donde se apoyan el cáliz y la patena durante la Misa- en Orvieto, y también se puede ver la piedra del altar en Bolsena, manchada de sangre.

         Este milagro fue un don del cielo para el sacerdote, para que su fe se fortalezca, puesto que el sacerdote pudo ver, en primera persona, cómo lo que enseña la Iglesia acerca de la transubstanciación es verdad, es decir, en cada Santa Misa, este milagro se repite, invisible e insensiblemente, pero se repite. Pero también es un don del cielo para nosotros y para la Iglesia de todos los tiempos, aunque no es necesario que el milagro se repita visiblemente en cada Santa Misa, puesto que basta con que se haya producido una vez y basta también con la enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica, para que nosotros aceptemos por fe lo que no podemos ver con los ojos del cuerpo. Además, como le dice Jesús a Tomás, que había dudado de su resurrección y recién creyó cuando lo vio en persona: “Dichosos los que creen sin ver”. Entonces, nosotros somos más dichosos que el mismo sacerdote protagonista del milagro, porque por la fe de la Iglesia, creemos sin ver que el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre. Somos verdaderamente "dichosos" por pertenecer a la Iglesia Católica y por creer que el pan y el vino se convierten, por el milagro de la transubstanciación, en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y por esto la Iglesia dice, después de la consagración: "Dichosos los invitados a la cena del Cordero". Dichosos los que se alimentan de la Carne del Cordero, asada en el Fuego del Espíritu Santo; dichosos los que beben la Sangre del Cordero, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.

         Por último, la Sangre del Señor Jesús, que impregnó la piedra de mármol del piso de la capilla, es una prefiguración de cómo la Sangre de Cristo, que recibimos en cada Eucaristía, empapa e impregna nuestros corazones, que a menudo son fríos y duros como el mármol. 

miércoles, 15 de junio de 2022

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

 



(Ciclo C – 2022)

         Con la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, solemnidad conocida también como “Corpus Christi”, la Iglesia Católica proclama al mundo que Ella, como Esposa Mística del Cordero, es la poseedora del más grandioso don que la Santísima Trinidad pueda hacer jamás al ser humano, el Cuerpo y la Sangre del Hombre-Dios Jesucristo. No hay misterio sobrenatural más grandioso, más asombroso, más maravilloso y magnífico, que el misterio de la transubstanciación, es decir, la conversión, por el poder del Espíritu Santo que es infundido sobre el pan y el vino del altar por las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Éste es el Cáliz de mi Sangre”-, en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. La transubstanciación, la conversión de la materia del pan en el Cuerpo de Cristo y la del vino en la Sangre de Cristo, es el Milagro de los milagros, que acontece, por la Misericordia Divina, toda vez que se celebra la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio del Calvario, la Santa Misa. La conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, con la consecuente Presencia Personal del Hijo de Dios en las especies eucarísticas, es un milagro que reduce a la nada las maravillas de la Creación del universo visible e invisible, porque por la transubstanciación, se hace Presente, en el Altar Eucarístico, algo infinitamente más grandioso que los mismos cielos y es el Rey del Cielo en Persona, Cristo Jesús.

         En el origen de esta solemnidad, se encuentra uno de los milagros eucarísticos más asombrosos jamás registrados en la historia de la Iglesia Católica, milagro por el cual la Trinidad confirma, de modo visible, la Verdad Absoluta e Invisible que se lleva a cabo en cada Santa Misa, la conversión de la materia del pan en el Cuerpo de Cristo y la del vino en la Sangre de Cristo.

         El milagro que originó la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo ocurrió a mediados del siglo XIII, en el año 1245, cuando un sacerdote, Pedro de Praga, que era un sacerdote piadoso y devoto pero que tenía de vez en cuando dudas de fe acerca de la verdad que enseña la Iglesia Católica, esto es, que el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre, decidió hacer una peregrinación a la tumba de San Pedro en el Vaticano, para pedirle la gracia a San Pedro de que le aumentara la fe en la Presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía[1]. Luego de regresar de la peregrinación, se dirigió a Bolsena para celebrar la Santa Misa en la cripta de Santa Cristina. En el momento de la consagración, es decir, cuando el sacerdote extiende las manos sobre las ofrendas del pan y del vino y pronuncia las palabras “Esto es mi Cuerpo, Éste es el Cáliz de mi Sangre”, y luego de elevar la Hostia ya consagrada, fue en ese momento en que la Hostia se convirtió en músculo cardíaco vivo, sangrante, siendo tan abundante la sangre que caía de la Hostia, que llenó el cáliz y manchó el corporal. También sucedió que las partes de la Hostia que estaban en contacto con los dedos del sacerdote, permanecieron con apariencia de pan, mientras que el resto de la Hostia se convirtió en lo que luego se comprobó, años después, que era músculo cardíaco. El sacerdote, conmocionado por el milagro, atinó a cubrir el músculo cardíaco con el corporal, para llevarlo a la sacristía, junto al cáliz que contenía la sangre y en ese momento, cayeron algunas gotas de sangre del milagro, que penetraron en el mármol, permaneciendo hasta el día de hoy como reliquias sagradas del asombroso milagro.

La noticia del asombroso milagro llegó a oídos del Papa Urbano IV, quien se encontraba en el vecino pueblo de Orvieto  y pidió que le trajeran el corporal. La venerada reliquia fue llevada en procesión y se dice que el Pontífice, al ver el milagro, se arrodilló frente al corporal y luego se lo mostró a la población. Más adelante, el Santo Padre publicó la bula “Transiturus”, con la que ordenó que se celebrara la Solemnidad del “Corpus Christi” en toda la Iglesia el jueves después del domingo de la Santísima Trinidad, además de encomendarle a Santo Tomás de Aquino la preparación de un oficio litúrgico para la fiesta y la composición de himnos, que se entonan hasta el día de hoy como el “Tantum Ergo”.

Como dijimos, la Santísima Trinidad hizo este milagro, por el cual se pudo ver y comprobar visiblemente que la Hostia consagrada es el Cuerpo y la Sangre de Cristo, para que nosotros, al asistir a la Santa Misa, fortalezcamos nuestra fe en la transubstanciación, en la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Ahora bien, no es necesario que en cada Santa Misa se repita el milagro de Bolsena-Orvieto, porque basta con nuestra fe católica en la Presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía, aun cuando no lo veamos visiblemente.

Por último, un detalle que, aunque parece obvio, es necesario recordarlo y tenerlo presente: cuando decimos que la Eucaristía es el “Cuerpo y Sangre” de Cristo, no nos estamos refiriendo a un “Cuerpo y Sangre” por separados, sin relación entre sí: es obvio que el Cuerpo y la Sangre de Cristo no están separados ni aislados entre sí, sino que están integrados en el Alma y en la Divinidad de la Persona Segunda de la Trinidad, Cristo Jesús, de modo que podemos decir que, cuando comulgamos, comulgamos a la Segunda Persona de la Trinidad, que está Presente, verdadera, real y substancialmente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es decir, en la Eucaristía. Es por esto que comulgar, recibir sacramentalmente la Comunión, no es ingerir un trocito de pan bendecido, sino abrir las puertas del corazón, en estado de gracia, para entronizar y adorar en nuestros corazones al Hombre-Dios Jesucristo, con su Cuerpo y Sangre glorioso y resucitado.

 

sábado, 28 de mayo de 2016

Solemnidad de Corpus Christi


El momento en el que, producido el milagro, el Padre Pedro de Praga lo traslada, 
conmocionado, a la sacristía.

(Ciclo C – 2016)

         La Solemnidad de Corpus Christi -o del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo-, una de las más importantes de la Iglesia Católica, se originó en un milagro eucarístico, conocido como el milagro de Bolsena-Orvieto. ¿Cómo fue el milagro? Sucedió a mediados del siglo XIII, en el año 1263, cuando un sacerdote de Bohemia, llamado Pedro de Praga, que tenía muchas dudas sobre su fe, en particular sobre la presencia real de Cristo en la Eucaristía, decidió hacer una peregrinación a Roma para rezar ante la tumba de San Pedro y pedirle el fortalecimiento de su fe. Luego de cumplido su cometido y sintiéndose fortalecido en su vocación como sacerdote, inició su viaje de regreso a Praga. En el camino se detuvo en la localidad de Bolsena al norte de Roma, para allí pasar la noche y continuar viaje al otro día. En esta localidad, visitó la parroquia de Santa Cristina, una mártir del siglo III para venerar sus reliquias. Luego de su visita a la tumba de Santa Cristina, Pedro de Praga experimentó todavía más fortalecimiento de su fe, y es así que se dice que antes de celebrar la Misa, Pedro rezó “por la fuerza del alma y el extremo abandono que Dios da a los que confían plenamente en Él”. Fue durante la celebración de la Misa que ocurrió el asombroso milagro que dio origen a la Fiesta de Corpus Christi: una vez pronunciadas las palabras de la consagración, la Hostia ya consagrada se convirtió en músculo cardíaco vivo y sangrante, del cual comenzó a brotar abundante sangre, y tan abundante, que se vertió incluso sobre el corporal que se encontraba sobre el altar. Al comprobar el espectacular acontecimiento sobrenatural que se producía delante de sus ojos, el sacerdote, profundamente conmovido, envolvió el músculo cardíaco sangrante con el purificador del cáliz y lo llevó a la Sacristía. En el trayecto hacia la sacristía, cayeron en el suelo de mármol unas gotas de sangre, lo que también sucedió en los escalones del altar, quedando la sangre desde entonces firmemente adherida al mármol, al punto que luego se cortaron esos trozos de mármol, impregnados con la sangre del milagro, para ostentarlos como reliquias; estos mármoles manchados e impregnados con la sangre del milagro fueron colocados en sus respectivos relicarios en Bolsena, en donde permanecen hasta el día de hoy, para ser venerados por los peregrinos[1]. El milagro fue descripto así en una placa de mármol: “De pronto, aquella Hostia apareció visiblemente como verdadera carne de la cual se derramaba roja sangre excepto aquella fracción, que la tenía entre sus dedos, lo cual no se crea sucediese sin misterio alguno, puesto que era para que fuese claro a todos que aquella era verdaderamente la Hostia que estaba en las manos del mismo sacerdote celebrante cuando fue elevada sobre el cáliz”[2]. Es decir, toda la Hostia consagrada se convirtió en músculo cardíaco vivo, del cual brotaba sangre fresca, excepto la parte de la Hostia que estaba sostenida por las manos del sacerdote, y esto para que fuera patente que el milagro se producía en la misma Hostia que consagraba el sacerdote.
         Debido a que el Papa Urbano IV se encontraba en la cercana localidad de Orvieto, el Padre Pedro decidió trasladarse a esta ciudad para comunicarle acerca del prodigio sucedido en la misa. Enterado el Papa, envió al obispo de Orvieto en persona a Bolsena, para que comprobara la veracidad de la historia y recuperara las reliquias. Luego, el Papa Urbano IV reconoció el milagro -la venerada reliquia fue llevada en procesión y se dice que el Pontífice, al ver el milagro, se arrodilló frente al corporal y luego se lo mostró a la población- y el 11 de agosto 1264 instituyó para toda la Iglesia la actual fiesta litúrgica, llamada Corpus Christi, a partir de la fiesta Corpus Domini -existente desde 1247 y que se celebraba sólo en la diócesis de Lieja, en Bélgica-, para celebrar la Presencia real de Cristo en la Eucaristía. Además, el Papa decidió encomendar a Santo Tomás de Aquino la tarea de preparar los textos del Oficio y de la Misa de la fiesta, y se estableció que el Corpus Christi se celebre en el primer jueves después de la octava de Pentecostés[3].
El asombroso prodigio sobrenatural se produjo en momentos en que habían comenzado a circular creencias falsas en la Eucaristía, como las propagadas por un tal Berengario de Tours, quien sostenía erróneamente que la presencia de Cristo en la Eucaristía no era real, sino sólo simbólica: el milagro no solo contrastó esta falsa tesis, sino que confirmó, de una manera asombrosa, la enseñanza de la Iglesia desde el inicio, es decir, que Jesús está Presente real, verdadera y substancialmente en la Eucaristía.
El milagro eucarístico de Orvieto es un recordatorio sobrenatural, dado por el cielo mismo, de la verdad profesada desde siempre por la Iglesia: Jesucristo, Dios Hijo en Persona, el Creador del universo visible e invisible, viene a nosotros y se entrega en la Eucaristía, en cada Eucaristía. Por medio de este milagro, sensible y visible, Pedro de Praga experimentó un gran milagro y su fe fue grandemente enriquecida; sin embargo, Jesús mismo dice: “Bienaventurados los que crean sin haber visto” (Jn 20, 29). Esto quiere decir que no debemos pretender que suceda el milagro visible nuevamente, en cada Santa Misa, porque nos basta que haya sucedido una vez, ya que confirma la fe de la Iglesia, de que el Hombre-Dios Jesucristo está realmente Presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Sagrada Eucaristía. Y si el milagro nunca hubiera sucedido, debería bastarnos para creer firmemente, el testimonio de la Iglesia que, asistida por el Espíritu Santo, nos enseña esta verdad. Lo que nos enseña la Iglesia es que, por las palabras de la consagración, pronunciadas por el sacerdote pero en las que va la virtud misma de Jesucristo, que las pronuncia también a través del sacerdote, se produce el milagro de la conversión de las substancias muertas y sin vida del pan y del vino, en las substancias vivas y gloriosas del Cuerpo y la Sangre de Jesús. Así nos enseña San Ambrosio: “(En la) consagración divina (…) actúan las palabras del Señor y Salvador en persona (…) Porque este sacramento que recibes (la Eucaristía) se realiza por la palabra de Cristo (…) Era real la carne de Cristo que fue crucificada y sepultada; es, por tanto, real el sacramento de su carne (…) Que nuestra mente reconozca como verdadero lo que dice nuestra boca, que nuestro interior asienta a lo que profesamos externamente”[4].
De esta manera, el milagro de Bolsena-Orvieto nos confirma nuestra fe en la Presencia real de Jesús en la Eucaristía, pero también nos sirve para que nos demos cuenta de cómo actúa en nosotros al comulgar el Cuerpo y la Sangre gloriosos de Jesús Eucaristía, para lo cual podemos comparar a nuestros corazones con el piso de mármol en el que cayó la sangre del milagro de Bolsena-Orvieto: nuestros corazones son muchas veces como el mármol en el que cayó la sangre del milagro: fríos, duros y sin vida; pidamos entonces que la Sangre Preciosísima de Jesucristo, que ingresa en nosotros por la Comunión Eucarística en gracia, penetre nuestros corazones y los impregne, tal como sucedió con la sangre del milagro, que impregnó el mármol, pero, a diferencia de la sangre del milagro, que no cambió el mármol, porque este siguió siendo frío, duro y sin vida, la Sangre de Jesús, al caer en nuestros corazones por la Comunión Eucaristía, los vivifica, llenándolos de la vida, la luz, el calor y el Amor del Espíritu Santo.
En cada Santa Misa, delante de nuestros ojos, se produce de modo invisible, luego de las palabras de la consagración, el milagro de la Transubstanciación, por el cual el pan se convierte en la substancia del Cuerpo de Cristo y el vino en la substancia de la Sangre de Cristo, y aunque no lo veamos con los ojos del cuerpo, sí podemos “verlo” con los ojos del alma iluminados por la luz de la fe, y el milagro de Bolsena-Orvieto nos confirma que esta fe de la Iglesia -que es nuestra fe- en la Presencia real de Jesús en la Eucaristía, es verdadera.
Por último, Cristo Jesús hace este milagro sólo para darnos su Amor, el Amor infinito y eterno de su Sagrado Corazón Eucarístico, entonces nosotros, al comulgar su Cuerpo y su Sangre, debemos hacerlo también con amor, adorando profundamente su Presencia Eucarística, como dice San Agustín: “Nadie coma el Cuerpo de Cristo si no es adorador”. No nos acerquemos a comulgar sin antes hacer un acto de profundo amor y adoración interior al Cuerpo de Cristo en la Eucaristía.





[2] Cfr. http://www.therealpresence.org/eucharst/mir/spanish_pdf/Bolsena-spanish.pdf
[3] La liturgia de Santo Tomás de Aquino liturgia acompañaría la Bula Transiturus de hoc mundo ad Patrem. A su vez, las reliquias del milagro se conservan en la catedral de Orvieto. En la Capilla del Corporal se venera la Hostia Santa, el corporal y el purificador. En 1338 se colocaron en el relicario de Ugolino di Vieri, donde se encuentran actualmente. El relicario se colocó, a partir de 1363, sobre el altar de mármol que se encuentra en la misma capilla. El altar donde ocurrió el milagro fue colocado, desde la primera mitad del siglo XVI , en el atrio de la basílica subterránea de Santa Cristina en Bolsena. En Bolsena se conservan en sus respectivos relicarios las lápidas de mármol manchadas con la Sangre del Milagro.
[4] Del Tratado de san Ambrosio, obispo, Sobre los misterios.
(Núms. 52-54. 58: SC 25 bis, 186-188. 190

sábado, 21 de junio de 2014

Solemnidad de Corpus Christi


(Ciclo A – 2014)
         La Solemnidad de Corpus Christi constituye, para la Iglesia, una de sus fiestas más importantes, porque manifiesta al mundo, de modo público y solemne, con la procesión de Corpus, aquello que constituye el núcleo central de su fe, la columna vertebral de su existencia, la razón primera y última de su ser, la Eucaristía. Sin la Eucaristía, la Iglesia Católica dejaría de ser Iglesia Católica; sin la Eucaristía, la Iglesia Católica dejaría de existir como tal, para convertirse en otra cosa, irreconocible, porque la Eucaristía es lo que es el corazón al hombre: así como el corazón con sus latidos envía sangre por medio de las arterias a todo el cuerpo, manteniéndolo con vida, así la Eucaristía, que es el Corazón de la Iglesia, infunde la gracia santificante por medio de los sacramentos a todo el Cuerpo Místico que es la Iglesia, concediéndoles la vida divina, la vida misma de Dios Uno y Trino.
         La Iglesia se nutre de la substancia humana divinizada del Cuerpo glorioso de Cristo y de la substancia divina de la Persona del Verbo de Dios que le comunica de su gloria divina a Cristo en la Eucaristía; sin este alimento, doblemente super-substancial, celestial, sobrenatural, divino, la Iglesia perecería de hambre, moriría literalmente, se vería envuelta en las tinieblas del pecado, del error, de la ignorancia y sucumbiría irremediablemente frente a las a las divisiones y al poder mundano y frente a los poderes del infierno.
         Pero por la Eucaristía la Iglesia no solo triunfa sobre sus enemigos, sino que obtiene la vida nueva de la gracia, la vida que brota del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, la vida misma de Dios Uno y Trino, una vida que es celestial, sobrenatural, eterna, divina, vida que convierte a los hombres en hijos adoptivos de Dios, haciéndolos participar de la santidad misma de Dios, concediéndoles la gracia de ser santos.

         Es por esto que la fiesta de Corpus Christi no es una fiesta más entre otras: representa no solo el triunfo del Cuerpo Místico de Cristo sobre sus enemigos mortales –el demonio, el mundo y el pecado-, sino que representa también el inicio de una vida nueva para los hombres, la vida nueva de la gracia, que brota de la Eucaristía, es decir, de Cristo muerto y resucitado, como de su fuente inagotable, gracia que brota en la eternidad y continúa hasta la eternidad, por los siglos sin fin. 
           La fiesta de Corpus Christi representa para la Iglesia no solo la victoria contra sus enemigos, sino el recuerdo del inicio de la vida de gloria divina que, comenzando en el tiempo, continuará por toda la eternidad y no finalizará jamás, porque Cristo, que dio su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en sacrificio en la cruz para nuestra salvación, continúa donando su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía, para que nos alimentemos de su gracia santificante, de su Divinidad y de su Amor, mientras peregrinamos en esta vida hacia la eternidad, para que en el momento de nuestro paso hacia la eternidad, poseamos en nuestros corazones el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, el mismo Amor del cual nos nutriremos por los siglos sin fin en los cielos, si somos fieles a la gracia divina.

viernes, 31 de mayo de 2013

Solemnidad de Corpus Christi


(Ciclo C - 2013)
“Tomó entonces los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición y los partió, y los iba dando a los discípulos para que los fueran sirviendo a la gente” (Lc 9, 11-17b). Jesús multiplica milagrosamente panes y peces y da de comer a la multitud hambrienta. A pesar de que son más de cinco mil personas y de que comen hasta saciarse, sobran panes y peces en tal cantidad que los restos llenan hasta doce canastas.
         Con todo lo que significa el milagro de la multiplicación de panes y peces -una muestra de la omnipotencia divina y de la condición de Jesús de ser Hijo de Dios en Persona y no un simple hombre-, es sin embargo una ínfima muestra de su poder divino, y en cuanto a su objetivo final, no es el de simplemente dar de comer, satisfaciendo el apetito corporal, a una multitud de personas. La finalidad del milagro es servir de pre-figuración de otro milagro, infinitamente más grande, realizado por la Iglesia en la Santa Misa: la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre. Así como Jesús, por la bendición que pronunció sobre los panes y peces multiplicó sus materias inertes, de la misma manera, por la fórmula de la consagración en la Santa Misa la Iglesia convierte, a través del sacerdocio ministerial, la materia inerte del pan y el vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
         Podemos decir entonces que la escena evangélica del domingo de hoy, en la que Jesús primero alimenta el espíritu a los integrantes de la multitud, para luego alimentarles el cuerpo con los panes y peces, es una pre-figuración de la Santa Misa, en donde el alma se alimenta primero con la Palabra de Dios -por medio de la liturgia de la Palabra- y luego se alimenta con la Eucaristía, el Cuerpo de Cristo. 
          Por este motivo, para apreciar en su dimensión sobrenatural el alcance y significado del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, hay que considerar con un poco más de detenimiento qué es lo que está representado en la escena evangélica: la multitud que escucha a Jesús, compuesta por toda clase de gentes y por todas las edades, representa a la humanidad; el hambre corporal que experimentan, representa el hambre espiritual que de Dios tiene todo ser humano, porque todo ser humano ha sido creado por Dios para Dios. Ahora bien, Dios ha creado al hombre dotándolo de una sed inextinguible de amor y de belleza y por eso todo ser humano tiene necesidad de satisfacer su sed de felicidad -todo hombre desea ser feliz, dice Aristóteles-, pero como Dios lo ha creado al hombre para que sacie su sed de amor y belleza en Él y sólo en Él, mientras no se une a su Creador, el hombre experimenta esa sed de amor y de belleza que le quema las entrañas, pero que no puede ser satisfecha sino es en su contemplación y unión con Él. Si el hombre busca saciar esta sed de felicidad en cualquier otra cosa que no sea Dios, no lo logrará nunca, y esta es la razón por la cual el hombre experimenta dolor, tristeza, frustración y muerte, cuando se aleja de Dios. 
             La multitud hambrienta delante de Jesús es, en este sentido, una representación de la humanidad hambrienta de su Dios, que busca saciar su sed de amor y de satisfacer su hambre de paz, verdad y alegría, aunque de momento no sepa bien cómo hacerlo. Jesús, que está delante de la multitud enseñando las parábolas del Reino y anunciando la Buena Noticia, es ese Dios Creador que ha venido a este mundo para redimir a la humanidad por medio de su sacrificio en Cruz y santificarla con el envío del Espíritu Santo y concederle así la felicidad que tanto busca. Puesto que Cristo Jesús es Dios, solo en Cristo Jesús encuentra el hombre –todo hombre, la humanidad entera- la saciedad completa y absoluta de su sed de amor y de paz, de alegría y de felicidad; puesto que Cristo Jesús es Dios, solo en Él encuentra el hombre el sentido último de su vida; puesto que Cristo Jesús es Dios, sólo en Jesús, y en nadie más que Él, reposa en paz el corazón humano, encontrando en el Sagrado Corazón la satisfacción total de su sed de felicidad.
         Es esto entonces lo que está representado en la escena evangélica: la humanidad, sedienta de amor y hambrienta de felicidad, ante su Dios, Cristo Jesús, el Único -por ser el Hombre-Dios- capaz de extra-colmar, con la abundancia de Amor de su Sagrado Corazón, la felicidad que todo ser humano busca, búsqueda de felicidad que se inicia cuando nace y no se detiene hasta el momento de la muerte, continuando incluso hasta la vida eterna.
         Jesús, porque es Dios en Persona, es entonces el Único en grado de satisfacer el hambre de amor y la sed de felicidad que tiene el hombre, y el milagro de la multiplicación de panes y peces será solo un anticipo y una pre-figuración del modo en el que Él piensa satisfacer esa hambre: en el tiempo de la Iglesia, por el poder del Espíritu Santo, a través del sacerdocio ministerial, por la Santa Misa, Jesús obrará un milagro infinitamente mayor, por medio del cual no multiplicará la carne muerta de peces, ni tampoco la materia inerte del pan: por su Espíritu, convertirá el pan y el vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y se donará a sí mismo en la Eucaristía como alimento celestial que alimenta con la substancia misma de Dios; por el milagro de la transubstanciación, Jesús se donará a sí mismo para saciar el hambre de amor y la sed de felicidad de toda alma humana, donándose a sí mismo como Pan de Vida eterna y como Carne del Cordero de Dios. El modo por el cual Jesús satisface la sed de felicidad del hombre, es entregando su Cuerpo, el Cuerpo de Cristo, el Corpus Christi, en la Eucaristía, para que sirva de alimento celestial al alma que lo reciba con fe y con amor.
“Tomó entonces los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición y los partió, y los iba dando a los discípulos para que los fueran sirviendo a la gente”. Si en el Evangelio Jesús obra un maravilloso milagro, por el cual multiplica la carne muerta de un pez y la materia inerte del pan, con lo cual da de comer a una multitud satisfaciendo su hambre corporal, en la Santa Misa obra un milagro infinitamente mayor, convirtiendo el pan y el vino en su Carne, su Sangre, su Alma y su Divinidad, obrando el milagro de la Eucaristía, donando su Cuerpo, el Cuerpo de Cristo, el Corpus Christi, como alimento celestial que sacia y extra-colma con abundancia la ardiente sed de amor y la incontenible hambre de felicidad que alberga toda alma. Éste es el sentido final del Corpus Christi: saciar el hambre de Amor divino que toda alma posee.



viernes, 15 de junio de 2012

Solemnidad de Corpus Christi – Ciclo B – 2012



         En la solemnidad de Corpus Christi resalta el contraste que existe entre el mundo –entendido este no como la Creación, que en sí es buena, por venir de Dios, sino como aquello que se opone a la santidad de Dios, es decir, lo “mundano”-, y la Iglesia: mientras el mundo confía en el poder del dinero, en la fuerza de las armas, en la violencia, en la astucia, en la política, en el oro, en los medios de comunicación, la Iglesia, por el contrario, pone toda su confianza en algo que es, en apariencia, muy frágil; algo que precisamente por su apariencia, frágil y de poco valor, pasa desapercibido para el mundo; algo que, materialmente, no cuesta prácticamente nada -¿cuánto puede costar, en términos monetarios, un poco de agua y un poco de trigo?-, y eso que parece tan frágil y de tan poco valor a los ojos del mundo, en lo que la Iglesia pone absolutamente toda su confianza, es la Eucaristía.
         Para el mundo, la Eucaristía no vale nada, porque es algo muy simple, de escaso valor, ya que parece solo un poco de pan.
         Pero no solo para el mundo la Eucaristía no vale nada: lamentablemente, también para muchos cristianos, la Eucaristía no tiene valor, ya que la dejan de lado por los atractivos del mundo, las diversiones, por el placer, por el dinero, por el deporte, por la política. Para muchos cristianos, los Domingos, si no se hace algo “divertido”, se “aburren”, y esto es así porque en su espíritu mundano el fin de semana y el Domingo son “días de diversión”, y es así como buscan divertirse, llenando los estadios de fútbol y vaciando las iglesias, lo cual sucede porque que desprecian a la Eucaristía y tienen en nada su valor.
         Pero lo que el mundo desprecia, sí lo valoran lo ángeles y los santos en el cielo, y el “resto fiel”, quienes saben que la Eucaristía no es un pancito bendecido en una ceremonia religiosa dominical obligatoria para no caer en pecado: saben que la Eucaristía es Cristo Dios en Persona, con su Cuerpo resucitado, glorioso, vivo, lleno de la luz, de la gracia y del Amor divino.
         Ante la Eucaristía, los ángeles más poderosos del cielo inclinan sus cabezas y se anonadan en su presencia, adorándola con toda la fuerza de sus angélicos seres, y lo mismo hacen los innumerables santos del cielo, y lo mismo hacen los cristianos que, iluminados por el Espíritu Santo, ven en el sacramento del altar al Dios Tres veces Santo, Jesucristo.
         Por este motivo, para ellos, para los que aman a Dios, la Eucaristía es un tesoro de valor imposible siquiera de ser imaginado, puesto que ante ella la majestad y hermosura de los cielos eternos queda reducida a la nada más absoluta, ya que son conscientes de que la Eucaristía contiene al Sagrado Corazón de Jesús, de donde mana la Misericordia Divina y el Amor eterno de Dios Trino como de una fuente inagotable.
         Dejemos de lado la visión mundana, y apreciemos el valor incalculable del Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Cristo, presentes en el santo sacramento del altar, ya que se ha quedado en la Eucaristía para acompañarnos en nuestro peregrinar por el desierto de la vida terrena hacia los prados eternos del Reino de los cielos.