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miércoles, 3 de noviembre de 2021

“¿Dónde están los otros nueve?”

 


“¿Dónde están los otros nueve?” (Lc 17, 11-19). Jesús cura milagrosamente, con su omnipotencia divina, a diez leprosos, pero sólo uno de ellos, que era samaritano, regresa para dar gracias a Jesús por el milagro recibido. Jesús se muestra sorprendido por la ingratitud de los restantes nueve leprosos que, luego de haber sido curados milagrosamente, no han regresado ni siquiera para mínimamente dar las gracias, como sí lo he hecho el samaritano. El episodio nos muestra, por un lado, la gratuidad y la inmensidad del Amor de Dios por nosotros, porque Dios no tiene la obligación de curar nuestras enfermedades y si lo hace, es por su Divina Misericordia; por otro lado, muestra que la inmensa mayoría de los seres humanos, representados en los nueve leprosos curados que no regresan para dar gracias, son igualmente ingratos y desconsiderados para con Dios Uno y Trino. La Trinidad nos da sobreabundantes bienes, materiales y espirituales, naturales y sobrenaturales, todos los días, todo el día, desde el ser, hasta la vida, la existencia, la inteligencia, la  memoria, los dones innatos y muchísimos dones más; nos dona la salvación en Cristo Jesús; nos dona el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Cordero de Dios en cada Eucaristía y ni siquiera así somos capaces de dar gracias a Dios, porque estos dones son infinitamente más grandes y valiosos que el simple hecho de ser curados de una enfermedad. No seamos ingratos para con Dios y, en acción de gracias y en adoración, por sus inmensos e infinitos dones, ofrezcámosle el Único Don digno de su Divina Majestad, el Pan de Vida eterna, la Carne del Cordero de Dios, la Sagrada Eucaristía.

jueves, 12 de noviembre de 2020

“El Reino de Dios es como un hombre que dio monedas a sus sirvientes para que las trabajen”

 


“El Reino de Dios es como un hombre que dio monedas a sus sirvientes para que las trabajen” (cfr. Lc 19, 11-28). Para comprender esta parábola, debemos reemplazar a sus elementos terrenos y naturales por los elementos celestiales y sobrenaturales. Así, el hombre que viaja es Nuestro Señor Jesucristo, que cumple su misterio pascual de muerte y resurrección; las monedas que entrega a sus sirvientes, son los talentos, naturales y sobrenaturales, que cada persona recibe en esta vida, comenzando por el ser y siguiendo luego por el Bautismo y todos los sacramentos; el encargo de hacerlas producir, es la tarea que cada cristiano debe realizar en esta vida, para ganar la vida eterna, es decir, para ganar la vida eterna hay que hacer fructificar los dones recibidos, en actos de salvación eterna, actos realizados en estado de gracia; los servidores que hicieron fructificar sus dones, son los justos y santos, que pusieron sus dones y talentos al servicio del Hijo de Dios y su Iglesia y así se ganaron el Reino de los cielos; el servidor que no hizo fructificar sus talentos, es el cristiano que abandonó la Iglesia, dejando por lo tanto a sus talentos sin hacerlos fructificar y perdiendo, por lo tanto, la vida eterna; el regreso del hombre que vuelve de su viaje, es la Segunda Venida en la gloria de Jesús y el pedido de cuentas es el Día del Juicio Final.

“El Reino de Dios es como un hombre que dio monedas a sus sirvientes para que las trabajen”. Todos hemos recibido distintos dones, talentos y gracias: de nosotros depende que las hagamos fructificar o no, es decir, de nosotros depende que ganemos la vida eterna, o no.

jueves, 5 de noviembre de 2020

“Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”

 


“Jesús, maestro, ten compasión de nosotros” (Lc 17, 11-19). Diez leprosos se acercan  a Jesús y le piden que “tenga compasión” de ellos y los cure: con toda seguridad, han oído hablar de sus milagros y por eso acuden a Jesús, sabiendo que tiene el poder de hacerlo. Jesús no los cura inmediatamente, sino cuando los leprosos se dirigen al templo para presentarse ante los sacerdotes. En el camino, los diez se dan cuenta de que han sido curados, pero sólo uno vuelve para dar gracias, postrándose ante Jesús como signo de adoración y agradecimiento. La ingratitud de los otro nueve leprosos motiva la queja de Jesús: “¿No eran diez los que quedaron limpios? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido nadie, fuera de este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios?”.

La escena se comprende mejor todavía cuando observamos que la lepra representa al pecado y por lo tanto, los leprosos, representan a los pecadores. En otras palabras, en los leprosos estamos prefigurados nosotros, que somos pecadores. Jesús ha obrado con nosotros innumerables milagros, comenzando por el milagro de quitarnos el pecado original a través del Bautismo sacramental. Sólo por ese milagro, deberíamos postrarnos ante Jesús Sacramentado todos los días de nuestra vida, en acción de gracias y en adoración. Debemos preguntarnos si reconocemos los innumerables dones, milagros y gracias que Jesús nos concede todos los días y debemos plantearnos cómo obramos en relación a Jesús: si nos postramos en acción de gracias y adoración ante su Presencia Eucarística –así como se postró ante su Humanidad santísima el samaritano curado- o si en cambio somos como los leprosos que, una vez curados, se olvidan de Jesús.

sábado, 12 de octubre de 2019

“¿No quedaron curados los diez? ¿Dónde están los otros nueve?”




(Domingo XXVIII - TO - Ciclo C – 2019)

         “¿No quedaron curados los diez? ¿Dónde están los otros nueve?”. El reclamo de Jesús se debe a que Él hizo el milagro de curar a diez leprosos, pero solo uno regresa a dar gracias, postrándose ante su Presencia. Y el que se muestra agradecido es un samaritano, es decir, no es ni siquiera hebreo. Jesús se muestra sorprendido por la actitud de desagradecimiento de los nueve leprosos, que acuden a Él cuando están enfermos, cuando tienen una necesidad, pero cuando ya se ven curados, no son capaces de reconocer la curación hecha por Él y se marchan sin dar gracias. 
En este Evangelio de la curación de los leprosos podemos ver diversas cuestiones que tienen que ver con nuestra fe y con nuestra relación personal con Jesús: por un lado, la curación en sí; por otro, la acción de gracias y por último la adoración como reconocimiento de la divinidad de Jesús. Es importante considerar estos tres elementos, porque nos competen a nosotros, porque aunque no hayamos sido curados de lepra, sí hemos recibido –al igual que los leprosos del Evangelio- innumerables beneficios de parte de Jesús. Ante todo, debemos considerar que la lepra es símbolo del pecado: la lepra es al cuerpo lo que el pecado al alma y en este sentido, todos, a partir del bautismo que nos quitó el pecado original y luego en cada confesión sacramental, hemos recibido de Jesús el beneficio de su perdón, originado en su amor misericordioso por nosotros. Por eso debemos considerarnos beneficiados por Jesús, pero con un beneficio mayor que el recibido por los leprosos, porque ser perdonados por Jesús es un milagro infinitamente más grande que el ser curados de una enfermedad corporal, como es la lepra. Recibir el perdón de los pecados es un don infinitamente más grandioso que ser curados de lepra, porque el pecado es una afección del espíritu imposible de ser quitada por la creatura, ya que sólo Dios tiene el poder de perdonar los pecados y quitarlos del alma. El otro aspecto a considerar es la acción de gracias, la cual es obligatoria para el hombre dar a Dios, independientemente de si recibe o no beneficios de parte suya, porque Dios es nuestro Creador y nosotros somos sus creaturas y tenemos la obligación de darle gracias y mucho más, cuando hemos recibido beneficios tan grandes como el perdón de los pecados. Si el leproso del Evangelio da gracias a Jesús por haber sido curado de la lepra, mucho más tenemos que dar gracias nosotros, a quienes se nos han quitado los pecados. Otro elemento a considerar es la adoración como acción de gracias, explicitada por el leproso curado en la postración y adoración a Jesús, porque la adoración, el postrarse ante Jesús -en nuestro caso, Jesús Eucaristía-, implica el reconocimiento de que Jesús es Dios y en cuanto tal, Él puede curar con su omnipotencia tanto las enfermedades corporales, como la lepra en el Evangelio, así como perdonar el pecado, como en nuestro caso.
“¿No quedaron curados los diez? ¿Dónde están los otros nueve?”. Cada vez que Jesús nos perdona en el Sacramento de la Confesión, nos hace un don y un milagro infinitamente más grandes que el curarnos una enfermedad corporal; cada vez que se nos dona su Sagrado Corazón Eucarístico, nos hace un don del Amor de su Corazón infinitamente más grande que curar la lepra. No seamos desagradecidos como los nueve leprosos, que solo se acordaron de Jesús y acudieron a Él por necesidad, pero se olvidan de Él, ingratamente, cuando recibieron de Jesús lo que de Jesús querían obtener. El agradecimiento nace del amor, por eso, cuanto más amor tiene un alma a Jesús, tanto más agradecimiento muestra, siendo la postración ante Él un signo visible de la acción de gracias, de la adoración y del amor profesados a Jesús.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

“Hagan fructificar sus talentos”



“Hagan fructificar sus talentos” (Lc 19, 11-28). Con la parábola de un hombre “de familia noble fue a un país lejano para recibir la investidura real” y que entrega “cien monedas de plata” a sus servidores para que las hagan fructificar, Jesús nos advierte acerca de la necesidad imperiosa, de los cristianos, de poner a su servicio los dones –naturales y sobrenaturales- que Él nos dio, para la salvación de las almas.
Las cien monedas de plata representan los dones, talentos, virtudes y toda clase de bienes, tanto naturales –como la inteligencia, la memoria, la voluntad, la practicidad, etc.- como sobrenaturales –el bautismo, la comunión eucarística, la confirmación, etc.- con los cuales Él nos dotó en su Iglesia, y que deben ser puestos al servicio de la Iglesia para la salvación de las almas. Nadie, en absoluto, puede excusarse, diciendo: “Yo no tengo dones, no puedo hacer nada en la Iglesia”, porque eso no es verdad, desde el momento en que todos, absolutamente todos los cristianos, por el solo hecho de ser bautizados, ya tenemos el don de ser hijos de Dios y no meras creaturas. Si alguien dice tal cosa –“no tengo dones”-, lo único que hace es escudarse en una falsa humildad, para justificar su pereza y su acedia. Ser humildes no significa decir “no tengo dones”, “no sirvo para nada”; por el contrario, significa reconocer cuáles son los dones, talentos, virtudes, etc., con los cuales Dios me ha dotado, y ponerlos efectivamente al servicio de la Iglesia, pero no para cualquier cosa, sino para la salvación de las almas, que es el objetivo primordial, y sin buscar el aplauso y los honores de los hombres y del mundo, sino solo el ser vistos por Dios Padre.

“Hagan fructificar sus talentos”. Jesús nos advierte, porque cuando Él llegue en su Segunda Venida, nos pedirá cuenta de todos y cada uno de los dones que nos ha dado. Que nos recompense o que nos castigue y quite lo que aún creíamos tener, depende de nuestra libertad.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

“¿Por qué no entregaste mi dinero en préstamo?”


“¿Por qué no entregaste mi dinero en préstamo?” (Lc 19, 11-28). Con la parábola de un hombre que entrega cien monedas de plata a diez servidores para que las multipliquen, premiando a quienes cumplieron sus órdenes y castigando a aquel que no hizo nada con las monedas, Jesús grafica la entrega de dones al hombre por parte de Dios y la necesidad de hacerlos rendir en favor del Reino; en caso contrario, lo recibido será luego quitado al final de la vida.
En efecto, el hombre noble que parte para ser investido como rey, es Él en su misterio pascual, que parte a la Casa del Padre, por el sacrificio de la cruz, para recibir la corona de gloria en los cielos y ser investido como Rey de cielos y tierra; las cien monedas de plata que entrega a sus servidores para que las multipliquen, representan a los dones y talentos de todo tipo –sea en el orden natural, como el ser y la vida; sea en el orden sobrenatural, como el bautismo, la Eucaristía, etc.- con los que Dios adorna a toda alma en la Iglesia; los hombres que multiplicaron las cien monedas de plata representan a los cristianos que utilizan sus talentos colocándolos al servicio del Reino de Dios, buscando en todo la salvación de las almas y la mayor gloria de Dios; el hombre que escondió las cien monedas de plata en un pañuelo por temor a su patrón, representa a los cristianos que, habiendo recibido dones de todo tipo, iguales a aquellos que alcanzaron la santidad –todos reciben cien monedas de plata, en las que están representados los talentos necesarios para la salvación-, sin embargo, no utilizaron esos dones y talentos para salvar almas y para glorificar a Dios, sino que los utilizaron, o bien en provecho propio, o bien para el mal; la recompensa que da el hombre noble a los que multiplicaron sus monedas –diez y cinco ciudades respectivamente-, una recompensa desproporcionada, representa el premio de la vida eterna en el Reino de los cielos, el cual es siempre desproporcionado frente a cualquier obra meritoria del hombre; el castigo al hombre mezquino que no quiso hacer rendir las monedas de plata, representa la eterna condenación de quienes, por tibieza o por malicia, despreciaron los talentos dados por Dios.

“¿Por qué no entregaste mi dinero en préstamo?”. Ningún hombre, pero sobre todo, ningún cristiano, puede decir que “no tiene dones”, puesto que todos hemos recibido la cantidad de dones necesarios para ganar el cielo, representados en las cien monedas de plata. Multiplicar esos dones o esconderlos, depende de nuestra libertad, con lo que nuestro destino eterno depende, también, de nuestra entera libertad.

viernes, 14 de noviembre de 2014

“Un hombre llamó a sus servidores y les dio talentos (…) para que los hicieran fructificar…”


(Domingo XXXIII - TO - Ciclo A – 2014)
                 “Un hombre llamó a sus servidores y les dio talentos (…) para que los hicieran fructificar…” (Mt 25, 14-30). Jesús compara al Reino de los cielos con un hombre que “sale de viaje” y que “confía sus bienes” a sus servidores, para que estos los hagan rendir. Al primero le da cinco talentos[1]; al segundo le da dos, y al tercero, le da uno. A su regreso, los dos primeros han multiplicado los talentos, mientras que el tercero, “malo y perezoso”, ha enterrado el talento, y se lo devuelve, sin haberlo hecho fructificar, lo cual provoca su enojo.
En esta parábola, cada elemento tiene un significado sobrenatural: el hombre que reparte los talentos y que va de viaje a otro país es Jesucristo que sube al cielo, desde donde volverá a juzgar a los vivos y a los muertos (1 Pe 4 5ss); los criados que reciben los talentos, somos los cristianos, que recibimos dones, tanto en el orden natural, como en el sobrenatural; los talentos o monedas de plata, son los dones con los que Dios nos dota como Padre y Creador, como Hijo y Redentor y como Espíritu Santo y Santificador[2], y que nos los da para que los utilicemos en la vida terrena para granjearnos la vida eterna, para salvar nuestras almas y las de nuestros hermanos.
El centro de la parábola está en los dones con los que Dios nos ha dotado a los cristianos, porque con ellos debemos salvarnos, tanto nosotros, como nuestros prójimos. Por lo tanto, debemos prestar atención a la calidad y cantidad de los talentos que el hombre de la parábola da a sus siervos, porque de esa manera nos daremos una idea de la cantidad y calidad de los dones que Dios nos ha concedido y nos sigue concediendo a cada momento.
Con respecto a los talentos que el hombre de la parábola da a los siervos, hay que considerar que son monedas de plata[3], y que por lo tanto, cada uno de los siervos de la parábola recibió muchísimo dinero. Si los trasladamos a dólares, el primero recibió 600.000 dólares, el segundo 240.000 dólares, y el tercero 120.000 dólares. Para entenderlo un poco más, tenemos que considerar que un denario equivalía a 4 gramos de plata, entonces un talento equivalía a 6.000 denarios. En tiempos de Jesús, un jornalero judío ganaba un denario en todo un día de trabajo (Mt 20, 2); si un jornalero quisiera ganar aunque sea un solo talento, tendría que trabajar 6.000 días, o mejor dicho, ¡casi 20 años!; esto quiere decir que el siervo que recibió cinco talentos en realidad recibió un sueldo de ¡100! años; el que recibió dos recibió el equivalente a un sueldo de ¡40! años y el que recibió uno solo recibió el sueldo de ¡20! años de trabajo. Es decir, lo que recibieron los siervos, era muchísimo dinero y representaba el dinero de mucho más que toda una vida de trabajo; en los talentos está representado, entonces, mucho más que toda la vida de una persona, con todos los dones de una persona.
Por lo tanto, los talentos dados a los siervos, representan los dones que Dios nos da a cada uno de nosotros, tanto de orden natural –el mismo acto de ser, la existencia, la inteligencia, la memoria, la voluntad, el cuerpo, etc.-, como los sobrenaturales –el bautismo, la comunión, la confirmación, etc.-, con los cuales, de modo específico, Él ha dotado a los cristianos en la Iglesia.
Estos dones han sido dados para que rindan fruto; es decir, deben ser puestos al servicio de la Iglesia y ese es el motivo por el cual nadie puede excusarse y decir: “Yo no tengo ningún don”. Nadie puede decir: “No tengo dones”; “No tengo talentos”. Nadie puede decir: “No sirvo para nada”, porque eso no es verdad, ni en el orden natural, ni en el orden sobrenatural. Todos, absolutamente todos, hemos recibido dones y talentos, unos más que otros, unos distintos a otros, pero todos hemos recibido dones y talentos, y todos deben ser puestos al servicio de la Iglesia, para la salvación de las almas.
Es verdad que unos tienen más talentos que otros, pero con respecto a eso, lo que hay que tener en cuenta es, por un lado, que en el pasaje evangélico, se dice que el dueño de los talentos da a cada uno “según su capacidad”, y esto quiere decir “según su capacidad receptiva”[4], según los dones que cada uno pueda y quiera recibir. En otras palabras, Dios da sus dones, de acuerdo al hambre de dones de Dios, si así se puede decir, que cada uno tenga.
Esto hay que interpretarlo, según las palabras de la Virgen, en el pasaje de Lucas 1, 53, en donde dice que “a los hambrientos los colmó de bienes”. En el Magnificat, la Virgen dice que Dios colma de sus bienes, de sus dones, a los hambrientos de sus dones, y el principal de los dones de Dios, es su Amor: entonces, Dios colma de su Amor al que más hambre tiene de su Amor: si alguien tiene más hambre del Amor de Dios, ese tal, recibirá más Amor de Dios, y eso es lo que sucede, por ejemplo, en la comunión eucarística: si alguien está hambriento del Pan Eucarístico, al momento de comulgar, como el Pan Eucarístico está saturado del Amor Divino, el que más hambre tenga del Amor de Dios, más va a recibir del Amor de Dios; en cambio, el que menos hambre tenga del Amor de Dios, porque está satisfecho con los amores del mundo –las diversiones, los entretenimientos, la televisión, los paseos, el fútbol, el cine, y todo lo que el mundo ofrece-, entonces ese tal, menos Amor va a recibir en la comunión eucarística.
Éste es el sentido de la expresión del Magníficat de la Virgen: “A los hambrientos los colmó de bienes”, que aplicado a los dones, quiere decir que, al que más “hambre” –por así decirlo- de dones divinos tenga, más va a recibir, de parte de Dios; quien menos “hambre” de esos dones divinos tenga, menos va a recibir.
Lo otro que hay que tener en cuenta con respecto a los dones es que lo que Dios exigirá, no es la cantidad de dones, sino la buena voluntad puesta para hacerlos rendir[5], es decir, la caridad o el amor sobrenatural que pusimos para que, por la fe, nuestros dones rindieran al máximo dentro de la Iglesia, al servicio de la Iglesia, que no es otra cosa que la salvación de las almas, porque lo que importa en la Iglesia, no son los libros de contabilidad, sino que las almas se salven, que eviten el infierno y que alcancen el cielo, que dejen de adorar al mundo y adoren al Cordero de Dios, Jesús Eucaristía.
Dicho en otras palabras: Dios no medirá nuestro coeficiente intelectual, sino que medirá con cuánto amor pusimos nuestra inteligencia –mucha, escasa, o nula-, al servicio de la Iglesia, para la salvación de las almas. Y como con la inteligencia, así hará Dios con cada uno de los dones que nos regaló. Dios no medirá la “cualidad”, de cada don; no medirá si mi voluntad era más perfecta que la de Juancito o la de Pepita; lo que medirá, será el amor con el que doné mi voluntad en la Iglesia, para que las almas se salvaran, y eso si es que doné mi voluntad y mi inteligencia. 
Porque puede ser que yo sea muy inteligente; puede ser que yo sea muy voluntarioso; puede que ser que yo sea muy astuto y muy pertinaz para los asuntos del mundo, pero si soy egoísta y no me interesan ni las almas ni mi propia alma, entonces actúo como el siervo "malo y perezoso" y entierro mis talentos y así no los utilizo en la Iglesia y no hago nada, ni por mi propia salvación, ni por la salvación de los demás. Entonces, soy incapaz de rezar, soy incapaz de hacer nada por los demás, y eso es enterrar los talentos, y así, aunque yo tenga un altísimo coeficiente intelectual, y aunque tenga una voluntad de acero, a los ojos de Dios, no sirven de nada, porque son talentos enterrados. A los ojos de Dios, solo sirven los talentos que son entregados por amor, para salvar almas.
Cada uno debe descubrir cuál -o cuáles- son los talentos recibidos de Dios, para ponerlos al servicio de la Iglesia, no para uso personal y egoísta, sino para el servicio de la Iglesia, no para ganar dinero, sino para salvar las almas, porque para eso han sido dados por Dios. Al final de nuestros días, en el Juicio Particular, Dios nos pedirá cuentas de estos talentos recibidos, y si hemos enterrado los talentos –eso significa el no haberse tomado el trabajo de ni siquiera haber descubierto cuáles son mis talentos y ni siquiera haberlos puesto al servicio de la Iglesia-, Dios nos los retirará y seremos excluidos del Reino de los cielos. Esto es lo que está graficado en el siervo “malo y perezoso”, que “tiene miedo” de su patrón y por eso “no hace fructificar” sus talentos y en vez de eso “los entierra”. Lo que hay que notar en el siervo que no hace fructificar los talentos es que su amo lo llama “siervo malo y perezoso”, es decir, hay dos notas negativas, la malicia y la pereza[6], las que lo conducen a no hacer rendir sus talentos, a pesar de que el siervo quiera, en un primer momento, echar la culpa a su amo[7]; lo otro que hay que notar, es la severidad del castigo final para quien no hace rendir los talentos recibidos, porque aquí Jesús está hablando claramente del Día del Juicio Final, porque dice que al siervo “malo y perezoso” lo “echen afuera”, a las “tinieblas”, en donde hay “llanto y rechinar de dientes”, una expresión típica de Nuestro Señor para referirse al Infierno. De esto se deduce la importancia de combatir con todas las fuerzas la pereza y de no dejar crecer la cizaña de la malicia.
“Un hombre llamó a sus servidores y les dio talentos (…) para que los hicieran fructificar…”. Que la Virgen nos conceda la gracia de que, a semejanza suya, que en el Magnificat cantó: “colmó de bienes a los hambrientos”, tengamos hambre de Dios, hambre del Pan Eucarístico, porque esa es la mejor hambre de todas las hambres, porque es hambre del Amor de Dios, y es el hambre que nos hará fructificar todos los talentos, pocos o muchos, que nos regaló Dios, porque el que tiene hambre del Amor de Dios se alimenta del Pan bajado del cielo y así saciado con este Pan, tiene fuerzas más que suficientes para obrar por el Reino; que la Virgen nos conceda tener hambre del Amor de Dios, hambre del Pan Eucarístico, porque es el hambre que nos abrirá las puertas del cielo, para nosotros, para nuestros seres queridos, y para una multitud de almas.



[1] El talento era una moneda de plata usada en tiempos de Jesús.
[2] Cfr. Mons. Dr. Juan Straubinger, La Santa Biblia, Universidad Católica de La Plata, La Plata 2007, 49, n. 14.
[4] Cfr. Straubinger, ibidem.
[5] Cfr. Straubinger, ibidem.
[6] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 460.
[7] Cfr. ibidem.

martes, 19 de noviembre de 2013

“Un rey dio cien monedas de plata a tres servidores…"


“Un rey dio cien monedas de plata a tres servidores… (Lc 19, 11-28). En este Evangelio, Jesús nos narra la parábola de un rey –un hombre noble que es investido rey- que da cien monedas de plata[1] a tres servidores, esperando que estos, a su vez, le devuelvan el importe con creces. El primer servidor le devuelve diez veces más de lo que recibió y recibe en recompensa el gobierno de diez ciudades; el segundo servidor le devuelve cinco veces más de lo que recibió, y recibe en recompensa el gobierno de cinco ciudades; por último, el tercer servidor le devuelve las cien monedas de plata porque no las hizo producir “porque tuvo miedo de su señor” y en respuesta el rey, indignado, ordena que le sean quitadas las cien monedas.
         Se trata de una versión de la parábola de los talentos, representados estos en las monedas de plata. A su vez, cada uno de los elementos de la parábola tiene un significado sobrenatural: el rey que da las monedas de plata es Jesús; los sirvientes somos nosotros; el momento en que el rey pide cuentas a sus servidores es el momento de nuestra muerte, en donde quedan al descubierto nuestras obras, buenas o malas; las ciudades que el rey da en recompensa, representan el Reino de los cielos; las monedas de plata son los dones que Dios nos dio, y es aquí en donde debemos detenernos a reflexionar, porque cada uno de nosotros, por el solo hecho de ser cristianos, hemos recibido dones celestiales de un valor infinitamente superior a no solo cien, sino cientos de miles de millones de monedas de plata. Basta pensar solamente en el bautismo sacramental, por medio del cual hemos sido adoptados como hijos por parte de Dios al recibir la filiación divina, y hemos sido convertidos en hermanos de Cristo y en herederos del Reino celestial. A esto le debemos agregar muchos otros dones más, pero para no hacer la lista interminable, pensemos en el don de la Eucaristía: en cada comunión eucarística, Dios Padre nos da todo lo que tiene y lo que más ama, su Hijo Jesús en la Eucaristía, y Jesús a su vez, una vez en el alma, nos dona a Dios Espíritu Santo, convirtiendo cada comunión en un mini-Pentecostés, por el cual el Amor de Dios quiere incendiar al alma en el Fuego del Amor Divino.
         “Un rey dio cien monedas de plata a tres servidores…”. Nosotros no hemos recibido cien monedas de plata, pero hemos recibido dones espirituales y sobrenaturales de valor incalculable, y por esto mismo debemos recordar las palabras de Jesús: “Al que se le dio mucho, se le pedirá mucho”. Esto significa que si el rey de la parábola pidió a sus servidores el fruto de las monedas, mucho más nos pedirá el Hombre-Dios Jesucristo el fruto de los dones recibidos de sus manos: Dios nos pedirá cuentas del Amor suyo recibido en el Bautismo, en la Confirmación, en la Comunión Eucarística; nos pedirá cuentas de si hicimos fructificar ese Amor celestial, nos preguntará si dimos misericordia y amor a nuestros hermanos, o si nuestras comuniones y todos sus dones fueron en vano.
        




[1] Las cien monedas de plata equivaldrían a un poco más de cinco mil euros, según un cálculo estimativo: “En función del peso en plata, el valor de 30 denarios de plata a día de hoy sería el equivalente a 117 gramos de plata. El precio de la plata en el mercado de metales preciosos oscila entre los 450 euros/kg y los 540 euros/kg, según las tablas de cotizaciones de Londres. En este sentido, basándonos sólo en el peso del metal, 30 denarios de plata equivalen aproximadamente a 60 euros, tomando como referencia un peso de 117 gramos en plata. No obstante, si extrapolamos a la equivalencia de salarios; comparando el salario medio del imperio romano con el salario medio de la actualidad, los 30 denarios de plata serían el equivalente a una nómina media de nuestra sociedad. Este valor se podría fijar aproximadamente en unos 1.500 euros el equivalente a los 30 denarios de plata” (cfr. http://amen-amen.net/de-la-biblia/biblia/%C2%BFcuanto-valen-hoy-las-30-monedas-de-plata-que-recibio-judas/). Según esto, el primer servidor devolvió quinientos mil euros y el segundo, doscientos cincuenta mil. Como sea, el premio dado a estos servidores –diez ciudades a uno y cinco ciudades a otro- es exorbitante y supera ampliamente el valor de las monedas de plata hechas fructificar por los servidores.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Muchos cristianos entierran sus talentos, o los usan en contra del Reino de Dios



“Has sido fiel en lo poco, pasa al gozo de tu Señor” (cfr. Mt 25, 14-30). Con la parábola de los servidores y los talentos, Jesús nos enseña que nosotros a su vez, debemos hacer rendir los talentos que hemos recibido de Él.

Los talentos son los dones de todo tipo, materiales, espirituales, morales, naturales y sobrenaturales, que poseemos, y que debemos poner al servicio del Jesús y de su Iglesia.

Nadie puede decir: "No he recibido nada", "No sé hacer nada", "No puedo contribuir en nada al servicio del Reino de Dios y su Iglesia", porque todos hemos recibido algo, algún talento, algún don, en mayor o menor medida, el cual debe ser utilizado en favor de nuestros hermanos, por su salvación. Los talentos son diversos, como diversas son las personas que los poseen, y así es como algunos sobresalen por su inteligencia práctica, otros por su inteligencia teórica; unos, son más capaces para un cierto tipo de tareas, y otros, para otras, y esto sin contar con los dones sobrenaturales que todos hemos recibido, comenzando con el don de la filiación divina, recibido en el Bautismo, siguiendo con el don del Espíritu Santo, recibido en la Confirmación, continuando luego con las innumerables gracias actuales, habituales, de estado, y de todo tipo, que continuamente recibimos, y todo esto sin tener en cuenta la gracia del perdón divino en cada confesión sacramental, y el océano infinito de gracias recibidos en cada comunión sacramental. Nadie puede decir: "No tengo talentos", porque todos hemos recibido alguno y más que alguno, varios, y si no los ponemos a rendir, es porque sencillamente no queremos.

Con respecto a los talentos naturales, como la inteligencia, la voluntad, la memoria, o las distintas capacidades manuales, no quiere decir que serán estos los que salvarán a nuestros hermanos, pero sí es cierto que, a través de ellos, la gracia de Dios actúa, multiplicándolos cientos de miles de veces, para que sí sean útiles. Si no crecemos en la santidad, si no avanzamos en el camino del crecimiento espiritual, es porque no hacemos uso de nuestros talentos. Esto perjudica no solo a nuestra propia vida espiritual, sino a la de todo el Cuerpo Místico, es decir, a toda la Iglesia.

La parábola de los talentos va dirigida entonces a hacernos tomar conciencia de esta realidad: que somos poseedores de muchos dones y virtudes, y que es necesario, para nuestra salvación y la de los demás, activarlos y hacerlos producir. Si el mundo está sumergido en el mal y en la oscuridad, si el mal avanza incontrolable sobre los cristianos y la misma Iglesia, es porque muchos, muchísimos cristianos, ni siquiera saben cuáles son sus propias capacidades, dones, virtudes, talentos, y así, sin saber qué es lo que pueden hacer, no los utilizan.

Pero el problema actual en la Iglesia no radica únicamente en que los cristianos no han puesto sus talentos al servicio de Dios y su Iglesia, sino que, en una muestra de iniquidad que asienta en el corazón inficionado por el pecado original, y que tiene sus antecedentes en la traición de Judas Iscariote, los han usado y hecho fructificar en el mal, en un sentido radicalmente inverso al del Reino de Dios.

¿Cuántos cristianos, haciendo mal uso de sus talentos, cooperaron, con sus inteligencias, voluntades, esfuerzos, tiempo, dinero, para proponer, redactar, aprobar, llevar a la práctica, la ley del divorcio, la ley del homomonio? ¿Y cuántos son los que se esfuerzan, con todas sus capacidades, para sacar adelante las leyes criminales del aborto y la eutanasia?

¿Cuántos cristianos, enterrando los talentos de la Fe, la Esperanza y la Caridad, recibidos en el bautismo, cooperan para que se escuche la música indecente, perversa, atea, como la cumbia y el cuarteto, el rock pesado, y muchos otros géneros musicales más?

¿Cuántos cristianos son los que utilizan sus inteligencias, sus voluntades, sus memorias, sus capacidades creativas, para que sean una triste realidad los espectáculos inmorales de teatro y de televisión?

¿Cuántos cristianos, enterrando a más de diez metros bajo tierra los talentos del pudor, de la vergüenza y de la castidad, cooperan activamente, encendiendo el televisor o navegando en la red, para ver espectáculos que denigran la condición humana y ofenden gravemente la majestad de Dios?

¿Cuántos cristianos, que tienen el talento de saber leer, que tienen el talento de imaginar, que tienen el talento de pensar, en vez de utilizarlos para crecer espiritualmente, es decir, para leer libros que ayuden a la santidad, o en vez de usarlos para rezar meditativamente el Santo Rosario, o de tantas otras formas, los usan para ver televisión, para ver internet, para perjudicar al prójimo de alguna manera?

¿Cuántos cristianos, que tienen talento para asistir a los pobres, a los desvalidos, a los enfermos, por pereza y por ignorancia de lo que poseen, dejan morir a sus hermanos en el dolor, el abandono y el sufrimiento?

¿Cuántos cristianos, que tienen el talento de la pedagogía, dejan que niños y jóvenes crezcan sin conocer el Catecismo, porque no hay nadie que les enseñe?

¿Cuántos cristianos, que tienen el talento de ser hombres de política, es decir, de dedicarse a las cosas del bien común, permiten, por dejadez y por avaricia, que miles de hermanos suyos vivan hacinados en villas miserias?

"Siervo perezoso y malo, has desperdiciado tiempo y talento, no has sabido ni querido aprovechar los dones que te he dado, no puedes entrar en el Reino de los cielos. Te será quitado hasta lo que crees tener, y quedarás para siempre fuera del Reino de mi Padre, donde solo hay llanto y rechinar de dientes".

Si no queremos escuchar estas terribles palabras de Jesucristo en el día de nuestro juicio particular, nos revisemos a nosotros mismos, descubramos nuestros talentos, y pongámoslos al servicio de Cristo y de su Iglesia. Sólo de esta manera entraremos en el Reino de los cielos.