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lunes, 2 de septiembre de 2019

“Por tu palabra, echaré las redes”



“Por tu palabra, echaré las redes” (Lc 5, 1-11). Luego de haber estado Pedro y los discípulos pescando infructuosamente durante toda la noche, Jesús les dice que se internen nuevamente en el mar y que echen las redes, porque allí encontrarán pesca. Pedro le expone brevemente las razones humanas que tienen para no hacerlo: han estado pescando en ese lugar toda la noche, ya es de día y la pesca se hace de noche; es decir, le dice que humanamente no tiene sentido obedecer esa orden y hacer lo que Jesús dice: humanamente, está todo perdido. Sin embargo, hay algo que Pedro dice y que nos enseña cómo debemos actuar en situaciones similares: “Por tu palabra, echaré las redes”. Luego de decirlo, Pedro obedece a Jesús y obtiene lo que se conoce como la “segunda pesca milagrosa”, es decir, las redes se llenan inmediatamente de peces por orden de Jesús, Dios y Creador, a Quien obedecen todas las creaturas.
“Por tu palabra, echaré las redes”. La actitud de Pedro nos deja una profunda enseñanza: cuando todo parezca humanamente perdido, lo que no está perdido es la fe y la confianza en la Palabra de Dios y es entonces cuando más tenemos que orar y ser constantes en la oración y en la fe en la Palabra de Dios, porque es ahí, en nuestra debilidad humana, en donde se manifiesta la Omnipotencia divina.

viernes, 2 de enero de 2015

“En el principio existía la Palabra (…) la Palabra era Dios (…) la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (…) nosotros hemos visto su gloria”


(Domingo II - TN - Ciclo B – 2015)
        (Domingo II - TN - Ciclo B – 2015)
         “En el principio existía la Palabra (…) la Palabra era Dios (…) la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (…) nosotros hemos visto su gloria” (Jn 1, 1-18). El Evangelista Juan es representado con un águila, debido a que en su Evangelio describe el misterio de Jesucristo con tanta agudeza y altura, que su teología permite realizar la analogía con este majestuoso animal: así como el águila se eleva a las alturas en dirección al sol y puede, desde lo más alto del cielo, mirar al sol sin ser encandilada por este, así también el Evangelista Juan, llevado por la gracia, se eleva a la más alta contemplación mística del misterio del Hombre-Dios Jesucristo, contemplándolo en su ser eterno junto al Padre y revelando por lo tanto su divinidad, al ser consubstancial al Padre; Juan contempla, como el águila al astro sol, al Sol de justicia, Jesucristo, sin ser encandilado ni enceguecido por la luz de su divinidad: “En el principio existía la Palabra (…) la Palabra era Dios”. “En el principio existía la Palabra”: en el principio, en la eternidad, existía la Palabra; la Palabra era Dios”: la Palabra era consubstancial al Padre, poseía el mismo Ser divino trinitario y la misma Naturaleza divina trinitaria. Así contempla Juan a la Palabra de Dios, en la eternidad, en remontarse en vuelo sobrenatural hasta el Ser trinitario divino, de donde procede la Palabra.
        Pero de la misma manera a como el águila, volando en lo más alto del cielo, puede, debido a la agudeza de su visión, mirar también hacia abajo, para localizar a sus presas con toda precisión y así lanzarse en pos de ellas, así también, la agudeza de la teología de Juan el Evangelista, le permite, luego de contemplar al Verbo Eterno, siendo Dios, junto al Padre, contemplarlo en la tierra, ya encarnado, como embrión en el seno virgen de María, como Niño Dios en el Nacimiento, como Hombre-Dios en la Pasión y en el Santo Sacrificio de la Cruz, y por eso dice: La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y en la contemplación del Verbo, el Evangelista Juan contempla la gloria “como de Hijo Unigénito”, que le pertenece desde la eternidad, por ser Dios Hijo, pero también contempla esa gloria en la Carne del Verbo Encarnado: “Hemos visto su gloria”, y la contempla a esa Carne también, gloriosa, pero sangrante y crucificada, en la Pasión y en la crucifixión.
El Evangelista Juan, representado como el águila, contempla entonces al Verbo de Dios en la eternidad y lo contempla también en la Encarnación, nacido como Niño, y lo contempla en la cruz; tanto en el cielo, en la eternidad, como en la tierra, siempre, el Evangelista Juan contempla la gloria del Verbo: en la eternidad, como Palabra de Dios, como Verbo consubstancial del Padre, como Palabra eternamente pronunciada por el Padre; en la Encarnación, Juan contempla la gloria del Verbo Encarnado: “hemos visto su gloria”, porque esta gloria que dice Juan haber visto, es la gloria del Verbo luego de la Encarnación, luego de que el Verbo se ha hecho Carne, es decir, Juan contempla al Niño Dios y en Él, en la humanidad de este Niño, contempla la gloria eterna del Verbo de Dios Encarnado, y en la cruz, contempla a esa Carne del Verbo, sangrante y crucificada.
        Pero no solo el Evangelista Juan está llamado a contemplar a la Palabra de Dios en su gloria: todo cristiano está llamado a la misma contemplación del Evangelista Juan; todo cristiano está llamado a ser un contemplativo, en medio de la acción, como decía San Josemaría Escrivá de Balaguer. Al igual que Juan el Evangelista, de la misma manera, el cristiano está llamado también a contemplar, por la fe de la Iglesia, al Verbo de Dios, en su eternidad y en su gloria, y también en su Encarnación, y en su Carne, en la que transparenta y transluce esta misma gloria eterna, la gloria que posee como Hijo de Dios desde toda la eternidad. 
         Pero el cristiano está llamado también a contemplar la gloria del Verbo de Dios Encarnado, no solo en su eternidad, como Hijo de Dios Unigénito, y no solo en la Encarnación y Nacimiento -en el seno virgen de María y en el Portal de Belén- y en la cruz, sino también en la Eucaristía, porque en la Eucaristía, el Verbo de Dios Encarnado prolonga su Encarnación, y está tan glorioso como lo está en la Encarnación y como lo está en la eternidad. 
       Y así también lo contempló Juan, en la Última Cena, porque la Última Cena fue la Primera Misa, en donde el Verbo obró el milagro de la Transubstanciación, la conversión de las substancias materiales inertes del pan y del vino, en las substancias gloriosas de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; en la Última Cena, Juan contempló la Eucaristía, y en la Eucaristía contempló, con la luz de la fe, la gloria del Verbo de Dios Encarnado, que prolongaba su Encarnación el Santo Sacramento del Altar y degustó su Amor, al comulgar el Pan Eucarístico; del mismo modo, así es como el cristiano debe también contemplar esta misma gloria, en el Pan de Vida eterna, la Eucaristía, y degustar el Amor contenido en la Eucaristía, al nutrirse con el Pan Vivo bajado del cielo.
            La Eucaristía es el mismo Verbo de Dios contemplado por Juan en la eternidad, y contemplado luego por él en la Encarnación, y es la misma Palabra Encarnada, crucificada y sangrante, que continúa y prolonga su Encarnación en la Eucaristía, y que renueva de modo incruento su sacrificio en cruz en la Santa Misa; la Eucaristía es el mismo y Único Verbo de Dios, con toda su gloria, gloria “como de Hijo Unigénito”, la Eucaristía es el mismo y Único Verbo de Dios que contempló Juan en la eternidad, en la Encarnación, en el Nacimiento y en la cruz. Esta es la razón por la cual, quien contempla la Eucaristía, con la fe de la Iglesia, no con los ojos materiales del cuerpo, sino con los ojos espirituales y sobrenaturales de la fe de la Iglesia, contempla al Verbo de Dios, eterno y encarnado, que continúa y prolonga su encarnación en el Santo Sacramento del Altar.
         El cristiano, elevado a las alturas insondables del seno de la Trinidad, por la fe de la Iglesia, debe decir, en la Adoración Eucarística, parafrasenado al Evangelista Juan: “En el principio existía la Palabra (…) la Palabra era Dios (…) la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (…) nosotros hemos visto su gloria en la Eucaristía; en la Eucaristía, contemplamos la gloria del Verbo de Dios, la gloria de la Palabra de Dios encarnada, que resplandece con su luz eterna en el Santo Sacramento del Altar”. Y de esta Verdad, Verdad descendida y encarnada desde la misma Trinidad, el cristiano debe dar testimonio, no con sermones, sino con ejemplo de vida santa, vivida la santidad cotidiana hasta el martirio, como San Juan Evangelista. Así, con su testimonio de santidad cotidiano, el cristiano dará testimonio de que la Palabra, que existía desde el principio junto al Padre y es Dios, como el Padre se encarnó y prolonga su Encarnación en la Eucaristía, para nutrir a los hombres con el Amor de Dios en ella contenido. 

martes, 29 de enero de 2013

“El sembrador salió a sembrar”


Parábola del sembrador
(Jacopo Bassano)

“El sembrador salió a sembrar” (Mc 4, 1-20). En la parábola del sembrador, cada elemento tiene un significado sobrenatural: el sembrador es Dios Padre; la semilla que arroja al voleo el sembrador, es su Palabra; los distintos lugares en los que cae la semilla -borde del camino, terreno rocoso, espinas, buena tierra-, son los corazones humanos. Como es lógico, las semillas que caen en cualquier terreno que no sea la buena tierra, termina por perecer, ya sea porque el terreno es pedregoso, porque hay espinas, o porque las comen los pájaros.
         Lo que llama la atención en la parábola es la actitud del sembrador: si el sembrador es Dios Padre, que siembra su semilla que es la Palabra, ¿por qué siembra al voleo? O en todo caso, si siembra al voleo, ¿por qué lo hace de manera aparentemente despreocupada, de manera tal que sabe que con esa manera de sembrar muchas semillas se perderán al caer indefectiblemente en lugares no aptos para la siembra?
         La respuesta no está en el sembrador, que no puede fallar nunca, desde el momento en que es Dios Padre, ni tampoco en la semilla, que en sí misma es perfecta, porque es la Palabra de Dios; la respuesta está en el terreno en el que cae la semilla, que es el corazón del hombre: la mayor o menor fertilidad o fecundidad del terreno, que hará germinar la semilla en obras de caridad –o, por el contrario, la agostará-, depende de las disposiciones del corazón del hombre. Se puede decir que el terreno en donde cae la semilla es un terreno “vivo”, y que las condiciones de fertilidad o no dependen del mismo terreno, desde el momento en que el hombre es libre para aceptar o rechazar la Palabra de Dios.
         Una persona puede escuchar la Palabra de Dios en la liturgia de la Palabra en la Santa Misa, y puede recibir a esa misma Palabra encarnada en la comunión eucarística –esto sería el sembrador que siembra la semilla-, pero si se olvida de lo que recibió y, apenas traspasadas las puertas de la Iglesia, permite que la abrumen las preocupaciones de la vida –sin tener en cuenta que la fuerza para resistirlas está en la Eucaristía-, o se deja arrastrar por sus propias pasiones –ira, odio, avaricia, lujuria, sin tener en cuenta que la Eucaristía que recibió le comunica la mansedumbre, el amor, la generosidad, la pureza de Cristo-, o no opone resistencia a las tentaciones del demonio –sin tener en cuenta que la Eucaristía que recibió es Cristo Dios en Persona, infinitamente más poderoso que el ángel caído-, ese corazón, que recibió la Palabra de Dios doblemente, en la liturgia de la Palabra y en la Eucaristía, permite voluntariamente que la semilla se agoste, es decir, que la Palabra no germine en frutos de paciencia, caridad, fortaleza, mansedumbre, confianza en Dios, amor al prójimo, castidad. De estos, puede decirse que voluntariamente convierten a sus corazones en terrenos infértiles, ya sea porque se convierten en tierra que está al borde del camino, o en terreno pedregoso, o en terreno con espinas, y así no solo no germina la Palabra de Dios en obras buenas, sino que abunda en frutos amargos: soberbia, rencor, enojo, susceptibilidad, egoísmo, impaciencia.
         Por el contrario, aquel que también recibió doblemente la Palabra de Dios en la Santa Misa, pero frente a las tribulaciones de la vida se abandona en Cristo, a quien recibió en Persona en la Eucaristía; frente a las propias pasiones, implora la fortaleza para vencerlas a Jesús, a quien acaba de escuchar en la liturgia de la Palabra y de cuyo Costado traspasado acaba de beber en la comunión eucarística, y frente a las tentaciones del demonio eleva plegarias en el altar de su corazón, en donde está Jesús Eucaristía, pidiéndole que lo libre de sus acechanzas, ese tal, es el que permite que la semilla de la Palabra germine y de frutos de mansedumbre, de caridad, de pureza, de amor, de humildad, rindiendo el treinta, el sesenta o el ciento por uno.
         El corazón que voluntariamente se convierte en buena tierra, permite que germine la semilla del sembrador, semilla que luego se convertirá en árbol, el Árbol de la Cruz, Árbol que da el fruto más precioso, Jesús. El fruto de la semilla sembrada y germinada en el corazón convertido en buena tierra es la conversión del hombre en Cristo y Cristo crucificado. En él se cumplen las palabras de San Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino Cristo quien mora en mí” (Gal 2, 20).

miércoles, 5 de diciembre de 2012

“El que escucha la Palabra y la practica es como el que construye sobre roca”



“El que escucha la Palabra y la practica es como el que construye sobre roca” (Mt 7, 21, 24-27). Con los ejemplos de dos hombres que construyen sobre distintas bases, uno sobre roca y otro sobre arena, Jesús grafica a los cristianos que ponen y no ponen en práctica, respectivamente, los Consejos Evangélicos y los Mandamientos de la ley divina.
Quien escucha la Palabra, pero no la pone en práctica, es como quien construye sobre arena, porque en vez de obrar según la Sabiduría divina y cumplir la Voluntad de Dios, cumple su propia voluntad y obra según su propia necedad humana, las cuales conducen siempre al error.
Por ejemplo, quien escucha: “Perdona setenta veces siete”, pero se niega a perdonar, en vez de constituirse en un canal de la misericordia y del perdón divino para los hombres, se convierte en un centro difusor de rencor, de venganza, de justicia por mano propia; quien escucha: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios”, pero voluntariamente elige la impureza, que comienza en los pensamientos consentidos y en el no evitar las ocasiones de pecar, inevitablemente convertirá su corazón, de altar y sagrario de Jesús Eucaristía, al cual estaba destinado por el bautismo, en una cueva de Asmodeo, el demonio de la lujuria, y se hace merecedor de su vista para siempre, vista que causa espanto, horror y terror suprahumanos; quien escucha: “Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón” (Mt 6, 19-23), y voluntariamente elige como tesoro, en vez de la Eucaristía dominical, el fútbol, la política, y cuanta diversión mundana aparezca, inevitablemente desplazará de su corazón al Dios del sagrario, y lo llenará de ídolos mudos e inertes, futbolistas, músicos, cantantes, científicos, etc., que le provocarán hastío, cansancio, aridez, tristeza y desesperación; quien escucha: “El que quiera seguirme, que cargue su Cruz de cada día y me siga”, pero en vez de seguir a Jesús en el Camino Real de la Cruz, camino de la negación de sí mismo y de los apetitos desordenados de bienestar, placer, riqueza, único camino que conduce a la muerte del hombre viejo y al renacimiento del hombre nuevo, el hijo adoptivo de Dios por la gracia, y en vez de eso sigue el camino inverso, el camino ancho y espacioso del mundo, pleno de satisfacciones de los sentidos, de hartura de comida, de acumulación codiciosa de bienes materiales y de dinero, cumpliendo de esta manera los mandamientos de Satanás y no los de Dios, en vez de seguir las huellas de Jesús, huellas ensangrentadas que conducen al Calvario pero luego a la felicidad eterna, seguirá las sucias pisadas de Satanás, que conducen a una satisfacción material y sensible temporaria, para dar luego dolor y llanto eterno; quien escucha: “Bienaventurados los misericordiosos”, pero en vez de obrar la misericordia, para convertirse en espejos vivientes que reflejen la bondad y el amor divinos sobre la tierra y los hombres, elige la frialdad y dureza del corazón, desentendiéndose de las necesidades de sus prójimos, encerrándose en una cárcel de piedra que es el propio corazón, endurecido por el amor del dinero, escuchará al final de su vida, cuando ya sea demasiado tarde, las terribles palabras del Terrible Jueza: “Apártate de Mí, maldito, al fuego eterno, porque tuve hambre y no me diste de comer; tuve sed y no me diste de beber; estuve enfermo y no me visitaste” (Mt 7, 21-23).
“El que escucha la Palabra y la practica es como el que construye sobre roca”. No da lo mismo escuchar la Palabra y ponerla en práctica, que escucharla y no ponerla en práctica. Quien pone por obra lo que su Dios le dice, pone los cimientos de su propia salvación y la de los demás, porque construye en la Roca que es Cristo. Quien escucha a Dios pero no pone por obra sus mandamientos, construye sobre arena, sobre sí mismo, y así edifica su propia perdición, porque su corazón no estará firme cuando lo acosen sus enemigos, los invisibles y tenebrosos “príncipes malignos de las alturas” (Ef 6, 12).

jueves, 28 de junio de 2012

El que escucha la Palabra y la pone en práctica entrará en el Reino



“El que escucha la Palabra y la pone en práctica entrará en el Reino” (cfr. Mt 7, 21-29). Jesús pone el acento en la práctica de la Palabra escuchada: el que escucha y practica, es el que “construye en roca firme”, es el que “entrará en el Reino”, porque será “reconocido” por Él. Por el contrario, el que escucha y no practica, “construye sobre arena” y no entrará en el Reino” porque “no será reconocido” por Jesús.
         La puesta en práctica de lo que se conoce teóricamente es esencial en el hombre para conocer cuál es su última intención, debido a la naturaleza misma del hombre, compuesta de materia y espíritu, de un alma “interior” y de un cuerpo “exterior”: el hombre es alma y cuerpo en unidad substancial, de modo tal que su expresión más perfecta es aquella originada en su interior que se completa con la obra exterior. Así, al buen pensamiento y al buen deseo, le debe seguir la buena obra, para que se refleje en esta la totalidad del hombre. En caso contrario, los buenos pensamientos y los buenos deseos quedan solo como expresiones de deseo que nunca se concretan; en este caso, la ausencia de acción buena contradice al buen pensamiento y al buen deseo, y en la práctica, la ausencia de bien es igual al mal.
         En otras palabras, no da lo mismo obrar la misericordia o no obrarla: en el primer caso, el hombre demuestra que quiere imitar a Cristo; en el segundo caso, al no obrar –siempre por negligencia, se entiende-, demuestra con su falta de obras que la imitación de Cristo no le interesa. En la misma línea, sostiene el Papa Benedicto XVI que “el cristiano debe pensar, actuar y amar como Jesús”[1]; sólo en ese caso demostrará no solo unidad en todo su ser, sino también que la imitación de Cristo en el amor es el objetivo de su paso por la tierra.
         No es lo mismo, por lo tanto, saber cuáles son las obras de misericordia, y a pesar de eso no ponerlas en práctica, a saberlas y ponerlas en práctica. Quien sabe y no obra, no entrará en el Reino de los cielos. Quien sabe y obra, sí entrará. Ésa es la única lógica de la salvación eterna.
        

viernes, 6 de enero de 2012

Solemnidad de la Epifanía del Señor



         En pleno tiempo navideño, tanto la Iglesia como el profeta Isaías hablan de la aparición de la gloria de Dios sobre la Iglesia, y la liturgia nos dice que esto se verifica en el Misterio de Navidad y de Epifanía[1]. El día de la Epifanía, la Iglesia la Iglesia se aplica a sí misma las palabras del profeta Isaías: “Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti, mientras está cubierta de sombras la tierra y los pueblos yacen en las tinieblas. Sobre ti viene la aurora del Señor, y en ti se manifiesta su gloria” (60, 1-22; Epist.).
         Ahora bien, si lo que vemos en tiempo de Navidad es un pesebre, con una escena familiar, una madre, un padre, un niño, más un grupo de curiosos que han venido atraídos por lo insólito del lugar del nacimiento, un pesebre, un establo, en vez de una posada, ¿de qué gloria se trata? No es, obviamente, la gloria de Dios, al menos según  las teofanías o manifestaciones del Antiguo Testamento, en las que Yahveh se manifiesta en medio de truenos y rayos, en medio de temblores de tierra y de humo (cfr. Éx 33, 20-33).
         Tampoco es la gloria de Dios tal como la contemplan, en el cielo y por la eternidad, los ángeles de luz.
         Tampoco es, obviamente, la gloria mundana, opuesta radicalmente a la gloria de Dios.
         ¿De qué gloria se trata?
         Nos lo dice la misma Iglesia, en el Prefacio I de Navidad: “Por la encarnación de la Palabra, la luz de tu gloria se nos ha manifestado con nuevo resplandor”[2]. Lo que la Iglesia nos dice es que “en la Encarnación de la Palabra” la gloria de Dios se nos manifiesta con un nuevo esplendor, y esa Palabra encarnada, que manifiesta el esplendor de la gloria de Dios de un modo nuevo, desconocido para los hombres, es el Niño de Belén. Quien ve al Niño de Belén, ve entonces a la gloria de Dios, que se manifiesta visiblemente, de modo que el Dios de la gloria, que habitaba en una luz inaccesible, y que era invisible a los ojos del cuerpo, ahora se hace visible, perceptible, a los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe. Quien contempla al Niño de Belén con la fe de la Iglesia, contempla la gloria de Dios, porque contempla al Kyrios, al Señor de la gloria, Aquel al que nunca habrían crucificado quienes lo crucificaron, si precisamente lo hubieran reconocido como al Señor de la gloria.
         La gloria que la Iglesia y el profeta cantan entonces en Navidad, como apareciendo sobre la Iglesia, la gloria que se manifiesta en la Iglesia es entonces la gloria del Niño de Belén, que no es la del mundo, sino la gloria de Dios, pero que brilla con nuevo resplandor, porque se hace accesible a través de la carne, de la humanidad del Niño Dios. Y como el Niño Dios de Belén será luego el Hombre-Dios que entregará su vida y derramará su sangre en el Calvario, será también en el Calvario, en la cima del monte Gólgota, en la crucifixión, en la efusión de sangre del Hombre-Dios, en donde la gloria de Dios se manifestará con su máximo esplendor.
         Pero si el Niño de Belén, que es luego el Hombre-Dios, manifiesta la gloria de Dios, porque en Belén la Palabra se encarna, haciéndola brillar con nuevo resplandor, y si se manifiesta con su máximo esplendor en el Calvario, en la efusión de sangre del Cordero de Dios, es en la Santa Misa en donde se dan ambas manifestaciones o, más bien, en donde la gloria divina se irradia también de un modo nuevo, a través de la Eucaristía. Quien contempla la Eucaristía, no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos de la fe, contempla no un poco de pan bendecido, sino al Kyrios, al Señor de la gloria, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que renueva su sacrificio en cruz de modo incruento, sacramental, sobre el altar del sacrificio.
         Como los pastores, que ante el anuncio de los ángeles acudieron a adorar a su Dios que se les manifestaba como un Niño recién nacido y al adorarlo se llenaron de asombro, de alegría y de gozo; como los Magos de Oriente, que llenos de amor y de admiración se postraron delante del Niño Dios y le dejaron los dones de incienso, oro y mirra, también nosotros dejemos ante el altar eucarístico nuestros pobres dones: el oro del corazón contrito y humillado, el incienso de la oración, y la mirra de obras hechas con sacrificio en su honor, y adoremos a nuestro Dios, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que se nos manifiesta en su gloria con un nuevo resplandor, el resplandor que surge del misterio eucarístico, y llenos de asombro, de alegría y de gozo por la manifestación del Hijo de Dios en la Eucaristía, comuniquemos al mundo la alegre noticia: la Eucaristía es el Emmanuel, el Dios entre nosotros, que se nos entrega como Pan de Vida eterna.


[1] Cfr. Casel, O., Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid 1964, 199.
[2] Misal Romano.

viernes, 8 de julio de 2011

El sembrador salió a sembrar

En tiempos
de oscuridad espiritual,
la Palabra en tierra fértil
da frutos de adoración
y reparación
por aquellos que no creen,
ni esperan, ni adoran,
ni aman.

“El sembrador salió a sembrar…” (Mt 13, 1-23). El mismo Jesús explica la parábola: el Sembrador es Dios Padre, que esparce la semilla que es su Palabra, por medio de su Hijo Jesús; los diversos tipos de tierras en donde cae la semilla, son diversas almas, bautizados, que escuchan el mensaje evangélico; la semilla que cae a los costados, en las piedras, y en terreno espinoso, son las almas que escuchan la Palabra pero luego por diversas circunstancias, como las tribulaciones o las tentaciones del demonio, dejan la Palabra de Dios de lado, y continúan sus vidas como si Dios no existiese, y como si Dios no hubiera hablado. Por el contrario, la semilla que crece en terreno fértil y da fruto, representa a las almas que ponen por obra lo que han escuchado.

El centro de esta parábola del sembrador es la tierra en donde cae la semilla, es decir, las almas que escuchan la Palabra de Dios, porque de acuerdo a como sea la tierra, fértil o infértil, prosperará o no el mensaje evangélico. La parábola, entonces, va dirigida directamente a los bautizados, a los que pertenecen a la Iglesia, y no a los paganos, a quienes no han escuchado nunca la Palabra de Dios. Son los bautizados quienes, habiendo recibido la Buena Nueva, dan frutos en caridad, comprensión, bondad, construyendo una familia, una sociedad, una civilización, según el querer de Dios y no según el querer humano. Pero también hace referencia a otros cristianos, que habiendo recibido la Palabra de Dios, no la escuchan, y se dejan guiar por criterios mundanos en sus vidas, con lo cual construyen familias, sociedades y civilizaciones, alejadas del querer divino, y construidas según la voluntad humana, lo cual, en el cien por cien de los casos, constituye la ruina para el hombre, porque lo que el hombre quiere, alejado de Dios, va siempre en contra suyo, en contra de su naturaleza, y esto constituye su máxima infelicidad.

Así como la consecuencia de una semilla que no germina, porque se seca por falta de agua y por exceso de sol, es la ausencia de un árbol, que hubiera podido dar abundantes frutos, además de sombra y leña, así las consecuencias de dejar de lado la Palabra de Dios, por parte del Pueblo fiel, son desastrosas, para ese mismo pueblo.

Debido al hecho de que los cristianos, en gran mayoría, han dejado secar la semilla de la Palabra, porque esta no ha encontrado un terreno fértil en sus corazones, el mundo se ha quedado sin Dios, porque los cristianos, llamados a ser “luz del mundo y sal de la tierra”, no han estado a la altura de las circunstancias, no han respondido a lo que Dios les pedía.

Es así como se ha construido una civilización atea y materialista; se han propuesto nuevos valores –que en realidad son anti-valores-, fundados en la satisfacción de las pasiones, en la búsqueda de todos los placeres, en la legitimización de todo tipo de desorden moral.

De este modo, el egoísmo y el odio han reemplazado al amor; la soberbia y la incredulidad han reemplazado la fe; la avaricia y la lujuria han reemplazado la esperanza; el fraude y el engaño han reemplazado la honestidad; la maldad y la dureza de los corazones han reemplazado la bondad. Satanás canta victoria porque ha llevado el pecado a las almas y la división en las familias, en la sociedad, en las naciones y entre las naciones[1].

Las consecuencias de no haber dejado crecer la semilla de la Palabra de Dios en el alma, es el mundo actual, ateo, inhumano, alejado de Dios, que se encamina hacia un futuro sombrío, porque el hombre es incapaz de construir un mundo feliz si está lejos de Dios. Por el contrario, todo lo que el hombre ha construido sin Dios, se vuelve en contra suyo: así, las armas nucleares, que son capaces de destruir el mundo más de mil veces seguidas; las carreras armamentistas, con armas convencionales, han contribuido al estallido de dos grandes guerras mundiales, y están preparando el estallido de la Tercera; los sistemas políticos, financieros y económicos, construidos sin Dios, se han convertido en sistemas de opresión de los países y de las personas más débiles, y en mecanismos para el crecimiento desmedido de la usura internacional; las leyes sin Dios buscan eliminar la vida humana en sus comienzos, por el aborto, y en su final, por la eutanasia; las leyes de educación de niños y jóvenes, y las leyes que autorizan el homomonio, todas leyes sin Dios, propician la transformación del planeta entero en un inmenso Sodoma y Gomorra; las leyes de explotación de la naturaleza, sin Dios, han conducido a esta al borde del exterminio y del aniquilamiento, porque lo que priva es el afán desmedido de lucro; las leyes de los gobiernos ateos y marxistas, sin Dios, oprimen a sus pueblos, porque el hombre no está hecho solo de materia, sino de materia y espíritu.

“El sembrador salió a sembrar…”. En estos tiempos de inmensa oscuridad espiritual, en donde a las negras nubes de la apostasía de numerosísimos bautizados, que ya no quieren ser más hijos de Dios, se le suma el denso y oscuro humo de Satanás, que se ha infiltrado en la Iglesia, oscureciendo todo y provocando en todo confusión, caos y anarquía, uno de los frutos de la Palabra, en una tierra fértil, es la adoración eucarística reparadora, que ofrezca sacrificios, amor y reparación, por tantos ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales son ofendidos diariamente, continuamente, los sacratísimos Corazones de Jesús y de María.


[1] Cfr. A los sacerdotes mis hijos predilectos, editado por P. Gobbi, S., 893.