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viernes, 23 de octubre de 2020

“Hipócritas, sabéis interpretar el clima pero no el tiempo espiritual”

 


“Hipócritas, sabéis interpretar el clima pero no el tiempo espiritual” (Lc 12, 54-59). Jesús utiliza un calificativo muy duro, dirigido hacia la gente que lo está escuchando; en efecto, les dice: “Hipócritas”. Según la definición del diccionario, el hipócrita es aquel que “finge una cualidad, sentimiento, virtud u opinión que no tiene”[1]. Es decir, el hipócrita es alguien esencialmente falaz, mentiroso, falso. ¿Por qué Jesús acusa a la gente que lo escucha de “hipócrita”? La pregunta nos concierne, porque también la debemos entender como una calificación dirigida a nosotros, los cristianos, que escuchamos la Palabra de Dios. Jesús mismo da la razón de porqué les dice “hipócritas”: porque saben discernir el tiempo climatológico –saben que si hay nubes es porque viene lluvia y que si sopla aire caliente subirá la temperatura-, pero no saben, o no quieren saber, o más bien, fingen no saber, discernir, el “tiempo presente”, es decir, el “tiempo espiritual”. Entonces, son hipócritas quienes utilizan su inteligencia para saber si va a llover o si va hacer calor, pero no utilizan su inteligencia para conocer los designios de Dios.

“Hipócritas, sabéis interpretar el clima pero no el tiempo espiritual”. Según las palabras de Jesús, entonces, si sabemos discernir el clima, sabemos por lo tanto discernir “el tiempo presente”, es decir, el “tiempo espiritual”. ¿Cuál es la característica del “tiempo presente”, visto desde el punto de vista espiritual y cristiano? No hace falta ser un experto en teología o en estudios bíblicos para darnos cuenta que, espiritualmente hablando, vivimos tiempos de calamidad, de verdadero desastre espiritual y esto es así porque proliferan, por todas partes, en todo el mundo, ideologías anti-cristianas que arrastran a las almas por caminos que no son los del Camino de la Cruz. Por ejemplo, hoy triunfa en el mundo la ideología atea y materialista del comunismo marxista, la cual tiene prisioneras de su ateísmo a naciones enteras; hoy proliferan por todo el mundo y sobre entre los católicos, las creencias de la secta luciferina de la Nueva Era –yoga, reiki, ocultismo, wicca o brujería moderna, brujería convencional, esoterismo-; hoy prolifera en todos lados la cultura de la muerte, que busca asesinar al hombre desde que nace –por medio del aborto- hasta que muere –por medio de la eutanasia-; hoy proliferan ideologías que no tienen en cuenta no sólo la Ley Divina, como los Diez Mandamientos, sino ni siquiera la ley natural, como la Biología, y es lo que sucede con la ideología de género. Y así podríamos continuar, casi hasta el infinito. Entonces, si sabemos discernir el tiempo climatológico, sepamos discernir también los tiempos espirituales y estos tiempos espirituales que nos toca vivir son de un gran alejamiento, de parte de la humanidad en su casi totalidad, de Dios Trino y su Ley y del Hijo de Dios encarnado, Jesucristo.

Ofrezcamos, en reparación, por tanto amor negado a Dios por parte del hombre de nuestros días, el Santo Sacrificio del altar, en donde se ofrece, por Amor, la Víctima Inmaculada por excelencia, Jesús Eucaristía.

 



[1] De hecho, uno de los sinónimos de “hipócrita” es el de “engañoso” o “falso”. Cfr. https://dle.rae.es/hip%C3%B3crita

lunes, 14 de marzo de 2011

Esta generación es perversa

La destrucción de Sodoma y Gomorra

“Esta generación es perversa” (cfr. Lc 11, 29-32). ¿En qué consiste la perversidad de la que se queja Jesús? Ante todo, en el rechazo de Dios, que es Amor infinito; rechazo que se traduce en obras de oscuridad y de maldad.

Debido a que cita a Nínive, ciudad de pecadores que, por la predicación de Jonás, se convirtieron, y así evitaron el castigo que había sido decretado por Dios (cfr. Jon 3, 10), y esto trae a la memoria por contraposición a Sodoma y Gomorra, ciudades también de pecadores pero que no se convirtieron (cfr. Gn 19, 24), se podría deducir que la perversidad radica en una desviación de tipo moral, en un quebrantamiento de la castidad y de las buenas costumbres, en una adhesión a la lujuria, a la avaricia, a la codicia.

Sin embargo, esto último es sólo la superficie, ya que la perversidad no radica en el comportamiento moral, sino en la negación y en el rechazo del Amor divino, del cual el trastorno moral es sólo la consecuencia del oscurecimiento espiritual.

Jesús se queja de la perversidad de los fariseos, los cuales niegan la divinidad de Cristo, es decir, su condición de ser Dios Hijo encarnado, a pesar de que atestigua su condición divina obrando milagros delante de sus ojos. La perversidad, fruto del endurecimiento del corazón humano, será la que conducirá a Jesús a las amargas horas de la Pasión, de la agonía en el Huerto, de los juicios inicuos, de la soledad de la cárcel, del doloroso Via Crucis.

Pero esa perversidad no es la única, ya que se continúa hasta el día de hoy, profundizándose cada vez más: al hombre, inmerso en el error del ateísmo materialista, no le interesa si Dios existe o no, ya que vive su vida y muere su muerte como si Dios no existiese, y no tiene en consideración a Dios ni siquiera como una hipótesis. Y lo peor de todo, es que esta mentalidad atea y materialista, se ha introducido en el seno mismo de la Iglesia, en donde son los mismos bautizados quienes abandonan en masa la Iglesia y se vuelcan al mundo y a su hedonismo, a su relativismo y a su materialismo, rechazando las aguas cristalinas de la Verdad, y sumergiéndose en las aguas pútridas de la corrupción, de la sensualidad, de los placeres, perdiendo hasta la noción del bien y del mal[1].

“Esta generación es perversa”. La amarga queja de Jesús se repite, hoy como ayer. Y hoy, como ayer, Jesús nos pide frecuentes actos de amor y de renuncia, de contrición, de ofrecimiento.

La fórmula de la reparación, con la cual el cristiano puede consolar al Sagrado Corazón que agoniza en el Huerto de los Olivos es simple: creer, esperar, amar, confiar, rogar, callar, aceptar, sufrir, ofrecer, adorar[2].


[1] Cfr. Mensajes de Jesús a un sacerdote. Monseñor Octavio Miquelini, Tomo I, Ediciones El Bueno Pastor, Buenos Aires 1989, 34.

[2] Cfr. o. c., 36.