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miércoles, 28 de febrero de 2024

“Lázaro murió y fue al cielo; el rico murió y fue al tormento de fuego”

 


“Lázaro murió y fue al cielo; el rico murió y fue al tormento de fuego” (Lc 16, 19-31). Esta parábola de Jesús debe ser interpretada en su recto sentido, según la fe católica, porque de lo contrario se cae en una interpretación ajena a la fe católica, una interpretación de orden comunista-marxista, en la que el pobre se redime por ser pobre y el rico se condena por ser rico, lo cual es falso. Según la falsa Teología de la Liberación, el pobre, en sí mismo, solo por el hecho de ser pobre, ya merece el Cielo, mientras que el rico, solo por ser rico, merece la eterna condenación. Esta falsa interpretación conduce a una obvia lucha de clases en la que el odio y el resentimiento son el combustible que alimenta el deseo de la destrucción mutua de los seres humanos, solo por pertenecer a clases sociales diferentes.

La correcta interpretación de la parábola, la interpretación verdaderamente cristiana y católica, nos dice que Lázaro se salvó no por ser pobre ni por su pobreza, porque la pobreza no es redentora; se salvó porque era pobre, sí, pero sobre todo pobre de espíritu, lo cual quiere decir que era manso y humilde de corazón, semejante al Sagrado Corazón; Lázaro aceptaba con humildad, con paciencia, con serenidad, todas las calamidades y tribulaciones que padecía en esta vida -pobreza, enfermedad, hambre, miseria-, sin quejarse, sin culpar a Dios por sus desgracias, ofreciendo interiormente sus sufrimientos a Dios, reconociéndose pecador y pidiendo perdón por sus faltas. Es por esto que Lázaro se salvó y no por el hecho de ser pobre, porque se puede ser pobre materialmente, pero avaro de espíritu, codiciando con envidia malsana los bienes del prójimo y esta pobreza sí que condena al alma, es por eso que el ser pobre no es signo de ser redimido ni la pobreza es equiparable al estado de gracia.

Por otra parte, el rico Epulón se condena, pero no por sus riquezas materiales, sino por su egoísmo que no le permitía compartir sus bienes con Lázaro; se condena por su materialismo, que le impide desprenderse de las riquezas materiales para hacer con ellas obras de misericordia, lo cual podría haber con seguridad salvado su alma. El ser rico no es sinónimo de condenación, porque con las riquezas materiales se puede ser magnánimo, se puede ejercitar la virtud de la magnanimidad, auxiliando al prójimo más necesitado y así ha habido a lo largo de la historia reyes, nobles, empresarios acaudalados, que han salvado sus almas.

Esta parábola nos deja entonces esta lección: ni el ser pobre nos salva automáticamente, ni el ser ricos nos condena automáticamente, sino que la salvación o la condenación está en el ejercer las virtudes de la humildad, para la salvación, o el dejarse arrastrar por la avaricia, en el caso de la condenación.


martes, 20 de septiembre de 2022

“Un hombre rico murió y fue al Infierno; un mendigo murió y fue llevado al Cielo”

 

(Domingo XXVI - TO - Ciclo C – 2022)

         “Un hombre rico murió y fue al Infierno; un mendigo murió y fue llevado al Cielo” (Lc 16, 19-31). Esta parábola de Jesús debe ser interpretada en su correcto sentido católico, para no caer en reduccionismos de tipo socialistas y comunistas propios de la Teología de la Liberación y de la Teología del Pueblo.

         Ante todo, el rico se condena -es llevado al Infierno, dice el Evangelio-, no por sus riquezas, sino por haber hecho un uso egoísta de las mismas. En efecto, según la Doctrina Social de la Iglesia, el hombre tiene derecho a la propiedad privada, tiene derecho a tener bienes materiales, siempre que sean ganados con el trabajo honesto y sin defraudar a nadie. El problema con Epulón, el hombre rico, es que hace un uso egoísta de sus bienes, utilizándolos sólo en él, sin preocuparse por su prójimo, en este caso, Lázaro. En efecto, mientras Epulón vestía con hábitos púrpuras de lino finísimo, muy costosos, y organizaba banquetes todos los días, comiendo y bebiendo hasta la saciedad, no sentía compasión por Lázaro quien, a causa de su vejez y de sus enfermedades, no podía trabajar y debía mendigar por algo de comida. Epulón, preocupándose sólo por él mismo, no tenía la más mínima compasión por Lázaro, dejándolo que padeciera hambre sin convidarle ni siquiera las sobras de su abundante mesa. Por esta razón se condena en el Infierno, en donde la situación se revierte, porque las penas del Infierno se dan en los sentidos con los que se pecó en esta tierra: en este caso, el pecado de Epulón, además del egoísmo, es la glotonería, por lo que en el Infierno sufre, por toda la eternidad, de hambre insoportable y al haber rechazado el amor al prójimo y por lo tanto a Dios, se ve obligado a odiar a los otros condenados y a Satanás por toda la eternidad. Ahora bien, hay algunos autores que sostienen que Epulón no fue al Infierno de los condenados, sino al Purgatorio, porque demuestra algo de bondad, al pedir que se avise a sus hermanos para que no cometan el mismo error y este gesto de bondad sería imposible si estuviera en el Infierno, en donde no hay ni el más mínimo gesto de bondad. Sin embargo, la interpretación que prevalece es la de que se condenó en el Infierno, a causa de su egoísmo y de su glotonería.

         En el caso de Lázaro, que al morir fue llevado al cielo, hay que decir que se salvó, pero no por ser pobre, sino porque aceptó, con paciencia, con humildad y sobre todo con amor a Dios, todos los males que le sobrevinieron en esta vida: la enfermedad, el dolor, la carencia absoluta de bienes materiales, la carencia de ayuda y afecto por parte de familiares y amigos, ya que los únicos que se le acercaban eran los perros, a lamer sus heridas. Lázaro entonces se salvó no por se pobre, sino por no solo no quejarse de Dios, sino por aceptar con amor, humildad y resignación todos los males que le sobrevinieron en esta vida.

         “Un hombre rico murió y fue al Infierno; un mendigo murió y fue llevado al Cielo”. La interpretación falsa de esta parábola la da la Teología de la Liberación y la Teología del Pueblo que, al ser marxistas, se fijan solo en el aspecto material y así el rico, según estas falsas teologías, se condena por ser rico, mientras que el pobre se salva por ser pobre. Nada más lejos de la verdadera interpretación católica: el rico se condena por su egoísmo y glotonería, mientras que el pobre se salva por su paciencia, su piedad y su amor a Dios, a quien ama aun en medio de su pobreza y su tribulación.

viernes, 23 de septiembre de 2016

“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”



(Domingo XXVI - TO - Ciclo C – 2016)

         “Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó” (cfr. Lc 16, 19-31). Jesús narra la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, sus vidas y sus destinos eternos: el rico se condena en el infierno, el pobre se salva y va al cielo. Para no caer en interpretaciones apresuradas y superficiales, que condenen al rico por su riqueza y justifiquen al pobre por su pobreza, hay que tener en cuenta cuál es el sentido espiritual de la parábola, para comprender qué es lo que condena al rico, que no es su riqueza, y qué es lo que salva al pobre, que no es su pobreza. Es necesario hacer esta aclaración, porque existen interpretaciones de este pasaje que, haciendo hincapié en lo que es secundario –riqueza y pobreza de los protagonistas de la parábola-, interpretan el pasaje en un sentido contrario al Evangelio, considerando sólo los aspectos meramente materiales. En estas fallidas interpretaciones, el rico es considerado “malo” solo por el hecho de ser rico, siendo así la causa de su condenación la sola posesión de bienes materiales; a su vez, el pobre es considerado “bueno” por el solo hecho de ser pobre, siendo la pobreza la causa de su salvación. Sin embargo, hacer esta interpretación es, por un lado, simplista y falso y, por otro lado, ajena al Evangelio y a su espíritu. Como decíamos antes, ni la riqueza en sí misma es la causa de la condenación del rico Epulón, ni la pobreza es la causa de la salvación del pobre Lázaro. Con respecto a Epulón, baste decir que, en el Evangelio, hay quienes eran considerados ricos, como Zaqueo, o también José de Arimateo, el fariseo discípulo de Jesús y dueño del sepulcro donde fue depositado el Cuerpo de Nuestro Señor. También en la Iglesia hay numerosos santos, como por ejemplo el joven Pier Giorgio Frassatti, que siendo hijo de uno de los hombres más ricos de Italia, nunca renunció a su fortuna, aunque vivía pobremente porque todo lo que tenía lo daba como limosna, o el caso de Santa Isabel de Hungría, que era reina y dueña de una inmensa fortuna, pero todo lo que era suyo lo donó para construir hospitales, escuelas y albergues. Y al contrario, hay ejemplos de pobres, como Judas Iscariote, que tienen corazón de avaro. Como vemos, entonces, no es la riqueza en sí misma la que condena, como tampoco es la pobreza en sí misma lo que salva.
         Lo que salva o condena, es el modo de usar los bienes que se poseen y el estado del corazón en relación a Dios y al prójimo, que es lo que nos enseña la parábola: Epulón se condena porque en su corazón no hay amor ni a Dios, ni al prójimo; si hubiera tenido amor a Dios, se habría desprendido de algo de sus bienes materiales para socorrer a Lázaro que, en cuanto prójimo y en cuanto sufriente, es imagen viviente de Dios Hijo encarnado y crucificado. Puesto que no tiene amor ni a Dios ni a su imagen viviente, que es el prójimo, en su corazón sólo hay amor de sí mismo, de sus propios placeres y comodidades, lo cual lo pone, de modo inmediato, bajo el dominio del Príncipe de las tinieblas, y esa es la causa de su condenación. En otras palabras, Epulón se condena no por poseer riquezas, sino por no poseer amor en su corazón y por tener su corazón en las riquezas, cumpliéndose así lo que dice Jesús: “Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón” (Mt 6, 21).
A su vez, Lázaro no se salva por la pobreza en sí misma, sino por amar a Dios y a su prójimo, demostrando el amor a Dios en la mansedumbre, paciencia y humildad con la que vive las tribulaciones permitidas por Dios para su santificación –la enfermedad, la pobreza, la soledad-, y demostrando su amor al prójimo –en este caso, Lázaro-, sin demostrarle enojo, encono ni nada parecido, por el hecho de ser Lázaro rico y él pobre y por el hecho de comportarse egoístamente con él. Es decir, Lázaro se salva porque ama a Dios y al prójimo, y no porque es pobre, o sea, no se salva por la pobreza en sí misma, sino por el amor a Dios y al prójimo que contiene su corazón.

“Un hombre rico se condenó (…) un hombre pobre se salvó”. Todos somos, en cierta medida, Epulón, en el sentido de que todos tenemos riquezas –sean materiales o espirituales- para dar y compartir con nuestros prójimos más necesitados; todos debemos ser Lázaro, porque todos debemos amar a Dios y al prójimo, si queremos salvar nuestras almas. Desprendernos de nuestros bienes materiales en favor de nuestros prójimos, enriquecernos con el tesoro más grande que tiene la Iglesia, la Eucaristía, es la enseñanza de esta parábola de Jesús.

jueves, 25 de febrero de 2016

“A las puertas del rico Epulón, yacía un pobre llamado Lázaro”


Lázaro y Epulón.

“A las puertas del rico Epulón, yacía un pobre llamado Lázaro” (Lc 16, 19-31). Con la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro Jesús nos advierte acerca de las enormes consecuencias que, para la vida eterna, tienen el apego al dinero y a los bienes materiales, además del egoísmo y la indiferencia para con el prójimo más necesitado. Con esta parábola, Jesús revela, además, lo que sucede en el momento de la muerte: un juicio divino particular para cada uno en persona –en la parábola está implícito, porque el destino de cada uno depende de sus obras- y luego los destinos finales –eternos- para las almas: o el cielo –el Purgatorio es temporal, como una antesala del cielo- o el infierno, en compañía del Demonio y sus ángeles y los condenados.
Además de la revelación de los novísimos –muerte, juicio, infierno, cielo-, lo importante en esta parábola es la causa de la condena de Epulón y de la salvación de Lázaro: un análisis superficial llevaría a concluir que el rico se condena por sus riquezas –la simple posesión de estas serían, en sí mismas, las que lo llevan al infierno-, mientras que el pobre se salva por su pobreza –la pobreza en sí misma sería lo que lo lleva al cielo-. Sin embargo, no es así, porque lo que condena a Epulón no es la posesión de bienes materiales, sino su posesión egoísta, desde el momento en que nunca se preocupó, mientras vivía en la tierra, de auxiliar a su prójimo necesitado, Lázaro. Hubiera bastado el gesto de socorrer a Lázaro en sus necesidades, pero no lo hizo y no lo hizo porque en su corazón no había lugar para el amor, la compasión, la caridad, la misericordia y puesto que Dios es Amor, Compasión, Caridad y Misericordia, no había nada de común entre Él y Dios en la otra vida y es por eso que fue apartado de la Presencia de Dios para siempre. Epulón se condena, entonces, no por el hecho de ser rico, sino por usar de modo egoísta sus riquezas y por no apiadarse ni tener compasión por el prójimo más necesitado.
A su vez, Lázaro no se salva por el simple hecho de ser pobre materialmente: se salva porque, en su pobreza material y en la tribulación que le supone vivir, además, de pobre, enfermo, no solo no reniega de Dios ni se queja por su suerte, sino que sufre de modo paciente y sereno, aceptando con mansedumbre de corazón su penosa existencia en esta vida (pobreza, enfermedad, soledad). En Lázaro brillan las virtudes de la humildad, de la mansedumbre y de la piedad y además del amor fraterno, porque no guarda rencor contra su prójimo Epulón,  a pesar de que este se comporta de forma tan egoísta para con él. En definitiva, son todas estas virtudes las que le valen ganar el cielo a Lázaro, y no el simple hecho de no poseer bienes materiales.

“A las puertas del rico Epulón, yacía un pobre llamado Lázaro”. Jesús nos advierte acerca de la realidad del más allá, no para infundirnos temor, sino para que comprendamos el valor de la caridad para con el prójimo y practiquemos las obras de misericordia, de manera de alcanzar el Reino de los cielos.

miércoles, 19 de marzo de 2014

“El rico Epulón murió y fue sepultado (…) El pobre Lázaro murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham”


“El rico Epulón murió y fue sepultado (…) El pobre Lázaro murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham” (Lc 6, 19-31). En la parábola de Epulón y Lázaro, ni el rico Epulón se condena por sus riquezas, ni el pobre Lázaro se salva por su pobreza. Sostener lo contrario, sería sostener las tesis de la teoría marxista, materialista y atea, contraria al Evangelio y promotora de movimientos de revolución social que por medio de la violencia y la muerte propician la lucha de clases. El rico Epulón se condena no por sus riquezas, sino por el uso egoísta que hace de ellas, ya que en vez de compartirlas con Lázaro, que padece hambre a la puerta de su casa, banquetea espléndidamente todos los días y se viste de seda y lino, sin preocuparse por Lázaro, que no tiene con qué vestirse y además está enfermo y todo cubierto de heridas. Epulón se condena porque, según se desprende del diálogo que tiene con Abraham, es un hombre sin fe, ya que tanto él como sus hermanos, son personas adineradas, pero sin fe, porque no hacen caso de las Escrituras: cuando Epulón le dice que envíe a Lázaro para que les advierta a sus hermanos acerca de la terrible realidad de la condenación eterna en el infierno para quienes viven despreocupadamente apegados a la riqueza como ellos, Abraham le responde que “si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco escucharán a alguno que resucite de entre los muertos”, lo cual es un indicio de que se trata de gente sin fe. Esas son las causas de la condenación de Epulón –avaricia, codicia, egoísmo, falta de fe-, y no las riquezas en sí mismas. En el fondo, la actitud de Epulón es la participación al pecado de rebelión contra el plan divino de salvación del ángel caído.
A su vez, Lázaro no se salva por su pobreza, sino porque no reniega de ella, ni tiene envidia de los bienes materiales de Epulón, ni tampoco se queja amargamente contra Dios por la suerte adversa que le toca vivir. En otras palabras, Lázaro se salva porque bendice a Dios en su corazón a pesar del infortunio –aparente- que significa la enfermedad y acepta con mansedumbre y humildad los designios de Dios sobre su vida, designios que no son otra cosa que la participación a la cruz de Jesús, y esa es la causa de su salvación.

“El rico Epulón murió y fue sepultado (…) El pobre Lázaro murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham”. Como católicos, no podemos nunca hacer una interpretación materialista y reduccionista de la riqueza y de la pobreza materiales, porque  corremos el riesgo de falsear el Evangelio de Jesús. La verdadera riqueza y la verdadera pobreza están en la cruz: riqueza, porque allí abunda la gracia; pobreza, porque nos despojamos de lo material y de las pasiones, que son un estorbo para ir al cielo. Toda otra dialéctica que enfrente al rico-malo contra el pobre-bueno, es falsa y viene del maligno.

sábado, 28 de septiembre de 2013

“Has recibido tus bienes en vida y Lázaro recibió males; ahora él encuentra consuelo y tú, el tormento”


(Domingo XXVI - TO - Ciclo C – 2013)
         “Has recibido tus bienes en vida y Lázaro recibió males; ahora él encuentra consuelo y tú, el tormento” (Lc 16, 19-31). El Evangelio de hoy derriba el mito de la “teología de la prosperidad” utilizado por las sectas protestantes: por un lado, los bienes materiales en esta vida no son un indicativo de la bendición divina, tal como lo sostiene falsamente esta “teología”; por otro lado, la pobreza no es indicativo de maldición divina, como también lo sostiene falsamente esta teología.
         En la parábola, Abraham le contesta a Epulón -cuando este le pide que Lázaro moje aunque sea un dedo en agua para refrescar su lengua- que él “ya ha recibido sus bienes en vida”, por lo que ahora la Justicia Divina no le debe nada, ni siquiera una gota de agua. Ahora bien, Epulón sufre hambre y sed, además de todos los otros tormentos del infierno, pero no porque haya recibido estos bienes, sino porque no los supo administrar de manera tal que esos mismos bienes le granjearan la entrada en el cielo. En otras palabras, la condena de Epulón en el infierno no se debe a que haya sido rico, sino a su egoísmo, porque como dice el Evangelio, “vestía de púrpura” y “hacía banquetes todos los días”, pero no se preocupaba por compartir ese banquete con Lázaro, que no estaba lejos suyo, sino “en la puerta de su casa”. Para salvarse, no era necesario que Epulón renunciara a todos sus bienes y comenzara a vivir como mendigo: lo único que debía hacer era compartir esos bienes con Lázaro y atenderlo en sus necesidades. Sin embargo, Epulón se olvida de Lázaro, o si se acuerda de él lo desprecia, y utiliza su riqueza en provecho propio, egoístamente, y es esto lo que lo lleva a la muerte eterna. Si hubiera compartido de su comida y de su ropa con Lázaro, muy distinta habría sido su suerte, pero como no lo hizo, el día de su muerte escuchó las palabras del Terrible Juez: “Apártate, de Mí, maldito, al fuego eterno, porque estuve enfermo, con hambre, con sed, y no me socorriste. Toda vez que no lo hiciste con Lázaro, Conmigo no lo hiciste”.
Lázaro, por su parte, recibe “males” en esta vida terrena, como lo dice Abraham, y esos males consisten en un estado de miseria material –no tiene para comer-, acompañado de la tribulación de la enfermedad –su cuerpo llagado es lamido por los perros- y también de la soledad, porque evidentemente, no tiene familiares que lo socorran. Contrariamente a lo que sostendría la falsa “teología de la prosperidad”, estos “males” terrenos no son muestra de maldición divina; por el contrario, puesto que en la otra vida Lázaro recibe sólo bienes, estos “males” terrenos pueden considerarse, con toda razón, una bendición del cielo. Sin embargo, al igual que los bienes materiales no son malos por sí mismos, sino que se convierten en males cuando son utilizados egoístamente, así también los “males” terrenos, como la miseria y la enfermedad, no son buenos en sí mismos, sino que se convierten en buenos cuando son aceptados con amor, paciencia y humildad, tal como lo hizo Lázaro.
En otras palabras, Lázaro se salva, pero no por la miseria, la pobreza y la tribulación en sí mismas, sino por haber comprendido que eran una prueba divina, que quería despojarlo para concederle luego bienes en el cielo, y por no solo no haber renegado de Dios, sino por haberlo amado a pesar de no haber tenido, en toda su vida terrena, al menos un pequeño consuelo. Esto es lo que el cristiano debe hacer cuando recibe la tribulación como prueba: no solo no quejarse contra Dios, sino agradecerle y amarlo todavía más, porque significa que Jesús lo está haciendo participar de su Cruz, que es suma tribulación, pero para concederle las más altas cumbres del cielo en la otra vida, en la vida eterna.

“Has recibido tus bienes en vida y Lázaro recibió males; ahora él encuentra consuelo y tú, el tormento”. Ni Epulón se condena por ser rico, ni Lázaro se salva por ser pobre: el destino eterno de uno y otro se definen por su relación con el prójimo y con Dios, puesto que Epulón se condenó por no ser misericordioso con su prójimo, habiendo recibido abundantes bienes materiales en esta vida, y Lázaro se salvó por no solo no haber renegado de la Voluntad divina en toda su vida de miseria, tribulación y enfermedad, sino por haberse mantenido fiel en el Amor a Dios aún en medio de la prueba. También para nosotros, los cristianos, nuestro destino eterno se juega en la relación con nuestro prójimo –según cómo sea nuestro trato, misericordioso o no, así será nuestra eternidad- y en el Amor a Cristo Dios en medio de la tribulación –si renegamos de la Cruz, no nos salvaremos; si no renegamos de la Cruz, gozaremos en el cielo de la felicidad eterna-.

miércoles, 27 de febrero de 2013

“Un hombre rico, Epulón, fue al infierno (…) Un hombre pobre, Lázaro, fue al cielo”




         “Un hombre rico, Epulón, fue al infierno (…) Un hombre pobre, Lázaro, fue al cielo” (cfr. Lc 16, 19-31). Una interpretación materialista y progresista, como la de la Teología de la Liberación, alejada del Magisterio de la Iglesia, sostiene que el rico Epulón se condena a causa de sus riquezas, mientras que Lázaro se salva a causa de su pobreza.
Sin embargo, ni Epulón se condena por ser rico, ni Lázaro se salva por ser pobre. La razón última de la salvación o condenación de los personajes de la parábola radica en su conformidad o no a la Divina Voluntad.
La causa de la salvación de Lázaro no es su pobreza en sí misma, sino la aceptación paciente, sufrida y confiada, a la Voluntad de Dios, ya que Lázaro sufre su miseria e indigencia material sin renegar de Dios y su Querer, que ha permitido que viva en la más completa carencia de bienes materiales. Lázaro no desea las riquezas terrenas, sino las del cielo, y en vista de estas riquezas, es que soporta pacientemente toda una vida de miseria económica.
A su vez, Epulón no se condena por el mero hecho de ser rico, sino porque fue contrario a la Voluntad Divina, que permitió su enriquecimiento a fin de que con estas riquezas ayudara a su prójimo más necesitado, Lázaro.
Epulón se condenó porque apegó su corazón a los bienes materiales, tomando a estos como fin último de la vida y no como lo que son en realidad, una prueba para obtener la salvación si es que se sabe desprender de ellos.
En este sentido, lejos de ser una bendición divina, los bienes materiales se convierten en una maldición, porque son causa de la condenación en el infierno, y esto sucede cuando no se los usa para auxiliar a quien más lo necesita.
Epulón codició los bienes terrenos y apegó su corazón al dinero y al oro, y esto fue su perdición, porque así despreció los bienes del cielo.
“Un rico fue al infierno, un pobre fue al cielo”. En última instancia, la salvación o condenación se da cuando el alma atesora o desprecia, respectivamente, los bienes celestiales. Si queremos evitar el infierno e ir al cielo, debemos atesorar ávidamente bienes y riquezas, pero se trata de los bienes y riquezas celestiales –“Atesorad tesoros en el cielo”, nos dice Jesús-, los cuales se nos dan aquí en esta vida terrena: el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, la Sagrada Eucaristía. Por esto, debemos guardar en el corazón, con gran regocijo, las comuniones eucarísticas , con más fruición y avidez que las del avaro que atesora monedas de oro en su caja fuerte.
Si queremos ir al cielo, debemos imitar la pobreza de Cristo en la Cruz, despojado de todo bien material, porque los únicos bienes materiales que posee, los clavos, la Cruz de madera, los clavos, la corona de espinas, son de propiedad de Dios Padre, y el paño de lienzo que es su única vestimenta, pertenece a su Madre, la Virgen, ya que era la pañoleta con que se cubría su cabeza.
Si queremos ir al cielo y evitar el infierno, debemos atesorar ávidamente nuestra única riqueza, Cristo Eucaristía, y debemos vivir pobremente, con la santa pobreza de Cristo crucificado.

jueves, 8 de marzo de 2012

A qué se deben la condena de Epulón y la salvación de Lázaro



         Una errónea lectura en clave marxista llevaría a concluir que el rico Epulón se condena en el infierno debido a sus riquezas, mientras que el pobre Lázaro se salva gracias a su pobreza.
         La realidad, a la luz del Magisterio de la Iglesia, es muy distinta: Epulón no se condena por poseer riquezas, sino por hacer un uso egoísta de las mismas, puesto que, siendo rico y teniendo la posibilidad de auxiliar a su prójimo Lázaro, no se compadece de su miseria.
         A su vez, Lázaro se salva no por su pobreza, sino por la aceptación humilde de las pruebas y tribulaciones que Dios le envía, con lo cual Lázaro demuestra su amor a Dios, al tiempo que también demuestra amor a Epulón, ya que no se queja por la actitud mezquina que éste tiene para con él.
         En el fondo, se trata de dos corazones distintos: por un lado, el de Epulón, endurecido a causa de su materialismo y hedonismo –se goza en la materia y en la visión materialista de la vida-, lo que le impide ver el sufrimiento del prójimo, y le impide ver también a Dios, puesto que, al igual que sus hermanos, no lee ni cree en la Palabra de Dios; por otro lado, está el corazón de Lázaro, que por la mansedumbre y la humildad se abre al amor divino que lo priva de toda clase de bienes en esta vida, para colmarlo de toda clase de bienes en la otra.
         Por lo tanto, la parábola nos enseña que ni los bienes en sí mismo son una bendición, como sostienen los protestantes, ni los males en sí mismos son una maldición, como sostiene la visión mundana de la vida: ambos son una prueba de Dios, que se superan con la apertura del corazón al consejo divino: en el caso de que la prueba consista en poseer bienes materiales, auxiliar con los mismos al prójimo más necesitado; en caso de que la prueba consista en la tribulación, aceptando la misma con paciencia y amor. En ambos casos, alimentando el alma con la Sagrada Escritura.