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viernes, 4 de abril de 2025

“Yo tampoco te condeno; vete y no peques más”

 


(Domingo V - TC - Ciclo C - 2025)

         “Yo tampoco te condeno; vete y no peques más” (cfr. Jn 8, 1-11). Los fariseos llevan ante Jesús a una mujer acusada de adulterio, invocando para esto la ley de Moisés. Frente al pedido de lapidar a la mujer, Jesús no responde ni afirmativa ni negativamente: simplemente les dice que, si alguien está libre de pecado, que arroje la primera piedra. Debido a que todos saben que nadie está libre de pecado, los fariseos se retiran del lugar, sin hacer daño a la mujer. Finalmente, Jesús perdona los pecados de la mujer y la deja ir, no sin antes advertirle que “no vuelva a pecar”.

         En este pasaje evangélico hay muchas enseñanzas. Por una parte, se pone de manifiesto la rigurosidad farisaica, que no deja pasar una falta grave sin castigo, pero al mismo tiempo, se pone de manifiesto la hipocresía de los fariseos, porque si bien por un lado quieren castigar a quien ha cometido un pecado, por otro lado, pasan por el alto el hecho de que ellos mismos son pecadores, del mismo o mayor tenor que el de la mujer pecadora.

En este grupo nos podemos ver reflejados nosotros mismos, toda vez que con nuestra falta de caridad y de misericordia lapidamos la fama de nuestro prójimo con habladurías y falsedades, sin tener en cuenta además que nosotros mismos somos tanto o más pecadores que el prójimo al cual tan ligeramente criticamos. A esto se le agrega un hecho más grave y es el de colocarnos en el lugar de Dios, quien es el Único que puede juzgar las conciencias. Cada vez que nos comportamos así, es decir, cada vez que lapidamos sin misericordia a nuestro prójimo con nuestra lengua, criticándolo y juzgándolo en su intención, somos idénticos a los fariseos.

Con este episodio queda patente la insuficiencia de la Ley Antigua, porque al señalar el pecado, pretendía castigar al pecado mediante la justicia, pero era una justicia meramente exterior: el ejemplo está en el caso del Evangelio de la mujer adúltera; una vez señalado el pecado, se pretendía hacer justicia, pero la justicia consistía en eliminar físicamente al que había pecado, con lo cual se eliminaba al pecador pero no al pecado, puesto que el pecado seguía arraigado en lo más profundo del corazón humano. En otras palabras, mediante la justicia, se eliminaba al pecador pero no al pecado, ya que este se encuentra arraigado en lo más profundo del ser de todo hombre, tanto del que aplica la Ley como de aquel recibe el castigo. Así vemos cómo la Ley de Moisés, si bien señalaba el pecado, era incapaz de corregirlo, era incapaz de quitarlo, porque el mal seguía arraigado en el corazón humano, del mismo modo a como la mala hierba se arraiga entre el césped.

Por el contrario, la Nueva Ley de Jesucristo, la ley de la gracia, obtenida al precio de su Sangre derramada en la cruz, no obra exteriormente, sino en lo más profundo del ser del hombre, arrancando de raíz esa mala hierba que es el pecado y haciendo germinar la semilla de la vida divina, la vida de la gracia santificante.

A diferencia de la Ley Antigua, que no poseía la gracia, la Nueva Ley actúa penetrando en lo más profundo del espíritu del hombre por medio de la gracia divina, la cual disuelve y hace desaparecer en un instante esa peste espiritual que es el pecado.

La esencia de la Nueva Ley es la gracia, la cual arranca de raíz y destruye el mal que anida en el corazón humano, sin dejar rastro de él, así como se disipa al viento una ligera columna de humo negro en una mañana de cielo despejado. Desde Adán y Eva el mal, en forma de pecado, anida en lo más profundo del corazón del hombre como una mancha negra y pestilente, de la cual brotan “toda clase de males” espirituales, tal como lo señala Nuestro Señor Jesucristo: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre” (Mc 7, 21-23).

Sin la gracia santificante de Nuestro Señor Jesucristo, obtenida al precio altísimo de su Sangre derramada en la Cruz, el corazón del hombre es una piedra ennegrecida, una oscura y fría caverna de la cual brotan toda clase de maldades, ninguna de las cuales podía, de ninguna manera, la Ley Antigua, lograr la erradicación y purificación del corazón.

Por el contrario, la Nueva Ley de Jesucristo, la Ley de la Gracia Santificante, es infinitamente superior a la Ley Antigua, puesto que logra lo que esta no puede hacer: transformar por completo lo más profundo del ser del hombre, sanándolo de raíz, en su acto de ser; la gracia obra sobre el ser, es decir, a nivel ontológico, a nivel de naturaleza y no simplemente a nivel moral; la gracia obra una verdadera conversión porque hace partícipe al alma de la naturaleza divina y esto sucede a nivel ontológico, lo cual se traduce luego a nivel ético, moral o de comportamiento, pero la transformación moral o conversión cristiana se basa en la participación a nivel ontológico, lo cual solo es posible por la acción de la gracia. Y es esta participación en la naturaleza divina la que sana, restaura, transforma y, todavía más, diviniza, al corazón del hombre, convirtiéndolo en un corazón nuevo, un corazón que es una copia viviente, una imitación y una prolongación del Sagrado Corazón del Hombre-Dios Jesucristo, un corazón que paulatinamente, por la acción de la gracia, va dejando de ser simplemente humano, para ser cada vez más divino. Todo esto, no lo podía hacer de ninguna manera la Ley Antigua, la cual solo era una figura de la Ley Nueva; por esta razón la Ley Antigua se limitaba a quitar físicamente al pecador -como en el caso de la mujer adúltera-, pero dejando al pecado enraizado en el corazón de todos y cada uno de los hombres -como en el caso de los fariseos que acusan a la mujer adúltera-. La Ley Antigua ofrecía a Dios sacrificios de animales, pero estos sacrificios eran absolutamente incapaces de transformar el corazón humano, al ser incapaces de quitar el pecado; la Nueva Ley, por el contrario, al estar sellada con la Sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús, sacrificado en el Altar de la Cruz, en el Calvario, de una vez y para siempre y renovado este Santo Sacrificio cada vez, incruenta y sacramentalmente, en el Altar del Sacrificio, en la Santa Misa, al ser derramada sobre los corazones de los hombres, disuelve sus pecados, quita los pecados de los corazones, purifica los corazones manchados por el pecado, los santifica con la Sangre del Cordero y así santificados con esta Sangre Bendita y Preciosísima, los convierte en imágenes vivientes y palpitantes del Corazón del Cordero, del Corazón de Jesús, el Cordero de Dios, que late en la Eucaristía.

Según se relata en el Antiguo Testamento, Moisés, por orden divina, sacrificaba los corderos en el altar y luego esparcía la sangre de los corderos sacrificados sobre el pueblo (cfr. Éx 24, 8), lo cual significaba que Dios perdonaba los pecados del pueblo; sin embargo, la sangre de estos animales no podía de ninguna manera perdonar los pecados, por lo que el gesto de Moisés era únicamente externo y simbólico y un anticipo y figura de lo que habría de ser donado en la Nueva Ley. Y lo que es donado en el Nuevo Testamento y que sí perdona los pecados, porque efectivamente quita los pecados del mundo y del corazón del hombre, es la sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús, Sangre que brota, como de su fuente, de sus heridas abiertas y de Su Corazón traspasado en la cruz, para caer en las almas de los hombres y perdonarles sus pecados, sus muchos pecados, todos sus pecados, por abundantes y enormes que sean. La Sangre del Cordero de Dios, mediante la cual el Padre nos perdona, se derrama en el altar de la cruz y se renueva su efusión en la cruz del altar, porque así Dios Trino sella su pacto de amor misericordioso con los hombres, un pacto por el cual nosotros como Iglesia le ofrecemos el Cordero del Sacrificio y Él a cambio derrama sobre nosotros la Sangre del Cordero, Sangre por la cual Dios disuelve nuestros pecados, así como el humo negro se disuelve en el aire fresco de una mañana soleada y límpida.

Cuando condenamos y lapidamos a nuestro prójimo, haciendo resaltar sus defectos, haciendo caso omiso del enorme mal que anida en nuestros corazones, nos identificamos con los fariseos del Evangelio, prontos a condenar al prójimo, pero interiormente ciegos, compasivos e indulgentes con nuestras propias maldades. Antes de condenar a nuestro prójimo, deberíamos tener presente siempre esta escena evangélica y sobre todo las palabras de Jesús: “El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”. Antes de condenar al prójimo, antes de hablar del prójimo, deberíamos decir nosotros, de nosotros mismos: “Si estoy libre de pecado, entonces podría condenar a mi prójimo, pero como no estoy libre de pecado, no condeno a mi prójimo, y repito en cambio las palabras de Jesús: ‘Yo no te condeno’”.

Pero no solo en los fariseos debemos vernos representados, sino también en la mujer pecadora, porque en la mujer pecadora está representada la humanidad caída en el pecado y pecadora y nosotros no somos, de ninguna manera, la excepción. Nuestro objetivo, como cristianos, como imitadores de Cristo, es precisamente imitar a Cristo, es decir, no es ser, ni fariseos, ni quedarnos en el pecado, como la mujer pecadora antes de su encuentro con Jesús: nuestro objetivo en esta vida terrena es recibir el perdón de Cristo, arrepentirnos de nuestros pecados, y tratar de imitar la bondad y la misericordia que Jesús tiene con la mujer al perdonarle sus pecados.

En el perdón de Jesús vemos en acción a la Divina Misericordia, que en vez de condenar y sumarse al castigo de la mujer pecadora, no solo no la castiga, sino que la perdona. Así está prefigurado en esta escena el Sacramento de la Confesión, porque el perdón de Cristo a la mujer pecadora es el perdón que da Dios al alma a través del sacerdote ministerial en el sacramento de la confesión.

La Presencia del Sumo Sacerdote Jesucristo se actualiza en el Sacramento de la Confesión, quitando al alma sus pecados y así el corazón del pecador, que antes de la confesión era un corazón ennegrecido por el mal, por el sacramento de la confesión es purificado, limpio, sano, y convertido en una copia humana del Corazón del Salvador, haciéndose realidad la Palabra de Dios revelada en el profeta Isaías: “Aunque vuestros pecados fueren como la grana, quedarán blancos como la nieve. Y si fueren rojos como el carmesí, quedarán como lana (cfr. 1, 18)”.

No estamos en esta vida para ser, ni fariseos injustos, ni tampoco pecadores; estamos en esta vida terrena para ser, para nuestros prójimos, una copia viviente del Corazón de Jesús; nuestro corazón no solo no debe reflejar nuestro “yo” egoísta, el cual debe desaparecer para siempre, sino que debe reflejar la bondad, la misericordia, la compasión, la caridad, del Corazón de Jesús, pero, como dice Jesús: “Nada podéis hacer sin Mí”, por lo que esa tarea de transformar nuestro corazón en una copia del Corazón de Jesús, se realiza por dos sacramentos: la confesión sacramental y el sacramento del altar, la Eucaristía.

Por el sacramento de la confesión, nuestro corazón se purifica y santifica; por la Eucaristía, recibimos al Sagrado Corazón, que se funde en un solo corazón con el nuestro. Solo así estaremos en grado de imitar a Jesús, de obrar con nuestro prójimo lo que Jesús obra con la mujer pecadora: perdonar y amar, amar y perdonar.

 


lunes, 3 de julio de 2023

“No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos”

 


“No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos” (Mt 9, 9-13). Los escribas y fariseos tenían la errónea concepción de que ser religiosos es igual a ser santos en vida y eso no es así, porque el cristiano es, ante todo, un pecador, como lo dice la Sagrada Escritura: “El justo peca siete veces al día”, queriendo significar con esto que aun aquel -el justo- que desea vivir según la ley de Dios y según los consejos evangélicos de Jesús, aun así, comete pecados, muchos de ellos de forma inconsciente y algunos también conscientemente, eso es lo que significa “pecar siete veces al día”. Ahora bien, si esto sucede con el justo, con quien pretende vivir según la voluntad de Dios, es mucho peor la situación espiritual de quien directamente no tiene ningún cuidado de su vida espiritual y la razón es que, quien no cumple los Mandamientos de la ley de Dios, cumple los mandamientos de la Iglesia de Satanás, puesto que no hay un punto intermedio, como lo dice Jesús en el Evangelio: “El que no está Conmigo, está contra Mí”.

Jesús viene para iluminar acerca de esta concepción errónea de escribas y fariseos, demostrándoles que Dios se compadece, se apiada, de nuestras miserias, pues esto es lo que significa “misericordia”, compasión del corazón -de Dios- para con las miserias del hombre. Esa es la razón por la que Jesús “se sienta con pecadores”, porque es como Él dice: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos”. De esta manera, si alguien se considera -erróneamente, por supuesto- “santo” en esta vida, entonces no necesita de la Misericordia Divina, lo cual es un gran error, según San Juan: “Quien dice que no peca, miente”, por eso es que todos necesitamos de la Divina Misericordia, todos somos pecadores, mientras estemos en esta vida terrena y lo seguiremos siendo hasta el último suspiro de nuestras vidas. Al respecto, el Santo Cura de Ars decía que el peor error que se podía cometer es decirle a una persona: “Usted es un santo”, porque nadie aquí en la tierra es santo y porque esa frase puede hacer envanecer a su destinatario, haciéndolo caer en el pecado del orgullo y la soberbia.

“No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos”. Podemos decir, junto a San Agustín y en el sentido en el que lo dice San Agustín: “Bendita la culpa que nos trajo al Salvador”, es decir, bendita sea nuestra condición de pecadores, pero no por el pecado en sí, que es aborrecible, sino porque por el hecho de ser pecadores, necesitamos imperiosamente de la Misericordia Divina. Por esto mismo, nuestra vida eterna está unida a la devoción y a la unión que tengamos a Jesús Misericordioso: cuanto más pecadores seamos, más necesitamos de la Divina Misericordia.

“Ánimo, tus pecados están perdonados”

 


“Ánimo, tus pecados están perdonados” (Mt 9, 1-8). Llevan ante Jesús a un hombre paralítico; debido a la cantidad de gente, los amigos del paralítico, que eran los que lo transportaban en una camilla, deben hacer un orificio en el techo de la casa, para poder llegar hasta Jesús. Una vez delante de Jesús, le dice: “Ánimo, tus pecados están perdonados”. Al escucharlo, los fariseos piensan que Jesús es un blasfemo, puesto que se arroga el poder de perdonar los pecados, algo que es exclusivo de Dios. Jesús, que es Dios y por eso puede leer los pensamientos, sabe qué es lo que están pensando y para demostrarles que Él es efectivamente Dios y que puede perdonar los pecados, realiza un milagro visible, curando la parálisis física del enfermo.

En esta escena podemos ver diversos elementos sobrenaturales: por un lado, Jesús se revela como el Mesías-Dios que perdona los pecados, es decir, sana una herida espiritual como es el pecado, y también cura el cuerpo, al devolverle la motilidad al paralítico. Por otra parte, se puede ver la fe del paralítico en Jesús como Hombre-Dios y cómo al paralítico le importa más la salud de su alma, que la salud del cuerpo: el paralítico es llevado ante Jesús, pero no para que lo cure de su parálisis corporal, sino para ser curado en el espíritu, para que sus pecados le sean perdonados y es eso lo que hace Jesús, recibiendo el paralítico la recompensa por su noble corazón, la curación de su parálisis, es decir, la curación de la parálisis es secundaria al perdón de los pecados, la salud del cuerpo, para quien ama a Jesús, es secundaria a la salud del alma. También podemos ver en este Evangelio cómo está representado el Sacramento de la Penitencia: Jesús es el Sumo y Eterno Sacerdote que quita y perdona los pecados de los hombres; el paralítico representa a la humanidad caída en el pecado original, la parálisis es símbolo del alma herida como consecuencia del pecado de Adán y Eva, transmitido a toda la humanidad.

Debemos contemplar no solo a Nuestro Señor Jesucristo, sino también al paralítico, para imitarlo, porque es ejemplo de vida cristiana: Él acude a Cristo no para que le cure la parálisis, sino para que le quite los pecados del alma, secundariamente recibe, como una recompensa por su corazón que ama a Dios, la curación de su parálisis corporal. Pero también imitemos a los amigos del paralítico, sin cuya ayuda no podría haber llegado a Jesús para confesar sus pecados y hagamos lo mismo con nuestros prójimos, llevándolos al encuentro con Nuestro Señor Jesucristo en el Sacramento de la Confesión.

jueves, 23 de marzo de 2023

“Querían matarlo, pero no había llegado su Hora”

 


“Querían matarlo, pero no había llegado su Hora” (Jn 7, 1-2. 10.25-30). En los días previos a la Pasión y Muerte de Jesús, se pueden notar dos actitudes diametralmente opuestas, entre Jesús y los escribas y fariseos.

Por parte de Jesús, desde el inicio de su predicación pública, reveló que Él era el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, que Dios Padre era su Padre y que Él con el Padre, habrían de enviar al Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad; además de revelar la Verdad, realizó muchísimos milagros de curación física y espiritual, multiplicó panes y peces, expulsó demonios, que son los que atormentan a los hombres; es decir, Jesús solo dijo la Verdad y solo obró el bien.

Por parte de los escribas y fariseos, que eran los hombres religiosos del tiempo de Jesús, los encargados del Templo y los custodios de la Ley, que obraban bajo apariencia de bien castigando escrupulosamente a quien no observara la Ley, mientras hacían de la religión un negocio, convirtiendo al Templo en un mercado, buscaban “matar” a Jesús, literalmente hablando, con lo cual demuestran su hipocresía religiosa y la doblez y malicia de sus corazones ennegrecidos por el odio, porque no tenían ninguna razón para matar a Jesús, ya que Él solo había dicho la verdad, que Él era el Hijo de Dios y solo había obrado el bien, realizando milagros y expulsando demonios.

“Querían matarlo, pero no había llegado su Hora”. Ahora bien, si nos sorprende esta actitud maligna por parte de fariseos y escribas, que querían matar a Jesús por el solo hecho de decir la verdad y obrar el bien, debemos reflexionar sobre nosotros mismos, ya que cuando cometemos un pecado, por pequeño que sea, demostramos la misma malicia, porque son nuestros pecados los que crucifican y terminan por matar a Jesús en la cruz. Por eso mismo, si al menos no nos mueve el amor, que nos mueva la compasión hacia Jesús, para no crucificarlo con nuestros pecados y hagamos el propósito de no lastimar a Jesús con nuestros pecados, hagamos el propósito de combatir por lo menos al pecado que con más frecuencia cometemos, para al menos dar un poco de alivio a Jesús crucificado.

 

domingo, 19 de febrero de 2023

Miércoles de Cenizas

 



(Ciclo A – 2023)

         Con la celebración del ritual de imposición de cenizas el día llamado por eso “Miércoles de cenizas”, la Iglesia Católica inicia el tiempo litúrgico denominado “Cuaresma”, tiempo dedicado a la preparación interior, espiritual, por medio de la penitencia, el ayuno, la oración y las obras de misericordia, para no solo conmemorar, sino ante todo participar, de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

         La imposición de cenizas simboliza penitencia y arrepentimiento: arrepentimiento de nuestros pecados, porque nuestros pecados se traducen en la crucifixión del Señor y son manifestación de la malicia que anida en nuestros corazones, como consecuencia del pecado original, según las palabras de Jesús: “Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de pecados” y penitencia, como signo de que estamos arrepentidos de los pecados cometidos y que deseamos vivir una vida nueva, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, caracterizada por el horror al pecado, cualquiera que sea este.

         En el momento de la imposición de la ceniza, el sacerdote traza una cruz sobre la frente de los fieles, mientras repite las palabras “Conviértete y cree en el Evangelio” o “Recuerda que polvo eres y en polvo te has de convertir”; en ambas oraciones, la Iglesia nos recuerda, a través del sacerdote, que estamos en esta tierra solo de paso y que nuestra morada definitiva y eterna es el Reino de los cielos[1].

         Cuando el sacerdote dice: “Conviértete y cree en el Evangelio”, nos está repitiendo las mismas palabras de Jesús en el Evangelio: “Conviértanse y crean en el Evangelio”. Si Jesús nos pide que nos convirtamos, es porque no estamos convertidos. ¿En qué consiste la conversión? En dejar de mirar a las cosas bajas de la tierra, para elevar la mirada del alma al Sol de justicia, Jesús Eucaristía, por eso Jesús y la Iglesia nos piden la verdadera conversión, que es la “conversión eucarística”, el giro del alma por el cual deja de interesarse y de mirar las cosas de la tierra, para comenzar a contemplar a Jesús Eucaristía, el Camino, la Verdad y la Vida. También Jesús y la Iglesia nos piden: “Creer en el Evangelio”, que en nuestro caso implica también creer en la Tradición de los Padres de la Iglesia y en el Magisterio, y si necesitamos creer en el Evangelio, es porque creemos en otra cosa que no es el Evangelio: creemos en ideologías políticas, creemos en nuestras propias ideas, creemos en cualquier cosa, pero no creemos en el Evangelio, en la Palabra de Dios, que es la que debe guiar y orientar nuestro obrar cotidiano como cristianos.

         La otra frase que puede decir el sacerdote al imponer las cenizas es: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás” y si la Iglesia nos lo recuerda, es porque lo olvidamos con frecuencia: olvidamos que estamos de paso en esta vida terrena; olvidamos que cada día que pasa, es un día menos que nos falta para nuestra muerte, día en el que será para nosotros el día más importante de nuestras vidas, paradójicamente, porque ese día nos encontraremos cara a cara con el Justo Juez, Cristo Jesús, Quien pronunciará la sentencia definitiva, después de examinar nuestras obras, que determinará nuestra eternidad, o el cielo o el infierno. Debemos recordar que somos polvo, en el sentido de que nuestro cuerpo material es frágil y cuando el alma se desprende de él, provocando el fenómeno que llamamos “muerte”, este cuerpo físico, terreno -que tanto nos preocupa mantenerlo sano, al que tanto cuidamos con dietas y ejercicios, descuidando la salud del alma y la fortaleza y nutrición del alma que nos concede la Sagrada Eucaristía-, comienza inmediatamente un proceso de descomposición orgánica que lo lleva a convertirse en literalmente polvo, es decir, en nada. La Iglesia nos recuerda que somos polvo y al polvo regresaremos, para que no nos preocupe tanto la salud y el bienestar del cuerpo, como la salud y el bienestar del alma; si nutrimos el cuerpo, mucho más debemos nutrir al alma con alimentos espirituales, la oración, la penitencia, el ayuno y sobre todo la gracia santificante que nos conceden el Sacramento de la Penitencia y la Sagrada Eucaristía.

         Por último, en el tiempo de Cuaresma, la Iglesia como Cuerpo Místico del Señor, ingresa junto con Él en el desierto por cuarenta días, para prepararnos, junto con Cristo, a los sagrados misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. En estos cuarenta días de duración de la Cuaresma, la Iglesia participa de los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto, haciendo ayuno, oración y penitencia y es eso lo que debemos hacer como integrantes del Cuerpo Místico: ayuno, oración y penitencia, en unión con Nuestro Señor Jesucristo. De esa manera, unidos a Cristo en el desierto y fortalecidos por su gracia, podremos vencer nuestras pasiones depravadas, seremos protegidos de las acechanzas y perversidades del demonio y estaremos en grado de participar del misterio salvífico de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

domingo, 27 de marzo de 2022

“Tus pecados son perdonados, vete y no peques más”

 


(Domingo V - TC - Ciclo B – 2022)

         “Tus pecados son perdonados, vete y no peques más” (Jn 8, 11). En esta escena del Evangelio Jesús detiene la lapidación a la que estaba siendo sometida una mujer pecadora. Por esta razón, podemos meditar, por un lado, acerca de la obra de Jesús en la pecadora pública –muchos dicen que es María Magdalena, antes de su conversión- y, por otro, acerca de la actitud de los fariseos. Con respecto a la mujer pecadora, Jesús salva a la mujer pecadora doblemente, en su cuerpo, al evitar la lapidación y sobre todo en su espíritu, al perdonarle sus pecados y concederle su gracia santificante al alma de la mujer. La salva en su cuerpo y en su vida terrena porque detiene a aquellos que querían aplicar la salvaje costumbre de esos tiempos, de lapidar hasta la muerte a quien era encontrado en pecado –el mártir San Esteban, sin cometer pecado, es lapidado también hasta la muerte-; Jesús los detiene no con la fuerza física, sino con la fuerza de la argumentación de la Sabiduría divina: si todos tienen pecados, ¿por qué razón lapidar a la mujer? Siguiendo esta lógica, todos deberían ser lapidados, porque todos los hombres tienen el pecado original y todos cometen pecados todos los días, hasta el más justo, según la Escritura: “El justo peca siete veces al día”. Jesús también salva el alma de la mujer pecadora, porque le perdona los pecados con su poder divino, le concede la gracia santificante y desde ese momento, la mujer queda predestinada a la vida eterna. De ahora en más, dependerá de ella corresponder a la gracia, alejándose del pecado, tal como le dice Jesús: “Tus pecados están perdonados, vete y no peques más”, para así poder ingresar al Reino de Dios en la vida eterna. De hecho, así lo hizo, porque según la Tradición, esta mujer pecadora es María Magdalena, quien después del encuentro con Jesús y después de recibir su perdón, abandonó por completo su vida de pecado y acompañó al Señor Jesús en su tarea de predicar el Evangelio, junto a las otras santas mujeres de Jerusalén.

         El otro aspecto sobre el que podemos meditar es el de la actitud de los fariseos en relación a la mujer pecadora: se comportan en relación a ella en forma diametralmente opuesta a la del Hombre-Dios Jesucristo: si Jesucristo la trata con compasión, perdonando sus pecados y salvando su vida, los fariseos se comportan de modo inmisericordioso, con una actitud fría y dura de corazón, ya que no solo no perdonan el comportamiento de la mujer –no podían perdonar los pecados, pero podrían haberla dejado seguir su camino, luego de advertirle acerca de su mala conducta, para que se corrija-, sino que pretenden quitarle la vida. En este aspecto, demuestran los fariseos un comportamiento salvaje –la lapidación- pero también hipócrita y cínica: es salvaje, porque la lapidación es una costumbre vigente en la época de Jesús entre los pueblos semíticos -y que continúa siendo actual en ciertas regiones donde se practica el islamismo-, pero es también hipócrita y cínica por dos motivos: porque también se debería castigar al varón, que es igualmente culpable de adulterio y no se hace y por otra parte, porque como dice Jesús, “nadie está exento de pecado y de culpa” y por eso, nadie puede levantar la mano para castigar a otro, desde el momento en que todos los hombres nacemos con el pecado original.

         “Tus pecados son perdonados, vete y no peques más”. En la mujer pecadora, debemos vernos a nosotros mismos, porque todos somos pecadores; en el perdón de Jesús, está prefigurado y anticipado el perdón que todos nosotros recibimos de Jesús en cada confesión sacramental; en la actitud de los fariseos, debemos ver si no estamos representados nosotros mismos, porque es verdad que tenemos tendencia a condenar con dureza de corazón al prójimo, pero somos incapaces de ver el propio pecado, como lo hacen los fariseos. Debemos tener mucho cuidado de no comportarnos como los fariseos, que levantan la mano para condenar el pecado del prójimo, pero se cuidan mucho de no decir nada sobre sus propios pecados. El Evangelio nos enseña entonces en la Persona de Jesús cuán grande es la Misericordia Divina, que perdona todos nuestros pecados; nos enseña, en María Magdalena, que nuestros pecados nos llevan a la muerte eterna y que para librarnos de ellos, debemos acudir al Sacramento de la Confesión, haciendo el propósito de no volver nunca más a cometer el pecado del cual nos confesamos; por último, nos enseña que no debemos ser como los fariseos, es decir, no debemos condenar a nuestros prójimos, sino ser misericordiosos como Jesús, porque también nosotros somos pecadores y si lapidamos a nuestro prójimo con la lengua, también nosotros seremos lapidados con la lengua, de la misma manera.

         “Tus pecados son perdonados, vete y no peques más”. Que el perdón y el amor que recibimos de Jesús en cada Confesión Sacramental, haga crecer en nuestras almas, cada vez más, el Amor a Jesús Eucaristía, tal como ocurrió con María Magdalena.

jueves, 24 de junio de 2021

“Tus pecados están perdonados”

 


         “Tus pecados están perdonados” (Mt 9, 1-8). En el episodio de la curación del paralítico hay varios elementos que nos dejan diversas enseñanzas. Uno de ellos es la mala fe, el cinismo y la necedad voluntaria de escribas y fariseos que, viendo que Jesús perdona los pecados y le devuelve la salud al paralítico, lo tratan de blasfemo en sus corazones: “Es un blasfemo”. Si Jesús le hubiera dicho “Tus pecados están perdonados”, pero luego no hubiera hecho un milagro sensible como el que hizo, el de curar la parálisis, los fariseos podrían tener razón en tratarlo de blasfemo, pero como hizo el milagro de curación corporal, que solo Dios puede hacer, demostró que era Dios y que podía perdonar los pecados, como solo Dios puede perdonar. Por lo tanto, quedan en evidencia el cinismo, la necedad y la ceguera voluntarias de los fariseos.

         Otro elemento a considerar es la fe del paralítico: tiene fe en Jesús en cuanto Dios, porque sabe que sólo Dios puede perdonar los pecados y por esta razón es que va en busca de Jesús: para que le perdone los pecados. El paralítico no va en busca de la curación de su parálisis corporal: va en busca del perdón de sus pecados y por eso es un ejemplo para todos nosotros, que nos preocupamos de la salud del cuerpo y pedimos a Dios que nos cure nuestras dolencias corporales, pero no le pedimos nunca, o casi nunca, que nos cure la dolencia del alma por excelencia, que es el pecado. En recompensa a esta fe y a su deseo de estar curado del alma antes que del cuerpo, es que Jesús hace un milagro adicional, por así decir, que es la curación de su parálisis corporal.

         Por último, la escena toda del Evangelio es una prefiguración del Sacramento de la Confesión: el paralítico, que no puede caminar, es figura del alma que, por el pecado, queda sin fuerzas y, si es pecado mortal, queda sin vida, sin la vida divina; la absolución del pecado que le da Jesús al paralítico, es figura y anticipo de la absolución de los pecados que concede el mismo Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, a través de la absolución que concede el sacerdote ministerial en el Sacramento de la Penitencia; el paralítico que recibe la curación no solo del alma, sino también del cuerpo y por eso puede retirarse caminando por sí mismo, es figura del alma que es restaurada por la gracia santificante recibida en el Sacramento de la Confesión, que adquiere nuevas fuerzas, la fuerza misma de Jesús, el Hombre-Dios.

“Tus pecados están perdonados”. Cada vez que nos confesamos, recibimos un milagro infinitamente más grandioso que el de ser curados de nuestras dolencias corporales, porque recibimos el perdón de los pecados y el don de la gracia santificante de Nuestro Señor Jesucristo, obtenida al precio altísimo de su Santo Sacrificio de la Cruz.

domingo, 6 de diciembre de 2020

“Tus pecados son perdonados”

 


“Tus pecados son perdonados” (Lc 5, 17-26). En este Evangelio, además de revelarse la divinidad de Jesús, que por tener el poder de perdonar los pecados, demuestra que es Dios, se prefigura además el Sacramento de la Confesión.

Veamos brevemente qué es lo que sucede en el episodio narrado por el Evangelio. El paralítico acude a Jesús, llevado por sus familiares y amigos, para pedirle a Jesús no la curación de su afección corporal, de su parálisis, sino para que le perdone los pecados. Esto se ve claramente cuando Jesús, al tenerlo frente a Sí, no le cura su parálisis, sino que le absuelve los pecados –algo que sólo Él, en cuanto Dios y Sumo y Eterno Sacerdote, puede hacer- y sólo en un segundo momento, cuando lee los pensamientos de los que lo acusan de blasfemo por perdonar los pecados, sólo entonces, le devuelve al paralítico la salud corporal. Es decir, primero le perdona los pecados y luego, en segunda instancia, le cura su parálisis. Esto demuestra que Él es Dios, porque sólo Dios puede quitar el pecado del alma, ya que sólo Dios tiene la Omnipotencia y el Amor necesarios para hacerlo. Por otro lado, está prefigurado el Sacramento de la penitencia, ya que el paralítico es figura del alma que, a causa del pecado, está paralizada en su vida espiritual, sin poder erguirse y dirigirse por sus propios medios hacia el Camino de la Salvación, el Camino Real de la Cruz. Cuando el penitente se acerca al Confesionario, es como el paralítico en la camilla; cuando el penitente recibe la absolución por parte del sacerdote ministerial, es como el paralítico que recibe la curación de parte de Jesús: el alma, sin el pecado y colmada con la gracia, se levanta de su nada y se dirige hacia el Sol de justicia, Jesús Eucaristía, reconociéndolo como a su Salvador, es decir, luego de confesar sus pecados, puede comulgar en gracia, puede recibir a Cristo Salvador en la Eucaristía.

“Tus pecados son perdonados”. Otro elemento que se destaca en el episodio es la fe del paralítico, a la cual podemos compararla con la fe del penitente que se acerca al confesionario para recibir la absolución de sus pecados: así como el paralítico va en busca de Jesús para que cure su alma, absolviendo sus pecados, así el penitente acude al confesionario para recibir la curación del espíritu, el perdón de los pecados. Acudamos con frecuencia al Sacramento de la Confesión, para recibir el bien más preciado que pueda existir en esta vida, la salud del alma, puesto que anticipo y prenda de la salvación eterna.

 

sábado, 27 de junio de 2020

“Tus pecados están perdonados”


Ilustración de Jesús Sana Al Paralítico Grabar En Madera Publicado ...

“Tus pecados están perdonados” (Mt 9, 1-8). El paralítico a quien Jesús le perdona sus pecados y le sana su parálisis, es un ejemplo para todo cristiano en todo tiempo. Una primera razón es que el paralítico va en busca de Jesús, pero no para que le cure su enfermedad corporal, su parálisis, sino que va en busca de Jesús para que Jesús le perdone sus pecados. Es decir, al paralítico le importa más su salud espiritual que corporal, por eso es que Jesús le dice: “Tus pecados te son perdonados”; sólo en un segundo momento, luego de que los escribas lo calumniaran de blasfemo, es que Jesús le cura su enfermedad corporal. De esta manera, el paralítico nos hace ver cómo es más importante la salud espiritual que la corporal: lo que él quiere de Jesús es el perdón de los pecados, no la curación de su enfermedad corporal, la cual le viene sobreañadida por la Misericordia de Jesús. La segunda razón por la cual el paralítico es ejemplo para los cristianos, es porque tiene fe sobrenatural en Jesús: él sabe que puede curar el cuerpo, pero sabe también que Jesús es Dios y que en cuanto tal, tiene la fuerza espiritual divina necesaria para realizar prodigios asombrosos, como resucitar muertos, expulsar demonios, o quitar los pecados del alma.
Por último, el episodio evangélico es una prefiguración del Sacramento de la Confesión: en el paralítico están representadas las almas que han sido heridas espiritualmente por el pecado y van en busca de la salud espiritual, pidiendo el perdón de los pecados por medio del Sacramento de la Penitencia.
“Tus pecados están perdonados”. En todo momento tengamos presente tanto el ejemplo del paralítico, que busca en Jesús no la curación física, sino la curación del alma, el perdón de los pecados, y tengamos también siempre presente a la Divina Misericordia, que por medio del Sacramento de la Penitencia nos quita aquello que paraliza nuestras almas, el pecado, y nos devuelve la salud espiritual, nuestra condición de hijos de Dios por la gracia.


miércoles, 5 de febrero de 2020

Jesús resucita a un muerto y sana a la mujer hemorroísa


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Jesús resucita a un muerto y sana a la mujer hemorroísa (cfr. Mc 5, 21-43). En este Evangelio, Jesús realiza dos grandes milagros que muestran su condición de Hombre-Dios y no de un hombre santo más entre otros santos: resucita a la hija del jefe de la sinagoga, Jairo, y cura a la mujer hemorroísa. La curación de la hemorroísa se produce mientras Jesús se está dirigiendo a la casa de Jairo: a pesar de que la multitud lo apretujaba por todos lados y a pesar de que la mujer hemorroísa no lo toca a Él sino a su manto, Jesús se da cuenta que es la mujer quien ha tocado su manto y por eso pregunta, aunque ya sabe la respuesta, “quién ha tocado su manto”: “Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: “¿Quién tocó mi manto?”. Para los discípulos la pregunta les resulta extraña, porque la multitud rodea a Jesús y lo “apretuja por todos lados”, de modo que saber quién ha tocado el manto es, humanamente, imposible. Pero Jesús lo sabe por dos cosas: porque Él es Cristo Dios encarnado y porque, debido a la fe de la mujer, de su manto “salió una energía” curativa que curó instantáneamente a la mujer. A su vez, la mujer sabe que Jesús sabe que ha sido ella la que ha tocado el manto no de forma indiferente o inercialmente, sino con fe y por eso, al verse descubierta, se postra ante Jesús -adorándolo- y le confiesa que ha sido ella, recibiendo una respuesta llamativa de parte de Jesús: en efecto, Jesús no le dice: “Vete en paz, estás curada”, sino que le dice que por su fe ha sido salvada: la curación viene en un segundo y lejano lugar: “Jesús le dijo: "Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda curada de tu enfermedad".” Esto sugiere que Jesús le ha concedido a la mujer más de lo que la mujer quería, porque la mujer sólo quería ser curada de su enfermedad, sus hemorragias, pero Jesús le concede la salvación: “Tu fe te ha salvado”. Sólo después de ser perdonada en sus pecados, le es concedida la curación del cuerpo que solicitaba: “Queda curada de tu enfermedad”. Por un lado, la fe de la mujer en Cristo en cuanto tal es tan grande, que le vale el perdón de los pecados; por otro lado, la misericordia de Cristo es tan grande, que le concede a la mujer un bien infinitamente mayor, no pedido por ella, como lo es el perdón de los pecados. En otras palabras, Jesús cura primero el espíritu, quitando el pecado y recién en segundo término le concede la curación corporal.
En cuanto al segundo milagro, el de la resurrección de la hija de Jairo, es un milagro que también sólo Él, en cuanto Dios hecho hombre, puede hacer: lo que hace Jesús en este caso es ordenar al alma de la niña, que ya se había separado del cuerpo -y por eso estaba muerta- que se reuniera nuevamente con su cuerpo, dándole la vida nuevamente.
Por último, estos dos grandiosos milagros nos delinean una grandiosa figura de Jesús: Jesús no es un profeta más entre tantos, no es un “hombre de Dios”, no es un “santo de Dios”, no es un hombre al que Dios acompaña con milagros su prédica: es Dios Hijo encarnado, quien con su propio poder perdona los pecados, concede la curación corporal y resucita muertos. Este mismo Jesús, Dios encarnado, es el que está en la Eucaristía, esperándonos para que vayamos a pedirle que cure nuestras almas enfermas de indiferencia e indolencia y que nos resucite a la vida de la fe.

martes, 14 de enero de 2020

“Tus pecados te son perdonados”


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“Tus pecados te son perdonados” (Mc 2,1-12). Llevan a Jesús a un paralítico y a causa de la multitud, deben sacar las tejas del techo para poder colocarlo delante de Jesús. Una vez que se encuentra delante de Jesús, Él le dice: “Tus pecados te son perdonados”. Una primera cosa que podemos notar es que el paralítico no es llevado para pedir la curación de su parálisis, de su enfermedad corporal. El paralítico sabe que Jesús es Dios –sólo Dios puede perdonar los pecados, como dirán luego los fariseos, murmurando- y que puede curarle su parálisis, pero lo que el paralítico quiere de Jesús es que, en cuanto Dios, le perdone sus pecados. Es decir, el paralítico acude a Jesús no para que le devuelva la facultad de caminar, sino para que le perdone sus pecados y eso es lo que Jesús hace. Pero además, en premio a su fe y para responder a los difamadores que decían que sólo Dios podía perdonar los pecados –para ellos Jesús no era Dios y no podía perdonar los pecados-, le dice al paralítico que tome su camilla y salga caminando, cosa que el paralítico hace, al quedar completamente curado de su parálisis. Es decir, el paralítico recibió dos milagros de parte de Jesús: recibió el perdón de los pecados y además, en forma secundaria, recibió la curación de su parálisis. Para quien lleva una vida espiritual santa y formada, sabe que el perdón de los pecados es un milagro de la misericordia de Dios infinitamente más grande que la curación de una enfermedad corporal, porque de nada sirve una curación corporal, si el alma está manchada con pecados.
“Tus pecados te son perdonados”. Cada vez que nos acerquemos al sacramento de la Confesión, nos recordemos de la fe del paralítico en Cristo Dios y cómo quería de Él el perdón de los pecados y no la curación de su enfermedad física.

jueves, 19 de septiembre de 2019

“Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor”



“Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor” (Lc 7, 36-50). Una mujer, pecadora postrada ante Jesús, llorando sus muchos pecados, vierte un costoso perfume a los pies de Jesús, mientras los cubre de besos y los seca con sus cabellos. La escena, además de ser real la misma esconde una simbología sobrenatural: la mujer pecadora representa a la humanidad caída en el pecado original y que ha sido alcanzada por la misericordia de Dios; el perfume que ella derrama significa la gracia que extra-colma su alma y se derrama hacia afuera, en sus acciones, la principal de todas, amar y adorar a Jesús; el hecho de que esté postrada ante Jesús, significa la adoración que le profesa y la acción de gracias por haber sido perdonada; el llanto significa el arrepentimiento y la contrición de corazón.
En la mujer pecadora, entonces, estamos representados todos los hombres pecadores, todos los que descendemos de Adán y Eva y que por la misericordia de Dios, manifestada en el sacrificio de Jesús en la cruz, hemos sido perdonados. Al igual que la mujer pecadora, debemos pedir la gracia de tener lágrimas de arrepentimiento y mucho amor en el corazón, para postrarnos en acción de gracias ante Jesús Eucaristía por el perdón y la misericordia recibidos.

sábado, 16 de marzo de 2019

“Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió”



(Domingo II - TC - Ciclo C – 2019)

“Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió” (Lc 9, 28b-36). Jesús sube al Monte Tabor con Santiago, Pedro y Juan y allí, ante su presencia, se transfigura, es decir, su rostro, su cuerpo y sus vestiduras se vuelven más resplandecientes que el sol, porque dejan traslucir la gloria divina. La Transfiguración del Monte Tabor se explica por la constitución íntima del Hombre-Dios: Él no es un hombre más entre tantos, ni un hombre santo, que recibe la santidad extrínsecamente, desde lo alto: Él es Dios tres veces Santo; Él es la Santidad Increada, que ha recibido de su Padre Dios, desde la eternidad, el Ser divino y la Naturaleza divina y por eso la gloria que ahora se trasluce en el Monte Tabor, es la gloria que le pertenece desde toda la eternidad, al haber sido engendrado, no creado, en el seno del Padre, desde toda la eternidad. En el Monte Tabor, Jesús resplandece con la luz celestial y la luz, en el lenguaje bíblico, es sinónimo de gloria. Jesús resplandece con la luz de la gloria que Él en cuanto Dios Hijo posee desde la eternidad, recibida del Padre. Ahora bien, hay que considerar que si la manifestación de la gloria en el Tabor es un milagro, el esconder la gloria durante toda su vida terrena es un milagro aun mayor, y eso es lo que hace Jesús desde su Nacimiento virginal hasta su muerte. Solo en dos momentos manifiesta su gloria de modo visible: en la Epifanía y en el Monte Tabor; luego hace un milagro más grande, que es ocultar su gloria y su resplandor visible: en realidad, desde su Concepción y Nacimiento, Jesús debía aparecer visiblemente como en el Tabor y la Epifanía, pero como el cuerpo glorioso no puede sufrir, Jesús hace un milagro más grande aun y oculta su gloria visible, apareciendo a los ojos de los hombres como un hombre más entre tantos, para poder sufrir la Pasión. Es decir, si Jesús vivía como glorificado, puesto que el cuerpo glorificado no puede sufrir, entonces no habría podido sufrir la Pasión: por esta razón oculta su gloria y solo la manifiesta brevemente, antes de la Pasión, en el Tabor.
Ahora bien, este hecho, el resplandecer de Jesús con la gloria divina en el Monte Tabor, no se explica sin el origen eterno de Jesús en cuanto Dios, pero tampoco se explica sin la presencia de Jesús en otro monte, el Monte Calvario, el Viernes Santo. En el Monte Calvario, Jesús estará recubierto, no de la luz y de la gloria celestial, sino que estará recubierto por su propia Sangre; su revestimiento no será la luz de la divinidad, sino la Sangre de su humanidad, que brotará de sus heridas abiertas y sangrantes. Si en el Monte Tabor se contempla la majestuosidad de su divinidad, en el Monte Calvario se contempla la debilidad de nuestra humanidad; si en el Monte Tabor Jesús Rey de cielos y tierra se recubre de un manto de luz, en el Monte Calvario Jesús, Rey de los hombres, se reviste de un manto púrpura, el manto rojo compuesto por su Sangre Preciosa que brota a raudales de sus heridas abiertas. Si en el Monte Tabor es Dios Padre quien glorifica al Hijo con la gloria que Él posee desde la eternidad, en el Monte Calvario son los hombres quien, con sus pecados, lo coronan con una corona de espinas y le ponen como cetro una caña, nombrándolo como rey de los judíos y como rey de los hombres pecadores. Si en el Monte Tabor Jesús resplandece con la luz que le otorga su Padre Dios en la eternidad, en el Monte Calvario Jesús se recubre con la Sangre de las heridas infligidas por los hombres pecadores; por esta razón, si el Tabor es obra de Dios, el Calvario es obra de nuestras manos, porque fuimos nosotros, con nuestros pecados, quienes lo cubrimos de heridas y lo coronamos de espinas, nombrándolo nuestro Rey. El Monte Tabor entonces no se explica si no es a la luz del Monte Calvario.
 Ahora bien, ¿cuál es la razón de la Transfiguración? ¿Por qué Jesús resplandece con la luz de su gloria en el Monte Tabor? La razón de la transfiguración, dice Santo Tomás, es que Jesús resplandece como Dios que es, con la luz de su gloria en el Tabor, para que cuando los discípulos lo vean cubierto no de luz sino de sangre, en el Monte Calvario, no desfallezcan y recuerden que ese Hombre que está padeciendo en el Monte Calvario es el mismo Dios que resplandeció con su luz divina en el Monte Tabor y así tengan fuerzas para también ellos llevar la cruz. Entonces, la gloria del Monte Tabor no se entiende ni se debe contemplar si no es a la luz de la ignominia del Monte Calvario: la luz con la cual Jesús se reviste en el Monte Tabor es obra de Dios Padre, porque es Él quien le comunica de su luminoso Ser divino trinitario desde toda la eternidad y que ahora trasluce en el Tabor; en el Monte Calvario, Cristo Jesús se reviste, en vez de blanca luz, de rojo brillante y fresco, el rojo de su propia Sangre; es la Sangre que brota de sus heridas abiertas, provocadas por nuestros pecados. Si el Monte Tabor es obra del Padre, el Monte Calvario es obra de la malicia de nuestros corazones, porque son nuestros pecados los que hacen que Jesús en el Monte Calvario se revista con el manto rojo que es la Sangre que brota de sus heridas.
“Su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz”. Dios Padre viste a Cristo de luz de gloria en el Tabor; de parte nuestra, a causa de nuestros pecados, revestimos a Cristo con golpes y lo cubrimos de heridas que se abren y dejan escapar su Sangre Preciosísima. Cada pecado es una herida abierta en el Cuerpo de Jesús; cada pecado abre una herida en el Cuerpo de Jesús, de la cual mana Sangre como si fuera una fuente y contribuye a que Jesús se revista con un manto preciosísimo, no de luz, como en el Tabor, sino compuesto por su Sangre. Con cada pecado, lo coronamos de espinas, lo flagelamos, lo crucificamos, perpetuamos su agonía, le damos muerte de cruz y le atravesamos el costado. Con cada pecado, revestimos a Cristo, no de luz de gloria, como hace Dios Padre en el Tabor, sino de rojo púrpura, de su Sangre, en el Calvario. Por esta razón, la Cuaresma es el tiempo para reflexionar acerca de la realidad del pecado que, si para nosotros es invisible e insensible, para Cristo constituye una fuente de infinito dolor. Por esta razón, como dice Santa Teresa de Ávila, si para dejar de pecar no nos mueve ni el cielo que Dios nos tiene prometido, ni el infierno tan temido, que nos mueva, al menos, verlo, por nosotros en el Calvario, tan de muerte herido.
“Jesús resplandeció en el Monte Tabor”. Al contemplar a Jesús en el Monte Tabor, cubierto de la luz de la gloria recibida por el Padre, lo contemplemos también en el Monte Calvario, cubierto por la Sangre que brota de sus heridas abiertas por nuestros pecados y al comprobar que nuestras manos están manchadas con su Sangre, al ser nosotros los causantes de sus heridas, hagamos el propósito de no provocarle más heridas, sangrado y dolor con nuestros pecados y tomemos la decisión de convertir nuestros corazones mediante la oración, la penitencia y la misericordia.

sábado, 1 de septiembre de 2018

“Es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones"



(Domingo XXII - TO - Ciclo B – 2018)

“Es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino” (cfr. Mc 7, 1-8.14-15.21-23). Al observar los fariseos que los discípulos de Jesús no cumplen con la tradición de los antepasados, según la cual debían purificarse las manos antes de comer, los fariseos le reprochan a Jesús esta actitud de sus discípulos: “Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: “¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?”. En su respuesta, Jesús, lejos de darles la razón, contraataca, acusándolos de profesar una religión meramente externa, apegada a ritos de invención puramente humana, mientras descuidan la esencia de la religión, el amor, la caridad, la compasión, la justicia y la piedad: “Él les respondió: “¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres”[1].
         Jesús, que es Dios, conoce muy bien el interior del corazón de los fariseos y de los escribas, que pasaban por ser hombres religiosos y los desenmascara, revelando cuál es su error: piensan que por cumplir con ritos externos religiosos, ya cumplieron con Dios y Dios está satisfecho con ellos, pero no es así porque descuidan el interior, el corazón, que es “de donde salen toda clase de cosas malas”.
El problema con los escribas y fariseos es que ellos tienen una concepción de la religión totalmente extrincesista, formalista, que se detiene en la letra y en las formas, pero no va al espíritu. Guardan las formas, es decir, lo exterior, pero el interior lo descuidan totalmente. Son, como Jesús mismo les dice, como “sepulcros blanqueados”: por fuera aparentan ser hombres de bien, hombres religiosos, al igual que un sepulcro, que por fuera puede ser, desde el punto de vista arquitectónico, una maravilla, pero por dentro, también al igual que los sepulcros, que por dentro están llenos de huesos y de cuerpos en descomposición, así también interiormente las almas de los fariseos están en descomposición, porque sus corazones están en tinieblas y llenos de pasiones sin control: desenfreno, ira, gula, pereza, lujuria, etc. Esto se deriva de esta visión puramente externa de la religión: piensan que la religión es cumplir con ciertas normas exteriores, sin importar el estado del corazón. Jesús compara también al hombre y su religiosidad con una copa y un plato que deben ser limpiados, porque están con suciedad: si se limpia solo por fuera, queda sin limpiar el interior: esto es para significar a las personas que solo cumplen exteriormente la religión –rezan, hacen ayuno, asisten al templo, visten como religiosos- pero no se preocupan por lo interior, es decir, en el interior del corazón no hay amor a Dios ni al prójimo, solo hay amor al dinero y al propio yo, hay egoísmo, vanidad, superficialidad, gula, pereza, ira. De la misma manera a como un plato y una copa deben ser limpiados por dentro y por fuera, así el hombre, que está compuesto de cuerpo y alma, debe ser religioso por fuera –actos de culto, normas, etc.- pero también debe ser religioso en su interior –teniendo un corazón piadoso y misericordioso, siendo manso y humilde de corazón, a imitación de Cristo-, teniendo un corazón limpio y puro y lo que nos limpia por dentro es la gracia santificante. Jesucristo no elimina la necesidad de la religiosidad exterior: lo que hace es revelarnos que, para que esta religiosidad exterior sea agradable a los ojos de Dios, debe estar acompañada por una religiosidad interior; de lo contrario, la práctica de la religión es farisea, es decir, es hueca y superficial y no agrada a Dios.
Si la advertencia y el reproche de Jesús son válidos para los fariseos, que no tenían el régimen de la gracia, mucho más lo son para nosotros, cristianos, que vivimos en el régimen de la gracia. Por la gracia, el alma, en esta vida terrena, no solo está ante la Presencia de Dios, sino que Dios Uno y Trino mora, habita, inhabita, vive, en el alma, en el corazón del que está en gracia. Esto quiere decir que Dios no solo ve nuestros actos exteriores de religión, sino que, como estamos ante su Presencia –estar en gracia es el equivalente al estar cara a cara con Dios para los bienaventurados del cielo-, el más mínimo pensamiento resuena ante Dios, por eso debemos cuidar muchísimo nuestros pensamientos, del orden que sea, porque esos pensamientos los decimos delante de Dios. Un pensamiento o un deseo malo, resuenan ante la Santa Faz de Dios y mucho más si esos pensamientos o deseos malos van seguidos de una acción mala. Lo mismo sucede con los buenos pensamientos, deseos y acciones, todos resuenan ante el Rostro Tres veces Santo de Dios Trino. Entonces, Jesús quiere que seamos hombres religiosos perfectos, que profesemos nuestra religión no solo exterior, sino también interiormente.
“Es del corazón del hombre de donde provienen todas las cosas malas”. No estamos exentos de cometer el mismo error de fariseos y escribas, esto es, de pensar que la religión consiste en el cumplimiento meramente exterior de ritos y normas religiosas. Debemos siempre recordar las palabras de Jesús, para mantener en guardia los pensamientos y deseos que se presentan en nuestras mentes y corazones: “Es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino”. La verdadera religión consiste no solo en cumplir exteriormente con los preceptos y en rechazar la malicia del corazón, que es el pecado, sino además en tener el alma pura y en gracia por el sacramento de la confesión, porque lo que nos purifica por dentro es la gracia santificante; en adorar a Jesús Eucaristía, entronizado en el corazón por la comunión eucarística; y en obrar la misericordia con nuestros hermanos más necesitados. Ésa es la verdadera religión, la que cumple exteriormente con los ritos y normas y la que brilla en el interior con la gracia, la Presencia de Dios por la Eucaristía, y las obras de misericordia para con el prójimo.



[1] “Los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús,y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar. Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus antepasados; y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Además, hay muchas otras prácticas, a las que están aferrados por tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras y de la vajilla de bronce”.


miércoles, 7 de febrero de 2018

“Es del corazón de los hombres, de donde provienen toda clase de malas intenciones"



“Es del corazón de los hombres, de donde provienen toda clase de malas intenciones (…) Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre (…) Así Jesús declaraba que eran puros todos los alimentos” (Mc 7, 14-23). Jesús declara “puros” todos los alimentos, con lo cual no tienen sentido la clasificación de alimentos puros e impuros que hacen los judíos, y también caen por irracionales, las falsas propuestas en las que se basan ideologías sectarias anti-cristianas como el veganismo. Algo similar le sucedió luego a Pedro y, para sacarlo de su error, es que Dios le hace ver, en una visión, que todos los alimentos eran puros y que “no debía él llamar impuro a lo que Dios había purificado”. Además, en relación a los animales –vacas, cerdos, ovejas, etc.-, en la visión se le dice: “Mata y come” (cfr. Hech 10, 13), por lo cual no tiene sentido privarse de la alimentación que proviene de los animales, tal como lo proponen judíos, musulmanes, veganos y muchas otras sectas también. En el fondo, se trata de un rechazo a la redención de Jesucristo; no es un tema científico, sino religioso, porque al rechazar la redención de Jesucristo, se rechaza lo que Él ha purificado con su Sangre en la cruz –todo lo bueno de la naturaleza humana y de la Creación-. Mantener, de modo terco y necio, la clasificación de alimentos en puros e impuros, es contrario no solo a la mentalidad científica, sino también es contrario al valor salvífico del Sacrificio en Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, además de considerar, de modo soberbio, que el hombre el que determina lo que es puro e impuro, trasladando artificialmente la impureza a lo externo al hombre –los alimentos, en este caso- y dejando de considerar aquello que verdaderamente hace impuro al hombre, como lo es el pecado que anida en su corazón, tal como lo revela Nuestro Señor Jesucristo: ““Es del corazón de los hombres de donde provienen toda clase de malas intenciones (…) Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre”.

jueves, 21 de julio de 2016

“Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros”


“Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros” (Mt 13,10-17). ¿Qué es lo que desearon ver? El cumplimiento de las profecías mesiánicas: ver al Mesías, el Salvador, el Redentor; ver sus milagros, sus prodigios, pero sobre todo, ver su Santa Faz, ver sus manos curando, multiplicando panes y peces; ver al Salvador resucitando muertos y expulsando demonios; ver al Mesías anunciar el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos y la herencia de la vida eterna.
Muchos justos, que conocían las profecías mesiánicas, desearon vivir en los días del Mesías, pero no pudieron, y en eso consiste la dicha de la que gozan los discípulos.
“Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros”. También en nuestros días, Jesús nos dice las mismas palabras: “Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros”. ¿Qué es lo que vemos? Vemos, con los ojos de la fe, al Redentor, resucitado, glorioso, oculto en el misterio de la Eucaristía; vemos, al Redentor, derramar su Sangre en el cáliz del altar, en la Santa Misa; vemos, al Salvador, derramar su misericordia sobre el alma, cada vez, en el Sacramento de la Penitencia. Vemos, a la Esposa del Cordero, resucitar muertos en el alma, por el pecado mortal, al perdonar los pecados, quitándolos de las almas con la Sangre del Cordero, derramada por medio del Sacramento de la Confesión; vemos, a la Iglesia de Dios, multiplicar no panes y peces, sino la Carne del Cordero de Dios y el Pan Vivo bajado del cielo.
“Muchos justos desearon ver lo que veis vosotros”. Muchos paganos querrían ver y vivir lo que nosotros vemos por la fe y vivimos en el Amor de Dios, todos los días, y no pueden hacerlo, porque no tienen el don de la fe.

Es por eso que debemos preguntarnos: nosotros, que tenemos el don de la fe, ¿damos gracias a Dios por lo que vemos y recibimos?