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domingo, 5 de octubre de 2014

Vivimos el Padre Nuestro en la Santa Misa


         Jesús enseña a sus discípulos a rezar el Padre Nuestro (cfr. Lc 11, 1-4), pero nosotros, además de rezarlo, al Padre Nuestro lo vivimos en la Santa Misa, porque cada una de sus peticiones, se cumple en la Santa Misa. Veamos de qué manera.
         “Padre Nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre”: en el Padre Nuestro pedimos que el Nombre de Dios sea santificado, pero en la Santa Misa, verdaderamente santificamos el nombre de Dios, porque quien lo hace en nombre nuestro, es Jesucristo, al inmolarse en el santo sacrificio del altar, para santificar y adorar el nombre santo de Dios, Uno y Trino. Entonces, lo que en el Padre Nuestro es una petición, la santificación del nombre santo de Dios Uno y Trino, en la Santa Misa, por el sacrificio del altar, realizado por Jesús, es una realidad sagrada, porque Jesús se sacrifica en el altar eucarístico para santificar el Nombre de Dios, Uno y Trino.   Así tenemos que la primera petición del Padre Nuestro, la santificación del nombre de Dios, se lleva a cabo de modo perfectísimo, en la Santa Misa.
         “Venga a nosotros tu Reino”: en el Padre Nuestro, pedimos a Dios que su Reino venga a nosotros; en la Santa Misa, ese pedido se hace realidad, porque por la transubstanciación, más que venir a nosotros el Reino de Dios, baja del cielo, el Rey de los cielos, el Hombre-Dios Jesucristo, Aquel a quien los cielos no pueden contener, porque por la transubstanciación, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
         “Hágase tu Voluntad, así en la tierra, como en el cielo”: en el Padre Nuestro pedimos que se haga la Voluntad de Dios, en la tierra como en el cielo, y esto se cumple a la perfección en la Santa Misa, porque el altar eucarístico es el punto de fusión que une al cielo con la tierra -en la Santa Misa el altar no está hecho de cemento, ni de madera:  es una parte del cielo-, y allí se cumple a la perfección la Voluntad del Padre, porque en el altar eucarístico se renueva, de modo incruento, el Santo Sacrificio de la cruz, que estampa su poder divino en las especies eucarísticas; de esta manera, el Sacrificio de la Cruz se hace presente en la tierra, en su forma y en su virtud, y al mismo tiempo, como este mismo y Único Santo Sacrificio de la Cruz, está Presente en el Altar del cielo, eternamente, ante la majestad de Dios, también se hace Presente la virtud del Sacrificio de la Cruz en los cielos, y así la Voluntad de Dios, que se manifiesta en el Santo Sacrificio de la Cruz, se hace Presente en el altar eucarístico, y por él, se manifiesta en la tierra y en los cielos. Así, si en el Padre Nuestro pedimos que se haga la Voluntad de Dios, en la Santa Misa, esa Voluntad se cumple cabal y perfectamente.
         “Danos hoy nuestro pan de cada día”: en Padre Nuestro pedimos a Dios que nos dé el pan de cada día; en la Santa Misa, Dios nos provee el pan material, porque por su Divina Providencia, nos concede lo necesario para el sustento del cuerpo, pero sobre todo, nos concede el Pan del espíritu, el alimento para el alma, porque hace llover el Maná Verdadero, el Pan Vivo bajado del cielo, el Pan de Vida eterna, el Cuerpo resucitado y glorificado de su Hijo Jesús, que nos concede la vida eterna, la Eucaristía. Si en el Padre Nuestro pedimos el pan de cada día, en la Santa Misa, obtenemos el Pan de Vida eterna, la Eucaristía.
         “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: en el Padre Nuestro pedimos a Dios que nos perdone nuestras ofensas, y nos comprometemos a perdonar a quienes nos hayan ofendido; en la Santa Misa, Dios nos otorga el sello del perdón, la Sangre de su Hijo Jesús, porque en la Santa Misa, Jesús renueva, de modo incruento, su sacrificio en cruz, por el cual nos perdona nuestros pecados, y la prueba del perdón de los pecados es su Sangre derramada en la cruz y recogida en el cáliz eucarístico, de modo que la petición del perdón de nuestras ofensas y pecados está ya escuchada y respondida de modo afirmativa, de parte de Dios, y el signo de la respuesta positiva a nuestra petición es el cáliz eucarístico, repleto con la Sangre de su Hijo Jesús. Por eso es que no tenemos excusas para no perdonar a nuestros enemigos, porque Jesús ha derramado su Sangre para perdonarnos, para darnos el Amor del Padre, para que el Padre no descargue el peso de la ira de la Justicia Divina sobre nosotros, y ésa es la razón por la cual no tenemos justificativos para no perdonar a nuestros más encarnizados enemigos, aún si estos enemigos cometieran contra nosotros la más grande de las injurias, como el quitarnos la vida, porque el Padre pone frente a nosotros el cáliz lleno de la Sangre de su Hijo Jesús, para perdonarnos nuestros pecados. Si a pesar de esto, no perdonamos, entonces, la ira de la Justicia Divina, retira el cáliz de la Sangre de Jesús, dada para perdonarnos, y se descarga con todo su peso sobre nosotros. Si en el Padre Nuestro pedimos a Dios que nos perdone los pecados y nos comprometemos a perdonar a nuestros enemigos, en la Santa Misa, entonces, obtenemos la Sangre del Cordero de Dios, recogida en el cáliz eucarístico, que nos perdona efectivamente los pecados, y por la cual y en la cual perdonamos y amamos, en Cristo, a nuestros enemigos, y por eso, esta petición, se cumple en el Padre Nuestro.
         “No nos dejes caer en la tentación”: en el Padre Nuestro pedimos a Dios que “no nos deje caer en la tentación”, pero en la Santa Misa, obtenemos efectivamente aquello que pedimos y lo que obtenemos no solo no nos deja caer en la tentación, sino que nos concede el triunfo sobre las pasiones, sobre la concupiscencia, sobre el mal, sobre el infierno, y sobre el demonio, y esto que obtenemos es Cristo glorioso y resucitado en la Eucaristía. Quien recibe a Jesús en la Eucaristía, no recibe a un poco de pan bendecido, ni recibe a una conmemoración imaginaria de Jesús, sino a la Persona Segunda de la Santísima Trinidad, Dios Hijo, el Verbo de Dios, que procede del Padre desde toda la eternidad, y que por lo tanto, es Dios de Dios, de su misma naturaleza divina, y que posee su misma substancia divina, su misma Luz celestial, su mismo Ser trinitario divino, y al llegar al alma por la comunión eucarística, le concede al alma que lo recibe con fe y con amor, y con un corazón contrito y humillado, y que no le opone resistencia, todo su Amor Divino, y esto le proporciona una fuerza sobrenatural y celestial que no solo le permite “no caer en la tentación”, sino que la hace crecer en los más altos grados de santidad. Por esto, esta petición del Padre Nuestro, se cumple con creces en la Santa Misa.
         “Y líbranos del mal”: en el Padre Nuestro, pedimos a Dios que nos libre del mal; en la Santa Misa, esta petición se cumple, porque en ella, Jesús renueva de modo incruento su Santo Sacrificio de la Cruz, por medio del cual derrotó, de una vez y para siempre, al demonio y al infierno, dando cumplimiento a sus palabras: “Las fuerzas del infierno no prevalecerán sobre mi Iglesia”, y haciendo realidad las palabras de la Escritura: “Al Nombre de Jesús, toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el abismo”; puesto que en la Santa Misa, se renueva el Santo Sacrificio de la Cruz, por el cual se derrotó al Demonio, la encarnación del mal, esta petición del Padre Nuestro se cumple cabalmente en la Santa Misa.
         “Amén”: el Padre Nuestro finaliza con el “Amén”, que significa “Así es”; en la Santa Misa, entonamos el triple “Amén” al Cordero de Dios, Jesús en la Eucaristía, uniéndonos a la liturgia celestial, al triple “Amén” que entonan los ángeles y los santos al Cordero en los cielos, que es el mismo Jesús en la Eucaristía, y por eso esta última oración del Padre Nuestro también se vive plenamente en el misterio de la Santa Misa.

         Por todo esto, el Padre Nuestro se vive en la Santa Misa.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

“¿Quién es éste, del que oigo tantas cosas?”


“¿Quién es éste, del que oigo tantas cosas?” (Lc 9, 7-). El tetrarca Herodes oye hablar “muchas cosas de Jesús”, pero no acierta a saber “quién es”. Unos le dicen que es Juan el Bautista, que ha resucitado; otros, que es Elías, que se ha aparecido; otros, que es un antiguo profeta, que ha resucitado. En todos los casos, la figura de Jesús le llega a Herodes, envuelta en un halo de misterio, y como rodeada de algún hecho fuera de lo común, no perteneciente a este mundo, ya que todas las acciones que acompañan a los personajes con los cuales lo confunden, no pertenecen a este mundo: “ha resucitado”, o “se ha aparecido”, pero en ningún caso le dan la respuesta adecuada, porque todos lo presentan como a un hombre más entre otros: un hombre santo –un profeta-, pero no más que un hombre. Sea como sea, frente a la figura de Jesús, Herodes se muestra desconcertado y se pregunta quién es: “¿Quién es éste, del que oigo tantas cosas?”, y la respuesta que le da el mundo que lo rodea, no le proporciona luz acerca de la Verdad sobre Jesús.
Muchos cristianos, al igual que Herodes, hemos oído “tantas cosas” acerca de Jesús, pero viendo cómo el mundo marcha hacia un abismo seguro, y viendo cómo en gran medida, los responsables de este desenfreno somos los cristianos, llamados a ser “luz del mundo y sal de la tierra”, desde el momento en que no damos testimonio de Cristo, o el testimonio que damos es demasiado débil, pareciera que, al igual que Herodes, estamos igual de confundidos, porque no acertamos a tener una idea clara acerca de quién es Jesús.
“¿Quién es éste, del que oigo tantas cosas?”, se pregunta Herodes en el Evangelio. También nosotros debemos, con mucha mayor razón, hacernos la misma pregunta: “¿Quién es Jesús?” pero, a diferencia de Herodes, no podemos nunca, como católicos y, por lo tanto, como poseedores del Magisterio de la Iglesia, conformarnos con la respuesta que nos dé el mundo, y ni siquiera con la respuesta que nos dé nuestra propia razón. Ante la pregunta de quién es Jesús, debemos acudir a la Santa Madre Iglesia, y es Ella quien nos lo dice, en el Credo Niceno-Constantinopolitano, el que rezamos todos los domingos; es la Santa Madre Iglesia quien nos dice que Jesús no es un hombre más entre tantos, sino Dios Hijo, procedente de Dios Padre, de la misma naturaleza del Padre; es la Madre Iglesia quien nos dice que Jesús no es un simple hombre, sino “Dios de Dios, Luz de Luz”, “engendrado, no creado”, “por quien todo fue hecho”, que sufrió la Pasión por nuestra salvación, que resucitó y que se nos dona, glorioso y resucitado, en cada Eucaristía, porque es la misma Santa Iglesia, quien lo hace bajar del cielo, por la voz del sacerdote ministerial y por el prodigio de la transubstanciación, luego de convertir el pan y el vino en su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, nos lo muestra y nos lo ofrece, también por intermedio del sacerdote ministerial, diciendo: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, y nos lo ofrece como Pan Vivo bajado del cielo, para que nos comunique su Vida eterna, al recibirlo en la comunión eucarística.
También nosotros debemos preguntarnos: “¿Quién es Jesús en la Eucaristía?”. Y la Santa Madre Iglesia nos lo responde: “Es Dios Hijo encarnado, que se dona como Pan Vivo bajado del cielo, para donarte su Vida eterna y todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico”.