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martes, 4 de abril de 2023

Sábado Santo

 



         Luego de morir en la Cruz el Viernes Santo, el Cuerpo Santísimo de Nuestro Señor Jesucristo es llevado en procesión fúnebre hasta el Santo Sepulcro, en donde permanecerá hasta la gloriosa resurrección. Su Alma Santísima, descenderá a los infiernos, pero no al infierno de los condenados, sino al denominado “Limbo de los justos”, en donde se encontraban todos los justos del Antiguo Testamento que, habiendo muerto en la amistad de Dios, no podían sin embargo ingresar en el Cielo, puesto que las puertas estaban cerradas a causa del pecado original de Adán y Eva.

         Hay que tener en cuenta que Jesús, en cuanto Hombre, murió verdaderamente en la Cruz, es decir, su Alma se separó de su Cuerpo; sin embargo, la divinidad permaneció unida, tanto a su Alma como a su Cuerpo y es por esta razón que su Cuerpo no solo no sufrió ningún proceso de descomposición, sino que luego fue re-unificado con su Alma, ambos glorificados con la gloria divina, resucitando del Santo Sepulcro con su Cuerpo y su Alma glorificados.

         El Alma, unida también a la divinidad, descendió entonces a los infiernos, al “Limbo de los justos”, para rescatar a Adán y Eva y a todos los justos y santos del Antiguo Testamento que, a causa de la maldición del pecado original, no podían ingresar en el Cielo. Con su Muerte en la Cruz y con su gloriosa Resurrección, Jesús abre las puertas del Cielo, ingresando triunfante y victorioso, llevando consigo a los santos y justos del Antiguo Testamento. De esta manera, a partir de Jesús, todo aquel que muera unido a Él, a su Cuerpo Místico -unión que se lleva a cabo por los sacramentos, sobre todo el Bautismo sacramental, la Eucaristía y la Confesión sacramental-, quedará unido a Cristo en su misterio salvífico, en su Muerte y también en su Resurrección y así, muriendo en gracia y unido a Cristo por la gracia, la fe y el Amor, ingresará en el Reino de los cielos para adorar al Cordero por toda la eternidad. Por el contrario, quien muera voluntariamente separado de Cristo, porque no quiso en esta vida recibir su vida divina, comunicada por los sacramentos, se verá separado de Cristo para toda la eternidad, siendo precipitado para siempre en el Reino de las tinieblas, en el Infierno de los condenados.

         Con su Muerte en Cruz, el Hombre-Dios Jesucristo derrota para siempre a los tres grandes enemigos de la humanidad: el Demonio, el Pecado y la Muerte, de manera tal que quien se asocie a su Sacrificio en la Cruz en esta vida, se hará partícipe del Triunfo de Cristo en la vida eterna, pero quien no quiera unirse a Cristo, rechazando su Iglesia y sus Sacramentos, entonces quedará separado para siempre de Cristo, convirtiéndose su alma y su cuerpo en la rama seca de la vid que no sirve sino para ser arrojada en el fuego, es decir, en el Lugar donde no hay redención.

         No hagamos vano el Santo Sacrificio de Jesucristo en la Cruz; no hagamos vana su Sangre derramada por nuestra salvación en el Sacrificio del Calvario; no hagamos vano su misterio salvífico de su Pasión, Muerte y Resurrección, que culmina con su Ascenso al Cielo y con el envío del Espíritu Santo. Si queremos resucitar, glorificados y ser unidos con Cristo para siempre en el Reino de los cielos, hagamos el propósito de unirnos a Él por medio de la Cruz, llevando nuestra cruz y siguiendo sus pasos por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, único camino que conduce a la resurrección gloriosa en el Reino de los cielos.

jueves, 1 de abril de 2021

Sábado Santo - La Soledad de María Santísima, Corredentora de los hombres

 



(Ciclo B – 2021)

         El Viernes Santo, Nuestro Señor Jesucristo, luego de ser crucificado a las doce del mediodía y luego de pasar tres horas de larguísima y dolorosísima agonía, muere en la cruz, dando un fuerte grito, “entregando su espíritu al Padre”. En una de las Siete Palabras de Nuestro Señor pronunciadas en el Calvario, Jesús se dirige a Dios Padre diciéndole: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Jesús se dirige al Padre y le pregunta por qué lo ha abandonado: ahora bien, esto no significa que en realidad Dios Padre lo hubiera abandonado, porque en realidad nunca lo abandonó ya que eso era imposible, siendo Jesús el Hijo de Dios desde la eternidad, pero lo que sí sucedió es que el Padre, sin abandonar a Jesús en ningún momento, da la apariencia como si en realidad lo hubiera abandonado y eso lo lleva a Jesús a hacer esa pregunta. Jesús se siente abandonado, pero no porque Dios Padre lo haya abandonado, sino porque permaneció al lado de Jesús, aunque no haya hecho sentir su Presencia.

         Sin embargo, si desde el cielo Dios Padre parece haber abandonarlo a Jesús, en la tierra, en la cima del Monte Calvario, al pie de la cruz, hay una persona que no abandona a Jesús ni por un segundo, desde que Jesús es crucificado, hasta que muere en la cruz y así lo dice el Evangelio: “Junto a la cruz de Jesús, estaban su Madre y la hermana de su Madre, María, mujer de Cleofás y María Magdalena” (Jn 19, 25). La Santísima Virgen está de pie, llorando en silencio, al lado de la cruz, porque el que muere en la cruz es el Hijo de su Corazón Inmaculado, Cristo Jesús, el Redentor de los hombres. La Virgen está como Madre de Dios encarnado, como Madre de Jesús de Nazareth; está al lado de su Hijo, así como las madres están al lado de sus hijos cuando estos se encuentran sufriendo y mucho más, cuando sus hijos están en trance de muerte. La Virgen está al lado de Jesús porque su Hijo está muriendo en la cruz y para la Virgen, es como si estuviera muriendo Ella misma en persona. Para la Virgen, el dolor de ver morir a su Hijo Jesús es tan grande, que moriría de dolor, literalmente hablando, si el Amor de Dios no estuviera manteniéndola con vida. Pero la Virgen no está solo acompañando física y moralmente a su Hijo Jesús que muere en la cruz: Ella está unida tan íntimamente a su Hijo Jesús, por el Amor del Espíritu Santo, que se une a las intenciones de su Hijo al morir en la cruz y es la salvación y redención de los hombres, de la humanidad. La Virgen participa –mística y sobrenaturalmente- de la Pasión de Jesús y como la Pasión de Jesús es redentora, por eso Él se llama “Redentor” y si la Virgen participa de su Pasión, entonces Ella es “Corredentora”. El Misal Romano así lo da a entender en la Misa de Santa María junto a la cruz, cuando dice en la Oración Colecta: “Dios nuestro, tú quisiste que la Virgen Madre estuviera junto a la Cruz de tu Hijo participando de su Pasión; protege y acrecienta en tu familia –la familia de los hijos de Dios, la Iglesia Católica- los frutos de este sagrado misterio”. ¿Y cuáles son los frutos de este sagrado misterio? Los frutos de este sagrado misterio son la salvación y la redención de los hombres, por eso, lo repetimos, Jesús es Redentor y la Virgen es Corredentora. Y la Virgen es Corredentora porque la Virgen participa de los dolores de su Hijo, que son dolores redentores, y así lo afirma el Misal Romano, en la Oración Colecta alternativa: “Dios nuestro (…) así como has querido que la Virgen Madre estuviera junto al Hijo moribundo para participar de sus dolores (…)”. Es la misma Iglesia, con su Magisterio, la que nos dice que la Virgen al pie de la Cruz es Corredentora, porque participa de los dolores redentores de su Hijo Jesús.

         Por último, también en la Antífona de entrada de la Santa Misa de Santa María al pie de la Cruz, se revelan el motivo y el sentido de los dolores de la Virgen al pie de la Cruz, que la confirman como Corredentora. El Misal Romano, citando al profeta Baruc y poniendo la profecía en labios de la Virgen, dice así: “Que nadie se alegre al verme viuda y abandonada por muchos. Estoy desolada por los pecados de mis hijos, porque se desviaron de la Ley de Dios”. La Virgen sufre, está desolada, por la Muerte de su Hijo Jesús, muerte que es provocada por los pecados de los hombres y así como el sufrimiento de Jesús crucificado expía por los pecados de los hombres y lo convierte en Redentor, así los sufrimientos de la Madre de Dios al pie de la Cruz, la convierten en Corredentora.

miércoles, 8 de abril de 2020

Sábado Santo: Sermón de la Soledad de la Virgen de los Dolores


Nuestra Señora de los Dolores – 15 de Septiembre | El pan de los ...

Sobre la cima del Monte Calvario y luego de una dolorosísima agonía de tres horas, Jesús, el Hombre-Dios, muere en la cruz. Luego de ser depuesto de la cruz, su Cuerpo Sacratísimo es conducido, en procesión fúnebre, hasta el sepulcro nuevo excavado en la roca. Una vez finalizada la última despedida, la puerta del sepulcro se sella con una roca en la entrada, y así el Cuerpo Santísimo de la Virgen queda tendida en la fría roca sepulcral. Todos sus discípulos, acongojados, se retiran.
La Única que permanece de pie, a la puerta del sepulcro, con sus inmaculados hábitos manchados aun con la Sangre de su Hijo, al cual ha portado entre sus brazos una vez bajado sin vida de la cruz, es la Santísima Virgen, que por el mar de dolores en el que se encuentra sumergido su Inmaculado Corazón, se llama ahora Nuestra Señora de los Dolores. La Virgen está de pie, con su Corazón estrujado por el dolor, un dolor que oprime su Corazón y se manifiesta exteriormente por el llanto y la expresión de dolor de su dulce rostro. El dolor es inenarrable, es un dolor que supera infinitamente cualquier dolor humano, es un dolor sobrenatural, porque es un dolor que se origina en la muerte de su Hijo Jesús en la cruz. Como su Hijo vino del cielo, se puede decir que es un dolor que viene del cielo. El dolor, asfixiante, oprime su Corazón Inmaculado y sube hasta la garganta y querría desahogarse en desgarradores gritos, pero en cambio la Virgen guarda silencio, ahogando el dolor con más dolor y transformando ese dolor en abundantes lágrimas que descienden como torrentes por la montaña, de sus delicados ojos azules. El dolor ha opacado la luz de sus ojos, porque ha muerto la Luz de su Vida, Cristo Jesús, el Hijo de su Amor.
          En la puerta del sepulcro, de pie, llora con amargura la Virgen la dolorosa pérdida de su Hijo Jesús. Como a Raquel, la Virgen llora y “no quiere que la consuelen”, porque la Alegría de su Vida le ha sido quitada y ya no está más para consolarla con su amor y su dulzura de Hijo Unigénito. La Virgen llora porque con la muerte de su Hijo ha muerto también ella, porque su Hijo era la Vida de su vida, el Amor de su amor, el Ser de su ser. Sin Jesús, para la Virgen la vida sólo tiene un sentido y es el dolor. Pero no es un dolor vano: el dolor es, como el dolor de Jesús, un dolor redentor, porque la Virgen participó místicamente de la Pasión y Muerte de su Hijo Jesús, Pasión y Muerte que son la salvación de los hombres. Y debido a que su Hijo, con su misterio salvífico de Muerte y Resurrección es el Redentor de los hombres, la Virgen, con su participación mística en el misterio salvífico de su Hijo, se convierte en Corredentora de la humanidad.
          Llora amargamente la Virgen de los Dolores, llora al pie de la cruz; llora pero no quiere ser consolada, porque ha muerto el Hijo de su Corazón. Llora la Virgen, pero también experimenta, con el amargo dolor, una alegre esperanza, porque la Virgen confía en las palabras de su Hijo y sabe que Él habrá de resucitar al tercer día. La Virgen sabe, con toda certeza, que su Hijo volverá de la muerte, Vencedor Invicto y Victorioso y será entonces cuando su llanto cesará. Pero hasta que llegue el momento del triunfo de la resurrección, la Virgen llora en la puerta del sepulcro y no quiere ser consolada.


sábado, 20 de abril de 2019

Sábado Santo: Vigilia Pascual



"¿Por qué buscan entre los muertos, al que está vivo? 
No está aquí, ha resucitado".

(Ciclo C – 2019)

         “Las mujeres no hallaron en el sepulcro el Cuerpo del Señor Jesús” (Lc 24, 1-12). En la madrugada del “primer día de la semana”, esto es, el Domingo de Resurrección, las santas mujeres de Jerusalén acuden al sepulcro con los perfumes y ungüentos aromáticos para ungir al Cuerpo de Jesús, tal como se acostumbraba entre los judíos en ese entonces. Pero el Evangelio dice que, por un lado, encontraron “removida la piedra del sepulcro” que servía a modo de puerta y, por otro lado, cuando entraron, “no hallaron el Cuerpo del Señor Jesús”. Es decir, las mujeres van a buscar a un Jesús muerto, que teóricamente está en un sepulcro ocupado con su Cuerpo frío y sin vida. Esto demuestra, por lo menos, falta de fe en las palabras de Jesús, de que Él habría de resucitar al tercer día, luego de padecer su Pasión. Que sea una falta de fe en las palabras de Jesús, es un hecho corroborado por lo que les dicen los ángeles a las santas mujeres, ya que ellos les recuerdan lo que Jesús les había dicho, al tiempo que les reprochan que lo busquen entre los muertos, cuando Él ya está vivo, ya ha resucitado, como lo había prometido. En efecto, los ángeles les dicen a las mujeres: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?”. Es decir, ¿por qué acudir al cementerio, al sepulcro, a buscar a un Jesús muerto, cuando Él había dicho que habría de resucitar? Luego continúan diciéndoles: “No está aquí, ha resucitado”. Es decir, el lugar en donde hay que buscar a Jesús no es el sepulcro, porque Él lo ha dejado vacío, lo ha abandonado, porque ha vuelto a la vida, no a la vida terrena que tenía antes de morir, sino a la vida gloriosa que tenía antes de la Encarnación, cuando vivía en el seno del Eterno Padre: ha resucitado con su Cuerpo glorioso y por eso no está ahí, en el sepulcro. Luego, los ángeles les recuerdan a las santas mujeres las palabras de Jesús: “Recuerden lo que Él les decía cuando aún estaba en Galilea: “Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado y que resucite al tercer día”. Es decir, los ángeles les recuerdan a las mujeres que Jesús les había profetizado su misterio pascual de muerte y resurrección: Él les había dicho que iba a padecer, que sería crucificado y que habría de resucitar al tercer día. Ellas, aunque piadosas, se habían quedado sólo con el dolor del Viernes Santo y con el llanto y el silencio del Sábado Santo, pero su fe no había llegado a creer en el Domingo de Resurrección, por eso es que lo buscan entre los muertos a Aquel que está vivo. Es entonces cuando las mujeres recuerdan las palabras de Jesús: “Y las mujeres recordaron sus palabras”. Es en ese momento en el que las santas mujeres no solo recuerdan las palabras de Jesús, sino que, ante la vista del sepulcro vacío, creen en la totalidad del misterio pascual de Jesús, que no sólo comprende el dolor del Viernes Santo y el silencio y el llanto del Sábado Santo, sino también el gozo y la alegría del Domingo de Resurrección y es entonces cuando las santas mujeres salen corriendo para avisar a los Apóstoles que Jesús ha resucitado como Él lo había prometido y que, en consecuencia, el sepulcro está vacío.
         “Las mujeres no hallaron en el sepulcro el Cuerpo del Señor Jesús”. Hasta un cierto punto, es lógico que las santas mujeres se hayan detenido en la muerte del Viernes Santo y en el llanto y silencio del Sábado Santo, porque es más natural al ser humano la experiencia de la muerte y del llanto y del dolor, en cambio, la experiencia de la resurrección no. Las santas mujeres comienzan a creer cuando la luz de la gracia ilumina sus mentes y corazones a través de las palabras de los ángeles, quienes se convierten en mensajeros de la Resurrección de Jesús. Resucitar, es decir, volver a la vida, con una vida nueva y distinta, una vida no terrena, sino celestial y gloriosa, es algo que excede absolutamente a todo ser humano y de ahí la dificultad de las santas mujeres en creer. Ahora bien, nosotros tampoco tenemos la experiencia de la Resurrección y no se nos aparecen ángeles para decirnos que Jesús está resucitado, pero sí tenemos el testimonio de los santos y el Magisterio de la Iglesia de más de dos siglos, que nos dicen lo mismo que los ángeles: “No busquen a Jesús entre los muertos, porque ha resucitado”. Pero además, hay algo que nosotros sabemos y que no lo sabían las santas mujeres y tampoco se lo habían dicho los ángeles, pero sí nos dice la Iglesia con su Magisterio y Catecismo: Jesús ha resucitado y está vivo y glorioso, con su Cuerpo lleno de la vida y de la gloria de Dios, en la Eucaristía, por lo que tenemos que buscar a Jesús no en el mundo, entre los muertos a la vida de Dios, sino en el lugar en donde está con su Cuerpo glorioso, en la Eucaristía, en el sagrario.
“¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?”. Muchos en la Iglesia buscan a un Jesús muerto, no resucitado; muchos cristianos viven incluso como si Jesús estuviera muerto y no resucitado, tal como lo creían las santas mujeres antes del anuncio de los ángeles. Muchos buscan a un Jesús muerto y lo buscan en donde no está; no vamos a encontrar a Jesús en el mundo; debemos buscar a Jesús no entre los muertos, sino allí donde está Jesús, vivo, en el sagrario, en la Eucaristía. Los cristianos no podemos buscar a Jesús en medio del mundo, debemos acudir al sagrario, allí donde está Jesús con su Cuerpo glorioso, resucitado, lleno de la vida, de la luz, de la gloria y del Amor de Dios. Y, una vez que lo hayamos encontrado, debemos hacer como hicieron las santas mujeres cuando comprendieron que Jesús había resucitado: debemos anunciar al mundo la alegría de que Jesús no solo ha resucitado, dejando vacío y desocupado el sepulcro, sino que está vivo y ocupa, con su Cuerpo glorioso y luminoso, resucitado en la Eucaristía, todos los sagrarios de la tierra.

sábado, 31 de marzo de 2018

Sábado Santo y Vigilia Pascual



(Ciclo B – 2018)

“A la madrugada del primer día de la semana, cuando salía el sol, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé fueron al sepulcro (…) vieron que la piedra había sido corrida (…) Al entrar al sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca. Ellas quedaron sorprendidas, pero él les dijo: “No teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí” (cfr. Mc 16, 1-7). Las santas mujeres de Jerusalén van el Domingo a la madrugada con perfumes para ungir el Cuerpo –que ellas suponen muerto- de Jesús en el sepulcro. Al llegar, se dan cuenta de que la piedra ha sido removida de su lugar y cuando se asoman al sepulcro, un ángel les anuncia que Jesús de Nazareth, al que ellas buscan, no está en el sepulcro, porque “ha resucitado”.
Las mujeres santas de Jerusalén acuden al sepulcro esperando encontrarse con un Jesús muerto, con un sepulcro oscuro, frío, cerrado, en el que dominan la muerte, el dolor y la desolación. Sin embargo, se encuentran con un sepulcro abierto, iluminado por que entra en él la luz del sol al haber sido corrida la piedra de la entrada y, sobre todo, encuentran el sepulcro vacío y lo encuentran vacío no porque el cadáver de Jesús haya sido trasladado y cambiado de lugar por los discípulos, sino porque Jesús, como les dice el ángel, “ha resucitado”. Van a buscar el Cuerpo muerto de Jesús para ungirlo con perfumes y en cambio se encuentran con la alegre noticia de que el Cuerpo de Jesús está vivo, resplandeciente, glorioso, emanando el fragante y exquisito perfume de la gloria de Dios.
La resurrección gloriosa de Jesús, coronación magnífica de su misterio pascual, no es un hecho aislado que se detenga en Jesús, sino que se extiende a toda la humanidad porque toda la humanidad está llamada, a partir de ahora, a ser partícipe de esta Resurrección, cuyo significado supera lo que la mente humana puede comprender. La Resurrección de Jesús significa para la humanidad que la gloria de Dios, brotando del Ser divino trinitario de Jesús –Ser divino unido a su Cuerpo muerto y a su Alma puesto que la divinidad no se separó ni del Cuerpo ni del Alma de Jesús y esa es la razón por la cual el Cuerpo no se descompuso y el Alma bajó al Limbo de los Justos-, invade el Cuerpo sin vida de Jesús y, a medida que lo invade –brotando del Corazón de Jesús, la luz de la gloria divina se esparce por todo el Cuerpo en una fracción de segundo-, lo llena de la gloria, de la luz y de la vida de Dios. La Resurrección implica no solo que el Cuerpo se detiene en su proceso de muerte al estar separado del Alma, sino que el Alma, unida a la Divinidad, se une al Cuerpo, en el cual también está la divinidad, produciéndose así la reunificación del Cuerpo con el Alma y puesto que ambos poseen la vida y la gloria trinitaria, la gloria de Dios, que es luminosa, resplandece a través del Cuerpo glorificado de Jesús. Al unirse nuevamente el Alma y el Cuerpo de Jesús de Nazareth, por obra del Ser trinitario divino, Jesús regresa a la vida, pero no la vida natural de la naturaleza humana, sino la vida divina de la gloria de Dios. Y puesto que la gloria de Dios es luz y la luz de Dios es vida, el Cuerpo resucitado de Jesús resplandece con la luz de la gloria divina iluminando con su divino resplandor el Santo Sepulcro y el Domingo de Resurrección y, por su intermedio, a todo día Domingo que habrá de existir hasta el fin del tiempo. El Cuerpo glorioso de Jesús, lleno de la vida de Dios, comunica de esa vida divina a quien ilumina: esto es lo que explica la reacción de los discípulos, no solo de Emaús, sino la de todos los discípulos a los que Jesús resucitado se les aparece: de la tristeza humana por el dolor de la crucifixión pasan a la alegría celestial del Domingo de Resurrección; del desconocimiento de Jesús pasan a reconocerlo como a Jesús resucitado; de la vida natural, pasan a comenzar a vivir la vida de la gracia que se irradia de Jesús. La Resurrección de Jesús es mucho más que detención del proceso de muerte y mucho más que simplemente regresar a esta vida para continuar viviendo con esta vida natural y humana, como sucedió en la resurrección de Lázaro: implica volver a la vida desde la muerte, pero para comenzar a vivir con una vida nueva, que no es la humana, sino la vida divina, la vida misma de Dios Uno y Trino.
“No teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí”. Al igual que las santas mujeres antes de llegar al sepulcro que buscaban a un Jesús muerto, muchos dentro de la Iglesia viven y se comportan como si Jesús no hubiera resucitado, como si Jesús todavía estuviera muerto, tendido en la fría loza del sepulcro, sin vida. Y esto se demuestra porque muchos cristianos viven, en la vida cotidiana, la vida de todos los días, como si Jesús no existiera: en el fondo de sus corazones, no creen que Jesús haya resucitado y ésa es la razón por la cual no viven según sus Mandamientos y no acuden el Domingo a recibir su Cuerpo glorioso en la Eucaristía y es la razón por la cual, sin la vida de Cristo en sus almas, no dan testimonio de ser cristianos, perdiendo la Iglesia todo tipo de influencia moral y espiritual en la vida civil, moral y espiritual de las naciones.

Sin embargo, Jesús ha resucitado y el sepulcro oscuro y frío del Viernes y Sábado Santo, se iluminó con la luz de su gloria divina el Domingo de Resurrección, llenando la tierra con un soplo de vida nueva, la vida del Espíritu de Dios. Ésta es la alegre noticia que los cristianos debemos transmitir al mundo, la misma noticia que las mujeres santas de Jerusalén recibieron de labios del ángel: Jesús ha resucitado, su Cuerpo muerto ya no está en el sepulcro, porque su Cuerpo vivo y glorioso vive con la vida de Dios. Pero a diferencia de las mujeres santas de Jerusalén, nosotros tenemos que comunicar al mundo –con obras de misericordia y caridad y no tanto con palabras- no solo que el Cuerpo muerto de Jesús ya no está en el sepulcro, sino que el sepulcro está vacío porque el Cuerpo vivo, glorioso y resucitado de Jesús está en la Eucaristía, en el sagrario. Como cristianos, no podemos anunciar solamente que Jesús ha resucitado y que ha dejado vacío el sepulcro, sino que con su Cuerpo glorificado ocupa un lugar, el sagrario, porque está vivo y glorioso en la Eucaristía. Éste es el alegre mensaje, la alegre noticia, que el mundo espera recibir de nosotros, los cristianos: Cristo ha resucitado y con su Cuerpo glorioso está en la Eucaristía.

sábado, 15 de abril de 2017

Sábado Santo - La soledad de la Virgen


         Luego de la muerte y sepultura de Jesús, la Virgen se retira del sepulcro y, llorando en silencio y con su Inmaculado Corazón estrujado por el dolor, medita acerca de la Pasión de Jesús, en sus palabras, acerca de que iba a resucitar “al tercer día” y en el sentido salvífico de su muerte en cruz. Al igual que en el Nacimiento, ahora también la Virgen, con la Muerte de su Hijo Jesús, “medita todas estas cosas en su Corazón” (cfr. Lc 2, 16-21), por lo que la Iglesia, imitando a María, también hace lo mismo, en lo que resta del Viernes Santo y durante todo el Sábado Santo, hasta antes de la Vigilia Pascual. Es decir, en estos dos días, en los que se unen el dolor por la muerte de Jesús y la esperanza por su Resurrección, los católicos debemos unirnos a María, a su Inmaculado Corazón, y contemplar, en él, los misterios santos de la redención del Salvador. No es que se trate de días en los que “no hay nada para hacer” espiritualmente hablando; por el contrario, como miembros de la Iglesia, debemos meditar, en unión con el Inmaculado Corazón de María, la razón del dolor desgarrador del Viernes Santo y de la espera serena del Sábado Santo.
         Contemplando el Inmaculado Corazón de María, recordamos entonces que la muerte de Jesús en la cruz el Viernes Santo fue para salvarnos de la eterna condenación, para derrotar al Demonio, para terminar con el Pecado, para lavar nuestros pecados al precio de su Sangre, para vencer a la Muerte y, finalmente, para abrirnos las puertas del Reino de los cielos. En esto es en lo que medita la Virgen, y el dolor de su Corazón Purísimo se ve atenuado cuando recuerda, no solo las palabras de Jesús, de que habría de resucitar al tercer día, sino también que su Hijo era Dios y que, por lo tanto, en este hecho radicaba la razón de su triunfo, porque su Divinidad nunca se separó, ni de su Alma Santísima, ni de su Cuerpo Sacratísimo. Unida a la Divinidad, el Alma Santísima de Jesús descendió a los Infiernos, no el de los condenados, sino el llamado “seno de Abraham”, en donde estaban todos los justos del Antiguo Testamento que, habiendo muerto en amistad con Dios, no podían sin embargo ingresar al Reino de los cielos, por estar estos cerrados a causa del pecado de Adán y Eva. Después de su muerte, y antes de resucitar, Jesús descendió a los infiernos para liberar a los justos –entre los que se encontraban Adán y Eva-, aplicándoles los frutos de la Redención[1]. Con el término “infierno” se supone el limbo (los purificados que estaban esperando para ir al cielo) y el Purgatorio (las almas que se salvaron pero estaban purificándose). Estaban los patriarcas, San José y los profetas, como también todos aquellos que murieron en paz con Dios. Todos necesitaban, como también nosotros, la salvación de Cristo, es decir, su muerte salvadora en la cruz, para poder ir al cielo.
         A su vez, el Cuerpo muerto de Jesús, depositado en el sepulcro, si bien murió realmente, jamás sufrió ni siquiera mínimamente los procesos de descomposición orgánica que inmediatamente comienzan a sufrir los cadáveres, debido a que, como nos enseña la Iglesia, su Cuerpo estaba unido a la Divinidad, la cual impedía absolutamente esta corrupción, además de ser la causa de la Resurrección.
         La Iglesia, unida a María, o más bien, contemplando al Corazón Inmaculado de María, medita en estas verdades de fe y, en el silencio y el dolor por la muerte del Redentor, espera, con serenidad y paz, la alegría de la Resurrección.



[1] Esto es una verdad de fe definida por el IV Concilio Lateranense, en 1215.

sábado, 26 de marzo de 2016

Sábado Santo - Vigilia Pascual




(Ciclo C – 2016)

         “¿Por qué buscan entre los muertos al que vive?” (Lc 24, 1-12). El Domingo a la madrugada, las santas mujeres de Jerusalén van al sepulcro llevando los perfumes para ungir el cadáver de Jesús, tal como era la costumbre judía. Así, se retrasaba o atenuaban los efectos de la descomposición orgánica, además de ser una forma de honrar a quien había fallecido. Sin embargo, al entrar en el sepulcro, lo ven vacío, al tiempo que dos ángeles con vestiduras resplandecientes les dicen: “¿Por qué buscan entre los muertos al que vive?”. Además, los dos ángeles les recuerdan las palabras de Jesús, de que Él debía “resucitar al tercer día”, luego de sufrir su Pasión. En ese momento, las mujeres recuerdan lo que Jesús había dicho y salen presurosas, llenas de alegría, a comunicar la noticia a los Apóstoles: Jesús ha resucitado.
         La Resurrección es parte esencial en la Buena Noticia de la Encarnación del Verbo de Dios: significa que el Hijo de Dios, asumiendo nuestra naturaleza mortal, haciéndose en todo igual a nosotros, menos en el pecado, ha derrotado a la muerte, venciéndola de una vez y para siempre con su muerte en Cruz el Viernes Santo y regresando a la vida el Domingo de Resurrección. Por la Resurrección, el Cuerpo muerto de Jesús recibe la gloria de Dios que inhabitaba en su alma y lo glorifica, es decir, lo colma de su gloria, su luz y su vida divina, insuflándole una nueva vida, la vida misma de Dios Uno y Trino, concediéndole unas características, las características de los cuerpos glorificados –impasibilidad, inmortalidad, impecabilidad, santidad-, que no poseen los cuerpos sin glorificar, aún en estado mortal. La Resurrección de Jesús, siendo él la Cabeza del Cuerpo Místico que es la Iglesia, representa por lo tanto el hecho central de la esperanza del cristiano en una nueva vida, no en el sentido material, terreno y temporal, como la vida que se desarrolla en la tierra, sino una nueva vida, que es la vida de la gracia primero y de la gloria después, vida que habrá de vivir en el Reino de los cielos por toda la eternidad, si es que vive y muere en gracia. La Resurrección representa, para el cristiano, la razón de ver el mundo, la historia, la vida humana, con sus tribulaciones, dolores y pesares, desde una nueva óptica, porque a partir de la Resurrección de Cristo, el cristiano sabe que esta vida “pasa como un soplo”, como dice el Salmo, y llega luego la vida eterna, y que si ha vivido y muerto en gracia, también él, el cristiano, habrá de resucitar para la gloria, para la dicha sin fin, para la alegría que durará por toda la eternidad.
Es esta noticia, la de la Resurrección de Jesús, la que las mujeres de Jerusalén van a anunciar a los Apóstoles, y es la noticia que nosotros, como Iglesia, debemos también anunciar al mundo, aunque además de la Resurrección, el mensaje de la Buena Noticia que debemos transmitir, tiene además un agregado y es que Jesús, el mismo Jesús que resucitó el Domingo, llenando de luz el sepulcro y dejándolo vacío, porque volvió por sí mismo de la muerte con un Cuerpo vivo y glorioso, ese mismo Jesús, que ya no está más muerto y tendido sobre la piedra con un Cuerpo muerto, está vivo, glorioso, resucitado, lleno de la luz y de la vida divina, en la Eucaristía, ocupando, con su Cuerpo glorioso, el sagrario. Ésa es la Buena Noticia que debemos comunicar al mundo: Cristo ha resucitado y está vivo, glorioso, lleno de la luz y de la vida divina en la Eucaristía, y esta es la razón de nuestra esperanza en la vida eterna; ésta es la razón de nuestra fe; ésta es la razón de porqué los cristianos, aún en medio de las tribulaciones, los dolores y las angustias de la vida, viven siempre serenos, calmos y alegres, aún con lágrimas de dolor en los ojos, aún con el corazón oprimido por la tristeza de algún acontecimiento doloroso, porque el cristiano sabe que Jesús no solo ha vencido a la muerte para siempre, dejando vacío el sepulcro, sino que ese Jesús, vivo y glorioso, está con su Cuerpo glorificado en la Eucaristía y está en la Eucaristía para darnos de su vida divina, participada por la gracia en esta vida y convertida plenamente en su gloria celestial en la otra vida. La Resurrección de Jesús y su Presencia gloriosa en la Eucaristía, nos dan la esperanza de la vida eterna al finalizar la vida terrena y nos alientan a vivir en estado de gracia en lo que queda de nuestra vida terrena, al tiempo que nos hace desear la pronta llegada de la vida eterna, la vida gloriosa en su compañía, en el Reino de los cielos.

jueves, 17 de abril de 2014

Sermón de la Soledad de la Virgen de los Dolores


         Es Viernes Santo. Jesús ha muerto en la cruz; su Cuerpo Santísimo ha sido ya sepultado. La piedra del sepulcro ha sido ya sellada sobre la entrada, dejando el Cuerpo muerto del Hijo de la Virgen tendido en la fría y oscura losa sepulcral. Todos se han retirado.
Solo la Virgen de los Dolores, con sus vestidos todos cubiertos con la Sangre Preciosísima del Redentor, ha quedado de pie, al lado de la puerta sellada del sepulcro, en silencio y sollozando, con el dolor que oprime y atenaza su Inmaculado Corazón. El dolor la invade por oleadas incontenibles, sube hasta su garganta, quisiera estallar en gritos, pero se deshace en silencios que sólo Dios Padre conoce. El dolor que tritura al Inmaculado Corazón de María se convierte en lágrimas que a torrentes brotan de los ojos de la Purísima Concepción, que han perdido la Luz y la Alegría que iluminaba sus días, su Hijo, Cristo Jesús.
Llora la Virgen de los Dolores, llora amargamente la pérdida del Hijo de su Amor, su Hijo Jesús. Llora este Sábado Santo, y no quiere que nadie la consuele, porque es la Raquel de la que habla la Escritura; llora porque su Hijo ya no está para consolarla con su Presencia; llora porque no hay dolor más grande que el suyo; llora porque con la muerte de su Hijo ha muerto la vida suya, porque su Hijo era su vida, y al no vivir su Hijo, la Virgen siente que aunque Ella esté viva, se siente como si estuviera muerta, y es así que hubiera deseado mil veces morir Ella y que viviera su Hijo; pero al mismo tiempo sabe que era necesario que su Hijo muriera en la cruz para que los hombres, muertos por el pecado, pudieran nacer a la vida nueva de los hijos de Dios. Llora la Virgen Madre, llora lágrimas de sangre, porque su Hijo era lo que más amaba, y todo lo que amaba lo amaba en su Hijo, por su Hijo y para su Hijo, y sin su Hijo, le parece a la Virgen que nada tiene vida y le parece que Ella misma está sin vida y por eso a cada instante se siente desfallecer.
Llora la Virgen de los Dolores, llora lágrimas de sangre, por la terrible crueldad del corazón de los hombres, que no tuvieron piedad con el Hijo de su Amor y le dieron terrible muerte de cruz; llora la Virgen por la crueldad de los hombres, que le mataron a su Hijo, cuyo único delito fue amarlos con locura y darles su Vida por amor, y ahora su Hijo Jesús está muerto en el sepulcro, después de haberles dado hasta la última gota de su Preciosísima Sangre en la cruz.

Llora la Virgen, desde el Viernes Santo, llora un día, y el Sábado también, llora dos días, y también tres, pero en su Corazón Purísimo, en lo más íntimo, resuenan alegres las palabras de su Hijo Jesús: “Al tercer día resucitaré”. Llora la Virgen de los Dolores y entre lágrima y lágrima, una sonrisa suelta, esperando, alegre y confiando, a su Hijo que ya vuelve de la muerte, triunfante, victorioso y glorioso, para ya no morir más, lleno de luz y de gloria, el Domingo de Resurrección.

sábado, 30 de marzo de 2013

Sábado Santo



(Ciclo C – 2013)
         “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado” (Lc 24, 1-12). Las piadosas mujeres de Jerusalén acuden al sepulcro en donde había sido sepultado el Cuerpo de Jesús para ungir el Cuerpo con perfumes, según la costumbre de los judíos. Antes de entrar, encuentran algo que las desconcierta, y es que la puerta del sepulcro está abierta porque la piedra que ocluía la entrada había sido removida; cuando entran, su desconcierto es aún mayor, puesto que no encuentran el Cuerpo de Jesús: “No hallaron el Cuerpo del Señor Jesús”, dice el Evangelio. En ese momento, se les aparecen dos ángeles que les dicen que Jesús “no está” ahí, porque “ha resucitado”.
         La actitud de las santas mujeres refleja, aún siendo ellas piadosas y discípulas de Jesús, falta de fe en las palabras de Jesús, como se desprende de las palabras de los ángeles, pero también como se desprende de la misma actitud de ellas en la madrugada del Domingo: acuden al sepulcro buscando a Jesús muerto, porque llevan perfumes para ungir un cadáver, como era la costumbre de los judíos. No van a buscar a Jesús vivo, tal como deberían haberlo hecho, si hubieran creído en las palabras de Jesús que les había profetizado que resucitaría al tercer día. Las santas mujeres acuden al sepulcro sin fe en Jesús resucitado y en sus palabras; aman a Jesús, y por eso llevan perfumes para su Cuerpo, pero no tienen fe en Él y por eso es que buscan a un muerto.
         Muchos cristianos, en la Iglesia –y también nosotros mismos, en muchas ocasiones, sobre todo en la tribulación-, nos comportamos como las mujeres piadosas el Domingo de Resurrección: nos olvidamos de las palabras de Jesús, nos olvidamos que Él es Dios, nos olvidamos que Él ha resucitado y que, en la Eucaristía, cumple su promesa de “estar con nosotros hasta el fin del mundo”. Y debido a que nos olvidamos de su palabra y vivimos sin fe, en el momento de la prueba naufragamos, como Pedro cuando comenzó a caminar sobre las aguas y, sintiendo temor por la fuerza del viento, comenzó a hundirse.
         Si no creemos firmemente en la Resurrección, nos comportamos como las santas mujeres, que creen en Jesús, pero en un Jesús que no trasciende su horizonte humano y su razón humana; un Jesús en el que no hay cabida para el milagro, para la intervención magnífica de Dios que irrumpe en la historia humana para destruir a la muerte y el pecado y vencer para siempre al infierno. Si no creemos en Jesús resucitado, no podremos nunca recibir lo que Jesús resucitado nos da: su Amor, su alegría, su paz, su perdón, su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía, porque Jesús resucita no para ascender a los cielos y desaparecer, sino para, subiendo al cielo, quedarse al mismo tiempo entre nosotros, en el misterio de la Eucaristía.
         Si el alma no cree en Jesús resucitado, las tribulaciones de la vida, que son inevitables si queremos entrar en el Reino –“Es necesario pasar muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”, dice la carta a los Hebreos 14, 22-, como las tristezas, preocupaciones, problemas de toda clase, terminan por hundirnos, porque Jesús resucitado no significa nada para el alma. Por el contrario, si la fe en Jesús resucitado es una fe fuerte, firme, segura, cuando se presenten las tribulaciones, la luz que surge resplandeciente del sepulcro el Día de la Resurrección, el Domingo, esa luz, me comunicará de la vida de Jesús, y con la vida de Jesús, me comunicará su Amor, su alegría, su paz y su fortaleza. Esto es así porque la luz que surge del sepulcro que no es una luz muerta e inerte, como la luz natural, sino que es una luz viva porque es el mismo Cristo que es luz eterna, que comunica su Vida eterna a quien ilumina.
De esta manera, siendo así iluminados por la luz de Cristo resucitado, luz que surge del Santo Sepulcro el Domingo de Resurrección, cuando se presente ya sea una tentación o una tribulación, por grandes que estas sean –una tentación muy fuerte, la muerte de un ser querido, una enfermedad grave, un cataclismo, una pérdida importante en el orden que sea-, el alma podrá afrontarla, porque la fortaleza, la alegría y el Amor de Jesús resucitado son siempre infinitamente más grandes que cualquier tribulación. Por el contrario, si el alma no cree en Jesús resucitado, si sigue buscando en la Iglesia a un Jesús cadáver, como las santas mujeres, entonces sí la tentación lo arrastrará y la tribulación lo entristecerá y lo agobiará, porque no tendrá la fuerza y la alegría que provienen de Jesús Vivo y glorioso, Vencedor invicto del infierno, de la muerte y del pecado.
Debemos estar atentos, por lo tanto, para que no nos suceda lo que a las santas mujeres de Jerusalén, que van en busca de Jesús, pero de un Jesús muerto y no resucitado; un Jesús que se adapta más a su razón humana, pero que no corresponde a la realidad de su Ser divino: Jesús resucita porque es Dios; Él insufla, sobre su Cuerpo muerto y tendido en el sepulcro, el Espíritu Santo, que le comunica la vida eterna y la gloria divina, y es así como Jesús vuelve a la vida, lleno de la vida de Dios y con su Cuerpo glorificado.
Las santas mujeres tenían a los Profetas, que hablaban de la resurrección del Mesías, y todavía más, habían recibido directamente de Jesús su promesa de que habría de resucitar, y aun así no creyeron, porque siguieron buscando a un Jesús muerto y no vivo. También a nosotros la Iglesia nos avisa y advierte, de múltiples maneras, que Jesús ha resucitado y lo hace a través de la liturgia, como por ejemplo, en la liturgia de la Palabra en las distintas lecturas, como por ejemplo la lectura del libro del Éxodo, capítulo 14, versículos 15ss. En esta lectura vemos que la resurrección de Jesús estaba prefigurada en el paso milagroso del Mar Rojo por parte de Pueblo Elegido conducido por Moisés, quien conduce a los hebreos desde el desierto hacia la Tierra Prometida, porque Moisés es figura de Cristo que nos conduce desde el desierto de la vida hacia la Jerusalén celestial, el Reino de los cielos, atravesando con Él, Camino seguro a Dios, el mar turbulento de la historia y del tiempo humano.
En la misma lectura vemos también que la fe en Cristo resucitado está representada en la nube que guía a los hebreos: es tenebrosa y luminosa a la vez, y esto quiere decir que es tenebrosa porque comparada con la fe, la razón humana es tinieblas, y es luminosa, porque la Verdad de Cristo es luz que viene de lo alto e ilumina el caminar del hombre por el desierto de la vida hacia la Patria celestial.
Otros signo es el cirio pascual, que representa a Jesús luz del mundo, resucitado y glorioso: Jesús es “Luz de Luz”, como dice el Credo, y en la Jerusalén celestial, es el Cordero que es la Lámpara, que alumbra en el cielo a los ángeles y a los santos, y en la tierra, ilumina a la Iglesia peregrina con la luz de la fe, de la Verdad y de la gracia.
         “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado”. No cometamos el mismo error de las piadosas mujeres; no busquemos a un Jesús muerto, el Jesús de nuestra falta de fe; busquemos en la Iglesia a Jesús vivo, resucitado, glorioso, lleno de la vida, del amor y de la luz de Dios, el Jesús de la fe de la Iglesia, el Jesús “muerto y resucitado”. ¿Dónde buscarlo? En la Eucaristía, porque Jesús deja de ocupar el sepulcro, para ocupar, con su Cuerpo resucitado y glorioso, el sagrario y el altar eucarístico.