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miércoles, 1 de febrero de 2023

Fiesta de la Presentación del Señor

 



(Ciclo A – 2023)

         La Iglesia Católica celebra, el día 2 de febrero, la fiesta litúrgica de la “Presentación del Señor”, fiesta que también es llamada de la “Candelaria”, ya que se acostumbraba a asistir con velas encendidas[1].

         En esta fiesta se celebran dos acontecimientos relatados en el Evangelio, la Presentación de Jesús en el templo y la Purificación de María. La ley mosaica prescribía que, a los cuarenta días de dar a luz al primogénito, éste debía ser presentado en el templo, porque quedaba consagrado al Señor, al tiempo que la madre debía también presentarse para quedar purificada. La Virgen y San José, como eran observantes de la ley, llevan a Jesús, el Primogénito, para presentarlo al Señor. La ley prescribía también que debía presentarse como ofrenda a Dios un cordero, pero si el matrimonio era de escasos recursos, como el caso de María y José, se podían presentar dos tórtolas o pichones de palomas.

         Ahora bien, lo que debemos considerar, a la luz de la fe, es que ni Jesús tenía necesidad de ser presentado para ser consagrado, ni la Virgen tenía necesidad de ninguna purificación. Jesús no necesitaba ser consagrado, porque Él, siendo Hijo de Dios encarnado, estaba consagrado al Padre desde el primer instante de la Encarnación; a su vez, la Virgen no necesitaba ninguna purificación, porque Ella es la Pura e Inmaculada Concepción; sin embargo, como eran observantes de la ley, llevan a Jesús al templo.

         Otro aspecto a considerar es que, a esta fiesta litúrgica, se la llama también “Candelaria”, porque se asistía con velas encendidas y eso es para representar a Jesús, que es Luz Eterna y Luz del mundo, como dice el Credo: “Dios de Dios, Luz de Luz”; es decir, Jesús es la Luz Eterna que procede eternamente del seno del Padre, que es Luz Eterna e Increada. Y así como la luz disipa a las tinieblas, así Jesús, Luz Eterna, disipa las tinieblas del alma que lo contempla, concediéndole la gracia de contemplarlo como Dios Hijo encarnado y es esto lo que le sucede a San Simeón: al tomar al Niño Dios entre sus brazos, Jesús lo ilumina con la luz de su Ser divino trinitario y eso explica la frase de Simeón: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo partir en paz, porque mis ojos han contemplado a tu Salvador, luz de las naciones y gloria de Israel”[2]. Como resultado de la iluminación interior por el Espíritu Santo dado por el Niño Dios, Simeón profetiza reconociendo en Jesús al Salvador de los hombres, el “Mesías esperado”, pero también profetiza la dolorosa muerte de Jesús en la cruz, muerte que atravesará el Corazón Inmaculado de su Madre “como una espada de dolor”. Por último, María y José presentan, en realidad, un Cordero, como lo prescribía la ley, pero no un cordero cualquiera, sino al Cordero de Dios, a Jesús, el Dios que habría de ser sacrificado como Cordero Santo en el ara de la cruz para salvar a los hombres con su Sangre derramada en el Calvario.

         La fiesta litúrgica de la Presentación del Señor trasciende el tiempo y llega hasta nosotros: así como Simeón contempló a Jesús, el Cordero de Dios y lo reconoció como al Salvador, así nosotros, al contemplar al Cordero de Dios, Jesús Eucaristía, también debemos reconocerlo como al Salvador, diciendo con Simeón: “Hemos contemplado al Salvador de los hombres y gloria del Nuevo Israel, Jesús Eucaristía, el Cordero de Dios”.



[2] Entre los ortodoxos se le conoce a esta fiesta como el Hypapante (“Encuentro” del Señor con Simeón).

lunes, 2 de febrero de 2015

Fiesta de la Presentación del Señor


(Ciclo B – 2015)
            “Ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, luz para alumbrar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”. Simeón, llevado por el Espíritu Santo –“movido por el Espíritu Santo”, dice el Evangelio, va al templo, en donde encuentra a la Virgen y a San José, que han llevado al Niño Dios para cumplir con el rito de la Purificación y para presentar a Jesús a Dios, como establecía la Ley, según la cual, todo primogénito debía ser consagrado al Señor, porque le pertenecía. Simeón había pedido la gracia de no morir antes de ver al Salvador, y Dios le concede esa gracia, porque es el Espíritu Santo quien lo lleva al templo y, de entre todas las madres con sus hijos primogénitos, que han acudido a llevar a sus hijos para consagrarlo al Señor, el Espíritu Santo le indica a Simeón a la Virgen, quien lleva entre sus brazos al Niño Dios. Simeón lo toma a su vez entre sus brazos y en ese momento, recibe la gracia del conocimiento y del amor sobrenatural del Mesías, reconociendo en el hijo de María, al Niño Dios, al Redentor y Salvador de los hombres. Cuando Simeón toma al Niño entre sus brazos y lo contempla, su alma es iluminada por el Resplandor de la gloria del Padre, Cristo Jesús, y así es iluminado por la luz de la gracia, que le permite contemplar, en el Niño que tiene entre sus brazos, no a un niño más entre tantos, sino al Niño Dios, a Dios hecho Niño, que se ha encarnado en una naturaleza humana para salvar a los hombres. Así, se cumple el deseo de Simeón, de ver al Mesías antes de morir, y este deseo no es simple curiosidad, sino el deseo de contemplar al Mesías anunciado por los profetas, para adorarlo y amarlo. Esta es la razón por la cual Simeón exclama: “Ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, luz para alumbrar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”. Simeón ve, en el Niño Dios, a la “Luz de Luz eterna”, el Hijo del Padre que, por poseer su mismo Ser divino y su misma naturaleza divina, es luz celestial y sobrenatural, como el Padre; Simeón ve, en ese pequeño Niño, al Cordero de Dios, que es “la lámpara de la Jerusalén celestial”, que con su luz divina ilumina y da vida a los ángeles y santos en el cielo; Simeón ve, en el Niño que tiene entre sus brazos, al Mesías anunciado a Israel, que glorificará a su Pueblo con su misma gloria, e iluminará a los pueblos paganos con esta misma gloria divina, que brota de su Ser divino, rescatándolos y librándolos de las “sombras de muerte”, los ángeles caídos.

“Ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz porque mis ojos han visto a tu Salvador luz para alumbrar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”. El anciano Simeón, movido por el Espíritu Santo, ingresa en el templo para contemplar a Cristo Dios y así ser iluminado por su luz eterna, y esto llena su alma de tanta alegría, paz y amor divinos, que ya desea morir, para entrar a gozar de la visión beatífica, cara a cara, de ese Dios Niño al que lleva en brazos. Sin embargo, a pesar de todas estas gracias recibidas por Simeón, son pocas en comparación con las que recibe el cristiano en cada Santa Misa y en cada comunión eucarística. El cristiano, en cada Santa Misa, y en cada comunión eucarística, recibe una gracia infinitamente más grande que la de Simeón: el cristiano, movido por el Espíritu Santo, ingresa en el templo para contemplar a Cristo Dios que, por el misterio de la liturgia eucarística, renueva los misterios de su vida, su Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección, y, más que recibir al Niño Dios entre sus brazos, lo recibe en su propio corazón, por la comunión eucarística, y por la comunión, más que la gracia de conocer al Mesías, recibe el contenido de su Sagrado Corazón Eucarístico, su Amor infinito, que se derrama sin reservas sobre el alma que comulga con fe y con amor. Y si el anciano Simeón, movido e iluminado por el Espíritu Santo, contempló al Verbo de Dios encarnado en el Niño de la Virgen, análogamente, el cristiano, movido e iluminado por el Espíritu Santo, contempla al Verbo de Dios que, por el misterio de la liturgia eucarística de la Santa Misa, prolonga su Encarnación en la Eucaristía; entonces, al igual que el anciano Simeón, el cristiano, al contemplar la Eucaristía, debe exclamar, lleno de la misma alegría y del mismo amor que embargaban a San Simeón: “He contemplado, con la luz de la fe, al Hijo de Dios encarnado; dame la gracia, oh Dios, de continuar contemplando, cara a cara, luego de mi muerte, al Cordero de Dios, Luz de la Jerusalén celestial, el Nuevo Israel, y gloria de mi alma”.

viernes, 31 de enero de 2014

Fiesta de la Presentación del Señor





(Ciclo A – 2014)
         “Este Niño será luz para iluminar a las naciones paganas y gloria del Pueblo de Israel” (cfr. Lc 2, 22-40). Un anciano se acerca a un joven matrimonio hebreo que ha llevado a su niño recién nacido para presentarlo y ofrendarlo al Señor, según lo prescribía la ley mosaica. La escena podría dar lugar a confusión si se analiza con la sola razón humana: el anciano podría ser un viejo conocido de los jóvenes esposos, que se acerca a ellos para felicitarlos por el hijo recién nacido; los esposos, a su vez, al tiempo que reciben gustosos los cumplidos del anciano Simeón y le muestran orgullosos su primogénito, acuden al templo como tantos otros matrimonios hebreos que acuden a cumplir con los preceptos mosaicos. Sin embargo, nada más lejos de esto, pues no se trata de una mera escena familiar, aunque pueda parecerlo: el anciano Simeón es un profeta, que ha sido iluminado e instruido por el Espíritu Santo acerca del Mesías Salvador de Israel y de la humanidad; la joven madre que sostiene en sus brazos al niño recién nacido es la Madre de Dios; el frágil niño que tiene apenas días de nacido es Dios Hijo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que viene arropado en brazos de su Madre y oculto en el cuerpecillo de un niño; el esposo recio y viril que acompaña a la joven madre es solo su esposo legal, pues no es padre biológico del Niño, sino solo padre adoptivo, ya que el Niño ha sido concebido en las entrañas purísimas de la Virgen y Madre por obra del Espíritu de Dios y si bien ha nacido virginal y milagrosamente de su Madre y Virgen en el tiempo, ha sido engendrado en la eternidad en el seno de su Padre Dios, “entre esplendores sagrados”, como “Luz eterna de Luz eterna”.
         Aquí está la razón de la festividad de la Iglesia en este Domingo y de la expresión del anciano Simeón: iluminado por el Espíritu Santo, el anciano Simeón ve en el Niño Dios, llevado por la Virgen en sus brazos, no a un simple niño, sino al Niño Dios, es decir, a Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios; a Dios, que es Luz eterna que proviene de la Luz eterna que es Dios Padre, y que por eso resplandece con un brillo más esplendoroso que miles de millones de soles juntos. Simeón dice que “sus ojos han contemplado al Salvador”, que es “luz para iluminar a las naciones paganas y gloria del Pueblo de Israel”: el Niño que lleva la Virgen en sus brazos es el Salvador porque es Dios encarnado, es el Niño Dios, que luego en la Cruz entregará en sacrificio su Cuerpo y su Sangre para la salvación de los hombres, y ese Salvador es “luz que ilumina a las naciones paganas”, porque es Dios Hijo, engendrado por el Padre en su seno, desde la eternidad, y como el Padre es Luz y le comunica al Hijo de su Ser divino, el Hijo también es Luz eterna como el Padre, y así el Hijo que es Salvador, es Luz que es Vida eterna, que iluminará y vivificará a la humanidad entera, que vive en las tinieblas y en las sombras de muerte, las sombras del pecado y las sombras que son los ángeles caídos, los demonios. San Simeón dice también que ese Niño es la “gloria de Israel”, porque la gloria de Dios es luminosa, porque en la Sagrada Escritura la gloria divina es sinónimo de luz, de modo que así como el Niño será luz y vida eterna para los pueblos paganos, lo será también, y en primer lugar, para el Pueblo de Israel. Todo esto significa que quien contemple a este niño, como el anciano Simeón, será iluminado por el Niño Dios, puesto que es Luz, pero puesto que es Luz Eterna, es una Luz que al mismo tiempo es Vida y Vida eterna, es decir, es una luz que da vida, que vivifica, que comunica de la vida misma de Dios a todo aquel a quien ilumina. Y puesto que Dios, que es Luz y Vida, es también Amor, aquel que contemple a Cristo, recibirá su luz, su vida y su Amor, que es un amor eterno, porque es el amor mismo de Dios; es Dios, que es Amor. Pero lo opuesto también es verdad: todo aquel que se niegue a contemplar a Cristo, Luz del mundo, permanecerá en las tinieblas y sombras de muerte, en esta vida y en la otra, para siempre. Es por esto que el cristiano debe imitar al anciano Simeón: es piadoso, está en el templo, se acerca con amor y respeto a la Virgen, le pide a su Niño, lo toma entre sus brazos y lo adora con fe y con amor, para luego profetizar acerca del Niño, iluminado con la luz del Espíritu Santo.
         Pero el anciano Simeón profetiza no solo acerca del Niño, sino también acerca de la Madre, la cual participará de los amargos dolores que sufrirá su Hijo en su Pasión salvadora: “A ti, una espada de dolor te atravesará el corazón”, y esa sucederá cuando la Virgen, al pie de la Cruz, contemple la agonía y la muerte del Hijo de su Amor. Pero estas palabras de San Simeón, si para la Virgen constituyen la profecía del dolor más grande de su vida, un dolor que la hará morir en vida, para nosotros sin embargo constituyen la fuente de nuestra esperanza, porque son el fundamento de María como Corredentora, ya que significan que la Virgen se asociará con su dolor, al pie de la Cruz, a la Pasión redentora de su Hijo Jesús. Y como la Virgen es nuestra Madre por un don del Amor del Sagrado Corazón de Jesús, Ella querrá obtener nuestra salvación doblemente: por ser nuestra Madre celestial y por ser Corredentora.
         “Ahora Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto la salvación: luz de las naciones paganas y gloria de tu Pueblo Israel”. Lo que el anciano Simeón, iluminado por el Espíritu Santo, dice del Niño Dios que María sostiene entre sus brazos, lo debe decir el fiel católico, iluminado por la fe de la Iglesia, de la Eucaristía que el sacerdote ministerial sostiene en sus manos luego de la consagración, porque la Eucaristía es ese mismo Jesús Salvador, Luz de Dios que ilumina a las almas que viven en tinieblas mundo y les concede la Vida eterna. Así, lo que el Niño fue para el anciano Simeón, eso debe ser la Eucaristía para el cristiano: la luz que guíe los pasos de su vida terrena y la gloria que lo ilumine en la vida eterna, en los cielos.