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sábado, 2 de marzo de 2024

“No hagan de la Casa de Mi Padre una casa de comercio”

 


(Domingo III - TC - Ciclo B - 2024)

         “No hagan de la Casa de Mi Padre una casa de comercio” (Jn 2, 23-25). Jesús expulsa a los mercaderes del Templo, a aquellos que habían convertido un lugar sagrado en un lugar profano; expulsa a aquellos que habían olvidado al Verdadero Dios y lo habían intercambiado por el dios falso, el dios dinero. Jesús los expulsa y lo hace de modo violento, contrariando la imagen dulzona, bonachona, caricaturesca y falsamente pacifista que el modernismo eclesiástico ha introducido en el seno de la Iglesia Católica. El episodio de la expulsión de los mercaderes del Templo nos deja varias enseñanzas, una de ellas es que el cristianismo es pacífico, pero no pacifista, es decir, no es pacífico a ultranza, no busca la paz a cualquier precio, y mucho menos al precio de traicionar a la Verdad Revelada.

         Los judíos le piden a Jesús que les dé un signo para que justifique su obrar y Jesús les anticipa el signo de su Resurrección: “Destruyan este Templo -el templo que era su Cuerpo- y en tres días lo reconstruiré”. Jesús estaba hablando del Templo Sacratísimo de su Cuerpo, Morada Santa de la Trinidad: si ellos lo destruían, tal como lo iban a hacer por medio de la Pasión y la Crucifixión, Él, Jesús, con su Divino Poder, lo iba a reconstruir, con un esplendor divino, sobrenatural, visible, en tres días, al resucitar glorioso, al salir triunfante, vivo y glorioso, luego de derrotar para siempre a los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, la Muerte y el Pecado.

         Otro elemento que podemos observar en esta escena es el significado sobrenatural que tiene para la vida espiritual: el templo representa al cuerpo y el alma humanos, convertidos en Templo del Espíritu Santo por el Bautismo, pero el cual ha sido desfigurado y desnaturalizado por el hombre a causa del pecado y por haber perdido la gracia: así, las bestias irracionales -los bueyes, las palomas, las ovejas, etc.-, representan a las pasiones humanas -ira, envidia, gula, pereza, lujuria, etc.- que, sin el control de la razón y mucho menos de la gracia, toman el control e invaden el templo del Espíritu Santo, expulsando al Espíritu Santo; las necesidades fisiológicas de los animales -el excremento, la orina-, como así también el olor que emanan y los sonidos que emiten -balidos, mugidos, etc.-, todo lo cual afea y provoca repugnancia en un lugar sagrado como el templo, son una representación de la fealdad del pecado, tal como lo percibe Dios en su santidad y también de la repugnancia que a Dios le provoca el pecado en el alma del cristiano, de aquel a quien Él había elegido para ser su morada santa en la tierra y ahora, por propia decisión, lo expulsó de sí mismo para dar lugar al pecado; el dinero de los cambistas representa a la avaricia, al amor por el dinero, por el lujo, por la ostentación, por la riqueza material, todo lo cual ahoga al espíritu y lo vuelve incapaz del amor espiritual tanto hacia el prójimo como hacia Dios, contrariando el diseño original divino, de ahí la furia de Jesús, que ve cómo el corazón humano, creado por Él en unión con el Padre y el Espíritu Santo para que sea trono de Jesús Eucaristía, se convierte en la sede inmunda de un dios falso, el dios mamón, el dios dinero, el dios fabricado por el hombre, un dios que es falso pero que en su falsedad es tan poderoso para el hombre débil, que es capaz de doblegar al hombre y hacer que este lo adore, en lugar de que adore al Verdadero Dios, Jesús Eucaristía, por eso la advertencia de Jesús: “No se puede servir a Dios y al dinero”, porque el corazón humano es un trono que está hecho para un solo señor: o está en él Dios, Jesús Eucaristía, o está el dinero; no pueden coexistir los dos al mismo tiempo, porque como dice Jesús, se amará a uno y se aborrecerá al otro y viceversa. Las bestias y la fealdad que representan que las mismas estén en un lugar sagrado, dedicado a Dios, profanando el lugar sagrado y desacralizándolo, es decir, invirtiendo su cometido original que es adorar a Dios para adorar al Demonio, representan también el consumo de substancias nocivas -alcohol, drogas-, como la impresión de tatuajes en la piel, porque los tatuajes son un modo de consagración al demonio, aun cuando el que se realiza el tatuaje no tenga la intención ni el deseo de hacerlo, por eso es que el cristiano no debe realizarse ningún tatuaje, ni siquiera con motivos religiosos.

“No hagan de la Casa de Mi Padre una casa de comercio”. La expulsión de los mercaderes del Templo debe hacernos reflexionar en la condición de nuestros cuerpos y de nuestras almas como templos del Espíritu Santo y de nuestros corazones como altares y tronos de Jesús Eucaristía. No nos pertenecemos a nosotros mismos, somos propiedad de la Santísima Trinidad, no profanemos lo que es sagrado, lo que es propiedad de la Trinidad, la morada santa, conservemos nuestros corazones en gracia, para que sean en el tiempo y en la eternidad lo que Jesús, desde la eternidad, quiso que fueran: tronos de la Sagrada Eucaristía.

martes, 2 de noviembre de 2021

“Habéis convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones”

 


“Habéis convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones” (Jn 2, 13-22). Jesús llega a Jerusalén y al entrar en el templo, se da con la desagradable visión del templo convertido en un mercado de compra y venta de mercaderías, además de una casa de cambios monetarios. Esto desencadena la ira de Jesús, quien arma un látigo de cordeles y comienza a echar a los mercaderes del templo, a los vendedores de bueyes y palomas y a los cambistas con sus mesas, como lo relata el Evangelio. Mientras lleva a cabo su acción purificadora, Jesús da la razón de su ira: han convertido la Casa de su Padre, el Templo, en un mercado. En otras palabras, en donde se debe adorar a Dios, se adora el dinero.

Ahora bien, para entender un poco más el episodio del Evangelio y ver mejor el aspecto espiritual, debemos reemplazar todos los elementos naturales y reemplazarlos por elementos espirituales y sobrenaturales. Así, el Templo, es la “Casa del Padre” de Jesús, es decir, es la Casa de Dios y como tal, está destinado a la oración, a una función eminentemente espiritual y no al intercambio comercial; Jesús no es un mero rabbí, un maestro de la oración, sino el Hijo de Dios encarnado, a quien le pertenece, por herencia, el templo de su Padre y por lo tanto lo considera como algo suyo propio, lo cual justifica todavía más su reacción; la ira de Jesús, no es una ira pecaminosa, de ninguna manera, puesto que Jesús es Dios y en cuanto tal, no puede en absoluto cometer un pecado, por lo cual se trata de la justa ira de Dios; los mercaderes del templo representan a los cristianos que viven pensando sólo en esta vida terrena, sin preocuparse en lo más mínimo de la vida eterna y de la vida de la gracia; los animales –bueyes, palomas-, con su irracionalidad y su falta de higiene, representan a las pasiones del hombre que, sin la gracia de Dios, escapan al control de la ración y ensucian al alma haciéndolo caer en pecado; los cambistas de monedas representan a los cristianos que endiosan al dinero y a los bienes materiales, entronizándolos en sus corazones y desplazando a Dios del lugar que les corresponde.

“Habéis convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones”. La Justa Ira de Jesús no se detiene en los mercaderes del templo del episodio del Evangelio, puesto que también nosotros podemos caer en el  mismo error de los mercaderes y confundir, el lugar de oración y adoración a Dios Uno y Trino, con un lugar más entre tantos, en los que solamente se diferencia de los demás porque se celebran ceremonias religiosas y esto enciende la Justa Ira de Dios. La Justa Ira de Dios también se enciende cuando convertimos al cuerpo humano, templo del Espíritu Santo, en un templo profano y pagano en donde, en vez de adorar a Jesús Eucaristía y en vez de brillar la luz de la gracia, se adoran al dinero, a los placeres y se entroniza al pecado. Hagamos el propósito de mantener siempre impecable, en estado de gracia, el templo de Dios que es nuestro cuerpo y de que en nuestros altares, nuestros corazones, no se adore a nadie más que no sea el Cordero de Dios, Jesús Eucaristía.

 

sábado, 6 de marzo de 2021

“Jesús hizo un látigo (…) expulsó a los mercaderes del Templo”

 


(Domingo III - TC - Ciclo B – 2021)

         “Jesús hizo un látigo (…) expulsó a los mercaderes del Templo” (Jn 2, 13-25). El Evangelio nos muestra a un Jesús un tanto distinto al de otras ocasiones: aquí no es el Jesús misericordioso y bondadoso, que se compadece del dolor humano y cura enfermedades y resucita muertos. Aquí se trata de un Jesús distinto, el mismo Jesús, pero con una faceta no mostrada antes: su ira, que al ser la ira del Hombre-Dios, no es una ira en modo alguno pecaminosa, como la del hombre o la del demonio, sino que es la justa ira de Dios encarnado, encendida al comprobar en persona cómo el Templo ha sido convertido en una “cueva de ladrones” y en un refugio de animales, cuando la función central y única del Templo es el recogimiento del alma en el silencio y en la oración, para adorar a Dios en su altar. Es la perversión de esta función del Templo y también del altar lo que enciende la justa ira de Jesús, que así expulsa a los mercaderes, los cuales se habían apropiado de un lugar que no les pertenecía, para desarrollar actividades que no debían ser desarrolladas de ninguna manera en ese lugar sagrado.

La expulsión de los mercaderes del Templo fue un hecho real, es decir, sucedió en un tiempo determinado, pero es también una prefiguración de realidades celestiales y sobrenaturales. En efecto, en los mercaderes del Templo están prefigurados la ambición, la avaricia, la codicia, es decir, el deseo desordenado de los bienes materiales, que llega hasta el extremo de adorar al dinero, convirtiéndolo en un ídolo; los animales, con su irracionalidad y con sus funciones fisiológicas, representan a las pasiones desordenadas, que obran fuera del control tanto de la razón humana como de la gracia santificante; el Templo es figura del cuerpo del bautizado, predestinado por Dios para ser morada de la Santísima Trinidad y Templo del Espíritu Santo, en tanto que el corazón del hombre está prefigurado por el altar del Templo, en donde se debe adorar solo y exclusivamente al Cordero de Dios, Cristo Jesús. El deseo desordenado del dinero y las pasiones descontroladas son colocadas por el hombre pecador en el altar de su templo, es decir, en el corazón, para ser adorados, cuando el único que debe ser adorado en el corazón humano es Jesús Eucaristía.

Otro elemento que debemos considerar es que la expulsión de los mercaderes del Templo prefigura la acción de la gracia santificante, que restituye la función primigenia del corazón dada por la Trinidad, que es la adoración del Cordero Místico, el Hombre-Dios Jesucristo.

Cuando ingresa en nuestras almas por la gracia santificante, Jesús destruye nuestros ídolos –el dinero, el placer, el poder, el tener-; Jesús con su gracia domina y controla las pasiones desordenadas; Jesús con su gracia restituye la función primigenia del cuerpo del bautizado, que es ser “templo del Espíritu Santo” y “Casa de oración”; Jesús restituye la función del corazón del hombre, destinado por la gracia a ser altar en donde se adore al Cordero de Dios, Jesús Eucaristía.

Por último, la ira santa de Jesús es también prefiguración del Día de la Ira de Dios, el Día del Juicio Final, en el que Jesús, como Justo Juez, juzgará a la humanidad, conduciendo a los elegidos al Reino de Dios y condenando a los réprobos al Infierno eterno, en donde compartirán una eternidad de dolores y tormentos con los ángeles caídos y el cabecilla de los ángeles apóstatas, Satanás. Al contemplar esta escena de la expulsión de los mercaderes del Templo por parte de Jesús, pidamos la gracia de no encontrarnos a la izquierda de Jesús, entre los réprobos, en el Día del Juicio Final, para lo cual debemos hacer el propósito de vivir –y sobre todo morir- en estado de gracia santificante.

jueves, 12 de noviembre de 2020

“Ustedes han convertido Mi Casa en cueva de ladrones”

 


“Ustedes han convertido Mi Casa en cueva de ladrones” (cfr. Lc 19, 45-48). Jesús expulsa a los mercaderes del templo, acusándolos de haber convertido “Su” casa, en “cueva de ladrones”. Si observamos bien, no se trata de un exceso de celo por parte de un profeta o un hombre de bien, que ante la conversión del Templo en una feria, reacciona con exceso. De ninguna manera es un hombre santo el que expulsa a los mercaderes del Templo: es Dios en Persona quien lo hace y esto se deduce de las palabras de Jesús: “Mi Casa”. Es decir, Jesús no dice que el Templo sea la Casa de Dios, sino que, al citar la Escritura, se la aplica a Sí mismo y por eso lo que dice es que el Templo es “Su Casa”, porque Él es el Dueño del Templo de Dios, porque Jesús Es Dios. Entonces, en la expulsión de los mercaderes, no sólo hay una afirmación de que el Templo de Dios es Casa de oración y no de comercio, sino que hay una afirmación, implícita, de parte de Jesús, de que Él es Dios en Persona; de otro modo, no habría dicho “Mi Casa”, sino que habría dicho “la Casa de Dios”.

Los sacerdotes y escribas, habían permitido que los mercaderes se apoderaran del Templo y lo convirtieran en un mercado, en donde se vendían animales y se intercambiaban mercaderías y dinero. Al expulsarlos, Jesús devuelve, al Templo, su función única y original, que es la de ser “Casa de oración”.

Otro elemento que debemos ver en esta escena del Evangelio, es que está representada, en el Templo convertido en mercado, el alma con sus pasiones: en efecto, el alma ha sido creada para ser convertida, por el Bautismo, en Templo del Espíritu Santo, pero cuando el alma vive en pecado, el alma deja de cumplir su función de ser Templo del Espíritu Santo, para ser refugio de demonios, desde el momento en que no pueden convivir, en el alma, la santidad de Dios, con la malicia del pecado. Y sin la Presencia de Dios por la gracia, el alma se convierte en refugio de demonios y es dominada por las pasiones, simbolizadas estas por las bestias irracionales –lujuria- , por los cambistas de dinero –avaricia- y por los vendedores de mercancía –apego  a los bienes terrenales-.

“Ustedes han convertido Mi Casa en cueva de ladrones”. No permitamos que nuestra alma, convertida en Templo de Dios por el Bautismo, se convierta en “cueva de ladrones” y refugio de demonios; para ello, hagamos el propósito de evitar el pecado y de vivir en gracia de Dios.

sábado, 3 de marzo de 2018

“No hagan de la Casa de mi Padre una casa de comercio”



"Jesús expulsa a los mercaderes del Templo"
(Jean Jouvenet, 1706)

(Domingo III - TC - Ciclo B – 2018)

“No hagan de la Casa de mi Padre una casa de comercio” (Jn 2, 13-25). Subiendo a Jerusalén, cerca de la época de la Pascua de los judíos, Jesús entra en el Templo y encuentra allí a los “vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas”. El Evangelio relata que Jesús “hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: “Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio”.
Ante esta escena, nos preguntamos: ¿por qué esta reacción de Jesús? ¿Fue una reacción dictada por la pasión de la ira y por lo tanto, fue un pecado? La respuesta a la primera pregunta está en el pasaje de la Escritura recordado por los discípulos: “El celo por tu Casa me consumirá”. Jesús ama a su Padre Dios y reacciona así porque los judíos habían pervertido la religión y habían desplazado de sus corazones y del Templo al Dios verdadero, reemplazándolo por el dios dinero: habían convertido a la Casa de Dios en una casa de mercaderes; habían dejado de lado la oración, que es el diálogo filial y humilde del alma con Dios, por los diálogos humanos cuyo único fin es el intercambio de dinero y mercancías. La respuesta a la segunda pregunta es que, por un lado, Jesús tiene todo el derecho de reaccionar de esa manera, porque es el Templo es la Casa de su Padre Dios y, por otro lado, esta reacción no solo no es pecaminosa –era imposible de toda imposibilidad que Jesús pecara porque era Dios Tres veces Santo-, sino que es virtuosa, porque tiende a restaurar la injusticia que significa que el Templo de Dios sea dedicado a un fin –el comercio y el intercambio de dinero- que invierte, pervierte y deshonra el Templo, la Casa de su Padre Dios, al haber sido convertida en un lugar de venta de animales y mercancías y de intercambio de dinero.
Ahora bien, la reacción de indignación y de justa ira de Jesús no se limita al Templo del Antiguo Testamento, desde el momento en que el Templo prefigura otros templos que habrían de venir en el futuro, esto es, los templos del Nuevo Testamento, que no son únicamente los templos construidos por la mano humana, es decir, los templos materiales, como las iglesias parroquiales, sino ante todo los templos espirituales construidos por Dios Padre por medio de la gracia santificante donada en el Bautismo sacramental. El Templo del Antiguo Testamento, profanado por los mercaderes, es figura y anticipo de los templos del Nuevo Testamento, las iglesias materiales de la Iglesia Católica y los cuerpos de los bautizados en la Iglesia Católica.
En efecto, a partir del Bautismo sacramental, cada cuerpo del católico así bautizado, es convertido -desde el momento en que el sacerdote vierte agua sobre el bautizando y pronuncia las palabras del sacramento del bautismo- en un “templo del Espíritu Santo” (cfr. 1 Cor 6, 19), de manera que, así como podemos decir que el templo parroquial pertenece a Jesucristo Presente en el sagrario, así el cuerpo y el alma del bautizado, desde el bautismo, pertenecen al Espíritu Santo y esto, en el sentido más literal de la palabra. Cada bautizado, con su alma y su cuerpo, es templo del Espíritu Santo, es posesión del Espíritu Santo, es propiedad del Espíritu Santo porque cada bautizado ha sido comprado al precio altísimo de la Sangre Preciosísima del Cordero derramada en la Cruz –así como cuando una persona compra una casa, paga por ella y recibe una escritura en la que se certifica que es el nuevo propietario-. Dios Padre ha pagado un precio altísimo por cada cuerpo nuestro y nos ha rescatado de la esclavitud a la cual nos tenían sometidos el Demonio, el Pecado y la Muerte, de igual manera a como antes se compraba la libertad de los esclavos con oro o plata, solo que en este caso, el precio de nuestro rescate han sido la Vida y la Sangre del Cordero de Dios, sacrificado en el altar de la cruz. Que Dios Padre haya pagado por nuestros cuerpos significa que no somos nosotros propietarios de nuestro propio cuerpo, en el sentido de que no somos dueños de nuestros cuerpos. Para darnos una idea de qué es lo que se quiere expresar con este concepto, podemos hacer la siguiente analogía: imaginemos un templo cualquiera, como este, en el que estamos celebrando la Santa Misa. Es un templo material consagrado, es decir, una estructura sagrada, consagrada para el uso exclusivo de lo relativo al culto divino. No se puede en este templo, sin grave ofensa de la divina majestad, utilizarlo para fines profanos, como por ejemplo, organizar una fiesta, con música, luces multicolores, bailes mundanos, proyecciones inmorales en las paredes. Si esto hiciéramos, además de cometer una gravísima falta contra la divina majestad, demostraríamos que no hemos comprendido que el Templo es un lugar sagrado y que pertenece a Dios y no al hombre ni al mundo.
Lo mismo que sucede en el templo material, sucede análogamente con el templo que es el cuerpo y el alma: cuando tenemos un pensamiento, del orden que sea, es equivalente a proyectar imágenes en las paredes materiales del templo; cuando conversamos o escuchamos música, del género que sea, equivale a poner música en los parlantes del templo; cuando hablamos, del tema que sea, equivale a hablar en voz alta en el templo material. Si inundáramos el templo con bebidas alcohólicas y substancias tóxicas, eso equivale a ingerir alcohol en exceso y a ingerir substancias tóxicas en el cuerpo. Otro elemento a tener en cuenta y que es parte importante en el desencadenamiento de la ira de Jesús que termina por expulsar a los mercaderes del Templo, son los animales y cambistas de dinero: los animales, seres irracionales, representan a las pasiones del hombre sin el control de la razón iluminada por la gracia; los cambistas de dinero representan a su vez a la idolatría del hombre por el dinero.
“No hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio”. No hagamos del templo del Espíritu Santo, que es nuestro cuerpo, una casa de desenfreno y de idolatría. Jesús es el Único Dueño de nuestro templo, de nuestro cuerpo y de nuestra alma. Si profanamos nuestro cuerpo con substancias tóxicas, como el alcohol o la droga, o si profanamos nuestra mente y corazón con pensamientos inmorales o ateos y agnósticos, profanamos el templo de Dios y Jesús tiene todo el derecho a estar enojado e indignado con nosotros –así como se indignó con los fariseos y los mercaderes del Templo- y si bien es cierto que su Misericordia es infinita y que nos perdona nuestros pecados, también es cierto que no debemos abusar de la Divina Misericordia, porque Jesús también puede cansarse de nuestra falta de deseos de conversión, tal como lo hizo con los fariseos, los mercaderes y los cambistas del Templo.
“No hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio”. Dice San León Magno[1] que el tiempo de Cuaresma “es un tiempo de gracia, concedido por Dios a la Iglesia toda para que purifiquemos el Templo de Dios –el santo no se refiere a una mera limpieza del Templo material, que sí debe hacerse, sino ante todo, a la limpieza espiritual del templo del Espíritu Santo que es el cuerpo y el alma humanos-, para así poder recibir, en Pascuas, el don inmenso e inimaginable de la Resurrección, obtenido por Nuestro Señor Jesucristo en la cruz”. El mismo santo dice que “no son solamente los obispos, los sacerdotes o los ministros de los sacramentos (los que deben purificarse, sino) es el cuerpo de la Iglesia en su totalidad, es el conjunto de los fieles que debe purificarse de todo lo que lo mancha, para que el templo de Dios, cuyo fundamento es su fundador mismo (1 Cor 3, 11-16), sea embellecido en todas sus piedras y luminoso en todas sus partes”. Y lo que purifica, embellece y llena de perfume exquisito el templo de Dios que es el cuerpo humano, es la gracia santificante. Sin la gracia santificante, el templo de Dios está a oscuras, vacío del amor de Dios y con las pestilencias propias de la mundanidad. La purificación del templo de Dios que es el alma y el cuerpo humano, en el tiempo de Cuaresma, llevado a cabo por medio del  Sacramento de la Confesión -además de la oración, la penitencia, el ayuno y las obras de misericordia-, es un anticipo de la fiesta eterna que por la Misericordia Divina esperamos celebrar en el Reino de los cielos, por la eternidad, al final de nuestras vidas terrenas. Es para ese objetivo que –de modo especial en Cuaresma- cuidamos no solo de no profanar el Templo de Dios que es nuestro cuerpo y nuestra alma, sino de conservarlo siempre en estado de gracia santificante por medio de la Confesión sacramental y la Eucaristía.



[1] Cfr. San León el Grande, Sermón 48.

viernes, 27 de mayo de 2016

“No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado”


“No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado” (Mc 11, 11-26). Jesús expulsa a los mercaderes del templo, movido por una más que justa indignación e ira, y lo hace de modo intempestivo: “Jesús entró en el Templo y comenzó a echar a los que vendían y compraban en él. Derribó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas, y prohibió que transportaran cargas por el Templo”. La razón de su ira santa queda expuesta en sus propias palabras: “¿Acaso no está escrito: Mi Casa será llamada Casa de oración para todas las naciones? Pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones”. Y en el Evangelio de Juan dice: “Quitad esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado” (2, 13-25). Con su actitud y sus palabras, Jesús revela que Él es el Hijo de Dios, pues lo llama “mi Padre”, y es Dios como el Padre, puesto que llama al templo “mi Casa” y “Casa de mi Padre”. Queda así revelada su condición divina y la razón que justifica ampliamente su ira: a la Casa de Dios se va a orar, pero la han convertido en “mercado”, lo cual, además de constituir la compra-venta una acción extemporánea, por cuanto está fuera de lugar, ya que no es el lugar indicado para hacerlo, ofende a Dios porque expresa, en quien lo hace, la primacía del dinero por encima del amor debido a Dios.
Jesús actúa, por lo tanto, con toda justicia, desalojando a quienes, a sabiendas, han profanado “su Casa” y “Casa de su Padre”. Pero además del hecho real con su significación directa, hay un sentido figurado, puesto que cada elemento de la escena evangélica corresponde a una realidad sobrenatural: el templo representa el cuerpo y el alma del cristiano que, por la gracia, se convierte en “templo de Dios” y que, por el pecado, desplaza a Dios de su altar, el corazón, para entronizar algún ídolo, sea el dinero o algún amor profano y mundano; los animales irracionales –con la falta de higiene y la irracionalidad- representan, a su vez, a las pasiones que, sin el control de la razón y de la gracia, contribuyen a profanar el cuerpo y el alma del cristiano, “templo de Dios”; los cambistas con sus mesas de dinero, por último, representan a los cristianos que, seducidos por los bienes materiales, desplazan a Dios de sus corazones, emplazando en su lugar al dinero y sirviendo a Satanás, su dueño.

“No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado”. La advertencia de Jesús no es solo para los fariseos, sino sobre todo para nosotros. Estemos atentos, entonces, para no profanar el cuerpo y el alma, puesto que desde el Bautismo, han sido convertidos en templos de Dios, en donde inhabita el Espíritu Santo y en cuyo altar, que es el corazón, sólo debe ser adorado Jesús Eucaristía.

viernes, 6 de marzo de 2015

“Jesús expulsa a los mercaderes del templo”



(Domingo III - TC - Ciclo B – 2015)

          “Jesús expulsa a los mercaderes del templo” (cfr. Jn 2, 13-25). Jesús sube a Jerusalén y encuentra en el Templo a los vendedores de bueyes, de palomas y de ovejas y a los cambistas; hace un látigo de cuerdas, derriba las mesas de los cambistas, y los expulsa a todos a latigazos, mientras dice: “Saquen esto de aquí y no hagan de la Casa de mi Padre una casa de comercio”. La escena, real, tiene un significado espiritual, porque cada elemento de la escena evangélica, nos remite a una realidad sobrenatural. El templo representa el alma humana, que ha sido creada para ser morada de la divinidad; los animales irracionales, como los bueyes, las palomas y las ovejas, representan a las pasiones sin el control de la razón que dominan el corazón del hombre; los cambistas, con sus monedas de oro y plata, representan el apetito y la avidez del hombre por el dinero; los mercaderes, representan a los demonios, que por permisión del hombre, han entrado donde no debían entrar; Jesús, que los corre a latigazos, es el Dueño del templo, es decir, del alma, porque en cuanto Dios, es el Creador del alma, pero además, en cuanto Redentor y Santificador, es quien ha comprado y rescatado el alma al precio altísimo de su Sangre Preciosísima y es quien la ha consagrado como templo del Espíritu Santo y como morada de la Santísima Trinidad, convirtiendo el corazón en altar y sagrario de la Eucaristía, y esa es la razón por la cual estalla su indignación y su ira.
         En la escena evangélica Jesús estalla de ira porque los mercaderes de animales y los cambistas de dinero han usurpado el templo de su Padre, pervirtiendo el sentido originario y el fin primario y único para el cual el templo ha sido construido y consagrado, que es el de alabar y adorar al Dios Único y Verdadero. El templo de Jerusalén ha sido construido para que en su interior se escuchen solo oraciones y cantos de alabanzas, de adoración y de acción de gracias a Dios, por ser el Creador, y para que reine entre los hombres un sentimiento de fraternidad por ser todos miembros de un mismo Pueblo Elegido, congregado para alabar a su Dios y cantar las maravillas que su Dios ha hecho en favor de su Pueblo. Pero el hecho de que el templo esté ocupado con los mercaderes y sus animales y con los cambistas y sus mesas de dineros, trastoca y altera toda su finalidad y su sentido primigenio, porque en vez de reinar el silencio, necesario para elevar el alma a Dios, el aire se llena del estrépito de los gritos estentóreos de los cambistas de dinero que ofrecen sus ofertas y de los mugidos de los bueyes, de los arrullos de las palomas y de los balidos de las ovejas, además del griterío de la gente; a esto se le suma la incomodidad por el poco espacio y por el apretujamiento que se genera debido a la presencia de los animales y también la escasa higiene, ya que los animales, por naturaleza, son poco higiénicos y hacen sus necesidades fisiológicas en el lugar, contaminando y ensuciando el lugar sagrado, profanándolo de una manera escandalosa e inaceptable. Al ver esta escena, Jesús se indigna, se enfurece y se llena de santa ira –no de ira pecaminosa, porque Él es Dios y jamás podía pecar, por eso su ira no es pecaminosa, sino santa; es la santa ira de Dios-, porque los hombres han osado profanar el templo santo de su Padre, convirtiéndolo, de casa de oración, en “casa de comercio” y por eso mismo, hace un látigo de cuerdas, y los desaloja. En el fondo, subyace una apostasía silenciosa, porque han desplazado al Dios verdadero de sus corazones, reemplazándolo por el dios dinero, y ése es el motivo de la indignación y de la ira de Jesús.
Pero además, como decíamos al principio, la escena evangélica es actual, porque si bien sucedió en la realidad, cada elemento de la escena evangélica, representa una realidad sobrenatural, que nos compete a los cristianos, que somos los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido. Es así como debemos vernos representados en esta escena, porque el templo es figura del alma; los mercaderes, son figura de los demonios; los animales irracionales, son figura de las pasiones sin control de la razón, como por ejemplo, la ira, la lujuria, la pereza, la avaricia, la soberbia, la envidia, que se apoderan del templo, esto es, el alma; los cambistas, a su vez, representan, de modo particular, la avaricia y el apego desordenado al dinero y a los bienes materiales, en detrimento de los bienes eternos; Jesús, es el Dueño de nuestras almas, porque Él no solo ha creado el alma humana, cada alma, sino que las ha comprado, derramando su Sangre y las ha santificado, donando el Espíritu Santo sobre cada una de ellas, y es por eso que no puede tolerar que las pasiones sin control –la ira, la lujuria, la envidia, el egoísmo-, y el amor al dinero, representados en los mercaderes con animales y en los cambistas con sus mesas de dinero, se apoderen del alma. En el alma deben reinar los cantos y las alabanzas a Dios y se debe percibir el aroma y el perfume exquisito de la gracia, y el corazón debe ser un altar en donde se adore a Jesús Eucaristía, pero si en vez de eso se encuentran las pasiones, así el templo que es el alma, pierde su sentido original y único, que es el de alabar y adorar a Dios.

“Jesús expulsó a los mercaderes del templo”.  No dejemos entrar a los mercaderes con sus animales ni a los cambistas con sus mesas de dinero en nuestra alma; no permitamos que nuestra alma se convierta en una casa de comercio, en donde dominen las pasiones sin control y en donde el amor al dinero y el amor a las cosas materiales desplace el amor a Jesús Eucaristía; que nuestra alma, comprada al precio de la Sangre del Cordero, sea siempre un hermoso templo en donde solo se escuchen cantos de alabanza a Dios y de amor a los hermanos y en donde se adore, en el altar del corazón, a Jesús Eucaristía; que nuestra alma brille y resplandezca, en medio de las tinieblas del mundo, con la luz de la gracia, la luz de la Jerusalén celestial, la luz del Cordero (cfr. Ap 21, 23).

viernes, 9 de marzo de 2012

El cuerpo humano es templo del Espíritu Santo y no puede ser profanado



(Domingo III – TC – Ciclo B – 2012)
         “Habéis convertido la casa de mi Padre en una cueva de ladrones” (Jn 2, 13-25). Jesús expulsa a los mercaderes del templo y a los cambistas desparramando las mesas de dinero. La escena, real, representa simbólicamente realidades sobrenaturales: el templo representa al cuerpo, el alma y el corazón del bautizado, ya que San Pablo dice: "el cuerpo es templo del Espíritu Santo"; los animales, seres irracionales, representan a las pasiones desenfrenadas, es decir, a las pasiones que han escapado al control de la razón, que hacen que el hombre se degrade a un nivel más bajo que el de las bestias; el dinero de los cambistas representa la codicia, o sea el amor al dinero, que reemplaza en el corazón del hombre al verdadero amor, el amor a Dios.
Así como en la escena evangélica el templo es profanado por la presencia de los animales, que con su olor y sus necesidades fisiológicas corrompe el fin del templo, que es la adoración de Dios, así también el cuerpo humano cuando, fuera del control de la razón y de la gracia es dominado por las pasiones, es profanado y corrompido, puesto que el cuerpo es sagrado desde el momento en que ha sido adquirido por Cristo en la Cruz.
Y de la misma manera, así como el templo de los judíos era profanado por los cambistas, ya que el amor al dinero reemplazaba y ocupaba el lugar del amor a Dios, así también el corazón del hombre se corrompe por el dinero, cuando por amor a este se olvida de Dios: "No podéis servir a Dios y al dinero".
También la ira de Jesús, ira santa, desencadenada ante la vista de la profanación que del templo hacen los mercaderes y cambistas, es representativa y anticipa en el tiempo la justa ira de Dios Trinidad, cuando ve que el templo que ha sido adquirido al precio de la Sangre de su Hijo, es profanado por modas indecentes, impúdicas, rayanas en lo obsceno, y cuando ve que el hombre ama al dinero en vez de amarlo a Él, Dios Uno y Trino, dueño del templo, que es el corazón del hombre.
Hoy más que nunca, se repiten, semana a semana, las profanaciones que más encienden la ira divina, los ultrajes a los que los jóvenes someten a sus mismos cuerpos, intoxicándolos con alcohol, con estupefacientes, con toda clase de drogas; inundando sus cerebros y sus corazones con imágenes impuras de toda clase, ingresadas a través de la televisión o de internet, y comerciando con sus cuerpos, despreciando y pisoteando de esa manera la Sangre de Cristo, por medio de la cual han sido comprados.
"El cuerpo es templo del Espíritu Santo", dice San Pablo, y así como un templo material, consagrado, es decir, bendecido para que sirva de lugar de culto y de adoración al Dios verdadero, no puede ser convertido en una sala de cine en donde se vean espectáculos degradantes, ni en una discoteca, en donde se escuche música estridente y blasfema, o en un lugar de degradación moral, en donde se consuman todo tipo de substancias tóxicas, así tampoco el cuerpo del hombre, es decir, su corazón, que es templo del Espíritu Santo, puede ser convertido en una pantalla en donde desfilen imágenes pornográficas, indecentes, impuras; el cuerpo del hombre, su corazón, es templo de Dios, y por lo tanto no puede ser aturdido por música mundana, sacrílega, blasfema, y abiertamente satánica, como la que escucha la juventud de hoy: cumbia, wachiturros, música pop, Lady Gaga, rock en general; el cuerpo del hombre es templo del Espíritu Santo, el cual debe ser visto sólo por Dios, su Dueño, y no es para ser exhibido impúdicamente en público; el cuerpo del hombre es templo de Dios, y como tal debe estar limpio, inmaculado, resplandeciente, iluminado con la luz de la gracia y perfumado con el suave aroma de las virtudes de Cristo, las primeras entre todas, la caridad, la mansedumbre, la humildad y la pureza, y en cambio, por las pasiones sin control, se convierte en un lugar oscuro, sucio, maloliente, asiento de vicios y desórdenes de toda clase que ni siquiera están presentes en las bestias sin razón; el cuerpo es templo del hombre, y su corazón es el altar, en donde debe estar Jesús Eucaristía, para ser adorado y amado por sobre todas las cosas, y su alma debe ser luminoso nido de la dulce paloma del Espíritu Santo, y en cambio, es convertido su corazón en babeante y maloliente guarida de serpientes ponzoñosas y de todo tipo de alimañas tenebrosas.
“Habéis convertido la casa de mi Padre en una cueva de ladrones”, les dice Jesús, cuya ira divina se enciende al contemplar el profundo desprecio que los mercaderes, vendedores de palomas y cambistas hacen del templo de Dios, profanándolo al pervertir su fin original, la contemplación y adoración del Dios verdadero.
“Habéis convertido la casa de mi Padre en una cueva de ladrones”, dice también Jesús al hombre de hoy, sobre todo a la juventud, enceguecida por los falsos ídolos y por los atractivos del mundo, que son el anzuelo de Satanás, por medio de los cuales profanan sin ningún tipo de miramientos sus cuerpos, sus corazones, sus almas. 
Jesús experimentó ira –ira divina- al entrar en el templo y contemplar la profanación de la casa de su Padre.
¿Qué experimenta Jesús al entrar en las almas de quienes profanan sus cuerpos, templos del Espíritu Santo?