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viernes, 20 de diciembre de 2024

El Niño de Belén nos comunica la Luz y la Sabiduría de la Santísima Trinidad

 


(Domingo IV - TA - Ciclo C - 2024 – 2025)

         En la contemplación del hecho histórico del Nacimiento del Dios hecho Niño Dios en el Pesebre de Belén se deben tener en cuenta dos elementos: por un lado, las densas tinieblas espirituales que cubrían toda la tierra, como consecuencia de la dominación total y absoluta de la humanidad por parte del Príncipe de las tinieblas, la Serpiente Antigua, Satanás, el Ángel caído, el Diablo y también como consecuencia del estado de la humanidad, alejada de la gracia y con el pecado original; por otro lado, el otro elemento a considerar, es la Persona que nace en el Pesebre de Belén, porque ese Niño que nace en Belén no es un niño humano bueno; no es un niño santo, ni siquiera el niño más santo entre los niños santos: es el Dios Tres veces Santo, es la Santidad Increada en Sí misma, es el Hijo de Dios, encarnado en el seno purísimo de la Madre de Dios por obra del Espíritu Santo, es la Persona Segunda de la Trinidad, es una Persona Divina y no humana ni angélica y esto es esencial para tenerlo en cuenta, porque el Niño de Belén, al ser Dios Hijo, es Luz y Luz Eterna, es la Luz de la Jerusalén Celestial, es la Lámpara de la Jerusalén Celestial, de la cual habla el Apocalipsis, cuyo resplandor ilumina a los ángeles y a los santos y les comunica de la vida y de la gloria del Ser divino Trinitario, en los cielos eternos y ahora también en la tierra, a los hombres de buena voluntad que se acercan a adorarlo en el Portal de Belén.

De esta manera, al momento de producirse el Nacimiento del Niño Dios, la humanidad se encuentra sumergida “en tinieblas y sombras de muerte” (cfr. Lc 1, 79) y esas tinieblas y sombras de muerte son las tinieblas del pecado, que alejan al hombre de la Luz Divina de la Sabiduría de Dios y por otra parte las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, los demonios, los habitantes del Infierno, quienes desde su expulsión del Cielo vagan por la tierra buscando inocular en los corazones de los hombres el veneno mortal de la rebelión contra Dios Uno y Trino.

El Nacimiento del Niño de Belén supone un cambio radical de la situación, en favor de la humanidad, por cuanto Él viene a cumplir el plan de salvación trazado por la Trinidad Santísima desde la eternidad, plan que implica la derrota para siempre de los tres grandes enemigos del hombre, esto es, el demonio, el pecado y la muerte, a través de su Santo Sacrificio del Calvario, renovado luego incruenta y sacrificialmente en el tiempo por la liturgia eucarística, es decir, por la Santa Misa; el Niño de Belén es el Rey Victorioso del Apocalipsis, que en si en el Pesebre de Belén nace como un Niño desvalido y necesitado de todo, en el Día del Juicio Final viene cabalgando como Rey Triunfante al mando de miríadas de ángeles celestiales que en el Último Día vencerá definitivamente a la Serpiente Antigua, arrojándola al Lago de Fuego, vencerá también para siempre a la muerte con su resurrección y borrará el pecado con su Sangre Preciosísima, pero además concederá a los hombres la participación en la divinidad de su Ser divino trinitario mediante el don de la gracia santificante, concediendo a los hombres que crean en Él la gracia de la filiación divina y dándoles como herencia el Reino de los cielos. Ésta es la razón de nuestra verdadera y profunda alegría espiritual como católicos en Navidad: en el Portal de Belén se produce el milagroso Nacimiento de Dios hecho Niño, pero no es una alegría que surja de nuestros corazones, sino que se trata de una alegría que nos es comunicada por Aquel que es la Alegría Increada, precisamente, Aquel que es la Alegría Increada es el Niño de Belén, el Niño Dios, que en cuanto Dios, es Luz Eterna que vence a las tinieblas vivientes, a las tinieblas del pecado, a las tinieblas del error, a las tinieblas de la herejía, a las tinieblas del cisma y de la falsedad e ilumina nuestras almas con la Luz de la Sabiduría y de la gloria de la Trinidad, que es la gloria del Niño de Belén.

 


domingo, 14 de mayo de 2023

“Nadie os quitará vuestra alegría”

 


“Nadie os quitará vuestra alegría” (Jn 16, 20-23ª). La muerte de Jesús en la cruz provocará a los Apóstoles y a los discípulos una gran tristeza, pero luego esa tristeza se convertirá en alegría, cuando vean a Jesús resucitado. El motivo por el cual nadie les quitará la alegría, como les asegura Jesús, es que la alegría que experimentarán los Apóstoles y discípulos no es una alegría que se origine en el ser humano ni en causas humanas o naturales: la alegría será la Alegría que posee el Sagrado Corazón de Jesús, que por ser la Alegría de Dios, es una alegría “infinita” -como dice Santa Teresa de los Andes, Dios es Alegría Infinita-, es una alegría desconocida para el corazón humano, es una alegría profunda, espiritual, sobrenatural, celestial, precisamente, porque brota del Acto de Ser divino trinitario del Corazón de Jesús.

Puede suceder y sucede a menudo, que las penas, dolores, tribulaciones, fatigas, desilusiones, de esta vida terrena, provoquen en nosotros la pérdida de la alegría. Puede suceder también que busquemos recuperar la alegría, pero en cosas humanas o terrenas, que pueden darnos una alegría, pero que por el hecho de ser humana y terrena, será una alegría pasajera. Si queremos vivir la vida terrena en el seguimiento de Jesús por el Camino Real de la Cruz y si queremos vivir con la Alegría de Jesús resucitado, que es la Alegría de Dios, entonces no la busquemos allí donde no la encontraremos, es decir, no busquemos la alegría en el mundo, y mucho menos la alegría maligna del pecado: busquemos la Alegría del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús y para eso, recibamos la gracia del Sacramento de la Penitencia y postrémonos en adoración ante la Presencia Eucarística de Jesús, para luego recibirlo con fe, con piedad, con devoción y con amor, en la Sagrada Comunión. Así, aun en medio de las tribulaciones, dolores y penas de esta vida terrena, tendremos la Alegría de Jesús y nadie nos la quitará.

martes, 9 de mayo de 2023

“Cumplan los Mandamientos, vivan en mi Amor y tendrán alegría”

 


“Cumplan los Mandamientos, vivan en mi Amor y tendrán alegría” (Jn 15, 9-11). En estos tiempos en los que abundan los trastornos del ánimo, como la angustia, la depresión, la tristeza, y en los que se acuden al psicólogo y al psiquiatra como si fueran demiurgos capaces de solucionar la crisis existencial del ser humano por medio de sesiones de diván y medicamentos psiquiátricos, Nuestro Señor Jesucristo nos da lo que podríamos llamar la verdadera y única “fórmula” para la felicidad: cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios, vivir en su Amor, el Amor de Dios y así el alma se asegura, no de no tener problemas ni de sufrir tribulaciones, sino de poseer la alegría de Cristo, que no es una alegría más entre tantas, sino que es la Alegría de Dios, porque Cristo es Dios.

Muchos, incluso entre los cristianos, dejan de lado los Mandamientos de la Ley de Dios, porque los consideran como “pasados de moda”; muchos, incluso sacerdotes, critican y tildan de “rígidos” a los que tratan de cumplir los Mandamientos, instando a que vivan según sus propios sentimientos, según su propia voluntad. Sin embargo, esta receta, que aparentemente concede “liberación” al alma, lo único que hace, al dejar de lado la Ley de Dios y sus Mandamientos, es esclavizarlas al pecado y el pecado provoca amargura, dolor, soledad, alejamiento de Dios, oscuridad espiritual y tristeza en lo anímico, además de depresión y angustia. Podemos decir, con toda certeza, que la tristeza, la angustia, la depresión, la sensación de soledad, de abandono, de falta de sentido de la vida, se deriva de no seguir el consejo de Jesús, de cumplir los Mandamientos por amor a Él y la consecuencia de esto es que el alma se priva, voluntariamente, de la alegría de Dios. No significa esto que el cumplir los Mandamientos de Dios es la solución instantánea para todos los problemas y las tribulaciones que implican la existencia del hombre en la tierra, pero sí se puede decir que seguir el consejo de Jesús le concede al alma una serena alegría, aun en medio de los más intensos problemas y tribulaciones.

“Cumplan los Mandamientos, vivan en mi Amor y tendrán alegría”. Si el mundo siguiera estos simples consejos de Jesús, la vida en la tierra sería un anticipo de la vida eterna en el Reino de los cielos.

viernes, 2 de abril de 2021

Lunes de la Octava de Pascua

 



(Ciclo B – 2021)

         “Alegraos” (Mt 28, 8-15). La primera palabra de Jesús resucitado, registrada en los Evangelios, está dirigida a las santas mujeres de Jerusalén y es una orden perentoria: “Alegraos”. Ante esta orden de Jesús, surge la pregunta: ¿por qué Jesús manda a sus discípulos a que se alegren? El interrogante surge también porque las santas mujeres, luego de recibir el anuncio del Ángel de la resurrección de Jesús, ya estaban alegres y así lo dice el Evangelio: “(Luego de escuchar al Ángel) las mujeres se marcharon del sepulcro llenas de alegría”. Es decir, ellas escuchan al Ángel el anuncio de que Jesús ha resucitado y se “llenan” de alegría, según el Evangelio y es en ese momento en el que Jesús les sale al encuentro y les ordena, sobre la alegría que tienen, que se alegren todavía más: “Alegraos”. La pregunta es: ¿por qué razón Jesús manda la alegría, si ellas ya estaban alegres? Porque la alegría que experimentaban las santas mujeres era una alegría que, en el fondo, todavía no era la alegría de Dios y no era la alegría de Dios, porque era una alegría surgida en sus corazones por la noticia de la resurrección de Jesús, comunicada sí por un mensajero divino, un ángel, pero no dejaba de ser una alegría todavía humana, como por ejemplo, la alegría de un padre o una madre que se enteran que su hijo, al que por algún motivo creían muerto, está en realidad vivo. Es decir, la alegría que experimentan las santas mujeres, al recibir la noticia de parte del Ángel, no deja de ser una alegría que es de carácter humano.

La alegría que manda Jesús es, por el contrario, una alegría distinta: es una alegría que no se origina en el corazón humano, como cuando este escucha una buena noticia, una noticia alegre: la alegría que manda Jesús es de origen celestial, divino, sobrenatural, porque es la Alegría que no solo la experimenta Él, sino que es la Alegría que es Él, porque Él, en cuanto Dios Hijo, es la Alegría Increada en Sí misma y la Causa Increada de toda alegría participada a las creaturas, sean humanas o angélicas. La Alegría con la que manda Jesús a alegrarse a las santas mujeres –y a toda la Iglesia universal- es la Alegría que brota, como de una fuente inagotable, de su Ser divino trinitario y por eso es una alegría nueva, desconocida para el ser humano, porque es una alegría de origen divino. Es, en realidad, Dios mismo, que es “Alegría Infinita”, como dice Santa Teresa de los Andes. La Alegría con la que manda Jesús alegrarnos, no es la alegría de origen humano, como cuando alguien recibe la noticia de que un ser querido suyo, al que suponía muerto, en realidad está vivo: es algo infinitamente más grande que eso, es una alegría infinitamente más sublime que una buena noticia de origen humano: es la Alegría que brota del Ser divino trinitario, que es en Sí mismo Alegría Infinita, Eterna e Increada. Con esa Alegría quiere Jesús que nos alegremos en la Pascua y esa Alegría, la que brota de su Sagrado Corazón –Alegría eterna, infinita, inagotable, celestial, sobrenatural- es la que nos comunica en cada Comunión Eucarística.

miércoles, 31 de marzo de 2021

Santa Misa de la Vigilia Pascual

 



(Ciclo B – 2021)

          “Alegraos” (Mt 28, 1-10). La primera palabra pronunciada por Jesús resucitado invita al alma a la alegría: “Alegraos”, les dice a las santas mujeres de Jerusalén. Ellas habían ido acongojadas, apenadas, entristecidas, porque en sus ojos, en su memoria, en sus mentes y en sus corazones estaban todavía vivas y frescas las escenas dolorosas y penosas del Viernes Santo; no solo todavía recordaban el dolor y la tristeza de ver a Jesús flagelado, crucificado y muerto en la cruz, sino que ese dolor y esa tristeza era lo único que ellas podían experimentar. El dolor y el llanto por la muerte de Jesús en el Viernes Santo, más las penas y las lágrimas del luto y del duelo del Sábado Santo, embargaba sus mentes y sus corazones, al punto tal que no podían experimentar otra cosa que tristeza, dolor y amargura.

         Pero cuando Jesús, resucitado y glorioso, se les aparece en las primeras horas del Domingo de Resurrección, les da una orden, que se alegren: “Alegraos”. En un instante, ante la orden de Jesús y ante la contemplación de su figura gloriosa y resucitada, resplandeciente con la luz divina, el dolor y la tristeza, el llanto y la amargura del Viernes Santo y del Sábado Santo desaparecen, para dar paso a una alegría desbordante. Las santas mujeres, sin siquiera saber lo que les sucede, obedecen a Jesús ante su orden: “Alegraos”. Jesús les manda alegrarse y ellas obedecen, pero no se trata de una alegría fingida, ni forzada; no se trata de una alegría que se origine en las realidades de este mundo. Precisamente, porque es una alegría que no se origina en este mundo, es que ellas se alegran. Este mundo solo presentaba para ellas dolor, tristeza y llanto; ahora, ante la vista de Jesús resucitado, experimentan algo desconocido, una alegría desconocida. ¿De qué alegría se trata? Se trata de una alegría celestial, sobrenatural, divina, originada en Dios Uno y Trino, quien es la Alegría Increada en Sí misma y la causa de toda alegría santa, participada por las creaturas, sean hombres o ángeles. Santa Teresa de los Andes dice que “Dios es Alegría infinita” y es así, porque como dijimos, Él es la Alegría Increada. ¿Qué alegría provoca Jesús? Jesús nos concede su misma alegría, la alegría que reina en su Sagrado Corazón, que es la Alegría de Dios, que es Dios, que es Alegría en Sí misma. La alegría que produce al alma ver a Jesús resucitado se debe a diferentes causas: es la alegría de saber que Jesús, al resucitar, venció para siempre a nuestros tres grandes enemigos, los enemigos mortales de la humanidad: el Demonio, el Pecado y la Muerte; es la alegría de saber que esos tres grandes enemigos, al ser vencidos por Jesús, ya no tienen poder sobre nosotros: por la gracia de Jesús, el Demonio huye del alma que está en gracia; por la gracia de Jesús, el alma que está en gracia no cae si es fiel a la gracia; por la gracia de Jesús, la muerte se convierte en un mero umbral que conduce al Reino de los cielos, porque quien muere en gracia pasa, a través de la muerte, a ser glorificado en los cielos. La alegría que produce Jesús es la alegría de saber que aunque somos pecadores y débiles, nos asiste su gracia, para que no caigamos en la tentación y así acrecentemos cada vez más la gracia, que luego se convertirá en gloria. La alegría que produce Jesús es la alegría de saber que, aunque la muerte nos separe de nuestros seres queridos, somos hechos partícipes, por la gracia, de su Resurrección y sí, aunque hayan muerto nuestros seres queridos y aunque nosotros mismos hayamos de morir, nos queda la firme esperanza de que por su gracia y su misericordia nos reencontraremos, para ya nunca más separarnos, en la felicidad eterna del Reino de los cielos. La alegría que produce Jesús es saber que, aunque el Demonio causa terror y espanto en las almas, ya no tiene poder sobre la humanidad que está en gracia y que ante un alma en gracia, huye como un animal aterrorizado. La alegría que produce Jesús es la de saber que esta vida terrena, que es un “valle de lágrimas”, que está llena de tribulaciones, de dolores, de enfermedad y de muerte, dará paso a la gloria eterna del Reino de los cielos, cuyas puertas han sido abiertas para nosotros gracias a la Sangre del Cordero derramada en la Santa Cruz del Calvario el Viernes Santo.

         Por último, la alegría que produce Jesús es la de saber que, aunque aun vivimos en este valle de lágrimas y tribulaciones, tenemos el consuelo de su Presencia Sacramental, en la Sagrada Eucaristía, en donde Jesús está vivo, glorioso y resucitado, esperándonos en el Sagrario para comunicarnos de su misma Alegría, para darnos la alegría de saber que “estos hierros y estos dolores”, como grafica Santa Teresa de Ávila a esta vida y a este cuerpo terrenos, serán sublimados un día en un cuerpo y un alma glorificados, si perseveramos en gracia y si morimos en gracia.

         “Alegraos”, les dice Jesús a las Santas Mujeres de Jerusalén; “Alegraos”, nos dice Jesús desde la Eucaristía a nosotros, el Nuevo Pueblo Elegido, que peregrina por el desierto de la historia y de la vida humana hacia la Jerusalén celestial. Jesús viene a nuestro encuentro en la Eucaristía, vayamos nosotros a buscarlo en el Sagrario, en la Eucaristía, para recibir de Él la Alegría divina, eterna, sobrenatural, celestial, de su Sagrado Corazón Eucarístico, para luego transmitir esta alegría a nuestros hermanos, diciéndoles: “¡Alegrémonos! ¡Jesús ha resucitado, está vivo y glorioso en la Eucaristía, y nos espera en el Sagrario para darnos la Alegría de su Sagrado Corazón Eucarístico!”.

 

domingo, 20 de diciembre de 2020

Octava de Navidad 7

 



(Ciclo B – 2020)

         En la Navidad, la Iglesia exulta por el Nacimiento de Dios Hijo encarnado, que ingresa desde la eternidad en un pobre Portal de Belén. Se alegra ante todo su Madre, la Virgen Santísima, que es Virgen y es Madre de Dios; se alegra su Padre adoptivo, San José, varón casto, puro y santo; se alegran los Pastores, que acuden a adorar al Niño que está recostado en un pesebre, porque ese Niño es Dios y es el Salvador de los hombres. Por el Nacimiento del Niño Dios, se alegra la Iglesia, se alegra la Virgen, se alegra San José, se alegran los Pastores. Pero hay un grupo más –y muy numerosos- de seres que se alegran por el Nacimiento del Salvador: los Ángeles de Dios. En efecto, los Ángeles, los que permanecieron fieles a Dios y su voluntad de Amor, se alegran en el Cielo, porque en el Cielo contemplan cara a cara a Dios Uno y Trino, que es Alegría Infinita y Causa de toda alegría creada y participada. Desde el Nacimiento, los Ángeles de Dios seguirán adorando a Dios, pero ahora oculto en la naturaleza humana, en el cuerpo humano de ese Niño que se llama Jesús y además de seguir adorándolo en la tierra, los Ángeles de Dios se alegran porque su Dios, el Dios al que adoran en los Cielos, se ha encarnado y ha nacido y se manifiesta a los hombres como un Niño recién nacido. Los Ángeles de Dios se alegran porque El que es la Alegría Increada en sí misma, Dios infinito, se ha encarnado y ha nacido en un pobre Portal de Belén: se alegran por Dios en Sí mismo, porque Él es, como hemos dicho, la Alegría Increada en sí misma, pero los Ángeles se alegran también por los hombres, porque si Dios se ha encarnado y ha nacido y ha venido al tiempo y a la tierra de los hombres, como un Niño recién nacido, es para comunicar a los hombres la Buena Noticia de la Salvación, porque ese Niño, cuando sea ya adulto, subirá a la Cruz del Calvario para extender sus brazos en la Cruz y vencer para siempre a los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, el Pecado y la Muerte. Y no sólo eso: Dios, que ha nacido como un Niño, y que vence en la Cruz a los enemigos mortales de los hombres, en un exceso de Amor de su Corazón misericordioso, concederá a los hombres la gracia divina, la cual los hará participar de su naturaleza divina, de su ser divino trinitario, de su vida divina y de su alegría divina. A partir del Nacimiento del Niño Dios, los hombres tienen un verdadero motivo de alegría celestial y es que ha nacido el Redentor, quien luego de derrotar a los enemigos de la humanidad, conducirá a los hombres al Reino celestial, en donde los amigos e hijos de Dios gozarán de la Alegría de contemplar a la Trinidad por toda la eternidad. Por esto es que se alegran los Ángeles de Dios, al contemplar al Niño de Belén.

jueves, 28 de mayo de 2020

Solemnidad de Pentecostés


Archivo:Maino Pentecostés, 1620-1625. Museo del Prado.jpg ...

(Ciclo A – 2020)

         “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 19-23). Jesús resucitado sopla el Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en oración y esta recepción del Espíritu Santo por parte de la Iglesia es lo que se conoce como “Pentecostés”.
         Ahora bien, una vez enviado por Jesucristo resucitado, ¿qué hará el Espíritu Santo en la Iglesia?
         Las acciones y funciones del Espíritu Santo serán múltiples y diversas, actuando en todos los niveles de la Iglesia:
         -Establecerá el Sacramento de la Penitencia para el perdón de los pecados y esto es así desde el momento en el que Jesús dice: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.
         -Santificará las almas: “Tomará de lo mío y se lo dará a ustedes” y lo propio de Jesucristo es la santidad, por lo que el Espíritu Santo, Espíritu Santificador por antonomasia, que es al igual que Cristo la Santidad Increada, santificará las almas de los fieles que lo reciban, luego de ser quitado el pecado.
         -Les recordará todo lo que Jesús les ha dicho: hasta antes de recibir el Espíritu Santo, los discípulos no tenían una clara comprensión de las palabras de Jesús, ni del misterio de su Persona divina, ni de su misterio pascual de muerte y resurrección. Prueba de esto son las actitudes de tristeza y desolación que experimentan los discípulos de Emaús, antes de reconocerlo, y la tristeza y el llanto de María Magdalena a la entrada del sepulcro, también antes de reconocerlo. Será el Espíritu Santo quien les recordará que Jesús había dicho que Él era Dios Hijo encarnado y que en cuanto tal, “al tercer día habría de resucitar”; será el Espíritu Santo quien les recuerde que Jesús había prometido vencer a la muerte, resucitando al tercer día.
         -Convencerá al mundo “de un pecado, de una justicia y de una condena”: será el Espíritu Santo quien revelará la existencia del pecado, tanto el original como el habitual, que hacen imposible la santidad del hombre y lo hacen indigno de entrar en el Cielo: a quienes ilumine el Espíritu Santo, estos tomarán aversión al pecado, lo rechazarán con todas sus fuerzas y desearán la santidad que el Espíritu Santo concede; el Espíritu Santo hará resplandecer la Justicia de Dios, porque por el Sacrificio en Cruz de Jesús el pecado ha sido derrotado y la gracia se ha desbordado desde el Corazón traspasado de Jesús en la Cruz, inundando al mundo con la Misericordia Divina; el Espíritu Santo hará ver al mundo una condena, la condena eterna de la Serpiente Antigua, el Diablo o Satanás, el Ángel caído, que por la muerte en Cruz de Jesús ha sido vencido para siempre y condenado para la eternidad en los Infiernos, de donde nunca más habrá de salir.
         -Los llenará de una fuerza y un valor desconocidos: hasta el don del Espíritu Santo, los discípulos estaban “con las puertas cerradas”, por “miedo a los judíos”; a partir del don de Fortaleza concedido a la Iglesia
         -Iluminará las mentes con la luz de Dios y encenderá los corazones en el Amor de Dios, para que la Iglesia Naciente pueda comprender el misterio de Jesús, que es el misterio no de un hombre santo, sino el misterio de Dios hecho hombre, es el misterio de Dios, es el misterio de la Encarnación del Verbo de Dios; el Espíritu Santo hará saber a los hombres que Cristo es la Segunda Persona de la Trinidad encarnada y los hará enamorar de su Presencia Personal en la Eucaristía.
-Espíritu Santo conducirá a la Iglesia al Corazón de Cristo y de ahí al Padre: “Nadie va al Padre sino es por Mí”, dice Jesús y Jesús dona al Espíritu Santo para que sea el Espíritu Santo quien lleve a la Iglesia a su Sagrado Corazón y de allí al seno del Padre, que es algo infinitamente más grande y glorioso que el mismo Reino de los cielos.       
Por último, el Espíritu Santo colmará de alegría a la Iglesia: ya inmediatamente después de ver a Jesús resucitado y de recibir el Espíritu Santo, los discípulos “se llenan de alegría”, pero no se trata de una alegría mundana; no se trata de una alegría terrena, pasajera, superficial; se trata de una alegría desconocida por los hombres, porque es la alegría que brota de su Ser divino trinitario; es una alegría que es participación de Él mismo, que es en Sí mismo la Alegría Increada.
Jesús –junto al Padre- sopla el Espíritu Santo sobre la Iglesia que, con la Virgen a la cabeza, se encuentra en oración, implorando el don del Espíritu de Dios para la Iglesia.


viernes, 10 de abril de 2020

Martes de la Octava de Pascua



(Ciclo A – 2020)

“Mujer, ¿por qué lloras?” (Jn 20, 11-18). Cuando Jesús resucitado se le aparece a María Magdalena, la discípula se encuentra agobiada por la tristeza, la cual se expresa en el llanto que la invade. La razón de su llanto es que ella piensa que Jesús no solo no ha resucitado, sino que continúa muerto y que el cadáver de Jesús ha sido transportado fuera del sepulcro por algún desconocido. La causa última de la tristeza y el llanto de María Magdalena es su fe, débil y vacilante como una pequeña llama de una candela, en las palabras de Jesús: Él había prometido resucitar al tercer día, cumplió con esta promesa y ahora se encuentra delante de ella, pero ella sigue sin creer en sus palabras. Por esto llora María Magdalena: porque a pesar de amar a Jesús, no termina de creer en las palabras de Jesús, cree que está muerto y que no ha resucitado.
Pero este estado de tristeza y llanto cambian radical y substancialmente luego del encuentro personal de María Magdalena con Jesús resucitado: a pesar de preguntarle la causa de su llanto, Jesús sabe ya la respuesta, sabe que es por la débil fe de su discípula. Por eso, lo que hace Jesús es infundirle el Espíritu Santo, el cual le permitirá a María Magdalena no sólo reconocer a Jesús llamándolo “Rabboní” o “Maestro”, sino que le comunicará de la misma alegría divina, una alegría sobrenatural que brota del Ser divino trinitario de Jesús. La alegría que comunica el Espíritu Santo no es, evidentemente, una alegría de origen mundano, sino divino y sobrenatural, porque hace al alma partícipe del Ser divino trinitario, el cual es la Alegría Increada en sí misma, según las palabras de Santa Teresa de los Andes: “Dios es Alegría infinita”.
El Espíritu Santo, infundido por Jesús en María Magdalena, la ilumina primero en su intelecto, de manera tal que María Magdalena ya no sólo no lo confunde más con el jardinero, como al inicio del encuentro con Jesús, sino que es capaz de reconocer, ahora sobrenaturalmente, a Jesús resucitado. Y luego del conocimiento de Jesús resucitado, viene la alegría, que es, como dijimos, participación en la alegría sobrenatural del Ser divino. Sin esta luz del Espíritu Santo, el alma es incapaz de reconocer a Jesús resucitado: piensa que Jesús está muerto -al igual que María Magdalena al inicio- y por lo tanto se hace incapaz de participar de la alegría divina.
“Mujer, ¿por qué lloras?”. Muchas veces, en la vida cotidiana, al dejarnos arrastrar por las situaciones existenciales, perdemos de vista la resurrección de Jesús y es entonces cuando invade al alma la tristeza e incluso el llanto. Sólo cuando Jesús resucitado, desde la Eucaristía, nos infunde el Espíritu Santo, sólo entonces el alma se desprende de la tristeza de una vida con un horizonte puramente humano, para elevarse y alegrarse con la alegría misma de Dios Trino, alegría que se deriva de saber que Jesús ha resucitado y que Él nos espera en el Cielo para allí comunicarnos, de manera plena y definitiva, su Alegría, la alegría misma de Dios Hijo, encarnado, muerto y resucitado por nuestra salvación.

domingo, 22 de diciembre de 2019

Navidad 23 de diciembre 2019


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            “¿Qué será este niño?” (Lc 1, 57-66). Para comprender este Evangelio –para saber quién llegará a ser el Bautista-, es necesario leerlo a la luz del Evangelio de la Visitación, en donde se dice que “El niño saltó de alegría al oír el saludo de María” (cfr. Lc 1, 39-45). La Santísima Virgen, que ha concebido por obra del Espíritu al Verbo de Dios, va a visitar a Santa Isabel, quien también está encinta. Cuando el niño que lleva Isabel escucha la voz de la Virgen, salta de alegría en su seno y este hecho no puede explicarse sino por un hecho sobrenatural, por la acción del Espíritu Santo.
          La Santísima Virgen no es portadora de un niño santo: Ella es la portadora del Verbo Eterno del Padre; Ella es quien trae a la tierra a la Palabra del Padre eternamente pronunciada, encarnada en su seno por el Santo Espíritu de Dios; la Virgen es la Custodia Viviente que lleva en su seno purísimo al Hijo de Dios, al Logos Eterno del Padre, a la Palabra eternamente pronunciada, generado, no creado, en el seno del Padre desde siglos sin fin y encarnado en el tiempo en el seno virgen de María.
          “El niño saltó de alegría al oír el saludo de María”. El movimiento que implica el salto del Bautista en el seno de Isabel no es un movimiento entre tantos, de los que experimentan las madres que están embarazadas: se trata de un movimiento especial, originado no en la fisiología o en el cuerpo del Bautista, sino en la alegría que le comunica el Espíritu Santo al escuchar la voz de la Virgen. El Bautista salta de alegría cuando escucha la voz de la Virgen y quien le hace escuchar la voz de la Virgen no como la voz de un humano, sino como la voz de la Madre de Dios –es lo que explica la alegría del Bautista- es el Santo Espíritu de Dios, como ya dijimos. No se trata de una alegría más entre tantas, ni es una alegría que se origina en causas terrenas: es una alegría sobrenatural, que no se origina en este mundo, sino en el Espíritu Santo y en la Virgen, como portadora de Aquel que es la Alegría Increada, Cristo Jesús.
          “El niño saltó de alegría al oír el saludo de María”. La causa de la alegría del Bautista, y que será el núcleo de su prédica cuando adulto, es que la Virgen, Aurora y Estrella de la Mañana que anuncia el fin de la noche y la llegada del día, porta con Ella al Sol de justicia, Cristo Jesús; Es la Virgen quien nos anuncia que con Ella viene, en su seno, la Luz eterna del Padre, que ha venido a iluminar, con la luz de su gracia y de su gloria, a nuestro mundo que vive inmerso “en tinieblas y en sombras de muerte”.
“El niño saltó de alegría al oír el saludo de María”. Juan el Bautista se alegra porque escucha a la voz de la Virgen que anuncia su Visita y, con Ella, la Visita del Hijo de Dios; sin embargo, no debe ser sólo él quien se alegre por el saludo de la Virgen: todo cristiano, al escuchar por medio de la Iglesia el anuncio de la Llegada del Niño Dios que prolonga su Encarnación en cada Eucaristía, debe saltar de alegría como el Bautista en el seno de Isabel. Por la Virgen viene al mundo el Verbo Encarnado; por la Iglesia viene al mundo ese mismo Verbo Encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía.
          La alegría de la Navidad debe estar causada e impregnada por la misma alegría sobrenatural del Bautista y no por una alegría mundana y pasajera –fiestas, regalos, banquetes-, porque se trata de una alegría que viene del cielo y es traída por la potencia del Espíritu Santo. Y por la potencia del Espíritu Santo, se renueva cada vez sobre el altar el prodigio que el Espíritu hizo en María: así como el Espíritu llevó al Hijo del Padre y lo encarnó en las entrañas virginales de María Santísima, así el Espíritu Santo, por su poder, realiza la prolongación de la encarnación del Verbo en el seno de María Iglesia, el altar eucarístico, para que el Hijo de Dios, presente en la Eucaristía, nazca en los corazones que lo reciban con amor, fe y gracia.
“El niño saltó de alegría al oír el saludo de María”. Al escuchar el anuncio de la Iglesia de la llegada del Verbo de Dios, por las palabras de la consagración, los cristianos, al igual que el Bautista, deberíamos saltar de alegría al saber que María Iglesia nos trae en cada misa al Verbo de Dios, a Dios Niño, oculto bajo las apariencias de pan, así como ayer estuvo oculto bajo la forma de un niño humano.
          La alegría del encuentro con Cristo Eucaristía, que viene al alma por la acción de María Iglesia, debe ser la verdadera alegría del católico en Navidad.