jueves, 31 de marzo de 2022

Solemnidad del Domingo de Ramos

 


(Domingo de Ramos - Ciclo C – 2022)

         El Domingo de Ramos la Iglesia conmemora el día en el que Jesús ingresa en la Ciudad Santa, Jerusalén, montado en un borrico o cría de asno. En este episodio se destacan, por un lado, el ingreso de Jerusalén y, por otro, el entusiasmo y la alegría de todos los habitantes de Jerusalén. En lo que respecta a Jesús, ingresa pacíficamente, montado en una cría de asno. Ingresa luego de proclamarse Él mismo como Hijo de Dios, igual al Padre y como Único Camino que conduce al Padre; ingresa luego de haber realizado innumerables milagros, signos y prodigios en toda Palestina; ingresa luego de haber profetizado su Pasión, Muerte y Resurrección, es decir, su misterio pascual, por medio del cual habría de salvar a toda la humanidad. A pesar de que Él es Rey de reyes y Señor de señores; a pesar de que Él es Dios Omnipotente y que tiene a su mando legiones innumerables de ángeles, a pesar de eso, Jesús no ingresa en la Ciudad Santa al modo como lo hacen los gobernantes de la tierra, con todo el esplendor, la pompa y el honor con el que se auto-homenajean: Jesús, de acuerdo con su Ser divino trinitario, en el que residen la Bondad, el Amor y la Mansedumbre, ingresa en Jerusalén de modo manso, pacífico y humilde, sin hacer ninguna ostentación, sin otra presentación que las palabras de sabiduría divina que ha pronunciado en los pueblos y calles de Palestina y los milagros de toda clase que ha realizado con todos los habitantes de Judea y Palestina. Esto es un primer elemento que se destaca en el Evangelio de hoy.

         Por otro lado, se destaca el comportamiento de los habitantes de Jerusalén ante el ingreso de Jesús: están todos los habitantes, sin faltar ninguno, porque a todos a concedido Jesús algún milagro, alguna curación, algún don; todos los habitantes de Jerusalén, desde el más pequeño hasta el más anciano, están alegres, exultantes, gozosos, porque todos recuerdan lo que Jesús hizo por todos y cada uno de ellos y este recuerdo de los milagros y dones de Jesús, son la causa de la aclamación de Jesús como Mesías: todos proclaman públicamente a Jesús como al Mesías de Dios, como al Enviado por Dios para la salvación: “Hosanna al Mesías”. Y en señal de reconocimiento y alegría, extienden palmas a su paso.

         Ahora bien, este ingreso triunfal de Jesús en Jerusalén, no debe contemplarse sin hacer referencia a lo que sucederá días después, el Viernes Santo: los mismos habitantes de la Ciudad Santa, que el Domingo de Ramos lo reciben con gozo y alegría, cantando hosannas y agitando palmas en su honor, serán los mismos que, el Viernes Santo, lo expulsarán de la Ciudad Santa, luego de condenarlo injustamente a muerte; los mismos que recibieron solo bienes y milagros de parte de Jesús, serán los que lo conducirán al Calvario, le cargarán la cruz sobre sus hombros y a lo largo de todo el Via Crucis, lo seguirán con insultos, blasfemias, gritos de odio, además de salivarlo, golpearlo con puños y puntapiés, dándole trompadas y empujones.

         ¿Por qué este cambio radical en los habitantes de Jerusalén? El Domingo de Ramos lo reciben con alegría, pero el Viernes Santo lo expulsan con odio. Una explicación a este cambio radical es lo que la Escritura llama: “misterio de iniquidad”, es decir, el misterio de maldad que anida en lo más profundo del corazón del hombre como consecuencia del pecado original.

         Ahora bien, otro aspecto que hay que tener en cuenta es que el suceso del Domingo de Ramos y también el Viernes Santo, hacen referencia a todos y cada uno de nosotros. En efecto, en la Ciudad Santa está representada el alma de cada bautizado; el ingreso de Jesús es cuando Jesús entra en el alma por la Eucaristía; el reconocimiento como Mesías es el reconocimiento del alma hacia Jesús como Mesías y Salvador; la alegría de los habitantes de Jerusalén es la alegría del alma por la recepción de la gracia. El Domingo de Ramos representa al alma en gracia, la Ciudad Santa, que recibe a su Mesías, Jesús, con gozo y alegría.

         El Viernes Santo, por su parte, representa a esa misma alma que, habiendo recibido la gracia santificante, expulsa a Jesús de su corazón por medio del pecado mortal: de la misma manera a como los habitantes de Jerusalén expulsaron a Jesús el Viernes Santo para crucificarlo, así por el pecado mortal el alma expulsa a Jesús de su corazón y lo vuelve a crucificar. Entonces, si los habitantes de Jerusalén actúan en forma tan contradictoria con Jesús, en ellos debemos vernos reflejados nosotros mismos, porque nosotros, con nuestros pecados, expulsamos a Jesús de nuestros corazones. Teniendo en cuenta esto, debemos hacer el propósito de que nuestros corazones sean como la Ciudad Santa, Jerusalén, el día del Domingo de Ramos, es decir, que reconozcamos a Jesús como a nuestro Salvador y le agradezcamos su Amor infinito por nosotros, que vivamos en la alegría que concede la gracia y que nunca expulsemos de nuestros corazones, por causa del pecado, a nuestro Redentor, el Hombre-Dios Jesucristo.

        

domingo, 27 de marzo de 2022

“Tus pecados son perdonados, vete y no peques más”

 


(Domingo V - TC - Ciclo B – 2022)

         “Tus pecados son perdonados, vete y no peques más” (Jn 8, 11). En esta escena del Evangelio Jesús detiene la lapidación a la que estaba siendo sometida una mujer pecadora. Por esta razón, podemos meditar, por un lado, acerca de la obra de Jesús en la pecadora pública –muchos dicen que es María Magdalena, antes de su conversión- y, por otro, acerca de la actitud de los fariseos. Con respecto a la mujer pecadora, Jesús salva a la mujer pecadora doblemente, en su cuerpo, al evitar la lapidación y sobre todo en su espíritu, al perdonarle sus pecados y concederle su gracia santificante al alma de la mujer. La salva en su cuerpo y en su vida terrena porque detiene a aquellos que querían aplicar la salvaje costumbre de esos tiempos, de lapidar hasta la muerte a quien era encontrado en pecado –el mártir San Esteban, sin cometer pecado, es lapidado también hasta la muerte-; Jesús los detiene no con la fuerza física, sino con la fuerza de la argumentación de la Sabiduría divina: si todos tienen pecados, ¿por qué razón lapidar a la mujer? Siguiendo esta lógica, todos deberían ser lapidados, porque todos los hombres tienen el pecado original y todos cometen pecados todos los días, hasta el más justo, según la Escritura: “El justo peca siete veces al día”. Jesús también salva el alma de la mujer pecadora, porque le perdona los pecados con su poder divino, le concede la gracia santificante y desde ese momento, la mujer queda predestinada a la vida eterna. De ahora en más, dependerá de ella corresponder a la gracia, alejándose del pecado, tal como le dice Jesús: “Tus pecados están perdonados, vete y no peques más”, para así poder ingresar al Reino de Dios en la vida eterna. De hecho, así lo hizo, porque según la Tradición, esta mujer pecadora es María Magdalena, quien después del encuentro con Jesús y después de recibir su perdón, abandonó por completo su vida de pecado y acompañó al Señor Jesús en su tarea de predicar el Evangelio, junto a las otras santas mujeres de Jerusalén.

         El otro aspecto sobre el que podemos meditar es el de la actitud de los fariseos en relación a la mujer pecadora: se comportan en relación a ella en forma diametralmente opuesta a la del Hombre-Dios Jesucristo: si Jesucristo la trata con compasión, perdonando sus pecados y salvando su vida, los fariseos se comportan de modo inmisericordioso, con una actitud fría y dura de corazón, ya que no solo no perdonan el comportamiento de la mujer –no podían perdonar los pecados, pero podrían haberla dejado seguir su camino, luego de advertirle acerca de su mala conducta, para que se corrija-, sino que pretenden quitarle la vida. En este aspecto, demuestran los fariseos un comportamiento salvaje –la lapidación- pero también hipócrita y cínica: es salvaje, porque la lapidación es una costumbre vigente en la época de Jesús entre los pueblos semíticos -y que continúa siendo actual en ciertas regiones donde se practica el islamismo-, pero es también hipócrita y cínica por dos motivos: porque también se debería castigar al varón, que es igualmente culpable de adulterio y no se hace y por otra parte, porque como dice Jesús, “nadie está exento de pecado y de culpa” y por eso, nadie puede levantar la mano para castigar a otro, desde el momento en que todos los hombres nacemos con el pecado original.

         “Tus pecados son perdonados, vete y no peques más”. En la mujer pecadora, debemos vernos a nosotros mismos, porque todos somos pecadores; en el perdón de Jesús, está prefigurado y anticipado el perdón que todos nosotros recibimos de Jesús en cada confesión sacramental; en la actitud de los fariseos, debemos ver si no estamos representados nosotros mismos, porque es verdad que tenemos tendencia a condenar con dureza de corazón al prójimo, pero somos incapaces de ver el propio pecado, como lo hacen los fariseos. Debemos tener mucho cuidado de no comportarnos como los fariseos, que levantan la mano para condenar el pecado del prójimo, pero se cuidan mucho de no decir nada sobre sus propios pecados. El Evangelio nos enseña entonces en la Persona de Jesús cuán grande es la Misericordia Divina, que perdona todos nuestros pecados; nos enseña, en María Magdalena, que nuestros pecados nos llevan a la muerte eterna y que para librarnos de ellos, debemos acudir al Sacramento de la Confesión, haciendo el propósito de no volver nunca más a cometer el pecado del cual nos confesamos; por último, nos enseña que no debemos ser como los fariseos, es decir, no debemos condenar a nuestros prójimos, sino ser misericordiosos como Jesús, porque también nosotros somos pecadores y si lapidamos a nuestro prójimo con la lengua, también nosotros seremos lapidados con la lengua, de la misma manera.

         “Tus pecados son perdonados, vete y no peques más”. Que el perdón y el amor que recibimos de Jesús en cada Confesión Sacramental, haga crecer en nuestras almas, cada vez más, el Amor a Jesús Eucaristía, tal como ocurrió con María Magdalena.

sábado, 19 de marzo de 2022

“Si no se convierten, todos ustedes perecerán”

 


(Domingo III - TC - Ciclo B – 2022)

         “Si no se convierten, todos ustedes perecerán” (Lc 13, 1-9). Jesús advierte a sus discípulos y a todo aquel que lo escucha, que es necesaria la conversión; de lo contrario, quien no se convierta, perecerá, es decir, morirá. Entre otros, utiliza un hecho que había sucedido hacía poco, el  desplome de una torre, en la que habían fallecido dieciocho personas. Utiliza este ejemplo, porque era creencia general –como lo es también ahora- que si alguien sufría una desgracia –en este caso, la muerte por aplastamiento, aunque podría ser también una enfermedad o algo por el estilo-, era porque esa persona era muy pecadora y por eso le sucedía algo malo. Para dejar de lado esa creencia errónea, que conlleva a decir: “Si a mí no me pasa nada malo, es porque no soy malo, no tengo necesidad de conversión”, es que Jesús advierte que todos necesitamos de conversión: “Si no se convierten, todos ustedes perecerán”. Entonces, con su advertencia, Jesús deja claro que no es que si a alguien le sucede algo malo, era porque era pecador o malo y necesitaba conversión: Jesús advierte que todos, independientemente de si nos pasa o no algo mal, necesitamos convertirnos; en caso contrario, si no nos convertimos, pereceremos.

         Entonces, aquí viene la necesaria pregunta: en qué consiste la conversión que quiere Jesús, y de qué muerte está hablando Jesús, porque la conversión nos librará de la muerte, porque pasada al positivo, la frase sería: “Si se convierten, no perecerán”.

         Ante todo, la conversión que quiere Jesús es la conversión del corazón, porque nuestro corazón humano está contaminado por el pecado original y ha quedado inclinado al mal y eso es lo que se llama “concupiscencia”. A esto se refiere la Escritura cuando dice: “Hago el mal que no quiero y no hago el bien que quiero”. Y también: “El espíritu es fuerte pero la carne es débil”. En otras palabras, por la concupiscencia, por la inclinación al mal consecuencia del pecado original, es más fácil para nosotros hacer el mal que el bien; creer en el error antes que la verdad, porque hacer el bien y creer en la verdad conllevan esfuerzo y sacrificio. Pensemos en las atrocidades de la guerra que está llevando a cabo el comunismo en Ucrania: ¿cuánto tiempo les llevó a los ucranianos levantar veinte hospitales? Con toda seguridad, años y años de esfuerzos y de dinero. ¿Cuánto tiempo les llevó a los comunistas rusos destruir por completo esos veinte hospitales? Unos cuantos minutos. Y así con todo: es más fácil hacer el mal que el bien, por eso muchos se inclinan por el mal obrar. Por esta razón, Jesús nos dice que es necesaria la conversión del corazón, es decir, dejar de obrar el mal, para obrar la misericordia, la caridad, la compasión, el perdón, la paciencia, la humildad, la generosidad. Esta conversión no se logra de un día para otro: es necesaria la gracia santificante, la oración, el ayuno y las obras de misericordia.

         La otra pregunta es relativa a qué clase de muerte se refiere Jesús: “Si no se convierten, todos ustedes perecerán”. Está claro que no se está refiriendo a la muerte terrena, es decir, Jesús no nos dice que si nos convertimos, no vamos a sufrir la muerte terrena, porque es experiencia de todos los días que alguien que es bueno, aun siendo bueno, muere. La conversión no nos libra de la muerte terrena, sino de otra muerte, la llamada “segunda muerte” y es la muerte eterna o eterna condenación en el Infierno. En el Infierno, los condenados, luego de morir a la vida terrena en estado de pecado mortal, sufren una segunda muerte, aun cuando estén vivos y condenados en el Infierno, porque están privados de la gracia, que es la vida de Dios, para siempre. A esta muerte es a la que se refiere Jesús, la eterna condenación en el Infierno y es de esta muerte de la que sí nos libra la conversión, porque la conversión nos lleva a evitar el pecado y a desear vivir y morir en gracia.

         “Si no se convierten, todos ustedes perecerán”. Hagamos el propósito, en esta Cuaresma, de alejarnos del pecado y todavía más, de las ocasiones del pecado, para que así la gracia, la oración y las obras de misericordia, conviertan nuestro corazón a Jesús Eucaristía; de esta manera, no solo no pereceremos, sino que viviremos eternamente en la feliz eternidad del Reino de Dios.

martes, 15 de marzo de 2022

“Mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida”

 


(Domingo IV - TC - Ciclo B - 2022)

         “Mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida” (Lc 15, 1-3. 11-32).  En la parábola del hijo pródigo, cada elemento de la parábola hace referencia a un misterio sobrenatural. Así, el padre de la parábola es Dios Padre; el hijo pródigo es el cristiano que, habiendo sido creado por Dios, fue adoptado como hijo por Dios Padre al recibir la gracia de la filiación divina en el Bautismo; la herencia o riqueza malgastada del hijo pródigo es la gracia santificante, que se pierde por causa del pecado; la situación de carestía en la que se encuentra el hijo pródigo luego de malgastar su fortuna, la gracia, es el estado en el que queda el alma luego de cometido el pecado, puesto que queda desolada en la profundidad de su ser, al perder la unión vital con Dios que le concedía la gracia; el deseo que el hijo pródigo experimenta, en ese estado de desolación, de regresar a la casa del padre, es la gracia de la conversión perfecta del corazón, la contrición, es decir, es cuando el alma experimenta un profundo dolor interior, de orden espiritual, al tomar conciencia de su malicia al obrar contra su Padre, Dios; el regreso a la casa del padre y el abrazo y beso con que éste lo recibe, representan al Amor de Dios, que se derrama por medio de la Sangre de Cristo en cada Confesión sacramental, concediendo el perdón de los pecados y el don de la Divina Misericordia trinitaria, que no quiere que ninguno de sus hijos se pierda, sino que se convierta y salve su alma; la fiesta que organiza el padre, con comida exquisita y buena música, representan la alegría del Cielo y sus habitantes -participación de la Alegría de Dios, que es Alegría Infinita- cuando se produce la conversión de un pecador en la tierra, porque ese pecador arrepentido ha dejado de lado el camino que lo llevaba a la eterna perdición y ha elegido el camino de la eterna salvación, el seguimiento de Cristo por el Camino Real de la Cruz; los elementos con los cuales el padre de la parábola adorna a su hijo, revelan que el padre trata a su hijo pródigo, no como a un siervo, sino como a un verdadero hijo, porque son todos signos que revelan filiación: el anillo, la vestimenta, las sandalias, porque nada de esto usan los siervos, sino solo aquel que es hijo verdaderamente. Finalmente, todo esto demuestra, por un lado, la insensatez del pecado –sobre todo, el pecado mortal-, que hace perder al cristiano la unión vital con la Trinidad; por otro lado, demuestra el inmenso Amor que el Padre tiene por sus hijos adoptivos, nosotros, los bautizados católicos, porque en el hijo pródigo estamos representados aquellos que hemos sido adoptados como hijos por Dios, hemos pecado y luego hemos recibido el Sacramento de la Penitencia.

         “Mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida”. El amor y la misericordia del padre de la parábola para con su hijo pródigo se hacen realidad ontológica, celestial y sobrenatural en el Sacramento de la Penitencia y en la Eucaristía: por el Sacramento de la Penitencia, Dios Padre derrama sobre nosotros la Sangre de su Hijo amado, Jesucristo y limpia nuestros pecados y nos devuelve la gracia santificante, colmándonos con su Amor; por el Sacramento de la Eucaristía, Dios Padre nos alimenta con un alimento exquisito, la Carne del Cordero, asada en el Fuego del Espíritu Santo, de manera que cada vez que nos alimentamos con el Pan del Altar, nuestras almas y corazones se ven inundados con el Amor Misericordioso del Padre, Cristo Jesús.     

viernes, 11 de marzo de 2022

“Mientras oraba su Rostro resplandeció y sus vestiduras brillaban como el sol”



(Domingo II-  TC - Ciclo B - 2022)

         “Mientras oraba su Rostro resplandeció y sus vestiduras brillaban como el sol” (Lc 9, 28b-36). Jesús sube al Monte Tabor a orar y lleva consigo a Santiago, Pedro y Juan. El Evangelio relata que, mientras oraba, el Rostro de Jesús, toda su humanidad y sus vestiduras, resplandecían como el sol. Esto es lo que se conoce como “Transfiguración del Señor”.

         ¿Qué significa la Transfiguración? Ante todo, en la Transfiguración, lo que la caracteriza es la luz que envuelve a Jesús. Ahora bien, esta luz no es una luz conocida por el hombre, en el sentido de que no se trata de la luz del sol, ni de ninguna luz artificial, como podría ser la luz que emite un cirio encendido. Tampoco la luz con la que Jesús resplandece en el Monte Tabor es una luz que provenga de afuera, del exterior de Jesús: es una luz que surge desde dentro de Jesús, no de su Cuerpo, sino de su Ser divino trinitario, porque el Ser divino trinitario es Luz Eterna, Increada, por esencia. La luz con la que Jesús resplandece en el Monte Tabor es la luz del Ser divino de la Santísima Trinidad, es la luz que tienen en común el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y puesto que Jesús es la Segunda Persona de la Trinidad, esta luz es algo que le pertenece a Él y brota de Él, de su Ser divino. Todavía más, podemos decir que Jesús es Él en Sí mismo la Luz de Dios, porque Él es Dios Hijo en Persona. Es por esto que Jesús dice de Sí mismo: “Yo Soy la luz del mundo”. Entonces, no es una luz que Jesús reciba desde fuera, sino una luz que brota desde lo más profundo de su Ser divino trinitario. Esta luz tiene la particularidad de que es viva y por eso, comunica de la vida divina trinitaria a quien ilumina y también glorifica a quien ilumina, porque en las Escrituras, la luz es símbolo de la gloria divina y en este caso, es la misma gloria de Dios Uno y Trino, la que se manifiesta a través de la humanidad santísima de Jesús como luz. Esto es lo que explica también que, quien se acerca a Jesús, es iluminado por Jesús y es vivificado con la vida divina trinitaria, la vida misma de la Santísima Trinidad. Por esta razón, no da lo mismo acercarse o no acercarse a Jesús: quien se acerca, es iluminado y glorificado por Él; quien no se acerca a Jesús, vive inmerso en las más profundas tinieblas espirituales. Con relación a esto último, debemos recordar que para nosotros, los católicos, Jesús se encuentra en el Cielo, glorioso y resplandeciente con la luz del Tabor, Luz Eterna e Increada y que refleja la gloria del Ser divino trinitario, pero también se encuentra aquí, en la tierra, en el sagrario, en la Eucaristía, porque en la Eucaristía se encuentra Él con su Cuerpo glorioso y resucitado, resplandeciente con la luz divina de la Trinidad. Por esto mismo, quien se acerca a Jesús Eucaristía, es iluminado y vivificado por Jesús; quien no se acerca a Jesús Eucaristía –quien no lo recibe en gracia en la Comunión, quien no hace adoración eucarística-, no recibe ni la luz ni la vida de la Trinidad, que Él comunica a quienes a quienes lo aman y lo reciben en la Hostia consagrada con fe, con piedad y sobre todo con amor. Finalmente, la razón por la cual Jesús se Transfigura en el Monte Tabor, es decir, la razón por la cual se cubre de luz divina, es para que sus discípulos no desfallezcan cuando lo vean cubierto de Sangre en el Calvario, es para que ellos se acuerden, en el Calvario, que ese mismo Jesús cubierto de sangre, es el mismo Jesús que resplandeció con la luz de la gloria divina en el Monte Tabor.

         “Mientras oraba su Rostro resplandeció y sus vestiduras brillaban como el sol”. Si queremos resplandecer con la luz de la gloria divina, por toda la eternidad, en la vida eterna, marchemos detrás de Jesús, cargando con la cruz, en dirección al Calvario, para morir al hombre viejo y renacer al hombre nuevo, al hombre que vive iluminado en su espíritu con la luz de la gracia, participación a la luz de la Trinidad.


miércoles, 2 de marzo de 2022

“El Espíritu de Dios llevó a Jesús al desierto (…) el espíritu demoníaco tentó a Jesús”

 


(Domingo I - TC - Ciclo B – 2022)

         “El Espíritu de Dios llevó a Jesús al desierto (…) el espíritu demoníaco tentó a Jesús” (cfr. Lc 4, 1-13). En este Evangelio se contraponen en forma antagónica las acciones de los dos espíritus: el Espíritu de Dios y el espíritu demoníaco. El Espíritu de Dios lleva a Jesús al desierto, un lugar que naturalmente es poco atractivo para el ser humano debido a sus características: el desierto se asocia a desolación, soledad, tristeza, temperaturas extremas –calor extremo en el día y frío extremo en la noche-, peligro –presencia de víboras, serpientes, escorpiones-, sed –ausencia o carestía extrema de agua-, hambre –en el desierto es imposible la caza o el cultivo-. Por otro lado, el espíritu demoníaco, es decir, Satanás, el Ángel caído, le propone a la naturaleza humana del Hijo de Dios encarnado, las tentaciones, es decir, aquello que provoca satisfacción en el hombre caído, el hombre pecador. Con respecto a las tentaciones, hay que decir que Jesús no podía jamás caer en pecado, aun cuando la tentación fuera la más fuerte de todas y esto porque Jesús de Nazareth es Dios Hijo en Persona y Dios no puede pecar porque Él es la Gracia Increada, por eso la tarea del demonio es en vano, es inútil.

         “El Espíritu de Dios llevó a Jesús al desierto (…) el espíritu demoníaco tentó a Jesús”. En el Evangelio entonces se contraponen dos espíritus, el Espíritu de Dios y el espíritu demoníaco, Satanás, el Ángel caído y los dos interactúan con la naturaleza humana de Jesús con objetivos distintos: uno, el Espíritu de Dios, lo lleva al desierto para que la naturaleza humana de Jesús, por medio de la mortificación y el sufrimiento que implica, se fortalezca; el otro, el espíritu satánico, obra sobre la naturaleza humana de Jesús para, mediante el falso deleite de las pasiones, haga caer en el pecado a Jesús, lo cual es imposible que suceda, pero el Demonio lo intenta de todas formas, porque la naturaleza humana de Jesús está unida al Ser divino trinitario, que es de donde brota, como una fuente de agua cristalina, la Gracia Increada.

“El Espíritu de Dios llevó a Jesús al desierto (…) el espíritu demoníaco tentó a Jesús”. A diferencia de Jesús, que no podía pecar porque Él es el Hombre-Dios, nosotros sí podemos pecar; de hecho, nacemos con el pecado original y somos tentados desde que comenzamos a existir, hasta el último segundo de nuestra vida terrena y esto lo puede experimentar cada uno, porque llevamos la marca del pecado original en el alma. Lo que nos enseña Jesús es que, aun cuando la tentación fuera muy grande, la más grande que pueda soportar nuestra humanidad, si somos sostenidos por la gracia santificante, nunca caeremos en pecado y así la tentación se volverá no ocasión de caída, sino ocasión de crecimiento en la gracia, lo cual quiere decir crecimiento en el Amor de Dios. Las tentaciones de Jesús nos enseñan que la tentación puede ser vencida, pero solo con la gracia de Dios, además de la oración y el ayuno y esto lo vemos en Jesús: Jesús ES la Gracia Increada, ora al Padre en el Espíritu Santo y hace ayuno, no de un día o dos, sino de cuarenta días. Nuestro espíritu humano es sometido a la tentación desde que comienza a existir, hasta que deja esta vida terrena, pero lo que Jesús nos enseña es que la tentación no necesariamente finaliza en el pecado, sino que, con la ayuda de la gracia, la oración y el ayuno, se puede convertir en ocasión de crecimiento en el Amor de Dios.

Viernes después de Cenizas

 


         “Que la austeridad penitencial nos ayude en el combate cristiano contra el mal”. Esto reza la Iglesia en la Liturgia de las Horas en las Laudes del Jueves de Cenizas y de esta manera nos da las razones por las cuales, como cristianos, debemos vivir el tiempo litúrgico de la Cuaresma haciendo penitencia. ¿Qué significa este “combate cristiano contra el mal? Para saber la respuesta, debemos reflexionar acerca de qué es lo que entendemos por “mal”, porque la penitencia cuaresmal se orienta a combatir el mal. Podemos decir que hay dos tipos de males: el pecado como mal de la persona y el mal personificado, el mal que define a una persona y este es el Ángel caído, Satanás. Entonces, cuando decimos que la penitencia y la austeridad cuaresmal nos ayudan en el “combate cristiano contra el mal”, estamos haciendo referencia a estos dos tipos de males, el pecado como mal personal y el Demonio como mal personificado en una persona angélica, el Ángel Apóstata.

         Con relación al pecado personal podemos encontrar en las Escrituras qué es lo que el mismo Dios quiere que combatamos en nosotros. Por ejemplo, en Isaías 58, 1-12, Dios dice así por boca del profeta: “El día del ayuno buscáis vuestro interés y apremiáis a vuestros servidores; mirad: ayunáis entre riñas y disputas, dando puñetazos sin piedad”. Dios nos hace ver que lo que debemos combatir a través del ayuno y la penitencia es el pecado personal, que es el mal que surge en el corazón y que luego se traduce en obras malas: egoísmo, riñas, disputas, las cuales no necesariamente son físicas, sino ante todo de orden moral, como la calumnia y la difamación, males inmensamente peores que los golpes físicos.

         Éste es entonces el primer mal a combatir, el pecado como mal personal.

         El segundo mal a combatir es el mal personificado, podríamos decir, el mal convertido en persona y es el Ángel caído, Satanás, quien ronda a nuestro alrededor buscando la ocasión de hacernos caer para arrastrarnos con él a la eterna perdición. La Escritura lo describe como “león rugiente que anda buscando a quién devorar”. Por supuesto que no debemos creer que todo el mal personal que cometemos se debe a la acción del demonio, porque en la mayoría de las veces el demonio no tiene necesidad de tomarse el trabajo de tentarnos, ya que solos nos precipitamos en el pecado.

         “Que la austeridad penitencial nos ayude en el combate cristiano contra el mal”. Nuestro combate –“combate es la vida del hombre en la tierra”, dice el libro de Job- entonces no es contra el prójimo, sino contra nosotros mismos, en la tendencia al mal que llevamos, como consecuencia del pecado original y es contra el demonio, contra el Príncipe de las tinieblas. Y como es un combate cristiano, no usamos armas materiales, sino espirituales: la oración, los sacramentos, la adoración eucarística, el santo crucifijo, los sacramentales. Sólo así no sólo combatiremos el mal, sino que obraremos el bien, la misericordia corporal y espiritual, que nos abre las puertas del cielo.

martes, 1 de marzo de 2022

Jueves después de Cenizas

 



         “Cuando les quiten al Esposo, entonces sí ayunarán” (cfr. Mt 9, 14-15). El tema central de este Evangelio es el ayuno: así como los amigos del esposo humano no ayunan, porque están alegres por él y por eso festejan alegremente con manjares, para expresar así su alegría por la alegría del esposo, así también los católicos –amigos del Esposo, Cristo-, se alegran por su desposorio místico con la Iglesia –la Iglesia Católica, obviamente- y no hacen ayuno, porque están con el Esposo, están con Cristo en su misión de predicar el Evangelio. Sin embargo, advierte Jesús, el Esposo les será quitado a sus amigos –es el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo-, entonces sí ayunarán, porque estarán entristecidos porque ya no están con el Esposo. Ésta es la situación de la Iglesia en el tiempo terreno y durará hasta el fin del tiempo, hasta el Día del Juicio Final, porque si bien el Esposo, Cristo, está en el Tabernario, en el sagrario, en la Eucaristía, en estado de gloria, con el mismo Cuerpo glorioso y resucitado con el que está en el cielo, la Iglesia vive como en el exilio, sin la Presencia visible del Señor Jesús. El ayuno de la Iglesia –ayuno de las obras, pensamientos y palabras malas- terminará el Día del Juicio Final, cuando el Esposo, Cristo, regrese en la gloria como Justo Juez.

         “Cuando les quiten al Esposo, entonces sí ayunarán”. Por mandato de Jesús, la Iglesia practica el ayuno, tanto corporal, de alimentos, como espiritual y de moral, en el sentido de la abstención de obras malas y esto lo hará todos los días, hasta el fin del mundo. De ahí que el ayuno –a pan y agua, uno o días a la semana, acompañado del ayuno espiritual de obras malas-, sea tan importante en la lucha espiritual contra el espíritu del mal, contra el Príncipe las tinieblas. Crecer en el Amor de Dios y rechazar de raíz al espíritu del mal, el Ángel caído, es el objetivo del ayuno que practican los amigos del Esposo, los bautizados en la Iglesia Católica. Cuando, por la gracia de Dios, ingresemos para siempre en la vida eterna, ahí será cuando dejaremos de ayunar, para alimentarnos del Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, para siempre.

 

En aquel tiempo, los discípulos de Juan fueron a ver a Jesús y le preguntaron: “¿Por qué tus discípulos no ayunan, mientras nosotros y los fariseos sí ayunamos?” Jesús les respondió: “¿Cómo pueden llevar luto los amigos del esposo, mientras él está con ellos? Pero ya vendrán días en que les quitarán al esposo, y entonces sí ayunarán”.