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martes, 26 de septiembre de 2023

“Mi madre y mis hermanos son los que cumplen la Voluntad de Dios”

 


“Mi madre y mis hermanos son los que cumplen la Voluntad de Dios” (Mc 3, 13-15). Mientras Jesús se encuentra rodeado por una multitud que escucha con atención sus palabras de sabiduría, llegan su Madre, la Virgen y sus primos; entonces, sus discípulos le avisan que se encuentran ellos, con estas palabras: “Tu Madre y tus hermanos te esperan”. La respuesta de Jesús, aunque pudiera parecer lo contrario, de ninguna manera implican el más mínimo rechazo a los vínculos de sangre que existen con la familia biológica y mucho menos llevan a rechazar el reconocimiento de las obligaciones que surgen a raíz del parentesco[1]. Todavía más, en las enseñanzas de Jesús se puede encontrar una exigencia muy grande en relación al trato con los progenitores, como cuando condena la casuística farisea que facilitaba a los hijos desamorados desatender las obligaciones relativas al cuarto mandamiento[2] -Jesús condena que no se ayude a los padres, con la excusa de que se debe ayudar al altar- y por otra parte, en su agonía en la Cruz, muestra un Amor incondicional a su Madre (cfr. Jn 19, 26) y también la solicitud por Ella, al pedirle al Apóstol Juan que cuide de la Virgen “como a su Madre. Es decir, Jesús siempre se mostró sumamente exigente con relación al trato debido a los progenitores. Por otra parte, y como un agregado para comprender la respuesta de Jesús a sus discípulos, hay que saber primero que la palabra “hermanos” tiene, entre los semitas, un sentido más amplio que en Occidente, puesto que abarca a los “primos” en diversos grados, por lo que no necesariamente se trata de “hermanos” biológicos según lo entendemos en el sentido occidental, lo cual tampoco podría ser de ninguna manera, puesto que Jesús es el Unigénito de Dios. Todo el testimonio del Nuevo Testamento y de la Tradición nos prueban que los “hermanos” de Jesús eran, biológicamente, “primos” de Cristo y en ningún caso “hermanos” de sangre.

Lo que se debe tener en cuenta en relación a la enseñanza que Jesús quiere dar con su respuesta, es que Jesús quiere enseñar que, si bien hay exigencias insoslayables con el parentesco natural, estas relaciones naturales están de hecho subordinadas a una exigencia mayor que es el hacer la voluntad de Dios[3].

Entonces, según Jesús, por un lado, no se puede poner a Dios como excusa para no auxiliar a los padres, pero por otro lado, el cumplimiento de la voluntad de Dios está por encima del precepto de “Honrar padre y madre”. Lo que debemos entender ante todo es que, a partir de Jesús, Él establece una relación familiar nueva entre los seres humanos, relación familiar que establece unos lazos de unión en el amor filial y parenteral que son inmensamente más profundos que los lazos de unión por la sangre, puesto que se originan en la Trinidad, en el don que la Trinidad hace de la gracia santificante a partir de su Sacrificio en Cruz. La relación nueva dada por la gracia santificante inaugura y establece una nueva forma de relación familiar, de orden sobrenatural. En efecto, hasta Jesús, los seres humanos, al nacer en el seno de una familia y al pertenecer a esta misma por los lazos sanguíneos (también se puede pertenecer a una familia a través de la adopción), adquieren inmediatamente obligaciones de respeto, de amor, de solidaridad, de comprensión, para con su familia, empezando por los mismos padres biológicos o quienes hacen de ellos; ahora, a partir de Jesús y su gracia santificante por Él donada, se origina en la raza humana una nueva forma de familia, una familia que está unida no únicamente por lazos de sangre, sino por la gracia de la filiación divina recibida en el Bautismo Sacramental, filiación divina que es más fuerte que la filiación natural o biológica y que hace que los bautizados tengan, en la realidad y no como un mero título, a Dios por Padre, a la Virgen por Madre, y a Jesús por Hermano. En otras palabras, por medio del Bautismo Sacramental el bautizado comienza a formar parte de esta nueva familia humana, la familia de los hijos de Dios, la familia de los hijos de la Virgen, la familia de los hijos de la Iglesia Católica, la familia de los hijos de la Luz Eterna que es Dios Uno y Trino, familia cuyo distintivo primordial, derivado de la unión por la gracia a Dios, es la caridad o amor sobrenatural que es debido a padres y hermanos, Amor que se demuestra en el cumplimiento, también por Amor de la Voluntad Divina. Así los bautizados, que se convierten verdaderamente en hijos adoptivos de Dios por el bautismo sacramental al recibir la gracia de la filiación divina, se reconocen entre sí como miembros de una misma familia, la familia de los hijos de Dios, unidos por un lazo infinitamente más fuerte que el biológico, la gracia santificante, cuyo deseo es cumplir la Voluntad de Dios Padre, expresada en Jesucristo. Los bautizados, los integrantes de la familia de Jesús, se caracterizan por cumplir la Voluntad de Dios, expresada en el Primer Mandamiento: “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”. Así es como se entiende la frase de Jesús: “Mi Madre y mis hermanos son los que cumplen la Voluntad de Dios”.

 

 



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 502.

[2] Cfr. Mc 7, 9-13.

[3] Cfr. ibidem.

jueves, 20 de enero de 2022

“Haced lo que Él os diga”

 


(Domingo II - TO - Ciclo C – 2022)

          “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 1-12). Jesús y la Virgen son invitados a una boda en Caná de Galilea. Mientras se desarrolla la fiesta, la Virgen se percata de algo que puede empañar el resto de la celebración: los esposos se han quedado sin vino. Es entonces que la Madre de Dios dice a su Hijo: “No les queda vino”. Uno de los elementos que sorprende en este episodio del Evangelio es la respuesta de Jesús, ya que podríamos pensar que Jesús accedería de inmediato al pedido de su Madre, teniendo en cuenta que la falta de vino habría de arruinar la boda. Sin embargo, Jesús contesta de un modo que tal vez puede sonar tajante, muy directo, aunque no deja de ser suave y dulce a la vez. Jesús dice: “¿A ti y a Mí qué, Mujer? Mi Hora no ha llegado todavía”. La respuesta de Jesús, lejos de ser distante y fría en relación al inconveniente que estaban pasando los novios, tiene una razón sobrenatural y es que la Santísima Trinidad había considerado que no era todavía el momento de la manifestación pública de su gloria.

          Ahora bien, lo que llama la atención, es lo que sucede inmediatamente después de la respuesta de Jesús: lejos de insistir con su rechazo, Jesús acepta en su Corazón Misericordioso el pedido de su Madre y se dispone a realizar el milagro de convertir el agua en vino; es por esta razón que su Madre les dice a los sirvientes: “Haced lo que Él os diga”. Los sirvientes hacen lo que les dice Jesús, esto es, llenan las tinajas hasta el borde con agua limpia y de inmediato Jesús, con su omnipotencia divina, convierte el agua en vino. De esta manera, la boda puede seguir sin mayores inconvenientes.

          De este episodio del Evangelio, hay muchas enseñanzas que podemos aprender: por un lado, se trata del primer milagro público de Nuestro Señor Jesucristo, realizado por la intercesión de María Santísima, lo cual la confirma como la Intercesora de todas las gracias, porque ni Jesús, el Hijo de Dios, ni Dios Padre, ni el Espíritu Santo, querían realizar el milagro, porque todavía “no era la Hora” de Jesús, de su manifestación pública. Entonces, si es el primer milagro público de Jesús, es al mismo tiempo la primera intervención pública de María Santísima como Intercesora y Mediadora de todas las gracias. Por lo tanto, todavía más asombroso que el milagro en sí mismo, la conversión del agua en vino, es más asombroso el poder intercesor de la Virgen ante la Santísima Trinidad, porque es Ella la que logra que la Trinidad adelante los planes de la salvación de la humanidad, planes en el que el protagonista central es el Hombre-Dios Jesucristo. En consecuencia, del episodio de Caná de Galilea nos quedan las siguientes enseñanzas: el poder divino de Jesucristo, porque sólo Él, en cuanto Dios, tiene el poder de crear la materia de la nada, convirtiendo los átomos y moléculas de agua en átomos y moléculas de vino –y del mejor-; la otra enseñanza es el grandísimo poder intercesor de la Virgen, porque es por su intercesión que no sólo Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad encarnada, sino también el Padre y el Espíritu Santo, es que deciden cambiar los planes en el sentido de adelantar la Hora de la manifestación pública de Jesús como Dios Hijo encarnado y como Salvador y Redentor de la humanidad.

          “Haced lo que Él os diga”. Hay dos últimas enseñanzas en el milagro de las Bodas de Caná: por un lado, el simbolismo de la conversión del agua en vino, que prefigura y anticipa el milagro de la transubstanciación, por el cual el vino se convierte en la Sangre del Cordero; por otro lado, la orden que nos deja la Virgen, que hagamos lo que su Hijo Jesús nos dice: “Haced lo que Él os diga”. Si hacemos lo que Jesús nos dice, Él sólo nos traerá la verdadera paz del espíritu, la paz de Dios, nos dará el Amor y la Alegría de su Sagrado Corazón y, sobre todo, nos concederá su gracia santificante, por la cual ingresaremos en el Reino de los cielos.

sábado, 17 de julio de 2021

“Mi hermano y mi madre son los que cumplen la voluntad de mi Padre”


 

“Mi hermano y mi madre son los que cumplen la voluntad de mi Padre” (Mt 12, 46-50). Mientras Jesús imparte sus divinas enseñanzas a la multitud, alguien se acerca para avisarle que la Virgen, su Madre y sus primos, están afuera y quieren hablar con Él: “Oye, ahí fuera están tu madre y tus hermanos, y quieren hablar contigo”. La respuesta de Jesús, en un primer momento, pareciera dejar en un segundo plano a su Madre, la Virgen, porque pareciera que antepone a otras personas a su propia Madre. Y además de a su Madre, parecería menoscabar a su familia natural, sus primos, también en detrimento de extraños. Sin embargo, lejos de menoscabar a su Madre y a sus primos, con su respuesta, Jesús ensalza, ante todo, a su Madre, por el siguiente motivo: Él dice que “su madre y sus hermanos” son los que “cumplen la voluntad del Padre”. Entonces, si el criterio para ser familia de Jesús es el cumplir la voluntad del Padre, la Virgen es la primera en cumplir la voluntad del Padre y en un doble modo, porque aceptó la voluntad del Padre de ser la Madre de Dios Hijo y por eso la Virgen es su Madre biológica en el sentido de que lo llevó en su seno luego de ser engendrado por el Espíritu Santo y también cumplió a la perfección la voluntad del Padre en la entrega de su Hijo Jesús que Ella hace en el Calvario al Padre por nuestra salvación, para que el Padre pueda llevar adelante su voluntad salvífica, expresada en el misterio pascual de muerte y resurrección de Jesús. La Virgen entonces es la que Primera en cumplir a la perfección la voluntad del Padre.

“Mi hermano y mi madre son los que cumplen la voluntad de mi Padre”. Por el Bautismo sacramental, somos injertados en el Cuerpo Místico de Jesús y si cumplimos la voluntad de Dios Padre, expresada en el Sacrificio de Jesús en la Cruz, entonces además somos “hermano, hermana y madre” de Jesús.

 

jueves, 11 de marzo de 2021

“Al tercer día lo encontraron en el Templo”

 


“Al tercer día lo encontraron en el Templo” (Lc 2, 41-51). Los padres de Jesús, la Virgen Santísima y San José, suben a Jerusalén para las festividades de la Pascua. Esta peregrinación la hacían todos los años, porque eran, obviamente, fervorosos y piadosos practicantes de la religión de Dios Uno, el Dios del Pueblo Elegido. Cuando Jesús tenía doce años, les sucede un percance: al finalizar la Pascua emprenden el regreso, pero cada uno piensa que el Niño está con el otro y es así como transcurre un día de camino, sin Jesús. Cuando se percatan de la ausencia de Jesús, regresan a Jerusalén para buscarlo, encontrándolo al tercer día de la búsqueda.

El episodio, real, puede interpretarse de la siguiente manera, tomando como hecho central la pérdida de Jesús: puede suceder que una persona, por diversas circunstancias, pierda de vista a Jesús, tal como les sucedió a la Virgen y a San José -solo que en ellos se descarta el elemento del pecado, obviamente, porque la Virgen es Inmaculada y San José un santo, que vivía siempre en estado de gracia-. Es decir, reflexionando solo sobre el hecho de perder de vista a Jesús, este hecho se puede transpolar a lo que le sucede, en el plano espiritual, al pecador: a causa del pecado, cometido libre y voluntariamente, el alma se ve envuelta en las tinieblas del pecado y en este estado, pierde de vista a Jesús, no sabe dónde está Jesús. Esta pérdida de Jesús se da no solo en el plano existencial, sino ante todo en el plano ontológico: si por la gracia Jesús inhabita en el alma, por el pecado –sobre todo el pecado mortal- Jesús deja de inhabitar en el alma y se retira, puesto que no pueden convivir la santidad divina con la malicia del pecado y si la persona elige libremente el pecado, es porque elige el mal antes que al Bien Infinito y Eterno que es Jesús.

         “Al tercer día lo encontraron en el Templo”. La pérdida de Jesús a causa del pecado no es un hecho irreversible: así como la Virgen y San José lo encontraron en el Templo, porque Jesús en realidad nunca se perdió sino que estuvo siempre en el Templo, así también el alma, guiada por la Virgen y San José, puede encontrar a Jesús en el Templo, en la Iglesia Católica y más concretamente, en el sagrario, en la Eucaristía y en el Sacramento de la Confesión, en donde Jesús perdona los pecados por medio del sacerdote ministerial. Entonces, si hemos tenido la desgracia de perder a Jesús, le pidamos a la Virgen y a San José que nos conduzcan al lugar donde se encuentra Jesús: en el Templo, en la Iglesia Católica, en el Sacramento de la Eucaristía y en el Sacramento de la Confesión.

jueves, 17 de diciembre de 2020

“Mi alma glorifica al Señor”

 


“Mi alma glorifica al Señor” (Lc 1, 46-56). La Virgen entona el “Magnificat”, el poema con el cual glorifica a Dios y la razón es la inmensidad de prodigios que Dios ha obrado en su alma. En el Magníficat, además de una acción de gracias por los dones con los que Dios la ha colmado, hay una descripción de la infinidad de perfecciones que hay en Dios, con lo cual nos permite conocer un poco más a ese Dios a quien la Virgen glorifica.

Ante todo, es la virtud de la humildad –a la que se opone el pecado de soberbia, el pecado luciferino por antonomasia- lo que atrae la mirada de Dios Trinidad sobre el alma de María Santísima, quien se llama a sí misma “esclava”, siendo como es, la Madre Virgen de Dios Hijo encarnado: “Mi alma glorifica al Señor/y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador,/porque puso sus ojos en la humildad de su esclava”.

Las magníficas obras de gracia y de toda virtud con las que Dios ha adornado a María Santísima, serán motivo de gozo y de admiración por parte de todas las generaciones, que la llamarán “dichosa” por ser la Elegida del Señor: “Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones,/porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede”.

El Nombre de Dios es Santo –en realidad, Tres veces Santo, porque Santo es el Padre, Santo es el Hijo y Santo es el Espíritu Santo- y porque es Santo, es Misericordioso, una misericordia que se derrama incontenible sobre generaciones de generaciones de hombres que lo aman: “Santo es su nombre,/y su misericordia llega de generación en generación/a los que lo temen”.

Dios Uno y Trino, al tiempo que enaltece a los humildes –porque los humildes lo imitan a Él, que es la Humildad Increada y participan de esta humildad-, “derriba a los poderosos” de sus tronos, estén estos en el Cielo, como hizo con el Ángel caído, a quien hizo precipitar desde lo alto del Cielo a lo más profundo del Infierno, o estén en la tierra, porque humilló a favor de Israel a los reyes poderosos terrenos que se oponían al Pueblo Elegido: “Ha hecho sentir el poder de su brazo:/dispersó a los de corazón altanero,/destronó a los potentados/y exaltó a los humildes”.

A los que tienen “hambre y sed de justicia, los sacia y los colma de bienes, mientras que a los soberbios y engreídos, pagados de sí mismos, son despedidos “con las manos vacías”: “A los hambrientos los colmó de bienes/y a los ricos los despidió sin nada”.

Dios es Justicia Infinita, pero también es Misericordia Infinita y es en virtud de esta misericordia que no olvida de su pueblo Israel, aun cuando éste sí lo olvide y vaya en pos de ídolos y esta misericordia permanece para siempre, es eterna, porque es eterno su Amor: “Acordándose de su misericordia,/vino en ayuda de Israel, su siervo,/como lo había prometido a nuestros padres,/a Abraham y a su descendencia,/para siempre’’.

Así como la Virgen entona el Magnificat glorificando a Dios Uno y Trino por todos los dones y gracias con que ha colmado su alma, así el alma en gracia debe entonar también el Magníficat, porque estando en gracia, tiene el Sumo Bien, que es Dios, en esta vida y en la eternidad.

jueves, 10 de diciembre de 2020

“Alégrate, Llena de gracia, concebirás por el Espíritu Santo y darás a luz a Dios con nosotros”

 


(Domingo IV - TA - Ciclo B - 2020 – 2021)

         “Alégrate, Llena de gracia, concebirás por el Espíritu Santo y darás a luz a Dios con nosotros” (Lc 1, 26-38). En las palabras del Arcángel Gabriel dirigidas a María y del breve diálogo que se desarrolla entre ellos, se encuentra el fundamento de la Navidad según la Fe católica y está también la explicación del significado de cada una de las principales figuras del Pesebre de Belén.

En efecto, de estas palabras se deduce lo siguiente:

-el padre del Niño que nacerá en Belén no es San José, sino Dios Padre, porque es Dios Padre quien engendra, desde la eternidad, en su seno, a su Palabra y es el Amor del Padre, el Espíritu Santo, quien lleva a esta Palabra al seno virgen de María para que se encarne, para que se una a la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth; de esta manera, otra verdad que se revela es la paternidad del Niño de Belén: si el Padre del Niño de Belén es Dios Padre, entonces queda San José como lo que es, simplemente Padre adoptivo y no biológico del Niño Jesús;

-María, la Mujer a la que saluda el Ángel, es Virgen y es al mismo tiempo Madre de Dios: es Virgen porque lo que engendra no viene de parte de hombre alguno, sino de parte del Amor de Dios, el Espíritu Santo y es Madre de Dios porque lo que Ella engendra por obra del Espíritu Santo no es un niño humano más entre tantos, sino el Niño-Dios, es decir, la Persona de Dios Hijo que se hace Niño –embrión- sin dejar de ser Dios; también se deducen de las palabras del Ángel las características extraordinarias de María Santísima: es Virgen y “Llena de gracia”, lo que significa “Llena del Espíritu Santo”, Llena del Amor de Dios y no puede ser Plena del Divino Amor sino es Virgen en cuerpo y alma;

-el Niño que nacerá en Belén no es un niño humano, sino la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Hijo encarnado y esto se deduce del nombre: el Niño de Belén será llamado “Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros” y así ese Niño no es un ser humano más, sino el mismo Ser divino Trinitario que se oculta en la Humanidad del Niño Dios: en otras palabras, el mismo Dios Hijo que en cuanto Dios es Espíritu Puro e Invisible y es adorado por los ángeles en el cielo, es el mismo Dios que nace como Niño humano –sin dejar de ser Dios- en Belén, para ser contemplado por los hombres al hacerse visible y así ser adorado en la humanidad del Niño Dios, Jesús de Nazareth;

Por último, se revelan en estas palabras el inicio del plan de salvación de Dios Trino para los hombres, porque la Encarnación del Verbo no tiene otro objetivo que la auto-comunicación de Dios a los hombres por el Amor, para librar a los hombres de la tiranía del Demonio, del Pecado y de la Muerte y así conducirlos al Reino de los cielos y para conseguir este objetivo, Dios Hijo, que nacerá en Belén, Casa de Pan, entregará su Cuerpo y su Sangre en la Cruz, para luego darse cada vez, en cada Santa Misa, como Pan de Vida eterna, al donar su Cuerpo y su Sangre en cada Eucaristía.

“Alégrate, Llena de gracia, concebirás por el Espíritu Santo y darás a luz a Dios con nosotros”. Las palabras del Ángel se cumplen en la Virgen y el milagro de la Encarnación y Nacimiento del Verbo del Padre, Cristo Jesús, se continúan en la Santa Iglesia, en cada Santa Misa, por lo que no solo la verdadera fiesta de Navidad es la Santa Misa de Nochebuena, sino que sin la celebración de la Santa Misa de Nochebuena, la celebración de la Navidad carece de significado para el católico.

domingo, 20 de septiembre de 2020

“Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”

 


“Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 19-21). La Virgen y los primos de Jesús van a buscarlo, pero no pueden llegar a Él, debido a que está impartiendo sus enseñanzas y hay mucha gente rodeándolo. Entonces la Virgen envía a alguien a avisarle que están Ella y sus primos esperándolo y quieren verlo: “Tu madre y tus hermanos están allá afuera y quieren verte”. La respuesta de Jesús, si es analizada superficialmente, puede dejar un poco sorprendidos, porque en su respuesta, en apariencia, desvaloriza o da poca importancia a su Madre y a su familia biológica, en detrimento de quienes cumplen la voluntad de Dios. En efecto, en la respuesta de Jesús, pareciera como si hubiera un menoscabo, tanto de su Madre como de sus primos: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”. Sin embargo, esto no es así: Jesús no menoscaba en ningún momento a su familia biológica y mucho menos a su Madre, puesto que su Madre es la Primera en cumplir, de modo ejemplar, la voluntad de Dios. Es decir, la Virgen, su Madre biológica, es la primera en escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica y esto se ve desde la Anunciación, en donde la Virgen escucha la Palabra de Dios que le anuncia el Arcángel y con su “Sí” la pone en práctica, ya que la Palabra de Dios debía encarnarse en su seno virginal y Ella, al dar el “Sí”, permite la Encarnación de la Palabra. Entonces, no hay nadie que escuche con mayor atención y ponga por obra la Palabra de Dios que la Virgen y esto lo hacen también sus primos. Por lo tanto, lejos de desvalorizar la imagen de la Virgen y la de su familia biológica, Jesús los pone en primer plano, porque ellos -sobre todo la Virgen- son los primeros en escuchar la Palabra de Dios y ponerla por obra.

“Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”. Al igual que sucedió con la Virgen, la Palabra de Dios también quiere inhabitar en nuestras almas: escuchemos la Palabra de Dios, que por la consagración se hace Presente en la Eucaristía y abramos nuestros corazones para poner por obra lo que la Palabra de Dios encarnada quiere y es el inhabitar en nuestros corazones y por lo tanto, recibamos la Eucaristía en gracia y con amor.

miércoles, 24 de junio de 2020

Jesús expulsa a los demonios a la piara de cerdos


Lucas, un evangelio universal (XXII): Jesús domina a los demonios ...

Jesús expulsa a los demonios a la piara de cerdos (Mt 8, 28-34). Al llegar Jesús a la región llamada “de los gadarenos”, le salen al encuentro dos endemoniados. Jesús, con el solo poder de su palabra, los expulsa inmediatamente de los cuerpos a los que habían poseído y los envía a una piara de cerdos, los cuales se precipitan en el mar y se ahogan.
La escena del Evangelio nos muestra, entre otras cosas, dos elementos: por un lado, la existencia de los ángeles caídos y cómo estos ángeles caídos buscan y logran, efectivamente, poseer los cuerpos de los seres humanos. Es decir, el Evangelio nos muestra la realidad de la posesión demoníaca, hecho preternatural por el cual los demonios se apoderan de los cuerpos de los hombres, aunque no de sus almas, las cuales permanecen libres. En la posesión demoníaca, el demonio toma el control -de manera injusta e inclemente- del cuerpo del hombre, como un remedo de la inhabitación trinitaria en el alma del justo. Es decir, así como Dios inhabita en el alma del que está en gracia, así el demonio toma posesión, para controlarlo a su antojo, del cuerpo del hombre. Entonces, mientras Dios Trino inhabita en el alma, el demonio se apodera del cuerpo. La diferencia no es sólo el lugar en el que están Dios y el demonio en relación al hombre -Dios en el alma y el demonio en el cuerpo-, sino en que, cuando Dios Trino inhabita en el alma del justo, lo hace con todo derecho y justicia, puesto que Dios es el Creador, el Redentor y el Santificador del hombre, por lo que su inhabitación es un derecho divino; la diferencia con la posesión demoníaca es que el demonio toma, a la fuerza y sin derecho alguno, el cuerpo del hombre, para imitar la inhabitación trinitaria en el alma. Esto lo hace por que el demonio es “la mona de Dios”, como dicen los santos, y así como el simio imita al hombre sin saber lo que hace, así el demonio imita a Dios Trino poseyendo el cuerpo del hombre, pero no para colmarlo de dicha y felicidad, como en el caso de Dios, sino para someterlo a toda clase de sufrimientos, con el doble objetivo de ser adorado por el hombre poseído y luego llevarlo con él al infierno eterno.
La otra verdad que nos muestra este Evangelio es la condición de Jesús de ser Dios en Persona, porque sólo Dios en Persona, que es el Creador de los ángeles, tiene la fuerza necesaria para expulsar al demonio del cuerpo de un hombre con el solo poder de su voz. En la voz de Jesús de Nazareth, los demonios reconocen la voz del Dios que los ha creado y que ahora los expulsa de los cuerpos que ellos ilegítimamente han poseído.
Entonces, la posesión demoníaca existe y no debe ser confundida con una enfermedad psiquiátrica -quien hace esto desconoce tanto la posesión demoníaca como la ciencia de la psiquiatría médica- y, por otro lado, el Único que puede librar al hombre de la esclavitud del demonio, es Cristo Dios. Y también su Madre, la Virgen, quien por designio divino participa de la omnipotencia divina y, en vez de expulsar a los demonios a una piara de cerdos, les aplasta la cabeza con su talón y es por esto que los demonios y el infierno entero, ante el nombre de María Santísima, se estremecen de terror.

jueves, 28 de mayo de 2020

Solemnidad de Pentecostés


Archivo:Maino Pentecostés, 1620-1625. Museo del Prado.jpg ...

(Ciclo A – 2020)

         “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 19-23). Jesús resucitado sopla el Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en oración y esta recepción del Espíritu Santo por parte de la Iglesia es lo que se conoce como “Pentecostés”.
         Ahora bien, una vez enviado por Jesucristo resucitado, ¿qué hará el Espíritu Santo en la Iglesia?
         Las acciones y funciones del Espíritu Santo serán múltiples y diversas, actuando en todos los niveles de la Iglesia:
         -Establecerá el Sacramento de la Penitencia para el perdón de los pecados y esto es así desde el momento en el que Jesús dice: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.
         -Santificará las almas: “Tomará de lo mío y se lo dará a ustedes” y lo propio de Jesucristo es la santidad, por lo que el Espíritu Santo, Espíritu Santificador por antonomasia, que es al igual que Cristo la Santidad Increada, santificará las almas de los fieles que lo reciban, luego de ser quitado el pecado.
         -Les recordará todo lo que Jesús les ha dicho: hasta antes de recibir el Espíritu Santo, los discípulos no tenían una clara comprensión de las palabras de Jesús, ni del misterio de su Persona divina, ni de su misterio pascual de muerte y resurrección. Prueba de esto son las actitudes de tristeza y desolación que experimentan los discípulos de Emaús, antes de reconocerlo, y la tristeza y el llanto de María Magdalena a la entrada del sepulcro, también antes de reconocerlo. Será el Espíritu Santo quien les recordará que Jesús había dicho que Él era Dios Hijo encarnado y que en cuanto tal, “al tercer día habría de resucitar”; será el Espíritu Santo quien les recuerde que Jesús había prometido vencer a la muerte, resucitando al tercer día.
         -Convencerá al mundo “de un pecado, de una justicia y de una condena”: será el Espíritu Santo quien revelará la existencia del pecado, tanto el original como el habitual, que hacen imposible la santidad del hombre y lo hacen indigno de entrar en el Cielo: a quienes ilumine el Espíritu Santo, estos tomarán aversión al pecado, lo rechazarán con todas sus fuerzas y desearán la santidad que el Espíritu Santo concede; el Espíritu Santo hará resplandecer la Justicia de Dios, porque por el Sacrificio en Cruz de Jesús el pecado ha sido derrotado y la gracia se ha desbordado desde el Corazón traspasado de Jesús en la Cruz, inundando al mundo con la Misericordia Divina; el Espíritu Santo hará ver al mundo una condena, la condena eterna de la Serpiente Antigua, el Diablo o Satanás, el Ángel caído, que por la muerte en Cruz de Jesús ha sido vencido para siempre y condenado para la eternidad en los Infiernos, de donde nunca más habrá de salir.
         -Los llenará de una fuerza y un valor desconocidos: hasta el don del Espíritu Santo, los discípulos estaban “con las puertas cerradas”, por “miedo a los judíos”; a partir del don de Fortaleza concedido a la Iglesia
         -Iluminará las mentes con la luz de Dios y encenderá los corazones en el Amor de Dios, para que la Iglesia Naciente pueda comprender el misterio de Jesús, que es el misterio no de un hombre santo, sino el misterio de Dios hecho hombre, es el misterio de Dios, es el misterio de la Encarnación del Verbo de Dios; el Espíritu Santo hará saber a los hombres que Cristo es la Segunda Persona de la Trinidad encarnada y los hará enamorar de su Presencia Personal en la Eucaristía.
-Espíritu Santo conducirá a la Iglesia al Corazón de Cristo y de ahí al Padre: “Nadie va al Padre sino es por Mí”, dice Jesús y Jesús dona al Espíritu Santo para que sea el Espíritu Santo quien lleve a la Iglesia a su Sagrado Corazón y de allí al seno del Padre, que es algo infinitamente más grande y glorioso que el mismo Reino de los cielos.       
Por último, el Espíritu Santo colmará de alegría a la Iglesia: ya inmediatamente después de ver a Jesús resucitado y de recibir el Espíritu Santo, los discípulos “se llenan de alegría”, pero no se trata de una alegría mundana; no se trata de una alegría terrena, pasajera, superficial; se trata de una alegría desconocida por los hombres, porque es la alegría que brota de su Ser divino trinitario; es una alegría que es participación de Él mismo, que es en Sí mismo la Alegría Increada.
Jesús –junto al Padre- sopla el Espíritu Santo sobre la Iglesia que, con la Virgen a la cabeza, se encuentra en oración, implorando el don del Espíritu de Dios para la Iglesia.


viernes, 16 de diciembre de 2016

“José, hijo de David, no tengas reparo en recibir a María como esposa tuya”


(Domingo IV - TA - Ciclo C - 2016 – 2017)

         “José, hijo de David, no tengas reparo en recibir a María como esposa tuya” (Mt 1, 18-24). El Ángel anuncia a José, en sueños, no solo que el Mesías ha de nacer, dando así cumplimiento a las profecías mesiánicas tanto tiempo esperadas por el Pueblo Elegido, sino que además revela otras verdades sobrenaturales absolutas acerca de la naturaleza del Mesías y despeja, en San José, toda duda acerca de la virginidad de María. Por un lado, el Mesías que ha de nacer no es concebido por obra de hombre alguno, sino del Espíritu de Dios, con lo cual confirma, por un lado, la virginidad de María y, por otro, que el Mesías viene del cielo: “Mientras pensaba en esto, el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo””. María es Virgen, porque está encinta pero su concepción no es por obra del hombre, sino por obra del Amor de Dios, el Espíritu Santo. Ya el Evangelista lo había dicho al inicio: “María (…) estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo”. El Evangelista anuncia que el Mesías es Dios encarnado y esta condición del Mesías está revelada por su nombre, Emanuel, “Dios con nosotros”: “La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel, que traducido significa: “Dios con nosotros””.
         Luego el Ángel le anuncia que “dará a luz un hijo”, con lo cual revela la naturaleza también humana del Mesías, al cual se le dará el nombre de Jesús, que significa “Salvador”, porque salvará a los hombres al quitarles el pecado: “”. Así, con esta revelación en sueños a José, se revelan las verdades absolutas del Mesías, imposibles de ser conocidas humanamente, sino es por la Divina Revelación: el que concibe en María es el Espíritu Santo y no el hombre: “lo que ha sido engendrado en Ella viene del Espíritu Santo”; el Padre del Mesías es Dios Padre y no José, porque es una concepción virginal, no humana; se confirma así que José es Padre adoptivo y humano del Hijo de Dios; el Mesías es Dios, es el Hijo de Dios, porque es “Hijo del Altísimo”; el Mesías es también hombre, porque su nombre significa “Dios con nosotros”; el parto del Mesías será también milagroso, porque la concepción milagrosa del Dios Mesías requiere un nacimiento también milagroso: “Ella dará a luz un hijo”, y así se afirma también la virginidad de María, que es Virgen antes, durante y después del parto; se revela también el doble privilegio de María, que siendo Virgen –porque lo concebido en Ella es obra del Espíritu Santo-, es al mismo tiempo Madre de Dios, porque lo que es concebido en su seno virginal es Dios Hijo, engendrado en la eternidad en el seno del Padre y concebido y nacido en el tiempo, en su naturaleza humana, en el seno virginal de María.
         El anuncio del Ángel entonces revela que el Mesías es Dios Hijo encarnado en el seno virgen de María por obra de nosotros y esto es lo que la Iglesia Católica afirma cuando llama a este Niño “Emanuel”, es decir, “Dios con nosotros”: el Niño concebido en María y nacido en Belén, es Dios Hijo con nosotros. El anuncio del Ángel revela que el Mesías se ha hecho Niño, para que los hombres, “haciéndonos como niños”, seamos como Dios por participación y así entremos en el Reino de los cielos. Lo que celebramos en Navidad no es, como sostienen algunos, que Dios se hizo hombre y dejó de ser Dios, y tampoco es verdad que el hombre es Dios en sí mismo; lo que celebramos en Navidad es esta asombrosa Verdad: sin dejar de ser Dios, Dios se hizo hombre para que los hombres nos hiciéramos Dios por participación.
         El anuncio también disipa las dudas de José que “lleva a María a su casa”: “Al despertar, José hizo lo que el Ángel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa”. La revelación del Ángel acerca de la verdad del Niño engendrado en María, que habrá de nacer para Navidad, se encuentra indisolublemente ligada a la verdad de la Eucaristía, porque la Eucaristía es el mismo Niño Dios, encarnado en María, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía; por lo tanto, así como José llevó a María –ya encinta del Hijo de Dios- a su casa y luego la Virgen dio a luz a Jesús, así también nosotros debemos llevar a María en nuestros corazones, para que en nuestros corazones la Virgen dé a luz a su Hijo: el Hijo de Dios viene para nacer en nosotros, no como un Niño humano, como en Belén, sino como Niño Dios oculto en apariencia de pan. Para ello, debemos preparar nuestros corazones, por la gracia, la fe y el amor, para que allí sea depositado el Mesías, que viene a nuestros corazones como “Pan Vivo bajado del cielo”, como Eucaristía.

        



martes, 19 de julio de 2016

“El que hace la voluntad de mi Padre, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”


“El que hace la voluntad de mi Padre, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12, 46-50). Jesús, rodeado de discípulos, está predicando la Palabra de Dios. En medio de su prédica, le avisan que “su madre y sus parientes”, están afuera, esperándolo: “"Tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren hablarte”. Jesús responde de manera enigmática, como dando a entender que su familia biológica pasa a un segundo plano: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? (…) Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Es decir, con esta respuesta, Jesús pareciera dar a entender que su familia biológica –su Madre, la Virgen, y sus “hermanos”, que son sus primos en realidad-, pasa a un segundo plano, puesto que antepone a ellos a “todo el que hace la voluntad de su Padre”.
Sin embargo, no es verdad que Jesús deje de lado a su familia biológica –muchísimo menos a su Madre, la Virgen-: lo que sucede es que Jesús está revelando la creación, de parte suya, de una nueva familia, la familia de los hijos de Dios, congregados en la Iglesia, y esta familia nueva, a diferencia de la familia biológica, que está unida por lazos de sangre, la nueva familia de Jesús está unida por un lazo infinitamente más fuerte que los lazos biológicos, y es el lazo del Amor de Dios, el Espíritu Santo, donado por Él y el Padre, que uniendo a los hombres en Cristo, los plenifica con el Amor de Dios y es el Amor de Dios, el que lleva a cumplir la voluntad de Dios, que siempre es santa, benigna y amabilísima. La Nueva Familia de los hijos de Dios, adoptados por la gracia santificante, se caracteriza por cumplir la Divina Voluntad, por amor, no por obligación, ni por miedo. Ésa es la razón por la cual Jesús dice que “Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Pero eso no significa que Jesús deje de lado, o haga pasar a un segundo plano a su familia biológica, y mucho menos a su Madre amantísima, la Virgen, por cuanto Ella es modelo perfectísimo de cumplimiento de la voluntad de Dios, y por partida doble: por ser Madre biológica de Jesús, y por ser la Madre celestial de los hijos adoptivos de Dios, es decir, de la Nueva Familia de Jesús, sus hermanos, adoptados por María Santísima al pie de la cruz.
La Virgen es la primera en cumplir la voluntad de su Padre, con su “Fiat” a la Encarnación y con su amoroso y perfectísimo cumplimiento de su rol materno, encargado por Dios Padre. La Virgen es así doble ejemplo de familia de Jesucristo unida en el amor al cumplimiento del Padre: por ser su Madre biológica, y por ser la Primera que cumple, de modo admirabilísimo y perfectísimo, la voluntad de Dios Padre, que es el ofrecimiento de todo el ser, para ser partícipes de su plan de salvación del género humano.

“El que hace la voluntad de mi Padre, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Por haber recibido la gracia santificante en el bautismo, formamos parte de la Familia de Jesús: somos hijos adoptivos de Dios Padre y hermanos de Jesús, y si queremos cumplir la voluntad de Dios, contemplemos a Nuestra Madre del cielo, la Virgen, Aquella que, movida por el Amor del Espíritu Santo, que inhabita en su Inmaculado Corazón, dice “Fiat” a la voluntad amabilísima de Dios.

martes, 22 de septiembre de 2015

“Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”


“Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 8, 19-21). Le anuncian a Jesús que “su madre y sus hermanos” lo buscan. Pero Jesús, en vez de pedir a la multitud que hagan paso para dejarlos llegar hasta donde está Él, en una actitud que pareciera desmerecer a su madre y a sus primos, dice que “su madre y sus hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”. Es decir, pareciera que Jesús negara a su Madre, la Virgen, y también a sus primos –llamados “hermanos” en la Escritura-, porque actúa como si estuviera dejando de lado a su familia biológica.
Sin embargo, Jesús no desconoce a su Madre, la Virgen, ni a sus hermanos (primos): lo que hace es, por un lado, revelar que existe una “Nueva Familia” humana, la familia de los hijos de Dios; por otro lado, revela cuál es el fundamento que constituye a esta nueva familia humana, establecida por Él: el cumplimiento de la voluntad de Dios, manifestada en su Palabra.
La nueva familia humana, superior a la familia biológica, es la Iglesia, constituida por los hijos adoptivos de Dios, nacidos a la vida nueva de la gracia, al pie de la cruz, cuando Jesús nos dio en adopción a María Santísima: es la familia que tiene a la Virgen por Madre, a Dios Padre por Padre y a Jesús como hermano. Los bautizados en la Iglesia forman esta nueva familia humana; constituyen una nueva forma de ser familia y es una familia que está unida por lazos más fuertes que los lazos biológicos, los lazos de sangre, porque lo que une a esta nueva familia humana, la Iglesia, es el Amor del Espíritu Santo.
La otra revelación de Jesús es respecto de aquello que caracteriza a la Iglesia por Él fundada: el cumplimiento de la voluntad de Dios, expresada en los Diez Mandamientos: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”. La Palabra de Dios manifiesta a los hombres cuál es la voluntad divina y quien escucha la Palabra y la practica, es aquel que es hijo de Dios.
Ahora bien, puesto que los Mandamientos se cumplen por amor a Dios, que los promulga por nuestro bien a través de su Palabra,  aquello que une a los integrantes de la nueva familia de los hijos de Dios, los bautizados en la Iglesia, es el Amor. El que escucha la Palabra de Dios y la practica, es el que ama a Dios, su Padre.

Y debido a que la Virgen es la que cumple los Mandamientos con la mayor perfección -porque es la que más ama a Dios por estar inhabitada por el Espíritu Santo-, entonces Jesús no solo no la desconoce, sino que la pone como ejemplo insuperable y modelo a seguir para todo aquel que, movido por el Amor de Dios, desee cumplir su voluntad, manifestada en su Palabra.

martes, 21 de julio de 2015

“Éstos son mi madre y mis hermanos (…) los que hacen la voluntad del Padre”


“Éstos son mi madre y mis hermanos” (Mt 13, 46-50). Jesús está predicando, rodeado de una multitud. Llegan unos discípulos y le avisan a Jesús que “su madre y sus hermanos están afuera y quieren hablarle”. Jesús, en vez de pedir que hagan lugar para que la Virgen y sus primos puedan llegar hasta Él, o en vez de ir Él hacia ellos, como haría cualquier persona, no solo se queda en el lugar, sin llamar a su Madre y a sus primos, sino que dice algo que pudiera parecer, de buenas a primera, como un desconocimiento de la Virgen como Madre y como un desconocimiento también de su familia biológica: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?”, dice Jesús, y luego, “señalando con el dedo a sus discípulos”, continúa: “Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. Es decir, con su actitud de permanecer en el lugar y con sus palabras, Jesús parecería estar desconociendo a su familia biológica, en detrimento de sus discípulos. Sin embargo, contrariamente a lo que podría parecer, Jesús no desestima a su Madre, la Virgen y a sus primos (llamados “hermanos” en el Evangelio), al decir que sus discípulos, que son quienes lo escuchan, son “su madre y sus hermanos”. Lo que hace Jesús es señalar el nacimiento y la existencia, a partir de Él, de una nueva familia, que trasciende los límites de la familia biológica y es la familia de los hijos de Dios, de aquellos que, unidos por la gracia santificante y el Amor al Padre, oyen sus palabras y “hacen su voluntad”. Es decir, Jesús señala el nacimiento de la Familia de los hijos de Dios, la familia de los que, naciendo al pie de la cruz, son adoptados por María Virgen como Madre adoptiva y son engendrados a la vida de la gracia, al recibir la Sangre y el Agua que brotaron del Corazón traspasado de Jesús, por medio del bautismo sacramental y luego, guiados por el Espíritu Santo, “hacen la voluntad del Padre”, porque lo aman en Cristo y por Cristo, con su Amor.

“Éstos son mi madre y mis hermanos (…) los que hacen la voluntad del Padre”. Por el bautismo, somos hijos en el Hijo; tenemos a Dios por Padre, a la Virgen por Madre y a Jesús por Hermano; por lo tanto, debemos “hacer la voluntad del Padre”. ¿Y cuál es esa voluntad? Que salvemos nuestras almas (cfr. 1 Tim 2, 1-8), por el cumplimiento del Primer Mandamiento –“Amarás a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”- y obrando la misericordia con los más necesitados.

sábado, 13 de junio de 2015

“El Reino de Dios es como un grano de mostaza…”


"El Reino de Dios es como un grano de mostaza..."


(Domingo XI - TO - Ciclo B – 2015)
         “El Reino de Dios es como un grano de mostaza…” (Mc 4, 26-34). Jesús compara al Reino de Dios con “un grano de mostaza”: así como este grano comienza siendo una pequeñísima semilla, y luego termina convirtiéndose en un árbol o en arbusto de gran tamaño, al cual las aves del cielo eligen para hacer sus nidos, así el Reino de Dios entre los hombres, comienza siendo pequeñísimo, porque en sus inicios nadie lo conoce y porque su manifestación pasa desapercibida; sin embargo, a medida que pasa el tiempo y la historia de la humanidad, la potencialidad divina encerrada en las primeras manifestaciones del Reino, llegan a su plenitud, hasta llegar a su máxima plenitud en el Último Día de la humanidad, en el Día del Juicio Final, en el que el Reino de Dios se manifestará en todo su esplendor, convirtiéndose en ese momento, en el que el tiempo dejará paso a la eternidad, en un reino de “gran tamaño”, pues será observado por toda la humanidad, sin excepción.
         En sus inicios, el Reino de Dios es “pequeño, como un grano de mostaza”, porque contrasta su santidad y bondad, que derivan de la santidad y bondad del Ser divino trinitario, que viene a establecerla y propagarla por Jesucristo, el Hombre-Dios en el mundo, con la inmensidad de la oscuridad y de las tinieblas que envuelven al mundo, que yace “bajo el poder del maligno” (1 Jn 5, 19) y bajo las tinieblas que brotan de los más profundo del corazón del hombre, según lo declara el mismo Jesús: “Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de males: las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino” (cfr. Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23). Es decir, el Reino de Dios, que es Reino de justicia, de santidad, de paz, de alegría, de bondad, de amor, de caridad, de amistad, de perdón, y que viene a ser establecido por Jesucristo, es pequeño en sus inicios, cuando llega Jesús –tan pequeño como un grano de mostaza-, porque lo que predomina en el mundo, en los tiempos de la Primera Venida de Jesucristo al mundo, son las tinieblas del error, de la ignorancia, del pecado y de la muerte, difundidos por doquier, tanto por el demonio, bajo cuyo poder yace el mundo, como por los hombres, seducidos y sometidos a él a causa del pecado original de los primeros padres, Adán y Eva.
         Sin embargo, el Reino de Dios, pequeño al inicio como un grano de mostaza, puesto que posee en sí mismo la fuerza de la santidad divina, que vence a las tinieblas, que vence por sí misma al pecado, al error y a la ignorancia, va creciendo paulatinamente, a medida que ese Reino, por medio de la gracia, se expande no tanto exteriormente, en las estructuras e instituciones de los hombres, sino ante todo en el interior, en lo más profundo y en la raíz del ser de los hombres, y es así como este Reino, pequeño en un inicio como un grano de mostaza, va creciendo paulatinamente, hasta que llega a ser un robusto árbol, que es la imagen utilizada por Jesucristo, cuando la gracia se apodera de las almas y las sustrae del poder de las tinieblas.
         Por este motivo es que podemos decir también que con la parábola del grano de mostaza, se preanuncia además la gracia santificante, propia del Reino de los cielos: la gracia, como el Reino, al inicio es pequeña, pero cuando crece, es un arbusto tan grande, que “los pájaros del cielo van  a hacer nido en sus ramas”. Y quien concede la gracia santificante es Jesús, en cuanto Hombre-Dios, el Dador de la gracia y la Gracia Increada en sí misma y concede la gracia, propia de la Nueva Alianza, a través de su sacrificio en cruz y el derramamiento de su Sangre.
“El Reino de Dios es como un grano de mostaza…”. La parábola se aplica al Reino y se aplica a la gracia, y se puede aplicar, por extensión, al alma, que es el sujeto en el que inhiere, en el que asienta la gracia, y en quien se manifiesta el Reino de Dios. Es por este motivo que la parábola puede también aplicarse al alma, ya que sin la gracia divina, el alma es pequeña –como la semilla de mostaza-, mientras que con la gracia de Dios, alcanza un tamaño insospechado, que supera miles de veces su pequeñez original. Esto se ve en los santos, que llegaron a las más altas cumbres de la santidad, no por ellos mismos, sino por la gracia divina. De todos los santos que están en el cielo, absolutamente todos, deben su gloria y su grandeza a la gracia divina; dicho de otra manera, sin la gracia divina, ninguno de los santos –el Padre Pío, Santa Margarita, San José, San Antonio, o cualquier santo que se nos ocurra-, no solo jamás habrían alcanzado la gloria de la vida eterna, sino que habrían permanecido pequeños e insignificantes, como pequeño e insignificante es un grano de mostaza, y como pequeña e insignificante es un alma sin la gracia de Dios.
Ahora bien, si el alma es el grano de mostaza que por la gracia alcanza un tamaño miles de veces superior al original, y se vuelve tan grande como un árbol, en el que las aves del cielo van a hacer sus nidos; ¿qué representan estas aves del cielo? Representan a las Tres Personas de la Santísima Trinidad, que inhabitan en el alma en gracia y hacen de ese corazón su morada más preciada.
“El Reino de Dios es como un grano de mostaza…”. Entonces, la enseñanza de esta parábola es que, además de hacernos ver que el Reino de Dios, inicialmente pequeño, crecerá hasta convertir en sus súbditos por el Amor a toda la humanidad en el Día del Juicio Final, la otra enseñanza es que nos permite apreciar además el valor inestimable de la gracia, que convierte nuestra pequeña alma, que inicialmente es pequeña como el grano de mostaza, en el árbol gigante o en el arbusto gigante –nuestra alma es la semilla de mostaza pequeña al inicio que creció hasta transformarse en árbol-, y esto significa el alma que recibió la gracia: al inicio, era pequeña e insignificante, porque la naturaleza humana es pequeña e insignificante; sin embargo, cuando recibe la gracia, se transforma en un gran árbol o arbusto, en el que “van a hacer su nido los pájaros”, los cuales representan a las Tres Divinas Personas, que inhabitan en el alma en gracia, y que por lo mismo, vive ya, en anticipo, en la tierra, el Reino de los cielos.

Que la Virgen, Divina Agricultora, cultive nuestra alma, pequeña como el grano de mostaza, para que crezca robusta como el más grande de los árboles, en cuyas ramas, el corazón, vayan a cobijarse las aves del cielo, las Tres Divinas Personas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

lunes, 26 de enero de 2015

“Mi madre y mis hermanos son los que hacen la Voluntad de Dios”


“Mi madre y mis hermanos son los que hacen la Voluntad de Dios” (Mc 3, 31-35). Aunque parezca lo contrario, Jesús no niega a su familia biológica, es decir, su Madre, la Virgen, y sus primos: Jesús, en realidad, amplía el concepto de “madre” y “hermanos”, a no solo aquellos a los que está ligado por la sangre, sino a aquellos a los que está ligado por el amor a Dios, amor que se expresa en su voluntad, manifestada en los Diez Mandamientos. De esta manera, al decir que “su madre y sus hermanos son quienes cumplen la Voluntad de Dios”, Jesús no solo reafirma a su Madre, la Virgen, como su Madre, y a sus “hermanos” –primos, en realidad-, como su familia, puesto que ellos, la Virgen la primera, cumplen la Voluntad de Dios: lo que hace, es anticipar el concepto de Iglesia como “Familia de Dios”, porque pertenecen a la Iglesia los bautizados, los hijos de Dios, cuyo deseo primero y último es vivir de acuerdo a los Mandamientos de su Padre adoptivo, Dios, cumpliendo así su Voluntad. En otras palabras, no solo la Virgen y sus primos son “su madre y sus hermanos”, porque además de familia biológica, cumplen la Voluntad de Dios, sino que ahora serán “madre y hermanos” suyos, quienes entren a formar parte de la Iglesia, por el bautismo, y tengan como objetivo primario de sus existencias, hacer la Voluntad de Dios en sus vidas, correspondiendo así con amor de hijos adoptivos, al Amor del Padre que, por Amor, los ha adoptado y los ha redimido, enviando a su Hijo a morir en la cruz por ellos.
Ahora bien, el hecho de ser “madre y hermanos” de Jesús, es decir, de pertenecer a su “familia espiritual”, no es un calificativo meramente moral: por la gracia, el cristiano es incorporado verdadera y realmente al Cuerpo Místico de Jesús; es unido a Él de modo orgánico, de manera tal que pertenece a su Cuerpo y, así como el cuerpo recibe vida del alma, así el cristiano, incorporado al Cuerpo Místico de Jesús por el bautismo, recibe su Espíritu, el Espíritu Santo, que actúa como “Alma de su alma”, así como lo hace también con la Iglesia Universal. Así, la "madre" y los "hermanos" de Jesús, los bautizados, estarán unidos a Él, no por lazos de sangre, como en la familia biológica, sino por el Amor de Dios, el Espíritu Santo.         
“Mi madre y mis hermanos son los que hacen la Voluntad de Dios”. El cristiano es “madre” de Jesús cuando, a imitación de la Virgen, lo engendra en su corazón por la gracia, la fe y el amor; el cristiano es “hermano” de Jesús, cuando por la gracia del bautismo sacramental, queda incorporado a su Cuerpo Místico, naciendo a la vida de los hijos de Dios, convirtiéndose en hijo adoptivo y espiritual de la Virgen y de Dios Padre, y hermano de Jesús, al ser unido a Él por esta misma gracia. Y quien es “madre” y “hermano” de Jesús, está unido a Él por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, que es quien pone en el corazón el amor a la Voluntad de Dios, expresada en los Mandamientos, y da la fuerza necesaria para vivir según los Mandamientos, para que así el cristiano pueda cumplir la Voluntad de Dios en su vida. Y al que cumpla la Voluntad de Dios. Y si alguien se esfuerza por cumplir la Voluntad de Dios, a su vez, Dios podrá cumplir su Voluntad en el alma del cristiano, y la Voluntad de Dios es que, por Jesús en la cruz, el cristiano salve su alma y viva en su Casa para siempre: es Voluntad de Dios que todos los hijos adoptivos suyos vivan en su Casa, la Casa del Padre, el Reino de los cielos, por toda la eternidad.