Mostrando entradas con la etiqueta bienes espirituales. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta bienes espirituales. Mostrar todas las entradas

jueves, 19 de septiembre de 2019

“No podéis servir a Dios y al dinero”



(Domingo XXV - TO - Ciclo C – 2019)

         “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,1-13). Esta parábola del administrador infiel debe entenderse bien, para no incurrir en errores. Ante todo, se trata de un administrador que gobierna la hacienda de un hombre rico: acusado de mala administración, es despedido[1]. No sabe qué hacer, porque no quiere trabajar, le da vergüenza mendigar, aunque no se avergüenza de robar. Lo que decide hacer es llamar a los arrendadores que pagan la renta en especies y de acuerdo con ellos falsifica los contratos, engañando de nuevo a su amo. Mediante esta trampa, el administrador infiel piensa hacerse amigos que puedan protegerlo cuando lo despidan. Con relación a la alabanza que hace Nuestro Señor, hay que entenderla bien, porque no está alabando el mal: hay que entender que tanto el amo como el mayordomo son “hijos de este siglo”, es decir, son pecadores. Nuestro Señor no alaba ni al amo ni al mayordomo, sino que lo que dice es como si dijera: “Es malo, pero es inteligente”. En la parábola no se dice que el mayordomo hubiera obrado “sabiamente”, sino “astutamente”, es decir, con una prudencia que pertenece a los ideales del mundo y no a los evangélicos; esto es lo que Nuestro Señor –no el amo- quiere significar cuando compara a los “hijos de ese siglo” con los “hijos de la luz”, que son los que viven según los ideales del Evangelio. De ninguna manera Nuestro Señor aprueba el mal proceder del mayordomo, sino que simplemente compara su accionar con el de los hijos de la luz, diciendo que los hijos de las tinieblas “son más astutos”. Lo que nos quiere decir Jesús es que, si los hijos de la luz, los cristianos, mostráramos al menos la agudeza, astucia y sagacidad de los que viven en la oscuridad para administrar los bienes materiales y espirituales que les han sido confiados, la historia sería distinta.
         Es decir, los hijos de la luz deben imitar, no el mal proceder, lo cual es obvio, sino la astucia del administrador. Tampoco condena Nuestro Señor la posesión de riquezas, sino que pide que en esto, como en cualquier otra cosa, el hombre se muestre administrador de Dios. Vendrá el día, con la muerte, en que se terminará la administración: por lo tanto, debemos prepararnos, siendo astutos, para aquel día, dando limosnas.
         “No podéis servir a Dios y al dinero”. La parábola nos enseña que, sea cual sea la cantidad de bienes materiales y/o espirituales que poseamos en esta vida, pocos o muchos, somos simples administradores de ellos; nos enseña que esa administración cesa con la muerte; nos enseña que debemos dar cuenta de esa administración, si es que usamos los bienes de modo egoísta o si los hemos compartido con los más necesitados; por último, nos enseña que debemos ser astutos en el uso de esos bienes, para lograr una gran recompensa en el Reino de los cielos: esto significa que, cuanto más compartamos nuestros bienes que nos han sido dados en administración, tanto más grande será nuestra recompensa en el cielo. Un ejemplo entre miles es el de San Martín de Tours: le dio la mitad de su capa a un pobre que pasaba frío y resultó que ese pobre era Jesús. Y así con todos los santos: se hicieron ricos con las riquezas del cielo, administrando las riquezas de este mundo, compartiéndolas con los pobres. Si nos comportamos de otra manera, es decir, obrando como si los bienes fueran nuestros y no de Dios, estaremos sirviendo al dinero y no a Dios y no obtendremos la recompensa deseada del Reino de Dios. Seamos astutos y sepamos ganarnos el Reino de los cielos administrando bien nuestros bienes, compartiéndolos con los más necesitados.



[1] B. Orchard et al., Verbum Dei, Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Barcelona 1957, Editorial Herder, 623.

lunes, 18 de agosto de 2014

“Difícilmente un rico entrará en el Reino de los cielos (…) pero lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios”


“Difícilmente un rico entrará en el Reino de los cielos (…) pero lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios” (Mt 19, 23-30). Jesús dice que los ricos –tanto de bienes materiales, como de cargas espirituales, como la soberbia y la autosuficiencia-, “difícilmente” entrarán en el Reino de los cielos, y esto se debe a que estos bienes, en el momento de la muerte, se convierten en pesados lastres que impiden al alma remontar el vuelo que los conduce hacia la Casa del Padre. Aún más, no solo impiden al alma remontar vuelo, sino que la arrastran hacia abajo, hacia el abismo del cual no se regresa, con tanta más velocidad, cuanto mayor sean los bienes acumulados, y esta es la razón por la cual Jesús dice que “difícilmente un rico entrará en el Reino de los cielos”. Y para graficar esta dificultad, Jesús usa la figura de un camello que, cargado de mercaderías, intenta pasar “por el ojo de una aguja”, es decir, por la puerta estrecha de las ovejas, que eran las pequeñas puertas por donde pasaban las ovejas a la ciudad de Jerusalén. La dificultad de la salvación se hace evidente, porque inmediatamente, los discípulos se dan cuenta que entonces, casi nadie puede salvarse, porque Jesús no se está hablando de personas millonarias: cuando Jesús habla de “ricos”, está hablando de personas comunes y corrientes, pero cuyos corazones están apegados a las cosas materiales y a su propia razón y además son soberbios, y por eso son como camellos cargados de mercaderías, altos y anchos por los costados, que no pueden pasar por una puerta que es baja y angosta. El amor al dinero –no necesariamente se debe ser millonario, sino solamente poseer amor al dinero, ya que se puede tener un corazón de avaro aunque no se posea un tesoro-, es el principio de todos los males en el hombre, y así lo advierte la Palabra de Dios: “Raíz de todos los males es el amor al dinero; y algunos, por dejarse llevar de él, han quedado sumergidos en un mar de tormentos”[1]. Y el Qoelet dice: “(Dios) al pecador da el trabajo de amontonar y atesorar para dejárselo a quien él le plazca. También esto es vanidad y atrapar vientos”[2].
Los discípulos se dan cuenta de que Jesús está hablando de personas comunes y corrientes, y no de millonarios con toneladas de oro, cuando habla de los “ricos” que “difícilmente podrán salvarse” y por eso es que preguntan, angustiados: “Entonces, ¿quién podrá salvarse?”. Y Jesús responde: “Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios”. Dios hace posible la salvación de un rico, es decir, de un corazón apegado a los bienes materiales, a su razón y henchido por su soberbia. ¿De qué manera? Así como un camello puede pasar a través de una puerta baja y angosta, si primero se arrodilla y luego se quita su carga, así también el hombre, puede entrar en el Reino de los cielos, si primero se arrodilla ante Jesús crucificado y luego, postrado en adoración ante Jesús, le pide que su Sangre caiga sobre él y purifique su negro corazón, quitándole sus pecados; de esa manera, el pecador no solo se ve libre de la carga opresiva del pecado, sino que su alma se siente impulsada a elevarse, con la fuerza del Espíritu Santo, que viene desde el Sagrado Corazón traspasado de Jesús, y lo conduce hacia el mismo Corazón de Jesús y, desde Él, hacia el Padre. Y así el alma se salva, porque de rico se ha convertido en pobre, de soberbio en humilde, de pecador en santo, porque ha sido santificado por la gracia que emana de la Sangre que brota del Sagrado Corazón de Jesús. Así es como Dios hace posible, lo que es imposible para el hombre.




[1] 1 Tim 6, 10.
[2] 2, 26.

viernes, 22 de junio de 2012

Acumulen tesoros en el cielo


"Acumulen tesoros en el cielo" (Mt 6, 19-23). Basándose en la tendencia natural del hombre a acumular cosas para sí, Jesús aconseja la acumulación, pero no de bienes y objetos materiales, sino de bienes espirituales: "acumulen tesoros en el cielo".

El motivo es que ningún bien material y terreno -dinero, oro, plata, tierras, casas, vehículos, joyas. etc.-, puede ser llevado de esta vida a la otra.

En el momento de la muerte, se deja en esta tierra absolutamente todo tipo de bienes materiales, y el alma, así despojada de cualquier clase de riqueza terrena, se presenta ante Dios, para recibir su juicio particular, el que determinará su vida definitiva en la eternidad, en el gozo o en el dolor.

En este momento trascendental, Dios no buscará otra cosa que amor en el corazón, pero ese amor, para ser real ante la presencia de Dios, debe ser expresado de modo concreto, en obras de misericordia, utilizando los bienes materiales que la Divina Providencia concede a cada uno según su estado y condición de vida.

De ahí la concepción católica de la riqueza material, diametralmente opuesta a la concepción protestante: la riqueza material, lejos de ser una bendición divina, es ante todo una dura prueba, la cual es necesario atravesar, para entrar en el Reino de los cielos, y el modo es utilizando los bienes terrenos, según el estado de vida, en favor de los más necesitados.

Solo de esa manera el alma acumulará bienes espirituales en el cielo, que le granjearán su entrada en la eternidad.