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domingo, 20 de mayo de 2012

Solemnidad de la Ascensión del Señor



“Luego de encomendarles el anuncio del Evangelio, el Señor Jesús fue llevado a los cielos” (Mc 16, 15-20). La Ascensión de Jesús a los cielos no es simplemente una parte del ciclo litúrgico que señala el fin del tiempo pascual y el inicio de otro.
         En la Ascensión de Cristo resucitado a los cielos vemos el destino final al cual todos los bautizados estamos llamados: el Reino de los cielos, en la compañía y en la contemplación de la Santísima Trinidad, de Cristo resucitado, de la Virgen María y de todos los ángeles y los santos.
La Ascensión de Jesús nos recuerda que esta vida terrena es solo una estadía temporal, momentánea, muy breve, en comparación con la eternidad a la que estamos destinados. Esta vida es, como dice Santa Teresa de Ávila, “una mala noche en una mala posada”, y la Ascensión de Jesús nos hace ver que luego de la noche de nuestro tiempo terreno y del sueño de una vida vivida en la mala posada, que es la tierra, nos espera el día de la eternidad en las moradas eternas del Padre.
Si esta vida es una “mala noche en una mala posada”, Jesús resucitado y ascendido al cielo nos recuerda que esta vida pasa pronto, y que antes que nos demos cuenta, nuestros años aquí en la tierra se terminan, para dar lugar al día esplendoroso de la eternidad en la Casa del Padre. Jesús, que es Cabeza del Cuerpo Místico, asciende primero para prepararnos un lugar, una morada, en la Casa del Padre, tal como lo había prometido en la Última Cena, antes de la crucifixión: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones (…) voy a prepararos un lugar” (Jn 14, 2).
Es por esto que la Ascensión de Jesús nos debe hacer reflexionar en cómo vivimos esta vida, porque nuestro destino final no es terreno, sino celestial, en la eternidad del Reino de los cielos. El gran error de muchos cristianos, es precisamente olvidar que Cristo ha resucitado y ha ascendido a los cielos, como preludio de nuestra propia resurrección y ascensión, y así estos cristianos, olvidándose que están llamados para vivir en el cielo, viven esta vida como si fuera la definitiva, dejando de lado los Mandamientos de Dios y desplazando a Jesucristo, el Salvador, por los intereses y los bienes materiales y terrenos.
En la Ascensión de Jesús vemos entonces nuestro destino final, pero como no podemos ascender al cielo en este estado, con el cuerpo y el alma no glorificados, y con la tendencia al mal y al pecado, consecuencia del pecado original, Jesús asciende para enviarnos al Espíritu Santo, que nos santifica con su gracia y nos capacita para entrar en el cielo. Sin la gracia santificante, que nos viene por los sacramentos, jamás podremos ingresar en los cielos, de ahí se ve el gran error de quienes reemplazan la Santa Misa dominical por los atractivos del mundo. Para muchísimos cristianos, lo más importante del Domingo es la programación televisiva, las reuniones en familia, los paseos, el fútbol, la política, las diversiones, sin darse cuenta de que todo eso un día habrá de desaparecer, y no quedará nada, ni siquiera el recuerdo, y entonces se darán cuenta que la Eucaristía y la Confesión sacramental, a los que despreciaron y olvidaron en vida, eran lo único que podía introducirlos en la vida eterna y llevarlos al cielo.
Jesús entonces asciende para prepararnos un lugar en las moradas del Padre, y para enviarnos el Espíritu Santo, que habrá de santificarnos por la gracia, convirtiéndonos en hijos adoptivos de Dios por el Bautismo y perdonándonos nuestros pecados por la Confesión sacramental, pero todavía no basta esto para que entremos en el cielo: hace falta que, de nuestra parte, demostremos que deseamos entrar en el cielo, y esa demostración es algo concreto, las obras de misericordia corporales y espirituales que manda la Iglesia.
Muchos cristianos piensan que las obras de misericordia que prescribe la Iglesia, son nada más que una lección a memorizar entre tantas, para aprobar los cursos de Primera Comunión y de Confirmación, lección que luego es olvidada en el cajón de los recuerdos, y no se preocupan en lo más mínimo de practicarlas y de vivirlas, sin darse cuenta que si no las practican, jamás entrarán en el Reino de los cielos, según las palabras del mismo Jesús, quien juzgará a cada uno por esas obras de misericordia: “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve sed y me disteis de beber; tuve hambre y me disteis de comer, estuve enfermo, preso, y me visitasteis…” (Mt 25, 31-46).
Los que se salvarán, los que ascenderán al cielo, serán aquellos que obraron la misericordia; en cambio, los que se condenen, los que en vez de ser ascendidos, serán precipitados en el infierno, serán aquellos que no obraron la misericordia, por entretenerse en los vanos atractivos del mundo: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, porque tuve hambre y sed, y estuve enfermo y preso, y no me socorristeis”.
El otro aspecto de la Ascensión de Jesús es que, si bien Jesús asciende con su Cuerpo glorioso y resucitado, no por eso deja a su Iglesia y a sus amigos sin su Presencia, ya que al mismo tiempo que asciende al seno del Padre, de donde vino, se queda aquí, en la tierra, en el seno de su Iglesia, la Eucaristía, para consolar a los hombres en las tribulaciones y dolores de la vida presente.
Por todo esto, la celebración de la Solemnidad de la Ascensión de Jesús, no puede quedar, para el cristiano, en un mero recuerdo; debe ser el estímulo para obrar la misericordia, empezando desde ahora, si es que quiere él también ascender a los cielos el día de su muerte.

viernes, 3 de junio de 2011

La Ascensión del Señor

En la Ascensión,
los discípulos se quedan
mirando al cielo,
pero Jesús ya no está;
la Iglesia contempla
algo más grande que los cielos,
la Eucaristía,
en donde Jesús sí está.


Luego de su resurrección, y luego de dejar a la Iglesia la misión de anunciar la Buena Noticia a todo el mundo, Jesús sube a los cielos. Asciende, con su propio poder, a los cielos, y permanecerá ahí “hasta el fin de los tiempos”, cuando descenderá nuevamente, “con gran poder y gloria”, tal como se describe en el Apocalipsis (cfr. 19, 16), para juzgar a toda la humanidad, a vivos y muertos, y encadenar al demonio para siempre en el infierno.

Los discípulos, absortos en la contemplación de su figura, quedan mirando al cielo, cuando Él desaparece de su vista.

¿En qué consiste la Ascensión de Jesús? Por el lenguaje utilizado para describirla –ascensión, subir, descender-, podría ser que alguien llegara a creer que se trata de desplazamientos físicos, y que Jesús “asciende” físicamente en la Ascensión, así como “desciende” físicamente en su Segunda Venida. Tal como se habla cuando alguien escala, ascendiendo, una montaña, y desciende luego. Por supuesto que no es esto en lo que consiste la Ascensión, aunque así pudiera haberse interpretado equivocadamente (hay iglesias para-cristianas, consideradas por algunos como sectas, como los mormones, por ejemplo, que sostienen, entre otros gravísimos errores filosóficos y teológicos, que Cristo habita en un planeta lejano).

La Ascensión de Cristo se refiere, más bien, a un hecho metafísico y espiritual, ya que Dios es un Ser en Acto Puro, que es en sí mismo y para sí mismo; la Ascensión de Cristo, el Hombre-Dios, significa la incorporación total, plena y definitiva, luego de la Resurrección corporal, del cuerpo físico, real, del Hombre-Dios, por parte de la divinidad.

La Ascensión es, entonces, un hecho metafísico y espiritual, sobrenatural, que trasciende los límites de la naturaleza humana, puesto que esta es introducida en un estado de vida superior infinitamente al que le corresponde como naturaleza humana.

El hecho de no tener en claro estos conceptos básicos, fue -y es- aprovechado- por pensadores cristianos, de matriz protestante, para elaborar un "cristianismo sin Cristo" y una "religión sin Dios".

¿Cómo es esto posible? Veamos. Según un autor protestante, Robinson -basado y seguido a su vez por otros autores protestantes, como Bonhoeffer, Tilich, Bultmann-, las expresiones “ascender”, “descender”, pueden dar lugar, erróneamente, a una interpretación demasiado “espacial” o “material”, al hablar de un Dios “allá en lo alto”, lo cual conduce a otro error, el creer que Dios es un ser "metafísico" o "sobrenatural", trascendente al hombre.

Para estos autores -que escriben en desacuerdo radical con el Magisterio de la Iglesia y con la recta interpretación católica de la Biblia-, no se puede hablar de un Dios “más allá” del hombre, ni en sentido espacial, ni en sentido metafísico o espiritual, ya que se debe “rechazar la idea de un Dios que se proyecta a lo exterior de nosotros y de nuestro mundo creado”; se debe rechazar la idea de “un Otro más allá de los cielos, de cuya existencia debamos convencernos”[1], y es por eso que las expresiones "ascender", "descender", "más allá", "cielos", no pueden ser aceptadas por nuestra civilización, caracterizada por el avance científico y tecnológico.

Sin embargo, estos autores, con Robinson a la cabeza, no postulan la desaparición, ni de Dios ni de Cristo, ni del cristianismo; ellos abogan por la construcción de una religión sin Dios -trascendente, sobrenatural, celestial- y por un cristianismo sin Cristo. Al no haber un Dios “más allá”, Robinson, Bonhoeffer -y lamentablemente, con ellos, muchos autores católicos-, sostienen que Dios está en el interior de cada uno, y que la tarea de cada uno es hacer lo que hizo Cristo: descubrir que Él era Dios: así como Cristo descubrió que Dios no estaba “más allá”, sino que Él era Dios, así debe hacer el cristiano, descubrir que él es su propio Dios. De esta manera, no se elimina el concepto de Dios, ni de Cristo, ni del cristianismo, sino que se los redimensiona, despojándolos de todo elemento "sobrenatural", "mitológico", "religioso", concediéndoles de esta manera el verdadero significado: religión sin Dios trascendente, y cristianismo sin Cristo. Todo lo cual no constituye sino una reedición del viejo error gnóstico, que busca desplazar la idea de un Dios metafísicamente distinto al hombre, para constituir al hombre en su propio dios.

Pero los católicos, que deseamos mantenernos fiel a la Verdad revelada por Jesucristo, y custodiada y transmitida con celo sobrenatural por la Santa Madre Iglesia, no podemos caer en estos errores. Pese a todas las elucubraciones de teólogos que intentan demoler el cristianismo, para construir un nuevo cristianismo sin Cristo y sin Dios, Cristo es Dios, y “asciende a los cielos”, es decir, introduce a su Humanidad santísima, gloriosa y resucitada, que ha pasado por la muerte y por la cruz, y ha resucitado, en el seno de Dios Uno y Trino, constituyéndose en el Rey de cielos y tierra, que ha de venir a juzgar a los hombres en el Último Día.

Mientras tanto, los miembros de la Iglesia permanecemos en esta tierra, en este mundo, mirando al cielo, es decir, al destino de eternidad, en la comunión de vida y de amor con las Tres Divinas Personas; transitamos esta vida “con los pies en la tierra y con la vista en el cielo” (pedes in terra ad sidera visus, como reza el lema de la Universidad Nacional de Tucumán), sabiendo qué es ese “cielo” al que ha “ascendido” Jesús, y al que esperamos llegar, por la misericordia divina.

Y en este peregrinar al cielo, como para que no nos queden dudas de ese Dios Uno y Trino que nos espera en el “más allá”, tenemos, en la tierra, algo más grande, infinitamente más grande que los cielos, y es la Eucaristía, Cristo Dios resucitado. En vez de mirar al cielo, sin ver a Jesús que ya no está entre ellos, como hacen los discípulos en el día de la Ascensión, nosotros debemos mirar a la Eucaristía, que es más grande y hermosa que los cielos, porque es Jesús en Persona, que se ha quedado entre nosotros, para acompañarnos en nuestro peregrinar al “cielo”. Si nos mantenemos unidos a la Eucaristía, por la fe y por la gracia, también nosotros seremos “ascendidos” y llevados “al cielo”, al “más allá”, el seno de Dios Trino, y viviremos en la compañía alegre y festiva, por la eternidad, de las Tres Divinas Personas.


[1] Cfr. Meinvielle, J., Un progresismo vergonzante, 47.