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viernes, 4 de abril de 2025

“Yo tampoco te condeno; vete y no peques más”

 


(Domingo V - TC - Ciclo C - 2025)

         “Yo tampoco te condeno; vete y no peques más” (cfr. Jn 8, 1-11). Los fariseos llevan ante Jesús a una mujer acusada de adulterio, invocando para esto la ley de Moisés. Frente al pedido de lapidar a la mujer, Jesús no responde ni afirmativa ni negativamente: simplemente les dice que, si alguien está libre de pecado, que arroje la primera piedra. Debido a que todos saben que nadie está libre de pecado, los fariseos se retiran del lugar, sin hacer daño a la mujer. Finalmente, Jesús perdona los pecados de la mujer y la deja ir, no sin antes advertirle que “no vuelva a pecar”.

         En este pasaje evangélico hay muchas enseñanzas. Por una parte, se pone de manifiesto la rigurosidad farisaica, que no deja pasar una falta grave sin castigo, pero al mismo tiempo, se pone de manifiesto la hipocresía de los fariseos, porque si bien por un lado quieren castigar a quien ha cometido un pecado, por otro lado, pasan por el alto el hecho de que ellos mismos son pecadores, del mismo o mayor tenor que el de la mujer pecadora.

En este grupo nos podemos ver reflejados nosotros mismos, toda vez que con nuestra falta de caridad y de misericordia lapidamos la fama de nuestro prójimo con habladurías y falsedades, sin tener en cuenta además que nosotros mismos somos tanto o más pecadores que el prójimo al cual tan ligeramente criticamos. A esto se le agrega un hecho más grave y es el de colocarnos en el lugar de Dios, quien es el Único que puede juzgar las conciencias. Cada vez que nos comportamos así, es decir, cada vez que lapidamos sin misericordia a nuestro prójimo con nuestra lengua, criticándolo y juzgándolo en su intención, somos idénticos a los fariseos.

Con este episodio queda patente la insuficiencia de la Ley Antigua, porque al señalar el pecado, pretendía castigar al pecado mediante la justicia, pero era una justicia meramente exterior: el ejemplo está en el caso del Evangelio de la mujer adúltera; una vez señalado el pecado, se pretendía hacer justicia, pero la justicia consistía en eliminar físicamente al que había pecado, con lo cual se eliminaba al pecador pero no al pecado, puesto que el pecado seguía arraigado en lo más profundo del corazón humano. En otras palabras, mediante la justicia, se eliminaba al pecador pero no al pecado, ya que este se encuentra arraigado en lo más profundo del ser de todo hombre, tanto del que aplica la Ley como de aquel recibe el castigo. Así vemos cómo la Ley de Moisés, si bien señalaba el pecado, era incapaz de corregirlo, era incapaz de quitarlo, porque el mal seguía arraigado en el corazón humano, del mismo modo a como la mala hierba se arraiga entre el césped.

Por el contrario, la Nueva Ley de Jesucristo, la ley de la gracia, obtenida al precio de su Sangre derramada en la cruz, no obra exteriormente, sino en lo más profundo del ser del hombre, arrancando de raíz esa mala hierba que es el pecado y haciendo germinar la semilla de la vida divina, la vida de la gracia santificante.

A diferencia de la Ley Antigua, que no poseía la gracia, la Nueva Ley actúa penetrando en lo más profundo del espíritu del hombre por medio de la gracia divina, la cual disuelve y hace desaparecer en un instante esa peste espiritual que es el pecado.

La esencia de la Nueva Ley es la gracia, la cual arranca de raíz y destruye el mal que anida en el corazón humano, sin dejar rastro de él, así como se disipa al viento una ligera columna de humo negro en una mañana de cielo despejado. Desde Adán y Eva el mal, en forma de pecado, anida en lo más profundo del corazón del hombre como una mancha negra y pestilente, de la cual brotan “toda clase de males” espirituales, tal como lo señala Nuestro Señor Jesucristo: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre” (Mc 7, 21-23).

Sin la gracia santificante de Nuestro Señor Jesucristo, obtenida al precio altísimo de su Sangre derramada en la Cruz, el corazón del hombre es una piedra ennegrecida, una oscura y fría caverna de la cual brotan toda clase de maldades, ninguna de las cuales podía, de ninguna manera, la Ley Antigua, lograr la erradicación y purificación del corazón.

Por el contrario, la Nueva Ley de Jesucristo, la Ley de la Gracia Santificante, es infinitamente superior a la Ley Antigua, puesto que logra lo que esta no puede hacer: transformar por completo lo más profundo del ser del hombre, sanándolo de raíz, en su acto de ser; la gracia obra sobre el ser, es decir, a nivel ontológico, a nivel de naturaleza y no simplemente a nivel moral; la gracia obra una verdadera conversión porque hace partícipe al alma de la naturaleza divina y esto sucede a nivel ontológico, lo cual se traduce luego a nivel ético, moral o de comportamiento, pero la transformación moral o conversión cristiana se basa en la participación a nivel ontológico, lo cual solo es posible por la acción de la gracia. Y es esta participación en la naturaleza divina la que sana, restaura, transforma y, todavía más, diviniza, al corazón del hombre, convirtiéndolo en un corazón nuevo, un corazón que es una copia viviente, una imitación y una prolongación del Sagrado Corazón del Hombre-Dios Jesucristo, un corazón que paulatinamente, por la acción de la gracia, va dejando de ser simplemente humano, para ser cada vez más divino. Todo esto, no lo podía hacer de ninguna manera la Ley Antigua, la cual solo era una figura de la Ley Nueva; por esta razón la Ley Antigua se limitaba a quitar físicamente al pecador -como en el caso de la mujer adúltera-, pero dejando al pecado enraizado en el corazón de todos y cada uno de los hombres -como en el caso de los fariseos que acusan a la mujer adúltera-. La Ley Antigua ofrecía a Dios sacrificios de animales, pero estos sacrificios eran absolutamente incapaces de transformar el corazón humano, al ser incapaces de quitar el pecado; la Nueva Ley, por el contrario, al estar sellada con la Sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús, sacrificado en el Altar de la Cruz, en el Calvario, de una vez y para siempre y renovado este Santo Sacrificio cada vez, incruenta y sacramentalmente, en el Altar del Sacrificio, en la Santa Misa, al ser derramada sobre los corazones de los hombres, disuelve sus pecados, quita los pecados de los corazones, purifica los corazones manchados por el pecado, los santifica con la Sangre del Cordero y así santificados con esta Sangre Bendita y Preciosísima, los convierte en imágenes vivientes y palpitantes del Corazón del Cordero, del Corazón de Jesús, el Cordero de Dios, que late en la Eucaristía.

Según se relata en el Antiguo Testamento, Moisés, por orden divina, sacrificaba los corderos en el altar y luego esparcía la sangre de los corderos sacrificados sobre el pueblo (cfr. Éx 24, 8), lo cual significaba que Dios perdonaba los pecados del pueblo; sin embargo, la sangre de estos animales no podía de ninguna manera perdonar los pecados, por lo que el gesto de Moisés era únicamente externo y simbólico y un anticipo y figura de lo que habría de ser donado en la Nueva Ley. Y lo que es donado en el Nuevo Testamento y que sí perdona los pecados, porque efectivamente quita los pecados del mundo y del corazón del hombre, es la sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús, Sangre que brota, como de su fuente, de sus heridas abiertas y de Su Corazón traspasado en la cruz, para caer en las almas de los hombres y perdonarles sus pecados, sus muchos pecados, todos sus pecados, por abundantes y enormes que sean. La Sangre del Cordero de Dios, mediante la cual el Padre nos perdona, se derrama en el altar de la cruz y se renueva su efusión en la cruz del altar, porque así Dios Trino sella su pacto de amor misericordioso con los hombres, un pacto por el cual nosotros como Iglesia le ofrecemos el Cordero del Sacrificio y Él a cambio derrama sobre nosotros la Sangre del Cordero, Sangre por la cual Dios disuelve nuestros pecados, así como el humo negro se disuelve en el aire fresco de una mañana soleada y límpida.

Cuando condenamos y lapidamos a nuestro prójimo, haciendo resaltar sus defectos, haciendo caso omiso del enorme mal que anida en nuestros corazones, nos identificamos con los fariseos del Evangelio, prontos a condenar al prójimo, pero interiormente ciegos, compasivos e indulgentes con nuestras propias maldades. Antes de condenar a nuestro prójimo, deberíamos tener presente siempre esta escena evangélica y sobre todo las palabras de Jesús: “El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”. Antes de condenar al prójimo, antes de hablar del prójimo, deberíamos decir nosotros, de nosotros mismos: “Si estoy libre de pecado, entonces podría condenar a mi prójimo, pero como no estoy libre de pecado, no condeno a mi prójimo, y repito en cambio las palabras de Jesús: ‘Yo no te condeno’”.

Pero no solo en los fariseos debemos vernos representados, sino también en la mujer pecadora, porque en la mujer pecadora está representada la humanidad caída en el pecado y pecadora y nosotros no somos, de ninguna manera, la excepción. Nuestro objetivo, como cristianos, como imitadores de Cristo, es precisamente imitar a Cristo, es decir, no es ser, ni fariseos, ni quedarnos en el pecado, como la mujer pecadora antes de su encuentro con Jesús: nuestro objetivo en esta vida terrena es recibir el perdón de Cristo, arrepentirnos de nuestros pecados, y tratar de imitar la bondad y la misericordia que Jesús tiene con la mujer al perdonarle sus pecados.

En el perdón de Jesús vemos en acción a la Divina Misericordia, que en vez de condenar y sumarse al castigo de la mujer pecadora, no solo no la castiga, sino que la perdona. Así está prefigurado en esta escena el Sacramento de la Confesión, porque el perdón de Cristo a la mujer pecadora es el perdón que da Dios al alma a través del sacerdote ministerial en el sacramento de la confesión.

La Presencia del Sumo Sacerdote Jesucristo se actualiza en el Sacramento de la Confesión, quitando al alma sus pecados y así el corazón del pecador, que antes de la confesión era un corazón ennegrecido por el mal, por el sacramento de la confesión es purificado, limpio, sano, y convertido en una copia humana del Corazón del Salvador, haciéndose realidad la Palabra de Dios revelada en el profeta Isaías: “Aunque vuestros pecados fueren como la grana, quedarán blancos como la nieve. Y si fueren rojos como el carmesí, quedarán como lana (cfr. 1, 18)”.

No estamos en esta vida para ser, ni fariseos injustos, ni tampoco pecadores; estamos en esta vida terrena para ser, para nuestros prójimos, una copia viviente del Corazón de Jesús; nuestro corazón no solo no debe reflejar nuestro “yo” egoísta, el cual debe desaparecer para siempre, sino que debe reflejar la bondad, la misericordia, la compasión, la caridad, del Corazón de Jesús, pero, como dice Jesús: “Nada podéis hacer sin Mí”, por lo que esa tarea de transformar nuestro corazón en una copia del Corazón de Jesús, se realiza por dos sacramentos: la confesión sacramental y el sacramento del altar, la Eucaristía.

Por el sacramento de la confesión, nuestro corazón se purifica y santifica; por la Eucaristía, recibimos al Sagrado Corazón, que se funde en un solo corazón con el nuestro. Solo así estaremos en grado de imitar a Jesús, de obrar con nuestro prójimo lo que Jesús obra con la mujer pecadora: perdonar y amar, amar y perdonar.

 


jueves, 2 de julio de 2020

“Si un ciego guía a otro, los dos caerán en un pozo”


La Parábola de los ciegos: el ciego que guía a otro ciego . 1107 ...

“Si un ciego guía a otro, los dos caerán en un pozo” (Mt 15,1-2.10-14). La frase de Jesús es pronunciada en el contexto de su diálogo con los fariseos, en el que estos reprochaban a Jesús el hecho de que sus discípulos no se lavaran las manos antes de comer. Lo que Jesús les quiere hacer ver es que las normas de los judíos son normas inventadas por humanos y que no tienen incidencia en el espíritu: una ablución de manos, hecha con sentido religioso y no higiénico, no sirve para purificar el espíritu del mal que ha obrado. De ahí que Jesús les diga que lo que hace impuro al hombre no es “lo que entra por la boca” -el alimento corporal-, sino “lo que sale de ella”, es decir, lo que sale del corazón. Esta enseñanza se complementa con la otra en la que Jesús afirma que “lo que hace impuro al hombre son las cosas que salen de su corazón”, porque es en el corazón del hombre, herido por el pecado original, donde se gestan y originan “toda clase de cosas malas”. Los fariseos hacen al revés de lo que deberían hacer, purifican sus manos pensando que lo que hace malo o impuro al hombre es lo que él consume -de ahí las abluciones de manos  y la división de alimentos en puros e impuros-; Jesús viene a corregir este error, afirmando que no es eso lo que hace malo al hombre, sino el pecado que se engendra en su corazón y es por eso que las abluciones de manos antes de comer no tienen un sentido religioso, aunque sí lo pudieran tener en sentido higiénico.
“Si un ciego guía a otro, los dos caerán en un pozo”. Los cristianos no nos guiamos por la ley antigua, sino por la Ley Nueva de Jesucristo, la Ley del Nuevo Testamento. Si nos dejáramos guiar por los escribas y fariseos, seríamos como los ciegos guiados por otros ciegos: caeríamos todos en el pozo del error y la mentira. Por esta razón es que las palabras de Jesús constituyen, para nosotros, la luz que nos conduce por el camino al Cielo. Más que lavar nuestras manos, debemos lavar nuestros corazones, manchados por el pecado, en el Sacramento de la Penitencia.

miércoles, 22 de marzo de 2017

“No he venido a abolir la ley sino a darle plenitud”


“No he venido a abolir la ley sino a darle plenitud” (Mt 5, 17-19). Jesús, siendo Dios, había dado –junto al Padre y al Espíritu Santo- a Israel una Ley: “Dios, nuestro creador y nuestro redentor, se escogió a Israel como pueblo de su propiedad y le reveló su ley, preparando así la venida de Cristo”[1]. Pero esta Ley, dada en el Antiguo Testamento, no tenía fuerzas para llevar a la santificación, puesto que, escrita en tablas de piedra, sólo mostraba el precepto que conducía a la santidad, pero no otorgaba la santidad: “La ley antigua es la primera etapa de la ley revelada. Sus prescripciones morales están resumidas en los diez mandamientos (…) Prohíben lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo y prescriben lo que le es esencial. El decálogo es una luz ofrecida a la conciencia de toda persona para manifestarle la llamada y los caminos de Dios y para protegerla del mal”. Siendo “buena y santa” en sí misma, la Ley del Antiguo Testamento, reflejada en el Decálogo, no concedía por sí misma la fuerza misma de Dios, necesaria para vivirla en plenitud: “Según la tradición cristiana, la ley santa, espiritual y buena (Rm 7,12ss) es todavía imperfecta. Como un pedagogo (Ga 3,24) la ley indica lo que hay que hacer, pero no da por sí misma la fuerza, la gracia del Espíritu, para ponerlo por obra. A causa del pecado, que la ley no puede borrar, ésta sigue siendo una ley de servidumbre... Es una preparación al evangelio”[2]. La Ley antigua no concedía la santidad, ni quitaba el pecado; sólo mostraba el camino para llegar a Dios.
Ahora, en cuanto Verbo de Dios Encarnado, Jesús viene “no a abolir”, sino a “darle plenitud” a esa Ley, es decir, viene a darle aquello que la Ley antigua no tenía ni podía dar: la fuerza de Dios para cumplirla, y la santidad de Dios en el alma, objetivo último del Decálogo y de la Nueva Ley de Jesús.    
Esta “plenitud” que Jesús viene a dar a la Ley, es “la gracia del Espíritu Santo concedida a los fieles por la fe en Cristo –y, añadimos nosotros, por los sacramentos de la Iglesia Católica- (…) La ley nueva o la ley evangélica es la perfección aquí en la tierra, de la ley divina, natural y revelada. Es obra de Cristo (y) del Espíritu Santo y, por él, se convierte en la ley interior de la caridad: “...yo concluiré con el pueblo de Israel y de Judá una alianza nueva...Pondré mis leyes en su mente y las escribiré en su corazón; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (Heb 8, 8-10)”[3].
En otras palabras, la “Ley Nueva” que viene a traer Cristo, que es la “plenitud” de la Ley mosaica, es la ley de la gracia, la ley por la cual Dios Uno ya no está en el Monte Santo, siendo accesible sólo a Moisés, sino que, revelado en Cristo como Uno y Trino, como Trinidad de Personas, está en el corazón del justo. Inhabitación de la Trinidad en el alma del justo, participación a la santidad misma de Dios Uno y Trino, es en eso en lo que consiste la “plenitud” de la Ley o la Ley Nueva de la caridad de Jesucristo.



[1] Catecismo de la Iglesia Católica, 1961-1967.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

martes, 25 de marzo de 2014

“No he venido a abolir la Ley, sino a dar cumplimiento”

 
“No he venido a abolir la Ley, sino a dar cumplimiento” (Mt 5, 17-19). Lo que nos quiere decir Jesús es que no basta con un cumplimiento meramente exterior de la Ley de Dios; no basta con decir: “cumplo con los Mandamientos”, sino que se debe cumplirlos con el corazón, interiormente y en verdad. Jesús ha venido a traernos la gracia santificante, para que podamos cumplir con la Ley Nueva, en “espíritu y en verdad”, y no meramente de modo exterior y superficial. De nada vale cumplir un mandamiento divino, observándolo exteriormente, si en el alma, en el corazón del hombre, hay otra cosa totalmente opuesta. De nada vale el ayuno de un viernes, por ejemplo, si se guarda rencor hacia un prójimo. Es la gracia santificante la que nos permite el verdadero cumplimiento de la Ley, el cumplimiento “en espíritu y en verdad”, porque nos une al Espíritu de Dios y así nos sustrae del peligroso engaño del fariseísmo, verdadero cáncer de la religión, que se conforma con un cumplimiento meramente extrínseco de los preceptos religiosos.

“No he venido a abolir la Ley, sino a dar cumplimiento”. Como cristianos, debemos siempre, permanentemente, pedir la asistencia del Espíritu Santo, para no caer en el fariseísmo, que es el principal enemigo de nuestra propia salvación.

viernes, 15 de marzo de 2013

“El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”



(Domingo V - TC - Ciclo C - 2013)
         “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra” (Jn 8, 1-11). Los judíos llevan a una mujer, sorprendida en adulterio, ante la presencia de Jesús. La han sorprendido cometiendo una falta contra la ley mosaica y han dictaminado ya, antes de llevarla a Jesús, cuál es la pena que se debe aplicar: la lapidación. Sorprende, para nuestra mentalidad moderna, del siglo XXI, una pena tan brutal, y sorprende más el saber que esa pena había sido aprobada nada menos que por Moisés, pero la sorpresa por la brutalidad de la ejecución, da lugar a otra sorpresa, y es que la pena es impuesta no porque Dios lo quisiera así, sino porque lo permite, debido a la dureza del corazón del hombre. La caída de la humanidad, del estado de gracia original, al estado de ausencia de gracia por el pecado original, ha arrojado al hombre a un mundo sorprendentemente brutal, un mundo sin Dios y sin su misericordia. La brutalidad de la ejecución de la mujer, la lapidación, así como también otras muestras de barbarie cometidas por el hombre contra el hombre, son un pálido reflejo de la devastación que ha producido el pecado en el interior del hombre, devastación y desolación que han sofocado, aplastado, destruido y expulsado de su corazón al Amor de Dios. Y sin Amor de Dios, no hay ni amor, ni compasión, ni piedad en el hombre, y es esto lo que explica la dureza del castigo que quieren aplicar a la mujer adúltera.
         Lo que puede apreciarse en este pasaje evangélico es que, en el Antiguo Testamento, la vivencia de la Ley de Dios es más bien material, extrínseca, y no llega al corazón del hombre, lo cual conduce a situaciones como esta: ante una violación de la ley, se debe aplicar el castigo correspondiente, sin dar lugar, en el que acusa, a la compasión, al perdón, a  la misericordia; sin dar lugar, en el acusado, al arrepentimiento, al pedido de perdón, a la posibilidad de reparar el daño cometido. Se comete la falta y se la castiga con todo el peso de la ley, sin reparar que el que castiga, también comete faltas, y que el que debe recibir el castigo, tiene también la posibilidad de recibir el perdón.
         Jesús, por el contrario, trae la Ley Nueva de la Caridad, ley cuyo fundamento es el amor sobrenatural a Dios y al prójimo, y cuya esencia es la compasión y la misericordia. Pero además, la novedad de la Ley Nueva de Jesús es que siendo Dios, Jesús concede la verdadera introspección, por medio de la iluminación de la conciencia a través de la gracia. Junto a la formulación de la Ley Nueva, Jesús otorga la gracia santificante, que es una luz surgida de su Ser trinitario, por medio de la cual la conciencia humana es iluminada con esta luz celestial, y así puede ver en su interior y descubrirse a sí mismo en su estado frente a Dios. La luz de la gracia, concedida por Jesús, permite al hombre ser consciente de su estado frente a Dios y a su Ley, y es así que, gracias a la iluminación interior por la gracia, el hombre se da cuenta que, sin Dios y su gracia, en él sólo hay pecado y miseria; por la luz que le concede la gracia de Cristo, el hombre se da cuenta de que sin Dios y su gracia, él es “nada más pecado”, como dicen los santos; sin Dios y su gracia, el hombre se da cuenta de que, siendo él mismo pecador, no está en grado alguno de juzgar y mucho menos condenar y castigar a su prójimo, tanto más cuanto que la luz de la gracia santificante, que lo ilumina, puesto que se trata de una participación a la Luz eterna del Ser trinitario, Ser que es Amor en Acto Puro, le concede, al tiempo que la ilumina y le hace ver su miseria, la participación en el Amor divino, lo cual vuelve imperiosa la misericordia. Sin embargo, el hombre es libre, y puede rechazar voluntariamente el don de la gracia divina, gracia que le hace ver, a un mismo tiempo, su condición de “nada más pecado” y la necesidad absoluta de comunicar el Amor de Dios a su prójimo, que es pecador como él, como condición sine qua non para vivir del Amor divino.
         Es por esto que un cristiano que no perdona, que no se conduele de las debilidades del prójimo, que busca en el prójimo sólo acusar, juzgar y castigar, que levanta su dedo acusador y su mano castigadora, en vez de inclinarse al perdón, a la compasión, a la misericordia, es un contra-sentido, una negación viviente del Amor de Dios, un impostor y embaucador, un hipócrita y un falso, un mentiroso, aliado del Príncipe de la mentira, un homicida, aliado del “Homicida desde el principio”, un cainita que abre la boca para condenar a su hermano y levanta su mano para castigar; ese tal cristiano, lo es sólo de nombre, porque más que cristianos, es un hombre de las tinieblas, que se sumerge voluntariamente en la más negra oscuridad del espíritu al negar la Luz eterna, Cristo Jesús, que le manda imperativamente amar, perdonar, compadecerse del prójimo que ha pecado.
Cristo Jesús no solo formula una Nueva Ley, sino que concede además la gracia santificante, que es una luz que permite la iluminación de la conciencia, por medio de la cual el hombre se reconoce en su verdadero estado frente a Dios: “nada más pecado”, y por medio de la cual se le hace imperativo convertirse en un canal viviente de la misericordia divina, es decir, ser un portal abierto del Amor de Dios hacia sus prójimos, si es que quiere él mismo participar y vivir en su plenitud del Amor y de la Misericordia Divina.
La iluminación que proporciona la gracia santificante de Cristo, por medio de la cual el hombre realiza la introspección verdadera, la que conduce a descubrirse como pecador y a estar necesitado del perdón divino porque él no es Dios, es la verdadera iluminación de la conciencia, opuesta a la falsa introspección gnóstica propiciada por la Nueva Era, la introspección de la meditación trascendental, del yoga, del budismo, de las religiones orientales, del paganismo, todas las cuales conducen al endiosamiento propio y a la negación del verdadero Dios.
Si el cristiano no se deja iluminar por la luz de Cristo, por Cristo, que es Luz eterna, luz por medio de la cual descubrirá que sólo Cristo es Dios y que Él, con su sacrificio en Cruz, ha derramado su Sangre para perdonarlo y para que sea misericordioso con su prójimo, si no hace así, el cristiano se convertirá en cristiano gnóstico, porque al rechazar la luz de la gracia, se verá envuelto en la oscuridad del gnosticismo, en la cual se creerá que es una chispa de la divinidad, que no tiene necesidad de ser perdonado y tampoco de perdonar, y así se convertirá en verdugo de su prójimo.
Es por esto que el cristiano gnóstico se comporta como los fariseos, porque al rechazar la luz de la gracia, queda envuelto en la contemplación de sí mismo, que le hace creer erróneamente que es justo y que por ese motivo tiene derecho a juzgar, condenar y castigar al prójimo.
 “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Un cristiano auténtico se diferencia del cristiano gnóstico o acuariano, o Nueva Era, en que el cristiano auténtico, aquel que se deja iluminar por la gracia de Jesucristo, se reconoce pecador y necesitado de misericordia, además de ser consciente de que no le corresponde juzgar, condenar o castigar a su prójimo; el cristiano gnóstico, el que rechaza la gracia, por el contrario, se erige en juez y verdugo de su prójimo, el que levanta la mano para tirar la primera piedra.

jueves, 17 de marzo de 2011

Antes de acercarte al altar, reconcíliate con tu prójimo


“Antes de comulgar, reconcíliate con tu prójimo” (cfr. Mt 5, 20-26). Con la ley nueva de la gracia que trae Jesús, las exigencias son mucho mayores: antes, para ser condenado, ya sea por la justicia humana o por la divina, se debían cometer delitos sumamente graves, como el quitar la vida. Sin embargo ahora, con la Ley Nueva, basta para merecer la condena –incluso eterna-, quien se enoje con su prójimo: “merece la condena del fuego”, dice explícitamente Jesús.

Es decir, hay una profundización substancial en la Ley Nueva, la ley de la gracia: si antes, para merecer un castigo, sea humano o divino, se debía llegar a la violencia extrema de quitar la vida física al prójimo, ahora basta solamente con el acto interior de enojo hacia el prójimo, para merecer la condena eterna –“el fuego”-, en donde no sólo padece el cuerpo la acción ardiente del fuego, sino también el alma.

Este es el motivo por el cual Jesús dice que la justicia de los cristianos debe ser “superior” a la de los fariseos.

El cristiano no se puede contentar con decir “yo no mato a nadie”; “yo no hago mal a nadie”. Si el cristiano conserva antipatía, enojo, rencor y, con mucha más razón, odio, hacia su prójimo, entonces no solo se vuelve indigno de comulgar, sino que se hace merecedor de un castigo espiritual inimaginable.

Si Dios es un Dios que, por puro amor y misericordia, nos ha perdonado desde la cruz, entonces no tenemos ningún pretexto para no hacer lo mismo para con nuestro prójimo.

Además, sería un contrasentido, una negación del Amor de Dios, el que una persona comulgue con un corazón rencoroso, puesto que en la comunión sacramental recibe al Dios que desde la cruz otorga su perdón y que es, en sí mismo, el Amor y la Misericordia personificados.

“Antes de comulgar, reconcíliate con el prójimo”. No puede acercarse a la comunión, so pena de cometer un sacrilegio, un cónyuge que no perdone al otro cónyuge, un hijo que esté enemistado con su padre, un padre que haya abandonado a su hijo, un cristiano cualquiera que no ame a sus enemigos.