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miércoles, 8 de abril de 2015

Miércoles de la Octava de Pascua


(2015)

        “Lo reconocieron al partir el pan” (Lc 24, 13-35). Los discípulos de Emaús se encuentran con Jesús resucitado. Al igual que sucede con otros discípulos, no reconocen a Jesús en un primer momento y, aunque conversan y caminan con Él, lo tratan como a un desconocido, como a un extranjero. Esto último es muy llamativo, puesto que, habiendo sido discípulos de Jesús en su vida terrena, lo ven ahora, resucitado, cara a cara, pero no lo reconocen, tratándolo como “forastero”: “¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!”. Es decir, al igual que María Magdalena y otros discípulos a los que se les aparece Jesús resucitado, los discípulos de Emaús confunden a Jesús, en este caso, con un “forastero”, un extranjero. No se dice qué es, pero “algo” les impide reconocer a Jesús: “algo impedía que sus ojos lo reconocieran”. Ahora bien, sea lo que sea lo que les impedía reconocer a Jesús, es retirado de en medio en el momento en el que Jesús, sentado a la mesa con ellos, “parte el pan”: “Y estando a la mesa tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron”. Paralelamente, el reconocimiento de Jesús, por parte de la inteligencia iluminada por la gracia, va acompañado de un encenderse los corazones en el Amor de Dios, el cual es experimentado como un ardor en sus pechos: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”. La fracción del pan, la acción sacramental de Jesús, representa para los discípulos el fin de sus tinieblas espirituales, puesto que, a partir de ese momento, reconocen a Jesús resucitado, y esto se debe a que, en ese momento, en la fracción del pan, Jesús sopla sobre ellos el Espíritu Santo, que es quien les concede la iluminación sobrenatural de sus inteligencias y les incendia sus corazones en el fuego del Divino Amor.
“Lo reconocieron al partir el pan”. Hasta entonces, los discípulos de Emaús no solo no reconocen a Jesús, sino que lo tratan de “forastero” y de “forastero ignorante”, y esto tiene una fuerte connotación: un forastero es, por esencia, ignorante: es ignorante de la costumbre y de la historia del lugar, y por lo tanto, no tiene nada que aportar a los que sí saben, así se lo hacen saber y sentir los discípulos de Emaús: “¿Eres el único forastero que ignora lo sucedido?” Le están diciendo: “forastero” e “ignorante”, y además de eso, imponen su propia versión de la historia, que es una versión en la cual dudan de la resurrección de Jesús y del testimonio de las mujeres que han visto a Jesús resucitado, con lo cual, paradójicamente, presentan una versión ignorante de la Resurrección. Recién hacia el final del episodio, con la luz de la gracia concedida por Jesús, los discípulos podrán salir de sus tinieblas y reconocer a Jesús.
También nosotros nos comportamos, la mayoría de las veces, como los discípulos de Emaús, porque tratamos a Jesús, el Hijo de Dios encarnado, como a un “forastero”, como a un “extranjero”, y por lo tanto, como en el caso de los discípulos, pensamos que Jesús no tiene nada para aportarnos en nuestra vida personal, desde el momento en que sus enseñanzas no nos sirven para aprender a ganar el cielo; lo tratamos como “extranjero”, cuando no cumplimos sus Mandamientos, los Mandamientos de Jesús, que son los Mandamientos de Dios; lo tratamos como un “extranjero” y le decimos “forastero ignorante”, cuando queremos vivir como nos parece, siguiendo nuestra propia voluntad y nuestro propio parecer y nuestro propio camino, olvidándonos a cada momento de Él y de su Pasión, sufrida por nuestro amor y para nuestra salvación, y esto hacemos cuando pensamos que esta vida puede ser vivida tranquilamente sin su Presencia, sin su gracia, sin su Espíritu, y haciendo así, vamos por el mundo “con el semblante triste” y sombrío, como los discípulos de Emaús, porque no hemos entendido que Jesús ha resucitado para hacernos partícipes de su Pascua, su “paso” de “este mundo al Padre”, por medio de su cruz”; olvidándonos de Jesús, como los discípulos de Emaús, perdemos de vista la vida eterna y la eterna bienaventuranza en el Reino de los cielos, viviendo en esta vida como si esta vida fuera para siempre y como si no fuera a terminar en algún momento, como si no fuéramos a “ser juzgados en el Amor, en el atardecer de nuestras vidas”, como si no tuviéramos que rendir cuentas de nuestras acciones, buenas y malas, en el juicio particular primero y en el Día del Juicio Final después.
“Lo reconocieron al partir el pan”. Sin embargo, si nosotros tratamos a Jesús como a un “forastero ignorante”, Jesús, en cambio, nos trata como a amigos, como en la Última Cena: “Ya no os llamo siervos, sino amigos”, y nos da su Amor, como a los discípulos de Emaús, partiéndonos para nosotros el Pan y lo hace en cada Santa Misa, pero a nosotros nos trata con un amor infinitamente más grande que a ellos, porque si a ellos les dio la gracia de reconocerlo, para desaparecer al instante, a nosotros en cambio, en cada Santa Misa, se nos da en el Pan Eucarístico, para comunicarnos desde allí la infinita plenitud del Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, para quedarse con nosotros, en nosotros, en nuestros corazones. Por eso, junto a los discípulos de Emaús le decimos a Jesús Eucaristía: “Quédate en nosotros por la comunión eucarística, Jesús, y no te vayas, porque la noche de esta vida se hace larga y demasiado oscura; quédate en nosotros, porque ya es tarde y el día de esta vida terrena se acaba y comienza la vida eterna; quédate en nosotros, camina con nosotros por el resto del camino de nuestras vidas y condúcenos, por tu Pascua, tu paso, de esta vida, a la vida eterna, al Reino de los cielos, el seno del Eterno Padre”. 

miércoles, 1 de abril de 2015

Jueves Santo de la Cena del Señor


La Última Cena, el anticipo incruento y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, 
y la Primera Misa.

(2015)
         “Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, y habiendo amado a los suyos, los amó hasta al fin” (Jn 13, 1-15). El Jueves Santo, en la Última Cena, Jesús sabe, en su omnisciencia divina, que ha llegado su “Hora”, la “hora de pasar de este mundo al Padre”, la Hora del Calvario, la Hora de la cruz, la Hora de su sacrificio como Víctima Inocente, inmolada en el ara de la cruz, por la salvación de la humanidad. En la Última Cena, Jesús sabe que la Hora de su paso al Padre, la Pascua –eso significa “Pascua”, “paso”-, se aproxima, y por eso, porque sabe que llega a su fin su vida en la tierra -porque habrá de morir en la cruz para dar vida a quienes están muertos por el pecado-, realiza el supremo acto de amor anticipando sacramentalmente, en la Cena Pascual, el sacrificio de la cruz, entregando su Cuerpo en la Eucaristía y convirtiendo la substancia del vino pascual, servido en la cena, en su Sangre. Antes de partir “de este mundo al Padre”, es decir, antes de subir para morir en el leño ensangrentado de la cruz, Jesús anticipa, en la Última Cena, el sacrificio que habrá de realizar en el Monte Calvario y obra sacramentalmente lo mismo que habrá de realizar, cruentamente, en el Monte Calvario, sobre la cruz: así como en el Monte Calvario entregará su Cuerpo en la cruz y derramará su Sangre, así en la Última Cena, entregará su Cuerpo en la Eucaristía y vertirá su Sangre en el cáliz, convirtiendo las substancias del pan y del vino, por la potencia del Divino Amor espirado por Él, en su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
“Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, y habiendo amado a los suyos, los amó hasta al fin”. En el fin de su vida terrena, Jesús “ama a los suyos hasta el fin”, y la muestra de su amor hasta el fin, es que no solo se queda en la Eucaristía, a pesar de que morirá en la cruz, sino que, para asegurarse de que permanecerá “con los suyos hasta el fin del mundo” (cfr. Mt 28, 20), instituye al mismo tiempo el sacerdocio ministerial, consagrando a sus Apóstoles como sacerdotes, para que por medio del misterio de la liturgia eucarística de la Santa Misa, Él pueda obrar, a lo largo de los siglos, y hasta el fin de la historia, por medio de los sacerdotes, lo mismo que hizo en la Última Cena y en el Santo Sacrificio de la Cruz: entregar su Cuerpo y derramar su Sangre para la salvación de los hombres.

“Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, y habiendo amado a los suyos, los amó hasta al fin”. La Última Cena, el Santo Sacrificio de la Cruz y la Santa Misa, renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, están unidos por un mismo y único Amor, el Amor de Jesús “hasta el fin”, el Amor que lo llevó a entregar su Cuerpo como Pan Vivo bajado del cielo y a derramar su Sangre en el cáliz, como el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, y es el mismo Amor que se dona en su totalidad en cada comunión eucarística, en su Sagrado Corazón Eucarístico. Es por esto que Jesús no solo “nos amó hasta el fin” en la Última Cena y en la Cruz: nos continúa amando y nos “ama hasta el fin” en cada Santa Misa, porque cada Santa Misa renueva el don de la Eucaristía, que contiene la infinita plenitud del Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Así como "nos amó hasta el fin" en la Última Cena, Jesús “nos ama hasta el fin” en cada Eucaristía; por eso mismo, debemos preguntarnos por qué nosotros no hacemos lo mismo con Él en cada comunión eucarística y por qué comulgamos tan distraídamente y por qué no somos capaces de "amarlo hasta el fin" en cada comunión eucarística; es decir, debemos preguntarnos por qué no somos capaces de amarlo en la comunión eucarística así como Él nos amó en la Última Cena.

sábado, 16 de abril de 2011

Jueves Santo

Sólo Cristo en la Eucaristía es nuestra Pascua


No se puede entender la Pascua cristiana sino se tiene en cuenta aquello que era su sombra y figura, la Pascua Judía. Los judíos celebraban la Pascua Judía, en la cual conmemoraban las maravillas de Yahveh realizadas a favor del Pueblo Elegido. En esa Pascua, se comía un cordero asado, acompañado de hierbas amargas y de pan sin levadura, y se brindaba, con la copa de bendición, con vino.

“Pascua” significa “paso”, y era lo que los judíos conmemoraban: el “paso” de Egipto a la Tierra prometida, y el “paso” a través del Mar Rojo, en donde Yahvéh había abierto el mar en dos, para que los judíos pudieran pasar a través del lecho seco del mar; en el desierto, les había dado el maná, el pan bajado del cielo; les había dado codornices; les había hecho brotar agua de la roca; les había curado de la mordedura mortal de las serpientes con la serpiente de bronce hecha por Moisés. Ya incluso antes de salir de Egipto, Yahvéh había comenzado a obrar maravillas, al enviar al ángel exterminador, que preservó las casas de los hebreos, cuyos dinteles habían sido señalados con la sangre del cordero.

Al comer la carne de cordero, las hierbas amargas y el pan sin levadura, y al bendecir la cena pascual con el cáliz de bendición, los judíos recordaban todos estos maravillosos prodigios hechos por Yahvéh a favor suyo.

Yahvéh los había liberado, los había sacado de la esclavitud de Egipto, y los había liberado de sus enemigos, y los había introducido en la Tierra prometida. La cena pascual tenía este sentido de recuerdo, de memorial, en el sentido de traer a la memoria estos admirables hechos, para dar gracias a Yahvéh, el único Dios verdadero.

Con todo lo admirable que eran -y que continúan siendo- las maravillas de Yahvéh, la Pascua Judía, y los mismos hechos que la originan, eran solo una figura, una sombra, una prefiguración, de la verdadera Pascua, la Pascua de Cristo Jesús: todo lo ocurrido con el Pueblo Elegido, habría de verificarse con el Pueblo Elegido, no ya en sombras y figuras, sino en la realidad.

Si antes de salir de Egipto, las casas de los judíos habían sido señaladas en sus dinteles con la sangre del cordero pascual, ahora, para los cristianos, el Nuevo Pueblo Elegido, serían señaladas no sus casas materiales, sino las espirituales, es decir, sus almas, con la Sangre del Verdadero Cordero Pascual, Cristo Jesús, al mojar el cristiano sus labios con el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.

Si al salir de Egipto, los judíos pudieron atravesar el Mar Rojo porque Yahvéh abrió sus aguas, de modo que pusieron atravesar el lecho seco del mar sin temor a ahogarse, para dirigirse a la ciudad de Jerusalén, con Cristo Jesús, Pascua y Paso verdadero, los cristianos pueden atravesar el mundo, para dirigirse hacia la Jerusalén celestial, la patria del cielo.

Si en la Antigüedad Yahvéh había abierto las aguas del Mar Rojo, para que los judíos fueran librados de sus enemigos, al ser estos inundados con las aguas del mar, ahora, Dios Padre, permite que una lanza abra el Corazón de su Hijo, para que el mundo sea inundado por las aguas celestiales, la gracia Divina, la Misericordia de Dios.

Si en la Pascua los judíos celebraban que, al atravesar el desierto, a ellos, fatigados por la travesía y sedientos por el sol del desierto, y hambrientos por el esfuerzo, habían recibido de Yahvéh la nube que los había protegido con su sombra, les había dado codornices, y les había hecho llover maná del cielo, y para su sed les había hecho salir agua de la roca con la vara de Moisés, ahora, en la Nueva Pascua, que es Cristo, Dios Padre da, al Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica, algo más sabroso que carne de codornices, les da la carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo, y les da un maná verdadero, el verdadero Pan del cielo, la Eucaristía, y les da algo que sacia la sed, no del cuerpo, sino del alma, la gracia divina, que sale no de una roca, sino del Corazón abierto del Salvador en la cruz.

Si la Pascua para los judíos consistía en atravesar el lecho seco del mar, para llegar a la Tierra Prometida, para el cristiano, la Pascua consiste en unirse, íntima y espiritualmente, por la fe y por la gracia, a Cristo, muerto y resucitado.

Si la Pascua, el “paso” para los judíos era pasar de la esclavitud de Egipto a la Tierra Prometida, la Jerusalén del Templo, la tierra que “mana leche y miel”, por la abundancia de sus bienes materiales, derivados de la Presencia del Señor en el Templo de Salomón, la Pascua para los cristianos, el “paso”, es pasar de la esclavitud del pecado, a la libertad de los hijos de Dios, libertad dada por la gracia, que destruye el pecado en el corazón del hombre, lo fortalece para luchar contra sus enemigos, el demonio, el mundo y la carne, y le concede una vida nueva, la vida de la gracia, que lo hace vivir con la vida misma de Dios Trino, y entrar en comunión de vida y de amor con las Tres Divinas Personas.

Si la celebración de la Pascua para los judíos consistía en comer carne de cordero, asada en el fuego, acompañada de hierbas amargas, de pan sin levadura, y el cáliz de bendición, para el cristiano, la Pascua consiste en comer sí carne de cordero, pero no la de cualquier cordero, sino la carne del Verdadero Cordero Pascual, asada en el fuego del Espíritu Santo, la Eucaristía, acompañada con las hierbas amargas de la tribulación, que acompaña a todo el que sigue a Cristo camino de la cruz; consiste en comer pan sin levadura, pero en realidad un pan que sólo parece ser pan, pues luego de las palabras de la consagración y de la transubstanciación obrada por el Espíritu de Dios, es el Cuerpo de Cristo resucitado, y por lo mismo es un Pan que da Vida eterna, la vida misma de Dios Uno y Trino; la Pascua cristiana consiste en acompañar la carne, las hierbas y el Pan de Vida eterna, con vino, pero no el que se elabora de la vid terrena, sino el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, que se obtiene en la vendimia de la Pasión, después de haber triturado a la Vid Verdadera, el Cuerpo de Cristo en el sacrificio de la cruz, y es por lo tanto un vino que parece vino, pero es en realidad la Sangre del Cordero de Dios.

Cristo Eucaristía es nuestra Pascua; en Él, en la unión con su cuerpo, tenemos el “paso” de esta vida a la vida eterna; unidos a Él, por el sacramento del altar, somos llevados al seno del Padre; unidos a Él, en la comunión, por el Espíritu Santo, pasamos de esta vida a la eternidad feliz en Dios Padre.

Sólo Cristo Dios en la Eucaristía es nuestra Pascua.