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miércoles, 29 de mayo de 2019

“Vuestra tristeza se transformará en alegría”



“Vuestra tristeza se transformará en alegría” (Jn 16, 16-20). Cuando Jesús envíe el Espíritu Santo, ésta será otra de sus funciones: cambiar la tristeza y el luto de los discípulos, por su muerte en cruz, por la alegría de la resurrección. El ejemplo patente son los discípulos de Emaús: antes de que Jesús sople sobre ellos el Espíritu Santo en la fracción del pan, los discípulos de Emaús “tienen el semblante triste” porque son cristianos racionalistas, que creen en un Cristo humano, incapaz de resucitar, derrotado por la Cruz. Creen en un Cristo muerto, pero no resucitado. Cuando Jesús sopla sobre ellos el Espíritu Santo, todo cambia, porque la luz del Espíritu Santo los ilumina y les da la capacidad de creer en la resurrección y en Cristo resucitado, de manera tal que luego de esto es que se dan cuenta de que el forastero con el cual hablaban era Cristo Jesús. Lo mismo sucede con el resto de los discípulos y Apóstoles: antes del soplo del Espíritu Santo, María Magdalena cree en Cristo muerto, pero cuando Jesús sopla sobre ella al Espíritu Santo, cree en Cristo resucitado y se alegra; de igual manera sucede con los discípulos que están “encerrados por miedo a los judíos”, no creen en la resurrección, pero cuando Jesús se les aparece y les sopla el Espíritu Santo, “no cabían en sí de la alegría”, dice el Evangelio.
         Es el Espíritu Santo el que cambia la percepción de los misterios de Cristo, es el que da la verdadera alegría, la cual no es una mera alegría humana, sino la Alegría de Dios: da a Dios, que es Alegría infinita y que transmite esa alegría de su Ser divino a quien se la comunica. Pidamos la verdadera alegría, no la alegría del mundo, sino la alegría de Cristo resucitado, para sobrellevar las tristezas de la vida presente.

lunes, 22 de octubre de 2012

“Estén preparados y con las lámparas encendidas”



“Estén preparados y con las lámparas encendidas” (Lc 12, 35-38). Con la figura de un hombre que regresa de improviso de una fiesta de bodas, y es esperado por sus siervos, Jesús enseña cómo tiene que prepararse el hombre para su muerte: ceñido, esperando al dueño, con las lámparas encendidas.
Ceñido, quiere decir vestido, y vestido, quiere decir en gracia santificante; esperando al dueño, quiere decir esperando el encuentro con el Hombre-Dios Jesucristo, que adviene en el momento de la muerte; con las lámparas encendidas, quiere decir con la luz de la fe en Cristo Dios.
Así como la llegada del dueño de casa, luego de las bodas, será de improviso, sin que nadie sepa cuándo será –“a medianoche o antes del alba”, el horario incierto de la llegada es indicador de que nadie sabe cuándo llegará-, así también el hombre debe esperar a Jesús, el Dueño de las almas, quien llegará de improviso, al final de los días de la vida terrena, establecidos por la Divina Sabiduría, para el encuentro en el día de la muerte de cada uno.
Y de la misma manera, así como el servidor que sea encontrado con esas disposiciones –ceñido, esperando al dueño, con las lámparas encendidas-, será feliz, y será él servido por su mismo señor, así también el alma que, al momento de su muerte, se encuentre en estado de gracia santificante, con la luz de la fe encendida y activa, esperando el encuentro con Jesús, será servido por Jesús, es decir, recibirá como recompensa todos los frutos de la Pasión de Jesús, su alma será bañada en la Sangre del Cordero, quedando resplandeciente, y así será conducido al festín eterno de los cielos.
“Estén preparados y con las lámparas encendidas”. Estado de gracia, fe activa en obras de misericordia, firme esperanza del encuentro personal con Cristo resucitado. Estas condiciones, necesarias para el día de la muerte, son las mismas que se necesitan para la comunión eucarística, anticipo de la felicidad eterna en los cielos.

domingo, 20 de mayo de 2012

Solemnidad de la Ascensión del Señor



“Luego de encomendarles el anuncio del Evangelio, el Señor Jesús fue llevado a los cielos” (Mc 16, 15-20). La Ascensión de Jesús a los cielos no es simplemente una parte del ciclo litúrgico que señala el fin del tiempo pascual y el inicio de otro.
         En la Ascensión de Cristo resucitado a los cielos vemos el destino final al cual todos los bautizados estamos llamados: el Reino de los cielos, en la compañía y en la contemplación de la Santísima Trinidad, de Cristo resucitado, de la Virgen María y de todos los ángeles y los santos.
La Ascensión de Jesús nos recuerda que esta vida terrena es solo una estadía temporal, momentánea, muy breve, en comparación con la eternidad a la que estamos destinados. Esta vida es, como dice Santa Teresa de Ávila, “una mala noche en una mala posada”, y la Ascensión de Jesús nos hace ver que luego de la noche de nuestro tiempo terreno y del sueño de una vida vivida en la mala posada, que es la tierra, nos espera el día de la eternidad en las moradas eternas del Padre.
Si esta vida es una “mala noche en una mala posada”, Jesús resucitado y ascendido al cielo nos recuerda que esta vida pasa pronto, y que antes que nos demos cuenta, nuestros años aquí en la tierra se terminan, para dar lugar al día esplendoroso de la eternidad en la Casa del Padre. Jesús, que es Cabeza del Cuerpo Místico, asciende primero para prepararnos un lugar, una morada, en la Casa del Padre, tal como lo había prometido en la Última Cena, antes de la crucifixión: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones (…) voy a prepararos un lugar” (Jn 14, 2).
Es por esto que la Ascensión de Jesús nos debe hacer reflexionar en cómo vivimos esta vida, porque nuestro destino final no es terreno, sino celestial, en la eternidad del Reino de los cielos. El gran error de muchos cristianos, es precisamente olvidar que Cristo ha resucitado y ha ascendido a los cielos, como preludio de nuestra propia resurrección y ascensión, y así estos cristianos, olvidándose que están llamados para vivir en el cielo, viven esta vida como si fuera la definitiva, dejando de lado los Mandamientos de Dios y desplazando a Jesucristo, el Salvador, por los intereses y los bienes materiales y terrenos.
En la Ascensión de Jesús vemos entonces nuestro destino final, pero como no podemos ascender al cielo en este estado, con el cuerpo y el alma no glorificados, y con la tendencia al mal y al pecado, consecuencia del pecado original, Jesús asciende para enviarnos al Espíritu Santo, que nos santifica con su gracia y nos capacita para entrar en el cielo. Sin la gracia santificante, que nos viene por los sacramentos, jamás podremos ingresar en los cielos, de ahí se ve el gran error de quienes reemplazan la Santa Misa dominical por los atractivos del mundo. Para muchísimos cristianos, lo más importante del Domingo es la programación televisiva, las reuniones en familia, los paseos, el fútbol, la política, las diversiones, sin darse cuenta de que todo eso un día habrá de desaparecer, y no quedará nada, ni siquiera el recuerdo, y entonces se darán cuenta que la Eucaristía y la Confesión sacramental, a los que despreciaron y olvidaron en vida, eran lo único que podía introducirlos en la vida eterna y llevarlos al cielo.
Jesús entonces asciende para prepararnos un lugar en las moradas del Padre, y para enviarnos el Espíritu Santo, que habrá de santificarnos por la gracia, convirtiéndonos en hijos adoptivos de Dios por el Bautismo y perdonándonos nuestros pecados por la Confesión sacramental, pero todavía no basta esto para que entremos en el cielo: hace falta que, de nuestra parte, demostremos que deseamos entrar en el cielo, y esa demostración es algo concreto, las obras de misericordia corporales y espirituales que manda la Iglesia.
Muchos cristianos piensan que las obras de misericordia que prescribe la Iglesia, son nada más que una lección a memorizar entre tantas, para aprobar los cursos de Primera Comunión y de Confirmación, lección que luego es olvidada en el cajón de los recuerdos, y no se preocupan en lo más mínimo de practicarlas y de vivirlas, sin darse cuenta que si no las practican, jamás entrarán en el Reino de los cielos, según las palabras del mismo Jesús, quien juzgará a cada uno por esas obras de misericordia: “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve sed y me disteis de beber; tuve hambre y me disteis de comer, estuve enfermo, preso, y me visitasteis…” (Mt 25, 31-46).
Los que se salvarán, los que ascenderán al cielo, serán aquellos que obraron la misericordia; en cambio, los que se condenen, los que en vez de ser ascendidos, serán precipitados en el infierno, serán aquellos que no obraron la misericordia, por entretenerse en los vanos atractivos del mundo: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, porque tuve hambre y sed, y estuve enfermo y preso, y no me socorristeis”.
El otro aspecto de la Ascensión de Jesús es que, si bien Jesús asciende con su Cuerpo glorioso y resucitado, no por eso deja a su Iglesia y a sus amigos sin su Presencia, ya que al mismo tiempo que asciende al seno del Padre, de donde vino, se queda aquí, en la tierra, en el seno de su Iglesia, la Eucaristía, para consolar a los hombres en las tribulaciones y dolores de la vida presente.
Por todo esto, la celebración de la Solemnidad de la Ascensión de Jesús, no puede quedar, para el cristiano, en un mero recuerdo; debe ser el estímulo para obrar la misericordia, empezando desde ahora, si es que quiere él también ascender a los cielos el día de su muerte.

lunes, 9 de abril de 2012

Lunes de la Octava de Pascua



"Las santas mujeres"
(Anibale Carracci)
         
           “Alégrense” (Mt 28, 8-15). La primera palabra de Jesús a los discípulos, luego de resucitar, es un mandato imperativo: “Alégrense”. No les dice, “Pueden estar alegres, si quieren; por el contrario, es un mandato, una orden: “Alégrense”, y no es algo extemporáneo, forzado, contrario a la experiencia que están viviendo. Por el contrario, la alegría es una consecuencia natural que se deriva, espontáneamente, de la contemplación de Cristo resucitado. Cuando Jesús manda positiva y explícitamente a los discípulos alegrarse, lo hace no forzando un estado de ánimo artificial, sino explicitar algo que se deriva de la naturaleza misma de las cosas: la visión y contemplación de Cristo resucitado provoca alegría en el alma, porque el Ser divino que se manifiesta visiblemente en el Cuerpo de Cristo resucitado es, en sí mismo, alegría, y “alegría infinita”, como dice Santa Teresa de los Andes.
         El Evangelio destaca este estado de alegría, que las santas mujeres ya tenían antes del encuentro con Jesús, a causa del diálogo con el ángel, cuando dice: “Ellas corrieron llenas de alegría a dar la noticia”. Por eso resultaría extraño que alguna de ellas -María Magdalena, por ejemplo-, una de las testigos privilegiadas de los primeros momentos de la resurrección, apareciera ante los demás triste, desanimada, depresiva.
         Si consideramos que para el cristiano, la contemplación de la Eucaristía, a la luz de la fe de la Iglesia, equivale a la contemplación de Cristo resucitado -en la Eucaristía el Ser divino se oculta bajo la apariencia de pan, en Cristo resucitado bajo la naturaleza humana-, entonces también al cristiano de hoy le caben las palabras de Jesús: “Alégrense”. Todavía más, el cristiano que comulga tiene un privilegio que no lo tuvieron ni María Magdalena ni ninguno de los discípulos, y podemos decir que ni siquiera María Santísima, la primera a la que se apareció, según la Tradición, y es que el cristiano, además de contemplar el misterio eucarístico, comulga el Cuerpo de Cristo, cosa que no hicieron los discípulos testigos de la resurrección.
         Por eso resulta aún más llamativo y paradójico un cristiano triste, depresivo, melancólico, desanimado ante las tribulaciones y problemas de la vida, porque la alegría que comunica Cristo resucitado en cada Eucaristía, es más que suficiente para superar todas las contrariedades de esta vida, llamada también "valle de lágrimas".

miércoles, 27 de abril de 2011

Somos testigos de la Presencia de Cristo resucitado en la Eucaristía

Así como Jesús se apareció
con su Cuerpo resucitado
a los discípulos,
así se nos aparece a nosotros,
en cada Santa Misa,
con su Cuerpo resucitado
en la Eucaristía,
y es en este alegre anuncio
en lo que consiste nuestra misión como Iglesia.


“Ustedes son testigos” (cfr. Jn 21, 1-14). Jesús resucitado se aparece en medio de los discípulos, quienes, a pesar de verlo con su Cuerpo resucitado, se muestran “desconcertados”, y creen “ver un fantasma”. Su actitud no difiere mucho de la actitud de pesar y tristeza de María Magdalena, y de los discípulos de Emaús, quienes se encuentran en esos estados espirituales por la falta de fe en sus palabras acerca de que resucitaría “al tercer día” (cfr. Lc 24, 46).

Para sacarlos de su temor y de su incredulidad, y para que se convenzan de que posee un cuerpo real, resucitado y glorioso, les dice que toquen sus heridas, y come pescado asado delante de ellos, pero sobre todo, les infunde la luz del Espíritu Santo, para que se abran sus mentes: “les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras”.

Una vez que los discípulos, auxiliados por el Espíritu Santo, reconocen a Cristo resucitado, Jesús les encomienda una misión, que será la misión de la Iglesia hasta el fin de los tiempos: ser testigos de su Pasión, Muerte y Resurrección.

Podríamos decir que toda la escena del Evangelio se repite en cada Santa Misa: Jesús resucitado se aparece en medio de la comunidad de discípulos, los cuales se encuentran, en la gran mayoría de los casos, desesperanzados y tristes, a pesar de haber conocido la noticia de la resurrección de Jesús; Jesús se aparece en medio de su Iglesia, resucitado, bajo algo que parece ser pan, así como se les apareció a los discípulos, revestido de su humanidad gloriosa, y los discípulos, hoy como ayer, creen que es un fantasma.

La gran mayoría de los fieles católicos, incluidos los sacerdotes, en la actualidad, piensan, creen y actúan, como si Jesús fuera un fantasma, puesto que no tiene, para ellos, entidad real.

La diferencia con la aparición de Jesús en la escena del Evangelio, con la Santa Misa es que, en la Santa Misa, Jesús no deja tocar su Cuerpo resucitado en la Eucaristía, pero hace algo mucho mejor: toca al alma espiritualmente con su Presencia, al ingresar por la comunión sacramental; además, en vez de pedir Él algo para comer, para que nos convenzamos de que es Él, es Él quien se nos entrega, con su Cuerpo, como Pan de Vida eterna, como carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo, y como Vino de la Alianza Nueva y Eterna, su Sangre divina.

“Ustedes son testigos”. La similitud con la Santa Misa radica en la misión que recibieron los discípulos, que es la misma misión de la Iglesia para todos los tiempos, incluidos los nuestros: ser testigos, ante el mundo, de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Ser testigos de que Jesús ha resucitado y no solo, sino que se da en alimento al alma, como Pan Vivo bajado del cielo, como Carne del Cordero de Dios, y como Vino que da la Vida eterna.

Todos los días, en la Santa Misa, no solo contemplamos, por la fe, a Cristo resucitado en la Eucaristía, sino que somos alimentados por Él.

Así como Jesús se apareció con su Cuerpo resucitado a los discípulos, así se nos aparece a nosotros, en cada Santa Misa, con su Cuerpo resucitado en la Eucaristía, y es en este alegre anuncio en lo que consiste nuestra misión como Iglesia.

lunes, 25 de abril de 2011

He visto al Señor



“He visto al Señor” (cfr. Jn 20, 11-18). Luego de su encuentro con Cristo resucitado, María Magdalena anuncia a los discípulos que “ha visto al Señor”. Es de las primeras en contemplar a Jesús resucitado, y con su testimonio, junto al de muchos otros, da inicio a la noticia más asombrosa que Iglesia alguna pueda anunciar al mundo, y es la de que Cristo ha resucitado.

María Magdalena ha hablado con Él, y se ha arrojado a sus pies, abrazándolos, en señal de adoración y de reconocimiento de su divinidad.

Sin embargo, esto sucede en un segundo momento; en un primer momento María Magdalena, que va, llorando y con angustia, en busca de Jesús muerto, al verlo por primera vez, confunde a Jesús con el jardinero. Debido a que lo que busca es un cadáver, al ver el sepulcro vacío, y al ver a Jesús y confundirlo con el jardinero, le pregunta lo que su lógica racional y humana le dicta: “Si el sepulcro está vacío, y aquí está el jardinero, no significa que haya resucitado; el jardinero se lo ha llevado a algún lugar”. En ningún momento, en este primer encuentro, se imagina ni sospecha siquiera María Magdalena que Jesús puede haber resucitado. ¿Por qué? Por que se deja guiar por su lógica humana, y porque ha olvidado la promesa de Jesús, de que habría de resucitar al tercer día. Por lo tanto, sin la luz de la fe, guiada sólo por su razón humana, María Magdalena se pierde en la oscuridad del espíritu, y no puede, desde sus tinieblas, contemplar la luz de Cristo resucitado.

Sólo cuando el mismo Cristo le comunique de su luz, en el mismo momento en el que le dice: “María”, la Magdalena será capaz de reconocerlo, y de contemplarlo en todo el esplendor de su Humanidad glorificada, divinizada, resucitada, lo cual la llevará a postrarse en adoración ante Jesús, abrazando sus pies.

Hoy, son muchos en la Iglesia los que repiten la actitud de María Magdalena en su primer encuentro con Jesús: buscan a un Jesús que no existe, un Jesús irreal; buscan a un Jesús muerto, a un cadáver, a un Jesús construido a la medida de la capacidad de sus razones humanas, cuyos estrechísimos límites no permiten ni siquiera imaginar un Dios encarnado, que muere y resucita para comunicar de su vida divina a los hombres.

Hoy, muchos en la Iglesia, se comportan como María Magdalena: debido a que han obscurecido la luz de la fe con la obscuridad y las tinieblas del racionalismo, y debido a que han rechazado toda posibilidad de vida sobrenatural, como la que brota de Dios Hijo, que es la vida que resucita el Cuerpo muerto de Jesús, creen en un Cristo construido a medida de sus razonamientos, un Cristo muerto, incapaz de dar vida nueva a los hombres, y así, lloran amargamente ante el vacío existencial que la vida post-moderna les propone.

Hoy, en la Iglesia, muchos en una Eucaristía que no es la Eucaristía, porque la reducen a los niveles de comprensión de la estrecha razón humana, y así, al ver la Eucaristía, la confunden con un poco de pan bendecido y en consecuencia, al comulgar, comulgan como si recibieran sólo un poco de pan bendecido y nada más.

Al igual que María Magdalena, que reconoce a Jesús sólo después de que le infunda la luz del Espíritu Santo, que le permite contemplarlo en su gloriosa realidad de resucitado, para no confundirlo nunca más con el jardinero, así también los miembros de la Iglesia, para no confundir la Eucaristía con un poco de pan bendecido, necesitan la luz del Espíritu Santo, que les abra los ojos del alma y los ilumine con la luz de la fe, para que lo contemplen en su gloriosa realidad de resucitado en la Eucaristía.

“He visto al Señor”, dice María a los discípulos, luego de ser iluminada por el Espíritu Santo, al encontrarse personalmente con Cristo en el Jardín de la Resurrección.

“He visto al Señor en la Eucaristía”, debe decir el bautizado, al ser iluminado por el Espíritu Santo, al encontrarse personalmente con Cristo Eucaristía en el Nuevo Jardín de la Resurrección, el altar eucarístico.

domingo, 24 de abril de 2011

Los cristianos debemos anunciar, llenos de alegría, que Cristo resucitado está en la Eucaristía

Así como las mujeres anunciaron con alegría
que Cristo resucitó,
así los cristianos debemos anunciar,
al mundo,
que Cristo resucitado está en la Eucaristía.

“Las mujeres, llenas de alegría, corrieron a anunciar que el sepulcro estaba vacío (cfr. Mt 28, 8-15).

La experiencia del Domingo de Resurrección de las santas mujeres, es decir, el hecho de contemplar el sepulcro vacío, el llenarse de alegría por esto, y correr a anunciar a los demás lo que había sucedido, inicia, en esencia, la misión misma de la Iglesia. Como las mujeres, que se llenan de alegría al comprobar que Cristo ya no está en el sepulcro, y que inmediatamente van a anunciar la noticia a los demás discípulos, así la Iglesia, en el tiempo y en la historia humana, contemplando con la luz de la fe el misterio de la muerte y resurrección del Hombre-Dios, y asistida por el Espíritu Santo en la certeza indubitable de esta verdad de fe, llenándose Ella misma de júbilo y de alegría por este hecho, que concede a la humanidad un nuevo sentido, un sentido de eternidad, va a misionar al mundo, anunciando la alegre noticia: Cristo ha resucitado.

Sin embargo, en el anuncio de las piadosas mujeres, si bien inicia la misión de la Iglesia, debe ser completado con un anuncio todavía más sorprendente, todavía más asombroso, todavía más maravilloso, que el hecho mismo de la Resurrección. La Iglesia tiene para anunciar al mundo un hecho que, podríamos decir, supera a la misma resurrección, y es algo del cual la Iglesia, y sólo la Iglesia, es la depositaria y, aún más, Ella misma protagonista, porque este hecho se origina en su mismo seno.

La Iglesia no sólo anuncia, con alegría sobrenatural, el mismo anuncio de las mujeres piadosas, es decir, el hecho de que Cristo ha resucitado, y que el sepulcro de Cristo está vacío: la Iglesia anuncia, con alegría y asombro sobrenatural, que el sepulcro de Cristo está vacío, y que por lo mismo, ya no ocupa más la piedra del sepulcro con su Cuerpo muerto, porque Cristo ha resucitado, porque ahora, con su Cuerpo glorioso, además de estar en el cielo, está de pie, vivo, glorioso, resucitado, sobre la piedra del altar, en la Eucaristía, y la Iglesia es protagonista, porque el prodigio de la resurrección del Domingo de Pascuas, se renueva en cada Santa Misa, en donde ese Cuerpo resucitado el Domingo, es el mismo Cuerpo en el que se convierte el pan luego de la transubstanciación.

La Iglesia entonces no solo anuncia lo que anunciaron las piadosas mujeres de Jerusalén, que el sepulcro está vacío, que en la piedra sepulcral ya no está el Cuerpo muerto de Jesús, sino que anuncia, además, que el Cuerpo vivo, glorioso, luminoso, lleno de la vida de la Trinidad, se encuentra en la piedra del altar eucarístico, en virtud del sacramento del altar, la Eucaristía.

“(con la llegada de la luz del sol) Las mujeres, llenas de alegría, corrieron a anunciar que el sepulcro estaba vacío”. Dice el Evangelio que las mujeres, ayudadas por la luz del sol, al clarear el nuevo día, luego de ver vacía la piedra del sepulcro, corren, llenas de alegría, a anunciar que Cristo ha resucitado.

De los cristianos deberían decirse: “Los cristianos, luego de contemplar, con la luz del Espíritu Santo, que la piedra del altar está ocupada con el Cuerpo de Cristo resucitado en la Eucaristía, llenos de alegría, corren a anunciar al mundo, con sus obras de misericordia, que Cristo ha resucitado y está, vivo y glorioso, en la Eucaristía”.