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martes, 2 de noviembre de 2021

“Habéis convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones”

 


“Habéis convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones” (Jn 2, 13-22). Jesús llega a Jerusalén y al entrar en el templo, se da con la desagradable visión del templo convertido en un mercado de compra y venta de mercaderías, además de una casa de cambios monetarios. Esto desencadena la ira de Jesús, quien arma un látigo de cordeles y comienza a echar a los mercaderes del templo, a los vendedores de bueyes y palomas y a los cambistas con sus mesas, como lo relata el Evangelio. Mientras lleva a cabo su acción purificadora, Jesús da la razón de su ira: han convertido la Casa de su Padre, el Templo, en un mercado. En otras palabras, en donde se debe adorar a Dios, se adora el dinero.

Ahora bien, para entender un poco más el episodio del Evangelio y ver mejor el aspecto espiritual, debemos reemplazar todos los elementos naturales y reemplazarlos por elementos espirituales y sobrenaturales. Así, el Templo, es la “Casa del Padre” de Jesús, es decir, es la Casa de Dios y como tal, está destinado a la oración, a una función eminentemente espiritual y no al intercambio comercial; Jesús no es un mero rabbí, un maestro de la oración, sino el Hijo de Dios encarnado, a quien le pertenece, por herencia, el templo de su Padre y por lo tanto lo considera como algo suyo propio, lo cual justifica todavía más su reacción; la ira de Jesús, no es una ira pecaminosa, de ninguna manera, puesto que Jesús es Dios y en cuanto tal, no puede en absoluto cometer un pecado, por lo cual se trata de la justa ira de Dios; los mercaderes del templo representan a los cristianos que viven pensando sólo en esta vida terrena, sin preocuparse en lo más mínimo de la vida eterna y de la vida de la gracia; los animales –bueyes, palomas-, con su irracionalidad y su falta de higiene, representan a las pasiones del hombre que, sin la gracia de Dios, escapan al control de la ración y ensucian al alma haciéndolo caer en pecado; los cambistas de monedas representan a los cristianos que endiosan al dinero y a los bienes materiales, entronizándolos en sus corazones y desplazando a Dios del lugar que les corresponde.

“Habéis convertido la Casa de mi Padre en una cueva de ladrones”. La Justa Ira de Jesús no se detiene en los mercaderes del templo del episodio del Evangelio, puesto que también nosotros podemos caer en el  mismo error de los mercaderes y confundir, el lugar de oración y adoración a Dios Uno y Trino, con un lugar más entre tantos, en los que solamente se diferencia de los demás porque se celebran ceremonias religiosas y esto enciende la Justa Ira de Dios. La Justa Ira de Dios también se enciende cuando convertimos al cuerpo humano, templo del Espíritu Santo, en un templo profano y pagano en donde, en vez de adorar a Jesús Eucaristía y en vez de brillar la luz de la gracia, se adoran al dinero, a los placeres y se entroniza al pecado. Hagamos el propósito de mantener siempre impecable, en estado de gracia, el templo de Dios que es nuestro cuerpo y de que en nuestros altares, nuestros corazones, no se adore a nadie más que no sea el Cordero de Dios, Jesús Eucaristía.

 

jueves, 7 de octubre de 2021

“Teman a Aquel que los puede arrojar al lugar de castigo eterno”

 


“Teman a Aquel que los puede arrojar al lugar de castigo eterno” (cfr. Lc 12, 1-7). Jesús nos enseña cuál es el buen temor y cuál es el mal temor: el buen temor es el temor de Dios, que no es “tenerle miedo” a Dios, sino que con “temor de Dios” se entiende el temor que tiene el alma de ofender a Dios, no tan solo con el pecado mortal, sino tan siquiera con el más pequeño pecado venial. Este temor de Dios es un temor bueno, porque se origina en el amor que el alma tiene a Dios; para entenderlo, tomemos un ejemplo de la vida cotidiana: sería algo equivalente a como cuando un hijo ama tanto a su padre o a su madre, que se moriría literalmente de la angustia si llegara a provocarles el más mínimo disgusto por alguna falta: lo mismo sucede con el alma y el verdadero temor de Dios: el alma ama tanto a Dios como Padre, que se muere literalmente de pena si es que llega a provocarle un disgusto por algún pecado, por pequeño que sea. Algo distinto es tener miedo de Dios y esto lo tienen ante todo quienes sufren la Justa Ira de Dios, Satanás y los ángeles caídos y también los condenados en el Infierno, porque ellos sufren en carne propia todo el peso y el poder de la omnipotencia divina, que se manifiesta en los diferentes tormentos del Infierno. El cristiano no debe tener este temor, aunque sí debe saber, como lo dice Jesús, que Dios tiene el poder para arrojarnos al Infierno, si es que morimos en estado de pecado mortal: “Teman a Aquel que los puede arrojar al lugar de castigo eterno”. Jesús hace la aclaración porque tanto en su tiempo como en el nuestro –y como en todo tiempo, desde la caída de Adán y Eva-, existen hombres malvados y perversos que provocan toda clase de daño a sus prójimos, incluida la muerte: Jesús nos advierte que no debemos tenerles miedo a estos hombres malvados, porque es Él quien nos da la fortaleza divina y además porque al Único al que se le debe temer es a Dios Uno y Trino.

La enseñanza de Jesús es particularmente actual para nuestra Patria, asolada desde hace décadas por generaciones de gobiernos y políticos corruptos, ineptos, inmorales, que han hundido a nuestra Nación en un abismo moral, espiritual y material como jamás antes en la historia; la enseñanza de Jesús es actual para los argentinos porque de entre esos políticos inmorales e ineptos, una de ellos, una mujer arrogante y soberbia, profirió una blasfemia, al decir que había que tenerle miedo a Dios y también a ella. Lo que sucedió fue que una notoria política corrupta, causante de numerosos males en nuestro desgraciado país, política que está acusada por fraude al erario público, dijo públicamente hace unos años que había que temerle a Dios “y a ella también”. A esta señora, caracterizada por la corrupción y el desfalco del dinero de la Nación Argentina, le decimos que está equivocada, que no le tememos, ni a ella, ni a cualquier ser humano. No le tenemos miedo, aun cuando se crea que es una arquitecta egipcia, porque como cristianos católicos, tememos sólo a Dios Uno y Trino, Quien es el que tiene la omnipotencia divina necesaria para salvar a las almas en gracia y para condenar al Infierno a las almas que mueren en pecado mortal. Como católicos, no le tememos ni a ella ni a ningún otro ser humano en el mundo y no nos doblegamos frente a su altanería, que se disipará como el humo se disipa en el viento. Sólo le tememos a Dios Uno y Trino y sólo ante Él doblamos la rodilla.