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jueves, 11 de marzo de 2021

“¡Lázaro, sal de allí!”

 


(Domingo IV - TC - Ciclo B – 2021)

         “¡Lázaro, sal de allí!” (Jn 11, 3-7. 17. 20-27. 33b-45). En el episodio de la resurrección de Lázaro, llaman la atención la actitud y las palabras de Jesús, apenas enterado de que Lázaro, su amigo junto a Marta y María, estaba enfermo de gravedad. Primero, dice algo que en apariencia no se cumple, porque dice que “esta enfermedad –la de Lázaro- no acabará en la muerte”, algo que en apariencia no se cumplió, porque Lázaro murió efectivamente; el segundo hecho que llama la atención es la demora de Jesús en acudir a asistir a su amigo moribundo: en efecto, luego de saber que Lázaro estaba gravemente enfermo, en vez de partir inmediatamente, permanece “dos días en el lugar en que se hallaba”, según relata el Evangelio. Es esto lo que da lugar a la queja de Marta cuando Jesús llega: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”. Ahora bien, por extrañas que puedan parecer, ambas actitudes de Jesús tienen explicación, de manera tal que todo lo que hace Jesús está encaminado a la realización de un milagro por el cual Dios habría de ser glorificado.

         En cuanto a la predicción de Jesús, de que “esta enfermedad no acabará en la muerte”, se cumple efectivamente, porque si bien la enfermedad termina provocando la muerte de Lázaro, la resurrección que obra Jesús derrota tanto a la enfermedad como a la muerte, por lo que la enfermedad, que había provocado la muerte, termina no en la muerte, sino en el regreso a la vida de Lázaro. Por otra parte, se cumple también la segunda parte de la frase de Jesús: “(esta enfermedad) servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo del hombre sea glorificado por ella” y efectivamente es lo que sucede, porque por el milagro de la resurrección, Dios Hijo es glorificado y también el Nombre de Dios es ensalzado y glorificado.

         Con respecto a la demora de dos días de Jesús en acudir a visitar a Lázaro, sabiendo que estaba gravemente enfermo y que esta demora le impediría verlo antes de morir -en modo absoluto es falta de caridad de Jesucristo, lo cual es imposible de que eso suceda, siendo Él la Caridad Increada en persona-, se explica de la siguiente manera: Jesús se queda dos días porque quería, positivamente, que Lázaro muriera, para que Él hiciera luego el milagro de la resurrección. La demora de Jesús, expresamente deseada por Jesús, lo que hace es, por un lado, resaltar el hecho de la muerte de Lázaro –cuando Jesús llega ya llevaba cuatro días muerto y estaba ya sepultado- y por otro lado, resalta el poder del Hombre-Dios Jesucristo, que vuelve a la vida a quien estaba, humanamente hablando, definitiva y seguramente muerto. Si Jesús hubiera llegado cuando Lázaro acababa de morir, no habría resaltado tanto el milagro, como sí sucedió al realizar el milagro después de cuatro días de muerto.

         Otro aspecto en el que podemos reflexionar es en el hecho de la resurrección de Lázaro, es decir, nos podemos preguntar qué es lo que sucedió, desde el punto de vista antropológico y espiritual en la resurrección de Lázaro. Lo que sucedió fue que la poderosa voz del Hombre-Dios Jesucristo se escuchó en el reino de los muertos y, por el poder divino de esta voz, el alma de Lázaro regresó de la región de los muertos y volvió a unirse a su cuerpo, regresando Lázaro a la vida. Este milagro es una demostración explícita de la divinidad de Jesucristo –es decir, que Cristo es Dios-, porque sólo Dios, con su omnipotencia, puede hacer que un alma, que se había separado de su cuerpo por la muerte, vuelva a unirse al cuerpo, y además, sólo Dios puede hacer que un cuerpo, que estaba ya en pleno proceso de descomposición orgánica, quede completamente restablecido, en pleno estado de salud corporal. Quien reflexione sobre el milagro que realiza Jesús, de resucitar a Lázaro, no puede no concluir que Jesús es Dios en Persona.

         Hay otro aspecto que se puede considerar en este milagro y es que la resurrección de Lázaro es un anticipo y una prefiguración de otras dos resurrecciones: la vuelta a la vida por acción de la gracia del alma que había pecado mortalmente, lo cual sucede en la absolución de los pecados por parte del sacerdote ministerial en el Sacramento de la Penitencia, y la resurrección de los cuerpos en el Día del Juicio Final, en el que, por el poder de Cristo Dios, los cuerpos serán restituidos a un estado de salud plena corporal y las almas se unirán a sus respectivos cuerpos, como sucedió en la resurrección de Lázaro.

         “¡Lázaro, sal de allí!”. En la prodigiosa resurrección de Lázaro obrada por Jesús, debemos ver entonces, prefigurada, nuestra propia resurrección espiritual, por obra del Sacramento de la Penitencia y, por otro lado, debemos ver prefigurada nuestra resurrección corporal, en el Día del Juicio Final. Por todos estos portentos divinos, debemos siempre y en todo momento, glorificar a la Santísima Trinidad.

 

 

 

miércoles, 24 de junio de 2020

“Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados y Yo los aliviaré”




(Domingo XIV - TO - Ciclo A – 2020)


          “Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados y Yo los aliviaré” (Mt 11, 25-30). Es un hecho que se puede constatar por la experiencia, que la vida humana, tanto a nivel de personas individuales como de la humanidad en sí misma, está llena de tribulaciones, pesares y dolores. Esto se puede constatar fácilmente cuando se hace un repaso de la Historia general de la humanidad, como cuando se hace un repaso de la historia personal de cada uno. Nadie está exento de la tribulación, del dolor, de la aflicción. Esto tiene una causa y es el pecado original, pecado cometido por Adán y Eva y que se transmite, con todas las consecuencias de la pérdida de la gracia -la enfermedad, el dolor y la muerte- a todos los seres humanos sin excepción. Jesús viene a darnos un remedio para esta situación de aflicción, agobio y tribulación y para que esto suceda, son necesarias dos condiciones: por un lado, que el alma atribulada y afligida se acerque a Él: “Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados y Yo los aliviaré”; por otro lado, que el alma atribulada y afligida “cargue su yugo”, que es la Cruz y así aprendan de Él, que es “manso y humilde de Corazón”: “Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana”.
          Parece una paradoja y también algo imposible de cumplir, el que Jesús nos alivie la aflicción y el agobio, porque Él mismo está afligido y agobiado en la Cruz: al contemplarlo crucificado, con sus heridas abiertas y sangrantes, con su dolorosísima agonía y su indefensión frente a sus enemigos, no se ve, humanamente hablando, cómo puede Jesús quitarnos el agobio, si Él mismo, como lo podemos contemplar, está “afligido y agobiado”. Sin embargo, la realidad es que Él nos da alivio en la aflicción y el agobio, si se cumple una condición todavía más paradójica: si, acercándonos a Él, tomamos nosotros su Cruz y la cargamos y esto sucede porque su Cruz, que parece pesada y dura -y en realidad lo es- y que es lo que Jesús nos pide que carguemos, en realidad la carga Él en Persona, aliviándonos así el peso de la Cruz de cada uno. De modo misterioso, pero real, Jesús toma sobre Sí, en su Cruz, la Cruz de cada uno de nosotros y la lleva hasta el Calvario por nosotros, aliviándonos de esta manera el peso de la Cruz que, de otra forma, es imposible de llevar. La aflicción, el agobio, la tribulación, sobrevienen en el alma no sólo por consecuencia del pecado original, sino por no acercarse a Jesús crucificado -y a Jesús Eucaristía- y por no cargar consigo el yugo liviano de Jesús, su Santa Cruz. Cuando el alma hace esto, de inmediato ve aliviados sus dolores, sus aflicciones y tribulaciones.
          “Vengan a Mí todos los que están afligidos y agobiados y Yo los aliviaré”. Frente al agobio de las tribulaciones, penas y dolores que se puedan presentar a lo largo de nuestra existencia terrena, los cristianos no estamos solos y no tenemos motivo alguno para desesperar de nuestra situación, por difícil que sea: el Hombre-Dios nos espera en la Cruz y en la Eucaristía y para ser aliviados de aquello que nos aflige, solo tenemos que arrodillarnos ante la Cruz y postrarnos ante la Eucaristía.

martes, 5 de julio de 2016

“Jesús proclamaba la Buena Noticia del Reino y curaba todas las enfermedades y dolencias”


“Jesús proclamaba la Buena Noticia del Reino y curaba todas las enfermedades y dolencias” (Mt 9, 32-38). Existe una tendencia, dentro del cristianismo, a identificar la “Buena Noticia del Reino”, proclamada por Jesús en Persona, y la “curación de todas las enfermedades y dolencias”, realizadas también por Jesús. Para muchos cristianos –sean sacerdotes o laicos-, la “Buena Noticia” es buscar la curación o sanación de las enfermedades, sean corporales o psíquicas. Esto es lo que explican las denominadas “misas de sanación”, en donde la gente –legítimamente- busca ser sanada de sus dolencias. Sin embargo, la Buena Noticia de Jesús no radica en la curación de enfermedades y dolencias, por graves que sean: la presencia de la enfermedad y su eventual curación, cuando acontece -sea milagrosamente o sea por la ciencia-, es sólo un aspecto de la vida querido o permitido por Dios, pero para que la persona que sufre se acerque a Él y participe de su Cruz. Se puede decir que la enfermedad, con todo lo que esta acarrea –tribulación, angustia, dolor, ansiedad-, es una participación a la cruz de Jesús. En otras palabras, es Jesús quien, a través de la enfermedad que permite que le acontezca a una persona, está acercando a esta persona a Él mismo, que está crucificado en el Calvario –y, por lo tanto, la acerca también a María Santísima, que está de pie, al lado de la cruz-. Es absolutamente legítimo implorar a Dios, en la Misa, en el Rosario, en la Adoración Eucarística y en cualquier oración que el católico buenamente pueda hacer, pero ante la enfermedad, lo que nos enseñan los santos, como San Ignacio de Loyola, no es pedir, ni la curación, ni la prolongación de la enfermedad, sino que se cumpla la voluntad de Dios. Dice San Ignacio que el alma puede estar llamada a seguirla en la enfermedad, o también en la salud, y que por lo tanto, no hay que pedir ni salud, ni enfermedad, sino el cumplimiento de la voluntad de Dios en nuestras vidas. En otras palabras, podría ser que Dios quisiera que me santifique en la enfermedad, por lo que tengo que pedir el saber participar de la Pasión de Jesús, que eso es la enfermedad; o pudiera ser que Dios quisiera que yo me santifique con la salud, con lo cual tendría que pedir el sanarme. Ahora bien, como no sé a ciencia cierta cuál es la voluntad de Dios, si que yo me sane o continúe enfermo, entonces, lo que tengo que pedir, es que se cumpla la voluntad de Dios en mí, y el modelo para esta oración son María Santísima en la Anunciación –“Se cumpla en mí según tu voluntad” (Lc 1, 38) y Nuestro Señor en el Huerto –“Padre, que no se cumpla mi voluntad, sino la tuya” - (Lc 22, 42).

“Jesús proclamaba la Buena Noticia del Reino y curaba todas las enfermedades y dolencias”. La Buena Noticia del Reino es la Persona de Jesús, Segunda de la Trinidad, encarnada en Jesús de Nazareth, muerto en cruz por nuestra salvación. La curación de “enfermedades y dolencias” es, en algunos casos y no en todos, el camino para llegar al cielo. En otros casos, la enfermedad y la dolencia es el camino para participar de la Santa Cruz de Jesús y así llegar también al cielo. No importan, ni la curación, ni la salud, sino que se cumpla la voluntad de Dios en nuestras vidas, que quiere salvarnos a todos, a unos en estado de salud, y a otros por la enfermedad. No pidamos, entonces, a priori, ni salud, ni enfermedad, sino que se cumpla su voluntad, que siempre es santa, en nuestras vidas.

viernes, 4 de abril de 2014

“Lázaro, sal fuera”



(Domingo V – TC - Ciclo A – 2014)
         “Lázaro, sal fuera” (Jn 11, 1-7 20-27 33-45). Jesús resucita a Lázaro, hermano de Marta y María y amigo suyo, que hace ya cuatro días que ha fallecido. Es un milagro de omnipotencia, que demuestra una vez más su condición divina, puesto que la potestad de devolver la vida es exclusiva de Dios. Jesús resucita a Lázaro, pero si nos fijamos bien, las cosas podrían haber sucedido de otra manera. Jesús era muy amigo de los tres hermanos, Lázaro, Marta y María, y cuando Lázaro enferma gravemente, Marta y María mandan a llamar a Jesús, pero Jesús no acude en el momento y deja pasar, ex profeso, dos días, diciendo al mismo tiempo: "Esta enfermedad no es mortal y es para gloria de Dios". Al final, la enfermedad sí es mortal, porque cuando Jesús parte, dos días después, Lázaro muere.
         Sin embargo, la aparentemente extraña e indiferente actitud de Jesús para con sus amigos y para con Lázaro en particular, se entiende al analizar sus palabras en el diálogo que se entabla con Marta antes de resucitar a Lázaro. En el diálogo, Jesús le dice: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en Mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás”. Jesús afirma ser Él la Vida en sí misma y esto lo hace antes de resucitar a Lázaro. También había dicho: "Esta enfermedad no es mortal y es para gloria de Dios": esto explica el hecho de su aparente indolencia ante la gravedad de su amigo Lázaro. Cuando las hermanas Marta y María mandan a avisar a Jesús de que su amigo está gravemente enfermo, Jesús no acude inmediatamente; el Evangelio dice que se quedó “dos días” a propósito, como esperando que muriera y de hecho, Lázaro muere hasta que Jesús llega. Alguno podría culpar a Jesús de indolente o incluso hasta de mal amigo, por no haber acudido en el acto a socorrer a su amigo Lázaro, que se encontraba agonizando. Pero Jesús quiere que su amigo Lázaro experimente la asombrosa potencia de la Vida divina y del Amor divino, pero para eso, es necesario que Lázaro se interne en las oscuras regiones de la muerte, y es por eso que Jesús deja que Lázaro muera. Es verdad que Jesús no acude inmediatamente a socorrer a su amigo Lázaro; Jesús sí podía, apenas conocida la noticia de la gravedad de la enfermedad de su amigo, salir a toda prisa y, auxiliado por sus amigos, llegar por algún medio de transporte -caballos, carros- antes de que Lázaro muera y obrar un milagro e impedir la muerte de Lázaro. Aun más, siendo Jesús el Hombre-Dios, ni siquiera tenía necesidad de desplazarse hasta donde se encontraba Lázaro: podía hacer un milagro a distancia, como lo había hecho ya en otras oportunidades (cfr. Jn 4, 50-53). Sin embargo, Jesús permite que su amigo muera; Jesús permite que su amigo experimente el destino que le espera a todo hombre que nace en este mundo a causa del pecado original; Jesús permite que Lázaro experimente la separación del alma y del cuerpo; Jesús permite que Lázaro sea invadido por la terrible oscuridad que envuelve al alma minutos antes de morir; Jesús quería que su amigo Lázaro experimentara la cercana presencia de la Serpiente Antigua, el Demonio, cuya siniestra sombra viva se hace cada vez más cercana a medida que se aproxima el momento de la muerte; Jesús quería que su amigo Lázaro experimentara cómo en la muerte todas las seguridades humanas se esfuman y cómo el dinero, el poder, las vanidades del mundo que tanto atraen y deslumbran al hombre, en el momento de la muerte son meros espejismos, al mismo tiempo que lastres pesadísimos que impiden la entrada en el cielo y la arrastran al abismo del infierno. Jesús quería que su amigo Lázaro experimentara el frío de la muerte, pero también quería que experimentara, por anticipado, los frutos de la Redención que Él habría de conseguir con su Pasión, Muerte y Resurrección, porque Él, una vez muerto en la Cruz, habría de descender con su Alma gloriosa al Hades, al Infierno, no el de los condenados, sino el de los justos (cfr. IV Concilio Lateranense, 1215), para rescatarlos, que es adonde habría ido Lázaro, y es de donde lo llamó Jesús. Jesús quería que Lázaro muriera, para que experimentara la fuerza omnipotente del Amor Divino, que lo rescataba de la negrura de la Muerte y de las garras de la Bestia Infernal, y del Abismo del Hades, del Infierno de los justos, no del infierno de los condenados. Jesús quería que Lázaro muriera, para que experimentara la fuerza del Amor de Dios, porque solo el Amor de Dios era lo que movía a Dios Uno y Trino a rescatar a la humanidad caída a causa del pecado original.
         “Lázaro, sal fuera”. La poderosa voz de Jesús, ordenando al alma de Lázaro que regrese desde las profundidades del Hades, de las regiones de los muertos, para que se una a su cuerpo y le comunique de su vitalidad a su cuerpo, que yace en el sepulcro, es solo una muy pequeña muestra de su poder divino, porque la unión del alma con el cuerpo es signo del poder divino, pero es a la vez figura de un poder superior de parte de Dios, y es el de la acción de la gracia sobre el alma muerta por el pecado: así como el alma, al unirse al cuerpo le comunica de su fuerza vital y le da vida al cuerpo que estaba muerto, así la gracia, que es vida divina, le comunica la vida divina al alma que está muerta por el pecado mortal y la hace revivir y es esto lo que sucede en la confesión sacramental, pero es lo que sucede también en el bautismo, porque aunque el alma no esté muerta, al recibir la gracia, recibe la Vida divina, que es la vida gloriosa y resucitada de Cristo, que es la Resurrección en sí misma, como le dice Jesús a Marta: “Yo Soy la Resurrección y la Vida”. Cristo es la Resurrección, Cristo es la Vida eterna; Él no solo da la vida al cuerpo; Cristo da la Vida eterna al alma, da la vida y la gloria divina al alma y al cuerpo, en forma incoada, por los sacramentos, sobre todo la Eucaristía, en esta vida y luego en su plenitud en la eternidad y por eso es que vale la pena dar la vida por Él.
            “Lázaro, sal fuera”, le dice Jesús a Lázaro, y Lázaro se incorpora de su lecho mortuorio. Aunque nosotros no hemos muerto aún, también Jesús viene a nuestro encuentro en cada Eucaristía, resucitado y glorioso, y nos infunde, de modo incoado, la misma fuerza divina que le infundió a Lázaro y lo hizo resucitar. Cada comunión eucarística es para el alma una infusión de gracia muchísima mayor que la que recibió Lázaro y lo hizo revivir, por eso es que también a nosotros Jesús nos dice: "Sal fuera", "Sal fuera" del sepulcro de tu fariseísmo y de tu egoísmo y vive como hijo de Dios, como hijo de la luz y no como hijo de las tinieblas, resplandece como lo que eres, como hijo de Dios y vive de cara a la eternidad, porque para eso has recibido la gracia de la filiación divina. "Sal fuera" y vive como hijo de Dios hasta el día en que seas llamado al Reino de los cielos.
                “Lázaro, sal fuera”, le ordena Jesús a Lázaro, y Lázaro resucita de entre los muertos, provocando la admiración de cielo y tierra, puesto que se trata de un milagro asombroso, pero nosotros en la Santa Misa recibimos un milagro infinitamente más grandioso que el que recibió Lázaro, porque Lázaro solo escuchó la voz potente del Salvador que lo volvió a la vida, mientras que nosotros recibimos el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, que nos comunica su misma Vida divina, la Vida de Dios Uno y Trino, y por esto debemos postrarnos en acción de gracias y adorarlo con todas las fuerzas de nuestro corazón y de nuestro ser.      

martes, 3 de septiembre de 2013

Jesús anuncia la Buena Noticia curando enfermos y expulsando demonios

          

         "Jesús anuncia la Buena Noticia curando enfermos y expulsando demonios" (cfr. Lc 4, 38-44). El evangelista relata dos acciones clamorosas de Jesús: cura enfermos, imponiéndoles las manos -a la suegra de Pedro la cura "increpando a la fiebre"- y expulsa demonios, muchos de los cuales "salen de los enfermos" a los cuales infectaban.
          Estas dos acciones de Jesús -curar enfermos y expulsar demonios- son las que llevan a la gente a "querer retenerlo" para que "no se alejara de ellos". Visto humanamente, es comprensible la pretensión de la multitud de querer que Jesús "se quede con ellos", puesto que tanto la enfermedad -a la cual la acompañan el dolor, la tristeza y, en muchos casos, la muerte-, como la actividad demoníaca -que va desde la infestación diabólica, pasando por la opresión, hasta la posesión-, son los dos grandes males que aquejan y acosan  a la humanidad desde la caída de Adán y Eva del Paraíso como consecuencia del pecado original y la pérdida de la gracia santificante. Desde entonces, la humanidad ha sufrido el tormento de estos dos flagelos -enfermedad y muerte, sumado a la posesión diabólica-, sin que haya podido verse libre de ellos en ningún momento; a lo sumo, ha experimentado -y experimenta, sobre todo en nuestros días- una falsa sensación de triunfo: por medio de la ciencia, el hombre pretende haber derrotado a la enfermedad, lo cual no es cierto; por medio de la errónea creencia de que el diablo no existe, el hombre pretende fingir que el ángel caído es solo una proyección imaginaria de los miedos del ser humano.
          La multitud quiere retener a Jesús porque ve en Él a un taumaturgo, a un hombre poderoso que derrota sin mayores inconvenientes a estos dos grandes enemigos que aqueja al hombre, la enfermedad y el demonio, y piensan que Jesús ha venido para esto. Es verdad que Jesús, en su condición de Hombre-Dios y por su poder divino no solo hace desaparecer a la enfermedad, sino también aquello que la ocasionó, el pecado original, al insuflar en el alma la gracia santificante, y es verdad también que viene a "destruir las obras del demonio", pues ante su solo Nombre el infierno entero tiembla de terror, pero estas dos acciones no constituyen en sí mismas la "Buena Noticia"; son solo el preludio de la Buena Noticia, que es el don de la filiación divina y el don de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, primero en la Cruz y luego en la Eucaristía.
          "Jesús anuncia la Buena Noticia curando enfermos y expulsando demonios". Al igual que la multitud del Evangelio, muchos, dentro de la Iglesia, parecen haber invertido los términos, pretendiendo que la Buena Noticia sea la mera sanación de la enfermedad y la expulsión de los demonios. Sin embargo, la Buena Noticia de Jesucristo es algo infinitamente más grandioso, y es el convertirnos en hijos adoptivos de Dios y el alimentar nuestras almas con el Amor que brota de su Sagrado Corazón Eucarístico, como anticipo en la tierra de la eterna alegría que viviremos en el Cielo: es esto, y no otra cosa, lo que debemos anunciar al mundo. 

domingo, 28 de octubre de 2012

“Mujer, estás curada de tu enfermedad”



“Mujer, estás curada de tu enfermedad” (Lc 13, 10-17). El Evangelista Lucas describe en la mujer dos estados: la enfermedad y la posesión, siendo la enfermedad causada por la posesión.
La negación del demonio y su rechazo, constituyen una grave falta contra la fe, puesto que si el demonio no existe, y por lo tanto no hay posesión, Jesús se habría engañado a sí mismo, creyendo que expulsaba demonios cuando en realidad no existían, o habría engañado a los demás, aprovechándose de su credulidad, para ganar prestigio entre el pueblo. Por otra parte, si Jesús hubiera hecho esto, no podría de ninguna manera ser Dios Hijo encarnado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, engendrada eternamente en el seno de Dios Padre y concebida en el seno virgen de María Santísima, por obra del Espíritu Santo.
Como se ve, la negación del demonio tiene por  finalidad atacar, debilitar y suprimir el dogma de fe acerca de Jesús de Nazareth, Hombre-Dios: si el demonio no existe, entonces todo lo que Jesús hizo y dijo respecto del ángel caído, es falso, y si todo es falso, entonces Jesús no es Dios, puesto que Dios, por esencia y por definición, no puede mentir.
El episodio del Evangelio, en el que Jesús cura a la mujer porque antes expulsa al demonio, aunque no esté relatado –también podría haber sucedido que primero la hubiera curado y luego fuera expulsado el demonio que la poseía-, confirma la fe de la Iglesia acerca de la constitución íntima de Jesús de Nazareth: Él es Dios Hijo encarnado.
Pero también confirma otra verdad, la de que el hombre estará, hasta el fin de los tiempos, y auxiliado por Jesús y María, en lucha contra las “potestades malignas de los cielos” (cfr. Ef 6, 12). Esto se hace patente cuando el espíritu maligno que poseía a la mujer, al ser expulsado de su cuerpo, posee los corazones y las mentes de los fariseos, los religiosos del tiempo de Jesús, que increpan a Jesús por curar a la mujer en sábado.
Para detectar a un endemoniado, o al menos a alguien bajo el influjo directo del ángel caído, no hace falta ver las consecuencias físicas que el demonio provoca en los cuerpos que posee, ni tampoco hace falta ver al demonio poseyéndolo: sólo es necesario comprobar la dureza de corazón del falso religioso, el fariseo, cuya dureza de corazón está producida por este ser tenebroso.