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miércoles, 16 de julio de 2025

“Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, pero una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”


 

(Domingo XVI - TO - Ciclo C - 2025)

         “Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, pero una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada” (cfr. Lc 10, 38-42). Jesús va a casa de los hermanos Lázaro, Marta y María, quienes son sus amigos. Precisamente, por la gran amistad que los hermanos tienen con Jesús y por la importancia que Él tiene en sus vidas, los hermanos lo reciben con frecuencia y con mucho amor. Pero en esta ocasión, sucede algo particular: mientras una de las hermanas, Marta, se esfuerza por tener la casa preparada y acondicionada, para adecuarla a la importancia de la visita y porque además de Jesús viene junto a Él una gran cantidad de gente, a las cuales también hay que atenderlas, se encuentra muy atareada, yendo y viniendo, disponiendo todo en la casa, como suelen hacerlo las amas de casa dedicadas y delicadas para con sus visitas. Lo que sucede es que su hermana María, en vez de atender a Jesús, como lo hace Marta, María se queda contemplándolo, por lo que todo el peso del trabajo de la casa recae en Marta. Esta situación es la que lleva a Marta a pedirle a Jesús que le diga a su hermana María que la ayude: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude”. Contra toda suposición, Jesús no solo no le da la razón a Marta, sino que le responde de la siguiente manera, aprobando explícitamente la actitud de María: “Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola, es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”.

         Debemos preguntarnos entonces cuál es la enseñanza que nos deja el Evangelio.

         En relación a su enseñanza, hay algunos autores que ven en las hermanas Marta y María la personificación o representación de dos tipos de vocaciones o de estados dentro de la Iglesia: así, Marta, que sirve a Jesús en medio de la gente, estaría representando a la vocación o al estado laical, cuya característica es servir a Jesús en medio del mundo, ocupándose de las cosas del mundo para llevarlas a Dios, mientras que María, que contempla a Jesús, estaría representando a la vocación religiosa o al estado religioso –sacerdotes, monjas, contemplativos, ermitaños, etc.-, cuya característica esencial es la contemplación divina.

Esta es una buena interpretación de las dos hermanas y en realidad puede ser así, aunque también cabe otra interpretación: Marta y María estarían representando dos estados diferentes de una misma alma. Así, por ejemplo, Marta sería el alma cuando se ocupa de las cosas de la tierra, de su casa, de la familia, del trabajo, del estudio, de las obligaciones cotidianas, o incluso el mismo consagrado o religioso cuando por razones obvias debe ocuparse de cosas mundanas o no relacionadas directamente con la contemplación divina, como por ejemplo, prestar ayuda en la sacristía o en lo que sea necesario en la iglesia, en el templo, en la casa parroquial, etc. María, en cambio, sería esa misma alma, pero en el momento en el que el alma, sea laico o consagrado, se dedica a las cosas de Dios, como por ejemplo: rezar, asistir a Misa, hacer Adoración Eucarística, etc. Entonces, según esta interpretación, Marta y María no representarían a dos estados o  vocaciones distintas dentro de la Iglesia, sino a dos estados diferentes de una misma alma.

         Si es así, debemos preguntarnos entonces cuál de esos dos estados predomina en nosotros, teniendo siempre presentes las palabras de Jesús, que dice que la contemplación que hace María es “la mejor parte”: “María ha elegido la mejor parte y no le será quitada”. Es decir, tenemos que preguntarnos si en nosotros predomina Marta, que se ocupa de las cosas del mundo, o María, que elige contemplar a Cristo, sabiendo que la contemplación de Cristo -como sucede en la Adoración Eucarística- es siempre “la mejor parte”, que lo que se realice en el mundo, aun cuando eso que se realice en el mundo esté orientado a Dios.

         Con relación a esto último, hay que hacer la siguiente consideración: es verdad -y también muy necesario- que las cosas del mundo deben ser atendidas, porque si hacemos las cosas que por nuestro estado debemos hacer, si uno no las hace, no se hacen por sí solas: es necesario preparar la comida, es necesario salir a trabajar para ganar el pan de cada día, es necesario estudiar, para aprender y ser cada vez mejores personas; es decir, es necesario dedicarse a las cosas del mundo -siempre y cuando tengan a Dios por meta y por fin-, porque las cosas del mundo están para que nosotros las manejemos, y si no las manejamos nosotros, nadie lo hará por nosotros.

Todo esto es verdad, pero también es verdad lo que dice Jesús: la parte de María, que es la contemplación divina -que puede ser a través de la Adoración Eucarística, o a través de la meditación guiada por el Santo Rosario-, es “la mejor parte”, y por esta razón también deberíamos de contemplar a Cristo con el mismo empeño, con las mismas fuerzas, y con el mismo amor con el cual nos dedicamos a las cosas del mundo, y todavía más.

María, arrodillada a los pies de Jesús, y contemplándolo, elevando los ojos del cuerpo y del alma a Jesús, representa al alma en sus momentos de oración: ya sea cuando hace oración vocal, o cuando hace oración mental, cuando se dirige a Dios de alguna manera, cuando reza a Dios con el cuerpo, esto es, ofreciendo sus sentidos a su Divina Majestad -es la “oración de los sentidos” de San Ignacio de Loyola- o cuando tiene alguna enfermedad y la ofrece a Cristo Dios para participar de su cruz, cuando asiste a Misa.

El alma es María especialmente cuando en la Santa Misa contempla, arrodillada ante el altar, en el momento de la consagración, a Cristo que renueva su sacrificio en cruz incruenta y sacramentalmente; cuando adora al Hombre-Dios que desde el cielo viene para dejar su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía; cuando alaba y da gracias a Jesús Eucaristía por el inmenso don que le ha hecho de quedarse en la Hostia consagrada; cuando recibe en su corazón, al comulgar, el mar infinito de amor inagotable que brota del Corazón Eucarístico de Jesús como de una fuente celestial. El alma es María cuando contempla a Cristo Eucaristía y se alegra de su Presencia Eucarística, así como se alegran los ángeles y los santos en el cielo por la Presencia misericordiosa, alegre y majestuosa del Cordero de Dios, Cristo Jesús.

Entonces sí es cierto que las cosas del mundo tienen que ser hechas y que nos tenemos que preocupar y afanar por hacer las cosas -siempre orientándolas a Dios, jamás hacer algo en contra de Dios o fuera de Dios- y es verdad que debemos hacerlas con sacrificio y del modo más perfecto posible, para ofrecerlas a Dios, porque a Dios no se le pueden ofrecer cosas mal hechas, o cosas hechas con pereza, o con mala voluntad, o por obligación: lo que se ofrece a Dios debe ser un verdadero sacrificio, lo cual quiere decir que, sea lo que sea que hagamos, así sea pegar la suela de un zapato o construir un cohete espacial, todo lo debemos hacer de cada a Dios, con el mayor esmero y perfección posible, porque Dios es perfecto y quiere que seamos perfectos, tal como lo dice Jesús: “Sean perfectos, como mi Padre es perfecto” (Mt 5, 48). Así vemos cómo, el alma que está llamada a ser como Marta, no tiene las cosas fáciles por el hecho de no ser religiosa; al contrario, debe esforzarse para alcanzar la perfección de la vida cristiana en medio del mundo, para dar testimonio de Cristo Jesús allí donde es llamada por Dios.

Es verdad que tenemos que ser como Marta, que se ocupa de las cosas del mundo, pero es verdad también que no podemos dejar de ser como María -recordemos que una misma alma puede ser las dos hermanas en dos momentos distintos-, porque María, en la contemplación de Jesús, elige “la mejor parte”. Entonces, como Marta, debemos trabajar y estudiar, debemos preparar la comida y estudiar para aprobar el examen, pero como María, debemos rezar el Rosario, hacer Adoración Eucarística, asistir a la Santa Misa, sabiendo que “la parte de María” es siempre “la mejor”. Si nos ocupamos de las cosas del mundo, como tenemos que hacerlo, no podemos dejar que estas cosas del mundo abarquen toda nuestra vida; es más, debemos procurar que la contemplación de Cristo, como lo hace María, esto es, la oración, la meditación, la contemplación, la Adoración Eucarística, el rezo del Rosario, la asistencia a Misa, la recepción de la Eucaristía con piedad, devoción y amor, para fundir el propio corazón con el Corazón Eucarístico de Cristo, sea el centro de nuestra vida.

Una y otra vía, tanto la de Marta como la de María, son válidas para la unión en el Amor del Espíritu Santo con Cristo, aunque debemos procurar ser menos como Marta, y más como María.

        


miércoles, 10 de septiembre de 2014

“Amen a sus enemigos”


Cristo del Amor

“Amen a sus enemigos” (Lc 6, 27-36). Este mandato es la prueba de que la religión católica es de origen divino, porque es imposible de cumplir con las fuerzas humanas. A un enemigo, naturalmente, con las fuerzas humanas, máximamente, se lo puede perdonar, pero no “amar”; puede uno reconciliarse con él, pero no hasta llegar al punto de “amarlo”. Luego de superado el impulso de destruirlo –porque por eso es “enemigo”, de lo contrario, sería “amigo”-, todo lo que alcanza a hacer la naturaleza humana es la reconciliación, y a establecer las paces. Podría haber incluso un cierto amor de amistad, pero no en el grado y cualidad en el que Jesús lo requiere, cuando dice: “amen a sus enemigos”.
Entonces, surge la pregunta: ¿cómo cumplir el mandato de Jesús? Primero, recordando las Escrituras: “Cristo es nuestra paz; con su Cuerpo en la cruz derribó el muro de odio que separa a judíos y gentiles, porque en Él tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu” (cfr. Ef 2, 14-15); luego, contemplándolo a Él mismo en la cruz, y considerando que Él dio su vida por todos y cada uno de nosotros, siendo nosotros sus enemigos y cómo, habiéndole nosotros quitado la vida, Jesús no pidió venganza al Padre mientras moría, sino que clamó piedad y misericordia para nosotros, que le arrancábamos la vida a fuerza de golpes, por nuestros pecados: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). También esa fue la oración de la Virgen, al pie de la cruz: siendo nosotros los que matábamos al Hijo de su Amor, la Virgen no clamó venganza ni justicia contra nosotros, sino que elevó a Dios Padre el mismo clamor de piedad que su Hijo Jesús, intercediendo por nosotros, y pidiendo piedad y misericordia: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Tanto Jesús, como la Virgen, nos amaron a nosotros, siendo sus enemigos, y así nos dieron ejemplo de cómo amar a los enemigos: hasta la muerte de cruz. Pero también Dios Padre es nuestro ejemplo, porque Dios Padre, podría haber respondido negativamente al pedido de clemencia, tanto de su Hijo Jesús, como de la Virgen, y sin embargo, Dios Padre responde con misericordia enviando al Amor que brota de las entrañas de su Ser eterno trinitario, espirando Él y su Hijo al Espíritu Santo, en el momento en el que el soldado romano traspasa el costado de Jesús y hace brotar Sangre de su Sagrado Corazón. Dios Padre responde con su Divina Misericordia, a la malicia del hombre, enviando al Espíritu Santo, que se difunde sobre el mundo junto con la Sangre y el Agua que brotan del Corazón traspasado de su Hijo Jesús en la cruz, y así nos da ejemplo de cómo amar a los enemigos, porque derrama sobre nosotros su Divina Misericordia, siendo nosotros sus enemigos. En vez de aniquilarnos, hace caer sobre nosotros la Sangre de su Hijo, y como esta Sangre es la Sangre del Cordero, al caer sobre nosotros, nos quita los pecados, nos purifica, nos regenera, nos re-crea, nos hace nacer a la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios y nos hace herederos del Reino de los cielos. La Sangre derramada de Jesús en la cruz es la garantía y el sello indeleble del perdón divino y, todavía más que el perdón, de nuestro ascenso a la categoría de hijos adoptivos de Dios y herederos del Reino. Y no contento con esto, Dios Padre, además, organiza para nosotros un banquete festivo, anticipo del banquete que dura para siempre, el banquete del Reino de los cielos, y Él mismo nos sirve a la mesa, sirviéndonos alimentos exquisitos, alimentándonos a nosotros, que éramos sus enemigos, con el Pan Vivo bajado del cielo, con la Carne del Cordero, y nos da a beber el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre de su Hijo Jesús, la Santa Eucaristía.

“Amen a sus enemigos”. Quien quiera saber cómo debe amar a sus enemigos, solo debe contemplar a Jesús crucificado, a la Virgen al pie de la cruz, a Dios Padre que nos perdona; y si alguien necesita del Amor para perdonar y amar a sus enemigos, con el mismo Amor con el que Cristo nos amó y nos perdonó, no tiene otra cosa que hacer que alimentarse de la Eucaristía, en donde está contenido el Amor en Persona, el Espíritu de Dios, que hace arder y vuelve incandescente al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Después de todo esto, ningún cristiano tiene excusas de ninguna clase, para no amar a sus enemigos, hasta la muerte de cruz, como lo hizo Jesús con nosotros.

lunes, 23 de mayo de 2011

La paz les dejo, mi paz les doy

La paz de Cristo,
donada en cada Santa Misa,
prepara al alma
para el encuentro personal
con Dios Uno y Trino
en la eternidad.

“La paz les dejo, mi paz les doy” (cfr. Jn 14, 27-31a). Antes de morir en la cruz, Jesús deja enormes dones para su Iglesia: su Amor, la Eucaristía, el Sacerdocio ministerial, y entre estos inmensos dones, la paz.

La paz de Jesús no es la paz del mundo, la que se construye sobre la base de tratados de amistad entre los pueblos; no es la paz de la guerra, esa paz endeble que se sostiene por la fuerza de las armas; no es la paz de quien simplemente se ha cansado de litigar, y decide dejar de pelear.

La paz de Cristo es otra paz, es la paz que da Él, no “como la da el mundo” (cfr. Jn 14, 27), porque la paz mundana es una paz superficial; la paz de Cristo es la paz que brota del perdón de Dios al hombre. En Cristo, Dios Padre perdona al hombre, no le tiene en cuenta sus ofensas, sus ultrajes, su falta de amor, incluso hasta su odio deicida, aquel odio que lo lleva a crucificar y a matar al Hombre-Dios. La paz de Cristo no es ni para un hombre, ni para un pueblo, ni para una generación, sino para toda la humanidad, enemistada con Dios desde Adán y Eva.

La paz de Cristo abarca a todos los hombres de todos los tiempos, y a diferencia de la paz de los tratados humanos, impuestos por los más fuertes luego de una guerra, es decir, como consecuencia del poder de la violencia y de las armas, la paz de Cristo es una paz basada en el Amor divino, que es quien vence en la lucha entre el Mal, surgido del corazón angélico y del corazón humano, y el Bien, que brota del Corazón único de Dios Trino como de una fuente inagotable.

La paz de Cristo es la paz que Dios concede a todo hombre, y por medio de esta paz, declara no solo finalizada para siempre la enemistad con la humanidad, iniciada por los primeros Padres en el Paraíso, sino que declara una nueva etapa en la relación entre Él y los hombres, una relación de amistad: “Ya no os llama siervos, sino amigos” (cfr. Jn 15, 13-15), tal como les dice Jesús en la Última Cena, relación que será sellada con la Sangre del Cordero de Dios, derramada en la cruz, donada anticipadamente en la Última Cena, y renovada en su don celestial en cada Santa Misa. Es este el sentido del saludo litúrgico de la paz, en la Misa, cuando el sacerdote dice: "Daos fraternalmente la paz" (cfr. Misal Romano).

La paz de Cristo no solo concede calma y tranquilidad al alma, sino que la prepara para el encuentro definitivo, en la eternidad, con Dios Uno y Trino. La calma que sobreviene al alma, como consecuencia de la paz de Cristo, es el preludio de la alegría que experimentan los bienaventurados, en la contemplación gozosa de la Trinidad por toda la eternidad.

El alma que recibe esta paz celestial, fruto del amor y del perdón divinos, no tiene ninguna excusa para no conceder la paz y el perdón a sus enemigos, porque es un requisito indispensable para gozar del Amor de Dios para siempre.